Los Quijano-Panza

 

    Por Don Samuel Valero Lorenzo

    EL PERSONAJE CENTRAL

    Después de muchos, muchísimos años, apareció, sin saber cómo, en una tranquila calle de cierta pequeña capital de provincia. Luego de unos instantes de aturdimiento, se situó en la realidad, y pudo exclamar dentro de su pensamiento:

    "En recios y honrosos lances me batí por defender libertades mancilladas. Por fin, he alcanzado la mía propia".

    Y, sospechando que harto habrían cambiado las cosas, empezó a caminar por aquella calle angosta. Una mujer, bien peinada, vestida con falda de colores claros y que se le antojó algo mermada de ropa, avanzaba hacia él con la bolsa de la compra. Un niño correteaba suelto, de un lado para otro de la calle solitaria. Al ver la mujer a personaje tan extraño, llamó al niño y lo tomó de la mano. Nuestro caballero, al cruzarse, se quitó su amplio sombrero y, con una galante inclinación, saludó a la dama. Ella, sin corresponderle con una sonrisa, asió más fuerte la mano del niño, y apresuró el taconeo nervioso de sus zapatos sobre los adoquines.

    "Así debe ser ahora", pensó sin inmutarse nuestro hombre. El niño, empero, volviendo la mirada, le sonrió. "Estos no han cambiado", se dijo con alegría.

    La retorcida callejuela, no muy distinta a las de su tiempo, desembocaba en la avenida principal de la ciudad. Aquí tuvo que detenerse un buen rato para asimilar todo lo que sus ojos contemplaban. Por las aceras, la gente andaba con prisa, abriéndose paso casi a codazos. No hablaban, sólo miraban. Miraban y se detenían ante los escaparates.

    No le sorprendieron las nuevas usanzas en el vestir, pues también en su tiempo hubo modas. Y, al ver los atuendos con que iban disfrazados, sin poder saber a ciencia cierta si eran hombres o mujeres, comprendió que nadie parara mientes en la anticuada vestimenta que él usaba.

    Si tenían que cruzar la calzada, volvían los ojos a derecha y a izquierda para esquivar los coches. ¡Los coches! También los había en su tiempo, pero eran pocos y tirados por caballos. Los que ahora veía pasar por delante de sus ojos en trajín mareante, llenando todo de velocidad y de ruido, eran otra cosa diferente, como un misterio oculto a su tiempo. Y cuando pudo entender el lenguaje de los semáforos, decidió zambullirse en la corriente de la gente.

    Los acristalados escaparates empezaron a atraer su atención. Quedó fascinado, cuando tropezó con televisores encendidos. Entró en la tienda y miró. Nadie le preguntó si quería algo, y allí permaneció absorto un buen rato. También una radio conectada estaba dando noticias. "Estos sí que son inventos misteriosos y fantásticos", pensó para sus adentros. Salió y siguió caminando con pausa, atropellado por los apresuramientos de la gente. De pronto, se dijo en voz alta "¡Libros!" Ya casi pasaba de largo cuando los vio. Retrocedió unos pasos, y se detuvo a leer algunos titulares colgados en las jambas de la puerta. Era una tienda de venta de prensa periódica. Se alegró de este hallazgo y del progreso alcanzado en el arte de publicar los escritos. De haber tenido dineros, aquí se hubiera gastado todos.

    Sentía deseos de hablar, pero no veía con quien hacerlo sosegadamente. La calle se abría en un plaza porticada; en ella ya pudo, por fin, pasear con holgura. Un hombre de mediana edad, entre pordiosero y digno, recostado en la pared y con la boina en el suelo, reclamaba limosnas con este letrero prendido en el pecho: "Estoy en el paro y con cinco hijos". En este hombre buscó la oportunidad de hablar nuestro caballero. Luego de presentarse, entabló un largo diálogo. Pudo averiguar algunas cosas que le eran precisas para empezar su nueva vida en libertad; las dificultades que tendría que superar no le arredraban.

    El parado con cinco hijos, al compararse con nuestro hombre, se avergonzó de ser tan rico, y le ofreció su casa a las afueras de la ciudad: le daría de comer y un cobertizo para dormir, hasta que hallara mejor remedio.

    Quiso disfrutar de un trabajo honrado y lo buscó; su empeño fue tan osado como vano. A pesar de que lo suyo siempre había sido dar, ahora tendría que resignarse a pedir. Mas, de acuerdo con su dignidad, su limosneo sería no en la calle anónima, sino de puerta en puerta, arrostrando la vergüenza en su propio ser.

    Y pidiendo limosna, aquel caballero de triste traza pronto consiguió ropas con que cambiar su anticuada vestimenta; también aceptaba comida y dineros para su vivir diario.

    Cuando le abrían las puertas, se presentaba:

    - Soy Don Alonso. Acabo de salir de la cárcel en una larga condena. Por amor de Dios, de quien todos somos servidores, les pido una limosna, si tienen voluntad y no andan en tanta necesidad como este caballero que está ante sus mercedes.

    Con modales tan corteses, de todas las puertas se despedía con algo que agradecer. Los que lo socorrían se quedaban con la sospecha de haber hablado con un personaje venido de otros tiempos. Y no les faltaba razón.


    Por aquellas misma fechas, un viejo bibliotecario, con gafas de alambre y guardapolvo gris, fue el primero en advertirlo.

    Cuartos de página, páginas enteras, medias páginas estaban en blanco.

    - Fallos de impresión -pensó.

    Miró otros ejemplares, y estaban igual. Acudió a antiguas y recientes ediciones: todas con las mismas deficiencias. Se alarmó. Limpió los lentes con los faldones de su guardapolvo. Se restregó los ojos, y era cierto lo que veía.

    Intentó leer lo que quedaba impreso, y era incomprensible: diálogos sin interlocutor; preguntas sin respuestas, y respuestas sin que les precedieran las preguntas. Al fin, cayó en la cuenta de que los fragmentos en blanco eran los que correspondían al protagonista central.

    - ¡Don Quijote de la Mancha se ha escapado del libro! -gritó llenando de asombro a todos los que, silenciosos, estaban leyendo en la sala de la biblioteca.

    A las pocas horas, la noticia voló destacada por todos los medios de comunicación. Todos los que tenían a su alcance un ejemplar del Quijote, lo tomaban en sus manos, no dando crédito a la novedad. Al hojearlo, se hacían testigos de tan inusitado acontecimiento.

    Allí estaban las ventas y los venteros, los paisajes, los molinos de viento, los cueros de vino, los rebaños de ovejas, la ínsula Barataria. No faltaba Sancho con el rucio y con sus refranes. Ni estaban ausentes la sobrina, el licenciado Pero Pérez con Maese Nicolás. Por allí aparecían cabreros, arrieros, frailes, la duquesa y el duque con las doncellas; hasta el bachiller Carrasco. Todos estaban, incluso Rocinante. De Don Quijote de la Mancha, nada.

    La obra de Cervantes había quedado vacía y absurda.


    Don Alonso acudía cada noche al cobijo que le había ofrecido su amigo en paro y con cinco hijos; le entregaba la ropa, el dinero y la comida que le había sobrado; y empezaba, de nuevo, la siguiente jornada.

    Desposeído de lazos afectivos, Don Alonso intentó crearlos relacionándose con los únicos seres que siempre están dispuestos a ofrecerlos: los niños, los ancianos, los perros sin amo y los libros. Eran los únicos seres que no habían cambiado desde sus tiempos lejanos. Con los perros compartía parte de su comida; con los niños, sus fantásticas aventuras, y con los ancianos, sus recuerdos y nostalgias. Y los libros. Si leer fuera un vicio, Don Alonso lo tenía. La mayor parte de los dineros que le daban en su limosneo, los gastaba en periódicos, libros y revistas.

    Y así, conversando con sus amigos; leyendo con precaución para no perder el seso; y observando durante su errático deambular callejero algunos modos de proceder, no tardó en percatarse de que muchas de las personas de esta sociedad a la que había regresado, andaban con la razón confusa y con las conductas desconcertadas.

    Al salir de un quiosco con un fajo de material impreso bajo el brazo, Don Alonso se dio de ojos con una pareja que, apoyada en un coche, se estaba abrazando. Allí mismo, sentados en el suelo, había un grupo de mancebos y niñas, que empezaban a abrirse a la vida, entre botellas de cerveza. Don Alonso dobló sus huesos y tomó asiento con ellos en la acera.

    - Eso es escena de alcoba -dijo señalando a la pareja.

    - Se están enrollando -le aclararon.

    - ¡No se dan amor; sólo se buscan a sí mismos, y eso es agoísmo! Locura mía fue que me excediera al idealizar mis amores. Pero mayor locura y de peor calaña es no ver en las doncellas más que halagos libidinosos a la usanza de los brutos animales. Y es así, aunque lo vistáis de libertad. Que también la libertad debe tener sus medidas. Y su buen concierto está en la santa ley de Dios. A fe mía, que la habéis olvidado, y por esto andáis tan descaminados.

    Les habló así; se levantó del suelo sucio, y se fue a leer en un banco del parque.

    Detrás de una pelota que vino, rebotando, a meterse bajo el banco del jardín donde Don Alonso estaba leyendo, llegaron dos niños corriendo. Eran hermanos. Se dejaron acariciar los rizos morenos de sus cabezas, y sus ojos claros se cruzaron con los bondadosos de aquel caballero que aguantaba la pelota en la otra de sus manos. En un corto diálogo, pronto supo de aquellos ángeles algo que le dolió.

    Con el corazón más que con las palabras, los recreó contándoles historietas fantásticas, de las muchas que había leído. Los niños se le pegaron como a su padre propio, porque el suyo natural los tenía descuidados a causa de otros amoríos.

    - ¿Estarás mañana aquí? -le preguntaron luego.

    - Aquí me encontraréis -les contestó.

    Y aunque los niños poco podían entender, añadió:

    - La fuerza creadora del amor de los cónyuges engendra hijos. Y si este amor se quiebra, con esa misma fuerza, los hijos quedan desgarrados y su alma quebrantada. ¿No será que se va al matrimonio como a un juego, aunque mucho digan que se quieren? Que en el amor de los esposos, lo menor son los goces. El olvido de sí y la ayuda al otro; el pasar por alto las penillas; perdonar y comprender; velar la esposa, bien compuesta, por agradar al marido; precaver, para que no se metan intrusos que roben el corazón, y dominar los malos genios, son las prendas del verdadero y duradero amor que se exige a los matrimoniados. A fe, que si las leyes no protegen esto del matrimonio, mal andarán las naciones y peor los hijos. Y por, lo visto, mal andan. ¡También por aquí ronda mucho egoísmo!

    Se despidieron los niños, y él salió del parque.

    En su deambular por la ciudad, Don Alonso pudo ver ojos fatigados por la droga fumada, y jeringuillas hincadas en venas jóvenes.

    - Mucho futuro se está matando. Juventud con estos vicios es nación sin esperanza. A galeras mandaría yo a los culpables.

    - Pasan de todo -le dijo alguien que oyó el comentario.

    - Porque nada han echado en falta. Que la austeridad siempre es madre de recias virtudes y de naciones prósperas. ¿Es que ya no tienen aprecio a las verdaderas prendas que adornan al hombre? ¡Son egoístas necios que buscan sensaciones placenteras, a costa de su dignidad y de su propia vida!

    Muy quebrantado en sus sentimientos, pensó que debería haber caballeros que se organizasen en cruzada, para combatir a tan corrompidas costumbres.

    Don Alonso era un ser sin raíces: ni familia, ni casa, ni pueblo, ni patria. Era un vagabundo aferrado a unos ideales que, además de ser su seña de identidad, le prestaban las razones para caminar con dignidad.

    En muchas de las casas a las que llamaba, si sospechaba posibilidades, exponía el caso de su amigo en paro con cinco hijos, por ver si lograba encontrarle trabajo. Así le consiguió algunos pocos jornales. Pero sobre todo, le dolían los cinco niños, y empezó a guardar dinero para comprarles un televisor que les entretuviera el hambre.

    Uno de los días, tropezó con un mujerío que se manifestaba agitando pancartas. Al leer las consignas y entender los gritos, casi le retorna la locura. Si hubiera tenido a Rocinante y a su lanza, a mandobles las hubiera desbandado. Pero se sobrepuso con estas razones:

    - No debo yo arrogarme tal poder, por la misma razón que no puedo aceptar lo que ellas proclaman: matar la vida del inocente que late en sus entrañas, a cambio de unos pelillos de comodidad o de honra. ¿Es que puede habar maternidad deshonrosa y amor sin sobresaltos? ¡Ay!, si la madre de Don Miguel de Cervantes hubiera sido como una de estas mujerzuelas, no existiría el máximo galardón de las Letras Castellanas. Y si el poder sagrado de dar leyes apoya estos desmanes, quiere decir que los hombres se han quedado sin brújula. Y harto horror es también que el divino arte de sanar lo intenten usar algunos para matar: sean hijos sin nacer, enfermos con dolores sin remedio o padres cargados de ancianidad. Menos mal que estas locas ideas pronto se acabarán, porque, al matar a los propios hijos, no va a quedar quien las herede. Estorban los niños, molestan los ancianos y los enfermos son una carga. ¡Pura esencia de egoísmo, camuflado de compasión!

    Don Alonso, que había salido a la libertad dispuesto a no sorprenderse de nada, se asombró de que estas gentes más hubieran retrocedido en las costumbres que progresado en las nuevas ciencias. Sólo en egoísmo el avance andaba parejo con la prosperidad de los artilugios para la comodidad y el vicio. Por todo esto, andaba perplejo y aturdido, y se juramentó a ser fiel a sí mismo, dueño y señor responsable de sus actos y también de sus pensamientos. Y siguió guardando dinero para comprar la televisión a los hijos de su amigo. Conseguirle trabajo fijo era tarea imposible.

    Caballero cristiano, visitaba iglesias, oía misas y escuchaba sermones. La mayoría de los predicadores le decían cosas en consonancia con las verdades de siempre. Mas algunos otros se perdían en vaguedades, y exponían opiniones personales, sembrándole dudas.

    - La fe siempre es oscura; pero no admite opiniones ni dudas. ¡O no tienen fe o acabarán por perderla! -pensaba.

    Por culpa de estos pensamientos, empezó a sentir remordimientos de conciencia. Peregrinó por todas las iglesias, y no encontraba confesor que estuviera en su puesto. Se alegró de topar con un convento de monjas de la Madre Teresa de Avila. Entró en la iglesia y había confesor:

    - Pecador soy, padre, y muy dolido me siento de mis juicios temerarios, aunque no les falten fundamento. He juzgado de herejía protestante y de otras peores a algunos clérigos, por sus prédicas y escritos. También, a algún prelado, por el caso omiso que hacen del Santo Padre de Roma. Se conforman con publicar los cánones en sus boletines, pero luego no exigen su cumplimiento. Mal gobierno hacen de la Iglesia, y he sospechado que no andan de corazón, que es como tiene que ser, en comunión con el Vicario de Nuestro Señor Jesucristo. Pecado gordo mío es pensar así, y me arrepiento.

    Después de rezar la penitencia, se sentó, sacó papel y pluma, y, apoyándose en las rodillas, en la oscuridad del templo, escribió:

    - Siga, padre, gastando confesonario. Que los males a este mundo le vienen del pecado. Y la buena confesión es el remedio. Cuide su lealtad al Papa. Que los desmanes que yo veo en la Iglesia, le vienen de la desobediencia. Y en esto de obedecer a Roma, no hay cosas de poca monta. Se empieza por lo menudo y se acaba abriendo brecha. Este mundo que, según veo, anda en tanto desconcierto, necesita topar con la Santa Madre Iglesia. Si a los desvaríos mundanos se quiere oponer el desconcierto de algunos clérigos, milagro, y muy grande, tiene que hacer Nuestro Señor, para que esto se componga. Es la certeza de este humilde pecador, Don Alonso Quijano.

    Así escribió; dio la nota al confesor, y se ausentó, pensando que también es egoísmo anteponer y mantener las propias ideas, retorciendo las de Dios!

    La pobre casa de su amigo se llenó de alegría, cuando, una tarde, Don Alonso les llevó la sorpresa para la que venía ahorrando. Los chicos se pegaron ante el pequeño televisor portátil, y ya no tenían más ilusión que ver sus programas, fueran los que fueran.

    Desde aquel día, Don Alonso ya no les pudo narrar nuevas aventuras. Eran ellos los que contaban a él la última película que habían visto. Y también sus padres empezaron a echar en falta el trato de sus hijos, por culpa de la televisión. Por esto, les advirtió:

    - Maravilla de inventos son la radio y la televisión; pero no les faltan sus riesgos. Por culpa de ellas, se puede perder el trato natural entre abuelos, padres e hijos. Y, además, tanta bulla en los ojos y voces en los oídos no dejan tiempo a discernir. Pueden quitar la facultad de pensar, y mancillar las conciencias. Al igual que ponen la moda de vestir y consumir, pueden imponer la manera de pensar. Son las artes del vendedor charlatán, que habla sin cesar para no dejar tiempo de pensar al comprador. ¡Tras estas cosas, tambien se esconden hábiles egoísmos!

    En su andar limosneando, cayó en casa de uno que tenía cargo en la política. Por las lecturas, sabía de los enconos en que se debatían los partidos, y conocía los crímenes del terrorismo.

    De pie en la puerta, al entender de quien se trataba, después de pedir trabajo para su amigo, le robó algunos minutos para aconsejarle:

    - Expongan sus ideas con cordura, cuidando de no enfrascarse en injurias contra las personas que las tienen distintas. Estas cosas de los hombres son siempre opinables. No así las que conciernen a la moral y a las sanas costumbres: que hay un Dios que las gobierna, y es malo que lo suplanten vuestras mercedes. El tino en el arte de gobernar debe estar en tomar las buenas ideas, vengan de donde vinieren; que no hay bando que no tenga algunas. Huyan de los fanatismos y de tomarse venganzas. Miren que el terrorismo es política extremada hasta el paroxismo, y en pocos años ha causado más muertes que en siglos la Inquisición. Mas, a pesar de los pesares, siempre debe haber hombres rectos que se dediquen al noble afán de gobernar.

    Terminó de hablar así Don Alonso, y el político le pidió el nombre.

    - Me llamo Alonso Quijano.

    - Y yo Napoleón Bonaparte -le replicó con ironía.

    Nada le dio, pero sacó una tarjeta y se la entregó, mientras le indicaba la dirección de cierta institución benéfica en la que le atenderían a él y, tal vez, a su amigo. El pobre agradeció, y se despidió. El de la política, con el orgullo quebrantado por los consejos de un pordiosero con tal nombre falso, se adentró en su casa para llamar por teléfono.

    Andaba Don Alonso por una callejuela estrecha, dispuesto a hacer buen uso de la tarjeta, cuando, en el portal de la institución benéfica, dos hombres uniformados lo invitaron a que los acompañara.

    En las diligencias de la comisaría, no pudo presentar documentos: sólo sabía el nombre, y que había nacido en un lugar de la Mancha. Lo encerraron en el calabozo de la comisaría.

    Sin perder el sosiego, abrió una revista, y sus ojos tropezaron con el comentario siguiente:

    "La obra cumbre de la literatura castellana ya no es más que un cúmulo de incongruencias y disparates. Si algún día la humanidad llega a olvidar que allí existió un personaje central, lo que queda, ya no tiene sentido ni razón de ser: personajes desconectados, vacíos y absurdos".

    Esto leído, Don Alonso se estremeció al pensar que su entrañable Sancho, el licenciado Pero, maese Nicolás y todos los demás seres vivos y libres creados por Cervantes, permanecieran para siempre así; y se dijo:

    - ¡Maldita hora en que salí de la cárcel! Creí encontrar en la libertad sesos y cordura, y no veo más que ceguera, desconcierto, muerte y desmesura. Estos tiempos andan sin norte y sin tino; como sin Dios. Las líneas impresas del libro me parecieron, en un mal momento, los barrotes de una prisión oscura. Por esto huí, sin pensar que yo era allí absolutamente necesario para que no se produjera tamaño absurdo. Si retorno, volverá a haber armonía, mesura y vida.

    Y decidió regresar. Antes, con un aljezón, en la pared del calabozo escribió:

    "En la historia de estos tiempos, también se ha escapado el personaje central. Hacedlo retornar.  7-VI-1987. Don Alonso Quijano".

    En esa misma fecha, todos los ejemplares de la obra de Cervantes recuperaron la presencia de Don Quijote de la Mancha. Hubo gran regocijo entre los hombres cuerdos y honrados.


    EMIGRANTE SIN PAPELES

    Cuando don Alonso Quijano regresó al libro y contó lo que estaba aconteciendo en el mundo actual, Sancho Panza sintió curiosidad por saber si todo era verdad, y le suplicó permiso para ausentarse como se fue él. Don Quijote se lo negó, apelando a su condición del escudero fiel que siempre había sido y al desconcierto en que quedaría el libro, como bien lo pudo ver. Sancho replicó que le diera una pócima apropiada con que, sin dejar vacío al libro, poder volver al mundo, y la tomaría costara lo que costase. Y, armándose de razones, añadió que no era otra su intención que tenerlo al día de las novedades que acaecieran en los tiempos modernos.

    No se sabe cómo fue, pero su deseo se cumplió.

    Algunos dicen que fue don Miguel de Cervantes el que pidió a su colega Kafka, por aquello de la Metamorfosis, que le consiguiera una fórmula de ensalmo o embrujo o conjuro, para que uno de sus personajes de ficción tornara a realidad viviente. Y que Kafka, como funcionario que era del Estado, tuvo acceso a un informe del Ministerio de Salud de cierto país de Europa referente al orujo de aceite de oliva procedente de España, y se le remitió con la siguiente nota: "Con 50 gramos de ceniza de pelo de vaca loca mezclado en medio litro de ese aceite de orujo, podrás llevar a realidad a cualquiera de tus personajes de ficción". Don Miguel preparó el brebaje y, con él, acabó de llenar la bota de Sancho que la tenía a mitad de vino. Cuando Sancho se empinó la bota, apretándola con la mano derecha, advirtió que ésta, en vez de tirar el acostumbrado chorro tenso que se hacía espuma en los más hondo del gaznate, dejaba caer un chorro lánguido que apenas alcanzaba la punta de la lengua; y mientras tragaba aquel líquido viscoso, pensó que alguna zurrapa se había interpuesto en el brocal de la bota o que le habían echado vino arrope. En cuanto al sabor, nada raro notó, pues tenía un paladar hecho a todo. Después de varios tragos, regoldó con grande estrépito de tripas y desapareció como por ensalmo. Se fue con lo puesto y allí se quedó la bota.

    Pero lo más probable es que fuera el propio don Alonso el que causó tal hechizo, pues, su espíritu de caballero andante se sintió excitado con la razón que le dio Sancho de ponerle al día de los nuevos desatinos del mundo, y poder así entrar en harina en caso de que fuera menester; y también, porque, mediante este mismo encantamiento, él podría acudir, sin menoscabo del libro, a entrevistarse con Sancho en el lugar que habían concertado, y que no fue otro que a la entrada de la Cueva de Montesinos, como después se verá.

    Su aparición en el mundo fue tan discreta que nadie lo echó de más ni de menos entre los que recogían melones en un campo. Mientras trabajaba, entabló conversación, y, porque le pareció que algunos hablaban algarabía, pudo entender que eran de tierra de moros, y que el pueblo en que se hallaba era Campo de Criptana, alegrándose mucho de haber caído en su Mancha. Al final de la jornada, le pagaron con algunos billetes y con un melón, cosa ésta que su estómago agradeció más que el dinero de papel, cuyo valor no acabó de comprender, y menos cuando le hablaron de cambiar pesetas por euros. Allí y así estuvo varios días; y hablado y escuchando, viendo televisión y oyendo radio, preguntando y respondiendo, pudo acomodarse a los nuevos tiempos y saber que era un emigrante sin papeles, con no poco riesgo de ser repatriado.

    - ¿A qué patria, si estoy en la mía?, se decía para sus adentros.

    Pensó, y pensaba bien pues sus huesos no estaban para doblarse sobre la tierra, que lo suyo debía ser el pastoreo si hallaba quien lo contratara, y, así, en esta tarea andaría con mayor libertad para el mejor servicio a Don Quijote. En conformidad con tal idea, con el dinero ganado se compró una mochila, un garrote, una navaja albaceteña, unos metros de cuerda, unas zapatillas de andar, una bota que llenó de vino y una radio pequeña de pilas con auriculares; y metiendo todo en la mochila, menos las zapatillas que se las calzó en los pies, se encaminó a campo través hacia las lagunas de Ruidera, cruzando vías de tren y autopistas, comiendo lo que le salía al paso y durmiendo donde le caía la noche.

    Alegrose cuando avistó las lagunas y, al tiempo que intentaba dar con la Cueva de Montesinos, oteaba por ver si por allí andaba algún ganado con el fin de hablar con el pastor y pedirle trabajo. Halló primero la cueva y un poco más adelante se topó con un ganado que pastaba en una vaguada. Se acercó al pastor, que también tenía ganas de hablar, y cuando expuso su deseo de guardar ovejas, éste le dio confianzas de que podría hacerlo en su propia casa, con tal que fuera merecedor de confianza y tuviera conocimientos del pastoreo. Esto no lo dijo pero lo pensaba, y Sancho, que consideraba razonables estos pensamientos sin que se los dijera, empezó a hablarle sobre las corderas pantescas y las primalas, las andoscas y trasandoscas, las vacías y cerradas, para que el pastor viera que era entendido en ovejas. Se ponía ya el sol, y el pastor cambió el careo hacia casa y dijo a Sancho:

    - Por si llegamos a un arreglo, ¿lleva usted consigo el D.N.I.?

    - Si se trata de papeles, no tengo.

    - ¿No será usted emigrante?

    - Debo serlo, pero observe vuestra merced si ha hallado algún emigrante que hable el castellano como ve que lo hablo yo.

    - Dígame por lo menos su nombre de pila y apellidos

    - Sancho Panza.

    Cuando oyó tal nombre, se echó a reír y añadió:

    - La verdad es que tiene acento manchego.

    - Es que debo ser emigrante sólo del tiempo.

    El pastor se quedó dudando de si se hallaba ante un pícaro o un lerdo. Llegaron a casa, y preguntó a Sancho sobre cuáles eran sus exigencias, para poder aceptarlo o no como pastor de su ganado. Sancho le dijo:

    - Me conformo con estar comido, vestido y que a la bota no le falte vino, tener pajera para dormir cuando no haya que hacerlo al raso, pilas de repuesto para la radio, algunos pocos dineros si es que necesito gastarlos y tiempo para oír Misa los domingos.

    Estas condiciones confirmaron al pastor de que Sancho tenía más de tonto que de pillo, y no dudó en aprovecharse para darle el trabajo, confirmando ambos lo convenido con un apretón de manos. Sólo el perro barruntó que era cuerdo, y cuando, al día siguiente salió Sancho con el ganado, se fue con él sin necesidad de halagarlo con pan.

    No le daban mucha faena las ovejas, pues era una dehesa cercada con alambres y sin campos sembrados, y no había más que cambiarles, de cuando en cuando, el careo. Así transcurrían los días y las semanas, con la radio pegada el oído a todas horas, pasando de una emisora a otra, de tertulia en tertulia, de noticiero en noticiero, de comentario en comentario, de declaración en declaración. Cuando creyó que estaba ya bien informado, pensó que era llegado el momento de ponerse en contacto con don Alonso.

    Lo que tenían concertado entre ambos era que, para hablar con él, tenía que ser en viernes; que arrojara una piedra al fondo de la sima y rezara un padrenuestro; al acabarlo, que arrojara otra y rezara un avemaría, y luego una tercera con un gloriapatri; que estas tres piedras, arrojadas con esos intervalos de tiempo, serían la señal de que lo aguardaba fuera y que él tenía que tomar el hechizo para dejarse ver y poder hablar; que seguidamente empezara a rezar el viacrucis, hasta que el hechizo hiciera su efecto, que solía ser a la décima estación pues lo tenía bien comprobado, y que si llegaba a la catorce estación y él no aparecía, sería porque no estaba de ver; que podía irse e intentarlo otro viernes. Y recordaba bien que don Alonso terminó:

    - Sepas, Sancho, que lo de rezar no es por el hechizo, que sería en contra de la ley de Dios, sino porque es bueno emplear los ratos de espera en algo provechoso como alabar a Dios, pedirle mercedes y pagar por los pecados, que algunos y no pequeños tendrás.

    Pensando en este encargo de don Alonso, al entrar en la iglesia un domingo, vio puesto en una mesa, entre otros papeles, un libro de oraciones del cristiano; lo compró y lo guardó en el morral. Llegó un viernes, careó el ganado hacia la parte más conveniente, salió de la cerca, dejó al perro entre él y las ovejas, y se aproximó a la cueva que estaba allí mismo. Buscó tres piedras y, después de empinar la bota para cobrar sosiego, las fue arrojando según lo convenido; sacó luego el libro de oraciones y se sentó a esperar, mirando a la cueva. Le sudaban las manos cuando llegó a décima estación, y ladró el perro. Se volvió y allí estaba a sus espaldas don Alonso. Sancho corrió hacia él, y lo abrazó llorando a moco tendido.

    - No te aflijas, mi buen Sancho, que ya sé cuánto me aprecias.

    - No me aflijo, señor, es que lloro de alegría, pues creí que no lo volvería a ver.

    Recuperó Sancho el aliento, ofreció a don Alonso una piedra para que se sentara, y empezó su información:

    - Lo primero que me apresuro a decirle, mi señor don Alonso, es que el año 2005 van a celebrar los cuatrocientos años de nuestra aparición en el mundo por obra y gracia de nuestro creador. Menos mal que nadie ha creído que yo fuera Sancho Panza. ¿Me imagina firmando autógrafos? Por lo demás tengo que reconocer que harto ha cambiado este mundo, y para bien en muchas cosas. Ya no hay veredas de herradura por donde cabalgar despacio, con polvo o barro, heladas o soles, nevadas o lluvias, sin más consuelo que el de contemplar, conversar y hasta de imaginar fantasmas. Los caminos de ahora son rutas por el aire y autopistas por el suelo, por las que además que correr se vuela, para llegar a todas partes en menos que canta un gallo, y aunque no dan tiempo a mirar la naturaleza, las muchas horas que se ahorran permiten dedicarse a contemplar y a pensar. Varias vueltas hubiéramos dado al mundo, si vuestra merced hubiera sido caballero andante en estos tiempo. No son cosas de encantamiento, sino ciertas. Y cuando el hombre ha cambiado tanto a este mundo, sus razones tendrá, y en armonía, pienso, del querer de Dios.

    - También en esto, Sancho, razonas bien, que Dios puso al hombre en el mundo para que lo trabajara y lo perfeccionara, aprovechando las leyes que le brinda la propia naturaleza. Estas maravillas que me cuentas ya las vi yo.

    - En buena hora lo han visto también estos mis ojos que se comerá la tierra. Antes, cada uno estaba en su pueblo y sólo su pueblo estaba en él; ahora, se está en todo el mundo y el mundo entero está en cada uno. Por esto, todo lo demás que le voy a contar, puesto que leer no es lo mío, lo he sabido escuchando la radio, aunque no me ha sido fácil distinguir cuál de las emisoras y quién de los que hablaban decían verdad. Pensé que la razón no podía ir acompañada de insultos personales ni de venganzas ni de injurias, y que los que así hablaban, o mentían o decían verdades a medias que son las mentiras más funestas. Tal vez, por esto, los políticos me han sido increíbles. Y tampoco me han sido de fiar los que con sus palabras desprestigiaban la religión y ensuciaban a la Iglesia por un quítame esas pajas.

    - Me tienes sorprendido, Sancho, por las buenas luces con que te has alumbrado.

    - Mas, tengo para mí que el progreso acarrea también funestos contratiempos; pues le achacan un grave mal que está afectando a todo el mundo, y lo llaman capa de ozono y efecto invernadero. Aunque esto excede a mis cortas entendederas, le explicaré que, si antes no había más humo que el que salía por la chimenea de cada hogar, del horno de pan cocer y de la fragua, ahora, además de todo eso, están las fábricas, los coches, las centrales eléctricas, las calefacciones y otras muchas cosas. Estas humaredas y no sé qué bióxidos destruyen esa capa de ozono, que por lo visto es una capa que Dios puso, como un paraguas, que envuelve toda la tierra para protegerla de algunos males que nos vienen del Sol. Al desaparecer esta capa, dicen que el clima de la tierra está cambiando, y tan pronto nos ahogamos por las lluvias, como, poco después, nos quemamos de sequía. Creo que en nuestro tiempo ocurría algo parecido; pero el progreso lo achaca a los muchos humos que se lanzan al aire.

    - Y aunque no fuere como me cuentas y que, como dirías tu, amigo Sancho, donde humea no escarchea, es verdad que el mucho humo no favorece a nadie, y hasta las zorras huyen de él.

    - También he sabido que hay otro mal, el mal de las vacas locas. Ahora crían muchas, cientos de miles de vacas, para que abunde la leche y la carne, y así todos puedan comer más y mejor que en nuestro tiempo. Las hay en tal abundancia que, por no haber dehesas suficientes para mantenerlas, las tienen encerradas en establos. Y han avanzado tanto en esto que han logrado engañarlas, dándoles de comer unos piensos en los que mezclan los desperdicios de su propia carne y de otros animales muertos. Las pobres vacas, hechas a pastar hierba en las praderas, al comer ahora carne en contra de su ser natural, han terminado locas; con el peligro, además, de que su locura pase a los seres humanos que la consumen. En algún país han tenido que sacrificar todas.

    - La naturaleza, Sancho, es sabia y en esto ya se ha tomado su venganza. Y no me sorprende que los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios, acaben locos como esas vacas, si se nutren con pastos que no estén en conformidad con las santas enseñanzas y leyes de su Creador.

    - A pesar de todo esto, la vida es ahora más llevadera y cómoda, y, dada mi natural inclinación, me siento muy placentero en ella. Pero he observado comportamientos y sucesos que me tienen desconcertado. Veo mucha gente desarraigada, que viene de otros países a trabajar en el nuestro. Yo mismo, siendo de la Mancha, estoy considerado como un emigrante sin papeles.

    - Mal deben andar las cosas por el mundo cuando se deja solar y familia para aposentarse en tierra extraña. Y si en la nueva tierra no echan raíces en harmonía con ella, triste porvenir aguarda a los que moran desde siglos en ella y a los que ahora llegan.

    - Otra cosa notoria es que apenas se ven niños. Tengo para mí que los matrimonios de hoy, o se castran o han perdido potencia procreadora. Por otra parte, el progreso dicta leyes para que puedan vivir hombres con hombres y mujeres con mujeres, como en matrimonio, y aunque ya se ve que de estas parejas no es posible que salgan hijos, exigen, sin embargo, el derecho de adoptarlos; y parece que llevan camino de lograrlo.

    - Ya vi yo antes que los niños iban a ser pocos, pues reclamaban leyes para matarlos en las entrañas de sus propias madres. En cuanto a éstos últimos, mejor sería que consolaran sus añoranzas de ternura con un perro o con un gato, y que dejen que las criaturas humanas se desarrollen y crezcan, como lo pide la naturaleza, junto a un padre y una madre.

    - Y ha llegado a tanto el progreso que, ahora, los hijos se pueden concebir fuera del seno materno y, después, introducirlos en las entrañas. La confusión en esto es tan grande que ya hay niños nacidos así; y hasta alguna mujer de esas que se matrimonian con otra, también lo ha logrado, con la simiente, supongo, de algún varón desconocido.

    - Debes exagerar, Sancho; ¿quieres decir que están quebrantando el orden puesto por Dios, con el amor placentero que lo acompaña para facilitar el acto procreador? ¿No serás tú el que ve ahora gigantes donde no hay más que molinos de viento? Si es así, todo esto me huele a perversión, como nunca la ha habido. Matar a los concebidos según la naturaleza y buscarlos luego por conductos extraños,.me parece, por mucho que lo adornen, locura y ceguera del progreso

    - Y hay otra cosa de la que no tiene menos culpa el progreso. La sociedad está aquejada de una peste que llaman "sida", más perniciosa que las de nuestro tiempo, que se contagia, entre otras maneras, por contacto sexual; y para ponerle coto, en vez de aconsejar continencia que sería lo eficaz y correcto, fomentan entre los adolescentes que usen preservativos en sus relaciones, incitándolos a la lujuria. No sé si lo remediarán; pero sí han logrado que los niños y las niñas, tan pronto como barruntan los impulsos de la sexualidad, se entreguen al placer con desenfreno. Y, en riesgo de embarazo, el progreso les facilita una pastilla del día después, que elimina la criatura engendrada. Todo menos aconsejar castidad.

    - Si dices la verdad, mi buen Sancho, habré de concluir que el mundo está corrompido. Si sólo se vive para el disfrute, el hombre está despojándose de su mayor dignidad, que es la cordura y el amor con cordura. Están perdiendo el norte.

    - La única que da razones y se opone ante tamaños desmanes es la Santa Madre Iglesia; pero sus enemigos de siempre, abusando del poder que tienen, la falsean, le arrebatan el crédito, la desprecian, la atacan o la someten al silencio, repitiendo con ironía aquellas palabras de vuestra merced "con la iglesia hemos topado".

    - Si las cosas van como me cuentas, yo hoy gritaría "con el progreso hemos topado, amigo Sancho". Andan tan obcecados por lo que llaman progreso como yo anduve por mis locuras. No se puede ir impunemente contra la naturaleza de las cosas y del hombre, y si se obstinan en ir, se avecinan grandes calamidades para la humanidad, como Dios no lo remedie, porque los hombres ya se ve que no llevan camino de remediarlo.

    - No diga estas cosas, mi señor don Alonso, que también hay mucho bueno en el mundo, y me atrevo a decir que más que malo; sólo ocurre que lo malo hace ruido y cacarea como las gallinas; lo bueno, en cambio, se hace calladamente, como a hurtadillas. Lo malo siempre es noticia rápida, tan repetida y comentada que parecen ser muchos; lo bueno, en cambio, es realidad silenciosa y silenciada. Y desde el silencio de la bondad que hay en la mayor parte de la gente, Dios actuará para poner remedio, pues no hay mal que cien años dure.

    - También en esto tienes razón, querido Sancho, y con el auxilio de Dios y, tal vez, con el ejemplo de nuestras cristianas costumbres, los hombres tomen algún remedio para los males de estos tiempos, porque nosotros, complacidas mi curiosidad y la tuya, ya poco o nada podemos hacer. Volvamos a casa, que esta clase de hechizos suelen acarrear graves peligros; y dejemos que el mundo siga su curso, que aunque todos tengamos obligación de arreglarlo, empezando por uno mismo, la Providencia mirará cómo y cuándo lo hace, que nuestras prisas no son las prisas de Dios; vente ya, y esperaremos juntos a que llegue el año 2005.

    - ¿Y lo mismo que a la gente de hoy le gusta volver a la Edad Media, no podría yo llevar una televisión y una lavadora para mi Sanchica?

    - Me complacen tus sentimientos de padre; pero lo honrado es dejar que tu hija viva los afanes de su propio tiempo, como todos los hombres han vivido los suyos. No deja de ser una farsa retroceder al pasado disfrutando de las comodidades del presente. Y lo mismo podría decirse de algunas personas que luchan contra la globalización económica, pero no renuncian a las ventajas del capitalismo, ni van a vivir pobremente entre los pobres de una manera estable para elevar su nivel cultural. Es sensiblería, si no intriga, propia de personas inquietas y acomodadas, de impulsos efímeros. Hoy casi todo es efímero. Lo estable sólo lo hacen y lo han hecho los santos. No perdamos más tiempo, mi buen Sancho, y retornemos ya.

    El fiel escudero dejó el morral junto al perro y le ordenó que buscara a su amo.

    - Bien hecho, Sancho, que el instinto del perro y la inteligencia del amo descubrirán que has desaparecido, y, no teniendo deudas, nadie se ocupara de averiguar tu paradero.

En ese momento, Sancho Panza desapareció de la lista de inmigrantes sin papeles.

Teruel 16 de Julio de 2001.


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