Amor de madre: un Pilar

 

    Por Don Samuel Valero Lorenzo

    Sólo pretendo narrar, en tono de novela histórica, sin matices de leyenda, la tradición de la venida de la Virgen en carne mortal a Zaragoza. Está el hecho. Ni se puede demostrar ni se puede negar que las cosas ocurrieran así.

    - Juan, hijo, tu madre Salomé se está acabando, y Santiago sin dar señales de vida. ¿Por dónde andará?

- Dijo que se embarcaba para la provincia de Hispania.

- ¿Y eso queda lejos?

- Algunos meses de navegación.

    - Estos Hijos del Trueno...Ya sé que así os apodó Jesús...; pero no para que fuerais rayos y vendaval, sino para que moderarais vuestros ímpetus. Mira, hijo, el último beso que de un hijo y una madre es también redención.

- ¿Y qué podemos hacer?

- Si ha podido llegar él a Hispania, ¿no vamos a poder nosotros?

- Tú no estás para emprender un viaje tan largo.

- Eso corre de mi cuenta; tengo arrestos para eso y mucho más. También él es hijo mío.

    Y es que hacía ya unos cinco años que Jesús los había dejado y subido al cielo. Pasaban los meses y los años y los Apóstoles seguían anunciando el Evangelio sólo en Palestina. En Jerusalén, por otra parte, las cosas se les ponían difíciles: los fariseos y el Sanedrín se mostraban tan hostiles como en los días del Señor. Pedro contó a los Apóstoles cómo Cornelio el centurión romano de Cesarea y toda su familia, que eran gentiles, se había convertido a la fe. Estaba claro que los gentiles estaban llamados también a la salvación.¿No sería ya la hora de empezar a cumplir el mandato de Jesús de ir al mundo entero? El desencadenarte fue la muerte del diácono Esteban, ocurrida por el año 36. Hablaron entre sí los Apóstoles y decidieron dispersarse. Andrés, Bartolomé, Felipe, Matías y Judas Tadeo emprenderían viaje hacia donde el Espíritu les insinuara. Santiago, el hermano de Juan dijo que se iba hacia la provincia romana de Hispania que se consideraba el Fin de la Tierra.


    Bajó a Cesarea Marítima. No era este puerto como el embarcadero de Cafarnaum con cinco o seis barcas de pesca; pero tampoco le asustaron los barcos El olor del mar le era familiar. El puerto eran un bosque de mástiles y jarcias balanceándose al vaivén del agua. Algunas gaviotas sobrevolaban. El malecón era un hervidero de torsos bronceados que trasladaban mercancías sorteando las maromas de amarre. Era incesante el trajín de carga y descarga, subiendo y bajando por un laberinto de tablones inclinados que daban acceso a los barcos.

    Se trataba de encontrar el primer navío que partiera lo más lejos posible por la ruta de Roma. Una vez apalabrado y emprendido el viaje, ya trataría de hacer valer sus conocimientos de marinería, para que le saliera gratis y hasta que le pagaran algo por sus servicios. Lo encontró, y dos días después logró zarpar vía isla de Creta, Roma, Marsella y Tarraco. Pronto se dio cuenta al capitán del navío de que aquel marinero de un pequeño lago sabía caminar sobre cubierta; que era buen timonel; que sabía izar y arriar velas, y hasta empuñar los remos. Y también observó que era hombre de fácil amistad.

    En los ratos de apacible navegar, buscaba hablar, uno a uno, con los compañeros de tripulación, que le escuchaban con interés, como si les expusiera un mensaje excepcional. No faltó quien le manifestara su fe en Jesús y le pidiera el bautismo. Llegaron a Ostia, el puerto al que concurrían todos los navíos de carga para abastecer la ciudad de Roma. Durante los días de escala en este puerto, intentó encontrar judíos de la diáspora, pero nadie le dio razón de su presencia. Aprovechó aquí para bautizar a los que se lo habían pedido. Él mismo compró harina, amasó pan ázimo y compró un tonel de vino: el Día del Sol celebró con ellos la Fracción del Pan.

    Una semana después zarparon para Marsella. Aquí sí que encontró a algunos judíos, y después de presentarse, les explicó el motivo de su viaje y les anunció la buena nueva de Jesús resucitado. Lo escucharon con interés y se quedaron con la inquietud del mensaje. Él iba de paso y no quiso dejarlos abandonados en su fe incipiente. Al despedirse aceptó las letras de recomendación que le dieron para los judíos de Tarraco.

    Y por fin llegó a Tarragona. Era el fin del principio de su viaje. Además de haberse ganado la comida de cada día, el capitán del navío pagó su trabajo con una bolsa de denarios. Se despidió de todos y cada uno de la tripulación. El grupo de creyentes, conocedores de su intención de seguir tierra adentro para anunciar el Evangelio a aquellas nuevas gentes, le manifestaron que no podían quedarse solos y que, si no tenía inconveniente, lo acompañarían hasta donde él fuera. Aceptó la compañía de cuatro que eran solteros. Al resto, que tenían compromisos familiares, les aconsejó que siguieran en la tripulación del navío.

    Lo acompañaron todos en la subida a la ciudad. Pronto dio con el grupo de la diáspora judía. Era costumbre común reunirse los sábados fuera de las murallas de cada ciudad cerca de una de sus puertas. Se alegró de encontrarse con ellos. Se presentó y entregó las letras de recomendación de los hermanos de Marsella. Fue bien acogido, y les expuso el motivo de su viaje. Al oírle hablar de que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas notó cierta reticencia. De todos modos le aconsejaron que, para seguir el camino que pretendía, debía ir a Tortosa y remontar aguas arriba el río Ebro hasta Cesaraugusta.

    Cuando terminaron los días de carga y descarga del navío en que Santiago había venido, bajó al puerto a despedir a los creyentes que iban a emprender el viaje de retorno. Les dio las últimas instrucciones y nombró al que consideró más dispuesto para que hiciera cabeza y presidiera sus reuniones. Lo último que les dijo fue que, cuando llegaran a Palestina, buscaran a su hermano Juan que vivía con la madre del Señor Jesús y le informaran de todo. En las misma Cesarea, el centurión Cornelio, que también era creyente, les indicaría donde encontrarlo.


    Habían pasado dos meses, y emprendían el regreso con la inquietud de anunciar ellos también la fe en Jesús a sus colegas durante el viaje. Pero qué era lo que tenían que decir para que los demás acogieran sus enseñanzas, como ellos acogieron las de Santiago. Y con la aportación de todos, en varias reuniones, fueron reconstruyendo las enseñanzas de Santiago. Era fundamental la certeza de la existencia de un único Dios, Espíritu puro, Creador de todo, y de modo especial del hombre. El hombre creado a imagen de Dios, con alma inmortal, es la criatura más maravillosa, tan distinta de los demás seres que es capaz de conocer la verdad, de progresar, de entender y de amar. Dios estaba prendado del hombre; pero éste, usando mal los dones recibidos, desobedeció en sus orígenes los mandatos de Dios y con este pecado le vinieron todos los males. Pero Dios seguía amando al hombre y no lo quería perder definitivamente. Lo amaba tanto que decidió hacerse también hombre para redimirlo de sus males. Es Jesús, Dios y hombre verdadero, encarnado y nacido de María. Vivió entre nosotros unos treinta años, dando ejemplo de hombre perfecto, demostrando con prodigios su condición divina, y dejándose matar con muerte de cruz para pagar a Dios por los pecados de todos nosotros. El tercer día resucitó, vive y nosotros somos testigos de ello. Nos encargo a los que Él eligió que anunciáramos al mundo entero esta gran noticia: que la fe en Él, expresada en el Bautismo, nos constituye en hijos de Dios y es causa de redención eterna. También nos encargó que, para renovar su muerte redentora en la cruz, celebráramos la Fracción del Pan, en el que, de una manera misteriosa, Él se hace realmente presente.

    Con estas enseñanzas asimiladas, cada uno fue exponiéndolas a los otros amigos de trabajo, y al final del viaje, eran varios los que se les habían unido. Hacía cuatro meses que habían salido y ya estaban de regreso en Cesarea Marítima. Era un buen grupo de creyentes los que desembarcaban.


    Mientas unos emprendían el viaje de regreso, Santiago, con los cuatro que él eligió, viajó en un pequeño navío hacia el puerto fluvial de Tortosa. La primera información que recibió fue que la navegación aguas arriba se hacía en barcazas a fuerza de remos, en trayectos cortos de ida y vuelta entre pueblo y pueblo, con pasajeros que intercambiaban sus mercancías. Esto, además de hacer muy lenta la subida, no facilitaba la amistad necesaria para la evangelización.

    Estuvo a punto de emprender viaje por tierra. Pero descubrió que había una empresa que disponía de barcazas con trabajadores fijos que navegaban directamente hasta Cesaraugusta. Sin abandonar los remos, también se navegaba con velas durante muchos tramos, aunque el viento soplara en contra. Le pareció bien y, aunque tenía dinero para pagar el pasaje de los cinco, trató y negoció con la empresa su incorporación y la de los otros cuatro como remeros y otros menesteres. Así serían unos más de la tripulación y les facilitaría la amistad. La empresa tenía también embarcaderos propios donde se detenían para reponer fuerzas. Entraban en invierno y el río bajaba colmado. Le dijeron que esto era bueno, y el viaje duraría unos ocho días.


    La Madre de Jesús se preocupaba por todos los Apóstoles; pero como vivía con Juan y sabía que su hermano Santiago era el que andaba más lejos, le insistía:

    - ¿Y qué sabes de tu hermano?

    La contestación era la de siempre:

    - Nada se sabe; de tan lejos no es fácil que lleguen noticias.

    - Pues habría que ir a ver; con su genio, seguro que se habrá metido en dificultades.

    - El Espíritu Santo le dará inteligencia y fortaleza para salir adelante.

    - Sí, pero aquí estaría mejor. Además tu madre Salomé...

    - Ya estoy yo.

    - Los hijos no comprendéis a las madres.

    Y las noticias llegaron. Un grupo de rudos marinos llamó a la puerta. En una legua, mezcla de griego, latín y arameo, se presentaron y dijeron que venían de parte de Santiago y del Centurión Cornelio:

    - También creemos en Jesús. Santiago nos lo dio a conocer.

    Cuando María oyó, desde dentro, el nombre de Santiago salio secándose las manos con un paño de cocina. Juan la presentó como la Madre del Señor Jesús. Se postraron ante ella. Su torpeza en el saludo delataba cariño y admiración. Juan les dio el beso de bienvenida.

    Pasaron al interior de la casa y se acomodaron.:

    - Como no somos judíos, Santiago, al despedirnos en Tarragona, nos mando que nos presentáramos aquí y contáramos todo, por si nuestra fe no fuera la correcta.

    - ¿Y dónde queda Tarragona?, preguntó María. Pero sin aguardar la respuesta, les dijo que tendrían hambre, y se fue a preparar comida para todos

    Entre tanto, ellos expusieron a Juan las enseñanzas recibidas, y las que ellos, a su vez, habían transmitido a sus colegas marinos. Cuando terminaron, Juan les dio las manos en señal de conformidad con la que fe que profesaban.

    Mientras comían, hablaron de sus familias, de su trabajo en la mar en días de bonanza y de tormenta. La Madre de Jesús se interesó y preguntó si también una mujer podía hacer ese viaje. Le explicaron que era barco principalmente de mercancía, pero que también se admitían pasajeros. María miró a Juan y le sonrió. Y aunque éste le hizo con la cabeza una señal de negativa, María les dijo que a ella le gustaría ir a ver a Santiago. Los marineros se miraron gozosos, y, casi a coro, le dijeron que estaban dispuestos a llevarla por mar o por tierra hasta el fin del mundo, que es por donde ahora andaría Santiago. Aunque Juan dio razones para negarse, estaba convencido de que si la Madre de Jesús estaba empeñaba en ir, lo mejor era preparar el viaje lo mejor posible, y preguntó cuando zarpaban. Le contestaron que dentro de ocho días.

    - Es poco tiempo, para dejar en orden todas las cosas; será mejor esperar hasta el próximo viaje. ¿Cuándo estaréis de regreso?

    - Dentro de tres o cuatro meses, según soplen los vientos.

    Juan miró a María, y ésta le dio la conformidad.

    Al despedirse, Juan indicó a los marinos la casa de Cesarea a donde podían acudir el próximo Día del Sol, antes de zarpar, para participar en la Fracción del Pan. Recibieron de Juan el ósculo de la paz, y con un gesto de postración se despidieron de María que les sonrió al darles las gracias. Se fueron gozosos, comentando por el camino lo que tenían que hacer para que el viaje de la Madre del Señor Jesús fuera lo más llevadero posible.


    Los tres meses se vendrían encima, y Juan tenía que ocuparse de dejar atendido su servicio a las comunidades de Palestina durante su ausencia. Buscó, instruyó y nombró a algunos presbíteros que lo suplieran. María tenía que ver a Salomé y hablarle del viaje: que se quedaría sola una temporada, pero que le traería a Santiago. Sobre esto Salomé aclaró:

    - Está cumpliendo el mandato de Jesús. Bien claro lo dijo cuando me atreví a pedirle que mis dos hijos se sentaran en su Reino el uno a su derecha y el otro a su izquierda.

    - Pediste lo que tu amor creía que era lo mejor para tus hijos. El amor de las madres casi siempre acierta. ¿Qué es lo que ahora pide tu corazón? No me contestes; lo sé: quieres verlo y darle un último beso, y esto no se opone al mandato de Jesús. El infinito amor de Dios ha dejado su más clara huella en el amor de las madres: el amor siempre tiene razón porque es salvador. Tú sabes que lo que Santiago está haciendo en Hispania, lo podemos hacer el Espíritu Santo, tú y yo con nuestras súplicas; pero aquí sólo él puede hacer lo que tu corazón espera. Por esto iré y te lo traeré. Así que anímate, sufre y espera. Sufre, porque tu pequeño Juan se empeña en no dejarme sola en el viaje. Te traeré a los dos.

    Y pasados tres meses y medio, regresaron los marinos dispuestos a llevar a cabo lo que habían acordado. Contaron con alegría que también en este viaje había aumentado el número de creyentes. Tres de ellos se habían quedado en Tarragona, para acercarse a Tortosa y preparar el traslado de la Madre del Señor por el río Ebro hasta Cesaraugusta. Habían previsto todo. La esposa y la hija mayor de uno de ellos le harían compañía durante el viaje. Juan les dijo que también él se embarcaba, y como su hermano Santiago pediría ser uno más de la tripulación, pues él también había sido pescador, hijo de Zabedeo e hijo del Trueno. Dentro de quince días se harían a la mar.

    A María y a las otras dos mujeres se les dio acomodo, y, por fin, salieron del puerto con viento a favor. La singladura empezaba sorprendentemente plácida y rápida. La esposa y la hija del marino sabían, aunque no eran creyentes aún, quien era aquella mujer que acompañaban. La vieron tan como ellas que pronto empezaron a hablar de sus cosas y a preguntar. María les habló de su hijo Jesús: de su misteriosa infancia y, sobre todo, de su pasión cruel y de su resurrección triunfante. Fueron horas y horas, días y días de contar al detalle. Cuando habló de la concepción y nacimiento de Jesús, lo contaba como algo que le ocurrió sin saber cómo. Sólo tenía claro lo del anuncio del arcángel, y de que en Belén se encontró con Él en los brazos. Cuando les contó la pasión, a veces, se le arrasaban los ojos. En una de esta veces, las miró con ternura y exclamó: ¡Cuánto nos ama Dios, al hacer lo que hizo con Jesús para salvarnos! ¡Cuánto nos ama!, y porque nos ama sufre. ¡Sólo el amor es el que salva! ¿Creéis todo esto? Se miraron madre e hija y se abrazaron a María.

    Discretamente, o Juan o el esposo o algún otro de los marinos se acercaban por donde estaban las mujeres para que los vieran y se sintieran seguras. La navegación seguía con viento en popa. Habían transcurrido sólo unos días, y la isla de Creta ya se había quedado atrás. María les habló del desaliento de los apóstoles a raíz de la muerte de Jesús. Pero, al tercer día ¡resucitó!; todos lo vieron y lo trataron durante muchos días. Su fe se hizo certeza firme de que Jesús es Dios que murió, resucitó, vive, y todos los hombres estamos salvados. Por esto andan ahora por el mundo dando a conocer, como testigos, esta gran novedad, para que todo el crea en Jesús se salve.

    Al pasar el estrecho de Mesina, pudieron contemplar, a un lado y al otro, las cumbres humeantes de los volcanes Vesubio y Etna. Ante el comentario de un marinero creyente, asombrado por la favorable y rápida navegación que llevaban, le dijo otro: no olvides que con nosotros viene la Estrella de los Mares.

    Al mes y medio de haber salido, atracaban en el puerto de Tarragona. Juan, otro marinero fornido, y el esposo y padre de las dos mujeres, pasaron cuentas con el capitán, y se despidieron hasta un próximo viaje, que no sabían cuando sería. Dos días después, tomaron el pequeño barco que los llevaría a Tortosa. Aquí, según lo previsto, los aguardaban los que en el viaje anterior se encargaron de preparar la subida por el río Ebro, Se alegraron de encontrarse, y saludaron con particular reverencia a la Madre de Jesús el Señor. María preguntó en seguida por Santiago.

    - Sabemos que estuvo aquí y se embarcó para Cesaraugusta. Hemos subido también nosotros, y verle no lo hemos visto, pero nos dijeron que no andaba lejos, pues salía a poblaciones cercanas y volvía. Estuvimos en la casa donde se hospedaba, y le dejamos el encargo. Suponemos que cuando lleguemos estará esperando.

    Ya tenían apalabrada la embarcación con contrato de remeros para los hombres y el pasaje para tres mujeres. Cuando se hizo la hora de partir, se presentaron los cinco hombres; acomodaron a las mujeres, y ellos ocuparon sus respectivos puestos en los remos; izaron la vela y, en ceñidas cortas según lo permitía la anchura del río, empezaron a subir Serían ocho jornadas con paradas nocturnas en lugares prefijados.

    Las laderas áridas de algunos tramos le recodaron a María el valle del Jordán. Hubo alguna jornada en la que, para superar algunos rápidos del río, se enganchaban dos maromas a la proa de la barcaza, y una yunta de bueyes, desde cada uno de los lados del río, tiraban de ella; terminada su tarea volvían al punto de partida para repetir la operación con la próxima barca. En las zonas de meandros, aunque parecía que no se avanzaba, se facilitaba la navegación mediante al hábil el uso de la vela en combinación con el viento. En alguno de los embarcaderos se cargaban mercancías para la ciudad de Cesaraugusta.

    Y llegaron. María y Juan pronto vieron la figura de Santiago de pie en el embarcadero. A María le dio mucha alegría y le pareció que había envejecido. Con Santiago había un grupo de creyentes, hombres y mujeres. Santiago alargó la mano para ayudar a María a salir de la barca, y a ambos se les escapó alguna lágrima. Besó a su hermano Juan y a los otros que habían llegado, y los acompañó a la casa que les había preparado: la quinta de un acomodado creyente. Era el dos de enero de aquel año.

    En un momento que se quedaron solos, María dijo a Santiago que venía a llevárselo, para que pudiera despedirse de su madre Salomé.

    Como de costumbre, el próximo Día del Sol, para dar gracias a Dios, celebrarían allí mismo la Fracción del Pan. Durate la celebración, en el jardín de la quinta, Santiago narró a todos algunas escenas de la vida del Señor: la contestación de Jesús a la petición de su madre para que él y Juan fueran los principales de su Reino; el mandato de Jesús de ir por el mundo entero a predicar el Evangelio; y terminó en el Calvario, cuando Jesús, desde la cruz, dice a María: ahí tienes a tu hijo, y a Juan ahí tienes a tu madre. María escuchaba recogida con la mirada baja y asentía con ligeros movimientos de cabeza. Santiago terminó con unas frases lacónicas: María, por ser la Madre de Jesús, es la Madre de todos los redimidos, y la tenemos aquí. Ahora me pide que os deje, para ir a despedirme de mi madre. Vosotros ¿qué me decís? Se oyó un murmullo: las madres siempre tienen razón.

    Terminó la celebración. Santiago sabía, como buen judío, que algunos personajes bíblicos clavaron en tierra una piedra para recordar el hecho importante que allí acababa de suceder. Un hito entre el antes y el después de aquel suceso. Buscó un piedra, mientras explicaba a los concurrentes el significado de lo que quería hacer, y, al percatarse el dueño de la casa, trajo una columna de su jardín, y Santiago la clavó en el lugar donde, en aquel momento, estaba María.

    María, con su humildad poderosa de ser la Madre de Jesús, hizo una promesa a aquellos primeros creyentes de Zaragoza: ¡Jamás faltara la fe en esta tierra!. Esta columna será la señal de mi presencia.

    A los pocos días emprendían el viaje de regreso. Todos los de aquella reducida comunidad, al despedirse, besaban la columna mientras miraban a María. Ésta les preguntó: ¿Sois vosotros los que me besáis a mí en la columna o soy yo la que, desde la columna, os besa a vosotros? Serán ambas cosas: Me besaréis y yo os besaré. El beso entre madres e hijos siempre es salvador.

    No muchos meses después de llegar Santiago a Palestina, en la Pascua del año 44, "el rey Herodes Agripa echó mano a algunos de la iglesia para maltratarlos. Hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan" (Hch. 12, 1-2).

Teruel, 20 de Noviembre de 2009.


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