Nosotros los custodios

 

    Por Don Samuel Valero Lorenzo

    (Historia más que novela, dedicada a don Antonio Legua, alias don Bonifacio)

    Intentaba escribir algo para leerlo a mi Ángel Custodio. Durante el rato que permanecí absorto, desfilaron por mi mente pensamientos y recuerdos, y hasta mantuve diálogos que no estoy seguro si fueron cosa de mi fantasía o de mi ángel. Es lo que yo narro ahora como si fuera él.

    Nosotros no tenemos problemas. Nos creó Dios, le dijimos que SÍ y aquí estamos: ángeles simplemente, ángeles que contemplamos el rostro de Dios, y felices para siempre, dispuestos a ayudar a vosotros los hombres en lo que podemos. Por el contrario, los que de nosotros le dijeron NO son los demonios, atormentados para siempre, con la perversa obsesión de hacer el mal. Me refiero a hacer el mal o el bien a vosotros que, por nacer deteriorados y tener la libertad con malas inclinaciones, os sentís fascinados por lo malo; tanto que, a veces, ni demonio que os tiente necesitáis. Es por este desconcierto original con que nacéis por lo que nos resulte difícil y poco eficaz -por lo menos así nos lo parece- nuestra tarea, la tarea de alentar el bien que exige la naturaleza y la dignidad que Dios os ha dado.

    Hay que reconocer que Dios, al crearos, ha sido asombroso. Se entiende espíritu solo o barro solo, pero espíritu amasado con barro o barro vivo floreciendo en espíritu, para nosotros sois un misterio. Tampoco podemos entender los placeres o los dolores de la carcasa en la que estáis encerrados; ni las emociones ni los sentimientos que os invaden. Vuestros arrebatos e impulsos nos resultan curiosos y, a veces, nos asustan. Pero siempre estaremos a vuestro lado.

    - Y vosotros, para nosotros los hombres también sois un misterio: ¡espíritus sin espacio y como al margen del tiempo! Sea como sea acogemos agradecidos vuestra compañía.

    - ¡Breve compañía!, ya que vuestra vida en esta tierra es pasajera.

    - Así son las cosas, le dije. Y él siguió hablando.

    Los ángeles, ni somos malos ni podemos empeorar; pero tampoco somos perfectos, y podemos aprender. De hecho, aprendemos muchos de vosotros. Todo eso de la técnica y el progreso os ha impuesto tales modos de vivir que nos obliga a estar al día, y, por mucho empeño que ponemos, no acabamos de llegar a todo. He dicho que no tenemos problemas, pero no es cierto: cada problema vuestro es nuestro problema, y la responsabilidad pesa; de tal manera que algunos de nosotros sufrimos de inadaptación y de otras crisis, pasajeras, claro.

    Llegó a oídos de Dios nuestra situación, y nos dijo que nos entendiéramos con San Miguel. Desde entonces, tratamos con el Arcángel nuestras urgencias. Una de ellas era tener ratos libres, como los tenéis vosotros, los de la construcción o los de la banca o los de cualquier oficina pública o empresa grande, para tomar un cortado o el bocadillo a media mañana; nosotros, para poder descansar algún rato más, con paz, en la presencia de Dios. Se trataba de organizar un sistema de suplencias, compatible con el servicio que os debemos. Y fueron las multitudinarias concentraciones, sobre todo las de los campos de fútbol, las que nos hizo caer en la cuenta de que podíamos arreglarnos. Con una docena de ángeles y la afición al fútbol era suficiente para cuidar a miles de hombres. Los demás, ¡ala!, a sacar ratos libres o a suplir a los más necesitados.

    Los más esclavizados de nosotros son los que tienen que cuidar a hombres que se sienten obligados a estar solos. Sobre todo, los ancianos. Está también el ramo del terrorismo, y el de la basura en la TV, y el de la droga, y el del Sida. Lo del tráfico, con la velocidad, las copas demás y, sobre todo, las distracciones, reconozco que nos lleva también muy preocupados; pero es en parte por nuestra inexperiencia.

    - ¡Mucha tarea!

    - No exageres; son millones y millones los que, aunque nos ignoran, se comportan correctamente. Los casos extremos son minoría, y lo peor es que no se dejan ayudar. Son siempre muchos más los normales; lo que ocurre es que, si no hay chatarra ensangrentada, no hay noticia en la carretera.

    Por otro lado, están también los ángeles de los camioneros. No los podemos abandonar. Es verdad que los ángeles de sus esposas y de sus hijos, cuando éstos se retiran a dormir, hacen alguna suplencia. Acuden a echar una mano, precisamente en esas horas nocturnas que son las de mayor riesgo. Con las familias siempre nos arreglamos bien.


    LOS DEL "600"

    Como ya habrás podido observar, esto del tráfico nos tiene obsesionados.

    Cuando empezó en España la industria del automóvil, del 600 concretamente, nosotros, los ángeles, entramos en una de esa especie de crisis. Todos los españoles andaban ilusionados y calculaban posibilidades para comprarse su auto; por fin, les había llegado el progreso. Se nos venía encima la plaga del 600, y la mayoría de nosotros, sin saber nada de coches. Es verdad que, como católicos que eran, lo llevaban a bendecir y le colocaban una imagen de su patrón San Cristóbal; pero nosotros, los custodios, estábamos en la más absoluta ignorancia sobre lo que era la velocidad, los frenos, los pinchazos, etc. etc.

    Hubo que organizar cursos acelerados con profesores venidos de Suecia, de Alemania y de los EE. UU. Nos explicaron que no temiéramos a la velocidad; que nosotros éramos más rápidos que el 600, ya que, sin necesidad de correr, estamos allí donde pensamos, como dar saltos muy largos, de continente a continente, sin espacio de por medio. Pero eso sí, teníamos que estar muy concentrados en la tarea, sin distracciones, atentos para adelantarse a la jugada como los defensas en un partido de fútbol ante un delantero habilidoso y rápido.

    San Miguel nos recordó lo que éramos: un dato más en la vida natural de cada hombre, un elemento más de la providencia ordinaria de Dios, aunque los hombres lo ignoren. Por tanto, no se trataba de milagros, sino de combinar los más mínimos detalles, adelantando o retrasando una circunstancia, para evitar riesgos o accidentes, aunque luego el conductor piense que se ha salvado por casualidad o que ha tenido suerte.

    En resumen, que fuéramos conscientes de que gran parte de la buena o mala suerte de los hombres dependía de nosotros, efecto natural de nuestra previsión. Por ejemplo: un niño que acaba de aprender a andar sale corriendo en el jardín de su chalet hacia la piscina; en el borde hay una manguera abandonada en la que va a tropezar; su hermana mayor le grita y corre hacia él; un saltamontes verde salta, por sorpresa, delante del niño, y éste se detiene a ver donde se posa con ánimo de cogerlo. Su hermana tiene tiempo de evitar que caiga en la piscina. Hubo suerte. El vuelo del saltamontes fue cosa de uno de nosotros.

    - Sí, fue cosa mía, y es un ejemplo entre miles y miles, me respondió.

    Para que lo entiendas mejor: viene a ser como el juego del ajedrez. Nadie que da jaque mate y gana piensa que ha sido por casualidad: es fruto de una serie de combinaciones pensadas en ataque y defensa, entre las que interviene, a veces, el sacrificio de piezas menores, para llegar a la victoria final.

    - Tampoco el cielo se gana o se pierde por suerte, le añadí.

    Tengo que reconocer y aceptar que, como a vosotros, también a nosotros nos complacen los halagos. Si se cuenta con nosotros, si se nos invita, si se nos agradece, estamos más atentos a los detalles que se nos piden. Ya he dicho que no somos perfectos, y nos gusta que se nos tenga en cuenta, que nos traten como amigos. Nosotros, por estar siempre fijos junto a vosotros, os queremos. ¡Qué menos podemos pedir que nos tengáis fe y simpatía, y que nos lo digáis! Cuando esto ocurre, nuestro nivel de atención sube muchos enteros.

    - Ahora entiendo mi poca suerte para aparcar el coche.

    - No exageres. Aún recuerdo que, cuando aquella moto se te iba al suelo y la levantaste dando una patada en el barro, me dijiste en voz alta ¡Gracias, Ángel!

    - Pocas más.

    - No exageres. Es verdad que no me pides con tiempo suficiente para provocar un hueco donde aparcar.

    Y aprovecho para decir que esta buena actitud la tendríais que tener también hacia nuestros colegas, los ángeles verdes, de la Guardia Civil de tráfico: hacerles caso, pedir disculpas, agradecer... ¿Que para eso les pagan? Hay servicios que no se aguantan ni por todo el dinero del mundo. Que se le pregunten al que, si no muerto, herido, impotente y nervioso, acaba de tener un accidente, y se presentan allí inmediatamente estos ángeles verdes. Lo sé muy bien; somos colegas y trabajamos en estrecha colaboración.

    - ¿Preguntas por los accidentes? Ni los ángeles verdes ni nosotros podemos hacer más de lo quieren los conductores. Si ellos se empeñan en no ser prudentes...


    LOS DE DON BONIFACIO

    El caso más difícil y consolador que se nos presentó con la revolución del 600, fue el de don Bonifacio. Es el hombre más parecido a nosotros en interés por hacer bien las cosas, en candor y también en el desconocimiento de lo que era un coche; pero, por otra parte, tiene tal confianza en nosotros que casi nos obliga a la temeridad. A todos nos hubiera gustado ser su ángel custodio; no digo que tanto como serlo de la Virgen o de San José. De estos te diré que, desde hace unos años, no hacen otra cosa que firmar autógrafos a vuestros niños que llegan al cielo.

    - Firman con estrellas en el firmamento; ¿dónde y con qué, si no?

    Don Bonifacio es, físicamente, torpe en la coordinación de sus movimientos; las cosas en sus manos, los platos de comida, las cacerolas, las bandejas, padecen de vértigo. Como si lo suyo fuera hacer peligrosos juegos de equilibrio. No obstante, nadie más dispuesto que él a poner y a quitar la mesa.

    - Su custodio sabrá cómo no se le caen las cosas.

    Y es que, además, es sacerdote, y esto para nosotros tiene su plus, el de poder adorar al Señor en su Misa, que es uno de esos ratos libres que buscamos. Don Bonifacio es lo que vosotros diríais un santo, optimista, alegre, confiado, sin miedo a nada ni a nadie y seguro en lo que hace; en una palabra, encantador.

    Pero un día, dijo que necesitaba coche, un 600 por supuesto, para atender mejor sus parroquias. Su ángel, que lo conoce como nadie, acudió alarmado a plantearle el tema a San Miguel.

    - Mira de disuadirle, le dijo.

    - Pero es que lo necesita.

    - Antes es su vida; trama algo con los ángeles de sus padres, de sus tíos y primos, de sus compañeros sacerdotes; todo, pero que no se lo compre.

    - Pero es que lo necesita.

    - ¿Seguro?

    - Seguro; no es de los caprichosos.

    - Pues vamos a asegurarlo bien, aceptó San Miguel, y convocó un concurso de ángeles técnicos.

    Se presentaron los que, a la sazón, habían quedado libres, como el de Fangio, el de Aiton Senna, el de aquel que murió en la París Dakart, los de varios muertos en rallys, los de algunos en vuelos espaciales, bastantes de pilotos de avión ya fallecidos. Se presentaron muchos, y San Rafael seleccionó los cuatro mejores, más el que ya era su titular de siempre. Tuvieron reunión de boxes, y se distribuyeron la tarea: el uno sería el coordinador; otro cuidaría del motor; otro atendería a los frenos; otro estaría atento al volante, y el de siempre, a su lado.

    Se compró, por fin, el 600. Los cuatro técnicos lo miraron de arriba a abajo, de delante a atrás, y cada uno le revisó su especialidad; hasta lo sopesaron los cuatro juntos, y se sonrieron. Para ellos, entenderse con un 600 era pan comido y hasta humillante. El ángel personal les dijo que no se lo comieran de ojo; que podía ser mucho más complicado de lo que ellos se figuraban.

    - ¡Tú que sabrás de coches!, le contestaron.

    Y don Bonifacio, se metió en el coche, se santiguó, se encomendó a su ángel, metió la primera, desembragó, se le caló, lo volvió a intentar, y salió con su 600 hacia el pueblo. Al encomendarse a su ángel, éste miró a los otros cuatro, que iban detrás, para mostrarles complacido el tipo de cliente que tenían. Ellos asintieron con la cabeza y se comprometieron a hacer todo lo que fuera necesario, por don Bonifacio. Con un hombre así, no hay ángel que se resista, comentó uno. Al rato, notaron un tufillo...

    - ¿Olor a motor nuevo?

    - ¿Los frenos?

    - ¡El freno de mano...!, gritó el responsable.

    Don Bonifacio llegó al pueblo, feliz y sonriente como siempre; salió toda la familia a recibirlo y se alegraron de verlo con el coche. Nunca supo que había recorrido 70 kilómetros con el freno de mano echado. Los técnicos trataron de evitar que se quemara, y lo lograron; no estaba muy apretado y sólo se desgastaron algo las zapatas. Aún podrían servir; pero terminaron pringados y mareados.

    - ¿Qué os dije yo?, se vengó luego su ángel titular.

    - ¡Uf!, le contestaron.

    Pasaron varios días sin necesidad de intervenciones especiales. Sólo hubo cosas menudas, como confundirse de marcha al salir del garaje, con los consiguientes topetones contra la pared. Y todo era, porque, cuando entraba de frente, dejaba la primera puesta, y cuando entraba de espaldas, dejaba puesta la marcha atrás; al salir, lo ponía en marcha, soltaba el embrague y, ¡ala!, contra la pared, unas veces por delante y otras por detrás: simples bollos en los parachoques y algún rasponazo en los laterales, al rozar en las jambas de la puerta del garaje.

    Ya en carretera, los cuatro técnicos se limitaban a colocarse dos a cada lado del coche, dando una leve patada a una rueda o a otra, para mantenerlo dentro de la calzada. Tenían que aguantar algún que otro bocinazo de camiones que se cruzaban, para exigirle que circulara por su derecha y no por el centro, a lo que don Bonifacio correspondía con un saludo sonriente al camionero, convencido de que se trataba de un amigo o conocido.

    Las tres parroquias que atendía don Bonifacio estaban cerca, a 5 km. cada una; pero son pueblos de alta sierra, y, durante el invierno, son frecuentes los hielos, las nevadas y las ventiscas. Ante estas circunstancias, los ángeles técnicos tuvieron que afrontar algún problema. Uno de los días tenía que salir al otro pueblo, y salió con la carretera cubierta de nieve. El viento había limpiado algunos tramos y echado la nieve a los ventisqueros de la orillas. Todo iba bien, con la rutina de mantener el coche entre los perfiles de las cunetas. Hay que decir que, a la hora de correr, don Bonifacio era muy prudente: rara vez usaba la tercera velocidad, con la primera y la segunda se conformaba; aunque esto no era lo mejor para la mecánica del coche, facilitaba la tarea a sus ángeles, tanto que, a veces, se adormilaban.

    Y ocurrió lo de siempre, que, donde menos te esperas... Fue una placa de hielo que estaba traicioneramente oculta en el alto de un rasante en curva; don Bonifacio frenó y el auto se deslizó sin control. Reaccionaron los técnicos; unas piñas caídas de un pino y apresadas en el hielo fueron obstáculo suficiente para modificar la trayectoria, y así lograron alargar su deslizamiento hasta un ventisquero que, a ras de la carretera, cubría el desnivel de la cuneta; lo metieron en él, y el 600 se clavó con nieve hasta los cristales. Don Bonifacio hizo un leve intento de abrir la puerta, pero la nieve se lo impedía. Podía haber bajado el cristal y salir a gatas por la ventanilla, pero esto superaba sus habilidades, y decidió esperar. Sabía él que no tardaría en pasar por allí el coche de línea. Los ángeles se aseguraron de que estaba en ruta; se contagiaron de la paz de don Bonifacio, y se pusieron junto a él. Al rato llegó el coche de línea; vio al de don Bonifacio atascado en la nieve, y se detuvo. Los hombres que iban en él, con una soga atada a la trasera del 600, lo sacaron a piso firme, y, después de deshacerse en agradecimientos, siguió a su destino, como si nada hubiera pasado. Los ángeles técnicos, prendados de la confianza de su cliente, volvieron a la rutina con el propósito de no distraerse.

    Fue en otra ocasión, también con nieve. Aquí los técnicos echaron el resto, que rayó en lo milagroso. Don Bonifacio había bajado a la capital, y, de regreso, al pasar por el último pueblo de vega, se enteró de que, arriba, en sus pueblos había caído una copiosa nevada con ventisqueros cruzados en la carretera que le impedían seguir. Le aconsejaron que se quedase y esperase a que escampara el tiempo. Respondió que no podía quedarse porque lo esperaban y, si no llegaba, saldrían a buscarlo. Le replicaron que avisase por teléfono. Él se aferró a que, necesariamente, tenía que estar al día siguiente en el pueblo.

    Ante estas dificultades y mientras se aclaraban las dudas, los ángeles técnicos hicieron el recorrido de ida y vuelta; vieron que la cosa estaba difícil, y acudieron a San Miguel, con el aval del custodio titular, para que les mandase un especialista en pasar ventisqueros que atraviesan una carretera de sierra en un recorrido de 25 km. San Miguel llamó al custodio de Carlos Sainz, campeón español de rallys; éste reconoció con humildad que había otro mejor y aconsejó al del campeón de Suecia. Llamó a éste, se le informó de lo que ocurría y, después de inspeccionar el tramo, dijo con rápidos movimientos de cabeza, como hablan los copilotos de rallys, que aceptaba el encargo. Su cliente sueco no tenía competición ese día y se buscó suplente para aquella tarde. San Miguel concluyó: que don Bonifacio avise por teléfono a su familia, por si acaso, y que se ponga en camino inmediatamente.

    Todas estas gestiones se hicieron en menos tiempo que cuesta contarlo. Le ayudaron a poner las cadenas en las ruedas, y se fue con pacífica cachaza a avisar por teléfono. Aún quiso invitar a tomar algo al señor que ayudó a lo de las cadenas; menos mal que no aceptó. Los técnicos y el especialista lo aguardaban impacientes y algo exasperados. Su ángel de compañía les decía con gestos que tuvieran calma, pues de la calma sacaba él su fuerza.

    Por fin, se sentó ante el volante, le dio al contacto, se puso en marcha, desembragó y salieron pendiente arriba, al tiempo que se encomendaba a su ángel. Dentro, sólo iba éste con don Bonifacio; los cuatro técnicos lo rodeaban por fuera; el especialista se puso pegado al morro del coche, dispuesto a intervenir en los ventisqueros. Llegaron al primero, nieve en polvo, capaz de enterrar el coche hasta las ventanillas; don Bonifacio apretó al acelerador, siempre en primera; el especialista abrió los brazos y, girando sobre sí mismo a gran velocidad, penetró en el ventisquero como un tornillo, arrastrando detrás de sí al 600; la nieve saltó por encima y por los lados. Los cuatro técnicos, admirados y absortos en la maniobra, casi lo dejan irse de la carretera a la salida del ventisquero. En ésta su tarea, no podían permitirse más despistes; dos por cada lado lo mantenían entre ambas cunetas cuyos perfiles apenas se notaban bajo la nieve y de las que una de ellas se asomaba a un hondo y escarpado barranco.

    Poco a poco, entre frecuentes y vistosas maniobras del especialista y los cuidados de los otros, fueron superando kilómetros. Al coche, siempre en la marcha en que había salido, se le calentaba el motor. Por mucha nieve que le aplicaba el encargado, la temperatura seguía subiendo; el cárter quemaba, la junta de culata reventaba, los pistones se bloqueaban. Ya estaban cerca, y salió de debajo, resoplando y moviendo negativamente la cabeza. Se temía lo peor.

    - ¿Nos va a dejar tirados el 600?

    - ¡No puede ser!

    Se miraron los cuatro de fuera en complicidad con el de dentro, y asumieron el riesgo de una desobediencia.

    Llegaron, por fin a casa; el pueblo estaba también cubierto de nieve. Metieron en el garaje el coche y los seis ángeles, rendidos, dentro. Había ya, por si acaso, un grupo de hombres dispuestos con caballerías a salir a su encuentro. Se alegraron al ver llegar a don Bonifacio. Al día siguiente, se encontró debajo del coche un charco de nieve derretida con aceite del cárter; y días después, tuvo que pagar una considerable factura por el arreglo del motor que acabó gripado y sin junta de culata.

    Lo que él nunca supo es que, en los últimos kilómetros, se le bloqueó y paró el motor. Los cuatro técnicos lo agarraron por los ejes, lo llevaron hasta el pueblo y lo metieron en el garaje, mientras su ángel de compañía imitaba con la boca el ruido del motor, para que don Bonifacio no se percatara de lo que estaba ocurriendo. Es verdad que, al salir del coche, fue tal su gratitud al custodio que los dejó en la duda de si se había enterado o no. Con don Bonifacio nunca se sabe.

    El especialista, una vez repuesto, se despidió de los otros y se volvió aquella misma noche a Suecia. Al irse les dijo:

    - Si mi cliente fuera un hombre como éste...

    No tardó San Miguel en citar a los cinco. Fue para reprenderles por haber llevado el coche de aquella manera.

    - ¡Os tengo dicho que milagros, no!, concluyó.

    - Pues, ¿cómo, si no?, y ¿a quién, si no es a éste?, se atrevió a insinuar el custodio titular que es uno de los ojos derechos del Arcángel.

    - Se nos dijo que tenía que llegar; y don Bonifacio llegó; además, intacto, observaron a coro los técnicos.

    - ¡Haced lo que os dé la gana!, -consintió San Miguel.

    Pasaban los meses con normalidad, y como parecía que don Bonifacio controlaba su 600 sin necesidad de especiales medidas de seguridad., San Miguel le retiró el equipo de ángeles técnicos, dejándolo solo con su titular, advirtiendo antes a éste que no bajara la guardia.

    - Lo intentaré; pero si necesito ayuda....

    - Cuenta conmigo y con Rafael.

    Don Bonifacio tuvo que viajar a Cataluña, y no dudó en ir con el 600. ¿Qué se le había perdido a don Bonifacio en Cataluña? No el turismo y menos el cava eran los motivos de su viaje a tan noble tierra. Iba a un pueblo del norte de Barcelona, a una convivencia para mejorar su vida sacerdotal, y puesto que tenía que cruzar la Ciudad Condal, aprovecharía para recoger la sotana que, tiempo atrás, encargó a un sastre de esta ciudad que había pasado por Teruel tomando medidas. Su ángel pensó que las carreteras eran buenas y el clima del verano sin problemas; no debía pedir ayuda a San Miguel.

    Después de colocar el equipaje en el reducido maletero de su 600 y de escuchar con atención los consejos de su tía para tan largo viaje, don Bonifacio se encomendó como siempre al ángel custodio, y salió a recoger a don Ignacio que estaba al frente de una parroquia próxima y quería asistir a la misma convivencia. Al igual que los dos sacerdotes, también sus respectivos ángeles se conocían y se trataban con confianza. Al encontrarse en la puerta de la casa de don Ignacio, el ángel de éste dijo al del otro:

    - Dios los cría y ellos se juntan.

    - Tendremos que andar atentos -le contestó el otro.

    Y es que también don Ignacio, como don Bonifacio, era de los que, en vez de conducir ellos al coche, parecía que era el coche el que los conducía a ellos. Sentados al volante, se adueñaban de todo el ancho de la carretera tanto en las rectas como en las curvas, inconscientes del riesgo que corrían. Pero eran tan buenos y tan atentos con sus ángeles custodios ...

    Lograron acomodar la bolsa de viaje de don Ignacio en el maletero, y salieron. Al volante don Bonifacio. Rezaron una oración a la Señora y a los ángeles custodios, pidiendo tener buen camino en compañía del Señor; y al final invocaron a San Rafael. Los cristianos piadosos, en atención al antiguo episodio de Tobías, invocan al arcángel San Rafael como protector. Esto en el cielo se tuvo muy en cuenta, y el jefe de toda la milicia celestial, que es el arcángel San Miguel, nombró a San Rafael como Director General de Tráfico. Los dos ángeles custodios miraron a San Rafael, y oyeron que les decía:

    - Confío en vuestro acreditado prestigio profesional; pero sin milagros, como os tiene ordenado Miguel.

    Ellos levantaron un dedo pulgar e inclinaron la cabeza en señal de acatamiento. Y salieron con muchos kilómetros de carretera por delante.

    Todo iba normal; sólo algunas señales de luz de los que venían de frente y algún estruendoso pitido para avisar que mantuvieran su derecha. Don Bonifacio comentó:

    - Si miras el lado positivo, cada bocinazo es una corrección fraterna.

    Los ángeles daban de cuando en cuando un ligero toque a las ruedas delanteras del coche para que se apartara del centro. Don Ignacio, al ver que tomaba las curvas a toda velocidad, hizo esta pequeña observación:

    - Algo nerviosillo anda el coche.

    - ¿Tú crees?

    Y llegaron a Zaragoza. Don Bonifacio estrenó aquí los semáforos. Pendientes de los letreros que indicaban la salida hacia Barcelona, se pasó alguno en rojo con susto y gritos de los peatones; en otro, casi chocó contra el último de los coches detenidos. Al intentar salir de uno de los semáforos, se le caló el 600 y empezaron a pitar todos los que aguardaban detrás. Al no conseguir ponerlo en marcha, se apeó don Ignacio para empujar y apartarlo a la orilla de la calle; no podía moverlo, y arreciaron los pitidos. Don Bonifacio, dejando el volante, salió también del coche, y, con su sonrisa habitual y los brazos abiertos, increpó a los de la cola:

    - ¡Menos pitos y más manos!

    Inmediatamente acudieron dos en ayuda de don Ignacio, y mientras empujaban, le dijeron que el motor debía estar muy caliente; que aguardaran un rato a que se enfriara. Dejaron el coche en la orilla, con las ruedas del lado derecho sobre la acera, y los dos sacerdotes dentro. Mientras aguardaban, don Ignacio exclamó:

    - ¡La gente es buena!

    - ¡Muy buena!, -confirmó don Bonifacio.

    Comentaron que el día estaba ya muy avanzado y Barcelona quedaba aún muy lejos; que era mejor quedarse a dormir en Zaragoza y seguir mañana. Además, pasar de largo por Zaragoza sin visitar al Pilar... Decidieron quedarse. Intentaron poner el coche en marcha, y arrancó a la primera. Llegaron a las inmediaciones del santuario, y, entre el río y el templo, encontraron donde aparcar. Cumplieron sus devociones a la Pilarica; apalabraron la hora de la Santa Misa para la mañana temprano del día siguiente, y se fueron a buscar hospedaje donde pasar la noche.

    Madrugaron; y, cumplidas sus devociones sin prisa, reanudaron, por fin, el viaje con paz de ánimo, después de rezar la bendición de viaje con las oportunas invocaciones. Consultaron antes la salida de Zaragoza, y tomaron la carretera N. II en dirección a Lérida. Don Bonifacio, corre que te corre, sin enmendarse ante las correcciones fraternas que le hacían los que venían de frente. Sólo los ángeles conseguían, aunque por poco rato, mantenerlo en su derecha. En tramos de curvas, se adelantaba uno de ellos para poner en guardia a los ángeles de los que venían. El de don Ignacio no pudo más y comentó:

    - Es que, además, acelera al entrar en las curvas.

    - ¿Y eso es malo?, -preguntó el otro.

    - ¡Malo no, pero muy peligroso!

    Andaban en este diálogo, cuando, por la zona del Bruch, al tiempo que don Bonifacio aceleraba para atacar una curva, apareció un camión enorme que se les venía encima. Él quitó los pies de los mandos, soltó las manos del volante para protegerse la cara y cerró los ojos; chirriaron los frenos del camión, y se quedaron a una cuarta del choque frontal. Los dos sacerdotes no vieron la maniobra de los ángeles ni oyeron su grito ante el inminente peligro:

    - !Tú, al coche, yo al camión!

    El uno retuvo al coche por detrás, y el otro, con sus espaldas, aguantó al camión; el ángel del camionero también actuó en los reflejos del freno. Se apearon los tres hombres resoplando, y se felicitaron porque no había ocurrido nada. Lo mismo hicieron sus tres ángeles. Se despidieron todos, y siguieron, despacio ahora, hasta una gasolinera cercana, donde, con el pretexto de repostar, se detuvieron a calamar los nervios.

    - Tranquilo, Bonifacio; la gente es muy buena, -comentó don Ignacio.

    - ¡Muy buena! Pero es que no nos puede pasar nada; así que, sereno Ignacio.

    Por su parte, los ángeles miraron a San Rafael con la intención de pedirle ayuda en las gestiones con el sastre de Barcelona; pero éste les recordó:

    - ¡Ojo con los milagros!

    - ¿Nosotros milagros? -se atrevió a replicar el de don Bonifacio.

    - Si Superman no existe, ¿quién ha sido? En cuanto a localizar ese sastre, a la entrada en la ciudad por la Diagonal, encontraréis un guardia; que le pregunten dónde queda la calle, y el resto será cosa vuestra.

    Pusieron gasolina y reanudaron el viaje. Después de hora y media, enfilaban la Diagonal de la Ciudad Condal. Sabían que la tenían que recorrer en toda su longitud, hasta encontrar la salida de Mataró. Era la primera vez que se enfrentaban a ella y les pareció abrumadora. Don Ignacio vio y avisó que, un poco más adelante, en la acera había un guarda urbano; y don Bonifacio, sin aviso previo del intermitente, se pasó al otro carril para llegar hasta él. Se oyó un frenazo del que iba detrás por el carril invadido. Sin inmutarse, se detuvo junto al guardia, y, con sosiego, sacó de su agenda la tarjeta del sastre y le preguntó por la calle que allí estaba escrita. Escucharon las explicaciones oportunas y siguieron atentos a los letreros de las calles. Cuando por fin la encontraron, ya se habían pasado, sin tiempo ni espacio para torcer a la derecha. Lo hicieron en la próxima, y fueron avanzando mirando la numeración de las casas, pensando bien que los números de ambas calles, más o menos, coincidirían. En efecto, cuando leyeron el que coincidía con el de la tarjeta, siguieron una manzana más y torcieron a la derecha en busca de la calle paralela que era la del sastre; y al momento, estaban llamando en su portal. El sastre dijo a don Bonifacio que aquella misma mañana había recibido su carta anunciándole que, por ayer u hoy, pasaría a recoger el encargo. Tenía preparada la sotana, la recogieron, la pagaron, y, de nuevo a la Diagonal. Sin más novedades llegaron a su destino. Lo que ellos nunca supieron es que sus custodios pusieron en el lugar y momento oportuno a aquel guardia urbano; les impidieron leer con antelación el nombre de la calle, porque, seguro, don Bonifacio se hubiera metido de bruces contra dirección; que se habían puesto en contacto con el del sastre para que todo estuviera a punto, y les sugirieron lo de la numeración de las calle paralelas.

    Terminada la semana de convivencia, regresaron por los mismos caminos hacia sus parroquias. Sólo al cruzar Zaragoza hubo un pequeño contratiempo. Entró don Bonifacio en una rotonda por el carril interior de los dos que había. No le era fácil salir y, después de darle algunas vueltas, ya no sabía cual de las cuatro calles que confluían era la correcta para tomar la dirección a Teruel. Si hubiera sido necesario, no le hubiera importado estar dando vueltas hasta dejar bien trillada la rotonda. Pero había que seguir camino. Don Ignacio, por fin, le indicó la calle, y don Bonifacio no lo pensó: giró el volante hacia afuera al tiempo que ponía el intermitente. Se oyó el chasquido de latas y de cristales de pilotos traseros rotos. Se paró el tráfico; salió airado el del coche dañado y se encaró con don Bonifacio profiriendo improperios. Se apeó también don Bonifacio, y, con toda paz, se limitó a decirle:

    - No se ponga usted así: no he hecho más que quitarle el polvo.

    ¿Qué le has dicho? El interfecto, sin mirar los desperfectos, subió el tono de sus amenaza y, como resumen, añadió:

    - ¡De Teruel tenía que ser!

    El custodio de don Bonifacio recogió la idea de su pupilo, y, como en un pase de magia, arregló los desperfectos del coche y hasta le quitó el polvo.

    - Por favor, mire usted y vea que no ha pasado nada, -insistió el buen sacerdote.

    Miró, por fin, el interfecto y, asombrado, se sintió en el deber de pedir disculpas, terminando por confesar que su intemperancia obedecía a problemas familiares.

    San Rafael miró al custodio y, moviendo la cabeza, le dio a entender que no se repitiera lo que acababa de hacer. Él se limitó a encogerse hombros.

    Ya en carretera abierta, don Ignacio recordó la bondad de la gente; y empezaron a rezar otro Rosario. Llegaron sin novedad, y sus custodios se despidieron deseándose la misma buena suerte en el futuro.

    Años después, don Bonifacio fue trasladado a tierras más benignas. Del 600 se pasó al más pequeño de los Zuzuki. Transcurrían los años y con los años le llegó el colesterol; supo dónde tenía el corazón y para qué era el sintrón, y se vio amenazado por la próstata; su falta de coordinación ha ido en aumento; pero nada ha frenado su alegría y afán de servir. Los ángeles técnicos y el de compañía siguen encantados con él. Eso sí, tienen bula de San Miguel para llevarlo en volandas. Y lo harán así, hasta que Dios quiera, y sólo entonces sabrá que junto a él fue siempre ese escuadrón de "geos" angélicos.


He terminado de escribir todo esto, y mi ángel ha preguntado:

- Pero, ¿qué es lo que a mí me querías decir?

- Que siempre estás a mi lado,

como copiloto de rallys

que me canta curvas y riesgos.

Como soga atada a mi caldero

sobre el vértigo del brocal.

Bastón que apuntala

mis pies inseguros.

Perro que me ladra

peligros al amo.

Tú, mi sombra pegada,

camine de frente

o de espaldas al Sol.

¡Ángel de mi Guarda!,

no te escandalices

de mi muda compañía.

(8-XII-2003)



 Aplicaciones didácticas 

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