La justicia del rey |
En un país muy lejano, hace mucho, mucho tiempo, gobernaba un joven rey con mucha sabiduría. Era querido de todos sus súbditos por su generosidad y justicia.
Nadie de su reino pasaba hambre porque su palacio estaba abierto cada día para servir una copiosa comida a todos los peregrinos, trotamundos e indigentes.
Un día, después de la comida ordinaria, un mensajero del rey les anunció que al día siguiente era el cumpleaños de su majestad, que éste comería con ellos y que al final del espléndido banquete, todos y cada uno recibirían un regalo. Tan sólo se les pedía que subieran a la hora acostumbrada con alguna vasija o recipiente llenos de agua para echarla en el estanque del palacio.
Los comensales estuvieron de acuerdo en que la petición del rey era fácil de cumplir, que era muy justo corresponder a su generosidad y ... si encima les hacía la gracia de un obsequio, mejor que mejor.
Al día siguiente, una larga hilera de mendigos y vagabundos subía hacia el palacio del rey llevando recipientes llenos de agua. Algunos de ellos eran muy grandes, otros más pequeños y alguno había que, confiando en la bondad del rey, subía con las manos libres, sin un vaso de agua...
Al llegar a palacio vaciaron las diversas vasijas en el estanque real, las dejaron cerca de la salida y pasaron donde el rey les aguardaba para comer.
La comida fue espléndida. Todos pudieron satisfacer su apetito. Finalizado el banquete, el rey se despidió de todos ellos. Se quedaron estupefactos, de momento, sin habla, porque esperaban el regalo y éste no llegaría si el rey se marchaba.
Algunos murmuraban, otros perdonaban el olvido del rey que sabían que era justo y alguno estaba contento de no haber subido ni una gota de agua para aquel rey que no cumplía lo que prometía.
Uno tras otro salieron y fueron a recoger sus recipientes. ¡Qué sorpresa se llevaron! Sus vasijas estaban llenas, llenitas de monedas de oro. ¡Qué alegría! los que habían acarreado grandes cubos y ¡qué malestar! los que lo trajeron pequeño o se presentaron con las manos vacías.
Y cuentan los anales del reino que en aquel país no hubo más pobres, porque con las monedas del rey pudieron vivir bien y otros comprarse tierras para trabajar y los que se quedaron sin nada se marcharon para siempre de allí.
Citado por Ll. Carreras y otros. Cómo educar en virtudes. Narcea Ediciones>SUGERENCIAS METODOLÓGICAS
Objetivo.- Aprender a ser generosos y justos en nuestras obligaciones.
Contenidos.-
Primero, ser justos
Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia
en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo
profesional, en las relaciones sociales...
Por Pbro. Dr. Francisco Fernández Carvajal
I. En la Ley de Moisés estaba dispuesto que se cumpliera el
diezmo [1]: se debía entregar la décima parte del producto de los frutos más
corrientes del campo, como los cereales, el vino y el aceite, para el
sostenimiento del Templo. Los fariseos pagaban, además, el diezmo de la
hierbabuena, el eneldo y el comino, plantas aromáticas que se cultivaban en los
jardines de las casas y que servían para condimentar las comidas. Era una equívoca
manifestación de generosidad con Dios, porque a la vez dejaban de cumplir otros
graves mandamientos en relación al prójimo.
Por eso, por su hipocresía, les dirá el Señor: ¡Ay de
vosotros, escribas y fariseos hipócritas! que pagáis el diezmo de la menta,
del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley:
la justicia, la misericordia y la fidelidad. Estas cosas había que hacer, sin
omitir aquéllas [2].
No desprecia el Señor el pago del diezmo por la menta, el
eneldo y el comino, que podría haber sido una verdadera expresión de amor:
como quien regala unas flores a una persona que quiere, o al Señor en el
Sagrario; lo que rechaza Jesucristo es la hipocresía que este falso celo
oculta, pues con ello se justificaban para no cumplir con otros deberes
esenciales: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Los cristianos no
debemos caer jamás en una hipocresía semejante a la de estos fariseos:
nuestras ofrendas voluntarias son gratas a Dios cuando cumplimos con las
obligatorias y necesarias, determinadas por la justicia; esta virtud manda dar a
cada uno lo suyo y se enriquece y perfecciona por la misericordia y la caridad.
Estas cosas había que hacer, sin omitir aquéllas.
La virtud de la justicia se fundamenta en la intocable
dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a
una felicidad eterna. Y si consideramos el respeto que merece todo hombre «a la
luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor
grado esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos por la sangre de
Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y
constituidos herederos de la gloria eterna» [3].
El aprecio a los derechos de las personas comienza por un
ordenamiento justo de las leyes civiles, al que hemos de contribuir los
cristianos, como ciudadanos ejemplares, con todas nuestras fuerzas, comenzando
por aquellas leyes que defienden el derecho a la vida, el primero de los
derechos, desde el mismo instante de la concepción. Pero no basta con esta
contribución, que hemos de hacer siempre en la medida de nuestras
posibilidades, aunque sean pequeñas.
Cada día se nos presentan muchas ocasiones para ser justos
con nuestros semejantes: a la hora de emitir juicios sobre otros -¡con qué
facilidad, con qué frivolidad se falta a veces a la justicia más elemental con
juicios temerarios!-; en las palabras, evitando no sólo la calumnia -la acusación
falsa-, sino también la difamación, la palabrería que propaga los defectos
del prójimo, para disminuir su consideración social, profesional y humana; en
las obras, dando a cada uno lo que es suyo...
¿Cómo podrían ser gratas a Dios nuestras obras si no
tratamos con esmero -de pensamiento, palabra y obra- a nuestros hermanos, por
quienes Jesús dio su vida?
II. Vivir la justicia con el prójimo es mucho más que el
mero no causarle daño, y no basta para cumplirla con lamentarse ante
situaciones de injusticia; quejas y lamentaciones que serán estériles si no se
traducen en más oración y obras para remediar esa situación. Cada cristiano
ha de plantearse cómo vive la justicia en las circunstancias normales de su
vida: en la familia, en el trabajo profesional, en las relaciones sociales...
Vivir la justicia con quienes nos relacionamos habitualmente significa, entre
otros deberes, respetar su derecho a la fama, a la intimidad, a una retribución
económica suficiente... «Estas exigencias no han de limitarse únicamente al
orden económico, como es, por ejemplo, la justicia en sueldos y honorarios; la
vida y la moral cristianas tienen exigencias más amplias. El respeto a la vida,
a la fidelidad, a la verdad, la responsabilidad y la buena preparación, la
laboriosidad y la honestidad, el rechazo de todo fraude, el sentido social e
incluso la generosidad deben inspirar siempre al cristiano en el ejercicio de
sus actividades laborales y profesionales» [4].
También la calumnia, la maledicencia, la murmuración....
constituyen una verdadera y flagrante injusticia, pues «entre los bienes
temporales la buena reputación parece ser el más valioso, y por su pérdida el
hombre queda privado de hacer mucho bien» [5]. El Apóstol Santiago dice de la
lengua que es un mundo entero de maldad [6]: puede servir para alabar a Dios,
para hablar con Él, para comunicarnos..., o puede hacer mucho daño, si no hay
un empeño decidido en no hablar nunca mal de nadie.
No es infrecuente que se falte a la justicia a través de la
palabra. Por eso, el Señor nos pide a los cristianos que sepamos defenderla,
que no nos dejemos guiar por rumores, por juicios precipitados de otras
personas, de algunos medios de comunicación social..., que nunca emitamos un
juicio negativo sobre personas o instituciones -no ser inquisidores y verdugos
de vidas ajenas-. Y, entonces, hemos de procurar poner los medios para estar
bien informados, y, si alguien tiene el deber de juzgar, oyendo a las dos
partes, matizando cuando sea preciso hacerlo y salvando siempre la intención
profunda de las personas, que sólo Dios conoce. Especial responsabilidad tienen
quienes de alguna manera trabajan en los medios de comunicación social o tienen
acceso a ellos, por el gran bien o el mal grave que pueden hacer.
Debemos vivir los deberes de justicia con aquellos que el Señor
nos ha encomendado, dedicándoles tiempo, colaborando en la formación de todos,
tratando con más esmero a aquel que, por enfermedad, edad o por sus condiciones
particulares, más lo necesita. Sabemos bien que no viviría esta virtud, por
ejemplo, el padre o la madre que tuviera tiempo para sus gustos y distracciones,
y no dedicara lo necesario para la educación de los hijos o para aquellas
personas que Dios ha puesto a su cuidado; o quien antepusiera sus gustos y
preferencias personales, de los que con un poco de buena voluntad se puede
prescindir, a las necesidades de los demás.
Somos justos cuando damos a cada uno lo suyo. El empresario,
con la justa retribución de los empleados, de acuerdo con las leyes civiles
justas y con la recta conciencia. No será raro que, a veces, haya de remunerar
por encima del mínimo exigido por la ley, pues pueden darse circunstancias en
las que, cumpliendo lo estrictamente legal, lo establecido, se falte a la
justicia con ese mínimo estipulado: pueden darse despidos legales pero
injustos, salarios de acuerdo con las leyes pero que ofenden la dignidad de las
personas... ; «la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto
de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a
base de sumas y de restas» [7]. Al cristiano le importa, sobre todo, ser justo
ante Dios, y esto le llevará a cumplir más allá de lo meramente establecido
por las leyes, teniendo en cuenta las circunstancias personales y familiares de
quien trabaja a su cargo.
III. La economía tiene sus propias leyes y mecanismos, pero
estas leyes no son suficientes ni supremas, ni esos mecanismos son inamovibles.
El orden económico no debe concebirse -insiste el Magisterio de la Iglesia-
como un orden independiente y soberano, sino que ha de estar sometido a los
principios superiores de la justicia social, que corrijan los defectos y
deficiencias del orden económico y tengan en cuenta la dignidad de la persona
[8].
La justicia social exige también que al trabajador no se le
deje a merced de las leyes de la competencia, como si su trabajo se tratara sólo
de una mercancía [9]; y una de las principales preocupaciones del Estado y de
los empresarios «debe ser ésta: dar trabajo a todos» [10], pues el paro
forzoso es uno de los mayores males de un país y causa de otros muchos en la
persona, en las familias y en la sociedad misma.
Quien trabaja en un taller, en la Universidad, en una
empresa, no viviría la justicia si no cumple con esmero con su tarea, con
competencia profesional, aprovechando el tiempo, cuidando los instrumentos de
trabajo que son propiedad de la fábrica, de la biblioteca, del hospital, del
taller, de la casa en la que se ayuda en las tareas del hogar. Los estudiantes
faltarían a la justicia con la sociedad, con la familia, a veces gravemente, si
no aprovechan ese tiempo dedicado al estudio. De modo general, las
calificaciones académicas obtenidas pueden ser materia de un buen examen de
conciencia. Muchas veces, la poca intensidad en el estudio será la causa de no
ser más tarde buenos profesionales, faltando así a la justicia con la empresa
en la que se trabaja, por carecer de la preparación debida. Son puntos que con
frecuencia deberemos examinar, para vivir delicadamente, delante de Dios y de
los hombres, los deberes hacia el prójimo: la justicia, la misericordia y la
fidelidad en los pactos y promesas.
Pidamos a la Santísima Virgen esa rectitud de conciencia,
para contribuir a hacer de la sociedad en que vivimos un ámbito de convivencia
digno de hijos de Dios.
[1] Lev 27, 30-33; Dt 14, 22
ss.
[2] Mt 23, 23.
[3] JUAN XXIII, Enc. Pacem in
terris, 11-IV-1963, 10.
[4] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instr. Past. Los católicos en la
vida pública, 22-IV-1986, nn. 113-114.
[5] SANTO TOMÁS. Suma Teológica, 2-2, q. 73, a. 2.
[6] Sant 3, 6.
[7] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 168. 8 Cfr.
[8] Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, 15-VI-1931, 37.
[9] JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo re¡ socialis, 30-XII-1987, 34.
[10] IDEM, En el estadio de Morumbi, 3-VII-1980.
Meditación extraída de la serie "Hablar con Dios", Tomo IV, Martes
de la 21ª Semana del Tiempo Ordinario, por Francisco Fernández Carvajal.
Puedes adquirir la colección en
www.edicionespalabra.es
o en www.beityala.com
Actividades.-1. Leer este ejercicio y explicar lo más importante.
2. Entablar un diálogo con los alumnos sobre estas cuestiones:
a) ¿En qué se demostraba la generosidad del rey?
b) ¿Qué les pidió a los comensales para el día de su cumpleaños?
c) ¿Fueron generosos todos los mendigos y vagabundos?
d) ¿En qué podemos ser nosotros generosos?
3. Puesta en común, leyendo algunas respuestas.
®Arturo Ramo García.-Registro de Propiedad Intelectual
de Teruel nº 141, de 29-IX-1999
Plaza Playa de Aro, 3, 1º DO 44002-TERUEL (España)