La agenda |
Por Don Samuel Valero Lorenzo
La secretaria, al entrar por la mañana en la oficina, se sorprendió de que la puerta del despacho del gerente estuviera entreabierta. Miró su reloj de pulsera, y marcaba la hora exacta de empezar su jornada; se lo acercó al oído, y funcionaba. Le resultaba extraño que el gerente se le hubiera adelantado y estuviera ya en su despacho. ¿Por qué habrá llegado antes de la hora acostumbrada?, se preguntó. Después de llamar suavemente con los nudillos, acabó de abrir la puerta, y lo vio afanado, buscando por los cajones de su gran mesa de trabajo. El gerente, sin levantar la vista, preguntó:
- ¿Sabe usted qué ha sido de mi agenda?
La secretaria, a quien nunca le pasaban desapercibidos los más nimios detalles, le aseguró:
- Como todos los días, también ayer la metió en su maletín portafolios y se la llevó.
El gerente había perdido su agenda. Una agenda de 17 x 25, gruesa, con varias páginas para cada día del año.
- ¿No estará en su casa? -insinuó ella, meticulosa.
- No -contestó secamente, visiblemente contrariado.
Cuando cada mañana llegaba el gerente al trabajo, lo primero que hacía, de manera inexorable, era poner la agenda sobre la mesa de la secretaria, en la antesala de su despacho. Le había dado órdenes taxativas de que anotara en ella todas las gestiones que surgieran en relación con la empresa, pues todas las debía resolver él. Todas, aunque, algunos días, se acumularan demasiadas. El se había entregado a la empresa, y no le escatimaba esfuerzos: era su vida. Y aquella agenda era la memoria de su entrega.
Uniformado con blusón gris y gorra de plato, de acuerdo con las ordenanzas municipales, el barrendero madrugador se dirigía, al alba, a su zona de trabajo, empujando el carro de la basura. Las farolas encendidas, los escaparates iluminados y los letreros luminosos parpadeando se le antojaban, a esas horas de calles vacías y en silencio, un absurdo de la ciudad. Dentro del cubo montado sobre dos ruedas, llevaba un escobón de mango largo y dos hojalatas.
Dedicado ya a su tarea, se dio cuanta, al arrastrarlo con la escoba, de que aquel libro encuadernado en piel, aunque estuviera tirado sobre la acera, no era basura. Lo recogió y lo hojeó a la luz de una farola. Atendiendo a su buen criterio profesional, buscó nombre y dirección para devolverlo a su dueño. Ni nombre ni dirección. De momento, no tenía clero qué podría hacer con él; pero como no era basura, tampoco lo arrojó al cubo. Decidió guardarlo.
Metió el libro en el amplio bolsillo de la blusa. Barrió aceras y bordillos de la calzada; sacó papeles y plásticos, de los hoyos de los árboles de la avenida. Sabía que en cada quiosco encontraría por el suelo cáscaras de pipas y sus bolsas. Conocía, palmo a palmo, el tipo de basura y desperdicios con que cada mañana tropezaría en su faena; incluso, los rincones donde arrojaban las jeringuillas los viciosos de la droga. Con la escoba hacía montones, y con las hojalatas los recogía, para echarlos en el cubo de ruedas.
Así pasó las horas de su trabajo honrado, aseando las calles; y regresó al depósito municipal. Colgó el blusón y la gorra de plato en su número de percha, y, después de lavarse, se fue a su casa. Se olvidó del libro. Cada mañana, al ponerse la blusa, notaba su peso, y se decía que tenía que llevarlo a la sección de objetos perdidos. Y cada final de jornada se le olvidaba. Así pasó una semana, hasta que, por fin, lo llevó. Indicó al empleado de la sección la calle donde lo había encontrado, y éste pidió su nombre y dirección.
Aquel primer día, todos los asuntos programados en la agenda salieron adelante. La eficaz secretaria la había leído la tarde anterior, con el fin de programar el trabajo desde las primeras horas de la jornada. ¿Para el día siguiente? Imposible saberlo: eran encargos y gestiones anotadas con meses de antelación.
El propio gerente llamó por teléfono a la Policía Municipal a la sección de objetos perdidos. Nada. Durante algunos días más, estuvo insistiendo. Definitivamente, la dio por perdida. La empresa empezó a sufrir de amnesia. Había que volver a empezar, pero con los riesgos y pérdidas que suponía el olvido de los compromisos contraídos en el pasado.
Y, en efecto, la gestión de la empresa empezó a tener lagunas: pedidos sin atender, mercancía que se almacenaba sin salida, protestas de clientes por incumplimiento, cuentas bancarias desequilibradas, etc. Había pasado poco más de un mes, y eran continuas las reclamaciones por ineficacia. La empresa estaba perdiendo prestigio, seriedad y ¡ganancias!
Se convocó Consejo de Dirección, de urgencia. El gerente quiso buscar su defensa en la desaparición de la agenda. Era, según él, la causa del desorden, y de la desatención de gestiones. Sin la agenda, dijo, es como si me hubiera quedado sin memoria. Manifestó que estaba reestructurándolo todo; pero que mientras no se agotara todo lo consignado en la agenda perdida, tendrían que soportar algunos fallos.
El dinero endurece el corazón, ignora la misericordia y es frecuentemente cruel. Los del Consejo tomaron a ironía lo de la agenda perdida, y fulminaron la amenaza: si en un mes, la empresa no alcanza las cotas anteriores, podía ir preparando la dimisión.
La secretaria, que no era ni guapa ni joven pero eficiente y discreta, intentó ayudar al gerente, que vivía a solas con esa amenaza, y le dijo:
- Yo tengo una hija que nació con una agenda maravillosa. La empezó a vivir; pero, sin saber en qué momento ni dónde, la fue perdiendo poco a poco. Ahora es una desgraciada. No quiero que le ocurra a usted algo parecido. ¡Reconstruya el itinerario de aquella tarde! Si descubre dónde y cuando la perdió, la podremos recuperar. Me duelen también su esposa y sus hijos.
Al mes, más o menos, el barrendero recibió un aviso de la sección de objetos extraviados: que se presentara. Pensó en una gratificación.
- Tome su libro. Nadie lo ha reclamado.
- ¿Y qué hago yo con él?
- Lo que quiera; ¡ahora es suyo!
En casa empezó a hojearlo, y, al leer sus páginas escritas a mano rápida en cada uno de los días, se dio cuenta de que aquello podía ser muy valioso para el que lo perdió. Debía ser una empresa importante, ya que, en cada hoja se consignaban entrevistas, notas de pedidos, avisos a almacenes, exportaciones, cenas de trabajo, viajes al extranjero, etc. Cada día había varias referencias a estas cosas, con indicación de cantidades, de lugar, hora y teléfono. Desechó el absurdo pensamiento de apropiarse de una agenda que no era la suya; de desempeñar un papel que no era su papel; de usurpar unas funciones que no le pertenecían. ¡Qué gerente iba a ser él con sólo unas notas! Lo suyo era recoger la basura que destila la sociedad, aceptando que la gente le entregue sus asquerosidades. Para eso estaba él, para dejar limpia la vida de las calles.
Pero el barrendero, consciente del valor de aquella agenda, se creyó en el deber de buscar al dueño, y empezó a actuar.
Para aquella misma noche, a las diez, había una cena de trabajo en el Hotel N. Con su mejor traje de corbata, tomó la agenda, y, a la hora en punto, estaba en la recepción del hotel. Preguntó:
- ¿Sabe si hay una cena de trabajo?
- Sé que hay cenas, pero no nos dicen si son de trabajo.
- ¿El comedor? -insistió el barrendero.
- La puerta de la izquierda.
Se asomó, tendió la vista por los comensales, y se dio una vuelta por él, levantando ostensiblemente la agenda. Observó que, en una de las mesas con cuatro servicios puestos, sólo había tres personas que parecían esperar. Sospechó que el que faltaba era su hombre, y se acomodó en una de las butacas de la entrada al comedor. Cuando alguien pasaba, el barrendero levantaba la agenda para que se fijaran en ella. Después de media hora, se asomó de nuevo al comedor; vio a aquellos tres cenando en silencio, y se volvió a su casa.
Para el día siguiente, la agenda consignaba dos teléfonos con toneladas de mercancía por medio. Sin saber ni querer, pasó a ser gerente de la empresa desconocida. Llamó al primero:
- Soy el barrendero, me encontré una agenda que habla de enviar a Munich 20 toneladas. Quiero saber...
- ¿Cuántas y a dónde?
- A Munich, 20. Pero yo quiero saber...
- ¡Gracias! -le dijeron escuetamente y cortaron la comunicación.
En el otro teléfono, también se presentó:
- Soy N.N. el barrendero; quiero saber de quién es la agenda que me encontré...
- ¿Qué dice...?
- Sacar de la aduana del puerto 50 toneladas.
- ¿De quién es. ..?
- ¡Eso es lo que quiero saber!
- ¡Felicidades por su buen humor! Mañana las sacaremos.
Y también le cortaron.
Para el día siguiente, de las muchas cosas que había que hacer, la más fácil era: "Esperar aeropuerto Delegado de Londres, vuelo 207, a las 8 p.m.".
- Ahí sí que no voy -se dijo el barrendero.
Aquella tarde, el gerente siguió el consejo de su secretaria. Metió la nueva agenda en su maletín portafolios encima de otros documentos, como la otra vez. Salió con el coche, y, cerca de su casa, lo cerró en el garaje de costumbre; cogió el maletín, y caminó por la acera, como lo hacía siempre. Apoyando el maletín sobre una de las rodillas, lo abrió para sacar las llaves del portal. Al hacer esta operación, la agenda se deslizó hasta casi caer al suelo. "¡Esto es lo que me ocurrió, y no lo advertí!" -concluyó pensando en voz alta.
Por la mañana, nada más llegar al despacho, contó lo ocurrido a la secretaria. Ella, con seguridad y sonriendo le indicó:
- El barrendero de su calle la tiene. Mañana madrugue y le pregunte. Creo que él anda buscándolo a usted, y, de paso, arreglando algunos asuntos. Hace pocos minutos, me han pedido confirmación para sacar del puerto 50 toneladas, por indicación de un tal Barrendero.
No necesitó despertador. Mucho antes del amanecer, ya estaba el gerente paseando bajo las farolas solitarias de la acera. Por el otro extremo de la avenida, apareció el barrendero con su gorra de plato, empujando al cubo de ruedas. El gerente fue hacia él:
- Buenos días. Por favor, ¿se encontró usted...?
- ¿Esto?
Le dijo el barrendero, al mismo tiempo que le mostraba la agenda que sacó del bolsillo de la blusa. El gerente, explotando de alegría, estrechó entre los brazos al barrendero y a su escobón juntos. Nadie fue testigo de este efusivo abrazo en el silencio de aquella madrugada. Le agradeció emocionado, y le pidió su dirección para hacerle pronto una visita.
Con la euforia de un vuelto a la vida, llegó al despacho y mostró a la secretaria la agenda, como el más importante tesoro:
- ¡Apareció!
- ¿El barrendero?
- ¿Qué cantidad de dinero cree usted que le debo dar?
- Perdone. Los gerentes todo lo quieren arreglar con dinero. Conozca a su esposa y a sus hijos; entable amistad, y descubrirá que podrá ayudarles con algo más importante que el dinero. Aunque también con dinero.
El barrendero de basuras, con mala caligrafía, había escrito algo en la primera página de la agenda. Al leerlo el gerente, se quedó pensativo. Luego dijo a la auxiliar:
- Arranque con cuidado esta página, la mande enmarcar, y la cuelgue detrás de mi sillón.
La auxiliar tomó la agenda y también leyó, en voz alta, lo que estaba escrito.
"A mi entender, todos tenemos una agenda propia que vivir. No es anónima. Póngale, por favor, nombre propio y procure no perderla, que es mucho el trastorno que causa".
Terminó de leer la secretaria y añadió:
- Esa agenda con que cada persona nace, si se quiere realizar en la vida, no debe airearse con frivolidad. Ni llevarla y traerla con ligereza. Mi consejo es que se guarde en caja de seguridad.
Dicho esto, preguntó:
- ¿Puedo hacer una copia para mi hija?
- Hágala -concluyó el gerente.
Valencia, 18 de junio de 1987
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