Cuentos menores

 

    Por Don Samuel Valero Lorenzo

    [EN TORNO AL COLEGIO DE EL VEDAT:]

    ALEGORÍA DE LOS ALGARROBOS

    A los profesores de El Vedat

    Los algarrobos no lloran, pero, a veces, se ponen tristes. Uno de ellos me lo contó un atardecer entre dos luces. En el plácido silencio que invade al Colegio con la salida del último autobús, me fui a pasear en compañía de mis pensamientos, y al llegar al final de las gradas de cemento del Mestallón, me salió al encuentro un algarrobo viejo, bajito y maltrecho. Me dijo:

    - Soy el juguete de todos los chicos. Se me suben encima y me tiran del pelo. En mi tronco vacío arrojan piedras, las sobras de sus bocadillos y muchos papeles sucios. En mis oquedades ocultan, a veces, sus infantiles hurtos. Hasta una revista de <esas> escondieron un día.

    Se puso colorado el algarrobo, al insinuarme esto, y acabó diciéndome que estaba triste, porque se sentía cómplice de las aventuras de los chicos. Mientras yo intentaba consolarlo, se fueron acercando, silenciosos como sombras, los otros algarrobos: los de la ermita, los del bunquer, los del gimnasio, los de Secretaría, todos.

    Se les veía cansados, con las hojas cachas y con ojeras en las ramas. Empezaron a hablar entre ellos. Yo me despedí:

    - Fins demà, si Déu vol.

    - Si Déu vol -me contestaron.

    Mientras me apartaba de ellos, puede entender que, al maltrecho algarrobo del Mestallón, le decían:

    - Te cansan los niños, pero no puedes pasar sin ellos: eres como los abuelos. Con el descanso de la noche, mañana te alegrarás de tenerlos por tus ramas.

    Lo último que oí fue esto:

    - Además, si en esta su edad tan frágil, nosotros nos quebramos, ¿dónde encontrarán apoyo? ¡Nos necesitan con nuestra firmeza!

    Me retiré de ellos, y, a lo lejos, con los ojos del pasado, empecé a mirarlos. Sus troncos están vacíos y carcomidos: parecen viejos decrépitos de tanto dar y aguantar. Aunque a punto de morir en cada invierno, nunca les falta el follaje que sombrea, ni dejan de dar los frutos de sus arrugadas ramas en todas las primaveras.

    Antes de que el Colegio existiera, ya estaban aquí los algarrobos. Se mantienen, como si siempre hubieran sido como son. Enraizados en la roca que aflora en el monte Vedat, permanecen tan firmes como ella misma.

    Han pasado promociones y promociones de niños, de adolescentes, de jóvenes. Y los algarrobos a todos han dado sombra; de todos han soportado destrozos; han escuchado proyectos de travesuras; han guardado en sus huecos los secretos de la adolescencia; y han atendido, desde el rumor de sus hojas, las ilusiones nobles de los jóvenes limpios. Son testigos mudos del trabajo lento e imperceptible que se obra, año tras año, en la variopinta bulla que juega junto a ellos.

    Por esto, también los algarrobos sonríen, cuando la brisa zarandea sus azucaradas castañuelas secas, que han sobrevivido al expolio de los niños.

    ¡Qué alegría, verlos serenos e inmutables en un lugar en el que todo parece fugaz y alocado como los propios chicos!

    Son los algarrobos los que ponen su sello de perennidad a las ideas que forjan a los hombres recios.

    No tienen nombre; pero todos los conocemos.

    Valencia,8-Xll-1988


    A don Enrique Mas Solaz:

    Su Capellán

    ¡Ah, los algarrobos! Antes de que El Vedat se inundara de algazara infantil, ya vivían en él, arrugados por los años, taladrados de oquedades.

    Como abuelos renacidos ahora por la bulla juvenil, ¡aún están aquí!, para alegrar, con sus alargadas castañuelas, y para cobijar, bajo sus frondosas ramas verdes, los esfuerzos, los juegos, las risas y los empeños de estos jilgueros que se abren a la vida.

    ¡Siguen aquí!, para que, en las hendiduras de sus troncos, aniden sus juveniles sueños. Y también..., también, para que, bajo su sombra, ¡floreciera una Virgen! Una Virgen María, en cuyo regazo de piedra blanca, su Niño, de pie, extendiera sus brazos en cruz.

    Los jilgueros pensaban que el Niño abría de par en par sus brazos, para poder depositar su seguridad en ellos. Pero no...

    Sólo la Virgen conocía los deseos secretos de su Hijo. No tenía a quien confiarlos, y día y noche los musitaba al frondoso algarrobo protector.

    - Mi Niño abre los brazos, para medir la anchura de la mar -le decía.

    El acogedor algarrobo callaba, pensaba, y, sobre todo, temía que el Niño, a impulsos de sus sueños, se le fuera a navegar muy lejos.

    La Virgen insistía:

    - Mi Hijo tiende los brazos así, para abarcar la mar entera, y quiero dársela.

    Por fin, el entrañable algarrobo viejo, miró su tronco rugoso, le temblaron las rodillas con los meniscos ya rotos, y se ofreció a la Virgen:

    - Si algo de madera útil me queda, tómala y seré bajel para que tu Niño surque los mares.

    Y, de repente, la Virgen apareció en el retablo del oratorio del colegio. Sus formas de piedra rígida se tornaron suaves, como de carne de madre viva; y se le onduló el manto con los tonos azules de un mar estampado en oro. Recogió con ternura los brazos abiertos de su Niño, y depositó en ellos el navío que el generoso algarrobo le ofreció.

    Feliz el Niño, se volvió a la Virgen, y se quedó para siempre con la mirada prendida en Ella, aguantando su bajel. Pero antes, miró al algarrobo, le sonrió, y le pidió un titulo nobiliario para su Madre.

    El algarrobo, con toda su madera, aún pudo poner, a ambos lados del barco del Niño, dos mangas de mar y, flotando sobre sus olas, escribió, con mimo, lo que el Niño le pidió: "Ave María, ¡Estrella de los mares!, Ave María". Y encargó que dos angelotes, haciendo piruetas, fueran los vigías que mantuvieran encendidos dos faros como lámparas.

    Desde entonces, los jilgueros que se cobijan en los algarrobos de El Vedat, empezaron a bogar en la nave del Niño, sin dejar de mirar a la Estrella: la Virgen del Buen Navegar.

    Valencia, 20 de junio 1991


    [Cuentos con Dort, el de los ojos grandes, redondos y negros, que ve realidades fantásticas. Al que se le aparece el duende Huel, y habla con él. Dialoga con los animales y las cosas con la misma naturalidad con que conversa con su madre:.]

    EL AUTOBÚS ESCOLAR

    Dort, con su cara redonda envuelta en precauciones maternales, acudió como los demás niños, a la hora de todos los días, a su cita con el autobús escolar. Aquella mañana, las nubes se habían mezclado con la noche y retardaron el amanecer. El cielo estaba negro. Todo era oscuridad, con convulsiones de relámpagos y truenos. De repente, se abrió una ducha torrencial sobre las calles, al mismo tiempo que un fuerte vendaval zarandeaba los árboles de las aceras, sacudiéndoles sus hojas otoñales.

    Los niños, atemorizados, aguardaban al autobús en los soportales, enfundados en chubasqueros de chorreante policromía con sus bolsas de libros.

    Dort, que es capaz de ver lo invisible, se acordó del duendecillo Huel que vive por las terrazas de las casas entre antenas y palomares, y que, a veces, se eleva y anda por los caminos de las nubes. Miró al cielo, negro como sus ojos, y vio que, en aquel momento, al duendecillo caía al suelo en un chorro de agua, y vino a cobijarse bajo su paraguas. Nada se dijeron; pero, cuando llegó el autobús, el duende se coló con él al interior. Dort vio que, suspirando de alivio, se sentaba en el salpicadero. El granizo tamborileaba en el cristal delantero. De momento se asustó; pero, cuando vio que no pasaba nada, se puso a disfrutar de la confusión de la ciudad.

    Con Dort y el invisible Huel subieron los niños Juan, Santi y Paco.

    Las lunas del autobús se empañaban. De pronto, el ventilador se puso en marcha, y el duendecillo Huel fue lanzado contra el cristal. Rebotó en él, y salió despedido hacia atrás. Allí tropezó con Alex, Nacho y Coque, que habían subido en la parada anterior.

    Los coches apretados, lentos, casi parados, parpadeando sus intermitentes, intentaban avanzar. Los semáforos rojos eran más rojos; los verdes, más verdes, y los que pestañeaban en ámbar, que eran la mayoría, eran más ámbar. Pero aquella mañana no mandaban los semáforos; sólo mandaba el agua.

    Huel, mojado y cansado, se echó en un asiento vacío, y se quedó dormido. Si no lo despierta Dort, lo hubiera chafado el gordo Pesete al sentarse. Se retiró rápido y se puso junto a su amigo Dort.

    Además de Pesete habían subido Dani, Pablo, Jaime, Nacho Di y muchos otros niños. El autobús se llenó al completo.

    Dort se dio cuenta de que el duende Huel estaba hablando con alguien. Abrió más sus grandes ojos redondos y vio que no era con los niños, sino con sus ángeles custodios.

    - Os parecéis a los niños y os llamáis como ellos; pero no sois niños sino sus ángeles -decía Huel.

    - Nosotros cuidamos de cada uno; pero ahora, el que cuida de todos es aquel -le aclaraba el propio ángel de Dort.

    - ¿Cuál? -preguntó el duende.

    - El que está con el conductor; el que se llama Ramonet.

    - ¡Voy a hablar con él!

    - ¡No vayas! No te hará caso. Es muy bueno; pero tiene mucha responsabilidad. No debe distraerse. En un día como hoy, debe extremar su atención al volante, a los intermitentes, al ventilador, a la emisora, a los retrovisores y al freno; sobre todo al freno -terció enérgicamente Dort en ayuda de su ángel.

    El duende Huel le hizo caso y no se movió. Se limitaba a indicarle, de cuando en cuando, el trajín que se traían los ángeles con los niños.

    Mientras la calzada hervía con el agua y el granizo que, recalentados por los rayos estruendosos del cielo, caían a borbotones, Pesete se levantó de su asiento y anduvo pasillo adelante hasta la papelera. Su ángel, que iba junto a él, avisó al de don Blas, el profesor encargado del autobús:

    - ¡Pesete, a tu sitio!

    En la calle, las farolas alumbraban escondidas detrás de la cortina de tubos de cristal, que se descolgaba hasta el asfalto. Dentro, Santí se ponía de pie en el asiento, mientras Juan, desde el de detrás, le golpeaba con la cartera. Sus ángeles, a sus lados, miraban al profesor:

    - Santi y Juan, ¡sentaos bien!

    Fuera, el tráfico, envuelto en la magia de la lluvia torrencial, araba la calle levantando caballones de agua. En el autobús, Coque y Nacho gateaban por debajo de los asientos, disputándose un avión de papel. Con sus manos, los ángeles les protegían las cabezas, y pedían auxilio al de don Blas:

    - ¡Coque y Nacho, pero ¿qué os habéis creído?!

    Hoy, Nacho Di, tampoco iba contento hoy al colegio. Dice que porque truena. Su ángel le recuerda que sólo falta un mes y tres días para su cumpleaños, y que pronto se le caerá uno de los dos dientes que se le remece y el ratoncito Pérez le dejará algo bajo la almohada. Logró que sonriera.

    De nuevo, Pesete se mueve por el pasillo. El autobús tomó una curva, y el niño cayó contra el lateral de un respaldo. Con su mano, el ángel amortiguó el golpe, mientras miraba al encargado del orden:

    - ¡Pesete, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir?

    Por el piso rodaba una canica. Alex viene detrás de ella por el pasillo, y su ángel le acompaña. El de don Blas lo ve:

    - ¡Alex, ¿cómo te lo tengo que decir?!

    Después de dos horas de amorosa brega entre niños y ángeles, llegaron al colegio. Ya hacía un rato que no llovía, y todos se fueron a sus aulas en desbandada multicolor, buscando pisar los charcos.

    El duendecillo Huel se despidió de Dort y se quedó con Ramonet. Este, acompañando al conductor, recogió una bolsa de deportes olvidada bajo un asiento, un chubasquero y un carpesano en la parrilla de equipaje. Guardan todo para devolverlo por la tarde, y se van a la ciudad. Huel se durmió. Ramonet siguió atento junto al conductor.

    Por la tarde, todos se juntaron de nuevo en el autobús. Dort se repretó para dejar sitio al duende Huel. Algunos ángeles se durmieron junto a sus niños. Habían trabajado, saltado, caído, leventado y corrido detrás de ellos, y estaban cansados.

    Ramonet recordó al conductor los objetos perdidos. Los recogieron sus dueños, y volvieron a olvidarse de otros.

    El duendecillo Hual bajó con Dort del autobús y le dijo:

    - Todos los niños tenéis ángeles que os cuidan. Contad con ellos, como ellos cuentan con los hombres. Yo he sido feliz al conocerlos.

    - Ya lo sabía -dijo seguro Dort.

    Y el duende, al despedirse del niño, añadió sonriendo con ironía:

    - Me gustan los paraguas. Gracias por llevarlo. Me voy a mi mundo de terrazas con antenas, y a los caminos de las nubes. Hasta otra ocasión.

    Dort llegó a su casa y no contó nada. Para él, todo aquello que había visto era normal.

    Valencia, 16 de noviembre de 1986.


    EN BUSCA DE LA LUNA

    La luna, sobre todo la luna llena, ejercía una verdadera fascinación sobre Colás. Cuando emergía completamente redonda y pálida por detrás de las altas colinas que dominaban la ciudad, Colás sentía una llamada irresistible hacia ella.

    Su obsesión era ir a cogerla, para regalarla a su sobrinillo, el hijo mayor de su hermana, que, hasta que tuvo seis años, fue su mejor amigo, con el que se entendía de igual a igual. Pero ahora el sobrinillo era un mozo de veintitantos años, que sonría con pena las manías de su tío.

    Colás con Nino formaban la pareja de tontos de la ciudad. Era frecuente verlos juntos. Nadie, ni Dort ni los otros niños, rehusaba prestar atención por un momento a las palabras incoherentes de estos dos pacíficos niños de cuarenta años.

    Colás no era capaz de trabajar, aunque, en verdad, tampoco rechazaba los recados sencillos que su hermana le pedía, siempre que fuese a lugares y personas ya conocidos. Nino, en cambio, sabía hacer faenas de peón, pero sin iniciativas. Se le explicaba practicando la tarea a realizar, y él la repetía mecánicamente hasta que se le decía basta.

    Colás convenció a Nino y, un día, cuando la plenitud lunar apuntaba por el horizonte, se encaminaron cerro arriba, para cogerla y traerla a casa en una cesta que Nino cogió, por genial iniciativa propia. Cuando llegaron a la cumbre, la luna estaba demasiado alta. La miraron durante un rato, y regresaron a la ciudad, haciendo planes para el día siguiente. Colás, en su traza peculiar de andar, penduleaba exageradamente el brazo derecho sin coordinación con el izquierdo, y giraba la cabeza a derecha y a izquierda, mirando a todas partes para repartir sonrisas. Nino no desparramaba la vista, pero iba atento a los que se cruzaban, para sonreírles también.

    Al otro día, volvieron a subir. A la cesta, Nino añadió una escalera de mano, una cuerda y un saco. De nuevo, cuando llegaron, la luna estaba ya muy alta, y, aunque treparon a la escalera, no la pudieron tocar. Habían llegado demasiado tarde, y pensaron que tenían que estar en la cumbre antes de que apareciera, para agarrarla por sorpresa.

    Así lo hicieron al día siguiente. Esperaron escondidos desde media tarde a que apareciera. Y, por fin, ya de noche, la vieron asomar. Pero no salía por donde ellos pensaban, sino por detrás de la otra loma próxima que se recortaba en el horizonte lejano. Bajaron corriendo el barranco, repecharon ladera arriba, coronaron la loma, y la luna ya no estaba a su alcance.

    Volvieron muy tarde a casa. Las familias estaban ya preocupadas por su demora. Ellos, felices, contaron que querían coger la luna. El sobrino de Colás les explicó que era imposible; que parecía que estaba cerca, pero siempre andaba muy alta. Además, a él no le interesaba tener la luna.

    Colás y Nino no se lo creyeron: la habían visto salir de la tierra. Sólo necesitaban estar puntuales en el lugar en que apareciera.

    De momento, desistieron del empeño, porque empezaba a menguar, y ellos la querían entera. Pasó la luna nueva y empezaba ya el creciente. Los dos tontos se sentían inquietos al barruntarla.

    Ilusionados, contaron a los niños, a Dort y a sus amigos, que se iban a traerles la luna. Hicieron los preparativos, tomaron sus herramientas, y, a escondidas de sus familias, emprendieron la definitiva proeza. A Dort le dio pena verlos partir.

    Caminaban deprisa, como si fueran a hacer algo urgente. Colás, al que no le había dado por trabajar, iba ahora cargado con la cesta, la cuerda y el saco. Nino, que, como intelectual de la expedición, había pensado en la herramientas que precisaban, cargaba con la escalera, y añadió a última hora una hoz y un martillo por si acaso.

    Colás iba vestido con su habitual chaqueta grande de color marrón oscuro, de bolsillos muy abultados, en los que, además del moquero, guardaba sus juguetes. Sobre su cara enjuta, llevaba como siempre una gorra negra de visera, que sólo se quitaba para rascarse la cabeza. Nino iba bien trajeado y con boina: para eso trabajaba y ganaba dinero.

    Todos los niños, menos Dort y sus amigos, los acompañaron hasta la salida de la ciudad, y empezaron a soñar en la luna.

    Aquella noche no volvieron. Tampoco, al día siguiente. Las familias salieron a buscarlos durante varios días. Nadie daba razón de ellos.

    Los niños, en cambio, seguían aguardando el día gozoso en que podrían tener la luna en sus manos. Nino y Colás, que eran dos niños mayores, habían prometido traerla. Con ilusión infantil, jugaban a poseerla, a rodarla y a repartírsela. En sus conversaciones ingenuas hablaban de ella, como de un paraíso feliz.

    Pasaron meses, y sus familias los dieron por desaparecidos definitivamente. Hasta que les avisó la policía, para que reconocieran dos cadáveres aparecidos en una playa. Eran ellos. Habían perecido ahogados, en su loco intento de ir a coger la luna a la otra parte del mar.

    Desde entonces, los niños de aquella ciudad han perdido la esperanza de poseerla. Sólo Dort y sus amigos piensan que el paraíso, aunque está más allá de la luna, lo conquistarán día a día.


    CUENTO DE FALLAS

    San José era carpintero. Su taller se llenaba de serrín y virutas. El Niño Jesús jugaba con los tirabuzones de madera que salían de la garlopa y caían al suelo; recogía los tacos cuadrados de madera y hacía figuras como si se tratara de un mecano. Los otros niños acudían a jugar con él.

    Con José, trabajaba también un joven aprendiz. Su padre lo había puesto al lado de tan buen maestro, para que aprendiera el oficio.

    Un día, José indicó al Niño Jesús que habría que deshacerse de los desperdicios y dejar limpio el taller. El Niño, en la puerta de la calle, con las tacos de madera formó una muralla con sus torreones. Fue sacando luego el serrín y las virutas, y amontonó todo dentro del castillo. Cuando acudieron los otros niños, le prendió fuego. José se asomó a la puerta, y, de felicidad, se le caía la baba al ver aquella fogata tan bella que Jesús había hecho.

    El joven aprendiz acabó de perfeccionar el oficio y se casó. Pero en Nazaret no había faena para dos carpinteros. José le pasaba algunos encargos, y le habló también de un misterioso designio, según el cual Jesús tenía que ser el artesano de Nazaret.

    Decidió trasladarse con su esposa a otra ciudad en busca de trabajo. Pero lo pensó mejor, y, con cartas de recomendación que le firmó el propio José, se fue a Cesarea con intención de embarcarse en una nave romana. En cada puerto que hacía escala, presentaba sus cartas a la comunidad judía, y les pedía información sobre posibilidades de trabajo. Así, después de varios meses de navegación, llegó a las costas de Hispania.

    En el camino, le había nacido el primer hijo. Como en todos los otros puertos, también desembarcó a Valencia con su familia. Aunque los de su raza no le aseguraron trabajo, al ver la bonanza de su clima y la alegría de sus gentes, decidió instalarse aquí. Había tenido un buen maestro, y pronto su taller se llenó de clientes.

    Pasados muchos años, ya anciano, conoció y se convirtió a la nueva religión que, procedente de su tierra de Israel, era una llamada al amor y al servicio. No le sorprendió que su fundador fuera aquel Niño de su maestro José. Tenía que ser él. Tal como era su Madre; cómo era José, y viendo, ya entonces, cómo era el Niño, no dudó en reconocer en El al Mesías prometido.

    Y, recordando la alegría de José al ver aquella hoguera que hizo Jesús siendo aún un Niño, el viejo aprendiz, un día de primavera, también quemó, en homenaje a su maestro, los desperdicios del taller, delante de la puerta de su casa. Dicen que ésta fue la primera Falla de Valencia.

    Valencia, marzo de 1991


    EL VELERO DEL NIÑO

    En el oratorio de cierto colegio había una Virgen vestida con un manto ondulado añil, que parecía un puñado de mar dorado por el sol del atardecer; a uno y otro lado del retablo se alargaban dos franjas azules, como si fueran dos brazos de mar, y el Niño Jesús, sentado en su regazo, mostraba desde sus tiernas manos un barco, de juguete, pero un barco velero que invitaba a navegar. No era pues de extrañar que los alumnos la llamaran Virgen del Buen Navegar.

    A Jorge, el niño de este cuento, le gustaba ponerse en el primer banco del oratorio cuando, cada día, visitaba a Jesús Sacramentado. Prefería ponerse delante, para ver más de cerca a la Virgen y al Niño. Ella lo miraba, como sólo saben mirar las madres. Y Jorge la miraba también. Le tenía confianza, le encantaba el Niño y le gustaba el barco. "Debe ser delicioso jugar a barcos veleros con el Niño", pensaba.

    - ¿Me dejarás entrar en el barco del Niño para jugar?; ¡para jugar a navegar! -le decía un día.

    Jorge tenía afición a la vela, desde que su padre lo llevó a regatear con el modesto velero que tenía en el puerto deportivo de su pueblo.

    Y una noche Jorge soñó. En la confusión del ensueño, aprovechando que la Virgen estaba dormida, el Niño Jesús entregó el barco a Jorge para que lo aguantara mientras él se descolgaba del regazo de su Madre. Salieron de puntillas cargados con él, y se encontraron en la playa de un mar terso, como de cristal. Lo pusieron en el agua; lo empujaron, y se subieron los dos. En leve vaivén, fueron alejándose de la orilla. No había brisa y, sin embargo, las velas henchidas empujaban al barco mar a dentro. ¡Qué placer navegar tumbados sobre cubierta mirando al cielo!

    - ¿Ves aquella estrella? -preguntó el Niño a Jorge.

    - ¿Cual?

    - Aquella que brilla más; es la de mi Madre. Ella nos guiará; siempre que la mires, invócala.

    El suave balanceo del velero sobre las aguas serenas cerró los ojos del Niño Jesús en un dulce dormir. Jorge lo miró y lo abrigó cubriéndolo con su jersey. También él sentía sueño; pero, de repente, se movió un fuerte viento que zarandeaba las velas; el agua era un torbellino de espuma que le salpicaba en la cara; las olas se le venían encima y saltaban por la borda. Asustado, no sabía qué hacer, y el Niño dormía. Jorge arrió las velas para luchar mejor contra el viento; se agarró al timón para esquivar las olas, pero le faltaban manos para achicar el agua. Y el Niño dormía. En su desesperación, miró a la Estrella y le pidió auxilio con todas sus fuerzas.

    Al grito, el Niño Jesús se despertó, y con sólo una sonrisa puso calma en el ánimo de Jorge y en la mar.

    - Mejor nos volvemos -le dijo Jorge asustado.

    - Es preciso navegar; pero, por hoy, basta.

    - ¿Es verdad que la mar es siempre así?

    - Así es: calmas y tormentas; pero no le temas.

    Soñando aún, regresaron a la orilla y entraron en el oratorio. La Virgen miró a los dos y les sonrió. El Niño Jesús trepó a los brazos de su Madre. Jorge le alargó el barco, y se puso de rodillas. Le pareció que la Virgen le decía algo, pero no la oía bien; se llevó la mano al oído para indicarle que elevara la voz... ¡Era la voz de su mamá que lo despertaba para ir al colegio!

    Como los demás días, después de comer, Jorge se puso en el primer banco; miró a la Virgen y le volvió a pedir que lo dejara meterse en el velero del Niño, no para jugar; ¡para navegar en serio!

    - ¡Ya te llegará la hora! -oyó que le decía la Virgen del Buen Navegar.

    Valencia, 6 abril 1993


    [Otros cuentos Menores con Dort]

    EL COCHE REBELDE

    Dort y sus hermanitos tenían juguetes. Se los traían casi siempre los Reyes Magos. Cada uno tenía los suyos propios. Jugaban con ellos después de hacer los deberes y en los fines de semana. Los sacaban y los desparramaban por el cuarto, por el comedor y por el pasillo. Con tanto trajín de juguetes, se mezclaban unos con otros; pero cada niño sabía cuáles eran los suyos.

    Entre los de Dort había uno, un coche pequeño, deportivo, pintado de rojo, que corría muy bien a lo largo del pasillo. Un día, no lo quiso prestar a su hermanito menor que lo quería. Discutieron, hubo tirones, empujones y bofetadas. El hermanito pequeño acabó llorando amargamente.

    Papá llamó a todos los hijos y les dijo:

    - Los juguetes los hemos comprado mamá, los Reyes Magos y yo. Son de toda la familia. Sólo tiene cada uno los suyos, para cuidarlos, recogerlos y ordenarlos. ¡A la hora de jugar son de todos!

    El coche pequeñito, pintado de rojo, que era muy listo, escuchó todo esto. Entendió que los hermanos tenían que prestarse unos a otros los juguetes y las demás cosas. Por esto, para que aprendiesen a ser generoso, cuando veía que dos hermanos querían jugar con él, empezaba a correr y correr como un ratoncito. Todos lo seguían, pero no se dejaba coger por ninguno. De esta manera, conseguía que no riñeran entre ellos y que todos disfrutaran persiguiéndolo por toda la casa.


    EL SEMÁFORO

    Por el centro de la avenida, los coches pasaban continuamente y se cruzaban en una y otra dirección. Dort esperaba en la acera con algunos hombres, mujeres y niños, agrupados junto al semáforo, para cruzarla. Tenía prisa y se estaba poniendo nervioso. El monigote, como un recortable pintado de rojo, que veía al otro lado, no se ponía verde. "¿No se habrá estropeado?", se preguntó inquieto. Los coches seguían pasando ruidosos. A Dort el tiempo se le hacía largo. Su madre lo estaba esperando y no quería llegar tarde.

    Se bajó de la acera con intención de cruzar la calle, esquivando los coches. Miró a uno y otro lado y, cuando se decidía a salir corriendo, una mano lo agarró. Dort se detuvo y volvió la cabeza a mirar. Era el monigote rojo que estaba a su espalda. No se sorprendió. Estaba acostumbrado a que le ocurrieran cosas raras, y le protestó impaciente:

    - Tengo prisa; mi madre me espera.

    - ¿Quiere tu madre que llegues a casa sano o atropellado?

    - ¡Sano! -contestó Dort.

    - Pues ten paciencia... ¡Ya puedes! -le avisó

    En ese momento, el monigote rojo con el que estaba hablando se puso verde y el de enfrente también. Dort cruzó la calle con todos los que esperaban. Cuando llegó al otro lado, miró al monigote verde y le preguntó:

    - ¿Eres hermano del otro?

    - Somos gemelos -le contestó.

    - ¡Gracias, pues, a los dos!

    Un hombre, que se había dado cuenta de todo, le sonrió y desapareció perdido entre la gente.

    Contó Dort todo esto en casa, y su madre le dijo:

    - Tienes que obedecer a los semáforos como a mí misma.


    LA CLUECA

    Dort fue con sus amigos a visitar una granja de pollos. Tenía varias naves. Lo primero que les enseñaron fue la incubadora artificial. En ella nacían los pollitos. De la incubadora los pasaban de nave en nave, según crecían. Cuando se hacen grandes, se venden para carne. Son los pollos que comemos. Dort y sus amigos miraban y escuchaban estas explicaciones.

    Cuando terminaron la visita, vieron una vieja gallina que picoteaba triste en un corral de la misma granja. Ella los miró y, casi llorando, les dijo:

    - Las incubadoras crían pollos sin madre.

    - ¿Y quienes son las madres de los pollos? -preguntó Dort.

    - ¡Nosotras, las gallinas!

    Y la vieja gallina, rompiéndosele la voz por la ternura, les fue contando:

    - Nosotras ponemos los huevos; pero no nos dejan ser madres de verdad. Antes de inventarse las incubadoras, cuando teníamos ya muchos huevos en el nidal, nos entraba una calentura como fiebre; se nos cambiaba la voz y, en vez de cacarear, empezábamos a hacer clu-clu-clu. Por esto nos llamábamos cluecas. Nos posábamos amorosamente sobre ellos para darles nuestro calor natural, y a los veintiún días salían los pollos piando y correteando. Los guiábamos por el corral; escarbábamos con nuestras patas para buscarles semillas que comer, y cuando encontrábamos alguna, los llamábamos con nuestro clucluclú especial, y ellos acudían corriendo y se ponían junto a nuestro pico para tomar lo que les ofrecíamos.

    Al decir esto, la vieja gallina se quitó unas lágrimas con la punta del ala. Luego siguió:

    - Si encontrábamos un trozo grande de comida o una cucaracha o una lombriz muy larga, la desmenuzábamos con el pico para que la pudieran comer los pollitos.

    Suspiró profundamente y añadió:

    - Cuando hacía frío o tenían que dormir, ahuecábamos las alas y los pollos se cobijaban bajo ellas. Por entre las plumas asomaban sus cabecitas vivarachas. Pero ahora... Perdonad, niños; no lo puedo evitar.

    En diciendo esto, se puso a llorar tan amargamente que no pudo seguir hablando. Dort y sus amigos se miraron y comprendieron la pena de la vieja gallina, y sintieron pena por los pollos huérfanos que acababan de ver. Hubieran querido consolarla, pero no encontraron palabras. Sólo Dort atinó a decir:

    - Como todas las madres.


    LAS MORERAS DE LA CALLE

    Cada año, todos los niños de la calle de Dort sacaban la moda de jugar a gusanos de seda. Los compraban, los revendían y se los cambiaban entre ellos. Se pasaban horas, mirando sus lentas evoluciones entre las hojas de morera que les echaban para comer en la caja de cartón donde los guardaban.

    Varios años antes, se habían sembrado moreras en las aceras de la avenida donde vivía Dort. No las había en ninguna otra parte de la ciudad. Eran una delicia en verano, cuando el sol dejaba caer su calor sobres las calles. Para los caminantes era un alivio pasear bajo el túnel de sus refrescantes sombras.

    Así fue, hasta que los amigos de Dort y casi todos los chicos del barrio empezaron a trepar todos los días a ellas, para arrancarles las hojas y llevarlas a sus gusanos.

    Dort, encaramado en una de ellas, le pareció escuchar un día:

    - ¿No te importa la belleza de las plantas vivas junto al asfalto inerte?

    Dort no supo quién le hablaba ni entendió bien lo que le decían, pero contestó:

    - Sí que me importa.

    - Antes de terminar la primavera, ya nos dejáis desnudas -se quejó la voz.

    Cayó entonces Dort en la cuenta de que era una rama de la morera la que le estaba hablando. Era una rama tierna, con toda la fuerza de su savia empujando en vano para que le salieran nuevas hojas. Como ella, todas estaban peladas.

    - Es para los gusanos de seda -se disculpó.

    - Con el juego de los gusanos, nos adelantáis la tristeza del otoño -le hizo ver la rama.

    Dort se fijo y todas las moreras de la avenida le parecieron esqueletos verdes. Sintió rabia y vergüenza de si mismo, al ver los árboles, de pie, despojados de su frondosidad, por capricho. Arrepentido, exclamó:

    - ¡Qué pena! Y todo para que, al final, también los gusanos, encerrados en su capullo, acaben en el contenedor de la basura.

    - Queremos, pero no nos dejáis ser lo que somos -terminó quejumbrosa la rama de aquella morera.

    Dort se bajó del árbol con una idea en la cabeza. Fue a casa, cogió la caja con los gusanos y los dejó uno a uno en el tronco de la morera.

    - ¿No es dañarán? -preguntó al dejarlos.

    - Los gusanos son parte de nuestro ser -le contestó la rama.

    Habló Dort luego a sus amigos; adoptaron una morera cada uno, y soltaron en ella sus gusanos. No muchos días después, la avenida volvió a cubrirse de refrescantes sombras.


    EL PAISAJE

    Era muy de mañana, y hacía frío. Una niebla densa envolvía el paisaje de la calle; ocultaba las farolas, y se enredaba en las copas de los árboles. Dort, bien arropado, salió de casa hacia la escuela. Las personas se cruzaban por la acera como bultos sin rostro pisando hojas caídas; las fachadas de las casas se perdían a poca altura tras la espesa niebla; todo se veía, como difuminado en ceniza, sin contornos ni detalles precisos. Los colores de los semáforos y los faros encendidos de los coches parecían lejanos y en realidad estaban a pocos pasos.

    Era una mañana de fantasmas. Dort pensó que el duende Huel debía andar a sus anchas. Le pareció que, hinchando sus gordinflones carrillos, soplaba a la niebla con fuerza. Por eso, tal vez, pasaba en oleadas espesas flotando sobre una leve brisa. Así llegó a la escuela.

    Cuando, a media mañana, salió al recreo, había desaparecido la niebla. Aquel día de otoño y su paisaje eran ya otros. El sol brillaba en el cielo azul; las personas era rubias o morenas y se vestían con ropas variopintas; las escuálidas ramas de los árboles dejaban caer sus hojas amarillentas; se veían las casas con sus alturas exactas, con sus cornisas y ventanas, con las cortinas de colores tras las cristaleras y con las antenas en la terrazas. Los ojos medían con precisión las distancias a que venían los coches y percibían los matices de sus fugaces colores. Se habían disipado los fantasmas de aquella mañana.


    EL DEBER

    Dort, aunque había terminado ya de merendar, seguía sentado delante del televisor viendo los dibujos animados. Estaba así, cuando se le presentó de improviso el duende Huel.

    Los duendes son unos seres misteriosos. Hacen cosas raras que no se pueden explicar. Anda siempre por las altas terrazas de las casas, por los palomares y entre los cables que, como telas de araña, cruzan los tejados de la ciudad. Pocos los pueden ver, y Dort es uno de esos pocos.

    Mientras estaba absorto con los dibujos animados, Huel se coló por la antena de la televisión, bajó por el cable, se asomó a la pantalla y le preguntó:

    - ¿Te gustan los dibujos?

    Dort, sorprendido, le contestó:

    - ¡Mucho!

    - ¿Y los deberes del cole? -insistió el duendecillo.

    - ¡No! -dijo Dort.

    - Pero, ¿qué es lo que ahora deberías estar haciendo?

    Dort se rascó la cabeza y no contestó; pero se levantó y apretó el botón del televisor. Mientras éste se apagaba, vio que el duendecillo le sonreía complacido. Dort pensó que la sonrisa de Huel era porque él se iba a cumplir con su deber, aunque no le gustaba.


    LA PAPELERA

    Sólo Dort vio esta otra intervención del duende Huel.

    En un rincón del aula estaba la papelera. Los alumnos depositaban en ella los papeles que desechaban. Normalmente la clase se mantenía siempre limpia.

    Pero, como a los niños les gusta jugar con todo, descubrieron que la papelera podría servir de canasta de baloncesto. Con el papel desechable hacían una bola y, sin moverse de su puesto, la lanzaban por el aire, para intentar hacer canasta. Si, rara vez, la bola de papel, cruzando de un lado al otro del aula, caía dentro de la papelera, los demás gritaban: ¡triple!; si era desde cerca murmuraban: ¡dos! La papelera se había convertido en motivo de distracción, y el suelo del aula empezó a llenarse de papeles. El paciente maestro no podía dar la clase con normalidad.

    Es cuando el duende Huel vino en su ayuda. Se ocultó en la papelera y, sin que nadie lo viera, despejaba a manotazos las bolas de papel que le lanzaban. Ya nadie conseguía encestar a distancia.

    Dort fue el único que, adivinando la intención del duende, se acercó a la papelera con la bola de papel y la depositó en ella. Huel entonces le guiñó un ojo y la dejó caer dentro.

    Los demás alumnos siguieron el ejemplo de Dort, y ya nadie más gritó ¡triple! ni ¡dos!. El aula volvió a estar limpia y el maestro pudo desarrollar la clase con normalidad.


    LA CAMPANILLA

    El maestro tenía sobre la mesa de la escuela una campanilla de plata. Era muy pequeña y de sonido agudo, pero suave y agradable. La tocaba para llamar la atención de los alumnos, cuando se ponían revoltosos. Ellos, al oír su dulce sonar, se quedaban quietos y absortos, mirando cómo la campanilla se agitaba en los dedos del maestro.

    Pero si les encantaba oírla, el tocarla era como una obsesión. El maestro lo sabía y, si tenía que ausentarse de clase, siempre se le llevaba consigo. Un día se le olvidó cogerla y todos corrieron a la mesa para hacerla sonar a capricho.

    - ¡A mí! ¡Ahora a mí! ¡Déjamela a mí! ¡A mí, a mí!

    Así gritaban todos, quitándosela unos a otros de las manos. La campanilla no sonaba. Sólo se veía el fugaz destello de su brillo entre muchos dedos. Se peleaban por hacerla sonar, pero ella no lanzaba al aire su agradable sonido.

    Fue Dort el que dio la voz de alarma:

    - ¡La campanilla se ha vuelto muda!

    Se quedaron pasmados. El que, en aquel momento, la tenía en la mano, la volvió boca arriba, y todos vieron que no tenía lengua. Era verdad. La dejó inmediatamente sobre la mesa, y se sentaron en sus sitios, esperando atemorizados que llegara el maestro. Llegó. Al sentarse el maestro en la mesa, la campanilla se tambaleó, cayó de lado, describió un giro sobre su aro y le mostró su boca vacía. Los niños sostenían el aliento asustados. Suspiraron tranquilos, cuando el maestro la volvió a poner de pie, sin darse cuenta de que la campanilla había perdido la lengua. Pero la campanilla volvió a tambalearse, cayó y giró de nuevo sobre sí misma. Nuevo susto de todos. Otra vez el maestro la levantó. La campanilla, resignada, se mantuvo quieta, y los alumnos también, para que el maestro no la tuviera que usar.

    En silencio riguroso pasaron la mañana, y salieron al recreo. Los chicos amaban a la campanilla y les daba pena que se hubiera quedado muda; pero, al mismo tiempo, temían que el maestro supiera cual había sido la causa. Hablaron entre ellos, y pudo más el amor que el miedo. Decidieron que Dort dijera al maestro la verdad, nada más reanudar la clase.

    A medida que iban entrando bien ordenados al aula, miraban a la mesa. La campanilla allí estaba, pero había cambiado el color. Ahora era dorada. Se sentaron sorprendidos. El maestro aún no había llegado. La campanilla se elevó de repente por el aire y empezó a hablarles con un tintineo dulce:

    - Tenéis corazón de oro, tengo corazón de oro, tenemos corazón de oro.

    Se posó sobre la mesa, y todos los alumnos empezaron a aplaudir. En esto, entró el maestro. Tomó la campanilla para poner silencio, y ella, agitándose suavemente en sus dedos, siguió diciendo:

    - Tenéis corazón de oro, tengo corazón de oro, tenemos corazón de oro.

    Valencia, 16 noviembre 1992


    LA LLAVE

    La puerta grande de la calle tenía una cerradura de complicado mecanismo. Su llave era grande. Tenía la empuñadura redonda, y el otro extremo del espárrago, hueco como un cañón, remataba con tres dientes curvados. El herrero que forjó cerradura y llave estaba orgulloso de su trabajo. Y la llave también lo estaba, por su afiligranada hechura y por la misión encomendada: ser la guardiana de la casa. Nunca otra llave pudo abrir aquella puerta.

    Unos ladrones intentaron abrirla una vez; pero, como no pudieron entrar ni robar, el ama no se enteró. La llave sí lo supo, cuando, al ser introducida en la cerradura, pudo ver con el ojo de su cañón trozos de ganzúa rotos dentro de ella. Lo supo, pero se calló. En su orgullo, la llave se decía: "De qué sirve que yo sea buena, si el ama es una descuidada". Y pensaba escarmentarla.

    Y es que el ama decía que estaba cansada de llevar siempre encima una llave tan grande, y pedía al amo que cambiara la cerradura por otra más liviana. Entre esto y, sobre todo, porque era distraída la dejaba olvidada en cualquier parte.

    Un día fue de compras el ama, dejó la llave sobre el mostrador de la tienda y se fue sin ella. Un niño, que fue a comprar chucherías, la vio y la cogió. Por la calle le sopló en el cañón y la llave empezó a silbar. Con su silbido fue diciendo al niño lo que tenía que hacer. Se sentó en la puerta y esperó a la ama.

    Cuando ésta llegó empezó la llave a decir silbando: "el que no tiene cabeza tiene que tener pies". Así estuvo repitiendo, mientras el ama buscaba y rebuscaba por la bolsa de la compra. No encontró la llave y se fue a buscarla por las tiendas y las casas donde había estado. Nadie le daba razón de ella, y se fue en busca del herrero para que le descerrajara la puerta. Cuando vino con él, cargado de herramientas, la llave en los labios del niño seguía silbando: "el que no tiene cabeza tiene que tener pies". El herrero, al oír aquel silbido, reconoció la llave. La tomó de las manos del niño, la puso en la llavera y, sonriendo a la ama, le repitió: "la que no tiene cabeza tiene que tener pies".

    Valencia, 1 diciembre 1992


    EL RINCÓN DE LOS CASTIGOS

    - ¡Dort, a la pared! -dijo el maestro, interrumpiendo la explicación que estaba dando a los alumnos.

    Dort se había levantado de su sitio para quitar bruscamente una goma de borrar a un compañero que antes le había quitado a él la regla.

    Le vinieron ganas de protestar al maestro, pero se calló y, manifiestamente enfadado, se fue al rincón de la clase por el que todos pasaban, cuando eran castigados a la pared. Se puso de espaldas a sus compañeros y metió la cabeza en el rincón. Estaba desahogando su enfado, cuando oyó que el rincón le hablaba:

    - ¿No lloras?

    - No lloro, porque el maestro me ha castigado sin motivo.

    - ¿Sin motivo?

    - La culpa ha sido del otro.

    - Del otro y tuya también. ¡Llora un poco!

    - Estoy enfadado contra el maestro y contra mi compañero, pero no estoy arrepentido para llorar.

    - Otros lloran de rabia. ¡Anda, llora algo!

    Dort estaba rabioso, y, sin saber por qué, le vinieron las lágrimas. Se restregaba los ojos con los puños para quitárselas, y se secaba las manos en el pantalón.

    - Es bueno llorar -oyó que le decía el rincón.

    - ¿Por qué?

    - No lo sé. Tal vez es que la rabia se va con las lágrimas. He visto a tantos niños llorar aquí y dejar luego el enfado... Dejar el enfado y reconocer luego su culpa. Sigue llorando y verás después que el maestro tiene razón.

    Dort lagrimeó un poco más, acabó por serenarse y habló con el rincón:

    - Pero es verdad que mi compañero me quitó la regla.

    - No es razón para quitarle tú a él la goma -le dijo el rincón.

    - ¿Y si no me la devuelve?

    - Prueba, devolviéndole la goma tú.

    - Bueno. Lo haré.

    - Piensa que no te ha castigado el maestro por lo de la goma y la regla, sino por levantarte y molestar la atención de la clase -le aclaró el rincón.

    - ¡Es verdad! -cayó en la cuenta Dort.

    En este momento, oyó la voz del maestro:

    - ¡Dort, a tu sitio!

    Y Dort se fue a la mesa del maestro para pedirle perdón. Se sacó la goma del bolsillo y, al pasar junto a él, la entregó a su compañero. Este le devolvió la regla y siguieron siendo amigos, gracias al rincón de los castigos.

    Valencia, 11 diciembre 1992


    MI FAMILIA

    Mi madre, cuenta Dort, aunque nos riñe a todos con frecuencia, siempre es muy dulce. Mi padre también es tierno aunque nos mire, a veces, con cara seria.

    Mi hermano mayor, en cambio, es un bruto: siempre nos está pegando a los otros hermanos. Pienso que lo hace por jugar, y a mí me gusta hacer peleas con él, mientras no me haga daño. A veces nos unimos los tres menores y le ganamos haciéndole cosquillas. Pero cuando él está estudiando en su cuarto, y nosotros lo molestamos para jugar, entonces sí que se pone como una fiera; es un egoísta: cuando él quiere, todos tenemos que pelear con él, y cuando él no quiere, todos a callar. Tal vez no es tan egoísta: es que tiene que estudiar más que nosotros.

    Mi hermana mayor, la que le sigue al bruto, es una mandona; ya quiere ser como mi madre en lo de enfadarse, y también consigue a veces ser dulce. Tal vez lo sea, cuando llegue a ser madre.

    Yo soy el tercero, sigue Dort. La que me más me fastidia es la pequeña: como no le ponen deberes en el cole, siempre está entrando a mi cuarto para quitarme cosas. Si le pego, se va llorando a los papás, y si consigue que me riñan, vuelve para chincharme con una mirada desafiante. Es la pequeña, y la tienen mimada.

    Yo creía, termina Dort, que en mi familia todo eran peleas, gritos y enfados. Como si no nos quisiéramos. En una ocasión, a la pequeña llegué a gritarle ¡ojala te murieras! Por la noche, metido en la cama, pensé en lo que había dicho. Me di cuenta entonces de que si mi hermanita o el bruto o la mandona o papá o mamá se me murieran, yo también me moriría de pena. Cualquiera de ellos eran yo, y los quería más que a mí. De cariño, me corrieron las lágrimas por las mejillas.

    Dort se quedó, por fin, tranquilo. Se durmió y soñó que una mujer hermosa y dulce le acariciaba la frente con su mano tierna, como de terciopelo. El se dejaba mimar y le sonreía, hasta que ella desapareció tras las sombras confusas del sueño.


[Otros cuentos con los Murgaños]

    EL POZO

    En el país de las Murgas, había un trocito de campo seco, muy seco, que quería ser jardín. La tierra era buena, el clima favorable y no le faltaba el sol. Podía ser jardín y quería serlo. Sólo le faltaba el agua.

    No muy lejos de este pañito de tierra reseca, había un pozo; un pozo que se ahogaba de la tanta agua que tenía; pero se la guardaba para sí mismo.

    - ¡Dame de tu agua! -le gritaba repetidamente el pedacito de tierra seca.

    - ¡Si te la doy, me quedo sin agua y dejaré de ser pozo! -le contestaba invariablemente.

    Ser pozo era su razón de ser, y guardar el agua era su orgullo.

    A pesar de esta negativa, aquel trocito de tierra, apartado del pozo, seguía suspirando, roto de sed, por ser jardín.

    Hasta que un día, el viento trajo una semilla de enredadera de campanillas y la depositó al pie del muro circular del brocal. Con la humedad del agua que se derramaba, cuando el dueño murgaño la sacaba con un cubo, la enredadera germinó y fue creciendo. Trepó por la pared agarrándose a las piedras, se enroscó en el armazón de hierro que aguantaba la polea, y desde allí se descolgaba para asomarse al pozo. Sus campanillas moradas miraban y remiraban a través de la boca oscura, y quería ver el fondo donde estaba el agua.

    El pozo con su enorme y redondo ojo negro vio desde el fondo a la enredadera radiante de luz. Le pareció muy bella; se sintió complacido de que tanta hermosura estuviera engalanando su brocal, y le dijo:

    - ¡Gracias por estar ahí, enredadera!

    Un rayo de sol penetró en ese momento hasta el fondo, y las campanillas vieron relucir algo, como de plata.

    - ¡Gracias a tu agua! -le respondieron las campanillas.

    Y fue entonces, cuando el pozo comprendió lo que con tanta insistencia le venía pidiendo aquel trocito de tierra seca; se imaginó el bello jardín que podría nacer en ella; cayó en la cuenta de su anterior egoísmo, y gritó:

    - ¡Tierra seca!

    - ¿Qué quieres, pozo? -le contestó ésta.

    - Quiero que sepas que ahora sí que me gustaría darte toda mi agua para que puedas ser jardín; pero yo solo no puedo. ¡No tengo brazos para sacarla! -le dijo apenado.

    Jar, un murgañito amante de la tierra y del pozo, el hijo del dueño, oyó este diálogo. Le salieron dos hoyuelos en las mejillas, y con entusiasmo ofreció sus débiles manos. Con un azadón cavó primero una reguera desde el pozo al pañito de tierra. Luego, empezó a sacar cubos y cubos de agua que derramaba en la zanja abierta. El agua corría lentamente y se perdía en el camino porque la misma reguera se la bebía. Parecía trabajo inútil. Las manos se le llenaron de ampollas de tanto tirar de la soga. Los brazos se le agotaban de cansancio. Casi le aparecieron sobre las cejas unos granos malignos, como cuernos que quieren despuntar; pero, sobreponiéndose al cansancio, siguió y siguió sacando cubos.

    La acequia, por fin, se hartó de agua, y la dejó pasar, corriente y clara, hasta el trozo de tierra seca que soñaba con ser jardín. El esfuerzo de Jar fue diario con sudores de verano. Y así, un día tras otro, cubo a cubo, con constancia, aquel trocito de tierra realizó su anhelo, convirtiéndose en un maravilloso jardín a la puerta de la casa del murgañito Jar. Siempre que éste lo miraba, los hoyuelos se le quedaban pegados a las mejillas.


    LA CARETA

    En el país de la Murgañas hubo un murgañito al que sus amigos empezaron a llamarlo el Inmutable. Y es que era inmutable de verdad. Su rostro parecía sacado de un museo de cera. Hiciera lo que hiciera, oyera lo que oyera, dijera lo que dijera, jamás se notaba en su cara el más leve movimiento de un músculo. Ni fruncía el entrecejo, ni dibujaba una sonrisa en sus labios, ni se le notaba una contracción en las mejillas. Era una cara insensible, como esculpida en mármol. Nadie sabía si estaba enfadado o sereno, triste o alegre. Ni hoyetes en las mejillas ni granos sobre las cejas le aparecían.

    Por lo demás, su comportamiento era normal: estudiaba, conversaba, jugaba, saltaba, corría. Pero como si no tuviera sentimientos. Todos sus compañeros llegaron a creer que no los tenía, y les asustaba ver aquel rostro siempre frío. Procuraban a evitar su trato.

    Y llegó un momento en que terminaron por huir de él, como de un monstruo. Esto ocurrió, cuando, en cierta ocasión, un murgañito contó un chiste muy gracioso, y la garganta del Inmutable soltó una ruidosa carcajada sin que se percibiera en su cara ni una sola mueca. Les dio pavor aquella carcajada fría, como salida de una piedra inmutable. Desde entonces, lo rehuían. El pobre Inmutable tenía que andar siempre solitario.

    Hasta que un día, no soportando más la amargura de su soledad, se puso a llorar en un rincón. Se acercaron algunos murgañitos y vieron que era el Inmutable. Nunca habían visto que aquel rostro se hubiera descompuesto por nada. Y ahora estaba llorando de verdad; le corrían las lágrimas por las mejillas y toda su cara estaba desencajada por el llanto. Además, todos advirtieron que sostenía algo raro en una mano.

    Los compañeros sintieron pena y, al mismo tiempo, se alegraron, porque el Inmutable había dejado de serlo: tenía sentimientos y los estaba manifestando. El, superando la vergüenza, les mostró lo que tenía en la mano. ¡Era una careta! Era la careta que siempre había llevado puesta. Al fin, había conseguido ser sincero, mostrándose tal cual era.


    LOS PINOS EN BUSCA DE LUZ

    En los bosques del país de las Murgañas, los pinos viejos abren las ramas de par en par, dándose la mano unos a otros, para abrazar juntos el sol. Lo buscan como a su propia vida, o es que, tal vez, la vida de los pinos sea buscar el sol.

    Por esto, quizás, se quedan fijos y extasiados, al contemplar a las águilas planeando sobre ellos en círculos amplios y solemnes, como si fueran satélites de un diminuto sistema solar. Los pinos gozan con el vuelo de las águilas rondando al sol, y les gusta emularlas desde su quietud.

    Por el contrario, si son las nubes las que vuelan cubriendo el sol, los altivos pinos del bosque llaman al vendaval, y, con su ayuda, mecen las copas para barrerlas y dejar el cielo limpio de sombras. Las nubes, que son mar en busca también del sol, se vengan de ellos descargándoles trallazos de fuego. Pero el pinar siempre acaba vencedor. Todas las tormentas pasan, y los pinos allí permanecen.

    En su afán de comer y beber sol, casi lo agotan. Sólo sombras, como si fueran desperdicios, dejan caer al suelo. Tan apenas permiten que algún rayo de luz tamizado llegue hasta sus pies mullidos de musgo.

    Y por aquí abajo, a ras del musgo con olor a setas y a heno, entre matas de tomillo y enebro, en torno a los recios troncos, nacen y crecen, larguiruchos y pálidos, los pinos jóvenes. Pinos jóvenes, con la pretensión aparentemente inútil, de alcanzar también el sol.

    Cada primavera alargan, como lombrices, su frágil tallo; se ponen de puntillas, y levantan el cuello queriéndose asomar al alto balcón de la luz. Primavera tras primavera, gastan toda su energía en crecer, en estirarse, en subir. Y para conseguirlo más deprisa, se despojan de la impedimenta de las ramas secas que se les van quedando atrás. Tienen ya cuatro metros de tallo flaco y limpio, como cañas, pero no consiguen remontar las sombras de sus mayores.

    Siempre se quedan por debajo, con un verdor pálido en su ralo penacho. Ni les nacen piñas, ni las ardillas les hacen cosquillas.

    Sienten envidia, al ver desde las sombras, cómo las hojas aciculares de las viejas copas, en su altura, se intercambian brillos de un verdor radiante, cuando se bañan en luz.

    ¡Pobres pinos jóvenes, condenados a las sombras, cuando lo suyo es besar también el sol!

    Hasta que un día, aparecieron dos murgaños. Los recios y altos pinos ni los vieron. Los jóvenes observaron que uno de los murgaños miraba de alto en bajo a los pinos que tenían el tronco más robusto; los abrazaba con el fortículo, un aparato compuesto de tres reglas; secaba un cuaderno, y anotaba algo. Luego cantaba un número al otro murgaño.

    Y éste, blandiendo una hacha de brillante boca ancha, asestaba un golpe horizontal al pie del pino. Seguidamente, otro hachazo de arriba a abajo hacía saltar una astilla, y aparecía la madera blanca. Dejaba recostada la terrible herramienta, y con un pincel, que mojaba en una lata, pintaba con color rojo el número 1 en la carne del pino. Así, el 2, el 3, hasta el 215.

    Los viejos pinos sólo notaron que un chasponazo les quitó un trozo de la corteza de sus pies. Los jóvenes, en cambio, se pusieron a temblar. Un hachazo de aquel murgaño hubiera sido suficiente para abatirlos. Pero cuando vieron que toda aquella dolorosa operación no iba con ellos, se les ocurrió pensar que parecía absurdo herir a los pinos viejos, sólo para pintarlos luego con minio.

    Lo comprendieron todo, cuando días después llegaron otros murgaños, y llenaron el pinar con ruido de motosierros. Produjeron tanto estruendo que todas las ardillas y un jabalí salieron huyendo.

    A ras de suelo, hendían la cadena segadora en corte horizontal hasta la mitad del tronco de los pinos pintados, y luego, de arriba a abajo, hacían otro corte en oblicuo. Saltaba un taco de madera fresca en forma de cuña. Por último, para completar el anterior corte horizontal, volvían a meter la sierra por la parte opuesta, y el recio pino, inclinándose lentamente, caía al suelo con grandes quejidos de todas sus ramas.

    De su altiva grandeza, no quedaba más que un ridículo tocón llorando resina. Así, uno tras otro, los 215 pinos pintados.

    Los pinos jóvenes se dolían al ver abatidos a sus mayores, pues habían sido sus guías. Pero pronto se consolaron, al darse cuenta de que habían desaparecido las sombras. Ahora, por fin, eran ellos los que se empapaban de sol y lo miraban cara a cara.

    En su lenta agonía, los pinos caídos aún pudieron decir a los jóvenes:

    - Ahora sois vosotros la generación nueva que tiene que procurar la gallardía de los que nazcan a vuestros pies. Las privaciones a las que os hemos sometido son la causa de vuestra presente esbeltez. ¡Buscad el sol ansiosamente, y haréis grandes a los que vienen detrás!


    LAS VOCALES

    Las letras vocales saben que, si no están ellas presentes, es imposible leer lo que se escribe. Y las cinco hablaron entre sí en el país de las Murgas; se pusieron de acuerdo, y, para vengarse del poco interés que ponía al escribir el murgañito Edu, empezaron a hacerle travesuras.

    Esa letra pequeña y delgada, la "i", se puso a saltar hasta que se quitó el punto, y, como si fuera un mago, se desdoblaba en dos, formando una "u". El murgañito quería escribir "vivir", que todos sabemos lo que significa, y le salió "vuvur", que nadie sabe lo que quiere decir.

    - Edu, que estaba haciendo sus deberes tumbado en el suelo, empezó a rascarse la cabeza.

    La letra redonda, la "o", como si fuera un aro, se le escapaba rodando sobre el papel e iba a esconderse por detrás del cuaderno. Edu alargaba la mano para cogerla, pero se le escapaba entre los dedos. Apretando los dientes, le tiró el estuche, y la "o" desapareció, corriendo por el suelo.

    La palabra en la que tenía que estar la "o", se le quedó sin ella. Al escribir "color", intentó, sin poder, leer "clr".

    -Edu ya estaba muy nervioso, y se movía inquieto sobre la hierba del jardín sobre la que estaba echado, a la sombra de un árbol.

    La otra letra redonda, la "a", siempre que la tenía que usar, se agarraba a la punta del lápiz con su ganchito, sin quererse soltar. Edu sacudía con rabia el lápiz para que se desenganchara; pero la "a" se pegaba tan fuerte, tan fuerte que acababa por perder el palito antes que soltarse, como cuando se arranca la pata de una mosca. Y se quedaba convertida en "o".

    Cuando quiso escribir "cantar", en el papel apareció "contor".

    Edu, boca abajo en el suelo, sacudía las piernas, mientras daba golpes con la punta del lápiz queriéndolo clavar en el cuaderno. Se estaba poniendo furioso.

    Entre tanto, la letra "e", guiñándole su único ojo, se reía de él. Edu la ponía en su sitio, y ella, saltándose las consonantes, se corría a otro lugar de la palabra. Tampoco le obedecía.

    Con lo que hacía la "a" y con los saltos de la "e", "amanecer" se le convirtió en "emenocor".

    Y Edu, desesperado, empezó a golpearse con la cabeza en el suelo. Apretaba los dientes con rabia. Resoplaba y sudaba de coraje. Estaba a punto de llorar.

    El colmo fue, cuando la "u" se empeñó en dar volteretas y más volteretas sobre el papel, como si estuviera haciendo gimnasia artística, y, poniéndose boca abajo, se le convirtió en "n". Después de querer escribir "sueño", ha leido "senñ".

    Ha tenido también que escribir "murciélago", ese vicho que vuela por las noches, y le ha salido "menrculog". ¡Un lio!

    No podía más, y se puso a llorar. Conseguió escribir su página de palabras. Pero aquello no había quien lo leyese.

    Las otras letras sí le hacían caso; pero las vocales, durante aquel rato, se le pusieron desobedientes y revoltosas. Edu no entendía aquello. Y, con las lágrimas en los ojos, tuvo que acudir a su papá, para contarle lo que le pasaba.

    - ¡Yo sé escribir, pero las vocales me desobedecen. No tengo la culpa! -se quejó Edu.

    El papá del murgañito, interrumpiendo su tarea, le dijo que hacer las cosas con amor era lo más importante; y, para su caso, le aconsejó que tratara con cariño las vocales.

    Y Edu, que tenía la virtud de la constancia, volvió a su cuaderno y a su lápiz. Lo intentó, como le había dicho su papá, poniendo amor en cada una de las vocales. Más que escribirlas, empezó a dibujarlas con mimo. Y ellas, sintiéndose queridas, empezaron a obedecerle. Además, agradecidas, le ayudaron para que escribiera, no sólo palabras sueltas, sino algo que, hasta entonces, nunca había conseguido. Y Edu, feliz, volvió a su papá para enseñarle esto:

    "Cuando el sol se oculta, llega la noche con su oscuridad. Es el momento de los murciélagos, de las pesadillas, del sueño y de la esperanza en un nuevo día. Vuelve el sol al amanecer, y todo empieza a vivir con luz y color. Es la hora de ver y mirar, de trabajar bien y jugar, de obedecer y ayudar, de amar".


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