La Sima

 

    Por Don Samuel Valero Lorenzo

"... al ser un advenedizo, no se consideraba con

derecho a invadir intimidades del pueblo".

 -I-

A Bruno le llaman el Manco no por apodo, sino porque es realmente manco. Una bomba se le llevó la mano. Siendo aún niño, andaba de pastor cuando todo era guerra y los campos quedaban sembrados de artilugios de muerte.

A mitad de una ladera, se encontró una de aquellas bombas de mano que tenían un palo con que lanzarlas lejos. Apartó el ganado y, a prudente distancia, fue lanzándole piedras para que estallara. Con tino de pastor, la bajó a pedrada limpia hasta la falda del monte. Creyó que aquello ya no tenía peligro; la tomó del mango, y golpeó con ella sobre una piedra. Le voló la mano derecha. Cuando él lo cuenta, siempre añade:

 - Fue un soldadico el que me tomó en sus brazos; apretó un pañuelo sobre mi mano destrozada para cortar la sangre, y me llevó corriendo al hospital de campaña. Ya no lo vi más, y me gustaría darle un abrazo.

Bruno el Manco, como si usara hábito, siempre viste de pana gris con camisa de rayas azules bajo la chaqueta. No se cambia fácilmente de indumentaria, y menos aún, de sentimientos.

De corazón sencillo, nunca habla con malicia porque, tal vez, no ve maldad. Conoce la genealogía de todas las familias del pueblo con sus chismes y honradeces. Pero simplemente las sabe.


Pedro el de la Leticia, recién casado, empezaba a conocer las tierras de su esposa. Cuando iba hacia uno de los campos, venía por el mismo sendero otro hombre, pertrechado de garrote y morral. Al cruzarse ambos, el pastor se detuvo a saludar al nuevo vecino:

    ‑ Me llamo Bruno, y me da mucha alegría que, por fin, venga alguien a vivir al pueblo; hasta ahora, todo ha sido irse. Gracias a Leticia que te ha agarrado para La Val.

Pedro se sorprendió de que, para saludarlo, le tendiera la mano izquierda. Lo comprendió nada más ver que, por la bocamanga de la derecha, asomaba un muñón enrojecido, cerrado con una cicatriz. Bruno siguió:

‑ ¡Buena muchacha Leticia, mejorando lo presente! Has tenido suerte ganándotela. Ya sé, por las amonestaciones, que te llamas Pedro y que eres de Codejas. ¿Sois más hermanos?

    ‑ Somos seis.

    ‑ ¡Huy, seis! ¡Buena coneja también, como mi madre! ¿Y todos chicos?

    ‑ Hay dos mujeres. Todos casados ya. Yo soy el menor.

    ‑ Y Codejas, pobre como esto, ¿no? Más alto, mejores pastos, pero peor agricultura.

    ‑ Pues sí. Lo de mis padres para seis, tocaba a poco. En cambio, Leticia tiene para sacar la familia adelante, y por esto nos hemos quedado aquí.

    ‑ ¡Has hecho bien!... Tu Leti ‑aquí la llamamos así‑ ha tenido muchos pretendientes. Tú ya sabes que en los pueblos se entera uno de todo. Pero a todos les ha ido dando calabazas. No así Delia, que desde muy chica se enamoró de Víctor y con él está ya. Ellos empezaron a correr antes; pero vosotros casi los alcanzáis. ¡Dos meses sólo entre una boda y otra!

Pedro observaba que la conversación de Bruno, vivaz en sus ojos menudos, estaba recargada de admiraciones y gestos. Acentuaba sus ademanes con el brazo derecho, mostrando inconscientemente el muñón, al que, de cuando en cuando, protegía con la mano izquierda, como si le doliera la mano amputada. El Manco siguió:

    ‑ Las dos eran muy amigas; ¡huy!, siempre iban juntas al horno, a la compra, a por agua, a las fiestas. Aquí, las otras, les decían "la pareja". Y, en estos años que Delia ha festeado con Víctor, a Leti la llamaban "la carabina". ¡Este pueblo es así! Los dos habéis tenido suerte. Víctor, ya lo conoces, muy trabajador, mucha fuerza; desenvuelve mucha faena. ¡Hará casa! La Leti ha sido siempre muy reservada, muy suya; y habéis llevado las relaciones tan calladas, que las amonestaciones casi nos cogieron por sorpresa. ¿Dónde os conocisteis?, si no es indiscreción.

Pedro se cansaba de estar de pie, y como le interesaba la conversación, sacudió con un pie la hierba del ribazo para ahuyentar los posibles bichos, y se sentó. El Manco ya lo había hecho antes.

    ‑ En la romería a la Virgen de mi pueblo, hace dos años ‑le sacó de dudas Pedro.

Y hablando, hablando, Bruno fue sonsacándole con preguntas e insinuaciones ingenuas:

    ‑ ¡Ya me parecía a mí! Aquellos pinares, aquella dehesa, aquellas fuentes... ¡Huy..! ‑empezó a sugerir Bruno.

    ‑ Pues sí, ocurrió antes de comer, en el camino de la fuente del Cubilete. Ese instante en que arrancamos los dos para uncirnos de por vida es imborrable y muy grato para mí, y pienso que también para Leticia. Es muy personal, pero, en mi caso, no tiene nada que ocultar. Como el salir del sol. Ellas bajaban con Víctor y con otra mucha gente por el sendero estrecho a la fuente; yo subía y nos cruzamos; la miré a los ojos, y ella a los míos; aguantó mi mirada, se sonrió y los bajó manteniendo la sonrisa. Yo me puse serio por fuera y, al mismo tiempo, me llené de brisas de gozo por dentro. Era uno de los encargados de organizar la fiesta y, a pesar del ajetreo, no podía quitarme de encima aquellos ojos y aquella sonrisa. ¡Ni recuerdo en qué acabó la fiesta!

     ‑ Seguro que fue de las mejores; yo también voy algún año  ‑dijo el Manco.

     ‑ ¡Para mí, la mejor! Lo difícil era volver a verla entre tanta gente, sin saber cómo se llamaba ni de dónde era. Me tomé el encargo de ir pasando durante la comida por todos los corros, para obsequiarlos con bebidas. La intención era encontrarla. Y cuando la vi en aquel grupo, me salió de dentro un ¡viva La Val!, que todos contestaron.

    ‑ ¡Ahora caigo! ¿Tú fuiste? Yo pensé que era cosa de la fiesta ‑le cortó el Manco.

    ‑ ¡De mi fiesta particular! No me atreví a hablarle, y, al ofrecerle el vaso a Delia, le pregunté por el nombre de su amiga. Delia me presentó a su novio Víctor, y luego a Leti. Pasado un tiempo, siendo ya novios, me contó Leticia que ella ya se había fijado en mí, nada más verme organizando el festejo. Por eso, para que yo cayera en la cuenta, me aguantó la mirada en el camino de la fuente, y su amiga Delia se apresuró a presentármela.

    ‑ ¡Tretas de las mujeres! ‑sentenció Bruno.

A Pedro le dio la sensación de que se había excedido, desnudando su intimidad ante aquel hombre manco, un desconocido en aquel momento. Y Bruno, que también debía haber sentido en su juventud estos impulsos afectivos, hizo este comentario:

    ‑ Dice Donato que el primer amor, aunque lo parezca, no siempre es amor; puede ser sólo un cebo que tapa anzuelos; se pica en ellos, para terminar en el cesto como las truchas. ¡Qué sé yo! Creo que tú y Leticia os habéis elegido bien.

Así fue como Pedro el de la Leticia conoció a Bruno, y oyó mencionar a Donato, como se cita a un pensador o a un refrán.


También por aquellas mismas fechas, estando Pedro trabajando un bancal junto al camino, vio un hombre que pasaba hacia el pueblo sobre una bicicleta de manillar alto. Sin apartar la vista de la rueda delantera, soltó una mano para saludar. Pedro, enderezándose sobre los terrones, correspondió con el mismo gesto, y permaneció de pie, mirando cómo se alejaba con pedaleo cansino.

Un gorro de aviador le cubría las greñas. Sujeto al pecho con cuerdas, llevaba un saco vacío y retorcido, cruzado en bandolera por la espalda. En una parrilla sobre el guardabarros de la rueda trasera, se veía, bien atado, un tonel. Volcado sobre el manillar componía una silueta grotesca, como un esperpento de ciclista.

Pedro volvió a doblar los lomos sobre los caballones, sospechando que el que acababa de pasar debía ser el hombre que vivía en Cañada Malvira. No se equivocaba.

Una hora después, venía de regreso. Eran tantas las cosas colgadas por toda la bicicleta, que no quedaba lugar para él. A pie, apoyando ambas manos sobre el manillar, la traía como un tenderete rodante.

Por tomarse un respiro y por cortesía, se detuvo junto al bancal en que estaba trabajando el esposo de Leticia. Pedro dejó el azadón en el surco y se acercó a la orilla. Ya se había acostumbrado a estos inevitables saludos, desde que se casó con Leticia unos meses atrás.

En su discreto saludo se presentó con el nombre de Donato y se despidió. Pedro lo siguió con la mirada durante un buen rato, por aquel camino de tierra que se estiraba culebreando entre los campos de secano. Unas veces frenando y las más empujando, se ocultó tras un suave collado.

A Pedro, este tal Donato se le antojó huraño. En aquel momento, ni de lejos pudo sospechar lo que contenía aquel hombre bajo su desastrada apariencia.


A una hora corta de La Val, disimulada entre unas colinas pobladas de carrascas y sabinas, hay una cañada amplia con rastrojos, barbechos y pradejones. Se llama Cañada Malvira. Desde el rincón de arriba hasta los estrechos de abajo, está surca por una cinta de juncos, con algunos chopos solitarios; por ella, casi siempre, corre algo de agua.

Al pie de la loma que hay enfrente, blanquea la casa de la antigua masía. Hace tiempo que nadie vive en allá. Delante de la puerta, orientada al mediodía, una hilera de viejos olmos la sombrean.

Camino de la casa, nada más pasar el puente que cruza el arroyo de juncos, se insinúa una elevación del terreno, que fue era de trillar y aventar la mies. Los pajares, con sus puertas dando a la era, siguen aún en pie.

Entre el declive de este altozano y la casa, hay un corral amplio, protegido del cierzo con una pared corrida. De ella arranca un tejado voladizo, cuyo alero está apoyado sobre tres pilastras. Por delante, el cobertizo se amplía a la intemperie en compartimentos de tela metálica y ramas secas sujetas con estacas. El abundante y fresco sirle es señal de que aquí encierran mucho ganado.

En un extremo, cuatro paredes forman una caseta de pocos metros cuadrados. Del tejado emerge un tubo de uralita. Su única ventana es la misma puerta. Se accede a ella, cruzando la corraliza y el cobertizo. Es la vivienda de Donato, y rara vez invita a pasar dentro.


A partir del momento en que vino a vivir a La Val, Pedro fue conociendo, al ritmo que ocurrían, los acontecimientos del pueblo y las diversas vicisitudes de su gente. Pero se le quedaban en difusa penumbra algunos hechos del pasado que, en las conversaciones, se dejaban sólo entrever.

Por otra parte, al ser un advenedizo, sentía un particular pudor para indagar asuntos que pudieran remover sentimientos contrapuestos. No se consideraba con derecho a invadir las intimidades del pueblo.

Llegó a saber que el padre de Donato había matado al abuelo de Víctor; pero los detalles de este acontecimiento, como si quemaran, nadie se los contaba. Lo preguntó a Leticia, y ésta se fue por la parentela de los que habían intervenido en los hechos; no la sacó de las vaguedades que ya él conocía.

Hasta que un día, Delia, encinta de su primer hijo, cayó con su madre por casa de Leticia. Mientras las dos amigas se encerraron para hablar a solas de sus penas y alegrías, la madre de Delia entretuvo a Pedro, dándole detalles, desconocidos por él hasta entonces. Era medio moza cuando ocurrieron aquellos hechos.

    En el pueblo, ya se sabe, tan pronto vienen los primeros fríos, los campos se aletargan. Y los hombres, durante el invierno, se quedaban mano sobre mano. Sólo permanecían activas las lenguas. Por otra parte, las cosechas siempre eran más cortas que las necesidades. Por esto, era frecuente que algunos hombres salieran a hacer el invierno a otros terrenos que demandaban mano de obra. Principalmente, a tierra de aceitunas. El tío Andrés, padre de Donato, tenía puesto fijo en Ventanella, el pueblo más cercano con clima de olivos. Su

trabajo estaba en un molino de aceite. Y, por no escatimar ni tiempo ni honradez en la almazara, tenía muy bien ganado prestigio. Cuando se acercaba la cosecha, era el tío Andrés el que recibía carta del dueño del molino, para saber si podía contar con él; le ofrecía las condiciones de trabajo, y le daba el encargo de que, como en otras campañas, llevara otros dos paisanos. Los dos del año anterior le amargaron la temporada; pero, a pesar de ello, como necesitaban ganar, pues también estaban con los hijos en cría, les volvió a ofrecer el trabajo para este año. Uno de ellos era el padre del tío Bernardo, que en ya paz descanse, y abuelo de mi yerno Víctor.

    Pedro, acodado sobre la mesa, seguía atento a la madre de Delia, de cara menuda y blanca con la frente surcada de arrugas y con el pelo bien recogido por detrás en un moño. Por un instante pensó que, de joven, debió ser más guapa que su hija; pero su relato era más interesante, y le preguntó:

    - ¿Por qué le amargaron la vida?

    - Por sus malas bromas; pero vamos por partes.

    Con el hatillo a la espalda, los tres emprendieron viaje a pie por aquellos caminos de entonces, que cortaban por lo derecho. Para llegar a Ventanella echaban cuatro jornadas, durmiendo en las ventas que conocían de otras veces. Atravesaron pinares con caminos blandos, bordearon umbrías de boj y de jaras, cruzaron lomas de enebros y chaparras, y, por fin, se asomaron a la tierra suave y ondulada, toda ella de labranza, con almendros alineados; con viñedos recién vendimiados tendidos en las vaguadas como escuadrones cansados arrastrando los sarmientos; y llegaron, por último, a tierra de olivos. Cuadrillas de aceituneros, mozos y mozas, alegraban con las varas y con sus risas la recogida de la cosecha sobre las mantas. Las carretas, camino del molino, volvían llenas de canciones. Al tío Andrés y a sus paisanos los estaba esperando el almazarero con abundante aceituna almacenada en la troje.

    En las pausas que la madre de Delia hacía en su relato, se oía, sin entender, la conversación de las dos amigas en la contigua salita de estar. Delia, ilusionada, preparaba el ajuar para el hijo que le venía. Salió un momento a preguntar a su madre una clase de punto para la toquilla que estaba tejiendo. Se lo explicó y, una vez que Delia se fue, Pedro confió a su madre:

    - No sé si lo sabrá, pero estamos esperando otro. Aunque de poco tiempo, Leticia está otra vez encinta.

    - Tanta ilusión por los hijos, y luego... Pero así tiene que ser. Lo que es menester es que venga con bien -comentó la madre de Delia.

    - Gracias -le dijo Pedro, y le pidió que siguiera contando.

    Los tres paisanos trabajaban, comían y dormían juntos en el mismo molino. El roce era permanente. Hablaban de sus cosas y de las del pueblo. El tío Andrés, bonachón y paciente, se prestaba a las bromas socarronas de los otros dos. Las chirigotas eran demasiado frecuentes y, parece ser, su dignidad empezó a sentirse juguete de sus paisanos. Soportaba y almacenaba ironías, como el año anterior. Llovían chanzas sobre mojado. Los dos burlones ignoraban que el carácter del tío Andrés podía reventar con la misma fuerza con que aguantaba. Transcurrían los días entre el alfarje, los capachos y la prensa, pringados de olor a aceitunas. Su comida era pan abundante empapado en aceite virgen. Habían venido a ganar unos duros para los hijos, y no era cosa de gastarlos en caprichos de buen comer. Seguían en su tarea salpicando el trajín con guasas al tío Andrés. Este seguía comprimiendo paciencia. Por otra parte, los flirteos e insinuaciones burdas que los dos paisanos se traían con las mujeres que llegaban a la almazara a descargar la aceituna vareada en los campos, le pareció al tío Andrés una disparatada insensatez. Les llamó la atención, recordándoles que estaban casados y con hijos. Fue esto y, tal vez, el vino, que allí mismo criaban y obsequiaban los dueños sin escatimar, lo que alzó el tono de las burlas. Y el grueso pitorreo acabó hostigando los límites del tío Andrés:

    - ¿Que mi mujer se está acostando con otro?

    Y la pala que llevaba entre las manos se estrelló contra la cabeza del abuelo de Víctor. No fue su intención matarlo, pero lo mató.

    En este momento del relato, se abrió la puerta de la salita. Leticia se asomó con Carlitos en la mano, miró a Pedro y soltó al niño que estaba empezando a irse solo. Con pasos tartamudeantes y con sus bracitos en alto, se encaminó hacia su padre, mientras Leticia lo seguía con la mirada. Pedro abrió los brazos y lo recogió entre sus piernas. Miró a su mujer, se cruzaron una sonrisa y Leticia volvió a la conversación con Delia. Pedro, en este momento, pensó que, para él, su mujer era más que él mismo, y si le hubieran dicho lo que tuvo que oír el tío Andrés, le hubiera sido muy difícil dominarse.

    - Siga, siga -dijo a la madre de Delia, para despejar sus pensamientos.

    A Ventanella fueron tres, pero sólo regresó uno. El abuelo de Víctor se quedó en el cementerio, y el padre de Donato en la cárcel. El que volvió, ni se esperó al entierro; urgía traer la noticia y no era para darla por carta. Hizo el camino en sólo dos acaloradas jornadas. Llegó roto, por la precipitada caminata y por las novedades que traía. Sin tomarse un respiro, contó inmediatamente lo sucedido, y el pueblo se quedó consternado. Contó aquí su parecer y entender. Después, los que del pueblo fueron a declarar en el juicio que se celebró, pudieron escuchar todo lo que allí salió a relucir. El crimen se quedó flotando en la duda. Los habitantes de La Val, ante el trágico acontecimiento, se mantuvieron perplejos; ninguno hubiera querido ser miembro del tribunal en aquel juicio: una muerte era una muerte, pero un hombre vejado casi era más muerte. No opinaron. Aceptaron la decisión de la justicia, y se apenaron con las "dos viudas" y con los huérfanos. Les ayudaron en todo lo que pudieron, que fue poco. Lo mejor que hicieron fue callar y comprender; lograron que el odio no naciera entre las dos familias, y que los niños pudieran jugar juntos. Donato y el tío Bernardo, de pareja edad, convivieron revueltos con los demás chiquillos del pueblo. Donato, por poco tiempo, ya que no tardó en ponerse a ganar su pan.

    Por la ventana de la casa de Pedro, entraban los gritos de los niños que habían salido ya de la escuela y jugaban a "Tú la llevas" a lo largo de la calle. Carlitos empezó a ponerse inquieto. Mientras Pedro lo devolvía a Leticia, los pensamientos de la madre de Delia se fueron hacia su yerno Víctor, sintió indignación y reconoció la buena suerte de Leticia. Dejado el niño, Pedro le pidió que siguiera. La madre de Delia, después de dar un suspiro, continuó.

    La justicia embargó y vendió los bienes del tío Andrés, para indemnizar a la viuda y a su único hijo vivo, el tío Bernardo. Pero la madre de Donato fue una mujer fuerte, y supo afrontar la desgracia sin hundimientos morales. Al quedarse sin casa, sin tierras y sin los brazos de su esposo, no huyó. Sus hijos habían nacido en La Val, eran inocentes, y aquí tenían que abrirse camino. Cañada Malvira era entonces una masía. Sus dueños la pusieron en venta, por las fechas en que fue encarcelado el tío Andrés. Si Donato vive ahora en ella y tiene algunas parcelas, es porque las compró su madre. No era ella de aquí; había nacido en Hoyalda, y vino a vivir a La Val cuando se casó. Vendió los bienes que le pertenecían por herencia de sus padres, y compró tierras en Cañada Malvira.

    Ahora fue la campana de la iglesia, la que metió por la ventana el primer toque para el Rosario y para el Catecismo de los niños. Delia y Leticia salieron de la salita de estar, interrumpiendo la historia.

    - ¿Qué te estará contando mi madre? -preguntó Delia.

    - ¡Siga, Siga! Un secreto del pueblo -contestó Pedro.

    - Si hemos de llegar al Rosario...

    La madre de Delia estaba feliz junto a Pedro, y dijo:

    - Es ya sólo un momento, hija.

    Donato, adolescente aún, se fue a pastorear ovejas ajenas al pueblo de su madre. Ella aquí, aró, sembró, segó, trilló y amasó el pan para sus dos hijas y para ella. Murió a los pocos años, cansada de sufrir, de trabajar y de no comer. El tío Andrés lloró en la cárcel su viudez. Las hijas se tuvieron que ir a la capital a servir, y, sin llegar a casarse, también murieron ya. Cuando el padre de Donato cumplió los años de condena y vino al pueblo, el muchacho entraba en quintas. El tío Andrés duró poco. Para mí, murió de tristeza y de vergüenza.

    Sonó el segundo toque de la campana. Se levantó la madre de Delia y dijo a las otras dos mujeres:

    - Cuando queráis.

    - Esperad un momento que me arregle -pidió Leticia.

    Y al momento, Leticia con Carlitos en los brazos y Delia, pesada por el embarazo ya muy adelantado, las tres mujeres se fueron a la iglesia. Pedro, acodado en la mesa, después de escuchar todo esto, se quedó perplejo, incapaz también de tomar partido. Pero sus sentimientos se inclinaron por Donato.


    Víctor fue el primer hombre de La Val con el que Pedro se relacionó. La coincidencia de sus noviazgos con dos amigas, Delia y Leticia, invitaba a la amistad entre ellos. Pedro empezó a conocerlo algo, con ocasión de una visita que hizo a La Val para ver a la novia.

    Víctor lo invitó a la cantina. En la tertulia se tomaron unos vinos con otros del pueblo que allí había. La lengua se hizo fácil, las cabezas se enturbiaron, y las ideas se confundieron. Brotó la discusión. Unos opinaban que la mucha maquinaria que se estaba comprando era una carga excesiva para la raquítica agricultura del pueblo; los otros, que la favorecería. Siguieron las rondas de vinos, y la controversia encendió el acaloramiento.

    Fue entonces, cuando alguien, para cortar la discusión, alzó la voz para decir: "¡vamos a echar una morra!" Los que opinaban de una manera formaron un bando; los que decían lo contrario formaron el otro. Se colocaron frente a frente dejando un pasillo por medio.

    Pedro no conocía este juego, y lo siguió atentamente. Se enfrentaron los dos primeros de cada bando. Uno se escupió las palmas de las manos y se las frotó. El otro escondió el puño derecho bajo la axila izquierda. Se miraron a los ojos, y lanzaron cada cual su brazo derecho al centro del pasillo, mostrando cierto numero de dedos al mismo tiempo que gritaban, al límite de las cuerdas bucales, un número: ¡dooós!, ¡cuatrooó!, ¡seiiís!. intentando que adivinar la suma de los dedos de ambas manos. El grito era seco al vocear: ¡todas!

    En el fuerza del grito parecían desahogar todo el ardor de la discusión.

    Los jugadores, tal vez, no; pero Pedro vio tal carga de agresividad en la manera de mostrar los dedos Víctor, que le dio miedo su manera de jugar.

    El puño cerrado equivalía a "uno". Víctor, al mostrarlo gritando, parecía dar a entender: "¡de un puñetazo te salto las muelas!"

    Para "dos", se enseñaba el pulgar y el índice abiertos. A Pedro le pareció que Víctor decía: "¡si te agarro por el cuello..!"

    Para indicar "tres", se hacía con el pulgar, el índice y el medio. "¡Te los voy a clavar en la tripa!", amenazaba Víctor.

    Para "cuatro", parecía que hiciera cuernos al contrario, al esconder el pulgar bajo la palma y enseñar el resto.

    Con la mano abierta, para mostrar "todos" los cinco dedos, Víctor decía: "¡la bofetada no te la quita ni tu abuela!"

    La discusión pudo haber terminado en riña o, al menos, en enfado, pero, gracias a este juego, no pasó de unos gritos numerados. Los perdedores pagaron otra ronda de vinos mientras comentaban la partida, y se fueron amigos cada cual a su casa.

    Es frecuente en La Val que en las noches de verano, a la puerta del bar, hasta las tantas, se oigan los gritos de "la morra". Los viejos, al escucharlos desde el insomnio de sus camas, piensen: "hay armonía en el pueblo, como en mis tiempos". Los pastores que andan de noche tras su ganado por los montes cercanos se sienten acompañado con estas voces. Y hasta los niños del pueblo aprenden a sumar hasta diez, viendo jugar a "la morra". A Pedro, aunque no lo practica, le agrada.

    Pero le asustó verlo jugar a Víctor, y sospecha que aquellas maneras ya contenían las actitudes que descubrió más tarde.

    En efecto, las bromas de Víctor son de mal estilo.

    A primeros de cada mes, los jubilados aguardan en la puerta del estanco a que llegue a pagarles el empleado de la Caja de Ahorros de la capital. Apoyados unos en sus garrotes; simulando otros aún buenas piernas, y todos, con traje de pana y boina en la cabeza, esperan en discreta cola, el cobro de su pensión.

    Estando así uno de los meses, el estrépito de un tractor que subía por la calle obligó a los ancianos a repretarse contra la pared del estanco. La pobre conversación que se traían tuvo que enmudecer ante el ruido del motor. El conductor, al pasar junto a ellos, les gritó algo. Ellos no pudieron oír, y levantaron la mano para corresponder a lo que creyeron ser un saludo.

    Entre los jubilados, también estaba Bruno el Manco con su habitual locuacidad. Sólo él, fino aún de oído, pudo escuchar bien lo que les dijo. No se sorprendió de que Víctor, amparado en el poderío de su tractor, hubiera dicho tamaña impertinencia:

    - ¡Esperando a que caiga la sopa boba, ¿no?!

    A Bruno le dolió, pero puso mordaza en su labios. No quiso aguar la pequeña fiesta que de aquellos viejos.


    Don Vicente, el maestro de La Val, es hombre de ocupaciones vividas ilusionadamente.

    Cualquiera que haya compartido con él alguna de sus aficiones, habrá disfrutado. La escuela y los chicos, junto a él, son un gozo. En la caza, aunque el monte niegue obstinadamente sus piezas, él ve una liebre debajo de cada matorral; y pescando, brinda una trucha en cada lance. Su optimismo no sólo impide el desaliento sino que mantiene tenso el entusiasmo.

    Se entrega a todo y a todos apasionadamente. Donato dijo de él en cierta ocasión:

    - ¡Don Vicente, sí que es persona!

    Cuando don Vicente visita la cantina, vale la pena entrar. Sin cercenar la confianza, pone buen humor y modales. No en vano ha sido el maestro de la mayoría de estos hombres. De cuando en cuando, acude a la tertulia con el pretexto de tomarse un vino. En su culta sencillez, cuenta con gracia las anécdotas de su jornada de trabajo que, según él, es un descanso.

    Un día de años pasados, andando Bruno el Manco con el ganado, sorprendió al maestro sentado bajo la sombra de una sabina, escribiendo algo relacionado con su escuela. De sopetón, le dijo:

    - ¡Me gustaría saber escribir! Leer, no tanto; pero escribir... Leer debe ser algo así como recibir un favor. Escribir, en cambio, debe ser como dar. ¿No es verdad que uno se siente más persona cuando da, que cuando recibe? Claro que si no hay quien reciba, tampoco podría haber persona que diera. ¡Ya me he liado! Le quiero decir que me gustaría escribir... ¿Cómo se expresa la felicidad?

    Y don Vicente, con letras mayúsculas, escribió FELICIDAD, y se lo mostró.

    - ¡Huy! ¿Sólo con eso ya está escrito todo lo que yo quisiera decir? Eso que, cuando llega la noche y me tumbo tripa arriba en la cama cansado de andar, de hablar, de echar una mano a alguien, y se me viene el sueño riendo y en paz, sin congojas ni preocupaciones para el día siguiente, eso que yo siento, ¿cómo se escribe?

    - Eso, Bruno, no se puede escribir más que como tú lo has dicho.

    - ¿No cabe en las letras ni la pena ni la alegría?

    - No se pueden expresar; sólo vivir.

    - ¡Ya! Deben ser cosas hondas, difíciles de sacar. Cosas de la persona, que diría Donato.

    - Lo que Donato dice es que cada uno somos un secreto oculto a nosotros mismos, y que, ni aún queriendo, nos podemos descifrar.

    - Algo así.

    - Y no le falta razón. El espíritu siempre es misterio. Y sólo aceptando este misterio, se explica y aclara el ser de la propia persona.

    El Manco se llevó el muñón a la frente para decir:

    - ¡Huy! Lo mío no es pensar, ¡sólo vivo!

    - Pero hay que pensar; y, sobre todo, creer. El orgullo de nuestra mente puede llegar a ser tan pedante que, siendo misterio ella misma, se empeñe en negar que hay misterios fuera.

    - No siga. Me conformo con creer -concluyó el Manco, y se fue tras las ovejas.


    Al poco de vivir en La Val, Pedro, hombre de trato franco con todos, había advertido con extrañeza que, cuando en la cantina o en cualquier reunión hacía él algún comentario sobre los partidos políticos, los contertulios se mantenían en un sospechoso silencio. Nadie le seguía la conversación ni tomaba la palabra. Pensó si la política aquí sería tabú.

    No comprendía la razón de esta actitud, siendo así que en el pueblo existían diversas opiniones políticas. La prueba estaba en que, cuando había elecciones generales, todos los partidos sacaban sus votos. Unos menos que otros, pero todos conseguían alguno.

    Fue precisamente don Vicente, estando aún de maestro en el pueblo, el que le explicó que en La Val saben que las ideas estas, expresadas y defendidas en público, acaban por crear rivalidades y enconos. Para evitarlos y no romper la armonía del pueblo, cada cual se las guarda para expresarlas únicamente en el voto secreto.

    Las dificultades vinieron, le contó también don Vicente, cuando se convocaron elecciones municipales y se tenían que presentar candidaturas, al arrimo ideológico de los partidos.

    Un mes antes de la fecha oficial, en decisión compartida por todos, cada vecino con derecho a voto escribió en un papel los nombres de las seis personas que considerara más aptas para ser de ayuntamiento. En una urna se depositaron las listas. Se hizo el recuento, y los seis personas más votadas pasaron a formar la candidatura. En el día oficial volvieron a votar, y fueron elegidos por unanimidad.

    Pedro, cuando escuchó la fórmula que se adoptó para soslayar el problema, no pudo dejar de manifestar:

    - Una vez más, en La Val son sabios.

    Pero la buena opinión de Pedro, sobre el modo de plantearse la política en el pueblo, se le derrumbó en un momento. Llegó a pensar que esas maneras de actuar no era otra cosa que cobardía. Por unos días, anduvo casi atormentado.

    Le alborotó la cabeza un escrito anónimo que le dejaron en la ventana baja de su casa.

    Sin poderlo evitar, se distanció de la gente y se refugió en la familia, en el trabajo y en el río. Poco a poco fue recuperando el sosiego.


    Lo recuerda muy bien. Leticia estaba encinta del tercero y Carlitos empezaba a ir a la escuela. Se le grabó tan hondamente que, de cuando en cuando, se le reaviva con los más nimios detalles.

    Todo fue, porque un día de fiesta, en la cantina con mucha gente, se permitió exponer algunas de sus ideas, mientras se tomaba un café, de pie en la barra, con los que creía sus amigos.

    Entró un mozo, sobrino de Leticia, gritando tonterías. Un hombre, ya mayor, que estaba jugando su partida de cartas, le pidió, por favor, que no diera tales voces.

    - ¡Estamos en democracia! -le contestó el joven.

    Pedro intervino:

    - ¡La democracia no es tapadera de gamberros!

    El sobrino se achantó, y Pedro, en tono sereno, empezó a soltar sus ideas:

    - Dicen que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. Y para mí, los peligros le vienen del concepto que se tenga de la libertad.

    Se fue haciendo silencio en el bar. En las mesas continuaron jugando, pero atentos a lo que Pedro decía:

    - Si el pueblo fuera "soberano"realmente, tendría que decidir y elegir por sí mismo: las ideologías expuestas en las campañas electorales serían un atentado a la libertad. Ningún hombre, si reconoce la soberanía de los demás, tiene derecho a influenciarlos, a atraerlos, a inclinarlos en una dirección o en otra. Pero esto ya se ve que es imposible, desde el momento en que cada hombre es aprendiz inteligente por naturaleza y vive en permanente intercambio social. Por ello, la "soberanía" que, según se dice, radica en el pueblo, es sólo un pretexto para hacer de ella, frecuentemente, un pedestal sobre el que se encumbran los que mejor nos manipulan. Y esto ha sido así antes, ahora y siempre.

    ¡Soberano, Soberano...! Quedaría mejor que nos dijeran que tenemos derecho elegir a nuestros representantes, como tenemos derecho a trabajar, a formar una familia, a vivir, etc. No critico la democracia, sino la "soberanía" que se empeñan en atribuirnos. Sólo un ser superior al hombre tiene derecho a inclinar la inteligencia y la libertad de éste. Sólo él es Soberano".

    Ya nadie echaba cartas sobre los tapetes de juego. Uno quiso acotarle su razonamiento:

    - Pero no todos creen en ese Soberano.

    - Pues una democracia con sólo la "soberanía" del pueblo no tardará en acabar en dictadura. Si no hay Dios, tampoco puede haber honradez, ni bondad ni maldad. Lo que cada hombre haga, sea lo que sea, siempre será bueno.

    - ¿También robar y matar?

    - Y molestar y mentir y calumniar. ¿Quién puede decir que todo eso es malo?

    - ¡Las leyes!

    - ¿Y quién hace las leyes? Hombres como tú y como yo. ¿Es que otros no tienen derecho a hacer leyes que manden lo contrario? Si no se acepta a Dios, todo es juego de hombres.

    Una democracia montada al margen de valores superiores debería tragar con todo. Lo mismo que se despenaliza la droga o el aborto, debería aceptar el terrorismo y el robo. ¡Todo! Si no hay Dios, ¿quién puede decir que es mala una cosa y la otra no?

    ¡Tarde o temprano, el caos! Y se tendrá que recurrir, para mantener las reglas del juego, a aumentar el número de policías. ¿No se nota ya? Y una democracia con represalias empieza a parecerse mucho a las dictaduras.

    Para mi, la democracia no es sólo un sistema político, que en un momento determinado nos imponemos por mayoría. Es vivir con comprensión, con tolerancia, con solidaridad, con respeto. No porque lo digan las leyes, aunque mejor si además lo dicen.

    Pedro se tomó el último sorbo de café; pagó el suyo y el de sus amigos, y se fue, dijo, a pasear por el río. Al salir, se mantuvo un silencio denso en la cantina. Reanudaron sus partidas de cartas, y nadie hizo comentarios. No todos comprendieron lo que había dicho, pero sí entendieron que se había desnudado políticamente en presencia de todos ellos.

    Fue pocos días después. El anónimo, en uno de los pliegues externos del papel, decía con buena letra: "Para Pedro".

    Era una hoja arrancada de un cuaderno escolar, con manchas, como de haberse usado en la mesa de la cocina. Al verlo, pensó que sería algún recado que le había dejado alguien, mientras no estaba en casa.

    Lo desdobló y empezó a leer. Tenía caligrafía disimulada, faltas intencionadas de ortografía, palabras con alguna letra descolocada como escritas por un dislépsico. Después de varios repasos, pudo descifrarlo:

    "Hablas mucho de política y mezclas a Dios en ella. Para esto ya están los curas. Sabes demasiado. ¿Dónde lo has aprendido? ¿Has tenido que venir a refugiarte a este pueblo engañando a Leticia? ¿Qué secretos, Pedro, hay en tu vida de farsante?"

    Se quedó aturdido y amargado. Le acudían pensamientos ácidos e insultantes. ¿Contra nadie? ¡Contra todos! Nunca había experimentado semejante exasperación. Luchaba por dominar sus ideas; pero el papelito mugriento y envenenado se paseaba por su imaginación con insistencia obsesionante, exigiendo una explicación.

    Quería guardarse para sí solo estas perplejidades crispantes, pero no pudo. Leticia adivinó que algo le pasaba, y Pedro tuvo que leérselo.

    - Vas poco al bar, y aún es demasiado. ¡Qué dirías!

    - ¿También tú?

    - No, Pedro. Te conozco y te quiero tanto, que no puedo dudar de ti; no dudes tú de mí. Aquí no toleran que se hable de política en público. Has roto esa especie de compromiso, y sólo han querido advertírtelo.

    - Yo acepto que me digan a la cara, o con un anónimo si son cobardes, todo lo que quieran; pero no, insinuando calumnias. Todos han perdido la estima que me merecían. ¡Son unos cobardes!

    - Todos, no. Sólo ha sido uno.

    - Pero como no sé quien es, puede ser cualquiera; uno a uno, todos. No debo sospechar de nadie, pero no puedo evitar la duda de que cada uno es un traidor.

    - No le des más vueltas. Si no te hubieran escrito ese maldito papel, estarías feliz. Ignorarías que hay uno que piensa mal de ti, y, al no saberlo, hasta lo tendrías por amigo. Procura olvidarlo, y quema el papel.

    - Estoy convencido de que no piensa mal de mí; sólo ha querido herirme para vengarse por las verdades que dije. Debe ser algún intolerante resentido.

    Leticia buscaba la manera de distraer la obsesión de Pedro, y le habló del mayor de los chicos.

    - Me ha dicho el maestro que Carlitos anda demasiado enjugascado, y retrasa sus deberes. ¡Háblale tú también!

    - El domingo me lo llevaré al río. Prepara merienda y, para él, una botella de naranjada y unas bolsas de papas o pipas. En una sombra, mientras merendamos, le hablaré de ello.

    A raíz del anónimo, se encerró en el reducido número de personas que descartó. Durante una temporada, vivió con un rejón clavado en los más alto de su honor. Lo sufrió a solas, y todavía no quiere que se sepa, porque tampoco él sabe quién se lo clavó.

    Pero, al reflexionar sobre lo cruel que ha sido la vida con Donato y la serenidad con que la vive, la vieja pesadilla del anónimo le parece una rabieta de niño. Su ilusión primera de echar raíces en La Val se ha tornado en madurez y en realismo. Ha descubierto que no hay tierras cómodas de sembrar.


    Donato pasó de las primeras letras en la escuela de La Val a pastor con amo, que le daba de comer y sólo de comer. Y de pastor curtido y mal alimentado saltó a la mili cuando fue llamado a quintas. Para los mozos rurales de entonces, alistarse al servicio de los ejércitos de Su Majestad o servicio de la Patria o entrar en quitas o simplemente hacer la mili era uno de los acontecimientos más relevantes de su vida. No hay más que ver cómo preguntan a otro por su quinta para conocer sus edad. El año de quintas era más importante que el del nacimiento en una alcoba estrecha y oscura; entrar en quintas era tanto como nacer e incorporarse a una nueva vida más ancha y adulta ya.

    Gracias a la mili Donato recorrió algo de mundo, conoció a otras personas, hizo nuevos amigos y hasta vio y cruzó el mar, pues, según dicen, después del permiso que le dieron para enterrar a su padre, lo mandaron para el resto de su servicio militar a la guarnición de las islas Chafarinas.

    Fue aquí donde trabó una buena amistad con un compañero natural de Anadón de la misma provincia. En los largos ratos de ocio, además de asistir a la escuela de adultos que dirigía el Páter, que es como llaman los soldados al sacerdote capellán, hablaban de las cosas de sus pueblos: Donato, de ovejas; el otro, de trufas y perros truferos. Donato nunca había oído hablar de trufas y menos de perros truferos. En cambio su amigo era ya un experto e ilusionado conocedor del tema, siendo aún tan joven. Hablaban y hablaban horas y horas sobre trufas y su entorno. Eran, además, muy lucrativas; en años regulares se podían ganar algunos cientos y hasta miles de duros. Esto a Donato, sólo en la vida y sin provenir, le interesó, contando con que en el término de La Val había buenos corros de encinares.

    Terminó la mili y volvió el pueblo con soltura para leer y escribir, con un libro de los Evangelios que le regaló el Páter, con el mar visto hasta aburrirse, con amor a la Patria y con un amigo de Anadón. Antes de despedirse, los dos quintos planificaron los pasos a dar en el proyecto de la trufa en La Val.

    Nada más llegar, que fue por primavera, limpió y arregló su pobre casa, al tiempo que se ponía a trabar de criado, a cambio de la comida y unas pocas peseta a cobrar por San Miguel.

    Se enteró de que la perra de uno del pueblo había parido, y corrió a pedirle un cachorro. No estaba historiado en un linaje de abolengo; era lo que vulgarmente se dice un chucho, nacido después de un sin fin de cruces. Le puso nombre, y con el nombre Zis el animal empezó a obedecer a su amo.

    Cuando llegó a ser cachorro adelantado, se vistió de pelo fino color canela con una mancha blanca en la paletilla izquierda y con un lunar negro rodeándole el ojo derecho. Era de porte mediano con rabo entero, de cuerpo enjuto tirando a flaco, de patas finas y orejas puntiagudas bien definidas.

    Zis, como los demás perros del pueblo, iba a ser amaestrado para una caza especial.

    Entre tanto, como todos los perros, ladraba a cualquier persona forastera que llegara por primera vez al pueblo; y, una vez olfateada, la catalogaba en el fichero de su instinto, para saber que en adelante ya no debía denunciarla. Vagaba suelto por las calles; se peleaba, y perdía o ganaba. Ladraba brioso si estaba junto a su amo, o huía medroso si andaba solitario. Pero era perro con amo y, cuando se hacía de noche, entraba en la casa o se tumbaba en la puerta.

    Al entrar en el otoño Donato, según tenían previsto, viajó a Anadón para ver, en compañía de su amigo quinto, cómo se cazaba y cómo era una trufa.

    La plaza de Anadón, presidida por la esbeltez de su torre, era el inicio de los caminos, de tractor o de herradura, que acaban en los labrantíos o en la espesura del monte. Su extenso término municipal estaba cubierto por un tupido bosque de carrascas. Las laderas que subían, las vaguadas sin horizonte, las lomas que emergían, las planicies amplias, las solanas, las umbrías, todo era carrascal de verdor plateado. Hasta los campos de cultivo, o trigales en sazón o rastrojos o barbechos, se hallaban incrustados, como calvas terrosas, entre el encinar. Era tierra propicia para que criara el conejo; para que se defendiese la perdiz, y para guarecerse el jabalí. Pero en aquel extenso carrascal se criaban trufas, cuya captura era igual de apasionante y, además, aportaba abundante dinero contante y sonante a los dueños de los perros. Por esto, desde tiempo atrás, Anadón era el centro de la región del comercio de la trufa, con mafias incluidas.

    Sólo estuvo dos días y se volvió a La Val con una trufa en el bolsillo, envuelta en papel.

    Zis ya tenía patas para andar por el monte, y Donato empezó a amaestrarlo. Luego de una larga caminata, le dio un trozo de pan con algo de trufa, que le produjo una especial fruición en las fauces. Tanto le gustó a Zis, que se sentó sobre las patas traseras, dobló las puntas de las orejas y, torciendo expectante la cabeza, se puso a mirar fijamente a su amo, suplicándole más. Había empezado a saborear lo que, meses más tarde, sería su única obsesión. Pero, por aquel día, ya no probó más de la golosina aquella.

    Zis tenía que hacerse fuerte, sobre todo, fuerte de manos. Donato lo paseaba por la dureza del carrascal. Y allí, otro día, dejándolo caer en tierra, le dio un pedazo, sin mezcla, de aquello que tanto le gustó. Lo comió con avidez y luego lamió el suelo y la mano del amo. Miró a Donato y, con sólo imaginarse la posibilidad de una nueva ración, le chorreaba baba por los colmillos. Daba saltos y hacía carantoñas delante de su dueño, mientras ambos caminaban. Donato, jugando con él, le daba a olfatear el papel en que había llevado envuelta la pequeña porción; y pensaba que Zis iba a ser un buen cazador.

    Así, día tras día, fue engolosinando a Zis.

    Y llegó el momento de la prueba, que debía ser la definitiva para confirmar las buenas cualidades del perro, si es que había trufas en los carrascales de La Val.

    Salieron ambos al monte. Donato ató a Zis a un matorral; se alejó de él, y dejó en el suelo una porción insignificante de aquella gollería. A partir de este punto, a lo largo de unos cien metros, cada cinco o diez pasos, tocó el suelo con otro pedazo. Al final, haciendo un pequeño hoyo, lo enterró.

    Volvió luego y desató a Zis; le dio a oler el morral en el que había llevado las dos raciones; lo llevó hasta el lugar donde había dejado tirado el primer trozo, y lo invitó a que buscara. No tardó en encontrarlo, y lo masticó recreándose en su intenso sabor. A sus finas narices le llegó el olor de la primera huella puesta por Donato; de ésta pasó a la siguiente, y a la otra, y así, moviendo inquieto la cola, llegó hasta el trozo enterrado. El perfume era penetrante; lo que buscaba estaba allí mismo, pero no lo veía.

    Donato esperaba nervioso la reacción del perro. Zis aplicó las narices al suelo y se le inundaron de perfume y de tierra. Estornudó para expulsar el polvo, y se puso a escarbar con toda la fuerza de sus manos. El amo sonrió satisfecho; se puso en cuclillas junto a Zis, y, cuando éste desenterró el anhelado cebo, apartó al animal de un manotazo, y recogió el trozo que había ocultado. Como premio a su buen trabajo, sólo le dio un bocado de pan. Camino de casa, contento por el comportamiento de Zis, lo acarició y le dio también una menuda ración de golosina.

    En días sucesivos fue repitiendo estas y otras tretas, para lograr su perfecto adiestramiento. Definitivamente, era perro que prometía y, pensando en las ganancias, merecía dedicarle tiempo. Pero, ¿habría trufas en el término de La Val?

    Del tamaño de una patata menuda, de color rojo oscuro como de sangre seca, de un perfume penetrante y de un sabor refinado, la trufa ha logrado encumbrarse hasta las más cotizadas cocinas y reposterías. Por no mostrar señales a flor de suelo, como podría ser un tallo o unas hojas, el hombre se queda sin lógica, y pasa de largo, sin percatarse de que se ha dejado atrás un tesoro. Es natural que haya cosas que exceden al hombre. Por esto, tiene que apoyarse en la fe. Y, en este caso, Donato depositó su fe en el instinto amaestrado de Zis.

    Sólo un buen olfato es capaz de señalar el punto exacto donde se halla enterrado eso que buscan los cazadores de trufa. Basta una capa de quince o veinte centímetros de tierra, para que la trufa pase desapercibida al hombre, aunque la tenga bajo sus mismos pies.

    La fidelidad de los perros a sus amos, la adicción que sienten hacia la trufa después de haberse cebado a ella, y el hambre a que son sometidos en el tiempo de caza, son los elementos que conjugan los cazadores para lograr un buen perro trufero. Les fomentan promesas de un paraíso de trufas; los halagan con demagogia de gestos y palabras, y les permiten libertades callejeras. Pero cuando se acerca el disfrute del anhelado sueño que se cría en el carrascal, la libertad se convierte en encerrona, en hambre y en manotazo; la trufa es para el amo. Así reflexionaba Donato.

    Llegó, por fin, el mes de noviembre con todo el invierno por delante, que es la época en que la trufa ya está criada, y Donato decidió salir a cazarla con Zis.

    Calzado de abarcas, se terció a la espalda el morral con la comida para todo el día y un machete largo; se echó al cuello un tapabocas tirando las dos puntas hacia atrás, y un viejo tabardo sobre el hombro. No hacía frío aquella mañana, pero en tierra de carrascas podía empezar a hacerlo en cualquier momento. Fue al corral, y soltó a Zis que había estado atado en él, sin probar bocado desde la tarde anterior. El perro alargó el cuello para olfatear el morral del amo y se puso a dar saltos de gozo. De gozo, porque barruntaba las trufas, porque iba con su dueño y porque pondría fin al hambre atrasada.

    Adentrados ya en el carrascal elegido para la prueba, salió un conejo regateando entre unos chaparros. El perro se asustó sorprendido, pero reaccionó y salió ladrando detrás. Donato lo tuvo que llamar enérgicamente, y Zis acudió moviendo la cola. Le dio un manotazo en el hocico mientras le decía despectivamente:

    - ¡Conejos!, ¡conejos, no!

    Y metiendo la mano en el morral, palpó la porción de trufa que llevaba, restregó la palma en el suelo, e invitó a Zis a que buscara. Fue suficiente.

    Irguió la cabeza con el cuello estirado para olfatear el viento; la movió luego de una lado a otro como orientándose con las narices, y así, empezó a andar despacio; fue bajando la cabezota sin dejar de caminar, hasta que pegó el morro en un punto del suelo. Donato iba detrás, asombrado por las buenas maneras que mostraba el perro en su primer día. El suelo estaba duro y con piedras, pero no fue inconveniente para que Zis empezara a escarbar con ambas manos.

    - ¡Quieto Zis, no te dañes las uñas -le dijo Donato

    Y, sacando el machete del morral, removió la tierra y las piedras, mientras impedía con el antebrazo que el perro metiera sus manos. Le dio permiso para que continuara, y, después de oler de nuevo, empezó a escarbar la tierra removida. Dos veces más, Donato tuvo que usar el machete, atento siempre a que apareciera el tubérculo. Y apareció. De un manotazo apartó a Zis, y se echó la trufa al morral.

    - ¡Hay trufas en los carrascales de La Val!, quiso gritar, pero no le salió la voz. Se llenó de gozo al pensar que tenía asegurado el porvenir.

    El perro, sentado sobre las patas traseras, miró a Donato con cara de hambre, y, en gratitud, quiso dar a Zis la trufa fresca; se detuvo, al entender que no debía mal educarlo. Sólo un trozo de pan fue la recompensa a su estómago vacío. Acto seguido, le ordenó:

    - ¡Zis, busca!

    Y el buen perro empezó, otra vez, a buscar con las mismas trazas. A menos de cinco metros descubrió otra, y otra, y muchas. Donato regresó a casa con el morral lleno, convencido de que Zis era un gran perro trufero.

    Lo que buscaba Zis en las cacerías era matar el hambre, fuera con trufa o con lo que fuera, pero tenía que conformarse con sólo uno bocado de pan; y, aunque esto le parecía cruel, seguía fiel a su amo, que es lo propio de la naturaleza del perro. Ya en casa, Donato le dio una trufa entera.

    No contó a nadie del pueblo el descubrimiento que había hecho, y, al día siguiente viajó de nuevo a Anadón con las trufas en un morral, para que su amigo, como intermediario que era según habían convenido, se les vendiera, y para hablarle del perro: cómo olfateaba las trufas y las marcaba con rapidez y precisión.

    - Gracias a él, vas a ser un buen cazador, le dijo..

    Se volvió a La Val con doscientos duros en el bolsillo. Le pareció una fortuna.

    Para Donato, el comportamiento de Zis era único. Sin duda alguna, era mejor que el de su amigo de Anadón. Era un perro especial. Su amo se fue prendando cada vez más de él, y empezó a mirarlo y a tratarlo en claves de persona: con cariño casi de padre, de amigo, de hermano, de hijo. Llegó a creer que su Zis tenía pensamientos. Y se convenció de que los tenía, cuando, mirándose fijamente el uno al otro, leyó en sus ojos el siguiente mensaje:

    "Si compartimos los trabajos, compartamos también las trufas".

    A partir de este momento, aunque fuera víspera de caza, lo dejaba en libertad, sin amarrarlo con cuerda; no lo sometía al hambre ni le daba el manotazo cuando escarbaba una trufa. Era el propio perro el que se la entregaba con la boca. Y Zis supo que podía comerse la mitad de las trufas que marcaba., auque nunca usara este derecho Empezaron a compenetrarse tanto, que parecían dos en uno solo; no les era fácil distinguir quien era la persona y quien era el perro.

    Salían al monte todos los días, y el trajín de Zis alegraba los encinares. No había rincón del tupido monte que no fuera barrido por su fino olfato. Trasteaba, pasaba, repasaba, se metía y salía por entre las carrascas. Eran ya varios los kilos de trufa que tenía Donato, y volvió a Anadón para venderla. Su amigo se admiró. Le aconsejó que no pusiera a la venta tanta cantidad, pues los precios tan altos obedecían a su rareza. Que la guardara en casa y la sacara al mercado poco a poco, pues aquí se negociaba la trufa todo el año. Su amigo no tenía capacidad económica para tanto, y le presentó a la persona con la que podía negociar, previniéndole que no pidiera menos dos mil duros. Después de enseñar la mercancía y de regatear discretamente, le dieron mil quinientos duros. No sabía qué hacer con tanta cantidad, y, de paso por la capital, abrió una libreta en la Caja de Ahorros.

    Pasó así varios años, y la cantidad ahorrada fue aumentando. Su buen pensar le aconsejó que no debía reservarse pa sí solo el negocio de la trufa de La Val; también otros del pueblo podían aprovecharse, pero no iba a convocar a los vecinos para comunicar sus deseos. Él vivía aislado y evitaba el trato, como quien arrastra una vergüenza. En el pueblo se comentaban los trajines de Donato con su perro, pero se quedaba todo en el misterio. Uno de los pocos con los que tenía trato era Bruno el Manco. Se encontró un día con él, que andaba guardando el ganado en el carrascal de la Muela, y le contó su secreto de la trufa, y que también otros podían aprovecharse. Conocía al Manco, y, en pocos días, todo el pueblo se enteró a qué se dedicaba Donato; que con ello se sacaba unas buenas pesetas; que lo mismo que lo hacía él, lo podían hacer otros con el tiempo que malgastaban, y que sólo se necesitaba un perro enseñado.

    Y, en efecto, empezaron algunos a interesarse, y amaestraron sus perros con el asesoramiento del mismo Donato que les dio, además, la trufa para tal menester. Con el correr de los años eran varios de La Val los que se dedicaban a la caza de la trufa, y entraron también en contacto con la mafia de Andón. Por aquí supieron que Donato solo vendía más que entre todos los demás juntos. Alguien pensó que no había contado toda la verdad, y maquinó la venganza.

    No se sabe quien fue ni el motivo; pero un día de verano encontraron a Zis muerto en un camino de la vega junto a los sargales del río por tiro de escopeta. Estaba desvedada la codorniz y nadie se sorprendió de oír disparos. Donato lo recogió y lo enterró en el carrascal de Cañada Malvira.

    Poco después se fue a vivir allí definitivamente en el caseto que había levantado a un tiro de piedra del caserón de la masía, con el pretexto, dijo a Bruno el Manco, de estar más cerca de sus únicas tierras heredadas de su madre. Algunos pensaron que lo habían echado del pueblo los que le mataron el perro.

    Con los dineros ahorrados compró algo de ganado y empezó su nueva vida de solitario en Cañada Malvira.


    En sus tiempos jóvenes, Donato era alto, rubio, de ojos azules: buena planta. Ahora, a sus setenta y algún años, anda encorvado, como enganchado por una lumbalgia crónica, que duele de sólo verle. No es que tenga chepa; su figura viene a ser un ángulo recto andante, cuyo vértice son las nalgas.

    El crimen que rondó a su familia lo ha dejado marcado. Para huir, tal vez, de la sinrazón que ha visto de ojos a afuera, se refugia en Cañada Malvira.

    De cuando en cuando, usa la bicicleta para llegar hasta La Val a sus gestiones o compras. La deja recostada en la pared de la tienda, y sale, de poco en poco, con bolsas que va colgando sobre el manillar, por la barra y el sillín. Lo último que compra es el vino: quita el tapón del tonel, le coloca un envasador, vierte una medida de cinco litros en sus entrañas de madera, lo tapa, entra de nuevo a pagar, y se vuelve a su mundo.

    Tanto Donato como Bruno el Manco son solteros, no porque no hayan amado, sino porque no se han considerado dignos. El Manco siempre ha pensado:

    - ¿Qué mujer carga con un muñón para toda la vida?

    Y Donato se dice para sus adentros:

    - ¡Nadie acepta un crimen como dote!

    No por esto, son de corazón seco. Además del amor a una esposa y a unos hijos, hay otras muchas maneras de amar.

-II-

    "No sé qué soy, pero sé que debo vivir

en relación de bondad hacia los demás".

    Hoy no hace mañana para andar sobre la bicicleta. Son ya varios los días que se llevan con eso que los meteorólogos llaman altas presiones, y esto, en La Val y en el mes de diciembre, quiere decir días de sol radiante en un cielo limpio, pero de amaneceres, a "bajo cero", que se remeten en todo el cuerpo.

    No tardará en asomarse el sol por detrás de los cerros, y el frío está en su punto álgido. El encorvado Donato sale envuelto en un viejo tabardo y en un pasamontañas; a medida que avanza, el aliento se le condensa en churretes de hielo al traspasar la lana.

    Desde lejos ve el pueblo que, a esas horas, parece muerto. La única señal de vida es el humo que sale por las chimeneas de sólo un par de casas; el resto aún duerme. Los barbechos y los prados han amanecido empañados de escarcha; el pelaje verde-oscuro de las sabinas se ha blanqueado de canas; las ramas de los chopos y arbustos, despojados de follaje, se asemejan a carámbanos.

    Se va acercando Donato al pueblo. Toda la naturaleza está metida en un inmenso congelador. En los rápidos del río, el agua exhala el aliento al respirar, y las sargas, desnudas junto al cauce, son frágiles varillas de vidrio.

    Por las calles solitarias pasa el cura a la iglesia; el maestro a la escuela; algunos hombres a la cazalla de la cantina, y el secretario al ayuntamiento. Todos bien arropados, con la bufanda enrollada al cuello para taparse los alientos.

    Donato va de tiro al ayuntamiento. Antes de entrar, se despoja del pasamontañas y, de un golpe, le sacude los pendientes de hielo. El funcionario está encendiendo la estufa.

    - Ya lo hago yo -le dice Donato.

    Y mientras mete la tea encendida, la rodea de astillas y luego añade leña gorda, el secretario le pregunta sobre el motivo de su visita.

    - Pagar lo que debo, y meter pliego para la subasta. También este año, quiero quedarme los pastos de Cañada Malvira.

    - Me parece que vas a tener competencia -le advierte el funcionario.

    - El que sea, está en su derecho.

    Mientras el secretario le prepara los recibos y, ante la máquina de escribir, le dispone el pliego de la subasta, Donato se sienta junto a la estufa, comiéndosela con las piernas.

    Paga los recibos; escribe en el papel la cantidad que cree justa por los pastos del siguiente año, y se despide.


    Se acerca luego a la cantina a saludar a los que en ella pueda haber. Estando aquí, se oye la campana que toca a misa.

    - Hoy es por los difuntos del pueblo -recuerda uno.

    Y Victor, que esta mañana también ha acudido, dice con su peculiar estilo:

    - ¡Tragaperras! No hay remedio para los muertos.

    Donato, alzando el brazo por encima de su tullido cuerpo, consigue dejar la copa sobre el mostrador y, con calma, le replica:

    - Al decir lo que has dicho, estás demostrando que hay en ti algo que no muere. ¿De dónde te nace ese pensamiento? ¿De los sesos que se pudren? También mi mula tiene sesos, y jamás se le ha ocurrido una reflexión. ¿Dejó Goya de ser pintor, porque un día se quedara sin pinceles? Los pinceles de la persona son el cuerpo; lo necesita, pero no es la persona. Está mucho más honda.

    Víctor, fiel a sus modos, responde:

    - A pesar del frío, tienes la cabeza caliente. Un científico lo ha dicho en la tele.

    Donato, a quien no le asusta ni Víctor ni el científico ni la televisión, pero tampoco quiere discutir, mientras saca el monedero, aclara:

    - Seguro que hay otros científicos que piensan lo contrario. ¡Mira, hijo, todos tenemos, cada uno, nuestra propia cabeza; no pensemos con la ajena!

    Se abre la puerta, y entra Pedro el de la Leticia. Donato lo mira para corresponder al saludo, y con una seña pide al del mostrador que lo incluya en la cuenta. Paga las copas de todos los presentes, y añade:

    - Si ser joven fuera una enfermedad, tendría fácil remedio. Los años se encargarían de curarla. Pero no es una enfermedad.

    Y mientras se cala el pasamontañas, deja caer esta sentencia:

    - ¡Hay hombres que no han digerido el empacho de la adolescencia! Me voy a soltar los borregos.

    - Los que no dan lana, andan ya sueltos -le dice Víctor, intentando ser gracioso.

    - Puede que tengas razón, hijo.

    Cuando Donato hablaba con Víctor, casi siempre acaba por llamarle "hijo". Por edad, podría ser su padre, pero no lo es.

    Y el tullido, con la mirada pegada al corto horizonte del suelo, sale de la cantina. Ha madrugado, para estar de vuelta en su cañada tan pronto como el sol haya barrido la escarcha.


   A mediodía, el sol ya se ha apoderado del frío. Mientras Donato en Cañada Malvira daba suelta a su ganado, Pedro el de la Leticia sube a las eras a por paja y a contemplar el paisaje que se ve desde su altura.

    Aquí era donde, antaño, se hacinaban los sudores de la cosecha. Ahora, la maquinaria se encarga de aliviar las faenas sobre los propios campos. Los pajares, escalonados en hileras entre era y era, ya no abren sus piqueras, tapadas con piedras puestas en seco. Aunque sobre sus tejados ha caído el abandono y sus puertas se ven desvencijadas, todavía sirven para almacenar las hierbas, para gallinero o para formar carasoles al abrigo del cierzo.

    Cuando Pedro sube por un sendero estrecho escalonado con piedras, se cruza con otro que ya regresa cargando un saco de heno.

    Ya en lo alto, reconoce a Bruno el Manco allá lejos en su era, meando contra la pared del pajar; ve que se asoma a él, y luego desparrama la mirada al contorno. Descubre a Pedro, y se encamina hacia él.

    Con el saco de acarrear paja colgado del brazo, Pedro el de la Leticia sigue oteando desde las eras. Aunque han dejado de ser el lugar donde se trilla la mies, los hombres del pueblo se sienten atraídos hacia ellas, como los toros a la querencia.

    Bruno el Manco se acerca, sin boina como siempre, luciendo su abundante pelo entrecano que le estrecha la frente.

    - ¿Tomando el sol? -pregunta al llegar.

    - ¡Paseando al sol! -le contesta Pedro.

    - Para un día como hoy, el sitio bueno es aquel, ¡ven, ven y verás!

    Pedro sigue al Manco hasta el otro extremo, desde donde se domina todo el pueblo tendido a sus pies:

    - ¡Escucha, escucha y mira!

    Los tejados rojizos de las casas del pueblo brillan con la escarcha persistente en la umbría de los canalones. Los tubos de las estufas rebosan humo que, en vez de elevarse vertical, se dobla sobre los tejas. El martillo de la herrería repiquetea sobre el yunque. Se oyen los acelerones de un "motosierro", los hachazos partiendo leña, los martillazos de la carpintería.

    Se ve un ganado encaramándose apelotonado por la ladera de enfrente. Un tractor anda por un camino de la vega remolcando estiércol. Un camión de transportar madera pasa de largo carretera arriba. La campana del reloj de la plaza da las horas. Canta un gallo, le responde otro, y otro, y otro, en tonos diversos. Gritos de niños, voces de pastores, conversaciones de mujeres. El pueblo y el valle, en aquellas horas de un día como aquel, parece una caja de resonancia.

    Por el camino principal de las eras, sube un tractor con el remolque vacío. Pedro y Bruno se fijan en él. Es Víctor. Atento al volante, ni los saluda. El Manco, al verlo así, pendiente sólo de lo suyo, exclama:

    - ¡Huy, qué brutico es!

    No sabe que Pedro ha estado presente. Y empieza a contarle la discusión de Víctor con Donato en la cantina. Antes de merodear por los pajares, ya ha recorrido las calles y se ha enterado del incidente. Incapaz de precisar mejor, se limita a concluir:

    - Le ha dicho que hay hombres empachados como niños. Algo así. ¡Cosas de Donato!

    Cuando Bruno termina de dar esta información, los gallos inician otra ronda de kikirikís. Pedro se alegra de que aquellas palabras de Donato, dichas al entrar él, hayan sido para otro.

    Víctor ha detenido el tractor en la puerta del pajar, bajo el terraplén de su era. Está solo, cargando el remolque con pacas de alfalfa seca para llevarlas a su granja de cerdos. Bruno se queda mirándolo; piensa que necesita ayuda; se despide de Pedro, y se va decidido:

    - ¡Voy a echarle una mano!

    Pedro calla. Respeta la decisión de Bruno, pero a él ni se le ocurre acercarse.

    Al momento de llegar el Manco, dispuesto a ayudar a Víctor a cargar el remolque, Pedro advierte que se va bruscamente levantando el muñón de su brazo derecho. El de la Leticia no se sorprende: sabe que Víctor se basta a sí mismo, que ni hace favores ni pide que se los hagan. No oye el diálogo, pero se lo imagina:

    - ¡No necesito de nadie, y menos de un manco!

    - ¡Eres tan brutico, que ni persona pareces! -le debe contestar Bruno, al irse con aquel ademán.


    Pedro va y viene por el blando césped de las eras, contemplando los laberintos que forman los pajares alineados en diferentes planos y los muros de contención, con escarcha aún en las umbrías. Comprende que sea el lugar que los muchachos siempre han preferido para sus juegos.

    Bruno el Manco baja hacia el pueblo, espantado por los modales de Víctor, mientras éste continúa solo en su afán de sacar pacas de alfalfa del pajar y acomodarlas en el remolque del tractor.

    El de la Leticia detiene su paseo para mirar hacia la vega, parda por los hielos del invierno. Está cruzada por el camino de Hoyalda. Pedro lo recorre con la mirada, desde que sale del pueblo hasta que se oculta tras el collado de Cañada Malvira, atravesando antes el puente sobre el río y rozando el lavadero. Es el camino del aire cierzo y de Donato.

    Y se le ocurre pensar que Donato, tal vez, por vivir apartado de la bulla de las ideas en moda, es la conciencia filosófica del pueblo. Y se pregunta sobre lo que habrá querido decir a Víctor con eso de que "hay hombres que no han digerido el empacho de la adolescencia".

    Mira hacia poniente para observar un bancal suyo en el que aún están madurando las coles bajo las escarchas e, instintivamente, los ojos se le van a la hilera de chopos y sargas desnudos que, a lo largo de la vega, escoltan el cauce del río. Lo pasea con la imaginación desde las Hoces hasta donde desaparece, aguas abajo, en las estrecheces del valle por el Molino Viejo. Y es que el río ejercen una particular fascinación sobre él.


    Pedro deja, por fin, las eras, cargando el saco lleno de paja. No es de extrañar que Pedro se ensimisme mirando y recordando. La vida cotidiana de un pueblo es muy pobre en acontecimientos, y es obligado recurrir a las recuerdos para poder pensar, hablar y vivir. Un solo día no tiene relieve; todos acumulados son su historia y su vida.

    Llega a casa y deja el saco de paja en el establo. Carlitos, el mayor de los hijos con nueve años y el que le sigue con siete ya han salido de la escuela y han acudido también. Pedro oye a Leticia que manda al mayor:

    - Ve a ver si ya viene papá, para escullar la sopa.

    - ¡Ya estoy aquí! -contesta Pedro desde abajo.

    El tercero, de cinco años, se asoma a la escalera para ver subir a papá:

    - ¿Dónde está tu hermana? -le pregunta Pedro.

    - Está durmiendo -le contesta.

    - La dejaremos en paz.

    Y Pedro se sienta a la mesa, con sus tres hijos mayores, a esperar la sopa que les va a servir Leticia, mientras la hija pequeña duerme en la cuna con los puños cerrados.


    Donato había acudido al pueblo, en aquella mañana de escarcha de mediados de diciembre, a presentar su pliego para la subasta de los pastos del monte público de Cañada Malvira.

    Estos últimos días, ha cambiado el tiempo y no hay escarchas. Ahora es el gélido cierzo el que manda. Si no es en los carasoles, al resguardo del viento, no se puede estar fuera de casa. Cuando se pone el sol, las calles se quedan desiertas; los que tienen que salir y se cruzan, se saludan de pasada y siguen a sus menesteres. Sólo junto al fuego del hogar se encuentra alivio. Por la noche, las bombillas de las calles o no tienen a quien alumbrar o lucen sobre fugaces fantasmas arrebujados.

    Y los fantasmas de esta noche, a siete del mes de enero, son los ganaderos del pueblo, acudiendo al ayuntamiento. Es la fecha de la apertura de pliegos para los pastos. Bruno el Manco, aunque ya no cuida ovejas, añora estas salsas de los pastores, y se hace presente. También está entre ellos un tal Cecilio, ganadero del vecino pueblo de Hoyalda cuyos linderos arriman a Cañada Malvira. Echan en falta a Donato, pero no se sorprenden, dada la noche que hace.

    Los ganaderos de La Val, para defender sus intereses, mantenían, año tras año, la pícara costumbre de licitar cada uno por un lote, previamente convenido entre ellos. De esta manera, eliminaban la competencia y el encarecimiento de los pastos. Después de la subasta, hacían sus arreglos y ajustes, para que todos pudieran pasear sus ganados por donde quisieran.

    Pero este año, tal y como había insinuado el secretario del ayuntamiento, la partida de Donato tiene otro competidor. Además de su pliego, se abre otro del forastero Cecilio, quien, por unas pocas pesetas más, se queda con los pastos de Cañada Malvira. Y esto iba a empezar a ser así al día siguiente.

    Un tanto contrariados, los de La Val intentan entrar en tratos con él, pero no se aviene a razones. Se lo temían. Por este año, ningún ganado del pueblo podrá pastar en aquella zona. El Manco les advierte que Donato tendrá que salir de ella. Allí mismo aprueban que pueda pastorear por el resto del término, siempre que contribuya al gasto global según el número de cabezas que posee.

    A pesar de este acuerdo, la pérdida de los pastos le va a suponer un serio un contratiempo. Aunque hay vereda para pasar el ganado sin faltar a derecho, tendrá que caminar un kilómetro para sacar las ovejas a pacer, y para volver a cerrarlas.

    Bruno el Manco se ofrece para ir a comunicarle lo convenido, antes de que suelte el ganado. A primeras horas de la mañana, llega a Cañada Malvira. Cuanta a Donato, no sin indignación, lo ocurrido, y éste, después de agradecer el interés que se han tomado por él, añade sin inmutarse:

    - Pero Cecilio está en su derecho, y hay que respetárselo.

    Y, sin más, mete las ovejas por el camino y las saca de lo que, hasta entonces, habían sido sus dominios habituales.


    Aunque Bruno el Manco no se cree más amigo de Donato que del resto de los hombres del pueblo, es el que más lo visita. En sus frecuentes encuentros, le da las noticias más recientes, y Donato suele apostillarlas con comentarios y reflexiones.

    Hace ya varios años, cuando Bruno andaba aún de pastor y aún antes del tullimiento de Donato, coincidieron ambos en Cañada Malvira. Era adelantada la primavera y en los barbechos reverdecían los pastos. Sus ganados se habían tendido a comer sosegados. Ellos se sentaron en un ribazo a hablar. Sacaron la comida de sus morrales y la compartieron. El Manco le contó la noticia de un hecho delictivo con muertes por medio, que dio la radio y se comentaba en el pueblo.

    Donato le ofreció la bota, mientras empezó a decir:

    - Mi padre también mató, como tú muy bien sabes, y no lo apruebo. Pero primero lo mataron a él. Con bromas groseras le arrebataron la dignidad. Su persona, que se identificaba con el amor a su esposa y a sus hijos, se desequilibró. No pudo reaccionar más que como un animal. ¡Que mi madre lo engañaba con otro! Mató en legítima defensa. Mi padre actuó así, porque los otros atentaron antes contra el ser de su persona, que era lo mismo que la fe en su esposa.

    Al Manco se le zarandearon los sesos con esto de la persona, e intentó sujetárselos con el muñón de su brazo derecho. Se limitó a devolverle la bota, mientras le decía:

    - No te entiendo, Donato; pero tienes razón. Eso no se puede decir a un hombre, ni en broma.

    No comprendía muchos de los pensamientos de Donato, y llegaba a sospechar que, tal vez, podría tener calenturas de cabeza. Pero siempre acababa concluyendo que era cortedad de sus entendederas, porque "si en las cosas que entiendo, tiene razón, ¿por qué no la va a tener en las otras?" -se decía para sus adentros.


    Ha cambiado el tiempo. El cierzo ha traído una borrasca, y el cielo se cubre con nubes que barruntan nieve. No tarda en caer, tan zarandeada por el viento que parece alfileres en la cara. Los pastores, tapujados con la manta, aguantan tras las ovejas buscando las solanas. Se calma de repente el cierzo, y la nieve empieza a descolgarse pausada y constante. Se queda de temporal y toda la tierra acaba cubierta. Ahora, sí que ya no podrán salir los ganados.

    Se alargan los días del temporal. Donato en Cañada Malvira, aparte del pienso que echa a las ovejas, corta ramas de las sabinas del monte, y las tira en la corraliza, para que llenen el herbero y tengan algo que rumiar. Cecilio, el pastor advenedizo, cuando lo ve acarrear ramas verdes, cargadas a las espaldas, inclinado como una bestia, lo amenaza con denunciarlo. Pero Donato tiene claro que los árboles no son pastos subastados; así se lo manifiesta, y continúa cortando.

    Vuelve el cierzo, despeja las nubes y sale el sol. Pero la nieve helada sigue tapando la tierra. Bruno el Manco, cansado de tan larga encerrona en casa, sale bien calzado al monte, a curiosear y pasear sobre la nieve. Desde una cumbre, observa el paisaje blanco de Cañada Malvira y descubre los trajines que se traen los dos hombres que tienen por allí sus ganados. De pronto, ve que Cecilio el de Hoyalda se abalanza sobre Donato, lo zarandea, lo tira rodando, y, con el garrote en alto, inicia el ademán de golpearle en la cabeza. No era necesaria mucha fuerza para hacer eso con aquel frágil y deforme cuerpo. Luego advierte que Donato se levanta del suelo, se sacude la nieve, mira al otro, le dice algo y se va.

    Sin querer, el Manco se hizo testigo, desde lejos, de la brutal escena de Cecilio contra Donato. Casi con rabia interior, se pone de parte del inválido. No conoce el motivo de la pelea ni piensa preguntarlo; tampoco quiere contar a nadie lo que ha visto; pero está decidido a ayudar al más débil, y empieza a cavilar la manera de echar de aquella tierra al ganadero de Hoyalda.

    Piensa que, tal vez, debería pedir consejo a don Vicente, el viejo maestro de aquí: conoce a la gente, es prudente y de confianza. En vacaciones de Semana Santa, como todos los años, acudirá al pueblo. Cuando venga...

    Desde hace unos años, don Vicente solicitó el traslado a una escuela de la capital; pero, al estar casado con una del pueblo, viene de vacaciones a La Val. Dice que para ser eficaz con los niños, hay que apartarse de ellos de cuando en cuando.

    Ha descubierto una nueva afición: ahora se entusiasma repasando el monte con un detector de metales.

    Nunca se sabe cuando acaban en La Val los fríos y el riesgo de nieves. De todas maneras, en la primavera, con muchas horas de sol al día, no son tan largos los hielos. Hasta son frecuentes, a partir de abril, los días tibios y plácidos.

    Hoy de semana de Pascua, el andarín Bruno el Manco escruta el panorama con sus inquietos ojos. Don Vicente, sumergido en los auriculares, con los ojos bajos para guiar a ras de suelo el plato del detector, busca los latidos de la tierra. Lo ve el Manco, y se le acerca para hablarle del asunto que viene rumiando en secreto.

    Don Vicente, que disfruta prestando su aparato, le dice:

    - Toma tú; seguro que encuentras los orígenes de La Val.

    - ¡Y yo qué me sé de esto! -le contesta el Manco.

    Mientras el maestro le coloca los auriculares, le explica:

    - El plato lo tienes que llevar horizontal a ras de tierra. Cuando oigas un zumbido, me lo indicas.

    Don Vicente le hace una breve demostración del manejo de aquella especie de bastón metálico, con un plato en la punta, del que le sale un cable a un aparato con una aguja que oscila junto a la empuñadura. Aquí mismo se conectan también los auriculares.

    Bruno acepta el bastón, y empieza a andar a paso lento. Mueve el plato con su única mano izquierda marcando arcos delante de sus pies, como si estuviera dallando. Anda más pendiente de sus oídos que de sus pies. En un momento del continuo vaivén del detector, suena en sus oídos una ráfaga de zumbido. Vuelve a pasar el plato más lentamente por el mismo sitio, y lo localiza. Se detiene allí, y el zumbido es permanente. Con la punta de la abarca indica el lugar exacto. Con el escavillo, don Vicente pica con afición. Bruno piensa que aquello era maravilloso, y pregunta:

    - ¿Qué puede ser?

    - ¡Algo importante!, ya lo verás.

    Apenas ha abierto un hoyo como para jugar a las canicas, aflora el misterio. Lo toma en los dedos y lo muestra al Manco:

    - ¡Aquí lo tienes!

    - ¡Huy!, yo diría que es media herradura y, por el tamaño, de burro.

    - Sigue buscando, que algo llevaría el burro que por aquí pasó.

    Bruno sigue moviendo el artilugio. Inclina la cabeza a un lado, atento a la voz del detector. Luego de un buen rato, se detiene para volver a señalar con la punta del pie. Don Vicente desentierra otra herradura, y el Manco sentencia:

    - Como usted ha dicho, estoy encontrando el origen de La Val: el burro es animal de pobres, y lo único que podían perder eran las herraduras.

    - Tú sigue, que con los burros van los arrieros.

    Continúa Bruno, y pronto nota otro zumbido en los oídos. Cava el maestro, y no aparece nada; aplica el plato al hoyo, y allí seguía el ruido más fuerte. Pica algo más, y nada. El zumbido es más intenso.

    - ¡Bruno, has encontrado el tesoro! -dice don Vicente.

    - Ya cavo yo que tengo más callos -se ofrece Bruno quitándose los auriculares.

    - ¡Con cuidado, Bruno, no vayas a romper la orza!

    Aunque inválido, con experiencia de campesino, agranda la boca del hoyo, y luego empieza a profundizar. Aparece la causa: una bala de fusil.

    - No me lo diga, don Vicente: por aquí pasó la guerra.

    - Dale de nuevo al aparato; que la guerra dejó muchos despojos.

    - ¡Dígamelo a mí! -le contesta enseñando el muñón. Y poniéndose serio, añade:

    - Don Vicente, he venido a buscarlo, para contarle y pedirle opinión en secreto: Donato está en guerra con el Cecilio ese que se quedó los pastos de Cañada Malvira.

    Se sientan los dos en sendas piedras, y Bruno cuenta a don Vicente todo lo que vio aquella mañana de nieve, y lo que pensaba hacer. Cuando termina de hablar, el maestro le dice:

    - De acuerdo; cuenta conmigo.

    Y se despiden, siguiendo cada uno su rumbo imprevisto.


    Anocheciendo una tarde de estas vacaciones de Pascua, Pedro el de la Leticia, después de su día de trabajo, sale de casa y se asoma a la puerta de la calle sin saber adónde ir. Cuando salía así, no siendo hombre de cantina, acababa en ella sin haber tenido intención de ir. Siempre se cruzaba con alguien, que lo invitaba a tomar un vino.

    Hoy es Rosendo que, pulcro como siempre, va en busca de uno, para avisarle que mañana piensa arar sus tierras con el tractor.

    - Seguro que está, como todas las tardes, en el bar; vente y nos tomamos un vino.

    Y Pedro, sin haber querido, se encuentra entrando en la cantina.

    Se alegra de que esté don Vicente. Hacía meses que quería conocer el significado de aquella frase de Donato: "Hay hombres que no han digerido el empacho de la adolescencia". Y, ¿quién mejor que el maestro?

    Pedro pide una ronda de vinos y un plato de aceitunas. Mientras pican de pie junto a la barra, pide a don Vicente, sin mencionar al autor ni al destinatario, que le explique el sentido de la frase. Y el maestro, apoyado en sus estudios y en su experiencia, empieza a hablar:

    - El proceso que va desde la infancia al adulto, pasa por unos años intermedios que todos conocemos por la edad del pavo o adolescencia. En estos años intermedios, se dan en los chicos unas manifestaciones características. La frase puede significar que hay adultos con comportamientos de adolescente.

    Uno de los presentes recordó el incidente que ocasionó estas palabras, y apostilla:

    - O sea, que le dijo "niñato".

    Pedro, temiendo que la tertulia degenerara en chismorreo inoportuno, corta:

    - ¡Ni niñato ni nada!; no es más que una frase. No personalicemos.

    El secretario está también en la cantina, y pensando en sus chicos que ya empezaban a crecer, interviene:

    - ¿Y cómo se manifiesta la adolescencia? Creo que nos interesa saberlo; a mí, por lo menos.

    - Son apreciaciones mías; me ha enseñado más la experiencia que los libros. No me hagáis mucho caso. El niño empieza a dejar de ser dócil y a manifestarse protestón y rebelde. Al creerse con capacidad de valerse por sí mismo y de decidir personalmente, se siente oprimido y agobiado por lo que él cree exceso de control. Se defiende con enfados silenciosos o con portazos o con gritos. No quisiera ser así, pero no puede manifestarse de otra manera.

    Don Vicente señala, como causa profunda de estos modos de ser, el descubrimiento de la libertad personal, pero de una libertad descontrolada, desprovista aún de responsabilidad, y añade:

    - Por esto, la rebeldía de los muchachos va contra todo lo que les parezcan bridas. Y bridas son los padres, el maestro, etc. Todos los que les exijan responsabilidad. Es también la edad de las crisis religiosas, porque la fe y la conciencia les coartan su afán de libertad. Al querer ser ellos mismos, se distancian de sus padres y no tienen nada que contarles. En cambio, buscan refugio en los amigos. Entre ellos, se sienten comprendidos, apoyados y envalentonados en sus hombradas infantiles. Por otra parte, es la edad de la generosidad y de los proyectos utópicos, soñados siempre en su intimidad impenetrable.

    - ¿Y cómo ayudarles? -insiste el secretario cuando acaba don Vicente.

    - Con compresión, con mucha paciencia y con diálogo. Hay que darles razones, no imposiciones. Y después de las razones, otra vez, mucha paciencia, y esperar. No es fácil. Pero todos hemos pasado por ese sarampión, y aquí estamos pinchando aceitunas. ¡Saca otro plato!

    Con estas ideas que ha expuesto don Vicente, se anima la tertulia en torno a las maneras de ser de la juventud.

    Pedro se aísla en sus pensamientos: recuerda sus años del pavo, y se da cuenta de que tiene razón don Vicente: "mejor que Dios no existiera, para poder vivir sin bridas". Llega a concluir que a él, también se le había empachado la adolescencia.

    - ¡Pica aceitunas! -le dice Rosendo, y lo saca de sus reflexiones.

    Al final, la tertulia deriva hacia la pesca. Pedro, que ya ha estrenado la temporada, explica por qué se ha decidido por el uso casi exclusivo de la cucharilla: los enganchones de los casi invisibles mosquitos en las sargas de la orilla del río, siempre en el instante más inoportuno; el tener que ir a cavar lombrices, y el engorro de ensartarlas para cada lance. Todos estos pequeños inconvenientes le han aconsejado la cucharilla. Es el procedimiento más cómodo y simple: no hay que preparar nada con antelación. La caña y el río bastan.


    El Manco menudea sus paseos por los montes de Cañada Malvira, esperando a que vuelva don Vicente.

    Por fin, a mediados de junio, el maestro está en La Val con las vacaciones de verano. Se le ve todos los días por el monte con el detector de metales. Bruno el Manco también tiene pensado el plan para desalojar a Cecilio de los pastos de Cañada Malvira. Cuenta con la colaboración que le prometió don Vicente, y sale a su encuentro para explicarle:

    - Desde niño, como bien sabe usted, he cuidado ovejas ajenas, y sé muy bien que el pastor de ovejas propias es, frecuentemente, más avaricioso que honrado. Verá usted cómo Cecilio mete el ganado en los pastos del hondo. Sólo necesitamos vigilarlo por un poco de tiempo. Pero, al no haber guardia que lo denuncie, tenemos que hacer de testigos nosotros dos para que valga la denuncia, si usted no tiene inconveniente.

    - Pero los pastos del hondo ¿no son también suyos? -pregunta don Vicente.

    - Lo sé muy bien: no son de Cecilio. Los pastos de los campos de labranza se rigen con ordenanzas distintas a las de los montes públicos. Corresponden a la Agraria.

    Y don Vicente, que antes andaba por cualquier parte, ahora empieza a frecuentar más la partida de Donato, en busca de rarezas del pasado.

    En sus paseos, igual habla con Cecilio que con Donato, si se tropieza con ellos. Un día, Cecilio manifiesta curiosidad por el aparato, y don Vicente le presta los auriculares. Buscan un rato juntos y encuentran una medalla, un trozo de lata y un gemelo. Don Vicente es muy fácil para la amistad, y acaba sintiéndose amigo. El maestro llega a sorprenderse, cuando, en un quiebro de la conversación, escucha decir a Cecilio:

    - Las gentes de los pueblos, aunque usamos boina, tenemos ideas y sentimientos que van más allá de la gorra.

    Teme don Vicente que, lo que le contó Bruno el Manco sobre aquella pelea en la nieve, sea un error.

    Con el calor de los días largos de mediados de junio, los barbechos están verdes con un ricio muy alto. El hondo de Cañada Malvira es una tentación para las ovejas de Cecilio y no la pueden vencer. Mientras el pastor parece hacerse el distraído, el ganado se desliza por la ladera entre las sabinas, y pronto invade uno de ellos en un rincón discreto del valle.

    Don Vicente, absorto en el suelo, va avanzando hacia el rebaño. Se le junta el Manco sin saber por dónde ha venido. Al rato, Cecilio se da por enterado de la situación de sus ovejas, y manda al perro que las saque, gritando:

    - ¡Esas ovejas!

    Don Vicente lo saluda desde lejos levantando el brazo, y el pastor corresponde con el mismo gesto.

    Cuando regresan a casa, el maestro anota en un papel el lugar, el día y la hora de la invasión del ganado. Las anotaciones van acumulándose casi a diario, siempre con Bruno como testigo.


    En uno de aquellos días, Donato, con sus ovejas tendidas sobre el verdor de un barbecho, se acerca por donde anda don Vicente. Le ofrece la bota para cruzarse un trago de vino con él, se siente filósofo con ocasión del detector, y dialoga sentenciando:

    - El progreso es poder, que nos puede llevar hacia atrás, si se opone al desarrollo de la persona.

    - ¿Y qué es desarrollar la persona? -le tira de la lengua el maestro.

    - ¿Usted me lo pregunta? Yo pienso que la persona es un ser deudor, y la deuda que tiene que pagar es amor y servicio a los demás. Yo soy deudor hacia todo lo que existe fuera de mí.

    - Por favor, Donato, a mí no me debes nada.

    - Pues si no debo a usted nada, es que no soy persona. Le debo su presencia aquí, su trato amigable, el trago de vino... ¡Tome otro!

    - ¿Y yo a ti no te debo nada?

    - Todos somos deuda y acreedor al mismo tiempo; debemos estar dando y recibiendo. Hasta Dios, por ser Amor, es Deuda.

    - ¿Y qué tiene que ver mi detector con todo esto?

    - Todo progreso es "poder". "Poder" hacer más, poder hacer antes, poder hacer mejor. Y si el "poder" no está condicionado por el "deber", por el "deber" de hacer lo que se debe, lleva a monstruosas aberraciones. De hecho, así está ocurriendo. El "poder" no es el ser de la persona; el "deber" sí, porque es amar. Y el amor es un valor por sí mismo, sin necesidad de condiciones. El solo "poder", como fuerza sin orientación, siempre destruye algo o a alguien. El amor, nunca.

    - ¿De dónde te sacas estas ideas?

    - Es lo que pienso sobre el propio misterio que soy yo. No sé qué soy; pero sé que sólo debo vivir en relación de bondad hacia los demás; que existo para dar algo y, sobre todo, para darme. ¿No es esto el amor? Es lo que nos hace personas. ¡No creo que sea el odio!

    Don Vicente, que había hablado muchas veces con Donato, no se sorprende de estas ideas; las comparte. Y con disimulada intención, le vuelve a hacer otra pregunta:

    - ¿También a Cecilio le debes algo, después de haberte quitado los pastos?

    - Mire, don Vicente, los sentimientos juegan malas pasadas. ¡Cuántos errores, adornados con sentimientos, logran pasar por verdades! ¡Y cuántas verdades se quedan nubladas, por culpa del humo que les echa el sentimiento! Muchas veces me tengo que repetir: ¡Donato, que eres persona, y a Cecilio le debes justicia, comprensión y perdón!

    Después de esta aguda respuesta, don Vicente deduce que el Manco tiene razón. Aquel incidente de fuerza bruta había realmente ocurrido. Y se va decidido a cumplir el plan de Bruno el Manco; pero por el cauce de las ideas de Donato, siendo personas.


    Son las cuatro treinta horas de una tarde de calma y bochorno. La campana del reloj de la plaza de la Val suena con pesadez. Desde el azul blanquecino y luminoso del cielo, el sol alumbra madurando los campos de mies. Es a mediados de julio, y se abrasan los caminos. Sólo el río, que corre bajo la cinta de chopos y sargas, se mantiene fresco.

    Por encima de la cumbre del Peñarroya, entre la del Hijonar y la Muela, asoma sigilosamente su cabeza, como nube de plomo, un monstruo informe. Es el espantoso monstruo de verano.

    Un policromado grupo de niños gritan, suben, bajan, juegan inocentes en los columpios del parque infantil.

    Por los campos, tres torcaces vuelan altas hacia los pinos de la umbría. Un cuervo, punto negro sobre la copa de una sabina, grazna bajo el farallón de los Casares.

    El monstruo de plomo sigue emergiendo. Sus brazos se extienden ya de norte a sur, desde el Castellar hasta Cañada Malvira. Su cabeza se cierne sobre La Val. Va ganando al sol, y ya no hay sombras: todo es una sombra siniestra.

    Del la cantina, con el sabor aún del café en el paladar, salen dos mozos. Como siempre que pisan la calle, miran al cielo:

- Negra se pone la tarde.

- Demasiado negra.

    Bajo las sabinas, los ganados rumian el sestero. Junto a ellas, el perro guardián, tumbado y adormilado, lanza dentelladas a las moscas que le rondan pegadizas.

    Un anciano, que estaba sentado a la sombra del portal de su casa, se adentra arrastrando la silla de enea, mientras masculla algunas palabras.

    Una mujer enlutada menudea el paso bajo un haz de alfalfa que acaba de segar en la vega. Su corazón vuela:

    - ¿Dónde estarán los pequeños?

    El monstruo va adueñándose del cielo. Las cumbres quedan difuminadas en un anochecer prematuro. De horizonte a horizonte, todo es plomo y oscuridad de ocaso.

    Un hombre, de ropa y rostro curtidos, con el legón al hombro, viene de las Hoces con paso apresurado, mientras le jadea el pensamiento con funestos temores.

    Las palomas vuelan hacia la torre de la iglesia. Los gorriones pían tristes bajo los aleros. Los vencejos se lanzan como flechas y hacen diana en las canaleras.

    En medio del Prado, dos yeguas, con la cabeza y orejas caídas, parecen clavadas, como dos estatuas. Sólo sacuden la cola. Alguien, con las cabezadas y una manta vieja bajo el brazo, corre hacia ellas.

    Arriba en el cielo, el monstruo negro y oscuro se convulsiona y se retuerce en un amasijo de garras y cabezas.

    Una ventana se abre, y la madre joven, con grito de llamada protectora, repite:

- ¡Ricardo, Ricardo!

    En ese preciso instante, ¡zas!, el monstruo lanza su primer trallazo de luz. La joven mujer se santigua, y, mientras cierra la ventana, un estampido hace temblar los cristales, el corazón de los hombres y hasta a los montes.

    Las primeras gotas y granizos, como disparados, impactan en el suelo levantando polvo en los caminos. El aire, hasta ahora en calma, se torna de repente en huracán y en torbellino de papeles, tamo y hojarasca. Los árboles, zarandeados, se doblan y crujen.

    En el oscuro cielo, se dibuja, fugaz, un nuevo trallazo. Otro y otro. Las gruesas gotas sueltas se hacen de repente granizo y lluvia torrencial.

    El monstruo, como un dragón, sigue lanzando con su lengua latigazos de fuego. Cada paso de su lento y torpe caminar estremece los cimientos del cielo. La batalla está en todo su fragor.

    En las casas, lloran los niños pequeños; los medianos no se mueven de sus sillas ni hablan. La abuela enciende a Santa Bárbara la vela que guarda de la Vigilia Pascual. La madre y los mozos suben a la cambra a poner latas y pucheros para recoger las goteras. Sobre el tejado, la lluvia y el granizo trepidan como un galopar de caballos.

    Un jirón de cielo azul se abre por encima del Hijonar.

    Han pasado ya los corceles, y sólo se oye sobre el tejado un lento y suave tamborileo.

    - Ya pasó -dice el mozo mayor.

    En el reloj de la plaza dan las seis. Los rayos del sol se asoman iluminando de esperanza los campos y los hombres. Salen los niños a las calles, y juegan a hacer embalses con el agua que aún corre por ellas.

    El ambiente se inunda de olor a tomillo, a ajedrea y a espliego.

    Los vencejos salen de las canaleras con alegre aleteo. Tres buitres inician su ronda de círculos amplios subiendo hacia el Sol. Se oye el arrullo lejano de una torcaz y el "palpaleo" de la codorniz.

    Dos hombres caminan hacia la vega con sendas azadas al hombro a mirar los aguateles.

    El monstruo se había sido deshecho en mil pedazos de agua y de hielo. El Sol, sereno, pacífico, inmutable, una vez más, había triunfado. Así cada verano y siempre.

    Al entrar la noche, en la cantina se hace balance:

    - Una sabina ha ardido en el alto del Majano.

    - En la masía de la Peña se han revolcado los trigos.

    - Algunas cebadas, en La Torre, han sido tocadas por la piedra.

    Llega el Manco y dice:

    - A Donato le ha matado un rayo tres ovejas; las ha degollado inmediatamente y se ha venido con ellas al pueblo; las está apañando en casa del tío Paco el Carnicero para dar la carne a los que quieran.

    Van abanando la cantina con disimulo, para ir a avisar a sus mujeres. Uno sentencia:

    - No hay tormenta, en la naturaleza o en el corazón de los hombres, que no se lleve su pequeño o gran botín.


    Han transcurrido unas semanas, y son ya ocho las veces que, según las anotaciones de don Vicente con indicación de lugar, día y hora, Cecilio ha metido el ganado en terrenos prohibidos.

    El pago de la multa, si se denunciaba, supondría dinero. Esto sería el tercero y último argumento en la estrategia del maestro y el Manco. El primero sería apelar a los buenos sentimientos de Cecilio; y el segundo, mencionar el aporreo a Donato en la nieve, poniéndose Bruno como testigo.

    Nadie sospecha las intrigas que ambos llevan entre manos. Y deciden que mañana será el día de la entrevista con Cecilio.

    Don Vicente se mete el papel en el bolsillo del pantalón, y se echa al hombro la bolsa con el detector desmontado. Se encamina hacia Cañada Malvira con la desaliñada ropa de andar por el campo. Bruno ya se encontraría con él por el sendero más inesperado.

    Al dar vista a la vaguada, monta el detector y empieza su tarea. No hace caso a los zumbidos que capta en los auriculares. Lo que le importa es localizar a Cecilio.

    De detrás de unas encinas le sale el Manco, provisto de garrote.

    - Está en el rincón de arriba metido en un ricial -le dice.

    - Bruno, desde que dejaste de guardar ovejas, nadie te ha visto con garrote. ¿Lo traes como arma?

    - ¡Por si toca defenderse!

    - O lo dejas, o no vamos.

    - Como usted diga, don Vicente. Yo pensé que nunca se sabe...

    Bruno arroja allí mismo el cayado, y se van al encuentro del pastor forastero.

    El perro sale ladrándoles; a la voz de Cecilio, se tranquiliza y, dándoles la vuelta, los olfatea a sus espaldas.

    Después del escueto "Buenos días", el Manco, sin otros preámbulos, aborda directamente el asunto:

    - ¿Te das cuenta, Cecilio, que tienes el ganado metido en pastos que no son tuyos? ¡Te podríamos denunciar!

    - No hagas caso -corta don Vicente, apresurándose a añadir:

    - Veníamos a...

    - ¿No he de hacer caso? Ustedes son testigos de que todos estos días ando por aquí -confirma Cecilio.

    - ¡Y te puede costar caro! -amenaza el Manco.

    Don Vicente se siente contrariado, y piensa: "¡adios, estrategia!, ¿para qué me habré traído a éste?". Cecilio, ante el acoso verbal de Bruno, se sonríe y, dirigiéndose a don Vicente, le pregunta qué es lo que ha intentado decir.

    - Veníamos a pedirte un favor para Donato -puede intervenir don Vicente.

    - ¿Para Donato?

    - Que abandones estos pastos, cuando acabe tu contrato, para que los pueda comprar él.

    - Mientras Donato viva aquí, ni yo ni ninguno de Hoyalda se los quitará. Ya hace días que lo tengo decidido. ¿Por qué creen que tengo el ganado en el hondo? Lo meto en sus parcelas, porque me las ofreció él. También él sabe que, siempre que quiera, puede meter el suyo por lo mío.

    Don Vicente mira al Manco y, sintiéndose engañado, le dice:

    - Bruno, Bruno...!

    Y Bruno, aunque desconcertado, en tono ya franco, pregunta:

    - Cecilio, perdona. Pero, ¿en las últimas nieves que os obligaron a tener muchos días el ganado encerrado, no tuviste una pelea con Donato?

    - ¿Cómo lo sabes?

    - Os vi desde aquel cerro, y me prometí que te echaría de estos pastos. Por esto hemos venido.

    - Es verdad; creí que me iban a faltar ramas de sabina, y lo maltraté despiadadamente.

    Bruno devuelve la mirada a don Vicente, y Cecilio continúa:

    - Cuando Donato se levantó del suelo, me miró sin odio y me dijo: "Piensa en tus hijos; es muy pesado heredar un crimen; yo lo sé". Apenas me serené, me di cuenta de la barbaridad que estuve a punto de cometer. ¡Todo por la maldita avaricia! En casa, al mirar a mis hijos, recordaba lo que dijo Donato, y me acongojaba. He pasado una temporada muy mala por culpa de todo esto. Y aunque sabía el remedio, no me atrevía a aplicarlo. Hasta que un día en que mi mujer amasó unas pastas, llené una bolsa, me traje a mi muchacho mayor, y lo mandé en busca de Donato, para que se las diera de mi parte. Cuando regresó, y le pregunté qué es lo que había dicho, me contó que se sentaron y, mano a mano, se comieron casi todas; al final, le dijo que me diera las gracias y que todo estaba ya olvidado. Mi muchacho me preguntó qué era lo que ya estaba olvidado, y le tuve que contar la verdad. Cuando acabé, se me abrazó al cuello sin decirme nada. Fue uno de los momentos felices de mi vida.

    Cecilio parpadea como queriendo meter las lágrimas hacia dentro. Don Vicente y Bruno no salen de su asombro. El perro, sentado sobre las patas traseras, mira a su amo moviendo la cola. El Manco dice:

    - ¡Huy, qué cosas tiene la persona!

    Don Vicente no puede decir nada; sólo tiende la mano a Cecilio para despedirse. Este, aún añade:

    - Y hace unas semanas, vino personalmente a decirme cuáles eran sus parcelas, para que metiera mi ganado en ellas. Yo, ahora, no puedo dejar las ovejas solas; vayan ustedes a contarle esta entrevista. Quiero que sepa que tiene amigos.

    - Lo haremos -dice don Vicente.

    Y mientras el maestro y Bruno caminan callados en busca de Donato, el Manco rompe el silencio:

    - ¡Estas cosas no las detecta su aparato ese!

-III-

    "Es por dentro por donde se encuentran

las verdaderas medidas del hombre".

    Víctor es hijo único y se crió sin madre: se le murió en el parto. Creció consentido entre tías y abuelas, exigiendo y logrando sus caprichos a fuerza de rabietas y terquedades. Esto y la protección con la que lo rodeó el tío Bernardo, desarrolló en él un carácter dominante. Fue el gallito del corral.

    Algo tardo con los libros, tenía que destacar ante los demás muchachos en lo que podía; y lo que sin duda alguna poseía para sus alardes, era su fuerza bruta. Tímido en clase ante el maestro, era avasallador en la calle. Los otros chicos de su edad lo temían y lo admiraban; se imponía sobre ellos con bravatas o golpes, y siempre acababan haciendo lo que él quería.

    Algunos disgustos tuvo que soportar el tío Bernardo, por culpa de las insolencias del muchacho. Pero, al fin, era hijo, y no veía sus travesuras con los ojos con que las veían los demás.

    No hay adulto en La Val que no mencione alguna travesura infantil relacionada con el único frutal que existía : un viejo peral grande en el huerto del tío Marcos, en la portera de la vega. Víctor también la tuvo. Con su pandilla sumisa, merodeó por el huerto. Las peras no eran aún más que madera verde. Camuflados detrás de las mimbreras que cercaban al pequeño huerto, emprendieron una guerra a pedradas contra el peral. Consiguieron que cayeran algunas al suelo. Víctor, a pescozones, obligó a que uno saliera del escondite a recogerlas. La casa del tío Marcos no estaba lejos y sabían que, desde la ventana de la cocina, el dueño echaba, de cuando en cuando, un vistazo al huerto. La emoción de estas aventuras estribaba en robar peras sin ser vistos por el tío Marcos, siempre celoso vigilante del frutal. Cuando el mandado estaba rebuscando bajo el peral y los otros seguían lanzando piedras, el tío Marcos ya venía rezongando maldiciones, a pocos metros. Víctor, al verse sorprendido, supo reaccionar a su estilo. Salió de las mimbreras con uno de la pandilla agarrado por el brazo, y corrió a sujetar al que estaba bajo el peral, para entregar a ambos ladronzuelos al dueño del huerto. Quiso aparentar que era colaborador del tío Marcos en la defensa de las peras: no le valió la treta.

    Cuando lo supo su padre, en el trasfondo de la reprensión, dejó entrever una cierta complacencia por la zorrería de su hijo.

    En plena adolescencia de Víctor murió el tío Bernardo. En ese trance, todo el pueblo sintió lástima callada por el medio mozo. Pero, sorprendentemente, sus energías de muchacho se encauzaron hacia el trabajo; y, heredero único de buenas tierras con ambición, empezó a prosperar.

    Ha pasado a ser la admiración de todos. Es tan trabajador que, aunque ande agobiado, no necesita ni quiere necesitar ayudas de otros. Por ser autosuficiente, ha adquirido todo tipo de maquinaria para faenar los campos él solo.

    Es de estatura mediana, de espalda ancha y con brazos y piernas de acero. Todo él, a tono con su poderoso tractor y con los otros aperos mecánicos de que dispone.


    Uno de los primeros días de la desveda, Pedro ha salido, aguas abajo del pueblo, a pescar. El ganado de Donato está tendido por la ladera, fuera de los linderos de Cañada Malvira. Ve su frágil figura, de pie junto a Víctor y al tractor con el motor en marcha, hablando en un campo arrimado al río.

    Víctor, como suele hacer con los campos de otros, ha arado y sembrado, sin pedir permiso ni concertar arriendo, las parcelas perdidas que Donato tiene en la Cañada. Le duele al tullido este abuso, y se acerca para pedirle explicaciones:

    - Estaban perdidas, y las aprovecho.

    - ¿Sin contar con el dueño?

    - Si lo prefieres, las denuncio como tierras abandonadas.

    - ¿A espaldas también del dueño? Mira, hijo, no me molesta que las trabajes. Pero tú sabes cuánto dolor hay enterrado en esas parcelas mías. Desprecias mis sentimientos y quieres aprovecharte también del sudor de mi madre.

    - No te pongas trágico, Donato. Lo que ocurrió en nuestras familias ya pasó. Y si hubiera alguien con derecho a quejarse, tendría que haber sido mi padre, que en paz descanse, o yo. Tú, desde luego, no.

    - No me quejo, hijo, ni me importa que trabajes mis parcelas. Por encima de unas pesetas, repito, están los sentimientos. Mejor están las tierras trabajadas que perdidas. Pero, ¿no has podido pedirme permiso?

    Pedro, pescando río abajo, llega adonde están ellos. Advierte que enmudecen ante él. Para salvar el embarazoso silencio, interviene con la primera ocurrencia que le viene a la cabeza: la sima. Y les pregunta por esa sima que, a veces, es objeto de comentarios en el pueblo, y que él no conoce. Víctor le informa:

    - ¡Ah, la sima! Está ahí sobre el cerro de las Moyas. Es una grieta abierta en el suelo rocoso. Siempre hay alguien obsesionado por explorarla.

    Y es que La Val también tiene su monte con leyenda. Es uno de los cerros que se elevan para enmarcar el hondo de la Val. De una estructura geológica distinta al entorno, se le ve dominando al otro lado de la Vega. Arranca de los olmos del río, se eleva hacia el noroeste, y se alarga hasta perderse entre Cañada Malvira y Hoyalda. Visto por su otra vertiente, por el Prado de la Tejería, que es la entrada al Valle de las Salinas, es por donde le cuadra el nombre de Moyas. Sus cortados verticales en la Peña Grajera forman monolitos que se recortan el horizonte.

    Aquí, todo lo que es antiguo es obra de los moros: tenían un castillo en la cumbre; por una galería subterránea bajaban hasta el río; dejaron escondido un tesoro. Este es el resumen de los misterios de las Moyas. Pocos datos, pero suficientes para excitar la curiosidad. Nunca ha faltado alguien, dispuesto a cavar, a buscar y a soñar.

    Y un día de verano al anochecer, se suscitó el tema de las Moyas en la tertulia de la cantina. Don Luis, el maestro anterior, aseguró:

    - Allí ha habido algo: las piedras alineadas formando rectángulos no se han puesto al azar.

    Con su optimismo contagioso y alegre, capaz de ilusionar a un rebaño de ovejas sesteando, convenció a algunos, para que, a la mañana siguiente, se fueran en expedición cultural.

    Provistos de cantimploras con agua, iniciaron la subida por lo recto, repechando de frente. Don Luis llevaba la ciencia y el entusiasmo; un veraneante de Madrid, su cámara fotográfica; los hijos de la tía Caridad, solidaridad, y el peón caminero Félix el Gordo, un pico. Había decidido trabajar ese día en favor de la cultura.

    Tomándose algunos respiros durante la subida, para reponer oxígeno y piernas, llegaron a la cumbre. Sobre el plano rocoso, suavemente inclinado hacia el mediodía, entre alguna que otra sabina, se distinguían alineadas y formando esquinas hileras de gruesas piedras. Don Luis tenía razón.

    Había poco que excavar, ya que las piedras alineadas estaban asentadas sobre la roca viva. Pero, donde la ligera inclinación del terreno había acumulado algunos materiales de arrastre, empezaron a escarbar algo, para ver si podían encontrar restos de cerámica. Mientras Félix, con cuidado, hacía esta tarea, uno de los hijos de la tía Caridad, que deambulaba mirando al suelo con la misma finalidad, encontró algunos cascotes. Los mostró a don Luis, e inmediatamente, dio la orden:

    - No caves más, Félix. Sin duda, esta cerámica es ibérica.

    Se dedicaron a rastrear el terreno, y hallaron un buen número de fragmentos, todos del mismo tipo. Acababan de descubrir los restos de un poblado ibérico.

    Se acercaron luego a la boca de la sima, un poco más abajo en el mismo plano inclinado de la cumbre. Para la leyenda, esta sima es la entrada a la galería que baja hasta el río. Algunos han intentado explorarla. Su entrada es vertical y no permite descender más que un par de metros. Se ve taponada por pedruscos que se han ido echando.

    Cerca de la sima, en el contrafuerte de rocas naturales que forman el zócalo de la cumbre, se abre un portillo por el que pasa el único camino de acceso posible. Era el paso para bajar al río, al Prado de la Tejería y a las salinas que hay, no lejos, en el Valle.

    A la sombra de una sabina, se fumaron un cigarrillo y bebieron agua de las cantimploras, mientras don Luis hacía este comentario:

    - Si yo hubiera sido íbero, me habría hecho la casa aquí. Sol desde el primer rayo del alba hasta el último del crepúsculo; al abrigo del cierzo; agua abundante ahí abajo en el río; tierra arcillosa para mis pucheros en el Prado de la Tejería, y sal a medio kilómetro. ¿Qué más podía pedir un íbero?

    El de Madrid sacó unas fotografías de todo aquello, y emprendieron el retorno para comer en casa. Les quedó la sospecha de si la sima sería el lugar de enterramiento de aquel poblado. Pero un pico y una cuerda eran poca herramienta para llegar a conclusiones definitivas sobre este particular. Tal vez, es mejor que las cosas se queden como están, para que la leyenda siga en pie. Un pueblo sin leyendas es un pueblo sin raíces y casi sin historia.

    Debió enterarse Pedro de esta expedición, y de ahí su curiosidad sobre la sima, Donato que, por lo visto, ha reflexionado sobre ella, empieza a explayarse:

    - Al fondo nadie ha llegado. Nadie puede llegar. Las simas, como el hombre, no tienen fondo. Sus límites son casi infinitos sobre todo si se exploran desde dentro hacia afuera. ¿Dónde acaba esta sima que somos cada hombre, tanto si mira hacia afuera como si mira hacia dentro de sí mismo?

    Víctor y Pedro se cruzan miradas de desconcierto. Y Donato, para hacerse entender, añade:

    - Cuentan que había unos seres que habitaban en las profundidades de la tierra; que hacían su vida por las galerías sin luz de los abismos. También ellos quisieron explorar, hacía afuera naturalmente, y les asustó lo que encontraron: a una sala sin fin, llena de luz, con el sol colgado del techo del cielo; descubrieron los cerros, los bosques, los ríos, los valles, los mares, los animales y los hombres moviéndose por aquella sala sin límites. Les asustó la infinitud por temor a perderse en ella, y se volvieron a sus caños oscuros y estrechos bajo tierra. Y nosotros los hombres, viviendo en esta sala sin límites con el sol y las estrellas como techo, nos movemos encerrados en esta misma sima. ¿La exploramos hacia afuera? ¿Quien no piensa que más allá hay nuevas realidades? ¡Nos asusta explorar! Pero esta realidad sólo se puede descubrir, explorando hacia dentro la sima de la propia persona. La persona humana no se agota en sí misma; ni empieza, ni es, ni se acaba en sí misma. Sobrepasa las realidades del momento. Al otro lado de esta sima, más allá de lo visible, se abre la existencia insospechada de una nueva luz y unos cielos nuevos. Dios, que es amor; ha dejado su huella en nosotros, y nos quiere abrazar en su infinito amor. ¡Así de claro! Pero no nos preguntamos el "por qué" ni el "para qué" de nuestra grandeza; preferimos no explorar más, y vivir en este mundo cerrado, oscuro y chiquito: ¡como el que vivo yo, al intentar explorar hacia adentro! -acaba afirmando Donato.

    Víctor, mientras se encarama al tractor, hace un gesto a Pedro poniéndose el dedo índice en la sien, indicándole que está ido; pone en movimiento el tractor, acciona los arados y reanuda la faena en aquel campo.

    Donato indica luego a Pedro el lugar exacto donde la encontrará, si es que piensa ir a buscarla. El de la Leticia, que no tiene interés por esa sima, le pregunta:

    - ¿Dónde está la infinitud del hombre, explorado hacia adentro?

    Donato ignora la respuesta, y se limita a contestar:

    - En el misterio que cada hombre es para sí mismo.

    Como resistiéndose a hablar, añade:

    - Eso que decimos "yo" es tan simple que se nos hace misterio. Para mí, ser persona es igual a "dar" sin esperar nada a cambio, y es "creer" en el amor que se nos ofrece. Es verdad que la persona necesita tener; pero tener para dar, y estar dando permanentemente. Soy persona, cuando abro los brazos a los demás; cuando cualquier realidad de afuera se hace presente en mí.

    Al terminar, se encoge de hombros dando a entender que ya no sabe más, y, mientras se va hacia el ganado, añade:

    - Esta mi pobre opinión y mi certeza.

    La serenidad del agua brinda a Pedro paz para sus pensamientos. Sigue pescando sin poderse quitar de la cabeza estas ideas de Donato, y se reafirma en la opinión que tiene sobre él.

    El tirón de una trucha lo vuelve a la realidad del río.


    De regreso a casa con la caña plegada, le vuelve Donato al pensamiento. Recuerda que, cuando se acercó por primera vez a su mundo, era verano y llevaba un sombrero de paja, cuya ala, rasgada en buena parte, dejaba ver una sucia pelambrera entrecana. Vestía una camisa a cuadros sin algunos botones; el pelo rubio del pecho al aire. Con un cordel, se sujetaba a la cintura un pantalón descolorido y holgado. En los pies, abarcas remendadas.

    Sus azulados ojos, vivarachos y tiernos, estaban hundidos en un rostro magro y curtido, con barba de varios días.

    Todo él, encorvado, enjuto y menudo.

    Al parecer, el agua le preocupaba sólo para que bebiera el ganado; se mojaba únicamente, cuando sudaba o cuando llovía.

    A Pedro le sorprendió que, contra toda esta apariencia de embrutecimiento, allí hubiera toques de buen gusto. Un viejo trillo, enseñando su panza claveteada de chinas de pedernal, y dos horcas blancas de las que se usaban para tornear la parva, se apoyaban verticales en la pared del pajar. En la misma era, una vieja máquina de aventar la mies, limpia, con todos sus accesorios. Repartidos por el entorno, varios carros repintados; sus tentemozos, puestos, mantenían horizontales los varales.

    Todo bien cuidado, como si se tuviera que usar en cualquier momento, a sabiendas de que ya nunca se iba a emplear. Era un museo de viejas herramientas de trabajo. Había amor por el pasado.

    Sólo le pareció estridente la carrocería blanca de un coche que alguien debió dejar allí, como en un cementerio de chatarra.

    Detrás de la tela metálica, un cachorro menudo, aspirante a perro pastor, ladraba zalamerías.

    Donato lo tiene como animal de compañía; a la bicicleta como herramienta de trabajo, y a las ovejas como tarea. No tiene avaricia en aumentar el ganado; sólo, ilusión de seguir siendo él, de estar presente en la vida.


    Llegan unos días tibios, y los caminos de la vega empiezan a sentir el trajín de los que van o vienen de sus huertos. Para unos, la tierra está seca; para otros, blanda, y para todos, dura y pesada. Pero el tema inevitable de conversación es lo del hijo mayor de Víctor y Delia.

    El forestal se encuentra por la tarde con Pedro en el río, y le comenta que no sabe cuándo lo van a repoblar con truchas de criadero. Y también acaba hablándole del chico de Víctor.

    Sigue pescando Pedro y, a través de las sargas del río, ve a don Vicente ensimismado con su entretenimiento en medio de un descampado. Ha debido venir a descansar este fin de semana. Se acerca hasta él y también don Vicente lo sabe.

    Donato, que ha retomado la bicicleta para hacer sus compras, nada más llegar al pueblo también se entera.

    Lo del niño de Víctor es el comentario triste de todos.

    Bruno el Manco, que regresa de su paseo por Cañada Malvira, da alcance a Pedro cuando vuelve del río, y también acaba preguntándole:

    - ¿Te has enterado de lo de Víctor?

    - ¡Debe estar destrozado!

    - Donato me ha dicho que le da más pena el padre que el hijo; estos golpes o resucitan a la persona o la entierran definitivamente.

    - Puede que sí. Siempre se ha salido con la suya, contando sólo con la ley sus bravatas y de sus riñones. Y ahora, al margen de sus deseos, por una fuerza superior a él, sin poderlo remediar, se le escapa de las manos la vida de su propio hijo mayor... Además del dolor en su corazón de padre, debe sentir el humillante bofetón de ver fracasados sus cálculos que nunca, hasta ahora, le habían fallado en ningún aspecto de la vida. ¡Puede que sí tenga razón Donato!


    Víctor el de la Delia está con toda la fuerza de sus treinta y tantos años. Ha conseguido todo lo que se ha propuesto, incluso tener sólo dos hijos, sin ocultarse en proclamar que con trampas en las fuentes de la vida.

    Y ahora, de improviso, sus castillos calculados se le vienen abajo.

    Aquella leve parálisis facial del muchacho mayor, seguida inmediatamente de inapetencia, de debilidad, de cansancio y postración, son síntomas que alarman a su esposa Delia. Tiene que discutir con Víctor, para convencerle de que es necesario llevar el chico al hospital.

    Y cuando los análisis denuncian una tasa de cuarenta y cinco mil glóbulos blancos, ¡leucemia!, sólo entonces Víctor cae en la cuenta de que tiene un hijo de ojos azules, de cabello rubio ensortijado, que es la ilusión de su vida. Ahora que se le va, se entera de que lo quiere. Toda su aparente fortaleza se desmorona.

    El niño es sometido inmediatamente a un duro tratamiento con goteros de quimioterapia y con sesiones de radioterapia. La madre no se aparta de él, y Víctor baja y sube de la capital casi a diario. El pueblo entero vive pendiente del niño, y respira esperanza o pesimismo al ritmo de las impresiones del propio padre.


    Pedro, desde la conversación con Donato sobre la sima, anda rumiando la conveniencia de hablar con alguien. Había pensado en el cura; pero se decide por Donato que no compromete tanto. Por esto, pensando en una posible entrevista con él, pregunta un día a Bruno:

    - ¿Entran ya las torcaces en las saleras?

    - Sí, pero se ven pocas -contesta el Manco.

    Los cazaderos que prefiere Pedro no están por Cañada Malvira. Sin embargo, esta mañana madruga para ir hacia ella. Sale, más que por cazar, para provocar una entrevista casual con Donato. Pero tampoco está seguro si es a Donato al que quiere ver o a los turcazos.

    Con un bocadillo y la escopeta camuflada, toma el camino de la Cañada, pero antes de dar vista a ella, repecha por un sendero que trepa por la ladera de la izquierda hacia los Collados.

    Al apuntar el día, ya está en la paridera que hay allí, recostada contra unas rocas de la cumbre. Tres pinos solitarios, como gigantes con los brazos abiertos, la vigilan. Habitualmente, aquí no se encierra ganado, pero hay saleras: ocho o diez montones de piedra con una losa encima, sobre las que los pastores echan sal para que la tomen las ovejas. A ella están cebados también los turcazos.

    Dentro de la paridera, busca el forado, que otros cazadores ya debieron abrir en la pared, por donde ver y disparar a las palomas sin que ellas recelen. Monta el arma y se pone a esperar.

    En el silencio del amanecer en calma, le llegan a sus oídos algunos cantares desde el hondo de la Cañada. Ya le había comentado el Manco, en cierta ocasión, que Donato, cuando le daba, se ponía a cantar, a cualquier hora del día o de la noche, lo mismo una jota que un canto religioso. Lo que ahora escucha Pedro es la melodía de un viejo cuplé. Más tarde oye el motor de un tractor que se acerca a las labores de la vaguada; ladra un perro y vocea alguien.

    Cuando el sol ya está tendido, Pedro, cansado de mirar en vano por la aspillera, decide abandonar la caza. Desmonta la escopeta y la oculta en el saco. Al salir de la paridera, vuela espantada, de uno de los pinos, una torcaz que debía estar tomando precauciones antes de posarse en las saleras. Pedro maldice su poca paciencia.

    Empieza a descender. De la cumbre casi desnuda, pasa a andar entre sabinas, por la red de senderos que las ovejas han tejido con sus patas. Pedro se asoma a la Cañada por el rincón de arriba, y la contempla en toda su longitud. Sólo alguna parcela suelta está aún en barbecho. En la mayor parte del hondo, la sementera es una alfombra con diversos tonos verdes de trigales, avenas y cebadas. Y descubre también la encorvada silueta de Donato que sale con el ganado.

    Pedro, cortando terreno, se encamina a su encuentro. Al asomarse a un campo que se adentra, como un golfo, en la ladera por la que va andando, ve un tractor detenido con el motor en marcha. Junto al tractor, sentado en el ribazo del barbecho, descubre a Víctor. Pedro piensa que debe estar almorzando. Se fija bien, y no. Con la cabeza entre las manos, está llorando. Ha debido buscar este rincón para desahogar su pena. Pedro, conmovido por las lágrimas de aquel hombre aparentemente duro, procura no dejarse a ver, por respeto a la intimidad de aquel momento, y sigue andando en busca del tullido.

    Donato ha cambiado ya el gorro de aviador que usaba en el invierno, por el sombrero de paja. El perro ladra, sin apartarse del amo, para denunciar al que se acerca.

    Pedro quería conversar con él, y ahora no sabe de qué ni por qué. En este momento, sólo tiene claro que no debe mencionar la escena que acaba de ver; y sin embargo, abre la conversación con los últimos rumores sobre la enfermedad del hijo de Víctor. Ante estas vaguedades, Donato concreta:

    - ¿No lo has visto ahí detrás?

    - Está con el tractor -le contesta Pedro.

    - ¡Y con lágrimas! Es una pena que tenga que ser así; pero normalmente es el dolor lo que forja la persona.

    - ¿Tú crees!

    - ¡Sólo así, o con un milagro! El egoísmo es un mal tan hondo que sólo se sacude a palos. El dolor suele ser el despertador del amor que se esconde en cada hombre.

    - ¿No es al revés: que, porque se ama, se sufre?

    - También, porque el amor es todo. Pero existimos hombres que, para enterarnos de que debíamos amar, hemos tenido que perder los pocos seres en que nos aposentábamos. Sólo entonces se descubre que o se abre uno hacia todos los otros seres sin excepción, o te quedas en la soledad triste de la propia existencia. El ser de la persona es el amor. Quien ha sembrado la vida, la ha sembrado en forma de amor. El amor es más real que las cosas, porque, antes que ellas, ya existía en el propio sembrador.

    - ¿A quién te refieres?; ¡aclárame!

    - Hablo del que tú piensas. Que te aclare; es cada uno el que tiene que aclararse. Cuando la conducta anda turbia, también se enturbia la cabeza.

    Las ovejas se distanciaban, y Donato se pone a andar tras ellas. Les echa el perro para que cambien el careo. Pedro lo sigue, saca su bocadillo y le ofrece medio. Donato le brinda su bota. Mientras comparten vino y pan, el tullido le dice abiertamente:

    - Esta mañana he hablado con Víctor; pero cuando se llora así, no se puede pensar. Tal vez, las conclusiones vendrán más tarde. Y en cuanto a ti, pienso que has sufrido poco.

    Pedro piensa que, comparándose con lo de Víctor y con lo del propio Donato, tiene razón, pero le dice:

    - Me gustaría tener razones.

    - Mis razones son tan propias que no pueden servir a quien esté en situación distinta. Si te digo que soy persona porque soy una "relación", una referencia hacia lo que existe fuera de mí; que, si mi ser profundo es conocer y querer, dependo de otras realidades para que mi conocimiento y mi amor se realice; que, por tanto, no es posible la existencia de una persona sola, y nada fuera de ella. ¿Qué te dice a ti todo esto?

    - ¡...!

    - A mí, todo. Al pensar en estas cosas, mi fe se iluminó. Recordé que el catecismo que aprendí de niño hablaba de la naturaleza única y eterna de Dios; pero que era, ¡es!, tripersonal. Es tres Personas, es necesariamente relación recíproca. Relación de mutuo Conocimiento y Amor. Y, además, se proyecta hacia afuera, dejando sus huellas. Las huellas son un absurdo si se niega que alguien las dejó, y son sólo un misterio mientras se ignora quién es el que las marcó. Somos una huella misteriosa, que se ilumina al descubrir su autor.

    Pedro es creyente, pero sin exigencias. Detrás de las palabras de Donato intuye vivencias comprometedoras, y se defiende preguntando:

    - ¿Y para entender esto, hay que padecer un cáncer?

    - Tal vez para entenderlo, no; pero para enderezar el rumbo de la vida, sí: un cáncer o cualquier otro contratiempo que obligue a reflexionar sobre la propia existencia. En mi caso, así ha sido.

    - ¡Caro es el precio que hay que pagar!

    - Es el precio por esa paz honda que sólo puede darse en la persona. Es por dentro por donde se encuentran las verdaderas medidas del hombre. Piensa y verás que es mucho más caro el egoísmo, además de la tristeza que arrastra detrás de sí.

    Avanza la mañana y se tienen que despedir. Donato se va tra las ovejas, y Pedro a su casa, intentando ordenar las ideas. Ya en camino trillado, sin la precaución de mirar dónde pone los pies, deja volar la reflexión.

    Con la imaginación intenta buscar diversas situaciones, hipotéticas y reales de la vida diaria, para ver cuál debería ser la cara del amor en cada una de ellas. Concluye que todos los matices que se pueden dar en cualquier acto, se resumen en el amor o en el desamor; que el amor es la síntesis del hombre cabal.

    Y cuando quiere dar el salto a la realización en su vida concreta, le da miedo; le asusta ser coherente hasta las últimas consecuencias. Comprende lo de apalear al egoísmo constantemente, para que aflore el amor.

    Con la escopeta oculta, llega Pedro hasta el lavadero del pueblo, y baja los escalones para beber en su fuente. No hay nadie y se sienta en el pilón, dándose tiempo para volver a la realidad.


    Han pasado ya unos meses, y el niño de Delia tolera los medicamentos. Aunque la leucemia está allí, nace alguna esperanza.

    El tratamiento tiene que proseguir. Un mes de descanso en casa y tres semanas en el hospital con cinco horas diarias de quimioterapia. Es un duro precio por una salud incierta. Tendido en la cama blanca, pálido, con la cabeza ya sin su pelo rubio, eleva con languidez sus grandes ojos al gotero que nunca se acaba. Y cuando se lo quitan, vuelve la mirada angustiada a su madre, porque se le vienen los vómitos a la boca.

    De cuando en cuando, se lo llevan en una camilla, para practicarle una punción ósea y otra lumbar, para ver el avance o retroceso de los glóbulos blancos.

    Según los médicos, así tendrá que ser durante tres años, para conseguir la curación total, si es que no se apagaba antes su frágil vida.

    Leticia baja alguna vez a la capital para dar a Delia alguna noche de descanso, pero es inútil. El corazón de una madre no puede tomarse reposo. Y aunque Leticia se queda, Delia no se va, vigilando día y noche.

    Cuando el niño está en casa, Víctor se pasa largos ratos contemplándolo. Se lo come con los ojos. Quiere tenerlo grabado dentro de sí, para el día triste en que se le rompa definitivamente.


    Por los mismos días en que Víctor se arrastraba de angustia por lo de su hijo, Donato maduraba la idea de dejar en orden sus cosas. Mese después, pide a Bruno que le cuide al ganado por un día, pues quiere ir a la capital a solucionar unos asuntos urgentes. No le dice cuáles son sus urgencias, y tampoco el Manco se lo pregunta.

    Se lava algo el cuerpo, se pone ropa limpia sin planchar y zapatos sin lustre de betún, y sale temprano con la bicicleta. Se cruza con Bruno que acude a soltarle el ganado. Le indica el careo que debe seguir y el lugar donde le puede dar de beber. Deja la bicicleta recostada en la pared, junto a la puerta de la casa del cura, y aguarda a que llegue el coche de línea que baja a la capital.

    Ya en la capital, pasa por la Notaría. Sus dos hermanas hacía años que habían muerto solteras. Tiene muy clara la decisión, y dicta su testamento.

    Cuando regresa al pueblo, Donato llama en la casa del cura con el pretexto de la bicicleta. El párroco no era ajeno a su amistad, y hasta se daba alguna vuelta por Cañada Malvira. Al ver que era Donato, lo hace pasar a la cocina y pone a calentar dos vasos de leche. Donato le entrega, en sobre cerrado, una copia del testamento:

    - Es para que usted, o su sucesor, lo abra después de mi muerte que, aunque la siento próxima, no puedo saber cuando ocurrirá.

    Con el vaso de leche servido, la conversación fluye espontánea sobre el tema que todo testamento suscita. Donato abre sus sentimientos al sacerdote:

    - La vida es siempre lo suficientemente breve, como para desear que no acabe nunca.

    El cura, sospechando sus inquietudes, puntualiza:

    - Pero, al mismo tiempo, es lo suficientemente larga como para que el cansancio de vivir oscurezca la esperanza y la fe.

    - ¿Qué habrá al final? -se interroga Donato.

    - Aunque el anhelo de inmortalidad sea intenso, no basta. Tiene que haber seguridades reales.

    - ¿No es suficiente la realidad de Dios?

    - Así es -concluye el cura.

    Donato asiente con la cabeza, toma un sorbo de leche y dice:

    - Las huellas de Dios son claras, pero a veces se borran.

    - No se borran; las borramos. Ellas siguen ahí.

    - Pero, sea como sea, andamos a tientas.

    - Sí es verdad, a tientas, hasta que se vuelven a encontrar.

    - Pero, ¿dónde y cuándo se encuentra a Dios?

    - Donde tú, Donato, siempre lo has buscado; pero hay que aceptarlo como don inmerecido.

    Donato se termina el vaso de leche, se levanta y, dando un suspiro, concluye:

    - ¡Ya! ¡Pobre persona la mía, que tiene que sostener el don inmerecido de la huella de Dios.

    Al despedirse en la puerta, dice sonriendo al sacerdote:

    - ¡El Amor es más fuerte que yo y seguiré apoyándome en él!

    Donato recoge la bicicleta, monta sobre ella y se va a Cañada Malvira. Quiere llegar, para dar las gracias a Bruno el Manco por haberle guardado el ganado.

    El Manco le contesta:

    - No se merecen. He ido más pendiente de encontrarme con Cecilio para conversar que de cuidarte las ovejas.


    Pedro, a raíz de la entrevista con Donato, lleva unos días metido en sus pensamientos. Empieza a juzgarse a sí mismo y su entorno con ojos críticos, a la luz de las ideas del tullido. Y concluye, con pena, que tiene razón.

    Se da cuenta de que están en franca minoría los que intentan vivir en armonía con el ser de las cosas; y le duele que, muchas veces, para cohonestar vicios propios, se ridiculice a los que se quieren remontar como las águilas y se les exija que se corten las alas, apelando a la necia razón de que pesan. Hasta rebuscan manchas en el sol, para hacer creer que no es él el que nos alumbra.

    Observa que, con la tapadera de la libertad progresista, ciertos actos, malos en sí, son elevados a categoría de derechos, sólo por ser frecuentemente consumados, y que se dictan leyes o se fomentan estilos de vida, que tienden a uniformar una sociedad sin valores. Advierte que solidaridad y justicia, en boca de políticos, son meras palabras con que encubrir, casi siempre, intereses colectivos o personales.

    Y empieza a saber por experiencia que, sin renuncia, no se puede vivir como persona.

    Leticia, su mujer, viene advirtiendo sus silencios pensativos y nota en él una actitud más servicial en el trato familiar.

    - ¿Qué es lo que te pasa? -le pregunta un día.

    - Nada; tal vez, lo de Víctor -le contesta Pedro.

    - Deberías visitarlo.

    - Ya sé por ti y por la calle cómo anda el muchacho.

    - ¡No basta con saber! -dice con contundencia Leticia.

    Pedro se calla, reconociendo que tiene razón su mujer. Decide ir a verlo; y va por la noche.

    El enfermo está en el hospital con su madre; el niño pequeño, metido en el tacatá, agita una sonajera; la anciana madre de Delia anda por la cocina preparando la cena, y Víctor, sentado, con los codos en la mesa, apoya la barbilla sobre las dos manos. Recibe a Pedro sin moverse de la silla.

    - Pasaba, y he querido entrar a preguntar.

    - Igual: mal; poniendo los medios sin esperanza.

    - No la pierdas; hoy la ciencia...

    - ¡Qué fácil es decirlo desde tu barrera!

    - Todos estamos en la misma barrera, Víctor.

    - Ya me lo contarás, si te toca.

    - Comprendo que te duela mucho.

    - No lo puedes saber.

    Pedro, que no ha sido invitado a sentarse, acaricia al niño, lo saca del tacatá, lo toma en brazos, le da un beso, dice a Víctor que se le parece más que el mayor, y se despide:

    - Leticia me debe estar esperando con la cena. ¡Animo, Víctor!

    - Gracias -le contesta éste sin levantarse de la mesa.

    La suegra de Víctor, que ha oído todo, lo despide desde la cocina:

    - ¡Adios, hijo, adios!

    La madre de Delia sufre con las brusquedades de su yerno; no puede acostumbrarse a su manera de ser y, en silencio, se lamenta de que sea el padre de sus nietos y el esposo de su hija.

    Siendo sólo novio, ya sentía ella pena de que en las fiestas del pueblo, aunque se mezclaba con la gente y tomaba unos tragos, se le viera como ausente y sin amigos.

    Ya intuía entonces que Víctor, aunque le gustaba relacionarse con personas de cierto relieve social, se negaba a crearse servidumbres de amistad.

    Le indignaba saber que, en las pocas ocasiones que aparecía por la cantina, no invitara a los demás, y que dejara tarjeta de visita con alguna patochada irritante para manifestarse ingenioso.

    Por estos y otros detalles, a la madre de Delia, aunque nadie la haya oído hablar mal de su yerno, no le vienen por sorpresa estos modales de Víctor. Advirtió a su hija antes que se casara. Pero...


    Pasó el verano. Se cosecharon las cebadas y los trigos; vendieron el grano y guardaron la paja. Se vedó la pesca en el río y las truchas empezaron a remover los guijaros, preparando sus frezas. Con el otoño llegaron, muy esperadas, algunas lluvias; se cogieron las patatas, y los árboles dejaron caer sus hojas. Apareció la escarcha, vinieron otros cierzos, escasearon las nieves, y llegó enero. Empezaba otro año, y Donato recupera los pastos de Cañada Malvira.

    Se había completado otro ciclo en armonía con la naturaleza. Sólo había un punto negro en el horizonte de la normalidad del pueblo: la leucemia del hijo mayor de Delia.

    Víctor empezó a superar su primera desesperación, y se acostumbró a que le preguntaran. Su respuesta siempre era la misma: "el tiempo lo dirá". Y la rutina del hijo enfermo lo puso a él también en la rutina de sus faenas. Hasta llegó a pensar que no debía ser tan grave la leucemia. Los médicos debieron exagerar.

    Delia, llena de esperanza, seguía bajando cada mes al hospital, para someter al niño al duro tratamiento. Tampoco cesaba de rezar.

    Llega la Semana Santa. Los días ventosos no traen las esperadas lluvias. Florecen los endrinos, y entra así la primavera. Pedro y los demás pescadores han renovado la licencia de pesca.


    Rosendo y Pedro se han retirado del río; se encuentran en la carretera, y vienen entre dos luces con las cañas plegadas y las viveras a la espalda. Para los pescadores, son más objeto de comentario las truchas vistas y no pescadas, que las que ya van en el cesto. No necesitan mucho tiempo para contarse los incidentes de la tarde, y sale a colación la leucemia del niño de Delia, siempre actual en La Val.

    Rosendo, recordando cosas viejas relacionadas con la familia del enfermo, cuenta el percance que tuvo el padre de Víctor, el tío Bernardo, poco después de enviudar.

    Víctor era aún tan niño que ni lo puede recordar; lo supo después. Su padre fue con las dos mulas al monte a acarrear leña para el invierno. Con brazos fuertes y buena hacha cortó troncos verdes de encina; cargó las mulas y, de regreso a casa, al cruzar la carretera, se le espantaron las bestias.

    En aquellos años, el tráfico de coches era raro, y los animales, no acostumbrados aún, se ponían espantadizos. Cuando, de uvas a peras, llegaba algún vehículo al pueblo, las bestias, si andaban sueltas paciendo por los prados junto a la carretera, salían huyendo al trote con los cuellos erguidos y la cabeza vuelta; si estaban atadas, se encabritaban hasta romper los ramales.

    El tío Bernardo, que ya en paz descanse, cuando vio aparecer una camioneta envuelta en ruido y polvo, se apresuró a sujetar las dos mulas por los ronzales. Se alzaron de manos forcejeando. Aunque era fuerte, se apoderaron de él, y salieron corriendo; él no soltó los ramales, y continuó intentando dominar a la dos bestias. Cayó al suelo y lo arrastraron algún metro. De una de las mulas, que debió romper la cincha, le cayó encima la carga de troncos. Cuando lo recogieron, estaba inmóvil de los riñones para abajo, como si se le hubiera partido la columna vertebral.

    El médico ordenó inmediatamente su traslado al hospital de la capital. Al principio llegaban no buenas noticias. Había pocas esperanzas de que quedara bien. Parecía que la desgracia se había cebado con esta familia. Pero quedó perfectamente. Sólo tuvo que andar unos meses con muletas y haciendo recuperación. La verdad es que murió de enfermedad una docena de años después.

    Anochecido ya, Rosendo y Pedro se cruzan con Donato a la entrada del pueblo. Por lo visto, ha encerrado el ganado antes para venir a sus compras, y se vuelve a Cañada Malvira sobre la bicicleta con el tonel en la parrilla, alumbrándose con una linterna. Se saludan al pasar, y Rosendo comenta:

    - ¡Lo que son las cosas! En cambio, por aquellos meses, Donato, que era parejo en años con el tío Bernardo y aún conservaba su buena figura, amaneció un día encorvado. No supo si fue a causa de algún frío o de algún esfuerzo. Con calor logró calmar los dolores; pero ya no logró enderezarse nunca. Ni se preocupó de ir a los médicos. Se comentaba luego, con sorna, que el tío Barnardo se había partido la columna, con la mala idea de que Donato se quedara tullido.


    Se ha entrado en un verano que arrastra un invierno y una primavera muy secos. Hasta el río baja muy mermado. Los arroyos y las fuentes niegan el agua a los ganados. Donato intenta acarrearla desde el lavadero del pueblo con bombonas de plástico colgadas con cuerdas en la bicicleta. Trescientos animales amorrados al abrevadero consumen mucha; demasiada para llevarla empujando sobre el manillar bajo el calor de las horas del sestero. Reconoce que es casi inútil su esfuerzo y, por iniciativa del cura, decide incorporarse al progreso.

    A doscientos metros de la casa, donde los juncos son más verdes, Donato cava un pozo y aflora el agua a poca profundidad, sin necesidad de zahorí. Compra una bomba con motor a gasolina y los metros precisos de manguera de plástico. También el cura le ayuda a instalarla.

    A todos los que pasan por allí y se acercan a curiosear, Donato, después de enseñarles el pequeño artefacto portátil, les dice con gran satisfacción:

    - Con un litro de gasolina las harto de agua.

    Uno de esos días a la caída del sol, Pedro salía con la caña para darse una vuelta por el río. El Manco regresaba de su paseo. Se cruzan en la esquina del lavadero y. por decir algo, le pregunta Pedro:

    - ¿Ya te recoges?

    - Vengo de estar con Donato. Desde lo alto del cerro he visto que a la bomba le salía un chorro de agua como un surtidor. He bajado a ver, y se le ha estropeado. Tiene que llamar al mecánico.

    - Ya que lo has dicho, aunque no era mi intención, voy a ver si tiene arreglo.

    Esbozando una sonrisa, el Manco mira al lavadero para asegurarse de que nadie le escucha, baja la voz y le confía a Pedro:

    - ¡Te lo cuento, pero no se lo digas a él! ¡Huy, qué risa! Hoy me he guisado un buen plato de judías en ensalada con su hoja de laurel y su cabeza de ajos. Mientras mirábamos la bomba, qué podría ser, qué no podría ser, el cachorro que tiene andaba por medio. En ésas, las judías me han salido al aire, silenciosas. ¡Huy..Huy...! Y va Donato, y le dice al perro, dándole un manotazo: "¡Vete, chucho, que te has soltado un pedo!". No se lo digas. Y me voy, que aquí no hay perro que responda de mis perfumes.

    Bruno, a quien la risa le estrecha los ojos en línea paralela con las cejas y las arrugas de la frente, termina:

    - Bebo un trago de agua y sigo a casa.

    Y mientras baja los escalones del lavadero, va riéndose y agitando su brazo sin mano. Pedro deja al Manco y la pesca, y sigue por el camino de Cañada Malvira, hacia los dominios de Donato.

    Al llegar, las ovejas están en la corraliza, paro a él no lo ve; lo llama a gritos, ladra el perro y, al poco, sale él con su garbo desgarbado y con la bota para obsequiarle. Pedro le pregunta por la bomba y se la enseña. No tiene arreglo: es una pieza rota que hay que reponer. Toma nota del modelo, y le dice que él la encargará con el lechero.

    Se está poniendo ya el sol y las sombras se alargan sobre la tierra seca. Pedro no puede evitar decirle:

    - Estás muy solo aquí. Deberías venirte a vivir al pueblo.

    Donato agradece la buena intención de Pedro, y añade:

    - No estoy solo. La vida me ha enseñado a mirar hacia adentro.

    - Puedes seguir asomado a tu sima, pero en el pueblo; tus amigos estaríamos mas tranquilos.

    - ¡Estad tranquilos!

    Donato, con el tronco de su cuerpo paralelo al suelo, el viejo sombrero de paja puesto, los puños de la camisa desabrochados y con la bota de vino colgando como un péndulo en la mano, hace una pausa, mueve la cabeza dudando, da un suspiro y, por fin, hace esta confidencia a Pedro:

    - Hace ya varios años, en la placidez de una mañana cargada de silencio, sentado bajo aquella sabina, me pregunté: ¿Quién eres? Había también silencio dentro de mí, y me fui respondiendo: Donato, de 53 años de edad, natural de La Val, hijo de Andrés y Leonor; pero esto no son más que circunstancias que me describen y me sitúan en el tiempo y en el espacio. Entonces caí en la cuenta de que este "yo" que soy, está más allá de la materia, del espacio y, tal vez, más allá del tiempo. La persona traspasa todo esto. Sus raíces andan más lejos.

    A Pedro, las ideas de Donato siempre le golpetean la cabeza. Le gustaría contarle su inquietud, pero se limita a insistirle:

    - Ya eres mayor, y te puede pasar algo.

    - Para morirse no se necesita de los demás. Morimos solos: y soledad en el pueblo o soledad aquí, ¿qué más da? Mira, quiero vivir solitario; pero no estoy solo. ¡Recuerda la huella que somos!

    - Mañana sin falta te traigo la pieza de la bomba -concluye escuetamente Pedro.

    - Te lo agradezco. Voy a mover la ovejas -dice Donato, y se despiden.


    Al volver Pedro al río ya entre dos luces, intenta algunos lances con la cucharilla. Las truchas están puestas al mosquito; cambia el aparejo y saca dos. Dos truchas de las de enseñar. La oscuridad le impide ver bien los mosquitos y pliega la caña. Alcanza al tío Bartolo, uno de los jubilados que goza con el río, y se las muestra:

    - Estas son las que dan pelea.

    - ¡Majas! Mis cuatro juntas no pesan lo que una de las tuyas.

    Es noche oscura, cuando llegan al pueblo. Pedro va de frente a casa del lechero, que todos los días baja con la furgoneta a la central lechera de la capital. En la entrada hay varios recipientes de metal. Al pasar a la amplia cocina ve al lechero, de pie junto a la mesa, repasa unos papeles a la luz de la bombilla. Pedro le encarga la pieza. Luego, sacando de la vivera una de las truchas, la da a su madre, ya muy mayor, que está allí sentada, enlutada con un pañuelo a la cabeza. Ella, reconocida, le dice:

    - No sabes cuánto te lo agradecen mis dientes.

    - Mañana, sin falta, tendrás la pieza -le dice el lechero, cuando sale a despedirlo hasta la puerta.

    Antes de volver a su casa, Pedro tiene que hacer otra visita. Se tropieza con el Manco y le pregunta riendo:

    - ¿Qué tal van los perfumes?

    - ¡Apaciguados! ¿Y Donato? -pregunta para indagar.

    - Es un filósofo -le dice.

    - ¿Qué es eso? ¡No me digas que le has contado...!

    - ¡Todo!; él ya sospechaba que aquello era demasiado para el cachorro.

    Y con carcajadas, se despiden hasta mañana.


    Pedro no es hombre de bar. Pero, cuando hace una buena pesquera y no está lista la cena, no puede resistir la tentación de darse una vuelta por la cantina.

    - Es raro que no venga Pedro -observa el tío Bartolo con un vaso de vino en la mano.

    - No serían tan buenas las truchas -duda Rosendo.

    - Sí eran majas, sí. Yo las he visto. De kilo o más -asegura el que las vio.

    Esta vez, Pedro les ha defraudado. Después de despedirse del Manco, ha entrado en casa del cura.

    En la conversación con el sacerdote, además de informarle sobre la bomba de Donato, salen a colación sus ideas y las causas de su aislamiento. El párroco, como una posible razón para explicar su proceso existencial, hace alusión al asesinato que cometió su padre. Y, como sin pensar, añade:

    - Hasta Dios, a veces, nos puede parecer cruel. Con su Hijo, lo pareció. Pero, ¿no será que el Amor vale más que la vida?

    Sin decir palabra, Pedro asiente en que Dios ha podido parecer cruel con Donato.

    Cuando termina la tertulia, que se ha alargado demasiado, saca de la vivera la otra trucha y se la da al sacerdote.

    - ¿Sin que nadie vea esta pieza?

    - Ya la ha visto el tío Bartolo y es suficiente.

    Se despiden y se va camino de su casa.

    Cuando Pedro llega, Leticia, adormilada en una silla, lo está esperando con la cena puesta; los cuatro niños, ya en la cama. Se sienta junto a él a la mesa para verlo cenar, y para escuchar las razones de su demora.

    A medida que su marido le cuenta, Leticia se va despabilando y termina por hacer café y sacar una botella de licor para celebrar no se sabe qué. Con una copa en la mano, dibujando sobre sus dientes blancos la mejor sonrisa, le dice:

    - Me alegra que hayas regalado esas dos truchas tan hermosas.


    Había pasado el verano con sus calores y faenas. Vino otro otoño y otro invierno. Criaron las ovejas y se vendieron los corderos. Se hizo la matanza de los cerdos. Se repiten los fríos, las escarchas y las nieves. Y hasta los chismosos en la cantina son los mismos. Pedro, como los demás hombres, sube a las eras con los mismos paisajes e idénticos recuerdos. Los niños reinician su ciclo de juegos, tan fijo como las estaciones. Una nueva primavera empezaba a entibiar el ambiente.

    Hace ya un año y meses que Cecilio dejó los pastos de Cañada Malvira, pero siempre que acude con el ganado por estos linderos, procura encontrarse con Donato con el precioso motivo de la amistad.

    El desenlace fatal del hijo mayor de Víctor parecía superado. Su padre se mete de lleno en la afanosa rutina de barbechar los campos con el tractor. Las gentes, en cambio, aunque contemplan al niño haciendo vida normal, sospechan que, al ver su pelo caído, la muerte aún le ronda. Son ya dos años de tratamiento contra la leucemia.


    Bruno el Manco se da cuenta de que la salud de Donato, casi de repente, empieza a deteriorarse. En su habitual ronda callejera se encuentra con Pedro el de la Leticia y se lo dice:

    - Donato anda hecho un ovillo; cada vez más encorvado. ¡Huy!, no sé cómo aguanta tras las ovejas.

    Recoge Pedro el aviso y, con el buen parecer de Leticia, se va por la mañana temprano a verlo. Sale ladrando el perro hasta el camino; reconoce al visitante y empieza a mover la cola y los cuartos traseros; lame la mano del que lo acaricia, y luego se pone delante para guiarlo hasta su amo que está en la corraliza moviendo el ganado.

    El Manco tenía razón: Donato está muy desmejorado. Además del garrote habitual en su mano izquierda, lleva una vara larga en la derecha. Pedro lo saluda bromeando:

    - Pareces un ciempiés.

    - Esta es para apuntalarme en la laderas -le aclara Donato.

    Durante la breve conversación, Pedro sospecha que tiene dolores en la columna y en todas las articulaciones. Le insinúa la conveniencia del médico.

    - Por un reuma, no vale la pena molestarlo.

    - Aunque sólo sea para que te recete algo que alivie.

    Donato se queda pensativo por un instante, y como para cambiar de tema, pregunta por el hijo de Víctor. Pedro le dice que hay muy fundadas esperanzas de que cure.

    - Te lo agradezco sinceramente, pero no avises al médico.

    Las ovejas ya se han tendido por entre las primeras sabinas de la ladera. Se despiden, y Donato empieza a repechar, arrastrando la vara larga. El perro mira a Pedro, mueve la cola y se va detrás de su amo.

    Pedro, camino de casa, piensa que lo de Donato es algo más que reuma, y cree que tiene que hablar con el médico.

    Antes que Pedro, ya el sacerdote le había consultado. El médico sospecha que podría ser una parálisis progresiva: ¡sin remedio!


    Es Cecilio el que, al acercarse con su ganado por los límites de Cañada Malvira, encuentra a Donato tan encogido que camina en cuclillas tras las ovejas. Era insultante ver a un hombre así de humillado, arrastrado y degradado. No puede tolerar espectáculo tan grotesco, y se lo dice:

    - Donato, no soporto verte así. ¡Vete con el ganado hacia casa!

    Cecilio encierra el suyo en la paridera que hay allí cerca, y va a darle alcance. Bajaba ya Donato por la ladera que cae en suave pendiente sobre la corraliza, apoyándose con el garrote y la vara larga. El perro no se apartaba de él. Cecilio, poniendo una mano bajo las corvas y la otra bajo la espalda, lo levanta en brazos, mientras le dice:

    - Aunque tú no quieras, lo hago.

    Lo baja hasta la caseta; lo echa sobre el camastro, y lo tapa con la manta sucia que había. Donato, resignado, se deja hacer. Cecilio le cierra el ganado, y luego se va a La Val a avisar a los amigos.

    En el pueblo busca a Bruno el Manco, y no estaba en su casa; pregunta por don Vicente, y le dicen que en la capital atendiendo su escuela. A los que hay en la cantina, les cuenta lo que ocurre, y se limitan a darse por enterados: allí se quedan, comentando que era de esperar; que ya sabían que acabaría mal; que esto le pasaba por ser un terco...

    En casi todos los pueblos pequeños, cuando no se encuentra remedio a alguna necesidad, se acude al cura. Y a su casa va Cecilio a explicarle el caso.

    Es ya casi mediodía cuando Cecilio retorna hacia a Cañada Malvira. El despacho parroquial se ha quedado con el penetrante olor a ovejas del que va impregnado.

    El sacerdote cocina deprisa una sopa y la envasa muy caliente en un termo; fríe patatas y unas truchas que le habían regalado y las pone en una fiambrera; prepara sobre la mesa de la cocina dos barras de pan, tres platos con sus cucharas, tenedores, cuchillos y algunas manzanas. Mete el termo, la fiambrera y todo lo demás en un saco de mano. Se palpa los bolsillos, y encuentra, por fin, las llaves del coche tiradas sobre la mesa del despacho. Acomoda el saco en el otro asiento; pone en marcha el Cuatro L, embarrado de correr por malos caminos, y toma también el rumbo de Cañada Malvira. Es un hombre de mediana edad, enjuto y de buen temple moral y físico.

    Al llegar, el perro da saltos desde detrás de la empalizada. Al abrir la puerta de la corraliza, el perrillo corre a su encuentro para acompañarlo hasta el chamizo de Donato.

    Entra con el saquillo en la mano y lo deja sobre la mugre de la mesa. Cecilio, con un cigarrillo entre los dedos, se levanta de la desvencijada silla en que estaba sentado. Donato estaba echado. Sin más rodeos, el párroco les dice:

    - ¡Vamos a comer: que estómago cumplido no tiene enemigo!

    Saca todo. Donato se sienta en el mismo catre, apoyando los pies en el suelo; Cecilio le pone un cajón entre las piernas y el plato encima. En su encorvamiento, poco falta para que la nariz roce la sopa.

    Terminando de comer los tres, el sacerdote dice a Cecilio que debe irse a soltar su ganado; que ya había hecho lo más importante; que cuando lo necesite, le avisará. Donato sólo mueve la cabeza, como negándose a tanta preocupación por él.

    Cecilio, con el garrote en la mano y el morral a la espalda, se disponía ya a irse, cuando, sin que ladre el perro, entra Bruno preguntando:

    - ¿Qué es lo que te pasa, Donato?

    - ¡Nada!; éstos que se empeñan en ponerme malo.

    - ¿Has comido, Bruno? -le pregunta el cura.

    - ¡Huy!, no me ha dado tiempo; apenas me he enterado, he salido corriendo hacia aquí.

    - Tú, Cecilio, vete a soltar tu ganado; con Bruno aquí... -le dice el sacerdote.

    - Te dejo en buenas manos -se despide Cecilio poniendo su mano sobre el hombro del tullido.

    El párroco, con los platos usados, sale acompañando a Cecilio. Mientras los friega en el depósito del agua, el pastor de Hoyalda se despide diciéndole que él o su muchacho se darán una vuelta al día siguiente.

    Cecilio había dejado en la fiambrera la comida que le había preparado su mujer: una tortilla a la francesa, unos filetes de buen jamón y un trozo de longaniza. El sacerdote pone todo a disposición de Bruno el Manco, y mientras éste come, le pide:

    - Durante el tiempo que Donato siga así, tú cuidarás de las ovejas, y yo cuidaré de él.

    - Como diga, señor cura. Apenas coma, me voy con ellas hasta que oscurezca; llevan mal día.

    Donato vuelve a mover la cabeza.


    Aquel mismo día, comentario tras comentario, todos se enteran de lo del habitante de Cañada Malvira. Pedro también, y el primer pensamiento que le viene es que acudir allá le va a comprometer y complicar la vida; pero ¿cómo no ir?. Se le insinúa una inquietante pelea interior. Cuando toma la decisión de encaminarse a visitar a Donato, se llena de paz. Antes quiere contar con su esposa, ya que también en ella podría repercutir la situación de Donato. Ella le contesta:

    - Si se trata de ayudar, para eso estamos.

    Pedro piensa que las mujeres, a pesar de sus rarezas y sus genios, nunca dudan a la hora de sacrificarse por los demás. Ellas compensan el egoísmo de los hombres. Y, prendado de su esposa, se pasa por la tienda; pregunta por los gustos culinarios de Donato, y compra unas latas de espárragos y de atún.

    Llega Pedro cayendo ya el sol, en el momento en que el párroco salía por la corraliza, dispuesto a volver a su casa a preparar la cena para el enfermo. Al decirle Pedro que traía algo, regresan los dos al interior del chamizo.

    Nunca había entrado. Del techo, a teja vana, penden colgajos de telas de araña; las paredes, sin revoque, están llenas de polvo en las juntas de las piedras renegridas por el humo de la estufa que aparece oxidada. En el fondo, de lado a lado, se ve cruzado el catre. Bajo una manta andrajosa, adivina a Donato encogido. Pegada a la pared, entre los pies del camastro y la puerta, hay una mesa rústica maltratada de manchas; sobre ella, haciendo contraste, unos platos limpios. De clavos en las paredes, cuelgan la bota casi rozando la mesa, el morral de pastor, prendas de ropa, un garrote... En el rincón de la puerta, dentro de cajas de cartón apiladas, se pretenden ocultar bolsas de plástico y harapos. Al suelo de tierra, se nota que le acaban de pasar la escoba.

    Al ver entrar a Pedro, Donato intenta incorporarse para darle la mano; ambos se las aprietan fuertemente. Sin soltar la de Pedro, Donato retira la manta con la otra mano; logra sacar los pies hasta el suelo, y se queda sentado en la cama. Está vestido. La almohada, sin funda, se ve pringada del sebo de la cabeza. Tampoco tiene sábanas.

    Pedro se ofrece generosamente para ayudar en lo que convenga. Donato agradece, mientras mueve la cabeza queriendo decir que no. Pero el sacerdote le toma la palabra.

    En el chamizo oscurecía. El cura coge, de una de las cajas de cartón, una botella sucia con chorreaduras de cera y una vela; la pone sobre la mesa y la enciende. De un saquillo limpio, colgado también en un clavo de la pared, saca media barra de pan.

    Pedro entiende que hay que ir preparando la cena, y abre las latas. Llena un buen plato de espárragos y atún. El sacerdote pone un cajón entre las piernas de Donato, y sobre el cajón, el plato, el pan y la bota de vino. Entre tanto, Donato se mantiene en un mutismo desacostumbrado; habla lo imprescindible y con monosílabos. Parece estar muy afectado por su invalidez.

    Mientras cena, Pedro y el sacerdote le dicen que se van fuera para ver por dónde andan Bruno y las ovejas.

    - Gracias -les dice Donato cuando salen.

    Fuera ya anochecía, y ven que el ganado se viene acercando. Ni el sacerdote ni Pedro se cruzan palabras; se adivina que están pensando. Advierten que sale Donato en cuclillas, orina sobre el sirle del cobertizo y se vuelve dentro.

    Cuando llegan las ovejas, el perro se adelanta, cruza el corral, se mete adonde está su amo, le roza las piernas dejándose acariciar, se levanta de manos para lamerle la cara y se echa enroscado a sus pies.

    Ya era noche. Pedro pregunta al Manco si hay que dar agua al ganado; dice que ya han bebido en el río. Las encierran. Cuando los tres, abriéndose paso entre las ovejas, vuelven a la vivienda, Donato sigue sentado en el catre junto al cajón, dando al perro trozos de pan empapado en el aceite del atún. Levanta la cabeza para mirarlos, y, a la luz de la vela, ven rodarle lágrimas en su cara serena.

    El sacerdote recoge los cubiertos usados, y se va a limpiarlos a tientas. Entre tanto, Bruno y Pedro acomodan en la cama a Donato. Mientras, él les dice:

    - No me avergüenzo, lloro de agradecimiento. No puedo impedir que me dejéis solo, aunque quisiera. Pero antes que me lo preguntéis, ya os digo que no necesito que os quedéis por la noche.

    - ¿Y como lo vas a evitar? -dice el Manco.

    Entraba entonces el sacerdote y oye las últimas palabras de Donato. Al tiempo que coloca junto a la cabecera de la cama el cajón con la vela encendida y los fósforos al alcance de la mano, interviene:

    - Tiene razón Donato; no está para que nos quedemos a velarlo.

    Pedro pregunta dónde guarda la bomba y la manguera por si hay que subir agua. Le dice que en la casa, y le señala una llave que cuelga también en un clavo de la pared.

    A petición del propio Donato, apagan la vela, se despiden de él hasta el día siguiente, y salen. Los tres, dentro del coche del párroco, se arrancan de Cañada Malvira, alumbrando con los faros el camino. Durante un rato se mantienen callados. Es Pedro el que rompe el silencio:

    - Aquí estamos la familia de Donato.

    - También don Vicente y Cecilio -observa Bruno.

    - Y aparecerán más; pero, de momento, somos nosotros tres los que tenemos que pensar en mañana -concreta el sacerdote, manejando el volante.

    Bruno se ofrece a seguir con el ganado, que es lo suyo. Pedro dice que le llevará las comidas y lo acompañará el mayor tiempo posible.

    - ¿Y Leticia? -observa el párroco.

    - También está dispuesta a ayudar.

    - Me lo suponía, pero quería saberlo.

    El sacerdote añade que esta situación podría prolongarse por mucho tiempo y acabar minándoles las fuerzas; que habría que aceptar cualquier colaboración, para permitirse algún descanso. Y concluye:

    - Conviene que lo sepáis. Esta tarde me ha dicho que lo que hacemos por él no se paga con todo el dinero del mundo; pero que lo que se pueda pagar, nos lo dará. Os pido, por tanto, que anotéis todos los gastos que hagáis para él. Tus jornales de pastor, Bruno, también.

    Así llegan al pueblo, y se despiden. Pedro, antes de acudir a casa, pasa por la tienda a comprar una buena linterna y comida para el día siguiente. Cuenta todo a Leticia. Aunque ella se da cuenta de que lo del pobrecillo Donato va a suponer muchos trastornos domésticos, dice que todo tiene arreglo.

    Bruno el Manco, después de cenar, aún sale a dar una vuelta por el pueblo a recoger noticias y a darlas.

    Pedro, al invadirle el sueño, reconoce interiormente que han influido favorablemente en él las ideas que, a lo largo de su soledad, ha ido elaborado de Donato. Se siente persona; pide ayuda para cumplir hasta el final con lo que ha querido comprometerse, y se duerme feliz.


    Al otro día, Bruno madruga. Cuando llega Pedro, el ganado ya no está en la corraliza, y se encuentra con al muchacho de Cecilio dentro de la caseta, desayunando con Donato; lo ha mandado su padre con un termo de café con leche y con una bolsa de las ricas pastas que sabe hacer su mujer. Pedro se une a ellos. El muchacho, al tiempo de irse, dice de parte de su padre que cuenten con su ayuda.

    A media mañana, acuden el cura y el médico. Donato, sin salir del catre, va contestando al interrogatorio de éste. Con el fonendoscopio le ausculta por la espalda y el pecho, mientras le ordena que respire hondo o que tosa. Durante los silencios que mantienen para que el médico pueda oír mejor los ruidos de las entrañas del enfermo, fuera del chamizo se oyen cantar las totovías, aleteando sobre el rumor de la brisa en el sabinar.

    Al final, el médico concluye que de estómago, pulmones y corazón está bien. Para la artrosis, le dice:

    - Deberías ir al hospital. ¿Te hago el volante de ingreso?

    Donato piensa un momento, y le contesta con esta pregunta:

    - ¿Cómo está el niño de Víctor?

    - Nunca se sabe; pero el tiempo va a favor de la esperanza.

    - ¡Cuánto me alegro! Gracias, doctor; pero prefiero quedarme tranquilo aquí, sin trajines de hospitales y análisis.

    - Tú mandas en tu salud; pero no te apoltrones en la cama; intenta andar algo todos los días.

    Obediente Donato, alarga el brazo al sacerdote y le pide:

    - ¡Deme la mano y empiezo ya!

    Sale de la cama; tantea sus fuerzas, y logra mantenerse en su deforme postura normal. De un clavo de la pared descuelga una llave pequeña anudada a un cordel, y les pide a todos que le sigan. A mitad de la corraliza, se le van doblando las rodillas, y acaba sentado sobre los talones sin dejar de andar. El médico le ofrece la mano para que se enderece.

    - Tendré que acostumbrarme a ir así -le dice Donato.

    - Mientras tengas una mano amiga, no la desprecies -le aconseja Pedro.

    - Tienes razón.

    Y, como un niño pequeño, acepta la ayuda del doctor.

    Se detiene ante una de las puertas del coche abandonado. Mientras abre, les dice que es su caja fuerte. Indica a Pedro un roto en la tapicería del techo, y le pide que meta la mano y saque un paquete que palpará a medio brazo de profundidad. Extrae un envoltorio de papel liado con una cuerda.

    - Es el importe de los últimos corderos que vendí; lléveselo a casa, y pague como le indiqué -pide al cura.

    - Ya te dije que el dinero ajeno debe gastarse con testigos -le contesta el sacerdote.

    - Por esto se lo entrego en presencia del doctor y de Pedro. Me parece que hay unas setecientas cincuenta mil pesetas.

    El cura dice que lo cuenten, y se va a su coche; viene con un cuaderno, y redacta el documento de entrega de esa cantidad y su destino según las normas que le va dictando Donato. Al final, lo firman los cuatro. El sacerdote pasa hoja y vuelve a escribir:

    "10 de mayo de 1989. Al Doctor por su visita a Donato: 5000 Pts."

    Luego, del paquete de dinero, ofrece esa cantidad al médico, y le pide que firme como recibidas. Se niega; pero ante las insistencias de Donato, las acepta y firma.

    El médico se va con el cura. Donato se sienta a la sombra de los olmos, y Pedro prepara la mesa, mientras se calienta al fuego la comida que les ha preparado Leticia.

    Por la tarde, Pedro se entretiene con la bomba de agua y en limpiar y ordenar la casa de la masía. Si el dueño ya la había prestado a Donato para que guardara en ella algunas cosas, no tendrá inconveniente en que se prepare una habitación y la cocina para el enfermo. De todas maneras, hablaría con él.

    Donato, entre tanto, se dedica a obedecer al médico, con andares normales o en cuclillas, tomándose algunos descansos.

    Ya anochecido, cerrado el ganado y acostado Donato, se disponían Bruno y Pedro a regresar al pueblo, cuando llega el sacerdote a recogerlos con su coche. En el camino, cuentan a Bruno lo del dinero. Pedro piensa igual, pero es el Manco el que lo dice:

    - ¡Huy!, con buena salud y la pensión de jubilado no necesito más. Igual me da andar sin ovejas que con ellas.

    No obstante, el cura les aconseja:

    - No puedo insistiros, porque el dinero no es mío. Pero os repito que anotéis todo. A veces, el dinero se lo lleva el diablo.

    Y se despiden hasta el día siguiente.


    En los muchos ratos que pasan juntos, Donato, dando por supuesto que Pedro ya conoce, por otras lenguas, todo lo ocurrido en su familia, le cuenta algunos episodios de su juventud:

    - Era medio mozo, y me puse de pastor en el pueblo de Hoyalda. La casa de mi padre, a consecuencia del embargo, salió a pública subasta. El tío Zarzoso, a quien tú no has podido conocer, que había venido a vivir a La Val como peón caminero, intrigó para que la casa saliera a licitación con menor precio que el marcado por el juez, para quedársela casi regalada. Cuando me enteré, me vino la rabia que llevaba dentro. Por sorpresa, le salí a la carretera con el garrote en una mano y la navaja en la otra. "La casa tiene un precio -le dije- y no se rebaja porque mi padre esté en la cárcel; como la compre más barata, probará esto", y le apuntaba en la tripa con la hoja de la navaja. La indignación que sentí en aquellos años me hubiera dado arrestos para hacerlo -concluyó Donato.

    En otro momento, al manifestarle Pedro la facilidad y corrección con que expone sus ideas, el mismo Donato le cuenta:

    - Tal vez será, porque, cuando mi madre me tuvo que mandar de pastor a Hoyalda, exigió al amo, como condición, que cada noche me enviara a la escuela nocturna. Y no falté. Aprendí las cuatro reglas y a leer con soltura. Pero donde me aficioné a los libros fue en la "mili". Durante los muchos ratos libres, llegué a leerme los Episodios Nacionales de B. Pérez Galdós y el Quijote. Luego aquí, todos los libros de la pequeña biblioteca que dejaron en la casa gande los primitivos dueños, han pasado por mi morral.

    - Es decir, que has sido un buen lector -le dice Pedro, encontrando la explicación.


    El dueño de la casa grande no pone dificultades a Pedro para que se use. Fue Donato el que se negó a salir de su cuchitril. Pero la cocina de gas butano, que trae del pueblo, sí la instala en un rincón de la entrada. Con una olla a presión, un par de cacerolas, una sartén y algún otro utensilio era suficiente. Ya no había que andar haciendo viajes con termos y fiambreras. Bastaba con que Leticia diera a Pedro la receta, cuando se trataba de un guiso complicado.

    Día tras día, semana tras semana, Bruno el Manco acude al apuntar el sol; da las noticias a Donato y sale con el ganado. Leticia corre con la responsabilidad de disponer las comidas. Pedro, de guisarlas o llevarlas con la bicicleta que, desde el primer momento, Donato le pidió que usara. Según vea los ánimos del enfermo, se queda toda la jornada, o se vuelve a sus faenas. Cuando éstas le apremian, el cura se encarga de suplirle. De todas maneras, aun cuando Pedro está con Donato, raro es el día en que el sacerdote no lo visite.

    En una de las ocasiones en que el cura coincide con Pedro y Bruno, les expone la "operación limpieza"; les propone los gastos que convendría hacer, y les pide la conformidad. Dicen que sí a todo.


    Algunos días después, la mujer de Cecilio y su muchacho caen por la Cañada. En el serón de la mula traen un cubo con cal a remojo, otro vacío y un par de escobas de palma.

    Donato no se opone, y sale de su caseta a pasear o a sentarse en la era con un pequeño libro en la mano.

    Pedro ayuda a sacar del cuchitril el catre, la mesa y todo. La mujer de Cecilio no era la primera vez que hacía esta tarea, y sabía por dónde tenía que empezar. Se calza unas alpargatas de andar por los corrales; se cubre toda ella con una bata vieja, y se anuda un pañuelo grande a la cabeza.

    Haciendo bromas con su disfraz, se mete en el cuarto con una escoba. Al momento, empieza a salir polvo por la puerta. Estaba barriendo y sacudiendo las telas de araña del techo y de las paredes. Con frecuencia tiene que salir a la corraliza para respirar aire limpio. Repite la tarea varias veces, hasta que las paredes ya no sueltan polvo. Luego, después de rociarlo, barre el suelo.

    Entre tanto, el muchacho, usando un palo, revuelve la cal mezclada con agua en uno de los cubos. Su madre se lleva el jalbegue, y, con otra escoba que empapaba en él, va dando al techo y a las paredes. Al rato, sale salpicada de gotas blancas por la cara, el pañuelo y los brazos. Se lava para que la cal no le dañe la piel; prepara otro cubo de mezcla, y se mete a terminar de enjalbegar.

    Aún estaba ella dentro, y llega el cura con don Vicente que ha subido al pueblo aprovechando aquel fin de semana. Sujetos en la baca del coche traen un catre y un colchón nuevos.

    Don Vicente se acerca a saludar a Donato, sentado arriba en la era en una piedra arrimada a la puerta del pajar junto al viejo trillo. El cura habla con Pedro, y luego se asoma a la caseta. La esposa de Cecilio está dando los últimos escobazos de jalbegue. Sale y le aconseja que no meta nada dentro, hasta la tarde, cuando ya estén secas las paredes.

    Ella se asea y se pone a preparar la comida que, en parte, ya ha traído hecha. No tiene que cocinar más que una sopa, por tomar algo caliente.

    El cura, con la ayuda del muchacho, descarga del coche un armario pequeño y varias cajas llenas de cosas. Pedro anda con la bomba y la manguera llenando todo de agua. Pone al sol una tina medio llena, con un plástico encima, para que se entibie.

    Cecilio acude a la hora de comer. Bajo la sombra de los olmos, sentado cada cual donde puede, toman lo que la mujer les va sirviendo. Lamentan la ausencia de Bruno que anda esclavo de las ovejas. La bota ronda de mano en mano entre los que se han hecho allí presencia alegre. Donato calla. Debe pensar en algo que le conmueve, porque le tiemblan las manos, y algunas lágrimas se le mezclan con la sopa.

    Después de fregar, Cecilio, su mujer y el muchacho regresan con la mula a Hoyalda. El cura, que también atiende a este pueblo, se había puesto de acuerdo con ellos, para que en este día se hiciera todo lo que se estaba haciendo.

    Es don Vicente el encargado de convencer a Donato para que acepte lo que falta por hacer con él. Pedro se mete en la cocina, y pone a calentar agua en un cubo. El cura se va a colocar el catre nuevo en la caseta: al entrar puede oler la limpieza.

    El maestro aborda a Donato con las armas de su buen humor, y lo rinde sin gran resistencia. Los propios pensamientos de Donato lo llevan a aceptar: antes, el olor penetrante a ovejas cubría cualquier otro hedor; pero ahora que no andaba con ellas, los sudores de su cuerpo y la ropa sucia que llevaba encima no eran agua de rosas. Debía evitar olores que molestaran a sus amigos.

    Y se deja desnudar y meter a remojo en la tina, a la que Pedro ha añadido antes el cubo de agua que estaba calentando.

    El cura, mientras sale y entra llevando el armario, cajas de ropa nueva, sábanas, etc., se sonríe al ver cómo Pedro y don Vicente enjabonan, de cabeza a pies, el cuerpo magro y tullido de Donato.

    Cuando ve que ya dan fin al lavatorio, se acerca con una toalla, ropa interior, pantalón, jersey y zapatillas. Todo nuevo sin estrenar. Limpio por dentro y con ropa nueva, lo sientan en una butaca plegable con armazón de aluminio. También estrena sombrero.

    Don Vicente, simulando una reverencia y señalando la tina de agua sucia, le dice con gracia:

    -¡Ordenad, señor conde de Cañada Malvira, qué hacemos con estas aguas!

    Y Donato, siguiendo la broma y riéndose como hacía meses no lo veían, le contesta:

    - Que con ellas se rieguen las tierras de mi condado; no deben desperdiciarse tan fertilizantes aguas.

    Allí deciden terminar el día. Al cura le parece que deben quemar la ropa vieja, cajas y todo lo desechado en la limpieza general. Y le pide permiso con esta pregunta:

    - ¿Quemamos al hombre viejo?

    - Habrá que ir desprendiéndose de él; pero me guarden el libro -suplica Donato.

    Y haciendo un montón con todo, le prenden fuego.


    Aún humeaban las cenizas del viejo colchón, cuando, entre dos luces, llega Bruno con el ganado. Donato ya ha cenado y está en la cama. Al entrar a saludar al amigo y ver tanta blancura, se admira:

    - ¡Huyyy! Pero, ¿qué es esto?

    Donato le sonríe, retira con una mano la manta nueva y le muestra las sábanas y el pijama con que está vestido. Un quinqué encendido, puesto sobre un cajón limpio junto a la cabecera, alumbra toda la habitación. En el rincón donde antes estaba el montón de cajas, han puesto un armario con cajones para guardar la ropa, toda nueva. La pared del fondo, sobre la cama, está adornada con un cuadro de la Virgen con Jesús muerto en su regazo. Después de mirar todo, Bruno le pregunta:

    - ¿Estás contento, Donato?

    - Me duele todo el cuerpo mucho; pero por dentro soy muy feliz.

    Entre tanto, los otros acomodan el ganado; echan la llave a la puerta de la casa grande, y ponen todo en orden. Al despedirse de Donato, le dejan la linterna junto al quinqué apagado.

    Los cuatro regresan a La Val en el coche del sacerdote. El Manco aún sale a dar una vuelta por las calles del pueblo, para informarse e informar.

    A Donato se lo pide el corazón. Solo y a oscuras, se desliza entre las sábanas hasta el borde de la cama y se deja caer de rodillas en el suelo; apoyando los brazos en el catre, ilumina con la linterna el cuadro de dolor que le han colocado en la pared. Así permanece, sin más compañía que la del perro y sin más rumor que el rumiar de las ovejas al otro lado de la puerta. Se queda dormido con medio cuerpo en el suelo y la cabeza sobre la cama. Le tiene que ladrar el perro para que se despierte, y consigue con esfuerzo volver a meterse en el lecho.


    Van pasando jornadas. Donato ayuda en lo que puede o se dedica, por obedecer al médico, a recoger latas viejas, llenarlas de tierra y a plantar algo en ellas. Consigue formar un jardín de macetas con geranios y enredaderas, que coloca junto a los carros, la máquina de aventar y el trillo. Las riega y las cambia de lugar, según le parece.

    A veces, se entretiene leyendo en su pequeño libro, roído por las esquinas y de título desconocido, ya que le faltan las tapas y las primeras páginas.

    Pedro está pasando por unos días malos; le gustaría desahogar su enfado, y aprovecha una de las visitas del sacerdote:

    - Nunca nadie ha hablado mal de mí. Tal vez, porque nunca he hecho nada. Y ahora, que me parece ocuparme en algo de provecho, me duelen los comentarios. Por lo visto, de la cantina han pasado al lavadero, y Leticia se ha enterado: que Bruno y yo somos un par de tontos, como si no tuviéramos otra cosa que hacer; que si pensamos heredar, o aprovecharnos del inválido; que yo ya le he sacado la bicicleta; y que si estamos comiendo a su costa. Leticia me lo ha contado sin darle importancia; pero a mi me ha molestado mucho, y por esto se lo cuento.

    El cura le pregunta:

    - ¿Tú, Pedro, por qué haces todo esto?

    - Por ayudar a Donato.

    - Sigue, pues, y no hagas caso a los perros que ladran.

    Y Pedro puede oírle decir entre dientes:

    - ¡Los de siempre: los cortos en obras y largos de lengua; no hacen y les molesta que otros hagan!

    Al de la Leticia le viene a la cabeza el anónimo aquel que, fuera de su mujer, con nadie más había comentado. Aprovecha el momento y lo cuenta también al sacerdote. Después de oírle, el cura se limita a contestar:

    - ¿También a ti? ¡Ni caso!

    Pedro se siente aliviado, al adivinar que también al sacerdote lo habían salpicado.


    Fuera por las informaciones que daba el Manco o por los buenos ejemplos o porque el cura predicó que enriquece más dar que recibir o por todo junto, el hecho es que empezó a ser frecuente que algunos de La Val se acercaran paseando a ver a Donato.

    Este, que es agradecido, pidió a Pedro que trajera algunas botellas de bebida suave y cajas de galletas, para obsequiar a las visitas.

    Cuatro jubilados se reúnen diariamente en el bar después de comer, para jugarse el café en unas partidas de cartas. Uno de los días deciden ir a Cañada Malvira, para hacer allí lo que en el bar, pero en compañía de Donato. Van, y Pedro se encarga de hacerles el café.

    De regreso, comentan que aquello ha valido la pena: han paseado, que es cosa buena para     sus entumecidas piernas; han dado un alegrón a Donato, y, además, se han pasado una buena tarde. Por unanimidad, acuerdan que, en vez del bar, sea Cañada Malvira el lugar de su cita diaria.

    Y cada tarde, estos hombres se reúnen bajo la sombra de los olmos, en torno a la mesa que Pedro saca de la caseta de Donato; si hace brisa, tienen que poner cantos sobre los naipes para que no se los lleve el viento. Ríen o discuten las jugadas; hablan de sus tiempos y de sus cosas; vuelven a reír o discutir, y comentan los acontecimientos de la vida pueblerina. Donato junto a ellos, sentado en su butaca, sigue las partidas y participa en la conversación. Jugar no puede, porque la artrosis le afecta ya a las manos.

    Uno de los días, el cura, mientras se toma el café con ellos, les dice que se parecen a los cuatro amigos de cierto paralítico:

    - Debían hacer como vosotros, y un día decidieron presentarlo a Jesús para que lo curara; lo descolgaron con cuerdas desde el techo, abriendo antes un boquete, porque no lo podían pasar por la puerta.

    - ¿Lo curó? -pregunta uno.

    - Sí; pero antes le perdonó los pecados -concluye el sacerdote.

    Se produce un silencio embarazoso. Ni las miradas se cruzan. Donato habla:

    - Mi parálisis está aceptada y no pido ser curado. En cuanto al perdón, nos atañe a todos. A esto, me apunto el primero. Señor cura, le ruego que me escuche en confesión cuando quiera. Y gracias por darme la oportunidad de pedirlo.

    - ¿Mañana? -pregunta el cura.

    - ¿Y por qué no ahora? -pide Donato.

    - ¡Vamos pues! -acepta el sacerdote, y le tiende la mano para llevarlo a la soledad de la vivienda.

    Mientras los cuatro jubilados se ponen de pie para emprender el regreso, uno de ellos comenta:

    - La verdad es que los hombres somos poco originales en pecar; tenemos muy poca imaginación en esto, y sospecho que ningún cura se sorprende; todos los pecados han debido pasar ya por sus oídos.

    - Ya lo dice el refrán: "tan sucio como el oído de un confesor" -sentencia otro.

    Y con este comentario, los cuatro jubilados se ponen en camino.

    Nunca se sabrá si Donato con sus debilidades llegó a sorprender al cura. Pero Pedro sí observa que el sacerdote sale del chamizo hondamente conmovido. No quiere que éste lo advierta y se despide de él con el brazo desde la ventanilla. A Pedro le parece ver lágrimas en sus ojos cuando se mete en el coche y sale corriendo, como en una precipitada huida.

    Da alcance a los cuatro jubilados que, animados en la conversación, avanzan con pausa. Aminora la velocidad, para no empolvarlos; pero ellos, creyendo que quiere invitarles a que monten, le hacen ademanes de que siga:

    - ¡Queremos pasear! -le gritan.

    No sospecha el sacerdote lo que están tramando. Al llegar al pueblo, hablan con Rosendo y éste les dice que sí.

    El cura, al domingo siguiente, está oyendo confesiones durante los toques de la Misa Mayor, y oye el motor de un tractor que se para en la puerta de la iglesia. Entre otros penitentes, se acercan también a confesarse los cuatro jubilados y Pedro.

    Cuando sale del confesonario para ir a la sacristía a revestirse para la misa, ve a los cuatro y, junto a ellos, a Donato sentado en su butaca plegable. Sorprendido, se acerca a saludarle. Uno de ellos le dice:

    - Que Jesús haga lo que quiera con el paralítico; nosotros ya se lo hemos traído.

    El sacerdote tiene que retrasar un minuto la salida al altar. Los monaguillos ni se atreven a hablar, al verlo con los codos apoyados sobre el mueble de la sacristía, cubriéndose la cara con ambas manos y el pañuelo entre los ojos.

    En el momento de la comunión, pasan entre la demás gente los jubilados, ayudando dos de ellos a Donato. Lo están presentando a Jesús: más no pueden hacer.


    Aunque sólo hiciera una semana que casi todo el pueblo lo viera venir en el remolque del tractor de Rosendo y luego en misa, la salud de Donato no era acontecimiento para comentar. Un anciano con achaques, y viviendo como había vivido, se consideraba normal que llevara la muerte encima.

    En cambio, hacía más de dos años que el niño de Víctor venía haciendo piruetas temerarias con la vida, y todo el pueblo se mantenía atento al quiebro que en cualquier momento pudiera producirse.

    Y las dos noticias se dan casi al mismo tiempo. Una, corre rápida de boca en boca. Para la otra, Pedro se encarga de que doblen las campanas. Al observar desde la torre los tejados rojizos que cubren las interioridades de cada casa, y mirando las tranquilas calles del pueblo tendido a sus pies, le acude este interrogante:

    - ¿Por qué la muerte de alguien que acaba de estrenar la vida tiene que producir consternación? ¿Es que no esa tan prodigiosa la vida y tan normal la muerte en un niño como en un anciano?


    Bruno se encamina temprano a dar suelta al ganado; desde lejos escucha el llanto del perro, aullando a la muerte en la puerta de la caseta. Entra, y Donato está en la cama, como dormido. Le toca la frente, y yace frío. Tiene que aguardar allí hasta que llegue Pedro. Ayuda a éste a arreglar el cadáver, y se va triste al deber ineludible de las ovejas. El de la Leticia regresa al pueblo, a dar la noticia con las campanas. El perro se queda enroscado junto a la puerta.

    Al día siguiente, antes de la misa de entierro, el cura abre el sobre que, meses atrás, le había entregado Donato para esta circunstancia. Podría contener algo que se debiera anunciar públicamente. Cuando se trata de muertos, todos acuden a la iglesia, y sería la mejor oportunidad para darlo a conocer.

    Un rato después, en la homilía ante el cadáver, se le nota como frenado en sus sentimientos y midiendo las palabras. En resumen, sólo dice que se reunía el pueblo en esta ocasión, para celebrar dos acontecimientos: la curación definitiva, según los médicos, del niño mayor de Víctor, y la liberación de Donato, según Dios, de su maltrecho cuerpo. Que den gracias por uno, y que recen por el otro.

    Cuando termina la misa, reclama la atención del pueblo. De entre las hojas del Ritual, saca un sobre, y mostrándolo, dice:

    - En este sobre está el testamento de Donato. Es mejor que todos lo conozcáis al mismo tiempo. ¡Declara heredero de todos sus bienes a Víctor! "¡Podéis ir en paz!" -concluye.

    Se produce un murmullo en toda la iglesia, y se reemprende la procesión con el muerto hacia el cementerio.

    El más sorprendido de todos es el propio Víctor, y, terminado el entierro, sin dar tiempo al sacerdote a salir de la sacristía, acude inmediatamente a que le aclare. El cura le dice que vaya al día siguiente a su casa con Pedro el de la Leticia y con Bruno el Manco para liquidar algunos gastos, antes de hacerle entrega de todo. Víctor insiste en pedir una explicación a tan incomprensible decisión de Donato; pero el cura le contesta que no hay más explicación que el testamento mismo; y le advierte que, desde ese momento, se haga cargo del ganado, ya que las ovejas no entienden de últimas voluntades y sí necesitan comer todos los días.

    Según los comentarios del pueblo, los que quedan peor parados, junto con el difunto, son Pedro y Bruno. Para muchos, ese testamento es el último gesto absurdo de Donato. Algunos se regodean de que el Manco y Pedro hayan quedado excluidos del reparto y los tildan de tontos ambiciosos. A Víctor también lo salpican, pero casi todos coinciden en que ha sido, una vez más, el pillo de la suerte.

    Nadie encontraba razones para tan desconcertante desenlace.


    Aquella noche, a Víctor le cuesta conciliar el sueño. En el devaneo del insomnio, llega a pensar si no habrá sido una venganza de Donato, dejándole sólo deudas; como sea así, renunciará a la herencia y exigirá al cura que también lo haga público, ¡bromas a él, no!

    Por fin, se duerme y, al despertar por la mañana, duda si es realidad o una pesadilla todo aquel embrollo del testamento de Donato.

    Bruno el Manco lo saca de dudas cuando lo llama para ir a casa del cura, según habían acordado la tarde anterior.

    En el coche del sacerdote se van a Cañada Malvira. Pedro ya se ha ido por delante con la bicicleta para entregarla a su nuevo dueño.

    - Aquí, sobre el terreno estamos mejor -comenta el cura al salir del coche.

    El Manco mira al ganado encerrado y le da pena. El perro, sin levantarse, mueve algo la cola y vuelve a cerrar los ojos.

    Sentados los cuatro en torno a la mesa, dentro de la caseta de Donato, el párroco lee el testamento: "Las tierras, el ganado, la corraliza, cuatro millones de pesetas en una cuenta bancaria a plazo fijo, otro millón y pico en una cuenta corriente, y todos los demás bienes que pudiera tener en el momento de su muerte, serán para Víctor N.N.,hijo de Bernardo N. y de Rosa N., casado con Delia N.N. Pedía que se hiciera público en su entierro, aprovechando que el sacerdote era su albacea. Daba fe el Notario".

    Víctor ve que, en efecto, se trata de él, y respira satisfecho. El cura saca un cuaderno y un sobre abultado:

    - Sólo falta por aclarar esto -dice.

    Lee en el cuaderno el escrito de aceptación y el destino indicado por Donato de aquellas setecientas cincuenta mil pesetas, que le entregó meses atrás. Según consta por recibos, se habían gastado cincuenta mil. El sacerdote añade:

    - Pero ni Pedro ni Bruno han cobrado aún. Pedro, además de su tiempo, le ha dado de comer con su propio dinero, y Bruno le ha cuidado el ganado durante estos meses. Es justo que cobren, ¿No es así, Víctor?

    Este, con la vista fija en el sobre, se encoge de hombros, al mismo tiempo que, el Manco con gestos y Pedro con palabras, manifiestan que todo lo que han hecho ha sido por Donato; no por dinero. Pedro aún insiste:

    - Además, Víctor ha debido tener muchos gastos en la curación de su hijo.

    - ¡Huy...! -sentencia el Manco agitando su muñón.

    Ante la actitud de éstos y el silencio de Víctor, al cura no le queda más remedio que empezar a escribir algo en su cuaderno. Termina, y les pide que firmen la renuncia a cobrar sus servicios.

    Mientras se rubrican, entrega el sobre a Víctor:

    - Toma, cuenta y firma, si estás conforme, que has recibido de mis manos setecientas mil pesetas de Donato, con éstos como testigos.

    Víctor cuenta, firma, se guarda el dinero en el bolsillo de la chaqueta, y agradece toscamente a los tres.

    Sobre el cajón que hacía de velador, junto al quinqué, está el librito ajado, que tan celosamente guardaba y leía Donato. Pedro cae en la cuenta, y pregunta al sacerdote qué libro podría ser. Alarga su brazo el cura, lo coge y lo hojea. Sabe que se trata del Evangelio. Dirigiéndose a Víctor, le dice:

    - Estoy convencido de que a este libro le debes todo lo que acabas de heredar. También es tuyo: guárdalo y léelo.

    - ¿Qué dice, pues? -pregunta el Manco.

    - Todo y nada. Para que diga todo, hay que leerlo con un corazón abierto y con una cabeza humilde. Donato los tenía. Dios rechaza a los orgullosos. Este libro no cabe en ellos.

    Y lee al azar: "Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los humildes, y las ocultas a los poderosos".

    Luego, mirando descaradamente a Víctor, le manifiesta:

    - Hay cosas de Donato que debes saber.

    Y el sacerdote le cuenta que, cuando su padre se iba a quedar sin columna por aquel accidente con las mulas, Donato ofreció la suya. Y cuando su hijo estaba condenado a muerte por la leucemia, Donato ofreció su vida a cambio de la del niño.

    - Coincidencias -apostilla Víctor con frialdad.

    - No te lo discuto; pero su gesto de generosidad fue de una grandeza total. Yo no pude evitar las lágrimas cuando me confió esta intimidad suya. La misteriosa vida de Donato y, para muchos, su absurdo comportamiento, sólo tienen una explicación: cerrar en él la herencia de un crimen. Estaba convencido de la inocencia de su padre; pero más inocentes erais los descendientes del asesinado. Y liquidó la herencia del crimen de su padre por la única vía digna de la persona humana: por la vía del amor, de la generosidad total. ¿No recuerdas que, a veces, se le escapaba llamarte hijo? No quiso tener hijos que heredaran un crimen, y, en secreto, adoptó a los descendientes de tu abuelo.

    - Es posible -dice escuetamente Víctor por cumplir.

    - Me das pena, Víctor, y me asusta tu dureza. Por favor, intenta experimentar la necesidad que tienes de los demás, y empieza a pedir ayuda -concluye el sacerdote.

    En aquel instante, a Víctor le urgía la necesidad de que el Manco le sacara el ganado al monte, por aquel día al menos, y de que Pedro le explicara el manejo de la bomba de agua. Pero no puede pedir ayuda, y allí se queda solo, con la soledad de no poder ser persona.

    Bruno, Pedro y el cura regresan al pueblo a media mañana, sin hacer comentarios.


    Bruno el Manco vuelve a su rutina de paseos por el monte y las calles. Pedro puede atender con más tiempo sus faenas del campo y dedicar también algún rato a la caña, casi abandonada por Donato. Retornan ambos a la normalidad. Y Víctor, que no es ganadero ni le compensa pagar un pastor, se mete en tratos y vende las ovejas. Su cuenta corriente se engruesa con unos buenos millones más.

    Todos empiezan a vivir en paz; todos menos Delia. Pero su guerra no va a ser de lágrimas. Cuando llega a saber por el propio Víctor lo ocurrido en Cañada Malvira, se siente dolida y avergonzada. Se calla, pero decide hacer lo que no supo hacer su marido. Aprovechando su ausencia, toma las setecientas mil pesetas; las cuenta y, en dos mitades, las mete en sendos sobres; se va con ellos al párroco y se los entrega, para que, de parte de Víctor, los dé a Bruno el Manco y a Pedro.

    - ¡Menos mal! -exclama el sacerdote.

    Saca su cuaderno y vuelve a escribir. Pide a Delia que firme como que se los entrega y, firmando también él como que los recibe, concluye:

    - Dale las gracias a Víctor; esta noche los entregaré.

    Cuando Víctor, a los pocos días, echa en falta el dinero, le pregunta a su esposa. Ella le responde:

    - Lo he dado a sus dueños. ¡Si eres hombre, ve a pedírseles!

    Ante esta contestación, Víctor se queda desconcertado. Es como una bofetada recibida, en frío y por primera vez en su vida, de parte de su esposa. No sabe qué responder y se calla.

    Unas semanas después, el sacerdote, en la Misa Mayor, dice que va a poder realizar uno de sus sueños en la iglesia de La Val:

    - Si en vuestras casas la tenéis, ¿por qué no también aquí? Gracias al donativo de dos personas, voy a poner calefacción en la iglesia.

    En los corrillos se comenta el donativo. La mayoría piensa que habrán sido Víctor y Delia, en agradecimiento por la herencia de Donato. Delia sospecha en Pedro y en el Manco. Pedro en Bruno, y Bruno en Pedro. Sólo el párroco no sospecha de nadie. Para Víctor, este gesto es otra bofetada a su egoísmo.

    Y con este dinero anónimo, el sacerdote encarga que instalen la calefacción en el templo.


    Es entre dos luces de un anochecer. Los niños juegan a "Pies en alto" en la plaza. En una esquina, conversa un corro de hombres, entre los que se hallan Víctor y Bruno el Manco.

    Por una de las calles, los perros ladran desde sus puertas al único otro perro mastín que hay en La Val. Sin hacerles caso, pasa hacia la plaza con andares lentos. Es de cuerpo ancho, pintado de canela con manchas blancas sobre patas poderosas. Su rabo corto y su enorme cabeza con las puntas de las orejas cortadas le dan un aspecto fiero. En el pueblo todos se conocen y también los perros. El mastín se acerca al corro de hombres y se detiene junto al Manco para ofrecerle halagos y recibir caricias:

    - Hola, Tigre.

    El perro mastín trae a Bruno el recuerdo de las ovejas, e interviene en la conversación:

    - Ahora, mucha maquinaria y mucha agricultura; pero aquí, lo que deja ganancias más limpias siempre ha sido el "mueble".

    - Las ovejas esclavizan mucho -observa uno.

    - Sobre todo si no se las quiere, ni ha costado trabajo criarlas.

    - ¿Qué es lo que quieres decir? -pregunta Victor.

    - Que los sudores, fríos y trabajos que se llevó Donato para formar su rebaño, no han contado para ti. No entiendo que te hayas deshecho de ellas.

    - Y a ti que te importa; me las dio, y he hecho lo que me ha dado la gana.

    - ¡Claro, claro! Pero yo las cuidé y les tomé afecto. No lo puedo remediar: ¡me ha dolido!

    - ¡Pues te metes tu pena donde te quepa! ¿Pasa algo, Manco entrometido?

    - ¡No tienes remedio!

    Víctor, crispado, agarra a Bruno por las solapas de la chaqueta y, de un empellón, lo lanza fuera del corro, mientras dice:

    - ¡Soy libre para hacer lo que me viene en gana!

    Bruno casi cae al suelo. Se repone y se va sin volver la cara, protegiendo su muñón con la mano izquierda. El mastín, asustado, se aparta del corro y acompaña al Manco. Apoya su mano sobre la cabezota cuadrada del perro y le dice:

    - Tú también quieres a las ovejas, ¿verdad Tigre?

    El mastín le lame la mano y desaparecen los dos. Tigre se despide de Bruno y sigue por otra calle, arrancando los ladridos de los que no eran capaces más que de ladrarle.

    En el corro de hombres se produce un silencio tan tenso que nadie acierta la forma de romperlo. Hasta que uno dice:

    - Ya debe estar la cena esperando.

    - Pues sí -contestan los demás, y se dispersan pausadamente con las manos en los bolsillos.

    Sólo se queda Rosendo, y le dice:

    - Te has pasado, Víctor.

    Y Víctor, ostensiblemente enfadado, se da un puñetazo contra la palma de la otra mano, mientras se va sin decir nada.

    Los niños, ensimismados en su juego, no se enteran del incidente de los mayores. Entre los chicos está Carlitos, y Rosendo le pregunta por su padre:

    - En casa debe estar, o en el bar porque hoy se le ha dado bien la pesca.

    En efecto, Pedro está en la cantina con la tertulia de los pescadores. Camino de casa, Rosendo le cuenta el incidente.


    Al día siguiente, vuelve a salir Pedro al río.

    Tan ligeras han andado las lenguas que hasta los pastores solitarios se han enterado de lo de Víctor y el Manco.

    Uno de ellos ha bajado las ovejas hasta las márgenes del río para que beban agua y pasten en sus orillas. No ha hablado con nadie en todo el día, y se alegra de que sea Pedro el de la Leticia el que viene por allí con la caña. Lo espera, apoyado en el cayado. El perro sale ladrando.

    - ¡Chucho, aquí! ¿Te enteraste de lo de ayer tarde?

    - ¿Lo del Manco y Víctor? Mejor no hablar.

    - ¡Porque le da la gana y es libre! ¿Son eso modales? Lo que yo digo: ¡perro y garrotazo, como a los borregos!

    Tiene que interrumpir bruscamente la conversación, para salir gritando a las ovejas que se metían en un campo de alfalfa. Mientras corre azuzando al perro, añade voceando a Pedro:

    - ¡Libertinaje, como éstas que ni hablar tranquilo te dejan!

    Pedro no quiere entrar en comentarios que a nada conducen, y aprovecha la espantada del pastor, para seguir pescando camino de casa.

    Hace un tenue viento solano que, antes de llegar hasta él, acaricia la torre. La brisa le trae el segundo toque de la campana y, mientras pliega la caña, empieza a caminar de prisa hacia el pueblo. Piensa y le asusta enfrentarse a la dureza de Víctor. "Pero habrá que intentarlo", se dice a sí mismo.

-IV-

    "El pescador siempre piensa sacarle al río los mejores trofeos".

    Para la caza, Pedro el de la Leticia no necesitó maestro. Vino a La Val ya enseñado. Apenas fue capaz de madrugar con estrellas y de andar distancias, acompañaba a su padre cuando éste salía en Codejas con la escopeta. Ya de mozo, tomaba parte en los ojeos y salía a la perdiz; pero, sobre todo, le gustaba esperar a la paloma torcaz en las fuentes o en los campos sembrados de yeros.

    Recuerda que, de niño, captó el ruido característico que producen los aleteos de la torcaz al posarse en el suelo o en los pinos cercanos, y que encontró una manera de imitarlos. Cuenta con regocijo cómo consiguió una mañana engañar a su padre.

    En el silencio expectante del escondite bajo las ramas, no se permite ni un carraspeo, ni una palabra, ni una tos, ni cambiar de postura. Sólo mirar y escuchar; escuchar obsesivamente los aleteos de aproximación de la torcaz, y mirar al agua o al campo de yeros.

    De pronto, el padre de Pedro oyó el vuelo de una; miró a su muchacho y, levantando las cejas y el dedo pulgar, le indicó que ya se acercaban; miró a la fuente, y nada aún. Al momento, otra y otra; en el agua, ninguna. Siguieron escuchándose aleteos, y el padre, con el dedo, le advirtió silencio y quietud de estatua. Con los ojos fijos en la zona de tiro y con la escopeta a punto, seguía escuchando "ziszisziszis", pero en el suelo no se posaban. Pensaba que la cacería de aquella mañana iba a ser nombrada.

    Aunque el sol ya estaba tendido, y pasada la hora, aguantó más tiempo en el escondite. Cuando decidió dar fin a la espera, salió de la choza sigilosamente con la escopeta preparada, para dispararles en el momento en que levantaran el vuelo en los pinos cercanos. Pero ni una paloma voló.

    - ¿Tú no has oído cómo venían? -le preguntó su padre.

    - ¡No eran turcazos! Era yo, que los imito rascándome el pantalón con el dedo -le contestó sonriendo el hijo.

    Su padre le hubiera roto la cara de un bofetón. Se dominó y, de momento, sólo le dijo:

    - No hemos cazado, pero nos hemos divertido mucho.

    Ya en casa, después de contar a la madre la gracia de Pedro, le dijo muy serio:

    - Ni a tu padre ni a nadie vuelvas a gastar esa broma.

    - Perdona, padre; yo sólo quería que te lo pasaras bien.

    - Y lo has conseguido. ¡Pero que no se repita!

    A esta paloma silvestre también le gusta la sal. Antes de volar a los campos, al despertar el día, acude a los salitrales o a picotear la que desperdicia el ganado en las saleras.

    El turcazo es un pájaro huidizo y precavido: cambia rápidamente el rumbo, cuando, desde la atalaya de su vuelo, ve cualquier objeto que sea extraño a su paisaje habitual. Desconfiado, antes de posarse a comer, a beber o a picar la sal, se toma largas vigilancias. Es tal vez por esto, por lo que en La Val se le tiene especial afición: como una pelea entre astucias. Sus arrullos en las umbrías y sus vuelos altos sobre el valle, son un reto para los cazadores.

    La caza del turcazo no puede ser más que furtiva. Hay que esperarlo escondido en un camuflaje de ramas, cosa que está prohibida, y además, cuando aún está en veda. Y es que, cuando se levanta la veda a mediados de agosto, ya no entra a los salitrales, que es donde se suele matar alguno. Hay pocos, y quererlos cazar al paso o moviéndolos es poco menos que imposible.

    Con tiempo, los cazadores preparan el escondite con ramas de pino o sabina en terrenos arcillosos que afloran humedad de aguas saladas.

    Al clarear el día hay que estar ya metido en la choza; y, para llegar al puesto, se tienen que andar cuatro o seis kilómetros. Si otro cazador se ha adelantado, todo queda en un grato paseo, con olor a mies en sazón y a tomillo.

    Pronto aprendió Pedro los puestos de La Val, y empezó a salir, como los demás furtivos, en la época buena, que es a finales del mes de julio cuando los fuertes calores hacen blanquear el salitre.


    En cambio, cuando vino a vivir aquí, no era pescador. Mas, como por el pueblo pasa un río pequeño, pero río con truchas, le fue fácil caer en las redes de esta afición. Su primer maestro, fue Rosendo.

    Desde el primer momento de conocerse, Pedro advirtió grandes cualidades en Rosendo y no tardó en tenerlo por amigo, a pesar de la diferencia de edad. Hombre sensato, se deja mandar, de puertas a dentro, por su esposa, una mujer ordenada y aseada, que le obliga a cambiarse de ropa cuando regresa del campo. El y sus hijos ya mozos andan siempre pulcros. Fue el primero que compró tractor en La Val.

    Estaba Pedro trabajando en un huerto suyo cercano al río, y vio la punta de una caña que se movía entre las sargas de la margen. El pescador no se podía ver; andaba metido junto al cauce, que por allí discurre hondo. Se asomó a ver, y era Rosendo. Le dijo lo de siempre:

    - ¿Pican?

    - ¡Contigo ahí de espantajo, imposible!

    Pedro acusó perplejo esta contestación inesperada. Rosendo se disculpó al punto del exabrupto, explicándole que las truchas tienen su defensa en la vista; que tanto el engaño como el pescador tienen que camuflarse bien, si se las quiere engañar. Pedro le declaró su ignorancia sobre la pesca, alegando que en su pueblo, aunque manaban fuentes, los arroyos eran tan pobres que ni truchas tenían.

    Dijo esto, se ocultó tras el tronco gordo de un chopo, y se puso a observar. Al momento vio cómo Rosendo, arqueándosele la caña, arrancaba del agua un trozo de plata agitándose en coletazos. Le gustó el lance. Como ya estaba entrando la noche, dejó el campo y se puso a seguir a Rosendo a prudente distancia.

    Cuando éste dejó el río y plegó la caña, camino ya de casa, Pedro le preguntó sobre los secretos de la pesca, pues le había gustado, y quería aprender para entretener los ocios.

    Rosendo, aunque pensó que a más pescadores menos truchas, no se negó a darle las primeras nociones. Empezó por insistirle en la importancia del camuflaje; y luego, que se puede pescar a cebo o a mosquito.

    A cebo, normalmente se hace ensartando una lombriz, tapando con ella el anzuelo. La hora buena es por la mañana temprano antes de salir el sol, si el agua baja clara; si baja turbia, puede ser buena cualquier hora.

    A mosquito, depende de la época del año. En un día tranquilo de primavera, suelen picar a media mañana. En verano, al ponerse el sol, entran como tontas. Le dijo que los mosquitos se los podía hacer él o comprarlos. Pero le advirtió que los que vendían, no resultaban aquí. Cada río requiere su color. Los de tono plomizo eran los buenos para este río. Las plumas de debajo del ala de la perdiz o del cuello de algunos gallos eran las que aprovechaba él para fabricarse sus propios mosquitos.

    También le habló de una técnica nueva, a la que él no se acostumbraba, y que era la pesca con cucharilla. Una especie de medalla con colorines que gira, al arrastrarla por el agua.

    Llegaban ya a casa, y terminó Rosendo:

    - La teoría la tienes dada. La experiencia te irá diciendo más cosas.

    Y Pedro entró en su casa decidido a comprarse cuanto antes los aparejos necesarios para emprender su nueva afición. Leticia se rió, y no le puso dificultades.

    Pero la afición verdadera le nació, cuando notó en los pulsos de la caña que la trucha estaba comiendo; tiró luego para clavar, se le arqueó el bambú y sacó la primera, coleteando ante sus ojos. Pedro lo consiguió el primer día. Empezó a alternar la escopeta y la caña.

    Rosendo tenía razón. La experiencia fue la mejor maestra de Pedro en el arte de la pesca. Empezó con la lombriz.

    Luego de informarse del modo de enlazar la pluma con el anzuelo, pasó a los mosquitos, que sólo los dedos finos de Leticia eran capaces de hacerle.

    Y finalmente se decidió por la cucharilla.


    Por un paraje difícil de andar, que ni sendero tiene porque cada pescador lo tiene que improvisar entre apretadas aliagas, zarzas rastreras de largos tentáculos y entre escaramujos, se llega a una roca de toba, por la que hay que trepar, para salir adonde las Hoces se ensanchan en campos de cultivo.

    Por en medio de esta corta anchura del valle, el río va hendido en un angosto callejón que la paciencia del agua ha cavado. Todo el estrecho rocoso, de lado a lado, es cauce. En las paredes se crían guillomos, matas de tomillo, y, junto al agua, crece alguna sarga.

    Coronada la toba, se ve el hondo del callejón en su tramo final. El río se asoma entre rocas y, quebrándose en cascada, cae sobre una taza de piedra, que recibe el nombre de pozo de la Pileta. Por un portillo se derrama el agua y corre rápida a clavarse, como reja de arado, en el llamado pozo Grande, unos metros más abajo. El pozo es Grande porque se ensancha en la salida, desbordándose en abanico lentamente sobre los guijarros.

    Se desciende a él por una rampa resbaladiza que acaba en una plataforma rocosa, socavada por las aguas. Una vez aquí, ya es cómodo pescar.

    El día anterior, por las tierras altas, debió descargar una fuerte tormenta y salieron las ramblas. El río viene en crecida con el agua achocolatada y turbulenta. Arrastra mucha tierra y broza. Con un río así, la trucha está a la defensiva y no come.

    Pedro lo sabe, pero la afición puede más y sube esta tarde hasta el pozo Grande, dispuesto a pescar a cebo. El río casi rebasa la plataforma, y sus, hoy, revueltas aguas llenan el socavón.

    El pozo es un caos de corrientes y remolinos. "Mucho plomo", piensa, y así lo pone en la jarcia. Ensarta una buena lombriz en el anzuelo, y, con su largo bambú, deja caer el engaño a la entrada. Al poco, le tamborilea el corazón. Un tirón seco casi le arranca la caña de la mano. Intenta aguantar, y el bambú se hace un arco. Da hilo hasta el otro extremo del pozo. Tensa y va tirando lentamente hacia sí. Otro achuchón, y de nuevo, a ceder. Ahora se mete en la cueva debajo de la roca. Entre tirones y aflojas se pasa un buen rato sin poder conseguir que asome la cabeza a la superficie. "Demasiada trucha para sacarla a pulso; sólo arrastrándola lo podré conseguir", piensa sudando de emoción. A la salida del pozo, la roca llega hasta el fondo sin formar cueva. Tensando, cediendo y tirando la lleva hasta allí. Con toda su fuerza, la caña arqueada hasta casi estallar, logra arrastrarla hacia arriba por la roca inclinada. Sale a la superficie. No es trucha. ¡Es una col!

    La rambla la debió robar de algún huerto; la llevó el río, y su penca, al pasar, se había clavado en el anzuelo. Las corrientes del pozo se habían encargado de todo lo demás.

    Todos los pescadores se enteran porque Pedro lo cuenta y, por la noche, la tertulia celebra el trofeo con vinos y carcajadas.

    Pero Pedro, bromas a parte, había sacado sus conclusiones con ocasión de esta ilusa pesquera:

    - Una pelea sincera y entusiasmada ¡por una col!; una col que me ha hecho creer que era la trucha de mi vida. ¡Cuántas peleas por defender verdades que no lo son! Porque los terroristas tienen su verdad; los de la droga también; los del aborto proclaman la suya; los capitalistas, no digamos; los comunistas se creyeron su verdad y nos engañaron con ella. ¡Demasiadas peleas por verdades que no son más que una ridícula farsa!...

    Pedro se sonrió ante estos pensamientos que se le antojaron émulos de los de Donato.


    A Pedro, convencido de que él es la mejor compañía para su hijo Carlitos y, también, para que vaya aprendiendo, le gusta llevárselo al río. Le parece buena la pedagogía que su padre usó con él, y la quiere aplicar a su hijo mayor.

    Una tarde de primeros de agosto, cuando los tábanos están en todo su furor, Carlitos, absorto en la caña de su padre, se queja del picotazo de uno de ellos. De un manotazo lo mata, y se le queda prendido por el aguijón en la pantorrilla.

    Pedro dominaba todas las técnicas de la pesca y se permitía algún experimento. Pensó en una ocasión que, a la hora del mosquito, un carnoso tábano debía ser muy apetitoso para las truchas. Probó y le saltaron como locas. Recuerda esto, y dice al chico:

    - ¡Dámelo!, y frótate el picotazo con agua.

    Mientras Pedro ensarta el tábano en un anzuelo menudo y lo lanza a la corriente en la entrada de un pozo, Carlitos se acerca al río para restregarse la picadura.

    Al mismo tiempo que una trucha mordía el cebo, grita el niño. Ha resbalado y está caído en el agua. Pedro deja en el suelo la caña, corre a auxiliar a su hijo, y vuelve luego a tomar la caña. La trucha seguía enganchada, y saca una buena pieza.

    Desnuda al muchacho, lo cubre con una prenda suya, y mientras se seca la ropa mojada, el padre consuela a Carlitos, mostrándole la trucha que acaba de sacar con su tábano. Sentados en el ribazo, le explica cómo se matan estas moscas gordas, antes de que piquen:

    - Hay que dejarlos posarse en la piel y que la exploren; cuando se quedan quietos, es que ya han elegido la zona. Levantan las patas de atrás para apalancarse...

    En esto, un tábano de los grandes ronda en torno a ellos. Pedro se arremanga la camisa y deja quieto el brazo al desnudo. El tábano prefiere la tierna piel del muslo del chico.

    - ¡Quieto, y observa! -le dice el padre.

    El tábano caminaba sobre la blanca piel, se detiene y, al momento, levanta las patas traseras, para poner en marcha el taladro de su aguijón.

    - Ahora, dale un golpe, pero como si rebotara tu mano en la piel.

    Carlitos hace lo que le indica su padre, y el tábano cae aturdido al suelo, sacudiendo las alas.

    - ¿Te ha picado?

    - Este, no; el otro me ha cogido a traición -dice el niño.

    - La traición, hijo, no se puede evitar -sentencia resignado Pedro.

    Una vez seca la ropa, con los tábanos cazados por este procedimiento, aún pescan en un rato cuatro truchas más, y se van a casa a dar las novedades a la madre.


    Pedro piensa que uno de los secretos en la pesca de la trucha va unido a los secretos del río donde se quiere pescar.

    Por la primavera, con los deshielos y las lluvias, crecen las aguas y todo el cauce se alisa. Todo es pozo, todo es rápido, todo es tabla, todo es agua que oculta las entrañas del río. Se colma de movimiento e ímpetu arrollador; va sin frenos. Desfila pletórico entre sargas y chopos desnudos como lanceros en guardia. Es la adolescencia atolondrada del río.

    En cambio, cuando el estío merma su caudal y, además, fluyen claras las aguas, entonces es cuando el río revela sus secretos: muestra las guaridas, las raíces de la sarga o del olmo, las cuevas socavadas por el agua bajo el césped de la orilla, descubre el remanso detrás de una roca, las grietas labradas por los rápidos en los lisos de piedra. Se nota dónde empieza el pozo y dónde acaba; enseña la maleza del fondo, los guijarros y la arena, los pedruscos mohosos, la profundidad de una tabla, dónde se inicia un remanso, por qué retorna el agua. Anda cansado y encorvado como un anciano; hasta le crece la ova como si fueran canas verdes. Es la sinceridad dolorosa del río.

    Evidentemente, las truchas viven en el agua, pero no están en cualquier parte del río. Tienen sus dominios propios y sus querencias. Sólo a las horas de comer se tienden; pero hay que saber dónde. Y éste es el secreto del pescador, que va unido a los secretos del río.


    Dos días antes, Leticia sacó tiempo para ir al horno y hacer unas pastas. Compró un litro de mistela, una botella de anís dulce y otra de coñac. Pasarían por casa familiares y amigos a felicitar a Pedro, y con algo habría que obsequiarlos.

    Por la mañana temprano barre la puerta de la calle y da un repaso a toda la casa, habitualmente relamida.

    Las campanas de la iglesia ríen avisando a misa. Los chicos y Pedro ya se han lavado y están poniéndose la ropa de fiesta. Ella prepara una bandeja con copas y otra con pastas; las botellas a mano.

    En la torre dan el segundo toque. Se cambia el vestido, se retoca el pelo ante el espejo y da la orden de salida. Aún tiene que abrochar un botón de la bragueta a uno de los chicos, atar los cordones de los zapatos a otro y acomodar el jersey a Carlitos. Mira a Pedro, y se le acerca a ajustarle el nudo de la corbata. Mientras lo hace, quiere ponerse de puntillas para dar un beso a su esposo; pero se limita a acariciarle la cara con la mano. Pedro, con la niña pequeña en sus brazos, siente ganas de abrazar también a su esposa; pero se limita a sonreírle. Al pasar por la entrada mira la vivera y la caña que están colgadas de dos clavos en un rincón. "Hoy les tendré que dar descanso", piensa.

    Leticia toma a la hija pequeña de los brazos de Pedro, cierra la puerta y deja la llave en la llavera. Es la señal de que nadie hay en casa y que la casa es de todos.

    Por la calle, la gente, mudada, se encamina a la iglesia. Se dan los buenos días, y conversan sin dejar de andar de prisa. El tercer toque está al caer. En el trayecto, los hombres terminan por juntarse con los hombres, las mujeres con las mujeres y los niños con los niños. Como todos los domingos y días de fiesta.

    Hoy es uno de los cinco días en que Pedro se pone el traje azul marino de cuando se casó. Los otros cuatro son la Ascensión, el Corpus, el Viernes Santo y la fiesta patronal de La Val. El cuello y los puños blancos de la camisa dan realce a sus manos y a su cara, curtidos por soles y fríos.

    Normalmente Pedro va a misa todos los domingos, como fueron sus padres e irán sus hijos. Mas el día de S.Pedro quiere estar presente de una manera especial, para que su Santo tocayo le eche una mano en lo que él considera más importante: Leticia, los muchachos, la salud y el trabajo. De este día, lo único que le molesta, y no es molestia sino timidez, es que tiene que corresponder después de misa a las felicitaciones de todos. Se consuela pensando que lo mismo le ocurrirá al tío Pedro el Sopicas.

    Se pone donde siempre, en el segundo banco debajo del coro. Al arrodillarse, coloca el pañuelo en el suelo para no ensuciar el pantalón. Al sentarse, limpia discretamente el polvo del banco, pues no es raro que lo tenga. Es el traje de la boda y le gustaría llevárselo de mortaja.

    Desde las primeras palabras de la predicación, el cura consigue ganarse la atención de los pescadores:

    "En el pueblo tenemos río. Y algunos de vosotros paseáis sus orillas, caña en ristre, intentando pescar. También S.Pedro era pescador. Vosotros lo hacéis por deporte y distracción, y es cosa buena. S.Pedro era profesional, y pescaba con redes en el mar. En río o en mar, pescar..."

    El sacerdote va narrando la pesca milagrosa con S.Pedro a bordo, y sigue el sermón: "...cuando regresaron a la orilla, el Señor se dirigió a S.Pedro y le dijo que, a partir de ese momento, debía ser pescador de hombres..."

    El cura sigue hablando y hablando. Pedro desconecta. Se mete en sus pensamientos, dándole vueltas a eso de pescar hombres. La misa continúa, y él sigue rumiando la idea de "pescar hombres". "¿Somos peces? ¿Quién puede pescar hombres? ¿Cómo? ¿Para qué?"

    El ruido de la gente, al terminar la misa, lo devuelve a la rutina, y sale con todos. En la puerta, a los que le felicitan por su santo, los invita a que pasen por casa a tomar una copa.

    Acuden los familiares y los amigos. Delia tiene que empujar a Víctor con una mirada. No falta Rosendo ni tampoco el Manco. Don Vicente el maestro, que ya está de vacaciones, se disculpa.

    En torno a la mesa, repiten copas y pastas, y luego cada cual se va a comer a su casa.

    - Os espero a tomar café -los invita Pedro, al despedirlos en la puerta. Mira al cielo, y ni una nube.


    A Pedro le gusta pasear el río de las Hoces, más que por las truchas, por sus paisajes y por la paz que brinda. Le invita a sentarse en la orilla con el cigarrillo humeando en la mano inmóvil apoyada sobre la rodilla. No le sorprende que, aquella tarde de la temporada pasada, absorto en el agua que corría, que saltaba y se remansaba junto a sus pies, se le ocurrieran estos pensamientos:

    "El agua pasa y sigue pasando; en cada momento es distinta y es la misma. ¿En qué se diferencia la que está saliendo del pozo de la que entra? Toda el agua es igual, como idéntica a sí misma; pero siempre es distinta en su continuo fluir. ¡Como el fuir de cada hombre! Soy distinto en cada instante y permanezco idéntico. Me fumaré mil cigarrillos, y esta última chupada ya no se repetirá jamás; ya pasó. Y sin embargo, yo permanezco idéntico a mí mismo. Soy el mismo que se alegró con el triciclo de niño; el mismo que a los quince años se enamoró; el mismo yo, que ahora contempla pasar el agua. Mis actos pasan, nacen de mí. Pero yo permanezco. ¿De qué inmensidad inmutable nazco?"

    Sube Pedro esta tarde a explorar el río de la Hoces, que aun no ha visitado desde la temporada anterior.

    En años de sequía, este tramo de río, por el otoño, a veces, se seca. Cuando esto ocurre, se asemeja a un cadáver al que los buitres le han quitado las carnes y sólo queda huesos. Un río sin agua es un camino muerto. Da pena mirar su esqueleto de pedruscos y cantos rodados enjutos, de ramas abandonadas y palos cruzados. Es triste un camino de agua sin su caminante.

    Pero cuando llegan las primeras nieves, el río de las Hoces vuelve a resucitar. Se llenan sus pozos y cuevas; suben nuevas truchas; se pulen las piedras y se doran los guijarros. Vuelve a ser el río que a Pedro le gusta.

    Las Hoces, donde el río y la carretera juegan a encontrarse, empiezan en los Ruideros. Aquí es donde las aguas saltan en pequeñas cascadas y se visten con los volantes de su espuma blanca. La cascada grande, chorro de aguas retorcidas, con su murmullo que retumba en la angostura de los montes es lo que le da nombre al paraje.

    Las aguas claras del río de las Hoces, por la mañana antes que el sol alumbre las cumbres, parecen de plata. Se ven verdes, cuando el sol ilumina la ladera verde de los pinos; son doradas, si está alumbrado el murallón de rocas en que anidan las águilas. Cuando el sol se cae desmayado por el horizonte e ilumina el farallón, los guijarros del río parecen de oro viejo. Durante el día, son un espejo. Por la noche, no tienen color; son sólo un arrullo.

    A estas aguas llega esta tarde Pedro, lanzando y recogiendo. La pesca con cucharilla es pesca de andar. No se aparta del río, pero tampoco quiere que lo vea el agua. Juega al escondite. Y es que la inteligencia de las truchas está en su vista.

    Se acerca a un pozo estrecho de aguas remansadas con el cauce hondo. No puede lanzar apartado. Se acerca lentamente y se esconde detrás de un enebro. Tiene que estudiar el lance. A unos quince metros, en la parte de abajo, donde el pozo es más profundo, dos sargas, a uno y otro lado, casi cubren el río. El agua se mete sosegada bajo el túnel que forman. Entre las ramas, se abre una angostura. Por ella tiene que pasar la cucharilla, si quiere no enredar y sacar trucha. Con habilidad, da un impulso a la caña y el engaño cae en el lugar preciso. "Buen lance", piensa. Amorra la punta del bambú y empieza a recoger. La cucharilla gira a media agua con su ancoreta traidora. Una trucha, como un torpedo con pintas rojas, sale disparada desde las raíces sumergidas de una de las sargas. A Pedro le salta el corazón. El torpedo abre su bocaza rosada. Es el instante preciso de dar el golpe de muñeca en la caña, para clavarla bien.

    Una trucha, apenas muerde la presa, da una voltereta dentro del agua para regresar hacia la madriguera; as el primer tirón y el más poderoso. Si se suelta, es cuando un pescador dice que ha revolcado a una. Si en ese instante no se suelta ni rompe, y está bien clavada, ya todo es habilidad. Y empieza la pelea.

    El carrete le patina en las manos, y la trucha sigue tirando hacia las raíces de la sarga. Pedro salta del escondite al ribazo, para maniobrar mejor. Tiene que impedir que la trucha llegue a las raíces y enrede la línea. Regula el freno y, al negarle hilo, las sacudidas se hacen notar en la mano y en el arqueo de la caña. Consigue detener la fuga, y que la trucha vuelva la cabeza hacia él. Recoge hilo o lo da, manteniéndolo siempre tenso para dominarla. Negada la querencia de la madriguera, la trucha, en otro fuerte achuchón, se desplaza aguas arriba; luego a un lado y a otro del río. Intenta de nuevo buscar las raíces de la sarga. La domina. Antes de intentar sacarla del agua, tiene que cansarla. Dura un buen rato la pelea, y, por fin, rendida, se deja remolcar por la fina maroma del sedal.

    El primer coletazo al sentirse fuera del agua, en trucha de tal porte, es otro momento peligroso: podía romper el hilo o desanzuelarse. Pedro la remolca aguas arriba hacia la entrada del pozo. Luego, acelerando a favor de la corriente, empieza a recoger línea; cuando entre la trucha y la punta de la caña hay poco más de un metro, aprovechando el impulso, la levanta con la caña arqueada casi a romper. El primer coletazo lo da ya sobre la hierba del ribazo. Rompe el hilo; pero allí están ya las manos de Pedro. Son cuarenta y siete centímetros de trucha. La mayor de varias temporadas.

    De regreso al pueblo, sabe que no podrá vencer la tentación de enseñarla al primer pescador que se cruce, y le contará dónde y cómo ha sido. Este se encargará de correr la noticia: es mucha trucha para no decirlo.

    De momento, para celebrarlo a solas, se sienta junto a unos lisos de roca, reconstruyendo y saboreando la pelea mientras se fuma un cigarrillo.

    El último estertor de la trucha tambalea la vivera, y lo saca de sus pensamientos. Recoge la caña y la cesta, y emprende el regreso hacia el pueblo. Cuando se asoma a la amplitud del valle, ve en la azud del Prado de los Tejeros al tío Antonino el Sastre, y se la muestra.

    - ¿Dónde la has sacado?

    - En el pozo que hay después de la curva que da vista al Arquillo.

    - ¡Como habrá peleado!

    - ¡Mucho! Tanto como yo.

    - Pero, al final, siempre gana el pescador.

    Pedro, sin saber por qué, desde el día de San Pedro, se empeña en ver en la pelea de cada trucha el reflejo de su propia pelea. Duda si es que se resiste a caer en la vivera del único que tiene derecho a pescar hombres. Ante la frase del tío Bartolo, "al final, siempre gana el pescador", se siente definitivamente "pescado".


    Por la tarde de un domingo, Pedro con Leticia y los cuatro niños, la pequeña en brazos aún, salen como otras veces a dar un paseo. Mientras los niños meriendan y juegan con su madre bajo las sombras de una chopera, Pedro pasea aquel trozo de río, intentando pescar algo.

    Al acercarse a una corriente que se clavaba en un pozo bajo las sargas, en el que siempre saca alguna, llama a Carlitos. Con él a su lado, lanza la cucharilla y la aguanta en la corriente. Cede la caña al niño y le explica cómo tiene que llevar la cucharilla, arrastrada por la corriente y sin que cese de girar, hasta asomarla al pozo.

    Con menos torpeza de la que se creía su padre, el muchacho deja ir la cucharilla hasta el sitio indicado.

    - ¡Aguántala ahí!. Vas a pescar tu primera trucha.

    Aún no había acabado de decirlo, y la sorpresa del tirón casi arrebata la caña de las manos del muchacho. Este mira a su padre pidiendo auxilio. Pedro le dice:

    - La tienes que sacar tú solo. ¡Tensa y recoge hilo!

    El chico hace girar la manivela del carrete al revés y no embrolla el hilo, porque la trucha en su huida se lo lleva hacia el fondo del pozo. Pedro le toma la mano y le enseña a recoger. La caña se arquea, y aparece la trucha saliendo del pozo y nadando contra corriente. El muchacho sigue recogiendo hilo al mismo tiempo que amorra la punta de la caña al agua. Cuando le dice su padre, tira hacia arriba para sacarla. La trucha se le queda colgando a la altura de sus ojos dando coletazos. Sin desanzuelarla, corre a enseñarla a su madre y a sus hermanos.

    A partir de este momento, Carlitos empieza a reclamar caña propia, y el padre no dudará en comprársela.

    Cuando regresan hacia casa, al salir del río al camino, se encuentran con Delia. Carlitos no puede contenerse:

    - ¡Tía Delia, he pescado hoy mi primera trucha!

    Ella viene sudorosa, congestionada, cansada. Descarga sobre una piedra el costal de alfalfa verde que acababa de segar, y mirando a toda la familia de Leticia, deja escapar esta declaración:

    - ¡Qué envidia me dais!

    Al decirlo, se le insinúan las lágrimas en los ojos. Leticia se da cuenta de que está a punto de estallarle el llanto; deja en los brazos de Pedro a la niña pequeña; se carga el costal de alfalfa de la amiga, y se la lleva camino adelante, fuera de la vista de Pedro y de los niños.

    Pedro advierte que, mientras hablan las dos, Delia se seca los ojos con el delantal.


    Para Pedro, aquella expresión de Delia "qué envidia me dais" de algunos días atrás, no fue más que una galantería, y las lágrimas que se le insinuaron debieron ser fruto del cansancio o de los nervios. Ni se le ocurrió pensar que Víctor fuera su problema. Es verdad que era un poco brusco e independiente, y que parecía estar incapacitado para la amistad, pero era muy trabajador. Delia debía estar contenta, pues no le faltaba de nada. Su marido cosechaba mucho dinero.

    En cambio, él, Pedro, se consideraba un mediano trabajador, incapaz de sacar con holgura a su familia y, encima, con aficiones que, se quiera o no, algún tiempo robaban a sus deberes. Temía que Leticia, aunque nunca se le quejaba, sacara algún día su genio, y él tendría que reconocer que le estaba haciendo agua en muchos aspectos. Casi envidiaba a Víctor.

    Pocos días después, Delia acude por casa de Leticia. Los chicos andaban por la calle jugando. Nada más entrar, se le descompone el rostro y rompe a llorar. Se sienta, y con las palmas de las manos se sujeta el llanto en la cara.

    Pedro piensa en los nervios femeninos, y quiere retirarse, para dejar solas a las dos mujeres.

    - No te vayas, Pedro, por favor -le pide Delia.

    Le hace caso y se sienta con las dos amigas en torno a la mesa, pero sin saber qué hacer. Una mujer, que no era la suya, llorando, le dejaba paralíticas las ideas. De no habérselo pedido por favor, se hubiera ausentado.

    - ¡Llora y desahógate primero! -le dice Leticia.

    Cuando, por fin, Delia logra reponerse, no hace falta que se le pregunte el motivo de sus lloros. Empieza a decir:

    - ¡No puedo más! Es un egoísta: piensa sólo en él; en ser sólo él; en tener más sólo él. Todos los demás, esclavos; yo un trapo, y sus hijos bocas que tapar.

    - ¿A quién te refieres? -le pregunta Pedro.

    - A Víctor -aclara Leticia.

    - Exageras, Delia. Víctor trabaja como nadie; a ti no te falta nada; lo he visto llorar a solas por el chico. No creo que Leticia haya tenido más suerte que tú.

    - ¿Llorar por el chico?

    - Lo he visto yo -le asegura Pedro.

    - Lloraba por él mismo, por su propia muerte. Ha tenido los dos hijos, no para que sean otros, sino para duplicarse él en la copia de sí mismo. No son fruto del amor, sino del cálculo. Y a mí, me ha usado sólo como papel de calco.

    El llanto se le viene y se le va, quitándose las lágrimas con los dedos. Leticia le saca un pañuelo.

    - Al decir esto, eres cruel, Delia -le dice Pedro.

    - Trabaja mucho, no te lo discuto; pero es sólo por tener, por el afán de tener. Dime tú, Pedro, si la vida es sólo tener. Tener para poder tener más. ¿No me falta de nada? ¡Carezco de lo principal! Y no dispongo de tanto dinero como tú crees; todo es para invertir.

    - ¿Te maltrata? -le pregunta Pedro.

    Del llanto, Delia pasa a la frialdad serena, y puedo razonar ya.

    - ¡Solo faltaba eso! Discutimos mucho, pero nunca me ha tocado. Creo que no me comprendes, Pedro. Hay cosas que no se compran ni se venden, porque no se pueden pagar con dinero, pero que valen más que todo el dinero del mundo. Y estas cosas no me las puede dar, porque no las tiene. Por esto os envidio. Vosotros, con vuestras dificultades económicas, sois felices, porque tú, Pedro, sabes poner en tu casa todo eso que no puede dar el dinero.

    Pedro mira a Leticia sorprendido por esta opinión de su amiga, y Leticia le responde con aquella sonrisa que lo conquistó en el camino de la fuente del Cubilete hacía ya doce años. Esto da seguridad a Pedro, y dice:

    - ¡Poco a poco lo irás consiguiendo! ¿Le has dicho a él estas cosas? No valen lloriqueos detrás, si no se ha dado la cara.

    Delia, dando un suspiro prolongado, aclara:

    - ¿Por qué te crees que estoy aquí? No hay día sin disgusto por estas cosas, explicadas mil veces en todos los tonos. Si no puedo más, es porque ya estoy agotada de intentarlo. Está tan poseído de sí mismo, que le rebota todo lo que no sea él.

    - Paciencia, pues, y espera como esperaste la salud del chico.

    - Tampoco se trata de paciencia. Me duele él, lloro por él; no por mis penas. Yo le sigo queriendo como lo quise de chica; pero es como si estuviera incapacitado para corresponder. ¡Ya me he desahogado! Yo venía a pedirte ayuda. No eres santo de su devoción; pero los demás son menos. Haz lo que puedas por él, Pedro.

    Al decir esto se le arrasan, de nuevo, los ojos. Pero ella misma se da ánimos.

    Y Pedro se compromete interiormente a ayudar a Víctor.

    - Haré todo lo que pueda, Delia.

    Leticia le vuelve a sonreír.


    En las amenas reuniones de la cantina salen a relucir aventuras y teorías sobre las truchas. Pedro, que siempre pesca con cucharilla, opina que la trucha se lanza a este señuelo no para comer, sino para atacar al intruso que se mete en sus dominios: ¡es una fiera de río!

    Esta teoría la mantiene, desde que, una vez, en las aguas más altas de las Hoces, claras como ningunas, al desanzuelar una, observó algo raro en la boca, que parecía la cola de otro pez. Apretó la abultada panza y le sacó otra trucha algo más pequeña; la cabeza empezaba ya a descomponerse por los jugos del estómago.

    - Aquella trucha no se lanzó a la cucharilla para comer; le era imposible tragar más. Atacó para defender sus aguas -comenta.

    Con esta teoría, y conocedor del río, Pedro lanza siempre a invadir dominios. Y opina:

    - Los dominios de cada trucha dependen de sus horas. Si se las ve pegadas al fondo, quietas, como aletargadas, conviven en paz: no tienen nada que defender. Es inútil lanzarles la cucharilla. Más cuando empiezan a moverse, a desplazarse, a acometerse unas a otras, para tomar posiciones, entonces es el momento de meter el intruso retador.

    Pero, al igual que los pescadores, también las truchas tienen sus secretos y hasta sus teorías. Por esto, no es fácil pescarlas.

    Aunque es verdad que las truchas en la vivera son siempre pocas, la afición y la paciencia ha sido mucha. Y es que el pescador, detrás de cada lance, detrás de cada instante en que el cebo está en el agua, ejercita la esperanza. Si no hubiera esperanza, se moriría la afición y la paciencia.


    En vísperas de la veda, Pedro sale a despedirse del río. La tarde en calma, con un cielo más de plomo que de azul, es muy aparente para la pesca. Su intención es bajar hasta el Molino Viejo.

    Desde que supo que su Santo tocayo cambió la pesca de peces por la de hombres, piensa en las truchas como si fueran hombres, y en los hombres como si fueran truchas.

    Vivera a la espalda y con la caña sin desplegar, camina pradera abajo junto a la acequia que anda lenta en busca también del río. En la chopera que hay donde confluyen ambos, está el tío Joaquín Trabucas sentado sobre la hierba. La puntera de su caña se asoma al agua, y el sedal cruza tenso la anchura del río hasta el pozo de la sarga de enfrente.

    - ¿Están de "teque"? -le pregunta Pedro.

    - No; pero espero -contesta.

    El río baja "alojado". Las tormentas de días anteriores lo enturbiaron y, aunque ya corre claro, el sedimento que dejaron en el cauce hace que las aguas aparenten turbias.

    Más adelante, metido entre majuelos, el tío Ruperto el Pájaro, en cuclillas, está embebecido por los movimientos del corcho pintado de rojo.

    - ¡Deje alguna! -le grita Pedro.

    - Por mí, ya están dejadas -contesta volviendo su cara tostada bajo la boina.

    Sigue río abajo hasta el puente de las Acederas. Lo cruza, y toma la carretera hacia la Peña del Medidor. No lo distrae el río, y puede pensar:

    - Qué bueno es esto para los viejos! Estarían en casa gruñendo, o en la cantina gastando... No pescan mucho, pero se entretienen esperando. Ahora entiendo que sea triste un pueblo sin río. Como sin campanas o sin niños.

    Camina Pedro siguiendo el quiebro que hace la carretera para evitar la Peña del Medidor y el río. Monta la caña y, desde la misma calzada, lanza lejos a la tabla de agua, retenida por la azud del Molino. Sabe que allí no sacará ninguna, pero observará si siguen o no la cucharilla. Nota dos toques en el mismo lance. "No muerden bien, pero siguen. ¡Buena señal!", se dice Pedro.

    Baja el talud de la carretera para andar junto al río. En medio de la tabla de agua ve en el fondo una culebra quieta y plegada en varias eses cerradas; con la cola se engancha a un palitroque. Está al acecho. Si alguna trucha pasa lenta a su distancia, la culebra se disparará como un resorte y aplicará la ventosa de su boca a la panza del pez. La trucha, si no logra con su poderoso nadar desenganchar la culebra del palitroque, terminará rindiéndose. Y si lo logra, también. Porque la culebra, vaya adonde vaya el salmónido, seguirá pegada a su panza hasta agotarlo. Cuando la trucha no pueda más, la serpiente empezará a nadar con la cabeza fuera del agua aguantando los coletazos, y saldrá del río sin soltarla, hasta que muera asfixiada. Luego, dilatando su boca y su piel, se la engullirá lentamente. Entre la culebra y la trucha no hay pelea noble. Sólo hay traición.

    A Pedro le da grima verla así. Lanza la cucharilla y la arrastra por el fondo para engancharla con la ancoreta. Sólo la roza y ella, estirando sus eses, huye a esconderse en la maleza de la otra orilla. La sigue con los ojos y se le marea la vista.

    Por un tablón que está siempre allí para accionar la compuerta, cruza el canal del Molino. La compuerta está bajada, y toda el agua del río salta por encima del azud y se desliza rápida por el dique inclinado, hasta dejarse caer en el pozo, formando una cortinilla de cristal.

    Pedro baja el desnivel que hay del canal al pozo. Se oculta entre dos olmos. Al otro lado, un chopo viejo enseña sus raíces socavadas por la erosión del agua. El pescador siempre piensa en sacarle al río los mejores trofeos. "Entre las raíces aquellas deben estar las gordas", piensa Pedro. Allí lanza, pero se queda corto. Al recoger línea, se engancha una. La saca, le quita con cuidado los anzuelos y la devuelve al río. No tiene los diecinueve centímetros que marca la Ley de Pesca.

    Lo intenta otra vez. "Ahora, sí". Cuenta unos segundos para dar tiempo a que la cucharilla tome profundidad, y empieza a accionar la manivela del carrete. Nota el tirón, y la trucha clavada se viene veloz hacia el centro del pozo; da un salto fuera del agua y se suelta. Es una treta de las truchas medianas: fuera del agua se doblan mejor, y con la cola se sacuden los anzuelos. Cuando esto ocurre, el pescador ya puede irse a otro sitio. Es como si se dieran la voz de alarma. Pedro lo sabe, pero insiste con un par de lances más, detrás de la cortina de agua. Ni toque. Se va río abajo.

    A partir de aquí, el cauce describe una amplia curva, bordeando las faldas del cerro del Aguila que cae casi vertical sobre la margen de enfrente. Entre el río y el canal, formando terrazas, hay unos huertos abandonados. El abrigo que los cerros dan al lugar y la buena tierra de los huertos perdidos, hacen que ese recodo del río parezca un rincón de selva. Las raíces de los olmos y de los chopos, que desfilan apretados junto al cauce, han sacado brotes por los huertos; sus retoños crecen entre zarzas rastreras, escaramujos, sargas y espinos. Los pescadores han abierto sendero, pero muy retirado del agua. Para asomarse al río, hay que cruzar cuatro metros de una muralla de gatos que arañan. Los constantes asaltos de la afición han abierto algunos boquetes desde donde, usando mucha habilidad, se puede lanzar, pero muy descaradamente a la vista de los habitantes del río. Las aguas corren oscuras bajo un túnel de sombras.

    Pedro también lo intenta. Mete la caña hacia adelante como lanza, evitando enredar el hilo. Una zarza se le agarra a la ropa. Al revolverse para deshacerse de ella, un espino le rasga la piel en la frente. Se quita la zarza, pero le sangra la mano. Cuando quiere seguir avanzando, el hilo está enredado en las finas uñas del escaramujo. Desenredando, arañado, punzado, en un alarde de afición y paciencia, logra asomarse al río en varios sitios. Suda en la brega contra la maleza. "La vida, si se toma en serio, siempre es brega", piensa.

    Alguna trucha sigue la cucharilla, pero, al ver al pescador, se vuelve a su escondite. Sólo al final, donde el río vuelve a recoger las aguas del canal del Molino en ruinas, saca dos que valen para la vivera.

    Es ya a finales de verano con la cosecha en los graneros. Víctor está con su tractor arando unos campos ganados a la ladera del barranco, no lejos del viejo Molino. Prepara la tierra para la sementera de los trigos tempranos.

    Cada cual, Pedro y Víctor, absortos en su faena, no se percatan de la tormenta que se está preparando sobre sus cabezas. Un trueno seco y el vendaval mezclado de lluvia gruesa les cae por sorpresa. Intentan resistir en sus puestos; pero, ante el incremento que van tomando los truenos y la lluvia, bajo un cielo negro de horizonte a horizonte, abandonan la faena.

    Víctor saca el tractor a la tierra firme del camino, lo deja y busca cobijo en las ruinas del Molino. No tarda en llegar también Pedro al mismo lugar con los pies empapados, chorreándole el chubasquero y con la caña aún sin plegar.

    Se saludan con mutua sorpresa por encontrarse los dos allí. A Víctor, esquivando la mirada de Pedro, le pasa por la cabeza el dinero que, sin su permiso, le había entregado Delia. Pedro piensa en que lo tiene a solas y debe decirle, de una vez, lo que cree que tiene que decir a su antiguo amigo. Y mientras piensan los dos, se produce un silencio embarazoso. Es Pedro el que se adelanta:

    - Más que por esta tronada, tú y yo, queramos o no queramos, estamos unidos por la amistad de nuestras mujeres.

    - Ya sé que Delia acude a consolar sus penas con Leti, y no me molesta. Desde niñas lo vienen haciendo.

    - ¿Pero conoces las penas de tu esposa? -le pregunta Pedro.

    - Las de toda mujer que tiene que convivir con un marido. Como las de Leti -responde Víctor.

    - Sufre por ti, no por ella. Te quiere y siente pena por tus maneras de ser.

    - ¡Como Leti sufre por ti!, masculla Víctor.

    Un relámpago cegador y su trueno casi instantáneo dan a entender que la tormenta, lejos de amainar, está empezando.

    - ¿Ha ido mi mujer a llorar a tu casa? Delia ha venido a la mía. Y llora porque no consigue que cambies.

    - ¿Cambiar yo? ¿En qué? ¿No tendrá que ser ella?

    El vendaval zarandea la lluvia y se mete por la puerta. Tienen que apartarse de ella. Del techo caen goteras por todas partes. Pedro se pone a plegar la caña. Víctor se despoja de su jersey y lo cuelga de un palo de la pared, para que se vaya secando. Pedro vuelve a la carga:

    - Lo que te quiero decir te va a parecer duro por ser claro. Pero cuando termine, aunque te haya dolido, tienes que pensar que te lo dice un amigo de verdad. ¿Qué interés puedo tener yo en que tú te enemistes conmigo por todo esto? No busco herirte porque sí. Por favor, si no me prometes que después de esta conversación vamos a seguir igual o mejor que hasta ahora, me callo.

    - Si tanto empeño tienes, habla -acepta Víctor.

    De momento, cesa el vendaval y la lluvia cae serena. Sin darse cuenta, vuelven a acercarse a la puerta. Pedro se quita el chubasquero y lo cuelga en la punta de la caña recostada en la pared, y empieza a hablar de nuevo:

    - No me resulta fácil explicarme. Siempre te he admirado por lo trabajador que eres; porque prosperas, y puedes dar a Delia y a tus hijos todo lo que quieran en lo material. ¡Ya me gustaría a mí, ser como tú en todo esto! Pero, perdóname que te lo diga, eres un egoísta, un ambicioso, un avasallador.

    Un rayo, que debió caer cerca, y su estampido interrumpen a Pedro. El granizo empieza a caer como una apisonadora sobre la tierra y como un redoble de muchos tambores sobre el tejado del Molino. Pedro, repuesto, sigue acosando:

    - No cuentan para ti más que tus intereses, tu tierra, tu dinero, tu tiempo. Todos para ti: los intereses de los demás para ti, las tierras de los demás para ti, el dinero de los demás para ti, el tiempo de los otros para ti.

    Pedro hace una pausa, y se oye la trepidación del granizo sobre el suelo y el tejado. Había que decirle todo:

    - ¿Tú no tienes nada qué dar, ni con qué ayudar, ni tiempo que dedicar a los demás? Y al hablarte de los demás, me refiero particularmente a Delia que, ante ti, se considera un trapo sucio; y me refiero a tus dos únicos hijos que, para ti, sólo son bocas que tapar, o plastilina que moldear como a un duplicado de ti mismo.

    Fuera del Molino en ruinas, la tormenta está en su punto álgido de relámpagos y truenos. Los olmos que escoltan el cauce del río crujen ante el huracán, y las ramblas empiezan a salir, arrastrando agua enfangada. Pedro quiere terminar:

    - Pero el día que tus hijos crezcan, y se te rebelen como es natural, preferirás verlos muertos, porque no tolerarás que sean distintos a ti. ¿Qué trato mantienes con ellos? ¡Te tiemblan! ¿Qué respuesta de amor digno, como se merece su condición de persona, pones en tus relaciones con Delia? ¡Mero instrumento para tu placer, atropellando su conciencia! ¿Sigo?

    La espesura negra de las nubes empieza a disiparse. El cielo quiere abrirse algo a la claridad. Y, como sincronizado con la tronada, Pedro cambia de tono:

    - Yo te envidiaba a ti, y me creía no ser el marido que Leticia soñó cuando nos hicimos novios. Pero, con asombro por mi parte, me ha declarado que siga siendo como soy. Y tu Delia, con lágrimas, nos ha manifestado que nos envidia. ¿Qué es lo que hago yo que tú no haces, para que tu mujer piense así? Probablemente, lo que tú y yo consideramos como mis defectos: soy menos trabajador, gano poco, tengo aficiones que roban tiempo a mis ocupaciones, y no me dan miedo los hijos que puedan venir. ¡Sorprendente, Víctor, esto es lo que espera Delia de ti! Saber perder algunas horas en salir a dar un paseo; dedicar tiempo a los chicos, jugar con ellos, educarlos, corregirlos, darles confianza y cariño, para que lleguen a ser ellos, con personalidad propia; dar algún dinero a tu mujer para que administre sus caprichos que, normalmente, serán caprichos para ti. ¡Tener detalles! ¡Yo qué sé!

    Las nubes de la tormenta empiezan a desvanecerse, y aparecen jirones de cielo azul. Pedro termina:

    - Te he dicho con crudeza todas estas cosas, porque, creo, es la única manera de que las entiendas. Y te las he dicho, lo aceptes o no, por tu propio bien y el de los tuyos. Y con decirlas he cumplido. ¿Amigos?

    Pedro le tiende la mano. Víctor no la rechaza, pero le arde de ira contenida. Logra aparentar serenidad, y dice:

    - Me has metido la duda. No sé si tienes la razón tú o la tengo yo. Pero si quisiera hacerte caso, me iba a resultar muy difícil.

    - Mira, Víctor, todos estamos condicionados por nuestras maneras de ser. Tú eres como eres sin esfuerzo, y yo, también sin esfuerzo, soy como soy. Hemos nacido así. Pero por algo somos personas: para sobreponernos a esas maneras, para limarlas y luchar con esfuerzo por hacer grata la vida a los demás. ¡Ya sé que es difícil! Por tendencia, yo estaría todo el día con la caña o con la escopeta, y tendría mis campos descuidados, aunque algo ya los tengo.

    Empieza a lucir el sol. Abandonan los dos el Molino, y salen al camino. Los campos están encharcados, imposibles para el tractor. Y el río, muy turbio, no está apto para la cucharilla. Víctor trepa al asiento del vehículo y pide disculpas a Pedro por no haber cabida para ambos.

    Pedro corta una rama fina de sarga, ensarta por las agallas las dos únicas truchas que ha pescado y se las ofrece:

    - Toma estas truchas para los chicos.

    Víctor va a decirle que sí, pero no puede. Mete una marcha, y se arranca a andar.

    A Pedro se le ha olvidado decirle algo; por encima del ruido del motor levanta la voz:

    - ¡Se me olvidaba darte las gracias por el dinero que me entregó de tu parte el señor cura!

    Víctor oye, pero no vuelve la cara, y se aleja solo, salpicando barro con las ruedas del tractor.


    Desde aquella dura entrevista bajo la tormenta, pasaron varios meses, y con ellos el invierno. La vida monótona del pueblo giraba dando vueltas a la misma rutina, a los mismos caminos, a las mismas tareas, a las mismas habladurías. Sólo el corazón de cada hombre podía poner ilusión en los cangilones de aquella noria. Y alguno la estaba poniendo.

    La conversación con Pedro removió los cimientos de Víctor, y, aunque con el orgullo herido, no dejaba de dar vueltas a todo lo que le dijo. No se explicaba cómo pudo aguantar las andanadas que le arrojó en sus propias narices, y encima le ofreció la mano. ¿Cinismo o amistad? Andaba obsesionado. Por momentos le venían ganas de estrangularlo, y a ratos se horrorizaba de tales impulsos. Pero reflexionaba, que es el inicio del buen caminar de los hombres. Los que se aprecian se dicen las cosas a la cara; los que se envidian se tienen miedo y se callan o murmuran a espaldas. Concluyó que lo de Pedro era aprecio, y que tenía razón. Y también acudía a su reflexión el gesto inexplicable de Donato.

    Pero, ¿cómo cambiar de comportamiento?; y sobre todo, ¿cómo soportar y rebajarse ante la opinión de los demás? Sintió miedo y cobardía por primera vez en su vida. Su esposa se daba cuenta de que Víctor andaba preocupado, pero no se atrevía a preguntar. Rezaba.

    Un día por la noche, cuando Delia fue a acostar a los niños, se entretuvo con ellos como de costumbre, y les dijo que rezaran a la Virgen por el padre.

    - ¿Qué le pasa al padre?, preguntó el mayor

    - Son cosas de mayores, le contestó su madre.

    - Yo os quiero mucho a los dos, pero al padre le tengo miedo, concluyó el muchacho.

    - ¿Miedo al padre, con lo que él te quiere? Si supieras cómo rezó por ti cuando estuviste tan enfermo...

    Víctor pudo oír este diálogo, y sintió un escalofrío por todo su cuerpo. ¡Hasta mi hijo mayor me tiene miedo! Se sentó en una silla y esperó a que saliera Delia. Recordó que llorar sí que había llorado mucho por su hijo; pero rezar... Asistía a Misa algún domingo por complacer a Delia, sin pensar en el sentido de lo que allí se hacía; iba por rutina, como la mayoría de los hombres del pueblo; pero rezar, pedir a Dios un favor, no lo había hecho nunca. Ni por el hijo que ahora dice que le tiene miedo.

    Se quedaron solos los esposos, y Víctor contó a Delia lo que había oído y lo que había pensado. Delia intervino:

    - No te sorprendas; nunca le dedicas una sonrisa; lo tratas siempre con dureza; los padres tendéis a la exigencia y las madres a la ternura; pon un poco de ternura en tu exigencia, como yo intento poner exigencia en mi ternura; los hijos necesitan ambas cosas. Y en cuanto a rezar, ya sé que de fe no andas muy fuerte. Pero debes saber que las lágrimas de un padre por su hijo son la más maravillosa oración. Tú quieres a tu hijo; Dios también nos ama. Tu llanto por amor se unen a las lágrimas del Señor que nos ama hasta morir por nosotros. Las lágrimas y la oración son inseparables del amor.

    - ¡Qué complicación!, exclamó Víctor.

    - Si amas, y amar es buscar el bien del otro, puedes hacer lo que quieras, que siempre será grato a Dios: llorar, comprender, perdonar, ayudar..., ¡todo!. Pero, además, es bueno que empieces a rezar, a pedir al Señor desde tu intimidad. Y si quieres, lo hacemos juntos. Cierra los ojos y piensa que Dios está dentro de ti, y te quiere; te quiere como tú quieres a tus hijos y a mí. Repite conmigo: Señor, gracias; gracias por la familia que somos, por los hijos que nos has dado; cuidanos, ayúdanos a hacer tu voluntad; a ser fuertes para hacer lo que tenemos que hacer...

    Delia, sorprendida de la buena disposición de su esposo, se calló y hubo un momento de silencio. Víctor abrió los ojos y, sonriendo, le dijo:

    - Pareces un cura.

    - Parezco una madre que enseña a rezar a su bebé. Y, a propósito del cura, creo que deberías hablar con el sacerdote.

    - No me compliques la vida; de todas maneras...

    - Yo se lo diré, y lo pondré en antecedentes.

    Se sintieron atraídos mutuamente y se fueron a la cama; aquella noche se entregaron el uno al otro, sin trampas a la generosidad. Antes de dormirse, Delia le dijo:

    - En esto también anda el amor de Dios.

    Pasaron unos días, y Delia dijo a Víctor que el sacerdote lo esperaba en su casa aquella tarde después del rosario; que lo estaría esperando hasta las once de la noche; más tarde no, porque ya estaría durmiendo. Víctor protestó, pero cuando volvió de sus trabajos y Delia del Rosario, se encaminó a casa del sacerdote. Ya tenía pensada la respuesta que daría a los curiosos que quisieran saber el motivo de esta visita: "¡a contarle que tú te quieres hacer fraile!"; pero no hizo falta.

    Víctor lo conocía y lo trataba, como todos los del pueblo, con naturalidad, pero superficialmente. Sentarse cara a cara, a solas con el sacerdote, era distinto, raro y hasta preocupante. El quería hablar y no sabía de qué. Pensó que como Delia ya lo había puesto en antecedentes, le facilitaría las cosas. Llamó a la puerta y entró. Lo estaba esperando con dos botellas de cerveza y sendos vasos sobre una mesita de rinconera con dos butacas a los lados. Se saludaron, y le ofreció una de las butacas; el sacerdote de sentó en la otra. La mesa amplia del despacho estaba en medio. El sacerdote se interesó por el motivo de su visita. Víctor, sorprendido, le pregunto:

    - ¿No le ha puesto Delia en antecedentes?

    - Sólo me ha dicho que querías verme, y aquí me tienes.

    - ¡Estas mujeres...!

    El sacerdote se dio cuenta de que venía medio engañado, y para apagar el fuego dijo:

    - Bendita la casa en la que mandan las mujeres; quiero decir que mandan en aquello que les es propio, como son el marido, los hijos y la casa. A los hombre nos parece que somos nosotros los que mandamos, porque el hombre es el que elige a su mujer. Es verdad que ellos eligen, pero son ellas las que tienen el poder, el poder de fascinar al hombre. Y mientas esa fascinación se mantiene, perdura el matrimonio. Cuando rezamos, decimos a la Virgen que es bendita entre todas las mujeres; Ella es la más bendita, pero son benditas todas, desde nuestras madres a vuestras esposas. ¡Que tonterías estoy diciendo!

    - Mi Delia, por supuesto que es fascinadora y bendita.

    - Quiero agradecer tus donativos para la parroquia y demás colectas que se hacen para Misiones, Manos Unidas, Cáritas, etc.

    Víctor puso cara de sorpresa, y el sacerdote insistió:

    - Sí, sí, tu fascinadora Delia, cada domingo echa en la bandeja lo suficiente para pagar los gastos ordinarios del templo, y encarga Misas con frecuencia por su intenciones, y da para las Misiones ... Yo siempre pensé que vuestra holgura económica se lo podía permitir.

    - No niego que sea verdad, pero también lo es que lo hace sin mi consentimiento.

    - ¿Tú le das dinero para sus caprichos?

    - Nunca; pero la cuenta del banco está disposición de los dos.

    - Me vas a permitir un broma suya. Cuando le hablé un día de vuestra generosidad y vuestra situación económica. No lo tomes a mal; para mí fue una broma, atrevida pero broma. Me dijo que lo que deba para la Iglesia era su sueldo de prostituta de Víctor; lo dijo con la otra palabra que yo no me atrevo.

    Víctor se quedó perplejo por un momento; luego soltó una carcajada, y añadió:

    - Esto ya está solucionado.

    El sacerdote se alegró de que se lo tomara sí, y de que dijera lo que acababa de decir; pues sospechó que la frase de Delia era la manifestación indignada del trato recibido de él en sus relaciones íntimas. Con esta broma Víctor descargó su tensión y ganó confianza en el trato con el sacerdote. Se puso serio, y empezó a contar lo que le preocupaba.

    - Es muy breve lo que le quiero decir: que no sé como cambiar el rumbo de mi vida, y siento pánico a cambiarlo. Todo viene a raíz de la enfermedad de mi hijo y de lo que usted bien conoce de Donato. También andan por medio Delia y Pedro el de la Leticia. Esto es todo lo que quería decirle..

    - Me das una gran alegría. No esperaba esto; pero repito, me das una enorme alegría. Vamos a brindar con un trago de cerveza.

    El sacerdote ofreció el abridor de las botellas a Víctor; las abrió y llenó los dos vasos. Bebieron pausadamente, como tomando tiempo para la reflexión. Añadió el sacerdote:

    - No quiero que no te agobies. Lo que te puedo decir es muy poco. ¿Quieres mejorar? Mira a ver qué aspectos de tu vida quieres cambiar. No lo sabes. Y no lo sabes, porque no hay en ti cosas gordas. Son sólo cosas de tu carácter, de tu modo de ser. Y eso es, tal vez, lo que tienes conocer y luchar por cambiar. Te voy a dar un dato para que te ayude: hay un factor que interviene en la conducta de todo hombre, en unos más y en otros menos, pero en todos, y es la soberbia.. Se manifiesta de diversas maneras: en alardes de poder, en autosuficiencia, en creerse que es el único que hace las cosas bien, en despreciar a los demás, etc.. Es la exaltación de la propia excelencia; los demás son basura. Una persona soberbia resulta antipática y es rechazada por los demás. Mira a ver si es por ahí por dende tienes que luchar. No te puedo concretar más. Cuenta este deseo tuyo de mejorar a las perdonas que te quieren y viven cerca de ti, para que te hagan ver tus fallos en cada momento. A Delia, a Pedro el de la Leticia, por ejemplo. El otro aspecto que me has dicho es el pánico a lo que puedan pensar y decir los demás por tu cambio. No hagas cosas raras, debes vivir como vives ahora. Nadie se sorprende de que eches una mano al que lo necesita; que pidas a otro uno favor; que te disculpes cuando se te dispara el genio, que alabes lo que otros hacen bien; que

reconozcas y des la razón al que la tiene; etc. Nadie se sorprenderá de estas cosas, y son la manifestación de tu cambio. Otra cosa. Esto que tú ahora quieres emprender es tarea de toda la vida. Te puedes cansar o desalentar ente las recaídas. Es muy humano el desaliento y, a veces, nos roza a todos, a mí también. Te voy a leer un cuento que escribí para mí en un momento de estos.

    El sacerdote se levantó de su butaca y sacó de un cajón de la mesa del despacho una hoja, y empezó a leer:

    - Los Desalientos de una Campana. En este caso la campana somos tú y yo:

"Estaba poseída de orgullo santo, porque su garganta poderosa era la voz de las estrellas. Desde la fortaleza de su torre cuadrada, había llenado el viento de cantares y sonrisas para convocar al pueblo a citas de alegría. Algunas menos veces, pero también muchas, su plañido triste se había fundido con los sollozos de los que se apiñaban enlutados a sus pies.

    Últimamente apenas gritaba y reía. No había juventud que estuviera dispuesta a hacerle cosquillas en las axilas. Sólo algún niño acudía a tirarle de la lengua con una soga.

    Fue un Jueves Santo por la tarde. Desde su atalaya miró a los habitantes de la aldea, encerrados en sus casas, vagando por el campo, junto al río, por las calles, sentados en la cantina... Quiso avisarles a gritos que empezaban los Días Santos, pero ¡se sintió inútil! En muchos de ellos advertía cierta sordera en los oídos del alma a causa del orgullo o del respeto humano... Quiso gritarles, pero ¡no pudo! Tenían el alma gorda, por la comodidad y la pereza. Y casi todos andaban miopes de tanto mirar a la tierra. Quiso gritarles, pero ¡no tenía brazos! Sólo una mano infantil desde el pie de la torre, con una cuerda, arrancó de su badajo un prologado, pero descorazonado tartamudeo. Y después de avisar con desmayo los misterios del Amor Infinito, aquel Jueves Santo, su garganta de bronce se quedó muda y paralítica.

    De un armario trastero, entre velas a mitad de consumir y candeleros pringados de cera, entre floreros y libros viejos, empezaron a aparecer las carracas en las manos limpias de los niños. Recorrían las calles de la aldea mordiéndose las propias lenguas de madera con sus ruedas dentadas, formando una bulla como de muchas chicharras.

    Con ingenuidad infantil, se asomó una de ellas a la puerta de la cantina. A su ruido alocado, un joven, sordo sólo del alma, le respondió con una blasfemia. En la plaza, en cambio, otro mozo volvió a sentirse pequeño, tocando otra que se agitaba torpemente en la mano de un chiquillo.

    Al avisar los actos nocturnos, el carraqueo se confundía con el croar de las ranas en las charcas del prado.

    La campana, sola y triste en la intemperie de la torre, seguía obstinada en su silencio. Estaba decidida a no gritar más.

    - Para el caso que me hacen... -se decía.

    Las carracas, exhaustas, roncas, con sus gargantas de madera casi rotas, decidieron el Sábado Santo subir a la torre para hablar con la campana:

    - ¡Llevamos dos días y no podemos más! ¡Ya ves cómo estamos! Tú eres de duro bronce: ¡vuelve a gritar!

    - ¿Os creéis que yo no quiero? ¡Son ellos!

    - ¿Quiénes?

    - La carraca es cosa de niños, y los tenéis. La campana es cosa de brazos robustos, y no los tengo.

    - Estamos seguras de que los niños que durante estos días nos han zarandeado, cuando sean mayores, subirán aquí a voltearte.

    - Antes, así era. Ahora, de la carraca pasan directamente al olvido o al miedo cobarde. Los jóvenes se alejan de mí, como de sus padres, para someterse al servil anonimato de una masa envilecida. No quieren que yo ría y grite; pretenden vocear más fuerte que yo porque temen que con mi voz ahogue sus cacareos de corral. Sólo me escuchan, como si fuera una ironía, cuando me doblo de pena. Lo que más siento es que, por no hacerme caso, pronto tendré que llorar por los despojos de la droga y del "sida".

    - ¡Sigue tañendo, vieja campana! Si tú te callas, ¿quién les recordará que en la vida hay mucho más que piel, alcohol y petróleo? ¡Confía en los hombres; sólo están aturdidos y adormilados! ¡Grítales la verdad que viene desde más allá de las estrellas!

    El mudo bronce, resignado, asintió con esperanza.

    Las humildes carracas, con su estridente sonsonete, habían conseguido despertar durante aquellos días las indolencias de la aldea. Y a media noche de aquel Sábado Santo, la paralizada garganta de bronce se sintió acariciada por brazos vigorosos, y rompió su silencio con un volteo acelerado de triunfo y alegría. Era primavera en los campos y Pascua de Resurrección en los hombres renovados.

    Esto ocurrió en una aldea cercana de un país que nos lo están poniendo remoto; pero sucede en nuestro tiempo y rozando nuestros propios ojos".

    El sacerdote terminó de leer el cuento, y añadió:

    - Hay un factor necesario, cuando el hombre quiere plantearse la vida en serio. Este intento supera las fuerzas del hombre. El factor es la oración. Sin la ayuda del Señor, acabamos en ese estado en que te encuentras tú. Te lo digo muy en serio. Intenta rezar.

    - La otra noche lo hice con Delia y no me desagradó, intervino Víctor.

    - ¡Maravilloso! ¿Tienes aún el librito aquel que leía Donato?

    - Por casa está.

    - Pues los dos juntos leed cada noche un trozo y guardad un momento de silencio para pensar que eso te lo dice a ti el Señor. Tienes una buena aliada en tu esposa. Yo estaría hablando contigo de estas cosas toda la noche. Hoy tú has sido para mí, como las carracas que dieron aliento a la campana. Se nos está haciendo tarde y Delia estará esperándote. Cuéntale estas cosas. Y no dudes en venir siempre que quieras.

    El Sacerdote se levantó, terminaron las cervezas, se dieron un abrazo, y se despidieron.

    Víctor llegó a casa. Delia esperaba con la cena puesta. Miró fijamente a Víctor, leyó sus pensamientos y le sonrió. Él le dio un beso, mientras le decía al oído:

    - Esto para mi encantadora putilla.

    - ¿Qué me dices?

    - Lo que tú te dijiste al sacerdote.

    - ¿Hasta de eso habéis hablado? Me pones muy contenta; siempre fui tu esposa aunque no me la hacías sentir; perdóname aquello ya pasó. Pero no me vuelvas a decir eso no sea que los niños lo oigan y se crean que es verdad.

    Se rieron, y mientras cenaban, Víctor contó a su esposa todo lo que había hablado con el sacerdote y lo que éste le aconsejó. Terminaron y, antes de irse a la cama, pasó por la habitación de los niños para darles un beso, cosa que nunca hacía. El mayor se despertó y le dijo:

    - Gracias, padre. ¿Ya has vuelto?

    Delia manifestó a Víctor su complacencia, y éste le dijo:

    - Tal vez soy así, porque nunca disfruté de la ternura de mi madre.


    El niño mayor de Víctor luce su pelo rubio ensortijado. Estudia y juega ya con la vitalidad propia de sus once años. Un día, llama a la puerta y entra corriendo en casa de Leticia. Con una alegría que se le escapa por los ojos, grita más que dice:

    - Tío Pedro, ha dicho mi padre que cuando saque la licencia de pesca para Carlitos, que saque otra para mí.

    Pedro, disimulando su asombro, le dice que lo hará con mucho gusto. Cuando se va el muchacho, Leticia cuenta confidencialmente a su marido:

    - ¡Delia está encinta de tres meses!

    Tan pronto como Pedro tiene la oportunidad de bajar a la capital, saca las licencias de pesca y va a casa de Delia a entregar al muchacho la suya.

    Víctor sale a despedirlo hasta la puerta. Es ya de noche. En la penumbra del patio de la casa, le confía:

    - Voy a tener un nuevo hijo, y le pondré por nombre Donato. ¿Querrás ser tú su padrino de bautismo?

    Pedro sólo atina a sonreír para decirle que sí. Víctor, se pone tenso y con gran esfuerzo, aún añade:

    - Fui yo el que te escribió aquel anónimo. ¿Me perdonas?

    Pedro abre los brazos en un gesto de sorpresa, y no puede evitar que Víctor se le eche en ellos. Delia los sorprende en esta actitud, se le llenan los ojos de lágrimas, y se retira discretamente. Al día siguiente, va a desahogar su alegría con Leticia.


    Es un día raramente cálido de esta primavera. Desde la Peña del Medidor, aguas arriba entre carrizos, sube Pedro pescando contra corriente. Donde la maleza abre una puerta al río, se asoma y lanza un par de veces.

    Llega al pozo de la curva donde el río se va comiendo un campo de pipirigallo; fácilmente se puede lanzar sin ser visto. Es ya media tarde. Estudiando el lance, piensa: "Primero a la salida del pozo, donde la rama baja de aquella sarga roza el agua; un poco por delante para no enredar en ella". Antes de caer la cucharilla al agua, ya empieza a recoger hilo. Hay poca profundidad y no quiere enganchar en el fondo. La trucha se traga la cucharilla nada más tocar río. Nota el tirón, y ve la voltereta del pez dentro del agua.

    Pedro es habilidoso para lanzar y sereno para recoger. No como otros pescadores que, nerviosos ante el tirón de la trucha, reaccionan con otro más fuerte y, si es de buen tamaño, rompen el hilo. Si no lo es, la cuelgan en la rama de un chopo o en los cables del teléfono.

    "Si al primer achuchón no se ha soltado, es que está bien clavada", piensa Pedro.

    Con la línea siempre tensa, para tener dominada a la trucha, va recogiendo carrete suavemente, atento a aflojar por si intenta un muevo tirón. Lo suelen dar cuando se ven cerca de la orilla. Así ocurre, y se dobla el bambú. Debe ser "guapa". Cuando ella ceja en su intento, Pedro empieza de nuevo a recoger. Viene entregada. Hace girar deprisa el carrete antes de arrancarla del agua. Se arquea la caña, y treinta y cinco centímetros de trucha aplauden coleteando sobre el río. Lleva clavados los tres anzuelos en su boca sangrante. La desclava y, para que no sufra, le da un golpe en la nuca contra la hita del campo de pipirigallo. Es el mejor ejemplar de los cuatro de esta tarde.

    Se sienta en el tocón de un chopo y se enciende un cigarrillo. Por la espesura, de rama en rama, un jilguero salta con algo en el pico: "¿una vedija de lana?" Lo sigue con la vista, mientras el humo del cigarrillo le enhebra estos pensamientos, recordando a Donato, que en paz descanse:

    "No tendrá lejos el lugar donde quiere hacer su nido... Alguien ha sembrado el amor también en los animales... ¿No será el mismo que ha sembrado las estrellas, la lluvia, las flores, los ríos? ¡Qué maravillosa es la vida, si la vida es amar! Cuando descubrí a Leticia empezó a sonreírme la tarde y la mañana, los calores y el frío. Cuando me fueron naciendo los hijos, se iluminaron los caminos, la azada y el arado, las mulas y la labranza. Sudar empezó a ser amar. Como si el mundo arrastrara las huellas de un amor eterno. Sólo los hombres con nuestro egoísmo somos capaces de hacerlo infinitamente chiquitín y rastrero. ¡Nuestros absurdos!"

    Pedro inicia el regreso hacia el pueblo, pescando contra corriente. No consigue sacar más, aunque revuelca a varias.

    Se encuentra con Rosendo, camuflado tras unas sargas, ensartando un lombriz en el anzuelo.

    - ¿Entran al cebo? -le pregunta Pedro.

    - Mordisquean la lombriz, pero notan el hierro.

    - Yo una guapa he sacado con la cucharilla; y, en la sarga del puente, he revolcado otra maja. Luego ya, hasta aquí, como si el río estuviera mudo.

    - Una librera he cobrado en el Pontón. ¡Mirala!

    - ¡Maja es! Voy a plegar, y a casa -dice Pedro.

    - Yo aguantaré un rato más. Toma un cigarro. ¿Qué prisa tienes? -invita Rosendo.

    - ¡Mira tú! Prisa ninguna.

    Mientras se lo fuman, Rosendo le comenta:

    - Al bajar, he visto a tu familia en la chopera del tío Manolín con la de Víctor. Por cierto, que su muchacho mayor y el tuyo andaban con cañas, intentando pescar también. Veo a Víctor más humano.

    - Así parece.

    Se despide de Rosendo, y sigue río arriba, para ir a encontrarse con su familia en el lugar que le acaba de decir su amigo.

    Aunque no le parece raro, se sorprende de que Víctor haya sido capaz de salir con el tractor y el remolque, para pasar la tarde con Delia, con Leticia y con todos los niños en la chopera del tío Manolín.

    A medida que se acerca, oye gritar y ve corretear a los pequeños bajo la mirada de las mujeres sentadas bajo las sombras. Se nota alegría en la variopinta bulla de las madres y sus hijos.

    Al llegar Pedro, las dos mujeres lo reciben con una feliz sonrisa.

    - Nos tienes abandonados -le dice Leticia.

    - ¿Y Víctor? -pregunta Pedro.

    - Por ahí anda con los dos pescadores -le contesta Delia.

    Metidos entre la maleza, asomados al río, Carlitos explica al tío Víctor dónde y cómo tiene que echar la lombriz para que piquen. Embebidos en el empeño, no advierten la presencia de Pedro que, camuflado, los observa desde cerca.

    - ¡Una, una!. ¡Tengo una! -grita el hijo mayor de Víctor, unos metros más arriba.

    Deja Víctor la caña a Carlitos, y sale precipitadamente hacia su hijo. Pedro, ante la carrera atolondrada del padre, suelta una carcajada. Entonces se da cuenta Víctor de que lo había estado observando. Al sentirse descubierto en tales circunstancias, abre los brazos y, riendo también, sólo atina a decir:

    - Me has pescado.

    - Tendrás que comprarte tú también una caña -le bromea Pedro.

    Enredando el hilo y la caña, a trompicones entre la maleza de la orilla, el muchacho mayor de Víctor logra acercarse con una trucha en la mano. La muestra a su padre, y corre hacia su madre. Todos acuden a la chopera, a celebrar la primera trucha del hijo mayor de Delia.

    Bruno, bajando por la ladera de enfrente, ha escuchado desde lejos los gritos de alegría; saluda, a distancia, con su muñón, y hace ademán de seguir. Víctor lo llama para que se acerque. No lo duda, y viene a ver:

    - También me gustaría pescar, pero con una mano sola... -comenta al conocer el motivo del jolgorio.

    Las dos mujeres, tendiendo una manta en el suelo, preparan lo que han traído de comer. Entre bromas, meriendan todos juntos en la tarde apacible bajo los chopos. Recogen luego las cosas, y suben al remolque del tractor. El Manco pone su hombro para que Delia, pesada con el embarazo, se apoye en él al montar.

    Conduciendo Víctor, regresan a casa. Las dos mujeres hablan felices. Pedro mira a los chicos en silencio. El Manco, de cuando en cuando, repite ¡"huy, huy"! Los niños pequeños gritan y cantan. El hijo mayor de Víctor lleva, a la vista de todos, la trucha que ha pescado y que Carlitos ha ensartado en una rama de sarga para que la luzca. Ambos hacen planes para volver al río. Al entrar al pueblo, entre dos luces, se cruzan con el sacerdote, que los saluda con una amplia y feliz sonrisa.

    Víctor, al despedirse de Pedro en la puerta de su casa, le confiesa:

    - No es broma, me voy a comprar una caña.

    - ¿Cuándo cumple Delia? -pregunta Pedro.

    - Dentro de un mes.

    - El día del bautizo de Donatillo empezaré a darte clases particulares de pesca.

    - Será con el permiso de tu Carlitos -le dice riendo Víctor.

    Y dirigiéndose a Bruno el Manco, lo invita también al bautizo del nuevo hijo.

    Bruno, agradecido y emocionado, acepta. Se despide como puede y se va, pensando: "¡Qué cosas tiene la persona!". Ya solo en casa, deja que las lágrimas se le vengan sueltas a los ojos.

Apéndice

    Del horno sale olor a pastas. A las doce del mediodía, la campana de la torre de la iglesia se dispara en un bandeo acelerado, encanándose de tanto querer reír, como se encana un niño al llorar. Las palomas, asustadas, salen en bandadas alocadas. El corazón de las mozas baila en sus ojos con alegría de fiesta. Las faenas del campo se dejan en orden, para no volver a ellas durante tres días. Son los tres días que anuncia la campana.

    La Val, con sus escasos trescientos habitantes, vacío como otros muchos pueblos durante el año, empieza a llenarse a primeros de agosto con sus hijos que emigraron. Retornan al calor de sus llares, y a respirar humanidad aunque sólo sea por unos días. Se abren todas las puertas y ventanas para sacar a las casas el frío de la soledad, y llenarlas de recuerdos y nostalgias. Todas las calles se ven andadas. Muchos, al cruzarse con Bruno el Manco al que todos le tienen confianza, le preguntan por la muerte de Donato y si era verdad que había dejado en testamento todo para Víctor. Se limitan a encogerse de hombros, al no entender esta decisión.

    - Cosas de Donato, comenta alguno.

    Por estas fechas, la plaza vuelve a ser de verdad plaza concurrida en el rincón, en la esquina, en el poyo que hay detrás de la fuente y en torno al árbol. Los niños corretean por ella hasta que, entrada la noche, sus madres tienen que salir a buscarlos para la cena. La cantina grita los números de la morra.

    Los caminos se ven frecuentemente paseados, cuando sólo un mes antes eran senderos de trabajo solitario. Las conversaciones en las casas, en la calle o en el campo son sosegadas, sin prisas. Se pregunta por todos, y se quiere saber de todos, porque todos tienen un puesto en el recuerdo amistoso. Son varios los que preguntan a Víctor por la salud de su hijo, y, agradecido, les dice que gracias a Dios ha superado la enfermedad. Todos se alegran con él. Víctor, por su parte, ha pasado por casa de los que, viviendo fuera, él se aprovechaba de sus tierras perdidas, para concertar el arriendo. Algunos le echaron en cara su comportamiento, otros se inhibieron; pero todos llegaron a un acuerdo con él. Y, sorprendidos, se dieron cuenta de que Víctor había cambiado.

    Para las fiestas del Santo Patrono acuden todos los que se bautizaron en su pila, acompañados de los hijos que les nacieron en Zaragoza, Barcelona o Valencia . Todos vienen a beber del agua que regó sus raíces. Un estudiante pregunta al sacerdote si puede consultar los libros parroquiales, pues le gustaría hacer el árbol genealógico de su familia.

    El día siguiente, 24 de agosto, amanece para ser San Bartolomé. A primeras horas, los hombres y las mujeres, en ropa de diario aún, barren las calles a lo largo de la fachada de sus casas, mientras la gaita, desafinada por los pulmones viejos que la soplan, y el tambor, retemblando bajo los palillos que le zurran la piel, pasean las calles por el mismo recorrido que hace el alguacil cuando pregona. Es el pasacalles madrugador.

    Los mozos y las mozas meten la cabeza bajo la almohada. Han trasnochado en la plaza, calentando pies, al ritmo de los bafles del conjunto musical de estreno de fiestas. Los niños sí han madrugado con el pasacalles, y ya están vestidos con el primor de sus madres.

    Se prepara el desayuno, como todos los días. Pero antes, se toma un trozo de la "torta dormida" que la madre amasó la víspera. Mientras se saborea con una copa de anís dulce, los niños y el padre comentan lo rica que está; sólo el ama de casa le descubre algún defecto.

    Y se va a empezar la pelea con el mozo, borracho aún de sueño:

    - ¡Van a tocar a misa, y tú en la cama!

    - ¡Aún no han tocado! -le contesta, dándose media vuelta.

    - ¡Y arreglaré el cuarto por la tarde, so gandul!

    Le prepara la muda y el traje de fiesta en una silla, y se sale de la habitación. Antes la ropa de fiesta de las mujeres olía a agua de rosas; la de los hombres, a membrillo o a manzanas camuesas. Hoy se percibe el tufillo de cualquier ambientador vulgar de la sociedad de consumo.

    Con el genio de poco dormir, se oye al mozo que grita dentro del cuarto:

    - ¡Chaqueta y corbata! ¡Te la pones tú!

    - ¡Pero hijo, que son las fiestas!

    - ¿En qué tiempos vives?!

    La madre quisiera ver elegante a su hijo, como su padre cuando se casaron. El mozo prefiere vestir uniforme de hortera.

    Al poco, el volteo de la campana anuncia el primer toque y la recogida de Cargos. De nuevo, el tambor y la gaita, manejadas por dos hombres buenos que empeñan sus años en mantener el sabor de las cosas viejas, se echan a la calle. Con su peculiar estrépito y la variopinta chiquillería detrás, van a recoger los Cargos de la Fiesta: tres casados y tres mozos.

    Primero, a casa del Capitán que espera en su puerta con traje de corte, sombrero con cinta, banda terciada y bastón de mando. Al Abanderado después: traje de corte, sombrero con cinta, banda terciada y la bandera del Patrón. Siguiendo los redobles de la caja y las confusas melodías de la dulzaina, hasta la casa del Teniente Primero: traje de corte, sombrero con cinta, banda terciada y la escopeta. Sin parar el tambor y la flauta, a recoger al Teniente Segundo: traje de corte, sombrero con cinta, banda terciada y el espejo (sobre un mango corto para portarlo, unos perifollos y puntillas en forma circular con un espejo en el centro). Todos detrás del ruido, a casa de los otros dos cargos: sólo, traje de corte, sombrero con cinta y banda terciada. En rigurosa formación, siempre tras la gaita y el tambor, van a recoger al sacerdote para acompañarlo a la iglesia. En la torre ya han dado el segundo toque.

    Por las ventanas se asoman solos los geranios rojos. Las gentes vestidas de fiesta, menudeando el paso las mujeres, y despaciosamente los hombres en grupos, se encaminan al templo por las calles barridas y rociadas para matar el polvo. Los niños, a revueltas de la gaita y los Cargos, van por otros caminos. Sólo algún mozo, "progresista de marcha a tras", se queda en el bar.

    Los hombres esperan a corros en el atrio. Las mujeres ocupan, ya dentro, sus puestos. Llega el estrépito de la caja y la gaita, redoblando y soplando más fuerte, y entran el sacerdote, los Cargos, la chiquillería y todos los hombres detrás. La iglesia está a rebosar. Es la casa de todos, porque es la de Dios. Relucen los manteles, los candeleros y el sagrario. Flores en la peana de San Bartolomé, flores a la Virgen de los Dolores en su hornacina del retablo y flores en el altar. Un monaguillo, tirando de la soga de la campana, hace sonar el tercer toque. Empieza el silencio religioso de la misa.

    Y terminada con la estirada procesión, las gentes, en amistad alegre, se van caminando sin prisas hacia la plaza. Los niños piden al padre o al abuelo algunos duros, para correr a quemarlos en los puestos de venta de chucharías. Las mujeres se despiden unas de otras y se dispersan hacia sus casas a preparar la comida. En las barras de los bares se apelotonan los hombres y los mozos para invitarse al aperitivo.

    Mientras la plaza es bulla, arriba en el salón del ayuntamiento, las esposas o las madres de los Cargos sirven a éstos, a los gaiteros, a las autoridades y a los sacerdotes el tradicional refrigerio. Los comentarios surgen fluidos:

    - Todo esto de los Cargos con sus vestimentas y ceremonias tiene su gracia. Y hasta la vieja gaita y el tambor.

    - ¡Y su miaja de filosofía! Me da a entender que hemos sido alguien, que venimos de atrás. Pienso que, porque tenemos pasado, podemos mirar hacia adelante. No se puede llegar al último escalón, sin pisar antes los primeros. Para avanzar hacen falta apoyaturas.

    - ¡Mia tú! Mal podría saltar un atleta de esos, si no tiene piso donde apoyarse.

    - Para mí, todas estas cosas son tan propias como los campos de labranza o nuestros montes y fuentes. Son nuestro ser.

    - Acabar con todo esto sería como renegar de nuestro cementerio, de nuestros antepasados quiero decir. La fe también va unida a estas maneras, ¿no es así? Sería renunciar a nuestra fe.

    - No tanto, pero sí son un cauce -aclara el sacerdote.

    - ¿Y con qué otra cauce la sustituiríamos? ¡Buena anda la juventud!

    - Algo habrá que progresar -se atreve a decir un Cargo mozo.

    - Nadie lo niega. Pero progresar no es destruir el pasado. Y creo que algo hemos progresado.

    - Lo que pasa a los jóvenes es que han nacido con el STOP puesto en el empalme de la carretera y con el pie en el acelerador del coche o del tractor, y ya no saben lo que significa ni ¡so! ni ¡arre!

    Ponen fin al refrigerio y a los comentarios, y, dejando allí los símbolos de sus cargos, bajan a la plaza a mezclarse con la alegría de la fiesta, hasta la hora de comer.

    A media tarde, con los alientos renovados por el buen comer y beber, después del toque de la campana, se reinicia la recogida de Cargos. En las casas abrevian la sobremesa.

    La gante va concurriendo a la plaza, los que viven en ella sacan sillas para sentarse en el portal de sus casas, y también llegan los Cargos y el sacerdote con el tambor y la dulzaina. Se va a hacer el cambio de Cargos. El Capitán sale al centro con la bandera; saluda con el sombrero a la concurrencia; bandea, con más o menos garbo, la bandera; se retira y entrega sus atributos al Capitán del próximo año: sombrero con cinta, banda terciada y bastón de mando. El nuevo Capitán toma la bandera, sale al centro, saluda, bandea y se retira. Y así los otros cinco Cargos van entregando su atuendo a los nuevos. Terminada la ceremonia, los doce Cargos y el sacerdote, sonando el tambor y la gaita, van a la iglesia. Allí hacen algún rezo, dejan la bandera y se guarda cada cual sus distintivos para el próximo San Bartolomé. Por este año, han terminado su tarea los Cargos.

    Mientras tanto, en la plaza, con jarras y vasos y con cestas llenas, se va repartiendo a toda la gente el pan y el vino. Buen pan y buen vino que, cada año, obsequian los Cargos nuevos. No hace mucho que se ha comido bien en las casas, pero de este pan y de este vino, mucho o poco, todos comen y beben. Algún niño, distraído de sus padres, experimenta, inexperto, su primera borrachera. Todo un pueblo, comiendo y bebiendo juntos, olvida los roces pasados, y empieza a vivir renovado. Víctor se mezcla con todos, y va brindando particularmente con sus nuevos arrendatarios. Ya tarde vuelve a casa con brillo en los ojos y la lengua zarrapastrosa. Delia se da cuenta de que se ha pasado algo con el vino, y se lo dice. Él le contesta:

    - Si tengo que alternar con los demás...

    - Si es por eso, me alegran tus tragos.

    No vale la pena hablar sobre las descargas de decibelios que los bafles escupen en la plaza, hasta las tantas de la madrugada, a los pies incansables de la gente joven. Ya se sabe lo que son estos bailoteos. Y también se pasa por alto la novedad de las Peñas de la muchachada, que se refugian en casas deshabitadas y a poca luz, para comer, beber, vestirse con zafiedad y aparentar borrachos en su lenguaje, a veces, soez. Ya se imagina.

    Se pasa por alto todo esto, porque viene la vaca.

    Con rito de gaita y Cargos nuevos, como el día anterior, se acude temprano al templo a la misa por los difuntos del pueblo. Poca gente. Puede más el sueño que los muertos. La misa es temprano, porque va a venir la vaca y el día es corto. Luego habrá que esperarla hasta dos horas.

    La Val no exporta figuras del toreo, pero se auto abastece. Todo el pueblo es afición; muchos son sólo buenas piernas, y sólo cinco o seis son los valientes que se enfrentan a la fiera.

    Durante la espera, se sube y se baja por las calles con nerviosismo, tensión e impaciencia, como si anduvieran vestidos de luces con la ropa de diario y las zapatillas bien atadas a los pies. Los responsables de la fiesta se afanan colocando remolques de tractor o barricadas en las bocacalles.

    A lo largo del recorrido del encierro, los que suben dicen que ya ha llegado el camión; los que bajan van a ver. Los mozos salen de la cama: la vaca puede más que el sueño. Los que suben dicen que el camión ya está reculado en la calle estrecha; los que bajan van a ver. La plaza está repleta, esperando en aparente indiferencia; pero cuando, allá donde el recorrido hace esquina, un grupo de muchachos simula una carrera al grito de ¡que viene!, ¡que viene!, la plaza es una desbandada. Se ríe la broma. Los que suben dicen que Tomás el carpintero ya le está aserrando las puntas de los cuernos; los que bajan van a ver.

    Cerciorados los responsables de que todo está en condiciones, se coloca la rampa en la trasera del camión, y salen los mansos: dos bueyes pintados de blanco y negro, con estrepitosas cornamentas y, anunciándose, con esquilones. Hay que enseñarles el recorrido. Las carreras, para algunos, ya son serias. Son mansos, pero tienen cuernos como pararrayos.

    En la plaza empiezan los apretones al trepar a los remolques. Los cabestros, en esta primera subida, estudian la calle, inspeccionan la plaza y el chiquero, y, después de un respiro, se ponen a las órdenes del mayoral, para volver a por la vaca fura. La próxima vez ya será en serio; ponen pie en tierra los de los remolques.

    A lo largo del recorrido la afición toma posiciones en las barricadas o a muchos metros del camión en que está encajonada la vaca, para correr con ventaja. Sólo los valientes y los de buenas piernas se mantienen cerca. Con los mansos como testigos, se levanta la puerta del cajón de la vaca brava y negra.

    La noticia corre más que los pies, y la plaza, a las primeras alarmas, se queda vacía.

    La variopinta gente joven corre embutida por la calle angosta y se expande en la plaza, en busca de refugio. Sólo algunos entran entre las astas de las reses. Los nervios desatan la chillería femenina desde los remolques. La vaca negra, entre los cabestros, busca inquietante.

    Alfredo ya lleva un capote; Elías, una manta; Dativo, otro capote; Silverio se ha quitado el jersey; otros agitan sacos o blusas. La puerta del chiquero está abierta. Alfredo se adelanta y cita con el capote. La vaca se arranca y pasa. Con poco arte, pero logra pasarla. Elías está atento al quite. Repite los pases entre el griterío histérico. Ya está probada. Se encierra y se echa la llave a la fiesta, hasta la tarde. Un crítico taurino le pondría muchos defectos. Para la afición de La Val, la vaca es buena. Y los mansos regresan al camión con el mayoral.

    La gente descabalga de los remolques con comentarios jocosos. Los amigos, que se habían desperdigado, se buscan y se llaman a gritos. La mayoría se va, por instinto, a los bares. Las mujeres, a sus cocinas. Ya no falta mucho para la hora de comer, y casi todas las casas tienen invitados. Los niños corretean por la plaza haciendo de toro unos y de toreros los otros, mientras trituran caramelos. Algunos miran por el ojo de la llavera donde está encerrada la fiesta.

    Se va haciendo la hora, y a comer se encaminan. A los rezagados en el bar, les viene a llamar la niña:

    - Que ha dicho la madre que ya está la comida.

    - Dile que ya voy. Habrá que acudir -dice a la tertulia.

    Y, por un rato, los bares se quedan vacíos, oliendo a cerveza y a tabaco.

    Se van haciendo presentes los pueblos vecinos. Los encargados de la fiesta empiezan a tapar las bocacalles de la plaza. Se retiran las sillas; se llama a los niños. La afición aflora de nuevo. Los remolques se atestan. Por los balcones y ventanas, entre los geranios rojos, nunca se han asomado tantos ojos. Salen los capotes, las mantas y otros trapos. Los desvencijados burladeros rebosan de afición y de miedo. El de la llave se asegura de que todo está en orden. Y la vaca negra sale con rabia a la plaza. Los valientes se refugian tras los trapos que llevan.

    La recibe Alfredo, la toma Elías, la quiebra Silverio. Dativo la atrae para pasarla por dentro del burladero, para gastar a una broma a los que en él se refugian. La gente chilla, aplaude, grita, anima, avisa. A los pocos capotazos, al animal desengañado, se refugia en su mansedumbre y en la querencia.

    Empieza a ser peligroso arrancarle una embestida. Sólo Alfredo, que corre más que la vaca, se mete en su terreno, y lo consigue con riesgo. Los otros, que son ya casados con familia, no quieren revolcones; sólo están por allí atentos al quite. Al final, la vaca terca y Alfredo elástico son los únicos que animan la fiesta, hasta que se acaba.

    Los valientes se ponen de acuerdo. El de los pies como alas la saca del rincón; pasa por detrás y se agarra a la cola. El animal lo busca obcecado, girando como una rueda. Dativo, que tiene más fuerza que la vaca, se una a Alfredo y alarga una mano a un cuerno y la otra, pasándola por encima del cuello del animal, al otro. Los otros acuden también a sujetarla. Rendida, se entrega al puntillero.

    Luego, entre otros también Víctor, apañan la vaca que, al día siguiente, se guisará y todos los del pueblo se comerán en la plaza.

    Los bafles, otra vez, llenarán de decibelios el silencio de la noche, y la muchachada, durante su juerga nocturna, recorrerá varias veces la calle que va de la plaza a su peña y de su peña a la plaza, hasta que amanezca. La hora en que los mayores, terminadas las fiestas, volverán a sus caminos, a sus campos, al pan de sus hijos.

    Con las fiestas se acaba agosto y las vacaciones. Se recogen las casas, se hacen las maletas y se despiden de la familia. Los que se quedan comentan:

    - Otra vez el pueblo vacío, y nosotros aquí solos.

    Los que se van no lo dicen; lo piensan: "también nosotros nos vamos solos". Soledad de los pueblos; soledad de la ciudad. La soledad de ser pocos; la soledad de ser demasiados. Donato hubiera dicho que no importa el número, si se es persona.

    Un pueblo se va haciendo lentamente, a golpe de generaciones, de hechos y de ideas. Vive de la solidaridad tanto como de los chismorreos. Normalmente, el último acontecimiento olvida al anterior, y sólo algunos hechos dejan su huella de agravios o de bondades.


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