El arroyo de las cumbres

 

    Por Don Samuel Valero Lorenzo

    Aquella tarde de verano, mi amigo se apartó de la variopinta bulla del pueblo, con la intención de acercarse con paso sosegado, hasta el pie de las altas cumbres, donde se crían las aguas.

    Andaba a pie, con el sol ya en caída, por carretera de tierra. No cesaba de subir y tuvo que tomarse un respiro bajo la sombra de los viejos olmos de una masía, que debía estar deshabitada, pues no salieron perros que le ladraran.

    Siguió carretera arriba y descubrió que, más abajo, entre los labrantíos de la ladera, subía también un viejo camino de herradura. A sus paredes en ruinas, le crecían zarzas, arlos, espinos, enebros... Hendido de tanto caminarlo siglos, ahora era un cadáver que se estaba enterrando.

    Se detuvo a mirarlo mi amigo y dijo:

    - Siento nostalgia y pena por ese camino; me entran ganas de bajar a andarlo.

    El viejo camino pudo oír lo que decía mi amigo y, sorprendentemente, gritó desde abajo:

    -¡No hace falta que bajes! ¡Ya no hay consuelo para los muertos!

    Y siguió susurrando con nostalgia este comentario:

    - Nos hicieron vuestros mayores a fuerza de andar, y andar con pasos lentos; a cambio de su lentitud, les dimos tiempo para crear amistades; tiempo para observar y leer en la naturaleza, y tiempo para poder pensar. Ahora habéis cambiado las abarcas por la prisa de las ruedas.

    - Tiene razón -dije mi amigo. Y añadió:

    - Cien metros de uno de estos caminos muestran más paisaje que cien kilómetros de rodar corriendo.

    Y, elevando la voz para que lo oyera el viejo sendero, dijo convencido:

    - Aún hoy, si se quiere admirar la naturaleza, hay que dejar las ruedas del coche, usar los propios pies, perderse por los viejos caminos, sentarse en una piedra bajo una sombra o al sol, y escuchar el silencio.

    Esto es lo que quería hacer esta tarde mi amigo.

    Al coronar un collado, en el que forzosamente coincidían camino y carretera, mi amigo abandonó a ésta y se adentró entre los pinos, siguiendo las huellas casi perdidas del sendero antiguo. Fue pisando césped, hojarasca y piñas. En su andar, tropezó con una sorpresa.

    - ¡Mira! -me dijo.

    Era una gran roca que emergía solitaria en la ladera; parecía de oro viejo repujado de pinos que salían de sus grietas, se erguían en sus repisas y la coronaban con sus penachos, como trazos verticales rematados con un brochazo verde.

    Mi amigo dejó atrás la roca, y siguió andando con olor a resina, siempre entre esbeltos pinos de tronco limpio, que apuntalaban una bóveda verde con fondo de azul lejano.

    - ¿A dónde vas? -preguntó por sorpresa el sendero.

    - En busca del nacimiento del agua -le contestó el amigo.

    - Tienes suerte; el agua aún mantiene vivos sus caminos.

    - Sólo aquí; que más abajo le ponen diques y le trazan cauces de cemento.

    - ¿¡También a los ríos?! -exclamó el viejo camino; y se calló para siempre.


    Sin necesidad que descender mi amigo, el riachuelo del hondo salió aguas arriba a su encuentro allá lejos, donde se abrían las altas praderas. Una trucha jugaba a submarino pintado en un remanso del arroyo. El sol, que debía estar en el horizonte a la altura de sus ojos, le mandaba sus rayos, cernidos por el cedazo de las ramas de los pinos.

    - Aquí -me dijo- es donde empieza el agua. Nace de las entrañas de la pradera entre los pinos. Aquí, riachuelo entre peñas, empieza su futuro, como niño juguetón de ojos claros.

    Aquel hilo de agua iba hilvanando guijarros, troncos secos abatidos, raíces de sargas, remansos de cristal y escalones con atoques de espuma blanca. Se sentó mi amigo en una piedra, y empezó a escuchar. No es que lo digan los poetas; es que es verdad: los arroyos cantan.

    Y, sin más, el agua empezó a repetir su historia, hablando bajo las sombras de los pinos.

    - Somos incontables, iguales a otras tantas. Cada una, por separado, somos sólo una gota. Para poder hablar necesitamos ser innumerables, y así es como inundamos los mares, los ríos y la vida.

    Se tomó un descanso, y continuó recitando:

    - Con el calor nos nacen las alas y volamos por los espacios del cielo, siguiendo las rutas que nos marca el viento. El frío, en cambio, nos paraliza y nos congela, como dura piedra. Si la temperie es propicia, nos gusta correr, cuesta abajo siempre, labrando nuestros propios caminos por encima o por debajo de la tierra.

    El arroyo hizo una pausa para respirar en un remanso. Miró a los ojos de mi amigo, saltó luego sobre unos guijarros limpios y siguió comentando:

    - Nosotras, que bajamos riendo por este sendero, parecemos recién nacidas. Sin embargo, tenemos ya muchos millones de años. Somos anteriores al musgo y a las algas, a la hierba de las praderas, a los árboles y a los animales. La humanidad para nosotras, por edad, no es más que un niño llorón y travieso.

    El riachuelo se quedó pensativo y, bajando los ojos, añadió:

- El Único y Tripersonal, al crearnos, reflejó en nosotras la huella de su identidad consigo mismo. Nosotras también somos una, millones de veces repetida. Se fijó en nosotras; nos tomó en sus infinitas manos, y nos encomendó la misteriosa maravilla de la vida. Algunas ya han logrado ser parte de su entraña; y todas caminamos con la esperanza de conseguirlo alguna vez.


    Mi amigo, extasiado junto al arroyo, percibía esta su conversación. También la escuchaban las sombras. Estas no hablan: se deslizan sigilosas y lentas; pero escuchan: oyen el rumor de los pinos y las castañuelas de los chopos, cuando los roza el viento; el crujir de las ramas con el vendaval. Las sombras, como el silencio, escuchan el chasquido de la piña al caer; el canto de todos los pájaros; el zumbido indefinido de miles de insectos, cuando la calma cae sobre herbazal. Y también atienden al murmullo del agua.

    Mi amigo oyó que el riachuelo decía a las sombras:

    - Protegednos del sol, no sea que nos salgan las alas, y nuestro vuelo nos lleve, otra vez, lejos de la vida.

    Al escuchar esto, mi amigo sintió sed; se acercó al arroyo; se arrodilló, hizo cazoleta con ambas manos y las metió en la corriente cristalina. El agua, al acercarse a los labios, se puso clara y fresca; temblaba de emoción sobre los dedos porque le estaba llegando el momento, esperado durante millones de años, de ser parte de la vida. Mi amigo bebió mucha, hasta no poder más, y tuvo que decir al riachuelo:

    - No puedo más; ¡lo siento!

    - No te preocupes; seguiremos esperando. Mil años más...

    El agua del riachuelo, después chocar contra unas piedras, se dejaba caer en una poza con llanto de lágrimas blancas. En un remolino se volvió hacia mi amigo, para seguir contando su historia:

    - Estas que nos ves aquí, hemos sido glaciar muchas veces; otras tantas, iceberg. Hemos hecho millares de viajes con las nubes. Nos hemos precipitado sobre la tierra dulcemente, no sabemos ya en cuántas ocasiones; de manera torrencial, en otras tantas: ya estuvimos en el Diluvio aquel. Hemos sido escarcha y rocío, granizo y nieve, y también se nos ha pegado el barro. Pero aún no hemos conseguido ser parte de la vida. Siempre hemos acabado en la mar, impregnadas de sal. ¡Qué difícil es salir de ella! Allí, el sol es nuestro liberador; aquí, nuestra amenaza.

    Al oír esto, las sombras se hicieron más densas para proteger al arroyo. Mi amigo se puso triste. Se levantó de la piedra, en que se había sentado a escuchar; volvió a beber agua, e inició el regreso a la bulla de los hombres. Melancólico, me dijo:

    - Las aguas de este arroyo van camino de Valencia. ¡Ojalá se conviertan allí en azahar o en claveles. ¡En vida!


Alcalá de la Selva, 23 de julio de 1987



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