Cuentos de Fray Diego

 

    Por Don Samuel Valero Lorenzo

    RUINAS CON ESPÍRITU (Cuentos de Fray Diego)

    INTRODUCCIÓN

    Bajo el título de "Ruinas con Espíritu" agrupo algunos cuentos, con Fray Diego como personaje de ficción. Con el fin de situarlos y entenderlos, permítaseme apuntar algún dato sobre el convento real en el que se desarrollan.

    En el año del Señor de 1270, el Obispo de Albarracín hizo donación de la iglesia de Santa María de Royuela, con las tierras que la sustentaban, a los Frailes Trinitarios, para que fundaran convento en ella. Lo fundaron y contribuyeron, aunque pobremente, al rescate de cristianos cautivos en las costas del Norte de África.

    La iglesia de Santa María y el convento estaban situados sobre la leve loma que arranca de las faldas del cerro de las Moyas por su cara Este y se prolonga hacia la vega. El roquedal que trepa hasta la cumbre de este cerro venía a ser el retablo natural del monasterio.

    La puerta de la iglesia y la del convento, orientadas hacia el mediodía, se abrían a una explanada sombreada por un viejo olmo de arrugado y grueso tronco. Un muro de contención -la barbacana-, levantado desde el nivel de la vega y corrido a lo largo de la loma, servía de contrafuerte de la explanada.

    Por una escalinata de piedra, adosada al extremo del muro, se descendía de la explanada. A la derecha, desde los mismos pies del muro, se extendía una fresca y húmeda pradera sembrada de chopos alineados. Algún vestigio queda de sus robustos troncos. La escalinata enfilaba de frente con una alameda o calleja que, con puente de madera sobre el río, conducía hacia la aldea de Royuela, asentada, al otro lado de la vega, sobre una colina conformada por un conglomerado de guijarros y arena rojiza con dureza de roca que llaman "pizorra".

    Al pie de la escalinata, en unos cien metros cuadrados de junqueras, manaban abundantes aguas. Aquí, entre la fuente y el pie de la escalera, empezaba, mirando hacia el norte, el camino de la masada de la Cañada, que pasaba entre el alto muro del ábside de la iglesia y las paredes bajas de la huerta cercada, que aún existe con el nombre de "Huerto de los frailes".

    También por el norte, la loma del convento se va deshaciendo en un prolongado declive con labores de tierra bronca, recortadas por el camino de la Cañada.

    Al pie del roquedal de las Moyas mana la fuente de la Cazulla, cuya agua los frailes bajaban encañada hasta el convento para su uso particular.

    La huerta cercada de piedra era su huerta. Y con el abundante manantial de las junqueras regaban también la que aún se llama hoy Vega del Convento.

    Estos Frailes Trinitarios estuvieron aquí hasta que los echaron las leyes "desamortizadoras" del siglo XIX.

    Sus tierras se subastaron. Los objetos del culto pasaron al templo parroquial de Royuela. Los edificios pasaron a ser propiedad del ayuntamiento que los fue vendiendo, y los compradores aprovecharon sus muros como cantera para edificar sus casas en el pueblo.

    Ahora, del convento y de su iglesia, sólo queda la noticia del lugar donde estaban, y algunas piedras repartidas por el pueblo, que aún llevan su sello y su "espíritu". El Molino y el Lavadero, construidos al pie de la loma, han creado un nuevo y distinto paisaje.


    LOS VENCEJOS DE FRAY DIEGO

    Cada año en este día del 3 de mayo, el anciano hermano lego del convento de Trinitarios madrugaba más que de costumbre. Antes de salir de su celda abría el ventanuco que daba al cierzo, para ver si ya venía alguien por el camino de la Cañada. Embutido en su áspero hábito blanco de cordellate con una cruz roja cosida en la manga, pasaba luego a la iglesia para saludar al Señor y a Santa María. A continuación, se colgaba de la soga y, al segundo intento, el cigüeñal hacía girar la campana en bandeo acelerado. Su eco madrugador rebotaba en la roca de las Moyas a espaldas del monasterio; lo devolvían los peñascales de los cerros de enfrente, y se expandía por todo el valle como si fueran muchas campanas. Y, por fin, abría las puertas del templo.

    El grueso olmo de la explanada empezaba a barruntar la primavera. La pradera y los chopos, bajo la barbacana, también querían despertar del letargo invernal. Desde el pretil del muro, Fray Diego recorrió con la mirada el camino que viene de la ciudad de Benracín, que se asoma por la Peña de la Calzada al otro lado del valle enfrente de la aldea; se detuvo mirando las humildes casas del "pizorral"; escrutó el camino de poniente que se descuelga entre carrascas por la ladera del Hijonar; volvió la vista luego al sendero que llega de las Hoces, y, por último, levantó los ojos al cielo.

    - ¡Nadie aún; pero no tardarán! -se dijo.

    El día era frío, como le cuadra a la Cruz de Mayo, pero de sol radiante. Cada año, el 3 de Mayo, Fray Diego esperaba dos cosas: los peregrinos por los caminos, y los vencejos por el cielo. Sabía, por la experiencia de años, que estos pertinaces voladores llegaban esta mañana desde África. Y su presencia era para él un signo: si venían muchos a jugar y a cobijarse en los aleros del convento, había sido buen año; si venían pocos, había sido malo.

    Los Padres, después de sus rezos, fueron diciendo las misas. Tenían que estar libres para atender en confesión a los peregrinos. Fray Diego oyó la suya, ayudando a celebrarla al P. Carlos que era el Ministro del convento.

    De nuevo salió a la explanada a observar los caminos y el cielo. Pudo ver, volando altas, como orientándose, cuatro flechas negras. Por el camino de la ciudad de Benracín bajaban, con torpeza, tres personas; por el del norte, dos. Por los otros, nadie. "Voy a tocar la campana para que se alegren", pensó, y lo hizo con el permiso del P. Carlos.

    Luego cogió en la cocina una olla de agua caliente, una jofaina con un puñado de sal, y bajó, por la escalinata de piedra, a la abundante fuente que, entre juncos, mana al pie de la loma del convento. Sabía que estos primeros peregrinos eran los que venían descalzos por alguna promesa a Santa María, y se adelantó a ofrecerles el remedio para sus doloridos y sangrantes pies.

    El se subió a su mirador, y pudo contar, con dificultad porque se entrecruzaban en ráfagas voladoras, hasta diez vencejos: algunos aún muy altos, y otros jugando ya con el alero de la iglesia. Absorto en este menester, casi se olvidó de mirar a los caminos. Por donde la calzada de Benracín se asoma a la Val de Royuela, empezaban a salir gentes a caballo y a pie. Entró deprisa a avisar a los Padres, y se puso a tirar de la soga de la campana, mientras pensaba: "Pocos vencejos. ¡Mal año!".

    El P. Carlos y dos más, revestidos de capa pluvial, y llevando la cruz procesional un joven lego, se encaminaron, con andar pausado, por la calleja que cruza la Vega entre dos filas de álamos como lanceros, hacia la aldea; otros dos Padres dirigieron sus pasos por el camino del norte, y dos más, bordeando las Moyas, hacia las Hoces. Iban a recibir a los peregrinos. Todos los caminos venían cargados de gente, presididos por las cruces parroquiales de los pueblos del contorno.

    Por la Peña de la Calzada fueron apareciendo la cruz y los guiones del Cabildo de la Catedral de Benracín; el pendón y bandera del que es su Señor y que tiene a honra titularse "Vasallo de Santa María", y los estandartes del Justicia y Regidores de esta nunca vencida ciudad. Llegaban ya los primeros a los quiñones de la aldea, y aún seguían bajando plebeyos y nobles por la Peña de la Calzada.

    Fray Diego dio un respiro al cigüeñal, a la soga y a sus manos. Salió a la explanada para volver a mirar al cielo, y repitió musitando: "¡Mal año!".

    Al ver que, después de los saludos del P. Carlos al Cabildo y autoridades, se reiniciaba la procesión hacia el convento, volvió a la campana, mientras pensaba: "Esta romería de antigua tradición en el día en que vuelven de África los vencejos, instituida para dar gracias por las victorias alcanzadas defendiéndose de los moros, tiene que dar más frutos". Y empezó a tirar de la soga con renovada fe.

    Las cruces, los estandartes y las banderas, según iban llegando, se quedaban recostadas a ambos lados del presbiterio. En este día el templo, rebosando de gente, se prolongaba hasta la explanada, la escalinata y el prado de debajo de la barbacana. Sólo el Cabildo, el Señor de Benracín, el Justicia y los Regidores de la ciudad tenían banco reservado. Todos los demás, plebeyos y nobles, se igualaban ante Santa María.

    Iba a celebrar la misa el Deán y la empezó. Los Padres Trinitarios se sentaron en los confesonarios a perdonar pecados. En la sacristía se quedaron solos, el canónigo Magistral concentrado en el sermón que tenía que predicar, y Fray Diego, cuidando las brasas del incensario.

    - Predique generosidad, señor Canónigo, que ha sido mal año -le interrumpió el viejo lego.

    - ¿La cosecha?

    - No, ¡los vencejos!

    Mientras en la iglesia, en la explanada y bajo la barbacana, todos, a destiempo, cantaban el "Gloria in excelsis Deo", Fray Diego explicaba al Magistral el misterio de los vencejos.

    Cuando llegó el momento, subió el canónigo al púlpito, y, después de las salutaciones y bienvenidas a los peregrinos, empezó invocando a Santa María, Auxilio de los cristianos y Madre de los Dolores; de los dolores que sufren los cautivos en las costas de África de parte de los infieles moros. "Es el mal social más acuciante de nuestros tiempos, como la falta de trabajo lo será en otros", dicen que dijo.

    Y sin querer, empezó a hablar de los vencejos de Fray Diego: "Esas pinceladas fugaces, como gritos negros en el cielo azul, crían y se multiplican en los aleros cristianos de Europa; en agosto, África nos los arrebata a cientos. Así los moros, en sus guerras y piraterías por las costas cristianas del Mediterráneo, arrebatan secuestrados a nuestros hombres. Y estos frailes trinitarios trabajan tierras, piden limosnas, y, poniendo en peligro sus vidas, van a tierra de moros con bolsas de plata y oro para negociar el rescate de nuestros hermanos. ¡Sed generosos en vuestras limosnas, que fueron cientos y cientos los vencejos que los moros arrebataron, y, esta mañana, sólo diez han regresado de África!

    Y con esto terminó su sermón el Magistral.

    Fray Diego, con su mejor hábito, con andares ya pesados, salió con una canastilla a mezclarse entre la multitud. A los labriegos que se excedían en su generosidad, les devolvía algo, mientras les decía:

    - Los estómagos de tus hijos también necesitan rescate.

    A los nobles y ricos hombres les susurraba, con dulce mirada suplicante:

    - Lo que pesa tu corazón, pero en oro o plata, que sólo han sido diez los vencejos que han vuelto.

    Terminó la misa, se entonó el "Te Deum" en acción de gracias, y Fray Diego seguía pidiendo con su canastilla, persona a persona.

    Dice una crónica del convento que, al año siguiente, fueron cien los vencejos que el día de la Cruz de Mayo retornaron de África. Entre ellos, un tal Miguel de Cervantes.

    Royuela, 9 de julio de 1987


    LIBERTAD ENCARCELADA

    En el poyo de mampostería que abrazaba al grueso olmo de la explanada del convento, estaba sentado Fray Diego una tarde de verano. Y mientras luchaba contra los sopores de la siesta, se entretenía con unos pensamientos que le habían manado en su cabeza a raíz de un hecho que, hacia ya muchos años, le sorprendió. Bajo el arrullo de las hojas, razonaba así:

    - Teniendo este árbol aquí, en la puerta de casa, sobran las jaulas. Aunque su pintado canto sea una alabanza al Creador, no por esto el jilguero ha de tener vocación de jaula, como es la mía. Sus melodías deben andar sueltas.

    Le ocurrió que, siendo lego joven recién llegado al convento, un día de primavera con aire cálido, estaba Fray Diego rezando en la soledad de la iglesia con las puerta de par en par, para sacarle al templo el frío del invierno. Se distrajo cuando, destacando sobre el rumor de la brisa en las hojas del olmo, oyó el trino solitario de un jilguero en el vaivén de una rama:

    - ¿Dónde estás mi Señor?: ¿En la lengua de la cardelina?, ¿en la brisa?, ¿en las hojas del olmo?, ¿en mis oídos? -se preguntó.

    Y se respondió, al momento:

    - ¡En todas partes!; pero especialmente, en mi corazón. Porque te amo, veo con mis ojos y escucho con mis oídos las maravillas que has puesto fuera de mí. Si no estuvieras en mí, no te vería a Ti a través de las cosas; me detendría en ellas, impidiéndome dar el salto al cielo que hay en mí.

    Desde aquel día, las cardelinas y el olmo pasaron a ser la orquesta que armonizaba sus amores. Y se le ocurrió la idea de disfrutar de aquel canto, que era gemelo al de su alma, reteniéndolo en su propia celda durante todo el año.

    Desde abajo, miró y remiró entre las ramas hasta que vio el nido. Trepó con el hábito arremangado, y pudo ver los polluelos recién salidos del huevo: eran tres desnudos tiritones, con grandes bocazas ribeteadas de amarillo, que ni picos parecían aún.

    Buscó, y consiguió que un aldeano, el joven Gonzalo, le prestara una jaula. La limpió, y subió con ella a la rama donde estaban las crías. Tomó con cuidado el nido con los pequeños dentro y lo puso en la jaula. La sujetó allí mismo con una cuerda, y dejó la puerta abierta. Bajó y se puso a observar desde lejos. Las cardelinas padres, después de recelar un rato con un saltamontes en el pico, entraron a depositar la comida en las bocazas de los pequeñuelos. "¡Ya son míos!", pensó el lego, y se metió en el convento frotándose las manos.

    A los pocos días, cambió la jaula a otra rama. Ya apuntaban plumones. Con cautela, los grandes volvieron a entrar con comida para los pequeños. Empezaban a piar, y trasladó la jaula a la pared del convento, lejos de la puerta: también allí acudieron sus padres. El ciprés del patio interior, que emergía como un silbido verde sobre los tejados, fue el siguiente paso: siguieron los jilgueros grandes la llamada de los hijos. Estos ya se salían del nido, casi vestidos, y Fray Diego cerró la puerta de la jaula, para que no se escaparan: recibían el alimento que les llevaban sus padres, a través de los barrotes.

    El último paso fue poner la jaula sujeta con una alcayata en el alféizar de la ventana de su celda: allí acudían a alimentarlos los grandes si la celda estaba vacía o cerrada la ventana. Pasó un mes, y las crías eran ya cardelinas grandes con el color pintado en su plumaje. Les puso agua y alpiste y empezaron a comer; pero sus padres seguían. Ya saltaban por los palos de la jaula, pero no cantaban. Piaban y agitaban mimosos las alas ahuecadas, cuando se les acercaban sus padres. Así pasó otro mes.

    El olmo se pobló de jilgueros nuevos que ya se valían por sí mismos, y arpegiaban sus cantos con el rumor de las hojas. Los de la jaula seguían, con el temblor de sus alas, exigiendo alimento a sus padres, además del alpiste que les ponía el lego.

    Una mañana, al abrir la ventana de su celda, Fray Diego se quedó estupefacto. Estuvo un rato sin quitarles la vista. Las tres cardelinas estaban tiesas en el piso de la jaula. No encontraba la razón de una muerte tan fulminante de las tres al mismo tiempo. Su dolor fue parejo a la ilusión que había puesto en aquellas criaturas.

    Tiró los tres jilgueros muertos, y se fue a la aldea, a devolver la jaula. Gonzalo le dio la explicación:

    - Los han envenenado sus propios padres. Cuando, por instinto, saben que sus hijos son ya adultos y se obstinan en el nido, los matan. Debía haberlos metido en la celda, fuera de su alcance.

    Fray Diego se sintió decepcionado. Ese hermoso pájaro que se llama jilguero, delicado por la pintura de sus plumas y por la dulzura de su canto, le pareció, durante algún tiempo, un monstruo de crueldad disfrazado de encanto. Pero no tardó en hallar razones para mudar de opinión.

    En una de las tertulias bajo el olmo, el tío Gonzalo, entrado también en años, recordó, un día, al viejo hermano lego, aquel suceso de las cardelinas de muchos años atrás. Y Fray Diego que no perdía oportunidad, le manifestó las conclusiones a que había llegado:

    - Me gustaría decir que las cardelinas prefieren ver a sus hijos muertos antes que sin libertad. Pero la realidad es que actúan así, porque se lo dicta su fatal norma de conducta. A nosotros nos pueden parecer libres; pero viven encerradas en la jaula de su instinto. Prefiero no reducir su cárcel natural con una jaula, pero encarceladas viven.

    Yo sí soy libre. He escogido cantar a Dios en la jaula de este convento. Si me da la gana, puedo ir a rebuznar a otra parte; pero quiero libremente estar aquí. Y tanto más libre soy, cuanto más capacidad tengo de tomar decisiones definitivas. No es más libre el que anda más suelto, aunque así lo parezca. Sino el que, cada día, elige permanecer en su deber. Lo otro es aparente libertad de cardelina o de veleta que gira a cualquier viento.

    Y descubiertas estas filosofías, volvió a escuchar absorto el trino de los jilgueros, y a sentir que hacía eco en su corazón y rebotaba en las estrellas. Hasta cuidaba con mimo algunos cardos en las labores cercanas al convento, para que las cardelinas pudieran picar sus semillas.

    Alcalá de la Selva, 14 de Julio de 1987


    LA TINAJA INAGOTABLE

    Por ser fraile y de los legos, Fray Diego era pobre. No tenía nada propio. Y precisamente por ser pobre de verdad, con corazón desprendido, nunca le faltaba algo que dar.

    Pensando en los aldeanos, guisaba en la cocina para que sobrara. Cualquier cosa que le pareciera superflua, o que los frailes desecharan por inservible, él la recogía y la guardaba. O comida o un hábito viejo o un saco o una cuerda o una caja de embalaje o lo que fuera. Siempre tenía algo que dar. Los más necesitados se acercaban por el convento, o él pasaba a la aldea a casa de quienes sabía. A veces, sólo el corazón era lo que podía ofrecer detrás de una sonrisa. Y lo daba.

    Cuando llegaba la Navidad, y pensando en que "ni un vaso de agua dado por El quedará sin recompensa", contaba a los niños de la aldea un cuento que, de tanto repetirlo, se ha transmitido hasta nuestros días. Más o menos era así:

    En la posada de Belén no había lugar, y los que tenían buenas casas no los quisieron acoger. Los ricos suelen estar tan llenos, y los mundanos y holgazanes, tan vacíos que en ninguno de ellos cabe Dios. Y José con su esposa María buscaron cobijo en un cobertizo del Portal de Belén, en la pobreza humilde y generosa de los pastores. Como hoy y siempre.

    A Raquel la había mandado su madre a traer agua de la fuente que estaba a las afueras de Belén. Al pasar por el portal, le sorprendió que saliera humo por el techo, y se asomó. En sus grandes ojos, negros como su pelo, se reflejó la escena: sentados junto al fuego, una muchacha encinta y su joven esposo se calentaban y hablaban con sosiego. "Pobrecillos", pensó Raquel, y siguió apenada hacia la fuente. Jarro a jarro llenó el cántaro. Era aún una niña, y con esfuerzo se lo pudo colocar sobre la cabeza.

    Al regresar, pidió permiso, entró, y no sólo les ofreció agua, sino que quiso dejarles allí su cántaro. José le ayudó a descargarse. Los jóvenes esposos bebieron. Raquel insistió, pero José, mientras colocaba, de nuevo, el cántaro en la cabeza de la niña, le dijo:

    - Necesitamos una vasija; pero sin el consentimiento de tu madre, no la podemos aceptar.

    En casa, Raquel contó su pena a un hermano que era dos años mayor que ella. La pena que sentía era, sobre todo, por la mujer. Podía dar a luz en cualquier momento, y ni agua tenía.

    Ya se ponía el sol. Los dos niños pidieron a su madre una tinaja, para prestarla a los del Portal. Ellos la llevarían. Le insistieron; pero la madre, que era rica, se negó dándoles, además, una regañina.

    Natanael, que así se llamaba el hermano, cuchicheó con su hermanita a espaldas de la madre. Al poco salieron ambos corriendo. En casa del alfarero pidieron una tinaja y un cántaro.

    - Son 33 leptos -les pidió el tinajero.

    Allí mismo rompieron sus huchas, y entre los dos no juntaron más que 25 monedas. Les faltaban ocho, y el cantarero no estaba dispuesto a perderlas.

    - Por favor... Haremos lo que usted pida, acarrear agua, cerner arcilla o pisar barro; pero nos dé estas vasijas ahora mismo. Son para unos que viven en el cobertizo del Portal -dijo Natanael. Y Raquel añadió:

    - La mujer está a punto de dar a luz, y están tan solos...

    El alfarero les dio la tinaja y el cántaro, a cambio de que le trajeran agua durante tres días a tres viajes por jornada.

    Natanael se cargó la vasija que más pesaba y Raquel la otra. Ya era noche oscura. Al entrar en el albergue, vieron que las llamas de la fogata iluminaban el tierno rostro de la mujer.

    - ¡Ya estoy aquí! Este es mi hermano Natanael -les dijo Raquel.

    - ¿Dónde dejo la tinaja? -preguntó su hermanito.

    José se la quitó del hombro, y la colocó en un rincón. Acarició con manos dulces las cabezas de los niños, y les presentó a su esposa.

    - Se llama María, Yo, José. ¡Gracias, niños!

    María dio un beso a cada uno de ellos, y los miró con tal sonrisa que Natanael y su hermana Raquel supieron para toda la vida lo que era la belleza y el amor.

    Cogidos ambos a sendas asas del cántaro, salieron embelesados hacia la fuente. No hablaban. Sólo pensaban en la sonrisa de María y en las caricias de José. La noche avanzaba.

    Llegaron a la fuente que manaba a ras del suelo. No habían traído jarro con que sacar el agua de la poza. Uno a cada lado del manantial, se pusieron de rodillas con el cántaro junto a ellos, y, haciendo cazoleta con las manos, empezaron a llenarlo a almorzadas. La luna en creciente les daba algo de luz, y el agua que se les escapaba entre los dedos parecía chorros de plata. Las manos se les entumecían, y tenían que meterlas bajo las axilas de cuando en cuando. La faena se hizo muy larga, pero lo consiguieron.

    El llanto del recién nacido, cuando llegaban con el cántaro lleno, los detuvo en la puerta. Habían llegado tarde. Se miraron a los ojos interrogándose sin palabras. Raquel, con un gesto de su cabeza, dijo que debían entrar. María, la hermosa madre, sentada sobre una manta, estaba envolviendo en pañales a su hijo. José, mientras les tomaba el cántaro para vaciarlo en la tinaja, los invitó a que se acercaran a ver el niño. María, con aquella su sonrisa, le descubrió la carita y se les mostró.

    Natanael, para pedir disculpas, explicó la causa del retraso, y manifestó la intención de hacer otro viaje a la fuente. José les dijo que debían irse a casa; sus padres estarían preocupados. Raquel, tomando la escudilla que José y María habían usado para cenar, dijo mientras asía el cántaro:

    - Con esto, será cosa de muy poco tiempo. De paso, la limpiamos.

    Y se fueron otra vez a la fuente corriendo en la oscuridad de la media luna.

    Cuando, al poco, regresaban, los alcanzó un tropel de pastores que andaban apresurados comentando cosas de ángeles y de luces misteriosas. Los dos hermanos se quedaron rezagados, pero pudieron ver que también aquellos pastores se metían en el Portal. De nuevo sintieron reparo en el momento de entrar. Pero no se amilanaron, y fueron de tiro a vaciar el cántaro en la tinaja. José les sonrió; puso las manos sobre sus nucas, y los empujó cariñosamente para que se unieran a los zagales. El niño ahora estaba acostado en un pesebre.

    Los pastores contaron a María y a José lo que les había anunciado el ángel: el nacimiento del Salvador en la ciudad de David. María asentía con la cabeza, aureolada de ternura sonriente. A Natanael y a Raquel les dio un vuelco el corazón, y se llenaron de gozo, al conocer el misterio de aquel Niño. Y comprendieron que sólo María, la de la dulce sonrisa, podía ser la madre del Mesías.

    Los zagales ofrecieron los presentes más valiosos de su pobreza, y dejaron allí su corazón como la mayor de sus riquezas. Los dos niños prometieron que volverían al día siguiente a llevar más agua. Se despidieron con un beso a María, y se fueron a sus casa dispuestos a sufrir contentos la reprimenda de sus padres.

    Al día siguiente y al otro y durante varios más, Raquel y Natanael acudieron fieles a acarrear su cántaro de agua que vaciaban en la tinaja del rincón del Portal. También cumplieron el compromiso con el alfarero. María, de cuando en cuando, permitía a Raquel tener el Niño en sus brazos. Natanael observó que, siendo tan chiquitín, ya tenía los ojos y la boca de su madre para sonreír como sólo ella lo hacía.

    Pero un día se encontraron con la sorpresa triste de que el cobertizo del Portal estaba vacío. Todo limpio, pero sin nadie. José, María y el Niño se habían esfumado sin dejar rastros ni noticias.

    - ¿Dónde estarán? ¿Se habrán ido con los personajes que vinieron ayer desde tierras lejanas? -se preguntaron.

    Con el corazón inundado de nostalgia, recogieron la tinaja y se la llevaron. La colocaron junto a las demás que tenían en casa.

    Pasados algunos días, la madre observó que, mientras las otras necesitaban llenarse, la que trajeron los niños nunca mermaba, sacaran el agua que sacaran. Como si la tinaja del Portal tuviera un manantial en sus entrañas.

    Los niños contaron entonces a sus padres todo lo de María, de José y el Niño, y cómo habían conseguido la tinaja. Y así comprendió la madre que cuando se da por amor todo lo que se tiene, nunca se agota la posibilidad de seguir dando.

    Se dice que, cuando Fray Diego terminaba su cuento, si los muchachos que le escuchaban le preguntaban:

    - ¿Y dónde está aquella tinaja?

    - En el corazón de cada persona cuando es generosa -les contestaba.

    Y para confirmar esto, alargaba el cuento:

    Pasados algunos años, toda la familia de Raquel se hizo cristiana. Y cuando se produjo la dispersión de los judíos, siempre les acompañó la tinaja. Cargaban con ella, fueran adonde fueran. Así fue pasando de generación en generación. La llamaban Tinaja de Natanael.

    El egoísmo, por desgracia, es muy abundante en los corazones humanos. Alguno de los herederos se negó a dar agua a los que le pedían, y la tinaja se agotó como cualquier otra. La cualidad de inagotable que se atribuía a la tinaja acabó en mera leyenda que nadie creía verdadera. Los herederos la guardaban, únicamente, por ser una reliquia de la Cueva de Belén.

    Pero uno de tantos herederos la quiso mostrar y la sacó a la puerta de su casa; la llenó, y los vecinos, por devoción, pidieron tomar agua de ella. Todos fueron testigos del milagro: sacaron toda la que quisieron y la tinaja no mermó. El dueño se la guardó para su uso privado, y pronto se agotó de nuevo.

    Era como si la Tinaja de Natanael jugara con la generosidad y el egoísmo de las personas. Cuando se ponía a disposición de todos, su agua nunca se acababa, se consumiera la que se consumiera; cuando se reservaba para unos pocos, se agotaba. A los sucesivos herederos les costó darse cuenta de esto. Como nos cuesta comprender hoy que la mayor fecundidad del hombre está en darse y en dar.

    Después de pasar por muchas manos, la Tinaja de Natanael vino a esta aldea cuando el último de sus herederos profesó de Fraile Trinitario.

    Con ella quiso dar solución al agua del convento. La enterró al pie de la roca de las Moyas, la protegió con una caseta, e instaló tubería de cerámica, para que, en caída natural, llegara el agua hasta aquí. Pero la tinaja se secó. Es la fuente de la Cazulla.

    El buen fraile cayó en la cuenta: había sido egoísta. Aquella agua no podía ser sólo para el convento. La encañó para que bajara hasta la alameda, y así pudieran tomar de ella todos los que quisieran.

    Y la Tinaja de Bartolomé empezó a manar. Es la fuente abundante, de agua inagotable, que hay al pie del convento, para uso de la aldea. De esta aldea de Royuela que tiene por patrón a San Natanael.

    Así concluía Fray Diego su cuento para los niños en los días de la Navidad.

    Y tal vez por esto, aún hoy día, se admira la abundancia inagotable de esta fuente, a pesar de las obras posteriores que se han hecho en torno a ella.


    LOS PAIRONES

    Tenía alma de niño, que es tanto como decir que era un santo. Era de espíritu delicado. Mas para los trabajos manuales, aunque no cedía tiempo a la ociosidad, era un desmanotado. Lo suyo era el azadón, cargar sacos, amasar pan, acarrear leña, arrancar piedra... De cosas finas, nada. Las rompía.

    A pesar de esto, con el debido permiso, pues era lego de obediencia exquisita, emprendió una obra de albañilería en la escalinata de subida al convento. Se trataba de una obra menor, pero de habilidad. La razón que dio al Padre Carlos para conseguir el permiso, fue:

    - Los labriegos vienen al convento a sus cosas; pero no entran a saludar a Santa María. Al subir, la verán y algo le dirán.

    Los aldeanos, al pasar y traspasar por el camino de la Cañada y la alameda, viendo a Fray Diego enfrascado entre yeso, agua y piedras, le preguntaban.

    - Ya la veréis, cuando esté concluida -les contestaba.

    Y la acabó. La vieron todos al subir al convento para oír la misa del domingo siguiente. El corro de hombres, bajo el olmo, felicitaron al entrañable lego por aquella obra de sus manos. Le pareció sentir tentaciones de vanidad que rechazó fácilmente, pues era consciente de su torpeza. Y como, además, la finalidad de la obra era buena, empezó a insinuar los planes que tenía pensados. Les dijo a los aldeanos:

    - Nuestros ojos están tropezando constantemente con la gleba, los ganados, las azadas o el arado. Andamos los caminos, y no vemos más que piedras, polvo o barro. Y, sin embargo, Dios anda en todo esto. Miráis al cielo, y sólo veis nubes de tormenta dañina en verano, o azul obstinadamente seco en otoño y primavera. Y también en las nubes viaja Dios. Hay que buscar la manera de acordarse de El.

    Algunos de la tertulia lo tranquilizaron:

    - Hacemos las oraciones del cristiano por la noche.

    - En casa rezamos el Rosario.

    - Y acudimos los domingos a misa y a la doctrina.

    Les replicó Fray Diego:

    - Todo eso está muy bien, y mis trabajillos me ha costando conseguirlo. Pero no basta. Dios está con nosotros no a ratos, sino siempre y en todo. En las ovejas y en el perro pastor; en las mulas que tiran bajo el yugo y en la mano encallecida que guía la esteva para hacer besana. Se trata de que hagáis presente a Dios, cuando, doblados los riñones, el caballón de tierra os va naciendo entre los pies a golpes de azada; que Dios trabaje y sude con vosotros; que coma, descanse y goce con vuestras alegrías. Tendréis las mismas penas e idénticas fatigas; malas y regulares cosechas, ¡buenas, nunca! Todo igual; pero el corazón se os ensanchará, para que Dios quepa en él. Nada perdemos y lo ganamos todo.

    - Esto será fácil para usted que es fraile, pero para nosotros...

    - Aunque hace ya muchos años que profesé de fraile, sigo siendo hombre como vosotros. Mis ojos pueden también convertirse en cacerolas de la cocina, en horno de cocer pan, en azada y lechugas del huerto que cabo, en soga de campana. Como vosotros. Pero para que esto no me ocurra, tengo en la cocina un cuadro de Santa Marta; un Santocristo en el horno; un azulejo, como el que he colocado en ese "pairón", en la pared de la huerta, y siempre que tiro de la soga para voltear la campana, me pongo mirando al sagrario. Son las mañas que me doy para recordarme que Dios está conmigo y que, por El, debo hacer mejor las cosas.

    Fray Diego tenía claro lo que pretendía. Pero quería que sus amigos los aldeanos lo descubrieran personalmente. Porque si les nacía como idea propia, lo llevarían a cabo con gusto. Ellos no adivinaron las intenciones del lego, pero se fueron a sus casas con el alma contenta, al saber que Dios guiaba también la punta del arado, y se gozaba con la alegría de los hijos y de la esposa.

    En la tertulia del domingo siguiente, Fray Diego volvió a la carga:

    - ¿Qué pensáis de mi obra después de haber pasado durante una semana por delante de ella?

    - El pilastrón no está mal, pero tiene poco que mirar. Eso sí, la Virgen que ha puesto me ha hecho pensar en lo que nos dijo el otro día -declaró uno.

    - ¡Por fin! ¡Para eso la coloqué!

    A través de las arrugas de su cara se adivinó una sonrisa pícara, y dejó caer:

    - Además de éste, hay otros caminos. Pero yo no; ya no pongo más pairones; el yeso se me da mal.

    Concluyó el lego; miró a los circundantes, y esperó su reacción. Ellos se miraron, y se pusieron de acuerdo:

    - Piedras tenemos -dijo uno.

    - ¡Más que tierra! -confirmó el fraile entusiasmado.

    - Yeso, también -aportó otro.

    - ¡A canteras lo tenéis aquí! -terció Fray Diego.

    - Brazos no faltan -manifestó otro.

    - ¿Pero tenéis fe? -preguntó el buen Hermano.

    - También, y que el Señor nos la aumente -contestaron casi todos.

    - ¿A qué esperáis? -les animó Fray Diego.

    Y se pusieron a concretar. Uno a San Antonio Abad. A las Almas del Purgatorio, otro. Santa Bárbara no puede faltar. Por encima de todo, otro a la Virgen. Otro, pues, a su esposo San José.

    Fray Diego intervino para aclarar:

    - No se trata de que Santa Bárbara os asegure las cosechas. Seguirá habiendo pedriscos y sequías. Ni que San Antonio salve a la yegua de un mal parto, del torzón a la mula o de la glosopeda a los ganados. Seguirán desgraciándose animales. De lo que se trata es que, cuando, por los caminos, os tropecéis con las imágenes, metáis a Dios en el afán de vuestro trabajo. Que todo lo hagáis en su presencia. Esto no merma el pan de vuestros hijos, y ponéis en vuestro corazón el cielo.

    - ¡De acuerdo! -aceptaron todos.

    Así es como, según dicen, nacieron los "pairones" en los caminos que salen y entran en la aldea de Royuela.

    Cuentan que, pasadas algunas generaciones, desaparecieron. Un aldeano de hoy, después de recordar los lugares donde estaban, sentenció:

    - ¡Cosas de los tiempos!

    Y le replicó otro:

    - ¡No! Son cosas de los hombres que vivimos en cada tiempo. En éste, preferimos vivir sin pensar.

    Alcalá de la Salva, 15 de Julio de 1987


    UNA PESADILLA DE FRAY DIEGO

    Fray Diego, antes de ser hermano lego de este convento de Royuela, no sabía nada de pesca. Se aficionó a ella por contagio de los aldeanos. Y, con el correr de los años, acabó por tener también su "cesto" de mimbres para pescar.

    Los cestos estos, tejidos en una sola pieza, eran un alarde de habilidad que no todos los tejedores de mimbres eran capaces de hacer. Tenían forma de cono, cerrado en la punta aguda; desde el mismo borde su ancha boca, penetraba otro cono más corto con un angosta abertura al fondo, por la que debían entrar los peces. A Fray Diego se lo hicieron; él no hizo más que cortar los mimbres.

    Se le ataba una soga al asa tejida también en el borde de la boca; se disimulaba el interior con algas del río; se echaba al fondo de un pozo; se anudaba la cuerda en cualquier arbusto de la orilla, y a esperar...

    Para uno de los muchos días que los frailes comían de abstinencia, Fray Diego quiso guisarles pescado fresco, y echó por la tarde el "cesto" en un pozo del río.

    Mientras las truchas, en su merodeo por el agua, tomaban confianza con aquel objeto extraño, el buen Hermano, arremangado, se dedicó a pescar cangrejos a mano, por la acequia que regaba la Vega del Convento. En poco más de una hora llenó un cubo.

    Durante la noche, las truchas empezaron a meterse confiadas en la tramposa madriguera. Con las primeras luces del día, Fray Diego tiró de la soga; sacó el "cesto" a la orilla; esperó un momento a que se escurriera el agua, y se lo cargó a la espalda. Camino de casa, al oír el coleteo de las truchas dentro, se dijo:

    - A éstas, como a tantos jóvenes que buscan refugio en las trampas de este mundo.

    Aquel mediodía, en el refectorio del convento, hubo pescado fresco. Sobraron cangrejos: cangrejos fritos con ajos picados y vinagre.

    Fray Diego, que era hombre de buen trabajar y de buen rezar, también lo era de buen comer con estómago hecho a todo. Y como en cualquier casa pobre, para que no se desperdiciaran, se cenó los cangrejos que habían sobrado.

    Hizo los últimos rezos de la noche, y se metió en el camastro. No tardó en difuminar su conciencia tras los ojos cerrados.

    Como si hubieran resucitado, los cangrejos empezaron a pellizcarle en el estómago. Y la imaginación dormida empezó a fantasear pesadillas:

    Un torrente de aguas turbulentas, nacido en todas y en ninguna parte, bajaba impetuoso con más lodo que agua. Metido hasta el cuello, se sentía arrastrado por el caudal arrollador. Daba zarpazos para agarrarse a algo, y este algo se desvanecía. Sudaba y jadeaba en la brega.

    Estaba sediento; pero de aquella suciedad no podía beber.

    Por fin, consiguió escapar de aquellas turbiedades. Y como en las pesadillas no hay tiempo ni espacio, se fue, acuciado por la sed, en busca de las fuentes cristalinas que él conoció en sus caminatas de limosnero por estos parajes: se presentó en El Algarbe y en el Masegar; corrió a la que, de un borbotón, da a luz al río Cabriel; se acercó, de paso, a la fuente El Buey que nace, de un hachazo, en la roca; a la del Berro, puesta en la umbría de un rincón del pinar.

    Y vio, con la rabia de la sed, que todas esta fuentes, antes serenas y claras como el cristal, estaban ahora embarradas también. Se burlaban de él, y hacían gala de la zafiedad que había puesto de moda el poderío de aquella impetuosa rambla enlodada.

    La sed le atormentaba, y las increpó:

    - ¡Tenéis el deber de permanecer claras!

    Y las fuentes, sin atreverse a mirarle a los ojos, le replicaban:

    - ¡Son otros tiempos, y se han superado las ñoñeces de la pureza!; busca en otra parte, que no faltarán fuentes bobas que se empeñen en permanecer limpias.

    Fray Diego, agitándose sediento en el catre, veía con angustia que la basura se había puesto de moda. Que las pintadas truchas, los cangrejos, las nutrias y las "gallinas ciegas" habían desaparecido; también los ruiseñores habían huido de la espesura que crecía junto a tanta suciedad. Sólo repugnantes culebras y sapos groseros estaban a sus anchas en tan sórdido ambiente.

    Aquellas fuentes entrañables, de ojos turbios ahora, ya no podían ver las estrellas. Y el buen Hermano les gritó:

    - ¡Que estáis aquí, para ser espejo transparente del cielo!

    - ¡Ya no hay cielo que reflejar! -le contestaron, también gritando.

    - ¡Que no sois barro! ¡Sois agua, agua para la vida! -voceó con todas sus fuerzas Fray Diego, y se despertó.

    Estaba sudando, con la boca pastosa y con el pulso acelerado. Resopló, y se tiró de la cama a beber agua del botijo que tenía en la celda. Se asomó por el ventanuco de su celda, y las estrellas le dijeron que aún era media noche.

    Se echó otra vez en el catre y se volvió a dormir. Los cangrejos con ajo picado seguían vivos en el estómago, y, de nuevo, empezaron a pellizcarle la fantasía.

    Ahora era el cielo el que, con rigores de invierno, se empeñaba en purificar las fuentes enturbiadas. Acurrucado en la cama, sentía frío. Le parecía inútil el intento de la Naturaleza por rescatar la pureza del agua, convirtiéndola en fría nieve blanca. Y, tiritando arrebujado en el camastro, veía cómo aquellas aguas, ya podridas por tanta suciedad, corrían hacia la eterna inmensidad de la sal amarga del mar, y lloraban, ya sin remedio, la petulancia de su moda absurda.

    También Fray Diego lloraba, en su pesadilla, por aquellas sus entrañables fuentes que, en tantas ocasiones, le habían refrescado los sudores.

    Al fin, los cangrejos fritos con ajo picado cesaron de rebullir, y obsequiaron a la fantasía del buen lego un placentero vuelo hasta las Casas de Frías. Quiso beber en su fuente clara y juguetona. El agua se iba y se venía de los labios, bromeando con su sed.

    - Me gusta que seas traviesa, pero déjame beber, ¡Mentirosa!

    Y Fray Diego empezó a reír con la fuente, mientras, en la pesadilla, la bautizaba con el nombre con el que hoy se conoce: La Mentirosa.

    Así se despertó, y clareaba el día. Cuando salió a la explanada con el recuerdo de la pesadilla encima, se asomó a las fuentes del juncar, y casi le sorprendió que estuvieran claras. Se le escapó este lamento:

    - ¡Ay, la juventud ..!

    Royuela, 10 de octubre de1987


    FRAY DIEGO SE METE A HISTORIADOR

    El Padre Carlos, Ministro del convento, era aficionado a leer papeles viejos del archivo. De sus comentarios con los otros Padres, Fray Diego entendió que un tal Don Pedro Ruiz de Azagra consiguió no ser vasallo de ningún rey, ni del de Aragón ni del de Castilla. Sólo lo quiso ser de Santa María de Benracín, cuyo Señorío había recibido como donación del rey moro de Valencia.

    Y Fray Diego, con este dato, con las leyendas que le habían contado los aldeanos y con sus conjeturas sobre el origen de algunas ruinas y los nombres de ciertos parajes, tejió una conferencia, que no dudó en exponer cierto día, bajo la sombra del olmo, a sus amigos labriegos:

    Don Pedro andaba en viajes continuos por las cortes de Castilla y de Aragón, intentando mantener la independencia de su Señorío. Necesitaba muchos y buenos caballos para su séquito, y también para sus huestes.

    Las praderas de este hermoso valle eran los pastizales en que se criaba su yeguada. Las ruinas medio enterradas que se ven al pie del cerro Lavijo son los restos de la vivienda del mayoral y los yegüeros.

    Al anochecer, arreaban la manada aguas abajo para encerrarla en los primeros estrechos del río. A los potros y caballos los metían en el barranco que hay detrás del cerro Lavijo, nada más angostarse el valle. A las yeguas y potrillos los pasaban al recoveco que forma la hoz del río.

    Había que estar al tanto de posibles abigeos; y, cada mañana y cada anochecer, uno de los pastores contaba, desde lo alto de la roca que casi corta el río y que domina a ambos lugares, el número de animales que encerraban o soltaban.

    - ¡La Peña del Contadero! -descubrió uno de los oyentes.

    - Así es. Lo que acabo de decir explica el nombre que, aún hoy día, dais a esa peña -dijo Fray Diego. Y siguió:

    - De regreso hacia casa, el contador de aquella tarde, que era mancebo aún, subió por las faldas traseras del cerro Lavijo mirando los lazos que tenía puestos, hechos de cerdas arrancadas a las colas de los caballos, para cazar perdices. De trampa en trampa, ya noche obscura, llegó a la cumbre. Su casa estaba al pie, y las praderas al frente.

    Miró fijo unos instantes. ¡No se esperaba aquello! Notó que, desde el estómago hasta la cabeza, se le ponía la carne de gallina. Se echó cerro abajo sin querer mirar, pero no podía evitarlo, porque aquello seguía allá enfrente. Ya, a media ladera, dejó de verlo, pero no cesó de bajar a saltos. Llegó al corral, y sudaba miedo. Entró jadeando, y, a la luz de las llamas del fuego bajo de la amplia cocina, se le veía pálido. Todos se percataron de que algo le había ocurrido. Pero, como no hay joven cobarde, él lo negó:

    - Por correr detrás de una perdiz con el lazo al cuello -dijo.

    Cuando los otros pastores se hubieron retirado a descansar, el mayoral de la yeguada y padre del muchacho, lo abordó:

    - Ya sé que los jóvenes no sois miedosos. Los mayores, a veces. Y, en este momento, sólo tengo miedo de que no me digas la verdad.

    El muchacho se sinceró; pero, al terminar, pidió a su padre que no lo dijera a los otros yegüeros para evitarse sus burlas. Su padre añadió:

    - Has pasado muchas noches al raso, y nunca has visto cosas raras. Si esta noche has visto eso, es porque lo has visto. Te creo.

    Y se fueron a dormir.

    Al día siguiente, el propio padre subió a la Peña del Contadero para controlar los caballos que encerraban al anochecer. Sin prisa, anduvo el mismo camino que su hijo, y se sentó en la cumbre esperando a que la noche se cerrara. De pronto, descubrió allá lejos, sobre la loma que arranca de las Moyas hacia la vega -sobre ésta loma que ahora pisamos-, vio flotar una nubecilla iluminada, que se iba recomponiendo, hasta formar una silueta de mujer. Se santiguó el mayoral, y siguió mirándola hasta que desapareció. Con gran paz, empezó a descender hacia casa. El zagal sospechó que su padre estaba arriba, y salió a su encuentro para que no pasara el miedo que sufrió él. Se encontraron a media ladera, y el padre exclamó:

    - ¡La vi, hijo! ¡La vi!

    Al llegar a casa, contó a todos lo que había visto. Y fue entonces cuando empezaron a llamar a ese cerro como lo llamáis ahora: "Lavijo", por la misma regla que llamáis "Protormo" a ese prado cercano que deberíais llamar Prado del Tormo, debido al enorme pedrusco que tiene en medio.

    - ¿Qué era la nube luminosa? -preguntó uno a Fray Diego.

    - Una hoguera que alguien encendió al otro lado de esta loma. Las llamas, que no se podían ver, iluminaban el humo cuando se elevaba y tomaba formas caprichosas. Tal vez, no hubo ni nube ni humo ni fuego; pero me cuadra, para explicar el nombre del cerro, y me da pie para enhebrar ciertas tradiciones que corren entre vosotros.

    Y Fray Diego siguió entretejiendo su peculiar historia con hilvanes de imaginación y de algún dato cierto:

    - Aquellos buenos pastores de la yeguada de Don Pedro interpretaron la visión como signo de algún misterio escondido, y quisieron venir aquí, con las luces del día, para descubrirlo.

    - Estas cosas del cielo no son para pecadores: que vaya mi Leonor -dijo el padre.

    Leonor era la hija pequeña del mayoral. Empezaba a ser doncella, y se criaba limpia y piadosa. Ayudaba a su madre en las faenas de la casa con obediencia y humildad. Ella dijo que le daba miedo ir sola.

    Pasaron varios días, y la madre tuvo que hacer la colada. En vez de bajar al cercano río como tenía por costumbre, se vino, con Leonor y con todos los niños pequeños para que no se quedaran solos en casa, a lavar a esta fuente de aquí abajo. Las dos mujeres descargaron las cestas de ropa sucia en las pozas, para que se pusiera a remojo, mientras los niños chapoteaban en el agua y cogían cangrejos por los arroyuelos que corrían entre los juncos. Lucía, que así es como se llamaba la madre, mandó a Leonor que trajera un cubo de tierra de paños para dar a la ropa.

    Aquí mismo en la loma, donde la capa de "pizorra" se quiebra, aparece greda. De tanto cavarla, había ya una cueva bajo el conglomerado de arena y cantos rodados. Leonor no llevaba escavillo, y empezó a coger con las manos por un lado de la gruta, en el que la tierra de paños estaba removida. Arañando arcilla, descubrió los contornos de una piedra. Era una losa en posición vertical, como si estuviera tapando la boca de un agujero. A puñados acabó de llenar el cubo. Antes de bajar, obedeciendo a un impulso de curiosidad, con un palo que allí había, apalancó contra la losa y la removió de su sitio. Quedó al descubierto un envoltorio. La muchacha, asustada, no lo quiso tocar, y bajó, corriendo con el cubo, a contar a su madre lo que acababa de encontrar. Subieron las dos mujeres. Sin moverlo de su sitio, la madre fue retirando trozos de ropa casi podrida. Y, recordando lo que su marido había dicho noches atrás, le repitió a Leonor:

    - Sácala, hija, tú que no tienes pecados.

    Y Leonor sacó del escondite una vieja imagen de Santa María mostrando al Niño sentado en su regazo. La puso de pie en la misma cueva. Estaba algo deteriorada.

    Ya los niños habían subido detrás, y todos de rodillas rezaron cinco coronas de Avemarías. Mientras la limpiaban, pensaron en lo que debían hacer.

    Leonor se fue a casa a por un candil, mechas y la alcuza. Contó todo a su padre, que en aquel momento estaba en el picadero peleando con un potro. Al rato, acudieron todos los pastores de la yeguada; protegieron con piedras la cueva; encendieron el candil, y, haciéndose cruces volvieron a casa. La ropa, que se había quedado a remojo en la fuente, estaba fuera de las pozas, seca y limpia.

    La imagen era de madera, y de una vara de alta.

    - ¿La reconocéis? -preguntó a los que le escuchaban.

    - Es la que preside este convento -le contestó uno, y se santiguaron todos.

    Fray Diego siguió con su conferencia:

    - El encargado de las caballerizas de Don Pedro Ruiz de Azagra vino, días después, a llevarse todos los caballos que estuvieran ya desbravados. Los domadores le fueron explicando las características de cada uno de los que ya estaban dispuestos, y le elogiaron mucho un alazán, al que, por su nobleza, bríos y fuerza, recomendaban para el propio Don Pedro.

    En la conversación, también le hablaron de lo encontrado en la loma de las fuentes. Escuchó sorprendido, y se despidió pidiéndoles que se dieran prisa en domar tantos cuantos caballos pudieran, porque Don Pedro los iba a necesitar en breve, para la campaña de Valencia, en apoyo del Rey Don Jaime. Montado sobre el alazán, se alejó conduciendo la reata.

    Los domadores, obedientes a estas órdenes, estaban bregando con algunos caballos jóvenes en el picadero, cuando llegó el propio Don Pedro sobre el alazán que le habían recomendado. Agradeció la finura del caballo, y preguntó por la Virgen encontrada. Lo quisieron acompañar, pero sólo permitió que fuera con él Leonor al lugar del hallazgo. La montó sobre la grupa del precioso caballo, y vinieron hasta aquí.

    Mientras la niña despabilaba y ponía aceite en los candiles que ya los labriegos de esta aldea habían puesto también, Don Pedro se quitó el sombrero, hincó una rodilla y permaneció recogido en oración.

    A continuación, de nuevo sobre su alazán, hizo un sosegado recorrido por los pastizales y dejo a Leonor con su padre. Don Pedro habló con él, como mayoral que era, y le preguntó:

    - ¿Cuántos caballos puede alimentar esta punta de prado de aquí abajo, de pastos más abundantes y frescos?

    - Cuatro, por lo poco -le contestó el mayoral.

    - Ordeno, pues, que esta pieza de tierra sea de la Virgen y el precio de cuatro caballos sea renta que ayude a alumbrarla y a todo lo que sea menester para su culto. Asimismo, es mi deseo que la loma donde la encontró esta muchacha, sea para edificar una iglesia a honra de Santa María.

    Así lo ordenó, y se fue galopando sobre su alazán, prado arriba, a tomar la calzada de regreso a Benracín.

    A los pocos días, cayó por aquí, con su cartapacio y carbones, el Maestro alarife que estaba a las órdenes de Don Pedro. Miró la gruta, estudió el terreno, tomó medidas, y anotó en un pergamino todo lo que creía oportuno.

    No tardaron en venir un grupo de canteros con escuadras, compases, macetas, punteros y cinceles. De sol a sol, se oyó durante dos meses el repiqueteo de sus herramientas sobre los bloques de piedra.

    A los pastores de la yeguada les llegó el encargo de quemar una calera. Al pie del cerro Lavijo, cavaron en la ladera; hicieron la bóveda; amontonaron encima más piedras calizas, y cubrieron todo con tierra. Acarrearon leña, y estuvieron dos días metiendo fuego, hasta cocer las piedras.

    Y así, esta iglesia de Santa María empezó a nacer y crecer aquí, a expensas de Don Pedro Ruiz de Azagra.

    - ¿Dónde estaba la cueva? -preguntó uno a Fray Diego.

    - Según la tradición, debajo de la campana del convento; al pie de la espadaña. Por esto, dicen algunos que la imagen se encontró debajo de una campana. Fue en la cueva que había donde arranca el muro del campanario.

    Aclarado esto, el hermano lego continuó su relato:

    - Don Pedro debía andar junto a Don Jaime en la conquista de Valencia. Se demoró mucho tiempo por aquellas ricas tierras, procurando dejar firmes sus derechos de conquista y, al mismo tiempo, proteger la independencia de su Señorío.

    Cuando regresó, supo por su Maestro alarife que la iglesia de Santa María de Royuela, como había sido su deseo al emprender la campaña del nuevo Reino, estaba ya, a punto, para ser bendecida.

    - ¡El día de la Invención de la Santa Cruz será! -dijo.

    Su Escribano cursó comunicaciones al Obispo, al Cabildo, Regidores y nobles de Benracín, manifestando el deseo de Don Pedro Ruiz de Azagra de que lo acompañaran, en ese día, para dar gracias a la Señora, por las victorias alcanzadas contra los infieles. Y se publicó un bando, por las calles de la ciudad, invitando a todos sus habitantes a esta rogativa.

    Todos vinieron en procesión, y, al final de la solemne bendición que impartió el Obispo, se adelantó Don Pedro hasta el altar de Santa María; desenvainó su guerrera espada, y apuntando con ella al suelo en señal de vasallaje, dijo con voz muy alta:

    - ¡Es mi deseo, y quiero que se cumpla, que esto que hemos hecho hoy, se venga cumpliendo en esta fecha, "per saecula saeculorum"!

    Y todos, adquiriendo el compromiso, contestaron:

    - ¡Amén!

    Aclarando que lo siguiente no era más que una sospecha, terminó Fray Diego:

    El Señor de Benracín quiso ser generoso con la familia de su mayoral. Marcó los límites de unas tierras en la parte de arriba de los pastizales y, junto con su caballo alazán que estaba entero y con algunas yeguas, las donó a Leonor. Y le habló también de otorgar a la muchacha algún título de nobleza. El padre, empero, le aclaró:

    - Si vos, Señor, tenéis por grandeza ser sólo vasallo de Santa María, os ruego que permitáis a mi hija no ser más que su devota doncella. No lo toméis a mal, pero ésta es nuestra nobleza.

    - Me complacen tus palabras. Las tierras, con los animales que os doy, las podéis trabajar como vuestras; pero sólo Leonor es la legítima dueña.

    Allá se trasladó a vivir el mayoral con toda su familia, dejando abandonada la vivienda que usaban el pie del cerro Lavijo.

    Cuando Leonor contrajo matrimonio con un piadoso noble navarro, bautizó aquellas tierras con el nombre de su madre, y empezaron a llamarse "Masía de Santa Lucía".

    Cuando acabó la conferencia, le comentó uno:

    - Muy de color de rosa nos habéis pintado las cosas, Hermano.

    Y Fray Diego le contestó:

    - No hay vida humana sin espinas al mismo tiempo que rosas. Me gusta cortar éstas, a sabiendas de que me van a sangrar las manos.

    Con lo cual, dio por terminada su conferencia, y se fue a las tareas del convento.

    Valencia, 1 de octubre de 1987


    TEMORES DE FRAY DIEGO

    Le ocurrió en la fuente de la Cazulla. No supo si fue un sueño o una luz interior que le alumbró lo venidero. El caso es que se asomó, como por una ventana, a un acontecimiento futuro. Se asustó, y bajó tan deprisa como se lo permitían sus mucho años, a contar al P. Carlos lo que había visto. Este no le dijo ni que sí, ni que no, ni si era verdadero o falso. Se limitó a tranquilizarle:

    - Estos buenos aldeanos la sabrán cuidar. Junto con las piedras, se llevarán nuestro cariño hacia Ella. No os preocupéis, Fray Diego.

    Y es que el anciano hermano lego se había dado cuenta de que no cantaba el chorro de agua en el aljibe del patio del convento. Pidió permiso al P. Ministro; se asomó a la iglesia para decir algo a Santa María con su viejo corazón de niño, y salió a repechar, en aquella tarde de verano, por la ladera de las Moyas, a la fuente de la Cazulla, mientras pensaba: "El ganado que habrá roto la toma del agua".

    Así era. Con piedras y barro sujetó el agua para que se encañase por la tubería. Cuando la poza se aclaró, cogió de ella con la cazoleta de las manos, se la acercó a los labios y se refrescó la frente que le sudaba por las arrugas. Se sentó luego junto al manantial bajo la sombra de una sabina a tomarse un respiro, mientras sus cansados ojos contemplaban las casas diseminadas por el escabroso "pizorral" de la aldea.

    Se adentró en el interior de su alma y, de pronto, vio que los frailes huían a toda prisa; que hombres ricos compraban baratas aquellas tierras, y que el convento desaparecía. Caras desconocidas lo desmontaban piedra a piedra y se las llevaban a la aldea. Pero a Santa María no la vio por ninguna parte, y se le estremeció el corazón. Es cuando salió a trompicones, cuesta abajo, a contar todo esto; y es cuando el P. Carlos le dijo aquello de que estos aldeanos junto con las piedras se llevarán nuestro cariño hacia Ella.

    Fray Diego se serenó con las palabras del P. Ministro, y confió en la devoción que veía en sus buenos amigos los aldeanos. Pero no pudo evitar estos pensamientos: "Y si un día, pasados los siglos, se olvidan de su Virgen, yo lloraré; pero esta aldea, aunque siga llamándose como se llama, no será ya Royuela".

    Entró en la iglesia. Con los ojos empañados de lágrimas, miró a la Virgen, y le pidió: "¡Que estas buenas gentes nunca dejen de ser tu pueblo!".

    Y cuentan que los descendientes de aquellos aldeanos, a los que tanto quiso Fray Diego, se abandonaron en muchas cosas, pero no olvidaron a su Virgen.

    Royuela, 1 de julio de 1987



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