Era un hombre pequeño, de cara redonda y trabajaba como representante comercial
del ramo de los extintores. Yo no necesitaba ninguno y estaba a punto de partir
para un partido de golf. Le dije caballerosamente que no necesitaba nada, pero
él insistía en entrar: “será cosa de un minuto...”
—¿No le he dicho que no me interesa? No necesito nada, es inútil que
perdamos el tiempo, váyase.
Se volvió, dio un portazo y vi que bajaba las escaleras.
Entonces fue cuando reparé en el remiendo en la espalda de su abrigo, en sus
tacones comidos y en que necesitaba un buen corte de pelo. Me impresionó el
pequeño remiendo: éste, y la gracia de Dios, puesto que soy de natural poco
dado a generosos impulsos. Renuncié, por tanto, a la cita de golf (me pareció
que iba a llover), lo llamé y traté de mostrarme como un caballero, dándole
mis excusas. Vio lo que teníamos en casa y comprendió que estábamos bien
abastecidos. Luego, mientras fumábamos, charlamos un rato. Me dijo que vivía
en un estado próximo, con su mujer y cuatro hijos. Que su mujer era católica y
que él estaba aprendiendo el catecismo para ser pronto bautizado. (¡Qué vergüenza
sentí!). Tímidamente le puse un rosario en sus manos.
Desde entonces soporto mucho mejor a los representantes y a las llamadas
inoportunas. Cada vez que mi natural impaciencia se agitaba no tengo nada más
que invocar aquel remiendo.
Tomado de Leo J. Trese, “Vasija de barro”, p.60.
Con la autorización
de: www.interrogantes.net