53. Noveno mandamiento: no consentirás pensamientos ni deseos impuros |
Introducción
Compuesto de alma y cuerpo, tras el desorden del pecado original el hombre ha de soportar el tirón de la carne que reclama con egoísmo el placer de la sexualidad, sin mirar a la disciplina con que Dios ha ordenado los fueros del cuerpo. Así, la pureza es una virtud que ha de alcanzarse con la gracia de Dios, y una particular lucha personal.
Para ser limpios de corazón es necesario rechazar con firmeza pensamientos y deseos impuros, que constituyen la raíz interna del pecado contra la castidad, y ya son pecado cuando se consienten. Sin embargo, vale la pena porque la pureza es una de las mayores fuentes de alegría, de paz y de energía en el progreso de la persona. Como dice Jesús en el sermón de la montaña, "bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mateo 5,8).
Al reclamo de esta invitación entendemos que la pureza puede costar, pero sabemos que es un don magnífico, corona triunfal que hemos de apetecer, venciendo el lodo de la impureza -la impureza mancha-, que es un engaño amargo. Es absurdo que nos quieran convencer de que el hombre es una bestia incapaz de remontar sus instintos; el hombre no es una bestia. Y cuando Dios impone el precepto de la pureza desde la misma raíz interior, "no manda ningún imposible, sino que cuando lo ordena advierte que hagas lo que puedas, que pidas lo que no puedas y Él te ayudará para que puedas", enseña el Concilio de Trento con San Agustín.