David y Betsabé

    DAVID Y BETSABÉ

    Cuando  David llegó al trono, se puso a la cabeza de su ejército para librar guerras contra los enemigos de Israel. Pero llegó un momento en que su reino sufría muchos problemas, y David dejó a Joab, su general, al mando de sus guerreros, mientras él permanecía en su palacio del Monte Sión.

    Un anochecer David caminaba por la azotea del palacio. Miró hacia un  jardín y vio a una mujer bellísima. Preguntó a un criado quién era esa mujer, y el criado le respondió:

    - Se llama Betsabé, y es la esposa de Uriah.

    Uriah era un oficial del ejército de David, al mando de Joab, y en esa época luchaba en la guerra contra los amonitas, en Rabbah, cerca del desierto, al este del Jordán. David mandó buscar a Betsabé, esposa de Uriah, y habló con ella. La amaba, y ansiaba tomarla como una de sus esposas (en esos tiempos no se consideraba pecado que un hombre tuviera más de una esposa). Pero David no podía casarse con Betsabé mientras su esposo Uriah estuviera con vida. Un pensamiento maligno entró en el corazón de David, quien planeó la muerte de Uriah para poder llevar a Betsabé a su propia casa.

    David le escribió una carta a Joab, el comandante de su ejército, y esa carta decía: “Cuando haya una batalla con los amonitas, envía a Uriah al punto donde más arrecie el combate, y déjalo allí, para que le den muerte los amonitas.”

    Y Joab hizo lo que David le había ordenado. Envió a Uriah y un puñado de valientes al pie de la muralla de la ciudad, sabiendo que allí se toparían con feroz resistencia. Se libró un fiero combate junto a la muralla, Uriah pereció y  con él otros valientes. Entonces Joab despachó un mensajero para informarle al rey David cómo andaba la guerra, y especialmente que Uriah, uno de sus valientes oficiales, había muerto en la lucha.

    Cuando David se enteró, le dijo al mensajero: “Dile a Joab: No te inquietes por la pérdida de los hombres caídos en batalla. La espada debe abatir a algunos. Mantén el sitio, continúa el asedio, y ganarás la ciudad.”

    Y una vez que Betsabé hubo guardado luto por la muerte de su esposo, David la llevó a su palacio y la desposó. Sólo Joab, y David, y quizás algunos otros, sabían que David había causado la muerte de Uriah, pero Dios lo sabía, y Dios estaba disgustado con David por ese acto malvado.

    El Señor envió al profeta Natán para decirle a David que, aunque los hombres ignoraban la maldad que había cometido el rey, Dios la había visto, y castigaría a David por su pecado. Natán visitó a David y le habló de este modo:

    - Había dos hombres en una ciudad; uno era rico, el otro pobre. El rico tenía grandes rebaños de ovejas y muchas reses, pero el pobre sólo tenía una oveja que había comprado. Esa oveja se crió en su hogar con sus hijos, y bebía de su taza, y se acostaba en su regazo y era como una hija para él.

    Un día un visitante fue a cenar a casa del rico. El rico no sacrificó una  de sus propias ovejas para el huésped, sino que robó la oveja del pobre, la sacrificó y la cocinó para comer con su amigo.

    David se enfureció al oír estas palabras. Le dijo a Natán:

    - ¡El hombre que hizo esto merece morir! Le devolverá a su vecino  pobre cuatro veces lo que le quitó. ¡Cuánta crueldad, tratar así a un hombre pobre, sin ninguna piedad!

    Y Natán le dijo a David:

    - Tú eres el hombre que cometió esa iniquidad. El Señor te hizo rey en lugar de Saúl, y te dio un reino. Tienes una gran casa, y muchas esposas. ¿Por qué, entonces, has cometido esta maldad a ojos del Señor? Has matado a Uriah con la espada de los hombres de Amón, y has tomado su esposa como esposa. Una espada se alzará contra tu casa, y tú sufrirás, y tus esposas sufrirán, y tus hijos sufrirán, todo por lo que has hecho.

    Cuando David oyó estas palabras, vio su maldad en toda su plenitud. Sintió gran congoja, y le dijo  a Natán:

    - He pecado contra el Señor.

    Y David mostró tanta pena por su pecado que Natán le dijo:

    - El Señor ha perdonado tu pecado, y no morirás por él. Pero el hijo que te ha dado la esposa de Uriah sin duda morirá.

    Poco después el hijo de David y Betsabé, muy amado por David, enfermó gravemente. David rezó pidiendo por la vida de su hijo, y no probaba bocado, sino que yacía de bruces en el suelo de su casa, abrumado por el dolor. Los nobles del palacio fueron a verle, y le pidieron que se levantara y comiera, pero él se negaba. Durante siete días el niño empeoró cada vez más, y David seguía acongojado. Luego el niño falleció, y los nobles temieron contárselo a David, pues se dijeron:

    - Si estaba tan afligido cuando el niño vivía, ¿qué hará cuando se entere de que ha muerto?

    Pero cuando el rey David vio gente cuchicheando con rostro cabizbajo, preguntó:

    - ¿Ha muerto el niño?

    Y le respondieron:

    - Sí, oh rey, el niño ha muerto.

    Entonces David se levantó del suelo, se lavó la cara y se puso sus atavíos de rey. Fue primero a la casa del Señor, y adoró, luego fue a su propia casa, se sentó a la mesa, y comió. Los criados se maravillaron de esto, pero David les dijo:

    - Mientras el niño vivía, ayuné y oré y lloré, pues esperaba salvar la vida del niño con mis plegarias al Señor, apelando a su misericordia. Pero ahora ha muerto, y mis plegarias nada pueden hacer por él. No puedo recobrarlo. El no regresará a mí, sino que yo iré a él.

    Y después de esto Dios dio a David y Betsabé, su esposa, otro hijo varón, a quien llamaron Salomón. El Señor amó a Salomón, que con el tiempo se convirtió en un hombre sabio.

 

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