The Project Gutenberg EBook of Los Hombres de Pro, by D. José M. de Pereda This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.net Title: Los Hombres de Pro Author: D. José M. de Pereda Release Date: February 9, 2005 [EBook #14995] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS HOMBRES DE PRO *** Produced by Stan Goodman, Chuck Greif and the PG Online Distributed Proofreading Team.{i}
Nunca he acertado a leer los libros de Pereda con la impasibilidad crítica con que leo otros libros. Para mí (y pienso que lo mismo sucede a todos los que hemos nacido de peñas al mar), esos libros, antes que juzgados, son sentidos. Son algo tan de nuestra tierra y de nuestra vida, como la brisa de nuestras costas o el maíz de nuestras mieses. Pocas veces un modo de ser provincial ha llegado a traducirse con tanta energía en forma de arte. Porque Pereda, el más montañés de todos los montañeses, identificado con la tierra natal, de la cual no se aparta un punto y de cuyo contacto recibe fuerzas, como el Anteo de la fábula, apacentando sin cesar sus ojos con el espectáculo de esta naturaleza dulcemente melancólica, y descubriendo sagazmente cuanto queda de poético en nuestras costumbres rústicas, ha traído a sus libros la{viii} Montaña entera, no ya con su aspecto exterior, sino con algo más profundo e íntimo, que no se ve, y, sin embargo, penetra el alma; con eso que el autor y sus paisanos llamamos el sabor de la tierruca, encanto misterioso, producidor de eterna saudade en los numerosos hijos de este pueblo cosmopolita, separados de su patria por largo camino de montes y de mares.
Esta recóndita virtud es la primera que todo montañés, aun el más indocto, siente en los libros de Pereda, y por la cual, no sólo los lee y relee, sino que se encariña con la persona del autor, y le considera como de casa. No sé si éste es el triunfo que más puede contentar la vanidad literaria. Sé únicamente que al autor le agrada más que otro alguno; y en verdad que puede andar orgulloso quien ha logrado dar forma artística y, en mi entender, imperecedera, al vago sentimiento de esta nuestra raza septentrional, que con rebosar de poesía, no había encontrado hasta estos últimos tiempos su poeta.
Le encontró al fin, y le reconoció al momento, cuando llegó a sus oídos el eco profundo y melancólico de La Leva y de El fín de una raza, o cuando vió desplegarse a sus ojos, en minucioso lienzo holandés o flamenco, avivado por toques de vigor castellano, el panorama de La{ix} Robla o de La Romería del Carmen, el nocturno solaz de la Hila al amor de los tizones, o el viaje electoral de don Simón de los Peñascales por la tremenda hoz de Potes. Miróse el pueblo montañés en tal espejo, y no sólo vió admirablemente reproducida su propia imagen, sino realzada y transfigurada por obra del arte, y se encontró más poético de lo que nunca había imaginado, y le pareció más hermosa y más rica de armonías y de ocultos tesoros la naturaleza que cariñosamente le envolvía, y aprendió que en sus repuestos valles, y en la casa de su vecino, y en las arenas de su playa, había ignorados dramas, los cuales sólo aguardaban que viniera tan soberano intérprete de la realidad humana a sacarlos a las tablas y exponerlos a la contemplación de la muchedumbre.
Y eso que el artista no adulaba en modo alguno al personaje retratado, ni pretendía haber descubierto ninguna Arcadia ignota; antes consistía gran parte de su fuerza en sacar oro de la escoria y lágrimas del fango, haciendo que por la miseria atravesase un rayo de luz, que descubría en ella joyas ignoradas.
Estos primeros cuadros de Pereda, para mí los más admirables, no son ni los más conocidos de lectores extraños, ni los que {x} más han contribuído a extender su nombre fuera de Cantabria. Sólo así se explica la necia porfía con que, a despecho de los datos cronológicos más evidentes, y cual si se tratase de un principiante recién llegado, insiste el vulgo crítico en emparentarle con escuelas francesas y con autores que aún no habían hecho sus primeras armas cuando ya Pereda había dado la más alta muestra de las suyas.
Pide una especie de lugar común, en todo estudio acerca de Pereda, que se discuta el más o menos de su realismo o naturalismo, tomada esta palabra en su sentido modernísimo. Que Pereda emplea procedimientos naturalistas, es innegable; que se va siempre tras de lo individual y concreto, también es exacto; que enamorado de los detalles, los persigue siempre, y los trata como lo principal de su arte, a la vista está de cualquiera que abra sus libros; que en la descripción y en el diálogo se aventaja más que en la invención y en la composición, es consecuencia forzosa de su temperamento artístico; que no rehuye la pintura de nada verdadero y humano, y, finalmente, que ha vigorizado su lengua con la lengua del pueblo, también es verdad y para honra suya debe decirse. Pero todo esto lo hace Pereda, no por imitación, no por escuela (que en literatura siempre es dañosa), no por se{xi} guir las huellas de tal o cual novelista más o menos soporífero de estos tiempos, que, a buscar Pereda modelos, más nobles los tendría dentro de su propia casa, sino porque ésa es su índole, porque así fué desde sus principios y porque no podría ser otra cosa sin condenarse a la vulgaridad y a la muerte. No es el naturalismo cuestión de doctrina que, con visible exclusivismo y ciega intolerancia, quiera imponerse o proscribirse, sino cuestión individual, genial y, por tanto, relativa.
Unos ven primero lo universal, y buscan luego una forma concreta en que exprimirlo. Otros se van embelesados tras de lo particular, que también, y a su modo, es revelación de lo universal. En los reinos del arte se encuentran todos, y todo es legítimo como sea bello, sin pedantescas excomuniones, sin hablar de ideales que mueren ni de ideales que viven, y sin mezclar a la serena contemplación estética intereses ajenos y de ínfima valía, que sólo sirven para enturbiarla. Yo tengo en mis aficiones más de idealista que de realista; pero ¿cómo he de negar al realismo el derecho de vivir y desarrollarse? Es más: en cierto sentido amplio y generalísimo, soy realista, y todo idealista debe serlo, puesto que lo que él persigue no es otra cosa que la realidad realísima, la verdad ideal, en una palabra, que es la única verdad {xii} que se encuentra en este bajo mundo.
Desde este punto de vista, la poética de los románticos más exaltados era fundamentalmente realista, mucho más realista que el grosero mecanismo que hoy usurpa ese nombre. En aquel célebre prefacio de Alfredo de Vigny sobre la Verdad en el Arte, es cierto que se distingue cuidadosamente esta verdad de la que el autor llama verdad de los hechos, y aun se afirma que en el espíritu humano coexisten, con derecho igual, el amor de lo verdadero y el de lo fabuloso; pero también se enseña (y es enseñanza más fundamental) que la verdad artística es la única que nos revela el oculto encadenamiento y la lógica relación de los hechos, la única que conduce a la formación de grupos y series, haciéndonos ver cada hecho como parte de un todo orgánico. De donde infería aquel ilustre heraldo del romanticismo, y con frase elocuente declaraba, que la verdad artística no era otra cosa que el conjunto ideal de las principales formas de la naturaleza, una especie de tinta luminosa que comprende sus más vivos colores, una manera de bálsamo, de elixir o de quintaesencia extraída de los jugos mejores de la realidad, una perfecta armonía de sus sonidos más melodiosos.
¿Entendía con esto Alfredo de Vigny, a quien tomo (y en tal concepto le tiene todo {xiii} el mundo) como uno de los ingenios más radicalmente idealistas que han existido; entendía, digo, prescindir del estudio de la realidad, o más bien la daba como supuesto y condición obligada de todo arte digno de tal nombre? ¿Quién dudará que este último era su pensamiento, cuando le vea imponer, ante todo, al artista dramático el estudio profundo de la verdad histórica de cada siglo, así en el conjunto como en los detalles?
Adviértase que he escogido de intento el testimonio de uno de los románticos más intransigentes, para que se vea cómo no existe y debe tenerse por un fantasma, creado por las necesidades de la polémica, ese idealismo enemigo de la verdad humana, del cual triunfan tan fácilmente los críticos naturalistas, como triunfaba el ingenioso hidalgo de los cueros que encontró en la venta. No hay en el mundo escuela alguna poética, ni de otro ningún género de arte, que se haya atrevido nunca a cargar con el sambenito de proclamar como dogma el desprecio del mundo objetivo, o exterior, o real, o como quiera llamarse. Lo convencional, lo falso, lo amanerado no es doctrina de ninguna escuela, sino práctica funesta y viciosa de muchos artistas, que pueden caer en ella hasta por el camino del naturalismo.
La cuestión, evidentemente, no está {xiv} puesta ni puede ponerse entre la0 verdad de un lado y la falsedad de otro. Nadie que esté en su juicio puede declararse idealista, si el idealismo consiste en sustituir las quimeras y alucinaciones a las sanas y robustas realidades de la vida.
De aquí que muchos, con reprensible ligereza, hayan creído salir del paso negando que tal cuestión exista, y que realismo e idealismo sean escuelas verdaderamente antitéticas, puesto que todo productor de obras vivideras toma del natural sus elementos. A lo cual todavía puede añadirse que, formulada en esos términos la cuestión, envuelve una verdadera logomaquia, a lo menos para las gentes, todavía muy numerosas, que creemos en alguna metafísica, y afirmamos la existencia de algo superior a lo fenomenal, relativo y transitorio. Admitido el mundo de las ideas, no hay sino declarar que todo es a un tiempo real e ideal, según se mire, sin que para esto sea preciso ahondar mucho en el sistema de Platón ni en el de Hegel.
Pero tal solución, en fuerza de ser sencilla y de ser generalísima, es nula, porque borra todas las diferencias históricas, merced a las cuales viven cabalmente y medran, siendo igualmente necesarios para el progreso del arte el llamado idealismo y el llamado naturalismo o realismo.
Por sabido se calla que este realismo no {xv} es la misma cosa que en las escuelas de filosofía se llama así, y que es precisamente el sistema más idealista de todos. No se dice, pues, realismo en contraposición a nominalismo. El arte que hoy llamamos realista, es precisamente un arte nominalista o fenomenalista, si vale la frase; en una palabra, un arte experimental. Entiéndase, pues, que la palabra realidad se toma aquí en su acepción vulgar de realidad del hecho. Luego veremos si en algún caso puede, aun dentro de la ortodoxia de la escuela, detenerse en los hechos el arte.
Disputan algunos si hay o no verdadera diferencia entre los términos realismo y naturalismo. El primero parece más comprensivo; pero el segundo lleva hoy consigo un carácter de literatura militante, y aun de motín demagógico, que exige establecer algún matiz entre ambos vocablos, por mucho que los identifique su origen, ya que en lo real entra la naturaleza y en ella el espíritu humano con cuanto crea y concibe. Pero es evidente que en el uso común, y aun en el de las gentes doctas, una cosa es el realismo de Cervantes, de Shakespeare y de Velázquez, y otra muy diversa el naturalismo francés, que reconociendo por patriarca y maestro al gran Balzac (verdadero realista de los de la primera clase, y que probablemente renegaría de los que se dan por descendientes {xvi} suyos, si hoy viviera), se autoriza luego con los nombres de Flaubert, de los Goncourt, de Zola y de otros que pudiéramos llamar minora sidera.
A decir verdad, el calificativo de naturalistas, aplicado a la mayor parte de estos escritores, no tiene explicación plausible, sobre todo si se los estudia en el conjunto de sus obras. Por otra parte, muchos de ellos, aun aplicando los procedimientos naturalistas, eran casi idealistas en teoría, apareciendo sus principios y aficiones estéticas en abierta contradicción con sus obras. Puede llamarse novela naturalista a Madame Bovary; pero no cabe duda de que Flaubert vivió y murió romántico impenitente, y nadie negará, por de contado, que La Tentación de San Antonio es obra de un desenfrenado idealismo, y que Salambó pinta un mundo tan convencional y tan falso como el de cualquiera otra de las novelas con pretensión de históricas. De la misma manera, sin negar que Germinia Lacerteux caiga bajo la jurisdicción de la escuela realista, puede dudarse y aun negarse que la supersticiosa y enfermiza adoración que los Goncourt profesan al color (la cual idolatría, ya por sí sola, constituye un verdadero elemento idealista), encaje plenamente en la ortodoxia de los principios sostenidos con tanto aparato por Zola en sus libros de crítica. En {xvii} cuanto a Daudet, los mismos naturalistas no le cuentan entre los suyos sino con muchas atenuaciones y distingos, teniéndole más bien por un aliado útil que por un partidario fervoroso. Y realmente, en los libros de Daudet no faltan figuras de convención, ni deja de respirarse cierta atmósfera poética, que los intransigentes de la escuela condenan con los nombres de romanticismo y lirismo. De todo lo cual resulta que el único naturalista acérrimo y consecuente es Emilio Zola, puesto que sus discípulos apenas merecen ser nombrados. A la doctrina profesada y practicada en libros interminables por el prolífico autor de los Rougon-Macquart es, pues, a lo que se llama hoy en Francia y en otras partes (donde los libros y las clasificaciones de los franceses influyen más de lo que fuera justo) escuela naturalista. Aceptemos el nombre, y distingámosle del eterno y vastísimo realismo, del cual ese reducido grupo de novelas (no todas ellas obras maestras ni muchísimo menos) no es más que una de tantas manifestaciones históricas. Todo naturalista es realista, si se mantiene fiel a los preceptos de su escuela; pero no todo realista es naturalista. Y así, v. gr., tratando de Pereda, todos dirán unánimes que es realista; pero muchos negarán, y yo con ellos, que deba contársele entre los naturalistas, por más {xviii} que algunos de sus procedimientos de trabajo se asemejen a los que emplea y preconiza la novísima escuela.
Los dogmas de esta escuela andan escritos en muchos libros, conforme a la costumbre moderna de escribir cada poeta y cada novelista su propia poética. Así, verbigracia, Zola, en cinco o seis libros sucesivos de crítica (entre los cuales los que importan más para el caso son Le Roman Experimental y Les Romanciers Naturalistes), ha aplicado sus principios a la novela y al teatro. Y entre nosotros los ha expuesto recientemente, y aun defendido hasta cierto punto, una ingeniosísima escritora gallega, mujer de muy brioso entendimiento y de varia y sólida ciencia, bastante superior a la del maestro Zola, hombre inculto y de pocas letras, como sus libros preceptivos lo declaran.
Esta falta de cultura literaria y filosófica que en Zola se advierte, y de que tanto provecho han sacado sus adversarios, sin llegar por eso a obscurecer la genial perspicacia con que juzga de las obras en particular, explica la flaqueza de sus teorías, los pésimos argumentos con que las explana y defiende, el aparato con que presenta como descubrimientos y novedades las máximas de crítica más triviales y manoseadas, y las fórmulas absurdas que da a algunos pensamientos, por otra parte muy {xix} razonables. ¿Quién no ha de sonreírse del candor mezclado de soberbia con que confunde a cada paso los términos de la ciencia y los del arte? ¿Quién podrá sufrir que, por todo sistema de estética, se nos dé un trozo de la Introducción de Claudio Bernard al estudio de la medicina experimental? ¿Ni cómo llevar con paciencia el que unas veces se asimile el arte con una estadística y otras con una clínica, y se le dé, por única misión, el recoger y coordinar documentos humanos?
Todo esto es, a la verdad, inaudito, y el aplauso y la boga que tales libros alcanzan en una nación tan civilizada como Francia, indican bien claro cuán aceleradamente van retrogradando los estudios estéticos, que parecían llamados a tan gloriosos destinos después del impulso que les imprimió la mano titánica de Hegel.
El que recorra atentamente esos libros de Zola, advertirá, sin duda, cuán vagas y confusas nociones tiene el autor de lo que debe entenderse por verdad humana, y qué concepción tan torcida del arte es la que se ha formado. Entendidos ambos conceptos en el sentido groserísimo en que él los entiende, ni sus novelas, ni otras algunas, tendrían razón de existir. En la misma noción del arte va envuelta la del ideal, siendo la una inseparable de la otra. El mismo Zola viene a reconocer {x} lo así, aunque con una frase de crudo materialismo, cuando declara que el arte no viene a ser otra cosa que la naturaleza vista a través del temperamento del artista; es decir, modificada por eso que Zola llama temperamento. Pues bien: esa modificación que el artista más apegado a lo real hace sufrir a los objetos exteriores, por medio de los dos procedimientos que llamaré de intensidad y de extensión, arranca de la realidad material esos objetos, y les imprime el sello de otra realidad más alta, de otra verdad más profunda; en una palabra, los vuelve a crear, los idealiza. De donde se deduce que el idealismo es tan racional, tan real, tan lógico y tan indestructible como el realismo, puesto que uno y otro van encerrados en el concepto de la forma artística, la cual no es otra cosa que una interpretación (ideal como toda interpretación) de la verdad oculta bajo las formas reales. Merced a esta verdad interior, que el arte extrae y quintesencia, todos los elementos de la realidad se transforman como tocados por una vara mágica, y hasta los personajes que en la vida real parecerían más insignificantes, se engrandecen al pasar al arte, y por la concentración de sus rasgos esenciales adquieren un valor de tipos (que es como adquirir carta de nobleza en la república de las letras); y sin dejar de ser indi{xxi} viduos, rara vez dejan de tener algo de simbólico. Y es que los ojos del artista en algo han de distinguirse de los del hombre vulgar, y su distinción consiste en ver, como entre sombras y figuras, lo mismo que el filósofo alcanza por procedimientos discursivos; es decir, la medula de las cosas, y lo más esencial y recóndito de ellas. De donde procede que los grandes personajes creados por el arte (que a su manera es creación, y perdonen Zola y sus secuaces) tienen una vida mucho más palpitante y densa que la mayor parte de los seres pálidos y borrosos que vemos por el mundo.
Pero todo esto lo consigue el arte por medio de sus procedimientos, radicalmente contrarios a los de la ciencia, con la cual nunca puede confundirse sino en un término supremo, que no ha de buscarse ciertamente en los métodos experimentales, sino en la cima de la especulación ontológica, en aquella cumbre sagrada donde la verdad y la belleza son una misma cosa, aunque racionalmente todavía se distingan.
Pero acá, en este bajo mundo, una cosa es el artista y otra cosa el filósofo, y con mucha más razón una cosa es el artista y otra el autor de trabajos estadísticos, demográficos y sanitarios. En este punto, el fanatismo de escuela mal entendida y peor profesada ha llevado a los naturalistas {xxii} franceses a las más risibles exageraciones. Zola construye el árbol genealógico de su familia favorita, y explica en una larga serie de tomos el desarrollo de una neurosis en los individuos de esa familia, y las formas que sucesivamente afecta el mal. Y así, por este orden, y con gran lujo de exactitud y de pormenores.
Todo este aparato científico, o más bien pedantesco, debe de ser sólo ad terrorem (puesto que no nos consta que de tales lucubraciones novelísticas haya sacado fruto alguno la ciencia, ni siquiera que los autores de esas novelas estén muy en disposición de entender y aprovechar datos y documentos que pretenden recoger); pero, sea lo que fuere, envuelve una tendencia docente y utilitaria, que a todo trance importa combatir y desarraigar, como dañosa por igual modo a la ciencia y al arte, y engendradora de libros tan soporíferos como inútiles. Ya Flaubert (que no era, lo repito, naturalista más que a medias) dió el perniciosísimo ejemplo (en Bouvard y Pecuchet) de hacer leer a sus personajes buen número de libros, y copiar largos trozos de ellos. Por fortuna, no dió a su obra todas las proporciones que al principio había pensado; pero no faltará algún naturalista fervoroso que copie al pie de la letra la Biblia, o la Suma de Santo Tomás, o el Código penal, si a algún perso{xxiii} naje de la novela se le ocurre leer cualquiera de estas cosas.
Esta verdad grosera, esta acumulación de fárrago incongruente, unida a otro dogma de la escuela, es a saber, al desprecio profundo por todo lo que huela a acción y a complicación de interés, va haciendo tan fatigosa la lectura de novelas, que, dentro de poco, y como las cosas continúen así, no van a tener razón de ser los antiguos clamores de los moralistas contra este género literario, puesto que más difícil se va haciendo la lectura de una novela (aun para gente avezada a lecturas largas y áridas) que la de un censo de población o la de unas tablas de logaritmos.
Es verdad que, temerosos de este daño, han procurado con excesiva frecuencia Zola y los suyos cargar sus novelas de especias picantes, que estimulen los paladares estragados. Y es triste decirlo, pero necesario. Las únicas novelas de Zola que han alcanzado verdadero éxito de librería, así en Francia como en España, son las que, más o menos, están cargadas de escenas libidinosas. Si exceptuamos Nana, Pot-Bouille y el Assommoir, todas las demás novelas de la serie de los Rougon duermen el sueño de los justos en los estantes de los libreros de acá y de allá.
Todo esto prueba, sin duda, lo soez y bestial del gusto del público; pero prueba {xxiv} también otra cosa peor; es, a saber: el poco o ningún respeto que los artistas tienen a la dignidad de su arte y la facilidad con que se dejan corromper y prostituir por su público. Yo no entraré en la escabrosísima cuestión ética de si puede o no tenerse por cosa inmoral la representación artística de vicios y torpezas hediondas, cuando esto se hace, no con el fin de enaltecerlos, sino con el de clavarlos en la picota. La intención social del autor puede ser sanísima, y de esto no disputo. El efecto que hagan en el lector tales pinturas será un efecto individual y distinto, según la variedad de condiciones, temperamentos y edades. Pero sea lo que quiera del resultado ético de tales novelas, y aunque se diga, quizá con razón, que, más que a malos pensamientos, provocan a asco, siempre será verdad que el género es detestable, no ya por inmoral, sino por feo, repugnante, tabernario y extraño a toda cultura, así mundana como estética.
Cuando se hacen cargos a los naturalistas por tales obras, responden siempre que el naturalismo no es eso; y tienen razón, sin duda, y es una verdadera necedad de críticos adocenados el estribillo opuesto. Pero no es menos verdad que si la doctrina naturalista nada tiene que ver con semejantes horrores, la práctica de los naturalistas, lejos de rehuírlos, los busca con {xxv} fruición, habiéndose llegado a crear dentro de la escuela una especie de derecho consuetudinario que los autoriza y recomienda, y que hace creer a los mentecatos que la novela naturalista ha de ser forzosamente un arte de mancebía, de letrina y de presidio, como si sólo de tales lugares se compusiese esta inmensa variedad de la naturaleza y de la vida.
En obsequio a la verdad, debe decirse que algo más que esto hay en la obra del mismo Zola, aunque mucho menos rica, interesante y variada que la inmortal Comedia Humana de Balzac. Por otra parte, aun en sus obras más licenciosas de expresión, sería verdadero ultraje (en que yo, como adversario leal, no quiero incurrir) confundir al autor de Nana con otros inmundos escritorzuelos franceses, fabricantes de novelas afrodisíacas, cuyos títulos no deben manchar el papel.
Harto tiene Zola con otros pecados más graves aún, por referirse a tendencias sistemáticas y extrañas al arte, cuya integridad corrompen, falseando la representación de la vida humana, que el autor dice proponerse como único objetivo. Salta a la vista de todo el que haya recorrido sus libros, que el patriarca de la nueva escuela, sectario fanático, no ya del positivismo científico, sino de cierto materialismo de brocha gorda, del cual se deduce, como {xxvi} forzoso corolario, el determinismo, o sea la negación pura y simple de la libertad humana, restringe deliberadamente su observación (y aun de ello se jacta) al campo de los instintos y de los impulsos inferiores de nuestra naturaleza, aspirando en todas ocasiones a poner de resalto la parte irracional, o, como él dice, la bestia humana. De donde resulta el que haga moverse a sus personajes como máquinas o como víctimas fatales de dolencias hereditarias y de crisis nerviosas, con lo cual, además de decapitarse al ser humano, se aniquila todo el interés dramático de la novela, que sólo puede resultar del conflicto de dos voluntades libres o de la lucha entre la libertad y la pasión.
Nace de aquí el escasísimo interés que la mayor parte de estas novelas despiertan y el tedio que a la larga causan, como que carecen, en realidad, de principio y de fin, y de medio también, reduciéndose a una serie de escenas mejor o peor engarzadas, pero siempre de observación externa y superficial, siendo para el autor un arca cerrada el mundo de los misterios psicológicos, ya que fuera demasiada indulgencia aplicar tal nombre a los actos ciegos y bestiales de individuos en quienes la estupidez ingénita o los hábitos viciosos, llegados a la extrema depravación, han borrado casi del todo el carácter de seres racionales.{xxvii}
Mucho parece que nos vamos alejando de Pereda, y, sin embargo, esta que parece digresión, era de todo punto necesaria para entender cómo Pereda, que tiene a gala el ser realista, ha rechazado con indignación en varios prólogos suyos toda complicidad con los naturalistas franceses. Pero si del naturalismo se separa todo lo que contiene de elementos positivistas y fatalistas, y se separa también la protesta y reacción violenta contra el idealismo mujeril y enteco de los Feuillet y de otros novelistas de salón, a quienes Zola (y también Pereda) parece tener entre ceja y ceja, lo único que queda de él es una afirmación realista incompleta y una técnica minuciosa y detallista, que Pereda no puede condenar, puesto que la practica él mismo.
Y, sin embargo, Pereda hace bien en no llamarse, ni querer que le llamen, naturalista, no sólo porque él es realista a la buena de Dios y reduce toda su estética a la proposición de sentido común de que el arte es la verdad, sino porque cuando él empezó a escribir sus Escenas Montañesas, coleccionadas ya en 1864, ni existía el naturalismo como escuela artística, ni tal nombre se había pronunciado en España, ni estaban siquiera escritas la mayor parte de las obras capitales del género, en el cual yo no incluyo, sino con grandes li{xxviii} mitaciones, las de Balzac, ni muchísimo menos los caprichos psicológicos de Stendhal, que ni en su tiempo, ni ahora ni nunca, han podido formar escuela, ni tienen cosa alguna que ver con las novelas de Zola, por más que éste, en su afán de buscar progenitores, le incluye entre los suyos, con evidente falta de sentido crítico.
Pereda, pues, cuando en época ya muy lejana (hacia 1859) empezó a publicar sus cuadros de costumbres en La Abeja Montañesa, de Santander, no conocía ni aun de oídas a Flaubert, y no podía adivinar a Zola, que no había escrito, probablemente, ni una línea de sus obras. De donde resulta que, si a toda costa se quiere alistar a Pereda entre los naturalistas, habrá que declararle un naturalista profético y darle por antigüedad el decanato de la escuela.
La verdad es que Pereda, ni entonces ni ahora, hizo otra cosa que seguir los impulsos de su peculiarísima complexión literaria, ni se mostró jamás ansioso de teorías y novedades, ni reconoció nunca otros maestros que la hermosa naturaleza que tenía enfrente y el estudio de nuestros clásicos, de quienes heredó, sin afectación de arcaísmo, el buen sabor de su prosa, tan castiza y tan serrana. Y tan cierto es esto, que casi me da vergüenza haberme detenido (siguiendo la corriente) en hablar tanto de literatura extranjera, cuando me pro{xxix} pongo hacer el debido encomio de uno de los escritores más españoles que han florecido en el presente siglo. ¿Quién sabe si dentro de cincuenta años todas estas discusiones de naturalismo y realismo parecerán tan anticuadas e impertinentes como la antigua cuestión de clásicos y románticos? ¿Quién sabe si entonces sus mismos admiradores de hoy se acordarán de Zola ni de los Goncourt, y que, si se acuerdan, dejarán de convenir con nosotros en que tales autores y tales libros, como todo lo que es exagerado, monstruoso o violento, compraron, a costa de las esperanzas de la inmortalidad, la boga pasajera del escándalo? ¿Quién sabe si en las apologías que han hecho de tan pobre doctrina ingenios españoles muy dignos de profesar otra más elevada, no ha entrado por mucho el anhelo de la singularidad, el odio a los lugares comunes y a las opiniones recibidas? ¿Cómo se comprendería si no que tan de buen grado hubieran abierto las puertas a una doctrina tan anticuada y vulgar como la de la imitación de la naturaleza, retrogradando hasta el abate Batteux y su sistema de las Bellas Artes reducidas a un principio, como si tal principio pudiera aplicarse, aun con esfuerzos singulares de ingenio, a la música y a la arquitectura y a la poesía lírica, y como si no quedasen también fuera de ese círculo {xxx} vil todas las grandes concepciones teogónicas y mitológicas, de las cuales vive la poesía épica, todas las grandes construcciones del arte simbólico, todas las maravillas de la escultura y de la tragedia atenienses, artes ideales por excelencia, y con ellas la comedia fantástica o aristofánica, y todo el mundo encantado de los antojos humorísticos de Rabelais, de Quevedo, de Swift, de Sterne, de Juan Pablo, que acaban por anular la realidad exterior, reprimiéndola o exaltándola, hasta reducirla a un capricho imaginativo, en el cual se desborda sin diques la personalidad omnipotente del poeta? ¿Será malo todo esto porque es idealismo? ¿O habremos más bien de confesar que es endeble y raquítica una teoría que procede como si en el mundo no existieran ni hubieran existido más artes que el drama burgués y la novela de costumbres domésticas y prosaicas, y como si no vivieran en el alma humana (pese a quien pese) mil anhelos de belleza ideal, hambrientos e insaciables, que jamás encontrarán su satisfacción en la pintura, por muy perfecta que la supongamos, de un lavadero, de una taberna o de un mercado? ¿Qué estética es ésa, dentro de la cual no son posibles ni Fidias, ni Sófocles, ni Dante? ¡Sobre qué cabezas van a parar los anatemas anti-idealistas!
Verdad es que llegado el caso, y a true{xxxi} que de aumentar con nombres ilustres el catálogo de los suyos, no se paran en barras los naturalistas de acá ni los de allá, llegando a enumerar en el recuento de sus huestes (que debían componerse sólo de fieles observadores de la realidad) a los humoristas más excéntricos y personales, sólo porque descubren en ellos groserías y pormenores crudos, como si nada de esto tuviera que ver con el punto de la dificultad, y como si no fuera cosa muy hacedera ser a un tiempo grosero e idealista. Y no reparan que si en el mundo no hay Amadises, tampoco hay Gargantúas ni Pantagrueles, porque las caricaturas gigantescas no son más que idealizaciones sui generis, siendo bajo este aspecto tan ideal un Sueño de Quevedo como una tragedia de Esquilo o unos tercetos de Dante. A nadie se le persuadirá que don Francisco de Quevedo, que era en prosa y en verso un poeta lírico antes que todo, idealizador de lo feo, como quien miraba la miseria con vidrios de aumento, hizo la figura de ningún avaro real ni posible en su Licenciado Cabra. El Euclion de Plauto o el Harpagon de Molière, tipos abstractos, creados para demostrar una máxima ética, están, con todo eso, más cerca de la vida que el personaje quevedesco, lo cual no quita nada a la excelencia de este último; antes, a mi entender, la aumenta.{xxxii}
Casi parece una perogrullada decir que por el camino idealista se pueden hacer obras maestras; pero tal es la intolerancia de la crítica al uso, que nos obliga a reforzar esa verdad tan obvia. Es más: a quien nació idealista, es decir, con un exceso de vida espiritual propia, que tiñe con sus matices el espectáculo de lo real, será siempre en vano predicarle que tome por otra senda, como será no menos imposible empeño apartar de la suya al que, escaso de facultades imaginativas, ve las cosas como son, y les aplica el menor grado de transformación artística posible.
Todo lo que va escrito (y que por lo mismo que es tan verdadero, es poco nuevo), servirá, entre otras cosas, para que los abogados oficiosos del naturalismo me apliquen de fijo los blandos calificativos de ignorante y aun de idiota con que suelen favorecer a todos los que no confiesan paladinamente que, desde el padre Homero hasta nuestros días, no se ha producido cosa más perfecta y admirable que La Faute de l'abbé Mouret o cualquier otro mamotreto por el estilo. Pero yo, que tengo mejor idea del gusto de esos señores que el que ellos tienen de los críticos idealistas, y sé, por otra parte, que esa alharaca no ha de durar arriba de una docena de años, para entonces los emplazo (si es que para entonces vivimos), apelando de su {xxxiii} juicio de hoy al de aquel día venidero. Y vamos andando.
Lo que importa dejar consignado es que si Pereda no debe ser tenido por naturalista en el sentido francés de la palabra, quizá la principal razón de esto sea su propia naturalidad y el sano temple de su espíritu. Porque lo cierto es que no conozco escritores menos naturales y más artificiosos que los que hoy pretenden copiar exclusiva y fielmente la naturaleza. Todo es en ellos bizantinismo, todo artificios de decadencia y afeites de vieja, todo intemperancias coloristas y estremecimientos nerviosos en la frase. Si ese estilo es natural, mucho debe de haber cambiado la naturaleza al pasar por los boulevards de París. A la vista salta que la naturaleza y la realidad no son en el sistema de Zola y sus discípulos más que un par de testaferros, tras de los cuales se oculta un romanticismo enfermizo, caduco y de mala ley, donde, por sibaritismo de estilo, se rehuye la expresión natural, que suele ser noble, y se persigue con pésima delectación y artificio visible la expresión más violenta y torcida, por imaginar los autores que tiene más color. ¡Y cuánto suelen engañarse!
Precisamente uno de los méritos más señalados que para mí tiene Pereda, consiste en haber huído de esa búsqueda malsana. Por eso, sin duda, le han llamado algunos{xxxiv} naturalista de la naturaleza. Y tienen razón, si esto se entiende como en oposición a naturalista de escuela.
Bajo dos aspectos principales puede y debe considerarse a Pereda: como autor de artículos o cuadros sueltos de costumbres, y como novelista. La segunda manera es una evolución natural de la primera, o más bien no es otra cosa que la primera ampliada.
No hay género más difícil que el de costumbres, ni otro ninguno tampoco a que con más audacia se lleguen todos los aventureros y escaramuzadores de la república de las letras. Aun en los críticos reina extraña confusión sobre la índole y límites de este modo de escribir, relativamente moderno. Y no porque hayan escaseado los pintores de costumbres desde los tiempos de la comedia griega hasta nuestros días, sino porque la descripción de tipos y paisajes no era en ellos el principal asunto, apareciendo sólo como accesorio de una fábula dramática o novelesca. Así, en España, no son, hablando con todo rigor, cuadros de costumbres, ni las insuperables escenas de la Celestina y sus continuaciones, ni las mismas novelas picarescas, aunque suelen no tener más acción que la que les presta la vida del héroe. Sólo Cervantes, en Rinconete y Cortadillo, dió el primero y hasta ahora no igualado modelo {xxxv} de cuadro de costumbres. Allí la acción es poca o nula, y todo el exquisito primor de aquel rasgo se cifra en la acabada y realista pintura de los héroes de la cofradía de Monipodio. Desde Cervantes existe, pues, el cuadro de costumbres, con jurisdicción independiente de la novela y con formas variadísimas. A veces conserva un resto de acción, no más que la suficiente para mover los personajes; otras acude a invenciones fantástico-alegóricas; otras se limita a describir con cuatro indelebles rasgos un carácter. En este sentido, La Bruyère es un grande escritor de costumbres, aunque no hiciese verdaderos cuadros.
En España fue cultivado este género más o menos incidentalmente por Quevedo (prescindo de la finalidad política de algunos de los Sueños); por Liñán y Verdugo en su Guía y aviso de forasteros (obra donosísima, que me duele ver olvidada en las reimpresiones que nuestros modernos bibliófilos hacen de los libros antiguos); por Luis Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo, y por Baltasar Gracián en muchas partes de su Criticón, donde anda mucho oro de ley mezclado con escorias infinitas. Pero más de propósito describieron tipos y costumbres Salas Barbadillo (feliz imitador de Cervantes, hasta beberle los alientos) en varias obras suyas, especialmente en El Curioso y Sabio Alejandro; don Juan{xxxvi} de Zavaleta en su Dia de fiesta, más encomiado en nuestros días que lo que merece su estilo afectado y tétrico, apenas realzado sino por dotes de observación superficial, y Francisco Santos, que en su Día y noche de Madrid todavía se muestra más culterano y enigmático que su modelo.
La pintura de costumbres, que pareció morir en el siglo pasado con don Diego de Torres, imitador poco dichoso del inimitable Quevedo, y con don Ramón de la Cruz, cuyos sainetes son, por la mayor parte, cuadros en diálogo (¡tal es la sencillez de su fábula!), hase renovado en la edad presente con brillo no pequeño, aunándose a las veces el influjo de extranjeros modelos con la tradición castiza. Así, don José Somoza, amigo de Quintana, y uno de los últimos escritores de la gloriosa escuela salmantina, pero libre de los pecados de afectación, que en los poetas líricos a veces la desdoran, mostró en sus cortos y delicados bosquejos alguna reminiscencia de los humoristas ingleses (principalmente de Sterne), unida a exquisita sobriedad de estilo y a un sentimiento que no degenera en sensiblería. Así, el ejemplo del hoy tan olvidado Jouy en L'Ermite de la Chausée d'Antin, fué despertador para que Mesonero Romanos comenzara su Panorama Matritense, a {xxxvii} pesar de lo cual su obra es muy española en pensamiento y aun en estilo, sin que falten cuadros, como el de Madre Claudia, donde la inspiración está directamente bebida en nuestros clásicos del siglo, XVI. Muy superior a Mesonero en la pureza, abundancia y gallardía de la lengua, objeto para él de fervoroso culto, y superior también en facultades descriptivas y en intensidad y viveza de rasgos típicos, se mostró don Serafín Estébanez Calderón (El Solitario), uno de los escritores más castellanos de estos tiempos, si no en la elección de cada palabra, a lo menos en el giro y rodar de la frase; cosa que vale mucho más y es harto más rara, como discretamente ha hecho notar el moderno y elocuente panegirista de las Escenas andaluzas, libro para el cual la posteridad ha llegado muy tarde, como si las aficiones arcaicas del bibliófilo Estébanez hubiesen levantado un muro entre el escritor y su público, que sólo a medias podía disfrutar de aquel primoroso engarce y taracea de piedrezuelas antiguas de las fábricas de Hurtado de Mendoza y de Quevedo; labor sabia y paciente más digna de admiración que de ser propuesta por modelo.
No sabía tanto la hija de Böhl de Fáber; pero así en los que llama cuadros de costumbres, como en muchas de sus novelas, donde la acción es escasa y los personajes {xxxviii} y las escenas de familia lo son todo, rayó tan alto como el que más en este linaje de escritos, aunque no estaba inmune de cierto sentimentalismo a la alemana o a la inglesa, enteramente extraño a la índole de las escenas que describe, ni tampoco se libraba del inmoderado afán de declamar a todo propósito, y de interrumpir sus mejores cuentos con inoportunos si bien encaminados sermones. Gran cosa es el espíritu moral y la pureza de ideas; pero no ha de mostrarlos el novelista por su cuenta y disertando (como no sea en alguna breve sentencia), sino infundirlos calladamente en el total de la composición y hacerla religiosa y moral, sin que la moral se anuncie ni inculque en cada página.
Así y todo, aun los más prevenidos contra aquella índole literaria tan angelical y tan simpática, ante quien toda crítica enmudece, no podrán menos de reconocer a la insigne dama andaluza, autora de Clemencia y de La Gaviota, el mérito supremo de haber creado la novela moderna de costumbres españolas, la novela de sabor local, siendo en este concepto discípulos suyos cuantos hoy la cultivan, y entre ellos Pereda, que afín además por sus ideas con las de Fernán Caballero, se ha gloriado siempre de semejante filiación intelectual.
Nótase, pues, en los primeros cuadros de Pereda (salvas radicales diferencias de {xxxix} temperamento, que pueden reducirse a la sencilla fórmula de «más vigor y menos ternura») la influencia de Fernán Caballero, y nótase también la de otro discípulo suyo (vecino de la Montaña por su nacimiento), el cual, con cierta candidez de estilo, que al principio pareció graciosa y luego se convirtió en manera, vino a exagerar el optimismo de la célebre escritora, empeñado en ver las costumbres populares sólo por su aspecto ideal y poético. Malos vientos corren hoy para esa literatura patriarcal; pero aun conserva Trueba su público infantil, y además, ¿quién se atreverá a negar en todo el ámbito de las Provincias Vascongadas la exactitud de sus pinturas, que nos muestran allí un terrestre paraíso?
Trueba, que por los años de 1864 se hallaba en el apogeo de su fama, fué el encargado de hacer el prólogo de las Escenas Montañesas; tarea que llevó a cabo con buena voluntad, sin duda, a pesar de la muy poca que él (como buen encartado) tiene a los montañeses, y aun con cierto entusiasmo por la persona del autor; todo lo cual debe constar aquí en honra y alabanza del prologuista, a lo menos para que los paisanos de Pereda le perdonemos de buen grado aquellas variaciones sentimentales sobre las vulgarísimas mujeres (vulgo pasiegas) que hacen granjería con el{xl} néctar de sus pechos, y sobre los mendigos (montañeses, por supuesto) que explotan el carácter hospitalario y caritativo del pueblo vascongado. ¡Y luego nos concede como por misericordia que formamos parte de la heroica Cantabria, aunque de fijo fuimos los sometidos! Que se lo cuente a sus paisanos los Autrigones, eternos aliados de los Romanos, a quienes azuzaban contra nosotros.
Pero dejando para mejor ocasión a las pasiegas y a los Autrigones, y aun al hospitalario pueblo vascongado, no puedo dejar de hacerme cargo de la sinrazón artística con que el señor Trueba en ese prólogo acusa a Pereda de pesimista (aún no estaba inventado lo de naturalista), tildándole de fotografiar con marcada fruición lo mucho malo que la Montaña tiene, como todos los pueblos. Este cargo, repetido hasta la saciedad por otros críticos, dió ya motivo a una vigorosa réplica de Pereda en el prólogo de sus Tipos y Paisajes; pero como todos los lugares comunes, y más si son irracionales, traen aparejada larga vida, no es de temer que desaparezcan tan pronto del vocabulario de los críticos de Pereda los términos de sarcástico y pesimista, como tampoco aquellos otros de gran fotógrafo, ni siquiera el de Teniers cántabro. Ya he escrito en otras ocasiones que Pereda aborrece de {xli} muerte los idilios y las fingidas Arcadias, y tiene horror instintivo a los idealismos falsos, optimistas, bonachones y empalagosos; pero esto no quita que haya en sus cuadros idealidad y pureza, toda la que en sí tienen las costumbres rústicas. No andan en sus cuadros Melibeos y Tirsis, sino montañeses ladinos y litigantes a nativitate, entreverados de sencillez y malicia, atentos a su interés y a las contingencias del papel sellado, y juntamente con esto cautelosos y solapados en sus palabras, como suelen ser los rústicos, a lo menos en nuestra tierra, aunque no sean así los que se pintan en las églogas y cuentos de color de rosa. Nada de patriarcas de la aldea, ni de pastoras resabidas y sentimentales, ni de discretos y canoros zagales. Cada uno habla como quien es, y el zafio como zafio se expresa. El señor Pereda, por lo mismo que siente mucho y bien, es enemigo jurado de la sensiblería; pero cuando llega a situaciones patéticas, encuentra para el dolor o la alegría la expresión natural y no rebuscada, y conmueve más que otros novelistas serios y estirados, por lo mismo que no se esperan tales ternuras en un autor de continuo alegre y jacarandoso.
Hay, ciertamente, tesoros de sentimiento en el alma y en los escritos de Pereda; pero esos sentimientos son siempre viriles, {xlii} robustos y primitivos, como infundidos en hombres de tosca y ruda corteza. Yo no conozco ni en la literatura antigua castellana, ni en la moderna, cuadro de tan honda y conmovedora impresión como la que dejan en el ánimo las últimas páginas de La Leva y de El Fin de una raza. ¡Y de autor capaz de tal grandeza en los afectos, han osado decir algunos que no sabe herir las fibras del alma!
Es cierto que Pereda no rehuye jamás la expresión valiente y pintoresca, por áspera y disonante que en un salón parezca, ni se asusta de la miseria material, ni teme penetrar en la taberna y palpar los andrajos y las llagas; pero basta abrir cualquiera de sus libros para convencerse de que corre por su alma una vena inagotable de pasión fresca, espontánea y humana, y que sabe y siente como pocos todo género de delicadezas morales y literarias, y que acierta a encontrar tesoros de poesía hasta en lo que parece más miserable y abyecto. En ese artículo de La Leva, que nunca me cansaré de citar, porque desde Cervantes acá no se ha hecho ni remotamente un cuadro de costumbres por el estilo (igualado, pero no superado, por otros del autor), hay alcoholismo como en los libros más repugnantes de la escuela francesa, hay palizas y riñas conyugales, hay inmundicias y harapos y un penetrante y su{xliii} bido olor a parrocha, y, sin embargo, ¡qué melancolía y ternura la del final! ¡Cómo sienten y viven aquellos pobres marineros de la calle del Arrabal! ¿Qué héroe de salón o de boudoir interesará nunca lo que el desdichado Tuerto, lanzando en la escena del embarque aquel solemne larga? Si esto es realismo, bendito sea. Si realismo quiere decir guerra al convencionalismo, a la falsa retórica y al arte docente y sermoneador, y todo esto en nombre y provecho de la verdad humana, bien venido sea. Así pintaba Velázquez.
El señor Pereda no es fotógrafo grande ni chico, porque la fotografía no es arte, y el señor Pereda es un grande artista. La fotografía reproducirá los calzones rotos, la astrosa camisa y la arrugada y curtida faz del viejo marinero santanderino; pero sólo el señor Pereda sabe crear a Tremontorio, reuniendo en él los esparcidos rasgos, infundiéndole con potente soplo vida y alma, y dando un nuevo habitador al gran mundo de la fantasía. Esa pretendida exactitud fotográfica es el grande engaño del arte, la gran prueba del poder mágico del artista: sus personajes no están en la realidad, pero pueden estarlo, son humanos; nos parece que viven y respiran; son la idealización de una clase entera, la realidad idealizada.
Por su afición a cierta clase de escenas {xliv} populares, ricas de vida y colorido, hanle llamado algunos Teniers cántabro. Convengamos en que tal vez Cafetera, y El Tuerto, y Tremontorio, y El tío Jeromo, y Juan de la Llosa, y el mayorazgo Seturas, y el jándalo Mazorcas, y hasta el erudito Cencio, serán de mal tono en un salón aristocrático; pero vayan a consolarse con sus hermanos mayores Rinconete y Cortadillo, Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, y con los venteros, rufianes y mozos de mulas de toda nuestra antigua literatura, y con los héroes del Rastro, eternizados por don Ramón de la Cruz. Y si a algunos desagradan los porrazos de La Robla, y las palizas sacudidas por su marido a la nuera del tío Bolina, y las consecuencias de Arroz y gallo muerto, acuérdese de los molimientos de huesos que sacó don Quijote de todas sus salidas, de las extraordinarias aventuras de la Venta, de los apuros de Sancho en la célebre noche de los batanes, y acuérdese (si es hombre erudito y sabe griego) de los mojicones de Ulises a Iro en la Odisea, de los regüeldos de Polifemo, y de otros rasgos semejantes del padre Hornero, que dan quince y falta a todos los realistas modernos. Y cualquiera puede resignarse a ser Teniers en compañía de Homero y de Cervantes, y del gran pintor de borrachos, mendigos y bufones.{xlv}
Si yo dijera que para mí son las dos series de las Escenas Montañesas lo más selecto de la obra de Pereda, no diría más que lo que siento; pero temo que muchos no sean de mi opinión, y que en ella influyan demasiadamente, por un lado el amor a las cosas de mi tierra, y por otro recuerdos infantiles, imposibles de borrar en quien casi aprendió a leer en las Escenas, y las conserva de memoria con tal puntualidad, que a su mismo autor asombra. Pero aun descartados estos motivos personales, todavía admiro yo más en Pereda al autor de bosquejos y cuadritos de género que al de novelas largas, y entre las escenas cortas, todavía doy la preferencia a las de costumbres marineras sobre las de costumbres campesinas, sintiendo que no sea mayor el número de las primeras, en las cuales logra el ingenio de su autor un grado de vigor y de fuerza creadora y hasta de terror sublime que, por decirlo así, le levanta sobre sí mismo. Por eso espero yo, y conmigo todos los hijos de Santander, que la obra maestra de Pereda, y el monumento que mejor vinculará su nombre a las generaciones futuras, ha de ser su proyectada novela de pescadores: Sotileza. Aun sin eso, ya no morirá, gracias a Pereda, el tipo hoy casi perdido del viejo marinero de la costa cantábrica, levantado por él a proporciones casi épi{xlvi} cas, y digno de hombrearse con muchos héroes de Fenimore Cooper.
Más serenos y apacibles, menos trágicos y apasionados son los cuadros rurales, en cuya riquísima serie descuellan dos verdaderas novelas primorosas y acabadas, aunque de cortas dimensiones: Suum cuique y Blasones y talegas. Entre los más breves no se sabe cuál escoger, porque todo es oro acendrado y de ley: yo pongo delante de todos La Robla, El día 4 de octubre y Al amor de los tizones.
Entre la publicación de las dos series de Escenas Montañesas mediaron muchos años. Todavía pasaron más antes que Pereda se decidiese a abandonar sus jándalos, sus mayorazgos y sus raqueros, y a ensanchar el radio de sus empresas, imaginando fábulas de mayor complicación y cuadros más amplios. Hizo entretanto algunos Ensayos dramáticos (verdaderos cuadros de costumbres en diálogo y en verso), los cuales andan coleccionados en un libro ya rarísimo[1]; y para probar sus fuerzas en trabajo de más empeño, compuso las tres narraciones que llenan el volumen de los Bocetos al temple. Allí apareció por segunda vez la pintoresca, ingeniosísima y mordicante novela de costumbres políticas, Los Hombres de pro, pre{xlvii} ludio de Don Gonzalo, y glorioso trofeo de la única campaña electoral y de la única aventura política de Pereda. Publicada esta novela en días de tremenda crisis y de universal exacerbación de los ánimos, y escrita, no ciertamente con parcial injusticia, pero sí con calor generoso y comunicativo (hasta en los durísimos ataques que encierra contra el sistema parlamentario), aparecía, en su primera edición, un tanto sobrecargada de reflexiones, en que el autor, contra su costumbre, se dejaba ir a hablar por cuenta propia, como en libro o folleto de propaganda. Todo esto ha desaparecido en la edición presente, y así retocado el libro, y convertido en obra de arte puro, no teme la comparación con ninguna otra del autor. ¡Qué diálogo el de las niñas de la villa que no quiero nombrar! ¡Qué tipo el del hidalgo don Recaredo! Se dirá que la novela sigue siendo política, y que esto la daña; pero aunque sea cierto que las ideas políticas salen de los límites del arte, ¿quién duda que las extravagancias y ridiculeces de la vida pública caen, como todas las demás rarezas humanas, bajo la jurisdicción del satírico y del pintor de costumbres? ¿Por qué no ha de describirse una escena de club o de comicios electorales, como se describe una escena de taberna o de mercado?
La segunda época de la vida literaria de{xlviii} Pereda comienza en 1878, y abarca cinco largas novelas: EL buey suelto, Don Gonzalo González de la Gonzalera, De tal palo, tal astilla, El sabor de la tierruca y Pedro Sánchez. De todas ellas he hablado extensamente en otras ocasiones, y forzoso me será repetir algunos de los conceptos que entonces expuse.
El asunto de El buey suelto, es el más viejo y el más nuevo que puede imaginarse. Si hay cosa tratada o discutida en el mundo, ya seriamente, ya en burla, es la cuestión del matrimonio, aunque sea cierto que ni los razonamientos ni las facecias influyen mucho en la resolución que cada prójimo toma según cuadra a su genialidad, temple y más o menos escrupulosa conciencia. Pero en la biblioteca que con poca dificultad pudiera formarse de obras relativas a esta materia, pesan y abultan mucho más las invectivas que las defensas. Sería grave error, sin embargo, tomar por lo serio y al pie de la letra muchas de esas diatribas, dándoles una transcendencia y alcance que las más veces no tenían en el ánimo de sus autores. La censura del matrimonio y de las mujeres ha sido en manos de los satíricos clásicos un lugar común, un motivo de chistes y de amplificaciones, como podía serlo el elogio del mosquito o de la pulga.
Observemos, no obstante, que nunca se {xlix} multiplican ni recrudecen tanto las sátiras contra el matrimonio como en los tiempos de decadencia y senectud moral. No suele empezar la corrupción por las mujeres, pero el hombre les atribuye toda la culpa; y el vínculo natural y santo, que él huella y profana el primero, es a sus ojos la fuente y origen de todo mal. Hoc fonte derivata clades. En vez de acusarse a sí propio, acusa a la institución, acusa a la naturaleza; y entonces brotan, como indicios del malestar social, ásperas y desolladuras sátiras, al modo de la 6.ª de Juvenal, o livianos cuentos como los que manchan el Asno de Apuleyo, constituyen el fondo de los fabliaux de la Edad Media y corren en inagotable vena a regar los huertos de Boccacio y de todos los novellieri italianos, torpemente remedados por los franceses.
Dicho se está que no había de faltar en nuestros tiempos semejante literatura, como no faltó en los de la Roma imperial, ni en el siglo XIV (en que la barbarie no excluía la liviandad), ni en la Italia del siglo XVI, ni en la Francia del XVIII. Pero al reaparecer (si alguna vez faltó) el género anti-matrimonial en la moderna Europa, vistióse de nuevos paños, adoptó más grave arreo, tono más doctoral y circunspecto, propúsose dogmatizar y hacer análisis fisiológicos. Algo se corrigió en lo {l} desmandado de la forma (sabido es que somos más pudibundos, aunque no más honestos, que nuestros abuelos); pero el veneno fué mayor, como destilado por alquitara. Más honda y corrosivamente ha influido esta literatura que todos los sarcasmos y verduras de otras épocas. Fría, impasible, calculadora como eco de una sociedad que era positivista antes que el positivismo tuviese una fórmula científica, ha agotado el arsenal de los sofismas ligeros, parto de esa lógica sin entrañas, con la cual el hombre pretende engañarse a sí mismo; pero sofismas de éxito seguro, porque hablan al egoísmo, cifra y compendio de todos los malos instintos de nuestra caída y pecadora naturaleza.
Yo bien sé que los libros son la expresión de la sociedad, y que la sociedad sólo a medias es discípula de los libros; pero ¿quién negará que cada uno de ellos es leña echada en el fuego de la concupiscencia, incentivo del general descreimiento, piedra en que tropiezan las voluntades mal inclinadas, ocasión nueva de desaliento para las voluntades marchitas? Por eso es obligación ineludible en el escritor cristiano y de bien ordenado entendimiento, aplicar su ingenio a la reparación del edificio social, lidiando por la familia, que es su primera y necesaria base. Y cuando ese autor es un novelista de primer orden, un {li} pintor de costumbres como ha visto pocos nuestra Península desde Cervantes acá, un hombre de agudo ingenio, rico de observación, y en donaires y gracias de decir excelente, natural es que emplee el método fisiológico contra los fisiólogos, y que, convirtiendo la defensa en ataque, en vez de vindicar directamente el matrimonio, ponga y clave en la picota de la sátira a la cínica e infame soltería, que dice Jovellanos.
El libro que, como antídoto a los harto célebres de Balzac y de sus muchos y desafortunados imitadores, ha escrito el señor Pereda, pudo parecer pálido en los caracteres y poco interesante o animado en la acción. Quizá entraba esto en los propósitos del autor. Para personificar una plaga social, buscó un tipo insignificante, un Gedeón, egoísta, vulgar, sin ninguna cualidad dominante buena ni mala, que no es sabio ni tonto, ni hermoso ni feo, ni rico ni pobre, ni muy viejo ni muy joven, sin aficiones políticas ni literarias; un ser por excelencia prosaico, envuelto en las más ruines y mezquinas contradicciones de la vida. Todos sus desórdenes y malas andanzas son de escalera abajo. Lo singular del tipo está en su absoluta carencia de idealismo. Todo es vulgar en torno suyo: sus amigos, su criada, su manceba.
Y así debía ser para que el libro surtie{lii} se el efecto que el señor Pereda se propuso.
¿Qué solterón recalcitrante había de convencerse, en vista de las desdichas que sobre Gedeón atrajeran sus personales manías y rarezas, o una serie de casualidades novelescas regidas por la mano del autor y no por el curso ordinario de las cosas humanas? Gedeón tiene de hombre lo bastante para no ser una idea pura; en lo demás puede pasar por el substratum de una clase entera, de las más numerosas, por desgracia, entre los hijos de Adán. Es la encarnación del egoísmo, pero de un egoísmo bourgeois, que no afecta proporciones titánicas ni colorido trágico.
La sobriedad de la acción sólo parecerá pobreza a quien considere El buey suelto, no como una novela (que no pensó en tal cosa el autor), sino como una serie de cuadros en que externa e internamente se va desarrollando la mala vida del héroe. Cada capítulo trae nuevos personajes y escenas nuevas, reproducidas unas veces con el pincel de Stein y de Teniers, otras con el brioso toque de la escuela española. ¡Lástima que en algunos pasajes la tendencia a la caricatura aparezca tan de resalto, y convierta en falsos tipos que de cómicos no debieran degenerar en bufos!
Como magistrales cuadros de costumbres, léanse sobre todo La primera catás{liii} trofe, No es casa de huéspedes, Entre Venus y Marte, La tienda de la esquina, Los parientes de Gedeón, sin olvidar el extraño y fantástico capricho de La gran batalla, cuya ejecución es maravillosa y digna de Goya.
Mas no se crea que sólo a lo cómico y alegre se inclina la musa del autor, aun en este libro, el más endeble de los suyos. Testimonio son de que sabe hablar en veras y herir al alma, además de alguno de los capítulos antes citados, los que terminan la última jornada, sobre todo el intitulado La vanguardia de la muerte, donde lo fácil se hermana con lo bien y hondamente sentido.
Aun a los críticos más adustos que consideraron El buey suelto como una caída, parecieron admirables algunas porciones del Don Gonzalo, publicado al año siguiente. Si como novela se la considera, puede tachársela de acción escasa, aunque tiene la que basta y sobra para mover unas cuantas figuras, principal, si no único, propósito del libro. No es el fin de éste, como a algunos podrá antojárseles, la sátira política, ni viene ésta más que como episodio, y sin salir de los límites del arte, debiendo estimársela como un recurso para poner en juego a los personajes. Es cierto que hay en Don Gonzalo algunos capítulos donde la revolución queda puesta en {liv} solfa. No falta un estudiante que en la taberna de su pueblo haga discursos pomposos y altisonantes, remedando los que en Madrid había oído. Ni se echa de menos tampoco un pardillo montañés, albitrante y con otras industrias saludables, el cual pesca a río revuelto, y en días de revolución echa al fuego, a impulsos del patriótico entusiasmo, los papeles del Ayuntamiento donde constaban sus trapisondas. Hay, finalmente, una parodia de junta revolucionaria, y milicia ciudadana, y clubs y manifiestos electorales. Yo no sé si en otras partes será todo esto muy serio; pero en Coteruco, pueblo de 300 vecinos, se convierte por sí mismo en caricatura. Yo no admito que el señor Pereda se haya propuesto en esta novela probar nada (es demasiado artista para eso); pero si alguna enseñanza se deduce de su libro, es la demostración del absurdo que se comete llevando a un pueblo rústico y laborioso las miserias políticas. El abandono del trabajo, la taberna perpetua, los palos y asonadas, son la consecuencia primera y forzosa de tal delirio.
Eso acontece en Coteruco, pueblo que llegan a corromper dos intrigantes y un mentecato, sin otro fin que el de satisfacer ruines pasiones y venganzas. Y eso que Coteruco era antes el mejor pueblo del valle, y aun el dechado de todos los pue{lv} blos de la Montaña, por la honradez y amor al trabajo de sus moradores. Debíase tal milagro a un don Román Pérez de la Llosía, señor rico, franco y campechano, sin aires de patriarca de la aldea, pero con muy buen sentido y recta intención en todo. El era la Providencia del pueblo, y su cocina la tertulia de Coteruco.
Enfrente de don Román coloca el señor Pereda otro tipo, montañés de pura raza, y el mejor tipo de Pereda, el arbitrante Patricio Rigüelta, Maquiavelo de Campanario, como dijo aguda y felizmente un crítico. Patricio, personaje esbozado ya en ciertas sátiras políticas del autor[2], adquiere aquí proporciones extraordinarias y se convierte en verdadero héroe y rueda principal de la novela, dejando muy en segundo término al indianete que la da nombre, verdadera figura decorativa, aunque admirablemente trazada. Don Gonzalo es mero instrumento y juguete de la omnipotente voluntad y de las negras tramas de Patricio, que le maneja como blanda cera, y explota sus rencores contra don Román por el desaire de las bodas. Unese Gonzalera con toda la gente díscola y revoltosa del pueblo; hace propaganda el estudiante (que es cojo, por más señas); se juega en{lvi} la taberna una becerra a costa del indiano; los apóstoles de la nueva idea desacreditan al cura y a don Román (el confesonario y el feudalismo, que dice el cojo), y aquello en pocos días muda de aspecto.
Tal es la sencilla trama de Don Gonzalo, que comienza con una maravillosa descripción de la tertulia de don Román (inferior, sin embargo, al antiguo cuadro de la hila, uno de los más exquisitos primores de las Escenas), y acaba con un crimen cometido en días electorales, y con la huída del noble Pérez de la Llosía de aquel lugarejo mísero y pervertido. En ningún libro suyo ha congregado Pereda igual número de tipos tan vivos y tangibles. Queda dicha la excelencia satánica del carácter de Patricio, tan complicado, tan difícil y de tan paciente estudio. Pero en torno de esta creación singular se agrupan, como digno cortejo, todos con fisonomía propia y rebosando de vida: la vieja Narda, sentenciosa consejera de Magdalena; el hidalgo don Lope, alma de oro con corteza de hierro, tan breve en palabras como largo en hechos, último vástago de aquellos indomables banderizos del siglo XV, y condenado en el nuestro a matar las solitarias horas sobre su potro de piedra; el estudiante, el indiano, la solterona Osmunda, providencial castigo de don Gonzalo; Carpio y Gorio, en quienes se cifra y com{lvii} pendiael carácter del campesino montañés con todos sus rodeos y suspicacia, y hasta los personajes de segundo orden, Chisquín, Toñazos, Polinar, Barriluco.... ¡Qué plenitud de sangre española en todos ellos! ¡Y qué cuadros los que llevan los títulos de La feria de Pedreguero, La romería de Verdellano y El festín! Este último es un cuadro de Teniers, con toque más vigoroso y más caliente entonación. Parece que sentimos el peso de la becerra sobre la mesa, y el del vino tinto en las cabezas de los comensales. ¡Y que diálogos los de Carpio y Gorio!
De tal palo, tal astilla es quizá el libro menos realista de Pereda, y no ya porque pinte costumbres campesinas, fáciles y risueñas, que esto bien cabe en el realismo, ni menos porque en este libro, y todavía más en El sabor de la tierruca, el tan decantado pesimismo de las Escenas Montañesas se haya ido convirtiendo en simpática benevolencia, harto natural en quien, viviendo tantos años en la quieta soledad de su Tusculano, se ha ido prendando cada vez más de las escenas rurales, y viéndolas bajo un aspecto más poético y halagüeño. La única diferencia substancial que encuentro yo entre esta novela y las demás de Pereda, y lo que me hace declararla realista a medias, consiste en que es un libro de tesis, en que aban{lviii} donando el autor, hasta cierto punto, la observación desinteresada, principal musa suya, trata de inculcar, aunque no directamente, no una, sino muchas y varias moralidades. Plantea, pues, lo que llaman ahora conflicto o problema religioso, y le plantea por medio de una fábula, que no deja de guardar cierta analogía lejana con la de Sibila, de Octavio Feuillet, y la de Gloria, de Galdós. Aunque esta semejanza no pasa de los datos fundamentales, y yo sé además que Pereda no ha leído Sibila y que no gustaría de ella si la leyese, no ha de negarse que el conflicto (usemos la jerga corriente) viene a ser en las tres novelas el mismo. Pero Sibila (con ser libro delicadamente escrito) tiene algo de enteco y enfermizo, respira falsedad en las ideas y en los afectos: aquel cristianismo vaporoso es un cristianismo de salón, mundano y sentimental; se diría que la moda y no la convicción dictaron aquellas páginas, donde falta de un cabo a otro la naturalidad, y no hay un solo carácter acentuado y vigoroso. Es un libro sin unción y sin nervio. Mayor talento, y más firme convicción, aunque extraviada, inspiraron a Galdós en Gloria; pero sus declarados intentos de propaganda anti-católica por una parte, y por otra el exceso del simbolismo y de las abstracciones personificadas, la enturbian y obscurecen, y casi {lix} la sacan fuera de los límites del arte, convirtiéndola en un alegato librecultista, y a la heroína en pedante e insufrible disputadora.
De fijo lo menos afortunado en la novela de Pereda es también el carácter de la heroína. Puede decirse, sin agravio de él, que los tipos femeniles y los diálogos de amor han sido, son y serán siempre la parte más endeble de su armadura de novelista. Y aun añadiré que los huye, o los trata con frialdad y despego. Y, sin embargo, el carácter de Águeda estaba bien concebido, y ¡cuan hermosos y trágicos efectos podía haber sacado el autor de la eterna lucha entre la pasión y la ley moral! Bien está que Agueda, católica a la española y montañesa a toda ley, cumpla su deber sin aparato ni estruendo, aunque su resolución le cause dolores mortales. Bien está que su fe acendrada y robusta, su buen sentido natural, lo recto y nunca maleado de su razón la impidan transigir con la impiedad, aunque vaya unida a toda la gallardía de la juventud, a todo el fuego de la pasión y a todo el poder y alteza del ingenio. Pero ¿era preciso para esto hacerla tan impasible, estoica y marmórea, cuando al fin era mujer y enamorada?
¡Pero cómo se venga Pereda de esta inferioridad suya en otros tipos más de su {lx} cuerda que la obra tiene, y sobre todo en los que forman el coro! Sólo el recuerdo, no fácilmente borrable, de Patricio Rigüelta, puede perjudicar al malvado de esta otra novela, el don Sotero, abominable tartuffe, en cuya negra alma no ha temido penetrar y ahondar hasta con encarnizamiento el señor Pereda, como si quisiera dar hermosa muestra de que lo extremado de su ultramontanismo no corta las alas a su ingenio ni le hace ñoño o meticuloso. Hasta puede añadirse que ha recargado las tintas más de lo que suele, y ha hecho contra su costumbre, y quizá contra la conveniencia artística, un carácter de una sola pieza, porque entes tan completa y absolutamente perversos como don Sotero, sin ninguna cualidad buena ni vislumbre de ella, son, por dicha, rarísimos, y aun pueden tenerse por aberraciones de la humana naturaleza.
No así el cernícalo de su sobrino, dechado de barbarie y grosería, ni menos el espolique Macabeo, admirable personaje, uno de los mejor hechos del libro, dentro del cual tiene él una novela propia y especial suya. ¡Cuántas veces ha presentado el señor Pereda al tipo del campesino montañés, y, sin embargo, no se ha repetido nunca! Y ahora, cuando la materia parecía agotada, nos regala a Macabeo, que vale él solo más que Carpio y Gorio {lxi} y todos los anteriores juntos. Habla y discurre como ellos, tiene aire de familia, y, no obstante, es distinto. Facies non omnibus una, nec diversa tamen, qualem decet esse sororum.
Así en lo serio como en lo jocoso, tiene el libro escenas de extraordinaria belleza, cuadros insuperables de costumbres. Si yo hubiera de elegir entre los capítulos del libro, me fijaría sin duda en La hoguera de San Juan. La luz de esa hoguera es luz de Rembrandt.
Y puesto ya a citar bellezas de pormenor, no olvidaré el paso de la hoz, donde el diálogo supera a la descripción, con ser la descripción tan buena; y los capítulos de presentación de los diversos personajes, especialmente aquel en que se describe la casa y modo de vivir de los Peñarrubias; el maquiavélico diálogo en que don Sotero va persuadiendo a su sobrino a que intente la deshonra de Águeda, y, finalmente, cuanto dice y hace Macabeo, a quien mi amigo Clarín ha llegado a comparar nada menos que con el Renzo manzoniano.
El paisaje en que toda esta gente vive y se mueve, es el paisaje montañés de siempre. A quien haya leído otros libros de Pereda, no es preciso decirle cómo están descritos Valdecines y Perojales, y también es casi superfluo repetir que la {lxii} obra es un tesoro de lengua, no con afectada y mecánica corrección, sino con toda la riqueza, gala, armonía y color del habla de nuestra Montaña, pasada por el tamiz de un gusto privilegiado, aunque amante siempre de lo más espontáneo y de lo más rústico.
De tal palo, tal astilla es, hasta el presente, la única tentativa de Pereda en el campo de la novela tendenciosa. Como si hubiera querido desagraviar a los críticos amantes del arte puro y desinteresado, escribió inmediatamente otro libro, de los que no prueban nada ni van a ninguna parte sino a hacer sentir y gozar. Posible será que, apoyados en esto mismo, y volviendo por pasiva sus antiguas censuras, le nieguen algunos alcance y transcendencia, y hasta le disputen el título de novela. Cuestión de nombres, propia de retóricos ociosos. ¿A qué buscar más enseñanza ni más transcendencia en un libro, que deja al fin la impresión de salud robusta, de frescura patriarcal y de primitivos afectos que deja en el alma El sabor de la tierruca? Y en cuanto al nombre, el autor no le ha dado ninguno. Novela es, aunque sencilla, y llámese así o de otro modo, no dejará de ser un libro excelente. Novelas muy celebradas hay que no tienen más acción; algunas, ni tanta.
Sea como quiera, la novela es aquí un {lxiii} pretexto para que aparezca en acción la vida rústica de nuestra comarca. La obra es un poema idílico, género de literatura que puede decirse propio de nuestro siglo y que ha producido en Alemania, en América y en Provenza[3] tres obras superiores, del todo ajenas al amanerado convencionalismo de la bucólica antigua. Pereda había ensayado este género, aunque en prosa, pero siempre como episodio de sus novelas políticas o morales, o bien en cuadros cortos, v. gr.: el del 4 de Octubre. Hoy le cultiva de frente, y hay trozos en su libro, como el de la lucha de los dos pueblos rivales, o el de la entrada del ganado en las mieses, que parece que están reclamando el antiguo y largo metro épico, solemne y familiar a la vez.
El interés, cualquiera que él sea, de las domésticas disensiones entre el irascible don Juán de Prezanes y su vecino, pesa e importa poco ante el alarde de fuerza muscular de los nuevos Entellos y Dares, ante el empuje del ábrego desatado, o ante la nube de polvo que levantan novillos y terneras.{lxiv}
No le pese al insigne novelista montañés ser más feliz en lo segundo que en lo primero. Lo uno es más fácil, y es campo abierto a todos; lo otro es para pocos, y quien lo alcanza se acerca a las primitivas y sagradas fuentes de la poesía humana, crecida y arrullada con los halagos de la madre Naturaleza; y con verlo todo más sencillo, lo ve más próximo a su raíz, más íntegro y más hermoso, y se levanta enormemente sobre todo este conjunto de estériles complicaciones, de interiores ahumados, de figuras lacias, de sentimientos retorcidos y de psicologías pueriles, de que vive en gran parte la novela moderna. Yo confieso que en las novelas de Pereda, y sobre todo en ésta, que yo, apartándome de la opinión general, pongo sobre todas (exceptuando, por de contado, los cuadros sueltos), llega a desagradarme lo que no es rústico y agreste, y me impaciento hasta que tornan los Niscos y Chiscones, por muy bien y discretamente que haga hablar el autor a personajes de condición superior y más altos propósitos. Y no es desventaja del autor, sino ventaja de los tipos. Que así como (según el profundísimo parecer de los filósofos escolásticos) las inteligencias superiores, conforme más altas están en la escala, comprenden por menor número de ideas, así en el arte es lo más bello lo menos complejo, y es lo {lxv} más alto lo más próximo a la naturaleza simple y ruda.
¡Bendito sea, pues, este libro rústico y serrano, que viene cargado de perfumes agrestes, y no nos trae ni problemas ni conflictos, ni tendencias ni sentidos, ni otra cosa ninguna, sino lo que Dios puso en el mundo para alegrar los ojos de los mortales: agua y aire, hierba y luz, fuerza y vida! ¿Quién se acuerda de naturalismos ni de estéticas cuando lee la deshoja, o cuando oye las quejas de Catalina a Nisco, o cuando asiste con la imaginación al mercado de la villa?
Por eso yo no leí El sabor de la tierruca, sino que le sentí, y por eso ahora no le juzgo, sino que traslado al papel la impresión de placidez y de bienestar que me causó, sin ponerle peros, porque, a mi entender, no los tienen ni aquel paisaje ni aquellas gentes.
Reciente está el éxito ruidoso de Pedro Sánchez. Aun los críticos que no hace mucho tiempo hablaban de los verdores de Pereda, y como que se resistían a considerar sus obras perfectamente maduras, se han rendido ante Pedro Sánchez, encontrando para ella un caudal de elogios que ciertamente no habían desperdiciado al juzgar Los hombres de pro o El sabor de la tierruca. Confieso que la unánime y entusiasta aprobación, diré mejor, la alaban{lxvi} za sin restricciones que ha coronado a Pedro Sánchez, ha sido para mí, como para su autor, una verdadera aunque agradable sorpresa.
Era la primera vez que Pereda abandonaba aquel su «huerto hermoso, bien regado, bien cultivado, oreado por aromáticas y salubres auras campestres», como dijo de perlas Emilia Pardo Bazán. Temíamos el autor y yo que pareciese esta novela conjunto de reminiscencias algo pálidas o de adivinaciones remotas, y que la ausencia del modelo vivo le quitase frescura y animación. Temíamos que pareciese lenta y perezosa en los primeros capítulos, y un tanto atropellada hacia el final. Temíamos que, renunciando el pintor a casi todas sus ventajas indiscutibles, al paisaje, al diálogo, al provincialismo, a lo más enérgico y característico de su manera, renunciase por el mismo hecho a sus mayores triunfos. Temíamos que la forma autobiográfica y subjetiva, la forma de Memorias, perjudicase al fácil caudal de un ingenio tan exterior y tan objetivo y tan poco amigo de reconditeces psicológicas. Temíamos que el mismo carácter del héroe, entidad algo pasiva, movida por las circunstancias mucho más que movedora de ellas, comunicase cierta languidez al conjunto de la obra, impidiendo al lector interesarse sinceramente por el prota{lxvii} gonista. Temíamos, finalmente, que el carácter en gran manera prosaico de las escenas políticas, que son la mayor parte del libro, hubiese influído en detrimento de su valor estético; y esto lo temía yo más que nadie, viendo correr con tibieza y desaliento la pluma del autor por las descripciones de un club o de una redacción de periódico, como si le aquejase la nostalgia de sus montes y de sus marinas.
Y, sin embargo, lo declaro ingenuamente: Pereda y yo nos hemos llevado en esta ocasión un solemnísimo chasco. Pedro Sánchez ha parecido, no ya a la masa de los lectores, sino a los críticos más agudos y perspicaces, la más novela entre las novelas de Pereda, la mejor compuesta y aderezada, la más grave y madura en el pensamiento, la más apasionada en los momentos de pasión. Todos han ensalzado unánimes la serena melancolía que el libro revela, la mirada firme y desengañada que el autor dirige sobre las cosas humanas, la amargura sin misantropía con que juzga nuestro estado social, y la verdad poética con que le ennoblece.
Todo esto es verdad, y, sin embargo, estimando a Pedro Sánchez más que nadie, no acabo de convencerme de que Pereda y yo nos equivocásemos tan de medio a medio; y sea montañesismo, sean {lxviii} recuerdos infantiles, vuelvo siempre con amor los ojos hacia el poeta de La Robla y de La Leva, y por más esfuerzos que hago, no puedo simpatizar con Matica y sus amigos, ni con el señor de Valenzuela, como simpatizo con don Silvestre Seturas o con don Robustiano Tres-Solares. Pedro Sánchez me parece mucho mejor novela que El buey suelto; pero me quedo con El sabor de la tierruca y con Don Gonzalo.
Y, por otra parte, esta opinión mía a nadie quiere imponerse. Yo en este caso soy, ante todo, montañés, y quizá me equivocaré y daré a Pereda un mal consejo excitándole, por su gloria misma, a no salir de su huerto y a no hacer caso de los que encuentran limitados sus horizontes. Sin salir de ellos, ha encontrado la novela política en Don Gonzalo y en Los hombres de pro, la novela religiosa en De tal palo ..., la novela o más bien el poema idílico en El sabor de la tierruca, la novela social en Blasones y talegas y hasta la más conmovedora tragedia en La Leva. No hay pasión, no hay afecto, no hay interés, no hay problema que no pueda traerse a la Montaña como a cualquiera otra región del mundo. Sólo que en Pereda parecerá todo mejor si se viste y arrea con traje montañés. A mí me ha encantado más que a nadie el éxito de Pedro Sán{lxix} chez; pero con este encanto iba mezclado en cierta dosis el temor de una deserción. Me tacharán de crítico apocado; me dirán que ésta es la novela más transcendental y más universal de Pereda, la más comprensible para todos, la más traducible.... Todo esto es verdad; pero cada cual tiene sus manías: yo me vuelvo a La Robla y a La Leva y a Suum cuique.
Y consiste todo en que los críticos madrileños y yo juzgaremos siempre a Pereda desde puntos de vista muy distintos. Para ellos es un eminente novelista, a quien colocan entre Valera, Alarcón y Galdós; pero, en suma, un novelista a quien tasan por su valor como tal, y cuyos triunfos literarios empiezan a contar desde Don Gonzalo. Para mí, Pereda es, antes que toda otra cosa, el compañero y el amigo de mi infancia, el Pereda de las Escenas, el que en 1864 imprimía en La Abeja Montañesa los diálogos del Raquero, el Pereda sin transcendentalismos, ni filosofías, ni políticas; pintor insuperable de las tejidas nieblas de nuestras costas; de la tormenta que se rompe en las hoces; del alborozo de los prados después de la lluvia; de la vuelta de las cabañas desde los puertos; de la triste partida del mozo que va a Indias; de la entrada triunfal y ostentosa del jándalo; de la alegría del hogar en Nochebuena, amenizada por {lxx} el estudiante de Corbán; de los supersticiosos terrores que vagan en torno de la pobre Rámila, y la traen a miserable muerte; de la salvaje independencia de los antiguos pobladores de la calle Alta y del Muelle de las Naos, últimos degenerados retoños de los que en la Edad Media daban caza a los balleneros ingleses en los mares del Norte, y ajustaban tratados de paz y de comercio con sus reyes; y finalmente, de la casa solariega próxima a desplomarse, y apuntalada, si acaso, por los dineros del indiano; y del concejo de la aldea, donde a duras penas vegeta algún rastro de las antiguas costumbres municipales. Y para mí, al nombre de Pereda van unidos inseparablemente, no Pedro Sánchez, en las barricadas ni en la oficina de un gobierno político, sino don Silvestre Seturas, en su perpetua lucha con los curiales, heredada de tres generaciones; Cafetera, trincando la estopa y sosteniendo batalla campal con Pipa y los de su cuadrilla, a la sombra veneranda del castillo de San Felipe; Juan de la Llosa, examinando gravemente la estampa de la Leona y de la Gallarda; Tremontorio, tejiendo su red o consolando a las mujeres en la rampa grande del Muelle; don Recaredo, marcados pecho y espalda por la garra de los osos inmolados en sus cacerías.... El otro Pereda será una de las esperanzas, o me{lxxi} jor dicho, una de las realidades de la novela contemporánea española; tendrá algo de Balzac y algo de Dickens y algo de Topffer.... Yo lo reconozco, y le admiro más que nadie, y me alegro que haya demostrado esta vez que sabe hacer una novela en todo el rigor de la frase; en suma, que puede hacer cuanto hacen otros. Pero con todo eso, el Pereda de mi más íntima predilección y fervoroso cariño será siempre el Pereda que veranea en Polanco, y que en invierno habita en el muelle de Santander, un poco antes de llegar a la capitanía del puerto, en el teatro mismo de las hazañas de Cafetera y de la lúgubre partida de El Tuerto, para morir en la fiera rompiente de las Quebrantas.
¿Se comprende ahora por qué al principio he confesado mi incompetencia para juzgar a Pereda? Porque yo no admiro sólo en él lo que todo el mundo ve y admira: el extraordinario poder con que se asimila lo real y lo transforma; el buen sentido omnipotente y macizo; la maestría del diálogo, por ningún otro alcanzada después de Cervantes; el poder de arrancar tipos humanos de la gran cantera de la realidad; la frase viva, palpitante y densa; la singular energía y precisión en las descripciones; el color y el relieve, los músculos y la sangre; el profundo sentido de las más ocultas armonías de la na{lxxii} turaleza no reveladas al vulgo profano; la gravedad del magisterio moral; la vena cómica, tan nacional y tan inagotable, y, por último, aquel torrente de lengua no aprendida en los libros, sino sorprendida y arrancada de labios de las gentes; lengua verdaderamente patricia y de legítimo solar y cepa castellana, que no es la lengua de segunda o de tercera conquista, la lengua de Toledo o de Sevilla, sino otra de más intacta prosapia todavía, dura unas veces como la indómita espalda de nuestros montes, y otras veces húmeda y soledosa; lengua que, educada en graves tristezas, conserva cierta amargura y austeridad aun en las burlas.
Por todo esto amo yo a Pereda; pero le amo además como escritor de raza, como el poeta más original que el Norte de España ha producido, y como uno de los vengadores de la gente cántabra, acusada hasta nuestros días de menos insigne en letras que en armas. Y esto parecerá algo pueril a los que no tienen patria ni hogar; pero como en este prólogo voy dejando hablar al corazón tanto o más que a la cabeza, no quiero ocultar el íntimo regocijo con que oigo sonar, cercado de alabanzas, el nombre de Pereda unido al nombre de su tierra, que es la mía. En otro tiempo, los montañeses, cuando queríamos presumir de abolengo literario, te{lxxiii} níamos que buscar entre las nieblas del siglo VIII el nombre de San Beato de Liébana, o imaginarnos que el autor del romance del Conde Alarcos era paisano nuestro porque se llamaba Riaño, o desenterrar del fárrago del Reloj de Príncipes la fábula del Villano del Danubio, principal fundamento del renombre de nuestro invencionero Fray Antonio de Guevara, o rebuscar en algún olvidado códice de la Academia de la Historia las fáciles quintillas con que Fray Gonzalo de Arredondo celebró al conde Fernán González; y a duras penas podíamos ufanarnos, en tiempos menos remotos, con las gongorinas poesías líricas y las discretas comedias de don Antonio de Mendoza (imitado alguna vez por Molière y por Le Sage), o con las novelas inglesas de Trueba y Cosío, mediano iniciador del romanticismo. Algo consolaba nuestra penuria la consideración de que «si no vencimos reyes moros, engendramos quien los venciese», puesto que de nuestra sangre eran Lope y Quevedo.
Pero hoy, ¡loado sea Dios!, no tenemos ni que hacer sutiles razonamientos para apropiarnos lo que sólo a medias nos pertenece, ni que recoger las migajas de los autores de segundo orden, puesto que plugo a la Providencia concedernos simultáneamente dos ingenios peregrinos, bas{lxxiv} tante cualquiera de ellos para ilustrar una comarca menos reducida que la nuestra; montañeses ambos hasta los tuétanos, pero diversísimos entre sí, a tal punto que puede decirse que se completan. Y no creería yo cumplir con lo que pienso y con lo que siento, si no terminase este prólogo estampando, al lado del nombre del gran pintor realista de las Escenas Montañesas, el nombre del pintor idealista, rico en ternuras y delicadezas, que ha envuelto aquel paisaje en un velo de suave y gentil poesía. Unidos quiero que queden en esta página el nombre de Pereda y el de Juan García[4], como unidos están en el recuerdo del montañesísimo crítico que esto escribe.
M. MENÉNDEZ Y PELAYO.
En los años transcurridos desde la primera edición de este prólogo, el señor Pereda ha publicado tres novelas más: Sotileza, La Montálvez y La Puchera. Como complemento de la historia de sus {lxxv} libros, reproduzco a continuación los dos artículos que escribí sobre la primera y la tercera de estas novelas al tiempo de su aparición.
SOTILEZA
Siempre fué la vida marítima asunto adecuado y nobilísimo para el arte. Dondequiera que el empuje de la voluntad humana se muestra; dondequiera que la fuerza, principal elemento artístico y quizá razón suprema de todos los grandes efectos de la poesía, llega a revestirse de la majestad solemne y serena o del poder avasallador y turbulento, la emoción estética se engendra necesariamente y obra con profundísima energía en el ánimo del contemplador, por avezado que esté a lo delicado y a lo tierno. Y si esta energía no se desenvuelve en el vacío de la contemplación, ni se apaga estéril en el campo de las ideas y del pensamiento puro, región helada y poco accesible a la mayoría de los humanos, sino que lucha a brazo partido con las fuerzas tiránicas de la naturaleza física o con otras voluntades personales tan imperiosas y tan férreas como la del héroe mismo, la emoción llega a lo trágico, y en medio del conflicto se disfruta el espectáculo más digno de la consideración humana, el que más eleva y {lxxvi} ennoblece el espíritu, el de un poder racional y consciente en el pleno uso y ejercicio de su soberanía, que se reconoce y afirma más a sí propia cuando más braman en torno suyo las tempestades y más amenazan vencerla y sumergirla.
Y cuando estas tempestades no son metafóricas; cuando real y verdaderamente despliega el mar todas sus furias, y no por excepción, sino constante y diariamente, va educando el mar en los pueblos que le ciñen y sin cesar le hostigan y provocan a desafío, una raza tan entera, tan indomable y tan bravía como los mismos huracanes, cuyo rugido acaricia su sueño; tan áspera como las puntas de la costa, sin cesar invadidas, salpicadas y agrietadas por la deshecha espuma; tan amarga y tan acentuadamente salina en la voz y en los ademanes, como que la comunicaron su penetrante acritud las ondas mismas; tan avezada a mirar la muerte de frente, que ni cabe en su ánimo el temor pueril, ni la alegría insensata, ni el fácil y liviano contentamiento, sino una cierta melancolía resignada, un cierto modo grave, llano y sereno de mirar las cosas de la vida como si fuese palestra continua, en que el brazo se fortifica y se dilata el pecho, y la batalla se acepta cuando viene, sin provocarla estérilmente.
Tal es la raza, tales las costumbres que {lxxvii} ha retratado Pereda en su última novela, la mejor y más genial de las suyas. No parece sino que el asunto ha tenido virtud bastante para levantar el ingenio del autor a regiones que ni él mismo sospechaba hasta ahora. Todo el mundo le reconocía como insuperable descriptor de costumbres populares, como maestro en el diálogo, como dechado en el idilio rústico. De todas sus novelas podían citarse admirables páginas aisladas; algunos dudaban que hubiese encontrado la novela perfecta. Los más amigos del novelista, todavía más conocedores que él de su propia fuerza, murmuraban siempre en sus oídos un más allá, y no le dejaban adormecerse con los halagos de la muchedumbre de los lectores, cuyo criterio estético se reduce a admirar lo que está más cerca de sus gustos y propensiones. Por eso, después de Pedro Sánchez, como después de El sabor de la tierruca y De tal palo ..., oyó siempre Pereda la voz de quien mejor le quería, repitiéndole: «Tú eres ante todo el autor de El Raquero, de La Leva y de El fin de una raza. Si quieres elevar un verdadero monumento a tu nombre y a tu gente, cuenta la epopeya marítima de tu ciudad natal. Dios te hizo, aún más que para ser el cantor de las flores y de la primavera, para ser el cantor de las olas y de las borrascas. Tú solo {lxxviii} puedes traer a la literatura castellana ese mundo nuevo de intensas melancolías y de rudos afectos. Hazte cada día más local, para ser cada día más universal; ahonda en la contemplación del detalle; hazte cada día más íntimo con la realidad, y tus creaciones engañarán los ojos y la mente hasta confundirse con las criaturas humanas.»
Todo esto lo ha hecho Pereda, mucho más porque su buen genio se lo decía, que porque se lo dictasen al oído sus paisanos y sus amigos. Y en Sotileza, aquella misma robusta inspiración que había dado perpetua vida a Cafetera, al Tuerto y a Tremontorio, ha roto el estrecho marco del cuadro de género y penetrado en el ancho y generoso cerco de la gran pintura, poniendo con entera franqueza a sus héroes entre cielo y mar, y haciéndoles verdaderos protagonistas de una acción trágica, que llega y toca a lo más alto de la pasión humana, acentuada aquí en vigoroso contraste con una naturaleza bravía y rebelde. Porque lo primero que hay que admirar en Sotileza, y lo que desde luego la da conocida ventaja sobre las novelas anteriores de su autor, es el tener verdadera acción, y acción tan bien graduada, tan natural, tan sencilla, tan en línea recta, tan consonante con los datos psicológicos y fisiológicos de los persona{lxxix} jes, tan a tiempo ligada, tan a tiempo resuelta, tan ajena de todo lo que parezca artificio, violencia o amaño, que el ánimo no puede menos de pararse gustosamente ante tan severa estructura y trama tan bien concertada. Todo el libro parece concebido en un solo aliento; los personajes han recibido al nacer tales bríos, que, semejantes a los dioses homéricos, alcanzan de un solo salto cuanto espacio puede divisar el espectador colocado a orillas del mar sobre altísima roca. Todo tiene en este libro un sello de fiereza titánica, de salvaje energía, de grandiosidad sublime: la tierra, y el mar, y los hombres. Nada hay débil, enteco ni afeminado: recorriendo tales páginas, se respira un soplo de barbarie que hace bien, que templa los nervios y vigoriza la sangre. La expresión es lo más libre y lo más suelta que puede darse: el autor ha agotado los infinitos recursos del vocabulario callealtero, crudo, pintoresco, desgarrado, apestando a parrocha y a pescado podrido; pero todo esto, ¡con qué arte y con qué soberano conocimiento de las condiciones de la lengua, a la cual se puede vencer y domar por halagos, pero no forzar brutalmente como vil concubina!
Al fin del libro va un glosario de los términos náuticos y de las frases populares empleadas en el libro; pero ¡con qué ha{lxxx} bilidad están derramados por todo él, bien al contrario de esa pedantesca ostentación de ciertos novelistas franceses de escuelas modernísimas, que, haciendo gala de un externo y superficial conocimiento del tecnicismo de tal o cual arte o ciencia, le derraman a carretadas en todas las páginas de su libro, con la necia ostentación del aventurero llegado de improviso a los honores y a la riqueza! No: Pereda no ha tenido necesidad de hacer estudio especial de la lengua de los marineros de la calle Alta para escribir Sotileza. Esa lengua la tiene él aprendida muchos años hace, no por dilettantismo erudito, sino porque ha vivido en perpetuo y desinteresado comercio con el pueblo.
Esa lengua tan palpitante y tan densa, que tan diversos matices adquiere, ya el de brusquedad estúpida y semisalvaje en Muergo, ya el de dulcísima elegía amatoria en labios de Cleto, ya el de patriarcal ternura en boca del tío Mechelín y de su mujer, ya el de reconcentrada soberbia femenina en Silda, especie de diana selvática y feroz de un barrio de pesca, presenta tales variedades y se mueve con tal libertad en ondulaciones tan diversas, que nadie diría que por primera vez viene ahora el arte, y que ninguno ha precedido a Pereda en trabajarla y domeñarla.
Y para que mayor sea el contraste, sue{lxxxi} na de vez en cuando, entre esas rudas voces que traen la impresión de resaca de la playa, la voz medio marítima, medio frailuna, del padre Apolinar, el tipo de fraile más asombroso que yo he visto en novelas, desde el Fra Cristóforo, de Manzoni, personaje de más noble alcurnia que el de Pereda, pero no más rico que él de aquella elevación moral, que por lo mismo que nace como fruto espontáneo y agreste, y se desarrolla sin más riego que el de los cielos, trae estampado el sello de primitiva grandeza que acompaña a la fuerza del bien cuando se desenvuelve sin conciencia de sí propia.
El pensamiento artístico de Sotileza, la idea primera es tan honda, que casi parece un enigma. Pero entendamos bien: no es el enigma pueril en que se deleitan los hacedores de novelas transcendentales. Sotileza es un enigma sorprendido valerosamente, y sin intención ulterior, en las profundidades de la naturaleza humana. El autor le ha planteado; pero en la conclusión le elude más bien que le resuelve. Ha hecho bien, después de todo. En el arte agradan y dominan siempre aquellos personajes en quienes resta un fondo inaccesible a las miradas de la crítica. De este modo quedan como algo simbólico y misterioso entrevisto en el crepúsculo de la poesía, que adivina ta{lxxxii} les naturalezas más bien que las penetra.
Sotileza, con ser muy mujer, tiene algo de esfinge tebana, y el autor no ha hecho más que levantar una punta del velo sagrado. Todos los instintos de su rebelde y altiva naturaleza han recibido desde el principio una dirección extraña, merced a aquella vida errabunda de playa y de muelle de las Naos en que gastó sus primeros años. Su corazón es recio y duro para amar. El mismo agradecimiento apenas ha llegado a rayar aquella piedra tosquísima. Quizá duerman en su corazón escondidos deseos, tanto más fogosos cuanto más contenidos; pero nunca asoman a la lengua. Lo mismo rechaza el amor brutal de Muergo, que el honrado y caballeroso de Andrés o el suave y delicadísimo de Cleto. Si alguna inclinación muestra, es aquella que Petronio atribuía con tan enérgicas palabras a las matronas de su tiempo: «Quoedam foeminoe sordibus calent.» A Sotileza, el oculto incentivo que la lleva hacia Muergo, por extraña aberración fisiológica, es la suciedad, la barbarie, el desaseo, la ingénita grosería de aquel semibruto. Con todo eso, Pereda no ha pasado la línea en materia en que tan fácil era resbalar, siguiendo las huellas de otros naturalistas; y como su franco y bien nacido ingenio no le lleva a pintar lo excepcional y monstruoso, sino a mirar con am{lxxxiii} plitud la vida, no insiste en el imperceptible punto mórbido, y logra conservar a la heroína la más arrogante y señoril castidad desde el principio hasta el fin de la obra.
Los pescadores que intervienen en la obra nada tienen del marinero idealista, del Gilliat de Víctor Hugo (pongo por caso). Su horizonte es tan estrecho como su condición, sus propósitos tan limitados como sus medios. El duelo continuo que sostienen con la mar, influye en el temple de su voluntad mucho más que en el calor de su fantasía. Su vida y su muerte tienen una simplicidad heroica, tanto más grande cuanto menos buscadora del efecto y menos sabedora de sí misma. El mar interviene como tremendo coro de tal drama, levantando y agigantando los hombres y las cosas con su presencia. Unas veces risueño, como en el día de pesca, acompaña el idilio amoroso de Andrés; otras veces es campo de palestra virgiliana para las barcas del cabildo de Abajo y del de Arriba; y en la prodigiosa galerna final parece que lleva consigo, al estrellarse contra las Quebrantas y salpicarlas de rabiosa espuma, todas las iras, todos los odios y todas las venganzas de los personajes. ¡Arte singular de Pereda: saber hacer paralelos de esta suerte los fenómenos de la naturaleza y los del espíritu!{lxxxiv}
Todo esto y mucho más podrá admirar en Sotileza quien la mire solamente bajo la razón de arte. Pero ¿qué he de decir yo, que no solamente soy montañés, sino santanderino y callealtero? ¿Qué he de decir de un libro que es la epopeya de mi calle natal, libro que he visto nacer y que casi presentía y soñaba yo antes de que naciese?
Nunca comprenderán los extraños de qué manera suenan para nosotros en el libro una porción de nombres de lugares y de personas, y qué fuentes tan escondidas van a buscar en el alma de aquellos para quienes el libro ha sido principalmente escrito, de aquellos cuyo aplauso desea Pereda más que otro alguno. Ya no morirá la calle Alta, aunque acaben de caer las pocas casas viejas que le restan en pie, porque consagrada queda en el arte hasta la menor de sus piedras. Y cuando se extinga hasta el último resto de aquella raza marinera, de la cual en otra ocasión he escrito que «en la Edad Media daba caza a los balleneros ingleses en los mares del Norte y ajustaba tratados de paz y de comercio con sus reyes», todavía vivirán en un libro de sólida e indestructible fortaleza ciertos nombres y reminiscencias que tienen virtud de conjuro, como todo lo que toca la vara mágica del arte. Otros juzgarán el libro; que yo en esta ocasión me re{lxxxv} conozco incompetente para todo lo que no sea saludar, desde lo más íntimo de mi alma, la bandera que flota sobre el libro, la bandera blanca y roja de la matrícula de Santander.
(La Época del 27 de marzo de 1885.)
Por primera vez he leído un libro de Pereda al mismo tiempo que el público, y sin estar iniciado previamente en el secreto del autor. Fue voluntad suya y mía, para que nada extraño a la obra misma preocupase mi juicio, y no hablasen en favor de ella intimidades de las que forzosamente nacen entre el crítico y el libro que va a juzgar, cuando él ha asistido a la elaboración de este libro, embriagándose con el fervor de la producción ajena, y participando de ella en algún modo. He querido por esta vez sola no saber nada de lo que Pereda escribía en Polanco este verano, y tomar su novela como obra de un extraño. He procurado olvidarme de que el autor era montañés, y entrañable y fidelísimo amigo mío desde que tengo uso de razón, y amigo de los de mi casa antes que yo naciera; y haciendo un esfuerzo, que me ha costado mucho, y que no pienso volver a repetir, he detenido mi impaciencia, que {lxxxvi} me llevaba a leer con el pensamiento antes que con los ojos las páginas de un libro, que más que libro parece fragmento de la realidad viva; y he tenido el valor de estarle aplicando por días y días eso que llaman el escalpelo de la crítica.
Y el libro ha salido triunfante de la prueba. Yo soy quien me quedo con el sentimiento de no haberle disfrutado con fruición espontánea y sincera, sin pensar ni en la crítica ni en el público, dejándome llevar sólo por la magia del relato y por las dulces memorias que en mi espíritu evocaba. ¡Duro e impertinente oficio el del que intenta razonar su propia impresión y la impresión ajena, para ahuecar luego la voz y decir solemnemente al público lo que mucho mejor sienten y mucho mejor expresaran, si tal expresión cupiese en palabras, los críticos que no escriben, los espíritus delicados y rectos a quienes no aqueja la comezón de hacer confidente suyo al público, y que por lo mismo rinden al autor, a quien admiran con admiración silenciosa, tributo más de agradecer que el de vanos artículos encomiásticos!
Pero los tiempos andan tales, y crece tanto la depravación del gusto, que empieza a ser ya deber de conciencia en todo el que clara u obscuramente profesa algún género de magisterio literario, alzar la voz cuando una obra maestra aparece, y llamar {lxxxvii} la atención del vulgo circunstante, para que no pase de largo por delante de ella, y se guarde de confundirla con el fárrago de producciones insulsas y baladíes que son actualmente el oprobio de nuestras prensas.
Por eso escribo hoy acerca de La Puchera, no precisamente por ser obra montañesa, sino por ser el mejor libro de amena literatura que en estos últimos tiempos ha aparecido en España.
Quién sea Pereda, y cuál el valor de sus escritos, no necesito yo declarárselo a un público que ya comienza, aunque algo tardíamente, a hacerle justicia y a conocerle y admirarle. Su fama, modesta al principio, y reducida al círculo de sus paisanos, es hoy universalmente española, y traspasa ya nuestras fronteras, como lo prueban recientes traducciones de novelas suyas en francés y alemán. Su carácter local le favorece mucho más que le perjudica, en el momento presente. De su aparente limitación nace su fuerza positiva. El arte, como la historia, tiene algo de concreto, limitado y relativo; lo abstracto y lo general le matan. Con razón, aunque en términos demasiados absolutos, afirmaba Goethe que en la vida de las llamadas clases altas, que son en todo país las más semejantes y las más descoloridas, no había encontrado ni un átomo de poesía. Poesía {lxxxviii} puede haber; pero anda muy oculta bajo la dura ley social, que obliga a todos a decir la mitad, cuando mucho, de lo que piensan y de lo que sienten, y que al detener en los labios la expresión pintoresca y enérgica, engendra hábitos de convención elegante y de disimulo académico, a los cuales difícilmente se allana, ni siquiera para remedarlos, una naturaleza artística tan sana, robusta y viril como la de Pereda.
Por eso, a mi juicio, erró en la Montálvez, no por culpa suya, sino por culpa del asunto. Por eso ha acertado plenamente en las dos grandes formas del idilio rústico y del idilio marítimo, que son los verdaderos timbres de su gloria. En ambos géneros, así como no ha tenido maestros, tampoco es fácil que llegue a tener rivales, a lo menos en nuestra lengua castellana.
La Puchera (título que a los lectores melindrosos habrá parecido vulgar, pero que tiene sublime explicación en uno de los capítulos de la novela) reúne ambos géneros de excelencia: es a un tiempo novela campesina y novela costeña, respondiendo al modo de ser anfibio de los habitantes de aquel rincón de nuestra provincia, donde pasa la escena; el más amado del autor, aquel con quien sus ojos están más encariñados. Los que hayan leído El sabor de la tierruca, Don Gonzalo,{lxxxix} De tal palo, tal astilla, y aquellos incomparables cuadros cortos de las dos series de las Escenas Montañesas, entre los cuales sobresale el no bastante conocido de La hila, aquí encontrarán, sin que el autor se repita, el mismo mundo de alegría franca, de plácida honradez, de salud rústica, con que ya están familiarizados. Los que han llegado a saborear otros rasgos de Pereda, todavía de más singular y exquisita literatura, de emoción trágica e intensa, de cruda expresión y ardiente colorido; los que recuerdan, quizá con lágrimas, La Leva, El fin de una raza y las mejores escenas de Sotileza, aquí hallarán la misma grandeza y el mismo brío; la misma arrogancia, casi épica, con que el autor realza y ennoblece las catástrofes vulgares y los más desdeñados esfuerzos del trabajo humano, dando nobilísimos ejemplos de una poesía verdaderamente cristiana y verdaderamente moderna.
No sé qué género de influencia poderosa y benéfica han ejercido siempre sobre Pereda, aldeano de nacimiento, los tipos de gente de mar y las escenas de pesca. Pero lo cierto es que siempre que toca a ellas se engrandece y resulta superior a sí mismo. Los personajes que entonces crea, exuberantes de vida poética, con cierta poesía salina y acre, tienen no sé qué grandiosidad y fiereza primitiva, crecida y {xc} educada con los arrullos y las tremendas caricias del mar resonante. Tremontorio y el Tuerto, el Lebrato y el Josco, son figuras de tal potencia y resalto, que en vano se les buscaría competidores aun dentro de las obras mismas de Pereda. Sobre todos ellos corre un viento de tempestad heroicamente resistida y sobrellevada con heroísmo silencioso y viril, tanto más admirable, cuanto menos consciente. Pereda sobresale en la descripción de estas naturalezas sencillas y rudas. Y lo mejor de La Puchera, lo verdaderamente incomparable, está en aquellos capítulos donde el Lebrato y su hijo intervienen, con su locuacidad el uno, con su timidez el otro, los dos con el mismo natural resignado y austero, sacudido por bruscas impaciencias en el joven, acrisolado por divina serenidad en el viejo.
En tales cuadros la vida resulta amable y digna de ser vivida, por áspera y brava que parezca. Y el mar, inmenso coro de esta humilde tragedia, parece asociarse al esfuerzo de sus domadores, entonando con ritmo pausado y solemne el himno de la paz de la conciencia, que huye del agosto del Berrugo y calienta la puchera del Lebrato.
He nombrado intencionadamente los dos mejores capítulos del libro, los que por sí solos bastarían para labrar la reputación de {xci} un artista que no tuviese tan hechas sus pruebas en este género de cuadros. El del agosto, que por la pureza clásica de sus líneas recuerda el famoso lienzo de Los segadores de Leopoldo Robert, se aparta de él hondamente por el ardor del colorido y por la embriaguez naturalista que le convierte en acabadísimo tipo de geórgica moderna. Nunca ha sido tan intrépido el estilo de Pereda, tan grande la fuerza plástica de su lenguaje, y ese raro poder de asimilación que Dios le concedió para que se hiciera íntimo de todo hilo de luz, de toda hebra de maíz, de todo zumbido de insecto, de todo rielar del agua. Hay que remontarse a Teócrito para encontrar idilio tan bello y humano como el rústico idilio de Pedro Juan y de su amada. El final del capítulo traspasa ya los lindes de lo bello, y empieza a rayar en los de lo sublime.
Lo más débil de La Puchera es, a mi juicio, la historia de Inés, del seminarista y del indiano. En la transformación de los sentimientos de Inés, hay cierto alarde de psicología un poco infantil, que no va bien con los hábitos literarios ni con las facultades dominantes de su autor, a quien le basta con su psicología instintiva y adivinatoria para crear cuerpos y almas, sin necesidad de perderse en sutiles y tortuosos análisis. El seminarista peca por otro con{xcii} cepto: es real, pero con realidad bestial y grosera, que el autor marca y acentúa con verdadero encarnizamiento y saña. Su tía vale mucho más, y a veces habla una lengua digna de la mismísima madre Celestina. El indiano, rara avis entre los indianos de Pereda, por lo sentimental, romántico y atildado, aparece como caído de las nubes, y sirve sólo para desenlazar la fábula.
He dicho que todo esto era débil, pero sólo en comparación con otras bellezas más altas. Si aisladamente se lo considera, todo está bien, todo en su punto. Pero en un libro como La Puchera, donde hay tanto oro de ley y capítulos que desde el día de su aparición deben pasar por clásicos, es lícito ser exigente y posponer lo bueno a lo mejor y lo mejor a lo óptimo. Lo óptimo es el Lebrato y su hijo, y Pilara y Quilino, y el médico don Elías, y el magnífico tipo del Berrugo, avaro supersticioso, que Balzac adoptaría por suyo, y la fantástica historia del descubrimiento del tesoro, que Walter Scott hubiera robado para su Anticuario.
Y ahora ya tiene el lector abierta la novela: no incurriré en la puerilidad de contar su argumento; me basta con haber contado mi impresión.
M. MENÉNDEZ Y PELAYO.
(El Correo del 10 de febrero de 1889.)
La siguiente novela ha formado parte, hasta ahora, de un libro titulado BOCETOS AL TEMPLE. Personas cuyos dictámenes son leyes para mí, pretenden que Los HOMBRES DE PRO deben establecerse de cuenta propia y correr solos las aventuras que les depare la suerte. Por eso aparecen aquí dando nombre a este primer tomo de mis Obras completas, en cuya impresión no se seguirá el mismo orden en que fueron saliendo a luz por vez primera, sino el más conveniente a mis propósitos, que en nada perjudican el escaso interés que puedan merecer del público mis libros.
Siguiendo los consejos de las mencionadas personas, no será la alteración hecha en los BOCETOS AL TEMPLE la única que se observe durante el curso de esta publicación. Parece ser que ha llegado la oportunidad (y no quiero desaprovecharla) de que se completen mutuamente algunos tomos de mis cuadros{2} sueltos, adquiriendo, por ejemplo, él de ESCENAS MONTAÑESAS lo que indebidamente posee el de ESBOZOS y RASGUÑOS, y desprendiéndose, en cambio, de lo que, con muy justos títulos, le reclama este su hermano menor.
Ignoro si con todos estos cambalaches y trastrueques falto a alguna ley que debe respetarse. Varios ejemplos, que recuerdo, me dicen que no; uno solo, pero de mucha calidad, afirma que ni las erratas de la primera edición de un libro deben desaparecer de las sucesivas, por respeto a los lectores que le poseen, o le han adquirido o conocido con ellas.
Mientras se ventila esta cuestión de derecho y se llega a formar jurisprudencia sobre el caso, creo yo que no debe estar prohibido en la propiedad literaria lo que es lícito y hasta recomendable en las rústicas y urbanas. Ahora, si se me dice que eso de propiedad literaria es, en España, música celestial, porque los libros son aquí primi capientis, y todo el mundo, menos su autor, puede hacer de ellos mangas y capirotes ..., ya es otra cosa.
Por de pronto, y aceptando la responsabilidad que me alcance por el atrevimiento, a mi parecer me agarro ..., y lo dicho, dicho.
J.M. DE PEREDA.
Febrero de 1884.
Docena y media de casucas, algunas de ellas formadas en semicírculo, a lo cual se llamaba plaza, y en el punto más alto de ella una iglesia a la moda del día, es decir, ruinosa a partes, y a partes arruinada ya,{5} era lo que componía años hace, y seguirá componiendo probablemente, un pueblo cuyo nombre no figura en mapa alguno ni debe figurar tampoco en esta historia.
En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el señor cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro patatas y pocas más alubias con que se alimentaba cada día.
Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por consiguiente, comían el miserable mendrugo cotidiano empapado en el sudor de un trabajo tan rudo como incesante.{6}
Todos dije, y dije mal: todos menos uno. Este uno se llamaba Simón Cerojo, que había logrado interesar el corazón de una moza de un pueblo inmediato, la cual moza le trajo al matrimonio cuatro mil reales de una herencia que le cayó de repente un año antes de que Simón la pretendiera.
Era Juana, que así se llamaba la moza, más que regularmente vana por naturaleza, a la cual debía algunos favores, no muchos en verdad; pero desde los cuatro mil de la herencia, fué cosa de no podérsela aguantar. Parecíale gentezuela de poco más o menos toda la que la rodeaba en su pueblo, y se prometió solemnemente morir soltera si no se presentaba por allí un pretendiente que, a la cualidad de buen mozo, reuniese un poco de educación, algo de mundo y cierto aquel a la usanza del día.
Simón Cerojo, que acababa de recibir su licencia de soldado, que sabía un poco de pluma y había corrido media España con su regimiento, de cuyo coronel fue asistente cinco años, y era, además, un mocetón fresco y rollizo, se creyó con todas las condiciones exigidas por la vanidosa muchacha; y se atrevió a pretenderla, no sin llevar encima, por memorial y a mayor abundamiento, en su primera visita, un reloj de cinco duros y alguna de la ropa que, como prenda «de una buena estimación y una fina amistad», le había regalado su coronel al {7} despedirle. Aceptó Juana la pretensión de buen grado, y se celebró en su día la boda, con la posible solemnidad; y como Simón, huérfano de padres años hacía, y sin pizca de parentela en el mundo, poseía en su pueblo, por herencia, una casuca con su poco de balcón a la plaza, trasladóse a ella el flamante matrimonio.
Como Simón manejaba la brocha casi tan bien como la pluma y la azuela, dando un pellizco al caudal de su mujer, blanqueó la fachada principal, pintó de verde el balcón y las ventanas y una cruz del mismo color sobre cada hueco; puso por veleta en el tejado, después de retejarle convenientemente, un guardia civil de madera, apuntando con su fusil (obra admirable y admirada, que él mismo talló), y arregló el cuarto del portal, que hasta entonces había estado sirviendo de cubil. Colocó en él, según lo previamente pactado y convenido con su mujer, un mostrador y una estantería que improvisó con cuatro tablones viejos, e invirtió el resto de la herencia en aceite, aguardiente de caña, hormillas, hilo negro, cordones de justillo y otras baratijas por el estilo. Distribuyóse todo convenientemente entre el mostrador y la anaquelería; sentóse Juana detrás del primero, muy grave y emperejilada; colocó Simón sobre la puerta principal, y mirando a la plaza, un letrero verde en campo rojo, que decía:{8}
Abacería de San Quintín,
en memoria del regimiento en que él había servido, y quedó abierto al público aquel establecimiento, tan necesario en un pueblo que hasta entonces había tenido que surtirse en la villa, a dos leguas de distancia, de los artículos más indispensables.
Por eso se celebró el acontecimiento como uno de los de más transcendencia, por aquellos sencillos habitantes, y fueron los tenderos, durante algunos días, el objeto de la admiración de todos sus convecinos; admiración que recibieron los admirados con toda la dignidad del caso: Simón, con los brazos remangados hasta el codo, de pie, y con el índice y el pulgar de cada mano apoyados sobre el mostrador; Juana, sentada detrás de éste, con el hocico plegado y los párpados muy caídos. Así al principio; y luego, con bastante más sencillo ceremonial, fueron los de la tienda recaudando poco a poco las roñosas economías de aquellos campesinos, a cambio de sus bebidas y chucherías, no cobrando siempre al contado, pero cuidando, en las fías, de sacar hasta los intereses al vencer los plazos.
Por esta razón, la casa de Simón Cerojo era la única que en el pueblo de que se trata ofrecía un aspecto bastante risueño ..., si bien se nublaba un tantico los días festivos, {9} por reunirse en ella más gente de la que dentro cabía, a jugar a las cartas y a beber algo que no se parecía al agua sino en el color. Mas eran éstas ligeras nubéculas que trataba de disipar el señor cura con algunas pláticas oportunas desde el altar mayor, aunque sin conseguirlo; pero que jamás (sea dicho en honor de aquellas buenas gentes) dieron que hacer cosa alguna al juzgado de primera instancia.
Ya irá comprendiendo el lector por qué al decir que todos los vecinos del consabido pueblo comían el pan amasado con el sudor de su rostro, exceptuamos a Simón Cerojo.
Es de advertir que éste era la persona más notable del pueblo, no solamente por su condición de comerciante, de hombre de pluma y de campanudo consejo, sino por estar agarrado a buenas aldabas, o séase por privar con gente de mucha soflama.
En efecto: ya se ha dicho que Simón fué durante cinco años asistente de su coronel, y que le despidió colmándole de atenciones, y, al decir del licenciado, de pruebas «de una buena estimación y una fina amistad». Pues sépase ahora, y es la verdad, que a pesar de haber sido ascendido a general en menos de dos años, por no sé qué ni cuántos pronunciamientos, el tal señor coronel no se desdeñaba de responder muy atento a las cartas en que Simón le enviaba la enhorabuena, ni le escaseaba las ofertas de ha{10} cer algo por él cuando fuese necesario; ofertas que cumplió en dos ocasiones, en las cuales el ex asistente le puso a prueba, no muy dura por cierto, en beneficio de dos convecinos suyos que se creyeron atropellados por la Administración de Hacienda.
—Y ¿cómo Simón—se nos preguntará—estaba al tanto de esos ascensos y de esas evoluciones de su antiguo jefe, viviendo en aquel humildísimo rincón?
Para responder a esta pregunta, hay que poner de manifiesto algo que Simón no mostraba a sus convecinos; y como yo había de denunciárselo al lector más tarde o más temprano, lo haré en este momento, y eso tendremos adelantado.
Había en la naturaleza de Simón algo refractario a lo imposible. Para él, dentro de lo humano, todos los hombres eran capaces de todo; y si cuando le tocó la suerte de soldado alguien le hubiera dicho en broma «adiós, mi general», él, encogiéndose de hombros, de seguro habría contestado muy serio para sus adentros: «¿Quién sabe?...»
No por esto le asustó su condición de soldado raso mientras sirvió de asistente a su coronel. El cómo y el cuándo no preocupaban a Simón gran cosa. Gustábale mucho viajar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; y viendo aquí y escuchando allá, fue familiarizándose con ciertas cosas y acontecimientos, pero sin enamorarse de {11} ellos. De este modo, al tomar su licencia en Madrid, salió hacia su pueblo sin penas ni alegrías; y al mirar a la corte desde lejos, envióle una despedida que tanto podía significar «adiós para siempre», como «hasta la vista».
Sentía, sin embargo, dentro de sí mismo, aunque muy poco pronunciada, una afición especial: la política; y el temor de perderla de vista, era lo único que le hacía poco placentero el recuerdo de su pueblo. No necesito decir que la política que amaba Simón era la callejera, la política de las noticias. Esta le embelesaba tanto, que haciendo una calaverada, como él decía, invirtió una parte de la rumbosa gratificación que le hizo el coronel al despedirle en la suscripción a un periódico noticiero y baratito, que no le faltó un solo día después de llegar a su casa. He aquí por qué estaba al tanto de los ascensos de su coronel.
Era Simón de voz sonora, reposado en el hablar, de palabra rebuscada y frase difícil; pobre de imaginación, por ende, y no muy sutil de entendimiento; muy aficionado a perorar, y liberal de conveniencia, si es que tenía alguna opinión política. Y digo de conveniencia, porque en sus expansiones con el coronel solía decirle: «Me gustan los liberales porque con ellos hablan todos y de todo cuanto les da la gana. No estoy yo, como los otros, porque sólo hablen de ciertas cosas los que lo entienden.»{12}
Instalado Simón en su pueblo, como sabemos, se guardó muy bien de ocuparse en otra cosa que en su familia y su negocio. Pero ¿le tomó tanto cariño a este último, que estuviese resuelto a seguir explotándole mientras a ello se prestase? No por cierto. Antes al contrario: a medida que se iba haciendo independiente, iba mirando con menos apego los reducidos horizontes de la aldea.
No se acentuaba en él una ambición determinada, quizás porque se creía capaz de todo, en teniendo alas con que volar. Pero todavía no le atormentaba la prisa; y esto podía consistir en que tenía que ocuparse en refrenar la que devoraba incesantemente a su mujer, que volaba en ambiciones mucho más alto que él. Simón, cuando menos, tenía la habilidad o el privilegio ingénito de saber disimular. Juana, por el contrario, se había hecho insufrible. Despachaba detrás del mostrador con más humos que un ministro en su poltrona, recibiendo a sus parroquianos con un hocico y unos dengues como una señorona de horca y cuchillo. Indignábale la osadía de los muchachos que, a veces y por curiosear, asomaban la cabeza dentro del establecimiento, y prohibía severamente a su hija, niña de tres años, jugar con sus conocidas, por no haber entre ellas ninguna de su parigual.
Un día dijo a su marido, que estaba me{13} ditabundo, sentado junto a ella detrás del mostrador:
—Simón, la verdad es que esto se va poniendo cada vez más inaguantable.
—¿Eh?—respondió Simón, un tanto azorado, como si le hubieran descubierto un secreto.
—Quiero decir que tú y yo estamos siendo los cerineos de todo el pueblo, y que el oficio no tiene nada de divertido.
—Pues no te entiendo, Juana—repuso Simón, disimulando el placer con que entraba a discutir aquel punto.
—Digo que esta casa es el paño de lágrimas de toda esa gentuza. Que un vecino no tiene que comer; pues aquí a empeñar la manta o el jergón. Que otro necesita un par de pesetas; aquí a vender el grano. Que otro quiere un empeño para allá arriba; aquí a buscar la carta tuya. Que a una le pega el marido una paliza; aquí al vuelo a llorar la lástima. Que me echo yo un refajo nuevo; aquí en seguida a saber lo que me costó, y en qué tienda de la villa le compré.... Que el medio cuarterón de aceite, que los dos cuartos de hilo, que la moneda roñosa, que la fía.... Vamos, Simón, que esto es un laberiento que acaba conmigo.
—¿Y nada más?—díjola Simón con mucha flema.
—¿Y te parece poco?
—Pues ven acá, mal pecao, y dime: sin {14} ese cuarterón de aceite, y esos dos cuartos de hilo, y ese grano comprado a lance, y el empeño de la manta, y el servir a todo el que se presenta, si se puede y vale la pena, ¿qué sería de nuestros intereses? Acuérdate que cuando nos establecimos, apenas había en casa cuatro mil reales mal contados. ¿Te dejarías hoy ahorcar por treinta mil?
—Cierto es eso, Simón, y no me quejo yo de la fortuna.
—Pues ¿de qué te quejas entonces?
—Quiero decirte que sin tanto trabajo como el que aquí tenemos, podíamos hacer más ..., pinto el caso, en otra parte.
—¡Conque en otra parte!... Y ¿cómo? ¿Se te figura a ti que estos cuatro cachivaches que uno tiene en casa van a producir más en otro lado, donde haya que pagar la tienda y hasta el agua que uno beba?
—Claro que no. Pero decía yo que si con esto que ya tenemos y, pinto el caso, un estanco que te sacara el general ... en la villa....
—Aguárdate un poco—dijo Simón, fascinado de repente con la indicación de su mujer—. No había dado yo en lo del estanco.
—Y de este modo—continuó Juana, explotando aquella favorable actitud de su marido—podríamos enseñar algo a la niña para el día de mañana, si la suerte quiere favorecerla con un buen acomodo.... Porque {15} aquí, ya ves tú que nada bueno puede aprender.
—¡Que estamos conformes, mujer!... Pero....
Y Simón se rascaba la cabeza y fruncía la boca.
En esto entró el señor cura, venerable viejecito, a comprar dos cuartos de hilo negro para recoserse la sotana.
—Más a tiempo no podía usted llegar, señor don Justo—le dijo Simón.
—Pues ¿que ocurre?—preguntó el cura.
—Algo muy serio para nosotros—respondió Simón ingenuamente.
—Que no le importa un rábano a nadie de fuera de esta casa—saltó Juana con acento brusco, temiendo que la intrusión de un tercero pudiera torcer la marcha de aquel asunto que tan a su gusto caminaba.
—Pues quedaos con Dios—dijo el señor cura, que ya conocía el humor de Juana, disponiéndose a salir de la tienda.
—Poco a poco, señor don Justo, y usted perdone—dijo Simón deteniéndole—, que para estas ocasiones son los consejos de los hombres de saber.
—Pues aconséjate de tu mujer—repuso el cura—, que parece no necesitar consejos de nadie.
—Mi mujer, que quiera que no, tomará el que usted le dé—añadió Simón mirando con firmeza a Juana.{16}
Hizo ésta un gesto de desagrado, y continuó su marido:
—Es el caso, señor cura, que quisiéramos trasladarnos a la villa con la tienda y algo más que pudiéramos añadirla.
—Si ese es vuestro gusto—dijo el cura,—¿quién os lo ha de impedir?
—No se trata de eso, sino del temor que yo tengo de que cambiemos, como el topo, y usted perdone la comparanza, los ojos por el rabo.
—Pues si temes eso, ¿por qué te quieres mover de aquí?
—Es que, por otra parte, parece que nos conviene ir a la villa.
—Pues entonces id benditos de Dios.
—No me explico bien, señor don Justo.
—Pues explícate mejor.
—Voy a hacerlo sin rodeos. A usted ¿qué le parece? ¿Nos conviene o no nos conviene salir de aquí?
—Antes de responder a esa pregunta, necesito que tú me respondas a otra.
—A cuantas usted quiera, señor cura.
—Pregunto, pues: ¿es sólo el deseo de acrecentar vuestras ganancias, extendiendo el comercio y la parroquia, lo que os mueve a abandonar este pacífico rincón, o hay en vosotros alguna otra ambición de distinto género?
Al sentir esta estocada al pecho, Simón miró a Juana, Juana miró a Simón; y el se{17} ñor cura, mirando al uno y a la otra, adivinó lo que, al cabo de un rato y después de sonreír y vacilar mucho, contestó Simón en estas palabras:
—Ya veo, don Justo, que para usted no hay secretos ni disculpas. La verdad es que tenemos una niña que no puede educarse aquí como nosotros quisiéramos. Por otra parte, Juana, como no ha nacido en este pueblo, no le tiene gran ley que digamos.... Además de que también yo tengo acá en mis adentros cierto escarabajeo que ... en fin, señor cura, ya sabe usted que la paloma no vuela a su gusto en el palomar.
—No te hacía yo pájaro de tan alto vuelo, Simón—dijo don Justo con sorna.
—Es un decir, señor cura—añadió Simón algo confuso—. Por lo demás, esto es todo lo que tenía que decirle a usted. Conque hágame el favor de darme su parecer sin reparos ni miramientos.
—Pues sin miramientos ni reparos voy a dártele desde el fondo de mi corazón, en vista de lo que me dices ..., y de lo que te callas, y, sobre todo, de que me le pides:
Lleváis aquí cuatro o cinco años de establecidos, y en ese tiempo habéis hecho una fortuna que os permite ser las personas más independientes del pueblo. Todos en él os necesitan, casi todos os respetan y muchos os envidian. Dejar esto, que es seguro y positivo, por la esperanza ilusoria de otra cosa {18} mejor, téngolo por verdadera temeridad a más de insigne ingratitud. Dados vuestros antecedentes, vuestra procedencia, vuestra educación, concededme, y no os ofendáis por ello, que lo probable, lo racional, lo seguro, es que no hagáis en parte alguna papel más alto y más airoso que el que hacéis aquí. Y en cuanto a la educación de vuestra hija ..., ¿qué he de deciros? Yo tengo para mí que el mejor colegio para una niña es una buena madre; especialmente cuando la niña, como la vuestra, se ha envuelto en toscos pañales y no conoce otras grandezas que las que Dios ha impreso en sus obras. Tal es mi parecer, en substancia; y si aún os resulta largo, os le condensaré en dos axiomas, que no por ser vulgarísimos, dejan de ser muy dignos de que meditéis sobre ellos:
La piedra movediza no cría moho.
Más vale ser cabeza de ratón que cola de león.
Pensativo dejó al matrimonio el desengañado parecer de don Justo; pero todavía se atrevió Simón a hacer este pequeño reparo:
—En todo caso, señor cura, siempre nos quedará el recurso, si nos pinta mal fuera de esta casa, de volvernos a ella con los trastos.
—¡Por supuesto!—dijo con ironía don Justo—. Al salir de aquí dejáis a la fortuna clavada detrás de la puerta, hasta que vol{19} váis a decirla que os ampare. ¡Como si no hubiera otros que se aprovecharán de ella en cuanto vosotros la abandonéis! ¡Inocentes!
Volvió a mirar Simón a su mujer, como preguntándola: «¿qué te parece de esto?»; pero con tal mirada y tal semblante le contestó Juana, que, no pudiendo aquél resistirla sereno, volvió sus ojos al señor cura, y le dijo por decir algo:
—Lo pensaremos, señor don Justo.
—Y haréis bien—replicó éste.
Y como había leído muy claro en la última mirada de Juana a su marido, comprendiendo que estaba allí de más, concluyó con estas palabras:
—Conque, hijos míos: dicho lo dicho, me largo a mis quehaceres; pero conste que no me he mezclado en vuestros asuntos hasta que lo habéis solicitado, y no dudéis que aquí o dondequiera que la fortuna os coloque, no han de faltaros mis pobres oraciones ni mis deseos de que Dios, autor y dispensador de toda felicidad, os la dé tan cumplida como duradera.
—¡Amén!—dijo Juana en un arranque de despecho, mientras salía de la tienda el santo varón.
Simón se quedó pensativo.
Iba, de fijo, a promoverse un altercado entre la mujer, que estaba dominada por el demonio de la impaciencia, y el marido, que {20} no lo estaba tanto, cuando entró la niña llorando en la tienda.
—¿Qué tienes, hija del alma?—le preguntó Juana entre iracunda y alarmada.
—Te me peló ... Titina ... la del Toco.... Hi, hiiii ...
—¿Que te pegó Cristina la del Cojo, hija mía?—dijo Juana, único intérprete capaz de traducir al castellano aquellas palabras, dichas por la media lengua de la inocente—. ¿Y por qué te pego, ángel de Dios?
—Hi ... hiii.... Polque telía tugal tomigo, y yo ..., hi, hiii ..., no telía tugal ton ella, y ... y ... y la llamé piojosa.
—¡Hiciste bien en llamárselo, hija mía! ¿Quién es ella para ponerse a jugar contigo?—exclamó, en un sincero arranque de soberbia, la mujer de Simón—. Y si después de esto no saca tu padre al suyo los ojos, o el dinero que le debe, te digo que no tendrá sangre ni vergüenza. ¡Miserables! ¡Tras de que si no fuera por uno, se morirían de hambre!... ¡Y todavía hemos de andar aquí en contemplaciones, pedriques y gazmoñerías, para hacer lo que nos dé la gana de nuestra hacienda! |Ah, si yo tuviera los calzones!...
Disponíase a responder Simón a Juana desde la puerta, contra la cual estaba recostado, mirando a la calle, cuando salió botando, de hacia la cocina, un perrazo de áspero y sucio pelaje, con una morcilla chorreando {21} caldo entre los dientes. Iba a enfilar la puerta como una exhalación; pero viéndola ocupada por el amo, saltó sobre el mostrador, sin duda para que le sirviera de trampolín; y derribando y haciendo añicos media docena de vasos y una botella, cruzó el espacio como un cohete; pasó, sin tocar, sobre la cabeza de Simón; cayó en la calle, sin soltar la morcilla, por supuesto, y desapareció en la calleja inmediata.
—¡El perro del sacristán!—gritó Simón al verle, disponiéndose a coger una tranca.
Pero todo fue inútil: la aparición del animal, el desastre del mostrador, el salto sobre Simón y el desaparecer en la plaza, fué obra de un solo instante.
Juana alcanzaba el cielo con las manos al contemplar los destrozos causados por el perro ladrón.
—¡Y esto es de todos los días!—gritaba fuera de sí.
—Yo te aseguro—gruñía Simón—que he de hacer pagar caro a su amo este estropicio.
—¡Sí!—decía Juana—; como la media libra de tocino que te robó de entre las manos el otro día ese mismo demonio de animal! ¡Como el pollo que me sacó de la tartera antes de ayer el gato del enterrador! ¡Como el grano que se zamparon ayer en el desván las gallinas del vecino! ¡Como tantas otras cosas que se nos van por arte del demonio!{22}
Y como todo lo convertía al punto en substancia aquella impetuosa mujer,
—¡Cuando te digo—concluyó—que no se puede vivir en este pueblo!, ¡que nos han de dejar en él sin camisa y sin salud!
—La verdad es—refunfuñó Simón—que se le acaba a uno la paciencia para bregar con esta gente.
—Eso te estoy predicando yo todos los días, y no me haces maldito el caso.
—Más de lo que a ti se te figura.
—Poco se te conoce.
—Porque me gusta más hablar a tiempo que hablar mucho.
—Pues ¿a qué esperas, alma de hielo?
—A que me saque el general el estanco en la villa, que voy a pedirle hoy mismo.
—¡Acabaras, con dos mil demonios!—exclamó Juana en un desahogo de insensata alegría.
—Las cosas, mujer, han de seguir su marcha natural—dijo Simón con acento solemne y reposado, como si hubiera consignado una gran sentencia—. Te aseguro—añadió en tono aún más campanudo—que esto del perro me ha llegado al alma, y que me pesa en ella mucho más que las palabras del señor cura.
No hay que reírse de esta ocurrencia de Simón, que a razones de igual peso suelen agarrarse ciertas pasiones para triunfar del {23} corazón humano cuando éste desea ser vencido.
Algunos días después vió el vecindario dos carros enrabados a la puerta de la abacería; luego vió cargar en uno de ellos las aceiteras, los barriles, los cacharros, las chucherías de la tienda, ¡hasta los estantes y el mostrador!; vió en seguida cómo en el otro carro se colocaron los colchones, las camas desarmadas, la batería de cocina ..., todo el ajuar de la casa de Simón; cómo se acomodaron en un hueco dejado al efecto sobre los colchones, Juana y su niña, después de haberse restregado la primera los zapatos contra el suelo repetidísimas veces, mirando al mismo tiempo a todas partes, cual si quisiera, con alarde tan necio, dar a entender que hasta el polvo de aquel suelo la ofendía; vió la gente también cómo, después de sacar hasta la escoba, cerró Simón la puerta y se guardó la llave en el bolsillo, y luego ponerse en movimiento los carros, a los cuales seguía Simón, saludando con gravedad a cuantas personas le despedían desde lejos con un movimiento de cabeza; no vió una sola vez asomar la de Juana fuera del toldo bajo el cual iba; y vió, por último, que los dos carros y Simón, que marchaba siempre junto a ellos, después de atravesar la plaza, tomaron el camino de la villa y desaparecieron en él.
Esta villa era como todas o la mayor parte de las villas de España: un mal remedo de ciudad, sin dejar de ser aldea; o mejor, todo lo malo de la aldea y de la ciudad, sin tener nada de lo bueno de ellas. No tenía de la aldea la holgura, ni la independencia, ni el horizonte, ni el aire puro, ni el sol esplendoroso, ni los aromas, ni el plácido aislamiento; pero sí sus miserias, sus vecindades, su escasez de recursos, su soledad, su desamparo, su pequeñez. No tenía de la ciudad los monumentos, los espectáculos, la policía, la provisión de todo, la cultura, las comodidades; pero sí sus etiquetas, sus necesidades, sus estrecheces, su esclavitud, sus pestilencias. Regía allí la ley de razas, si no por colores, por posiciones o categorías, y se guardaban las distancias hasta en la casa de Dios, único punto de la tierra en que es {26} un hecho la decantada igualdad social, menos cuando se trata de esos ridículos términos medios entre la confusión de las grandes poblaciones y la tranquila sencillez de la vida campestre.
Remedo de aquella presuntuosa sociedad era el pueblo mismo. Lleno de tiendas de gran fachada, no se vendía en ellas lo más indispensable para la vida que allí hacía la gente encopetada; gruñían y se revolcaban los cerdos en las calles mal empedradas; pastaban las aves de corral en las grietas de las aceras y en los rincones de la plaza, y en el campo inmediato, mitad jardín y huerta, mitad de labranza, ni esponjaban las flores, ni maduraba la fruta, ni el trigo espigaba, ni el heno crecía.
Por todo este conjunto desentonado y angustioso, habían trocado Simón y Juana su pintada casita de aldea, sus hermosos horizontes y sus floridos linderos, cuatro años antes del momento en que el lector y yo entramos en la villa de que se trata.
Corría el mes de mayo a la sazón, y el follaje, los pájaros, las flores y el céfiro que los columpiaba, llenaban toda la campiña. De todos estos primores de la naturaleza, sólo alcanzaba a la villa tal cual penacho de mortecinas flores, que algunos frutales raquíticos dejaban ver sobre los mohosos lomos de esta y de la otra tapia, aun en las calles más céntricas, como anuncio burlesco de {27} una fruta que no había de llegar a la madurez.
Tenía aquel pueblo también, como todos los pueblos, como todos los hombres, su especialidad, su fatalidad invencible, su anankée insuperable, como diría Víctor Hugo. Este anankée era un regato, el cual regato nacía en un cerro vecino; y dejando morirse de sed durante el verano a la pobre campiña que atravesaba, tenía la desvergüenza de inundar varias veces cada invierno, y merced a las aguas que le prestaban las lluvias y las destilaciones del cerro, la parte más baja de la villa a cuya proximidad pasaba.—Aquel regato, los desmanes de aquel regato, el partido que podía sacarse de aquel regato encauzado convenientemente, eran la pesadilla y el tema sempiterno de todos los municipios de la villa y de sus más reposadas deliberaciones.
La cuestión del regato reaparecía nueva y palpitante de interés entre el vecindario a cada Congreso que se constituía en Madrid, a cada municipio que se elegía en la villa, a cada gobernador que se cambiaba en la capital de la provincia. Y dicho queda con esto que la tal cuestión apenas se olvidaba un punto.
¡Y era de oír cómo se hablaba entre aquellas gentes de canalizar, de fecundizar, de obras de fábrica, del curso del río, de empalizadas, murallones y otras magnitudes por {28} el estilo, ni más ni menos que si trataran de dar nuevo cauce al Amazonas, o de poner un dique a los furores del Atlántico, cuando, en rigor, todo estaba reducido a retorcer el cauce del regato, junto a la villa, en un trayecto de cuarenta varas, de dos de anchura por otras tantas de profundidad!
Esta era la necesidad más apremiante; y era otra, bastante urgente, la de abrir algunos canales de riego, por los cuales se distribuyera convenientemente el caudal del arroyo en invierno, a fin de que empapase toda la campiña por igual, de modo que en verano conservara alguna frescura, ya que en tan calorosa estación todo canal era inútil, puesto que se secaba el regato hasta su origen, y no corrían por su cauce otras cosas que las nubes de polvo que levantaba el viento, las lagartijas y las cucarachas.
Cabalmente el día en que nosotros entramos en la villa con esta narración, había en las Casas Consistoriales reunión de contribuyentes para tratar de este perdurable asunto, con motivo de haber ido a las Cortes un diputado natural de un pueblo inmediato, al cual representante iba a encomendarse la tarea, no floja, de conseguir del Gobierno la protección tantas veces intentada en vano por el vecindario de la villa.
Estaba el salón de bote en bote, como decirse suele; pero figurando en los bancos de preferencia, inmediatos a la comisión, el se{29} ñorío, o sea la gente de levita, aunque allí la gastaban casi todos.
Abierta la sesión, y después de leída la exposición de razones que se elevaba a la consideración del Gobierno, dijo el presidente:
—Creo, señores, que en esto todos estaremos conformes. Que las crecidas del río perjudican a la población, y que el canalizarle aprovecharía a la campiña no puede negarlo nadie.
—Conformes—dijeron todos.
—Medios que se proponen para llevar a cabo esta empresa—continuó el presidente—: Que pague el Gobierno la mitad de los gastos calculados, y la otra mitad el pueblo.
—Conformes—contestó la concurrencia.
—Recursos con que cuenta el pueblo para pagar su parte, y cuya aprobación solicita—añadió el presidente hojeando la instancia en borrador, que estaba sobre la mesa—. Primero: la demolición de la capilla de San Roque que se halla a la vera del río ... Señores—dijo volviéndose al auditorio, en ademán resuelto—: La comisión ha tenido presente, al hacer esta proposición, la proximidad de la capilla al sitio en que ha de abrirse el nuevo cauce; los sillares y la madera que puede darnos para la obra de fábrica que está indicada allí mismo, y el dinero que han de valernos los ornamentos y {30} las esculturas, sacados oportunamente a remate. Se me dirá por algunos que en esa capilla se dice la primera misa en los días festivos, por lo cual es, hasta cierto punto, una necesidad para el vecindario la conservación de ese pequeño templo; pero, señores, lo cierto es también que esa necesidad es puramente moral, al paso que la otra se toca y se palpa, y afecta a la hacienda y hasta a la vida de muchos de nosotros; de nosotros, señores, que somos muy liberales.... Digo, por tales os tengo ... (Voces estrepitosas: ¡Sí, sí!) Pues bueno: si, como liberales que somos, no nos pagamos de ciertas preocupaciones añejas ... (Voces: ¡No, no!), ¿a qué desechar ese recurso, cuando con él podemos remediar en gran parte la calamidad que nos aflige cuatro, cinco y seis veces cada invierno, y, en sentido inverso, todo el verano? (Muchas voces: ¡Abajo la capilla de San Roque! ¡Abajo los curas!) ¡No tanto, señores, no tanto!; con la capilla hay bastante por ahora. (Bravos frenéticos en la sala.) Ábrese discusión sobre este asunto.
Momentos de silencio, durante los cuales pudo creerse que todos estaban conformes con la opinión del presidente, o que nadie se atrevía a manifestar otra distinta.
Creyendo lo primero, iba a dar la comisión por aprobada la base, cuando se levantó un pobre cura, viejo ya, y achacoso como viejo, que había obtenido voz, pero no voto, {31} en el salón, por una especial merced de los congregados, a protestar contra las palabras del presidente. Demostró, en voz cascada y lenta, pero impávido, primero: que era una superchería lo de que la demolición de la capilla pudiese proporcionar los recursos a que se refería el presidente; que no había en el edificio más sillares que los pequeñísimos y carcomidos de la puerta; que los ornamentos no valdrían, en subasta, dos pesetas, y que no llegarían a treinta reales las esculturas del pobrísimo y desmantelado altar. Esto lo demostró como dos y dos son cuatro. Segundo: que aun en el caso de ser ciertos los risueños cálculos del presidente, la fe de un pueblo católico, las santas tradiciones, las exigencias del culto divino, el respeto al derecho de los demás y a la ley común, exigían que no se procediese tan de ligero en un asunto tan grave, siquiera porque no se dijese por algún malicioso que se obedecía a un resabio de partido más bien que al rigor de una apremiante necesidad.
Todo lo cual valió al pobre sacerdote una tempestad de murmullos, entre los cuales tuvo que sentarse, abandonando en seguida el salón, por no autorizar con su presencia la discusión de un punto para él indiscutible.
Por segunda vez iba a darse por terminado el asunto, cuando pidió la palabra un {32} hombre joven, rechoncho, de escasa frente, pero de mucha cara, abultado de pecho, ancho de espaldas, muy atusado de pelo y crespo de bigote, grueso de manos y amanerado en el vestir. Aquel hombre era Simón Cerojo, que tenía ya toda la gordura y todo el lustre, y aun todo el traje, propios de un tratante en caldos que va en próspera fortuna, pero que no ha llegado todavía a la mitad de su carrera.
—Señores—dijo Simón, después de carraspear mucho y de atusarse el pelo no poco—: Yo, el más incompetente y el más ... y el más ineto (Risas hacia los bancos de la comisión), y el más ineto, digo, de los presentes que aquí estamos, me levanto a terciar en este debate, ya que nadie ha querido hacerlo después que usó de la palabra el dino señor cura. (Risas y jujeos a su lado.) Sí, señores, dinísimo ... (Risas generales.) ¡Dinísimo digo, y circunspecto añado. (Carcajadas.) Pero voy al caso. Dice el señor presidente que el interés moral no es quién contra el interés material y del momento. No diré que no tenga razón el señor presidente; pero tampoco diré que la tenga. (Más jujeos.) Me explicaré, señores; que, por lo visto, aquí todos son eruditos y saben latinidades. (Risas de levita y aplausos de chaquetón) Que es respetable la necesidad de echar el río por otra parte, y respetable la cantidad que valga la ermita después de de{33} rribada, y respetables los materiales que proporcione para la obra: concedido. Pero se dice: «No es respetable el interés moral.» Yo no diré que lo sea; ¡pero las aparencias tan siquiera, señores; las aparencias! (Risotadas acá y allá.)
Reirvos lo que queráis, si eso vos engorda, que yo por ello no he de ser ni menos contingente ... (Asombro), ni menos liberal. (Sensación.) Decía, señores, que debemos salvar las aparencias, ya que no pueda salvarse la ermita de San Roque. Yo soy cristiano, tan cristiano como el que más ... Rumores. Sí, señores, tan cristiano como el que más; pero más liberal que el primero que se presente. (Estrepitosos aplausos.) Y claro está que mi concencia no se asusta porque haiga una iglesia más o menos ...; ¡porque yo no soy de esos fariseos que especulan con la religión!... Frenéticos aplausos, ¡ni tampoco de esos otros que no quieren nada con ella! (Rumores.) Me gusta vivir bien y ser tolerante con todos. Por eso soy buen cristiano ... (Murmullos), ¡buen católico!... (Risas) ¡y buen liberal! (Aplausos. El orador se limpia la cara con el pañuelo, y pide un vaso de agua con anisete, que no le sirven.) Repito que si el derribo de la capilla es tan necesario como se dice, que se lleve a efecto; pero que no se desoigan las palabras del señor cura, que, al cabo, todavía hay muchas almas que le escuchan. ¿Cómo {34} yo había de oponerme a ningún proyecto de interés general? Que caiga la ermita, si está de Dios que ha de caer; pero que caiga con el respeto debido a los que se oponen a ello. Esto es lo que quería yo decir ..., porque yo soy muy contingente, muy tolerante y muy liberal. He dicho. (Aplausos, risotadas y murmullos. El orador recibe las felicitaciones de algunos colegas; vuelve a limpiarse el sudor con el pañuelo, y escupe pegajoso varias veces en medio de la sala.)
No habiendo quien quisiera ilustrar más el asunto, púsose a votación, y fué aceptado casi por unanimidad lo propuesto por la comisión.
Y continuó el presidente:
—Segundo medio de arbitrar recursos: «Se autoriza al municipio para imponer a los artículos de beber y arder un recargo de seis por ciento.»
—Eso no, ¡voto al demonio!—dijo Simón Cerojo, poniéndose de pie sobre el banco y echando espumarajos de ira por la boca, contra su mesura, su tolerancia y su contingencia acostumbradas.
—¡Lo mismo digo!—gritaron otras muchas voces alrededor de Simón—. ¡Fuera ese artículo! ¡Abajo la comisión!
—¡Orden!—gritaba el presidente dando bastonazos sobre la mesa.
—¡Afuera la canalla!—vociferaban los señores propietarios, encarándose con la masa tabernera.{35}
—¡Abajo los tiranos!—gritaban algunos caldistas desde lo último de la sala—. ¡Viva el pueblo que trabaja!
—¡Viva el duque de la Victoria!—gritó un zapatero.
—¡Orrrden!
—¡Abajo los de arriba!
—¡A la calle los de abajo!
—¡Orrrrrdeeennn!
Y nadie se entiende allí, porque todos gritan y se revuelven y manotean, armándose un tumulto tan espantoso, que me río yo de los que se promueven cada día en el «templo de nuestra Representación nacional».
Al cabo de media hora, y sin duda por cansancio, se calma la tempestad.
—Es digno de observación, señores—dijo entonces el presidente—, lo que acaba de pasar aquí. Un hombre que, según él mismo nos ha dicho, es todo tolerancia, todo moderación y todo contingencia (Risas), es cabalmente quien ha amotinado el salón en cuanto ha visto que se tocaba al pelo, no más, de sus intereses particularísimos. (Simón Cerojo pide la palabra para una alusión personal.) ¡Así es, señores, el patriotismo de algunos hombres! Y no digo más.
—Señores diput ..., digo circunstantes: cumple a mi hombría de bien, a mi lealtad y a mi ... contingencia (Risas) dejar bien claro este punto. Yo no me he rebelado con{36} tra la base que se ha leído sólo por lo que toca a mis intereses, sino por lo que no toca a los de los demás. (Murmullos.) Me explicaré. Se trata de hacer una obra que beneficie los terrenos que hoy cruza el río, y se propone que la paguemos, en su mayor parte, los que tratamos en artículos de beber y arder ..., precisamente los que no tenemos media libra de tierra en la campiña. Contra esto me rebelo, porque no es justo. Pero tampoco es nuevo en este pueblo ese modo de proceder, y por lo mismo que no es nuevo, y ya estoy cansado de arrimar el hombro para que otros suban a lo alto, es por lo que me rebelo con más empeño. (Aplausos hacia abajo. Murmullos hacia arriba.) Yo soy muy liberal, pero no consiento que nadie me pise y me atropelle; y también muy tolerante, pero no a costa de mis intereses, que son el pan, y el sustento, y la ... contingencia intelectual ... (Jujeos) de mi familia. Yo pagaré la parte que me corresponda para echar el río por otro lado, de modo que no toque a la villa, que al cabo, y bien sabe Dios por qué, en ella vivo; pero el que quiera buenas tierras y bien regadas, que lo sude de su bolsillo. (Aplausos entre los caldistas.)
—El señor Cerojo—dijo con retintín un personaje muy soplado de la sección de propietarios—, y los demás taberneros que le rodean, no son muy partidarios de que se {37} aleje el río, o mejor dicho, el agua que lleva, de sus establecimientos. No me extraña.
—Oiga usté, sió pendón—respondió un caldista, asaz mugriento y desengañado—, ¿piensa usté que, aunque pobres, vivimos aquí de estafar a inocentes, como hace algún señorón que yo me sé?
—¡Al orden, señores!—gritó el presidente deseando torcer el sesgo peligroso que tomaba el debate.
—Yo no sé cómo piensan en esto mis cólegas—objetó Simón, afectando desdén hacia las palabras del propietario—; pero sé cómo pienso yo, y por eso he dicho lo que dije; y ahora añado que siempre somos la carne de pescuezo en este pueblo, los pobres artistas; que lo bueno, lo cómodo y lo de lustre, allá se lo reparten los manates. Entonces no se cuenta con nosotros ni para un triste saludo de cortesía, porque lo tienen a menos; pero cuando se trata de sacar dinero ... (Protestas de arriba), se nos busca y se nos mima. (Aplausos abajo.) Y esto es insufrible, inominioso para nosotros; y yo reniego ya hasta del día en que puse los pies en la geografía de este pueblo.
—¡Señor Cerojo, señor Cerojo!—gritó el presidente sin poderse contener por más tiempo—, esas palabras son indignas de este sitio y de esta concurrencia, y yo espero que usted las retirará espontáneamente.
—Yo no tengo nada que retirar más que {38} a mi persona, que voy a retirarla de aquí ahora mismo.
—No será sin que antes le demuestre yo, con una prueba sencillísima, todo lo importuno que ha sido su enojo, todo lo inconveniente que ha sido su conducta, ya que no se lo ha dado a entender la muy diferente y digna que han observado otros señores comerciantes que se hallan aquí presentes.
—Es que a esos señores no se les ha pedido nada.
—Eso es lo que usted no sabe.... ¡Señores, para que se comprenda toda la intemperancia del señor Cerojo y sus amigos, baste saber que de la base que tanto le ha sulfurado, no se ha leído más que la mitad! (Atención general.) La otra mitad dice así: «... y otro recargo de tres por ciento sobre la clavazón y quincalla (Protestas de los quincalleros), paños del reino.... (Enérgicos rumores entre los pañeros), y otros artículos de vestir y calzar.» (Alaridos en varias partes del salón.)
—¡Ahora no soy yo el intemperante, señor presidente!—vociferó Simón, dominando con dificultad el tumulto que empezaba a reinar en la sala.
—¡Orrrdeeen, señores!—gritó el presidente.
—¡Justicia era mejor!—le contestaron muchas voces.{39}
—¡Catalana hay que hacerla en este pueblo!—añadieron otras.
—¡Orrrrdeeeen!
—¡Afuera esa gentuza!—gritaron otra vez los propietarios.
—¡Abajo la comisión!
—¡Y los que quieran engordar a la sombra de ella!
—¡Vivan los pobres honrados!
—¡Viva el duque de la Victoria!—volvió a gritar el zapatero.
—¡Orrrdeeen!
—¡Canalla!
—¡Ladrones!
Y se repite el tumulto, y la cosa se pone seria, y los prudentes desaparecen, y el presidente, enronquecido ya, sube sobre la mesa y logra hacerse oír breves momentos.
—Señores—dice—: Por la centésima vez en mi vida presencio este espectáculo, hijo de la misma causa que hoy le ha promovido. Esto me demuestra que los habitantes de este pueblo estamos condenados a sufrir cobardemente, y por los siglos de los siglos, los desafueros de ese mal regato. La comisión, al comprenderlo así también, hace respetuosa renuncia de su cargo y levanta la sesión.
Silbidos, denuestos, un estrépito espantoso y alguna que otra bofetada, fueron el resultado inmediato de esta arenga, y el término de aquella reunión.
Mientras tales cosas pasaban en las Casas Consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la Alameda grande.
{41}Como el día era de trabajo y la hora la menos a propósito para el descanso, eran dueñas absolutas de todo el paseo, para correr por él sin estorbos ni tropiezos, hasta media docena de niñas, de nueve años la más esponjada; todas risueñas, todas ágiles, todas hechiceras, como son todas las niñas a esa edad, cuando no están cohibidas por la opresión del vestido de gala o de las botitas recién estrenadas.
Tras aquellas niñas tan alegres, que corrían y gritaban sin cesar un punto, no corría, {42} sino andaba a lentos pasos, mustia y como recelosa, otra niña no menos agraciada y no más entrada en años que ellas. Había, sin embargo, notables diferencias entre una y otras. De éstas, las que no eran rubias eran muy blancas; aquélla era morena. Las que corrían eran ágiles como cabritillas, y al correr parecía que no tocaban el suelo con sus diminutos pies; la que las seguía con la vista, era de formas más abultadas y de movimientos menos suaves y graciosos; y aunque vestía lo mismo que ellas en forma y calidad, en la combinación de los colores y en el aire de su vestido había algo que no era del mejor gusto. Indudablemente aquella niña no pertenecía, como las otras, al buen tono de la villa, y por eso no tomaba parte en sus juegos más que con la intención.
He observado muchas veces que las niñas de corta edad son muy exigentes en la elección de amigas, por lo cual difícilmente se familiarizan con las que no sean de su categoría social, o de otra más alta si es posible. Los niños son todo lo contrario: parece que tienen a gala asociarse, para sus juegos y empresas, a todo lo más perdido y desarrapado que encuentran en la calle.
La niña rezagada de nuestra historia seguía siempre, y aunque de lejos, las evoluciones de las que corrían, y frecuentemente, al encontrarse con alguna de ellas, corría {43} también, como si se forjara la ilusión de que la perseguían al escondite o la disputaban el sitio a las cuatro esquinas.
Y como estas libertades se las había permitido varias veces, en una de ellas la niña con quien tropezó se detuvo jadeante; y echándose atrás los rizos con ambas manos, exclamó en el tono más desdeñoso que pudo:
—¡Qué plaga de moco, hija!... ¡Cómo se agarra!
—Eso es de familia—dijo otra, que se paró a su lado.
—Pues vamos a decirla una fresca—añadió otra—, a ver si se va.
—¡Si yo creo que hasta debe de tener miseria, mujer!—apuntó una delgadita como un mimbre, que oscilaba mucho al andar y se chupaba un dedo en cuanto se paraba—. ¡Cómo se arrasca!
—Oye, tú—dijo al oído de la anterior, abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas, una pequeñuela, muy nerviosa y asombradiza—. ¡Si traerá la navaja!
—¿Qué navaja?—preguntó la delgadita, no muy segura de su valor.
—Una muy grandona que tenía en la mano el otro día, a la puerta de su casa.
—¿Y qué nos haría con ella, tú?...
—¡Madre de Dios!... Como estamos aquí solas y en medio de este bosque...
—¿Quieres que nos vayamos a casa?...
—{44} ¡Para ella estaba!—dijo con desenvoltura una mayorzuela que había oído estas observaciones—. ¡Miedosas, más que miedosas!...
—¡Pues juega tú con ella si no!
—¡Como no juegue yo con ese pendón!... Primero iba y se lo decía a mi papá.
—¿Vamos a buscar el perro que tenemos nosotros en la huerta, y a hinchársele aquí mismo?—propuso la miedosa.
—¿Y si se la come toda?
—Que se la coma. Mi papá es alcalde ...
—Sí; pero eso lo castiga Dios ..., y puede que nos caiga algo malo.
—Pues ¿qué hacemos si no?
—Vámonos a aquel rincón, a ver si se queda aquí sola y después se marcha.
Y esto dicho, las vanidosillas fueron desfilando lentamente y mirando hacia atrás con el rabillo del ojo; llegaron a un ángulo de la alameda, y allí se acurrucaron en el suelo, formando estrecho y apretado círculo.
A todo esto, la pobre desdeñada niña, que había estado observando a las otras durante su breve diálogo, mirando de reojo y mordiéndose las uñas, cuando las vió sentadas se dirigió hacia ellas paso a paso, con la cabeza gacha; y al estar a media vara de las desdeñosas, se dejó caer al suelo lentamente y se puso a deshojar las florecillas del césped, sin arrancarlas, flechando ojeadas de través de vez en cuando al grupo, y {45} sorbiendo muy recio el aire con las narices.
—¡Hija, qué peste de chica!—exclamó impaciente la mayorzuela al verla a su lado otra vez—. ¡Ni aunque fuera de engrudo!
—¡Así ella se pega!—observó la más cachazuda.
—¡Si el otro día la vi yo limpiarse las narices con la enagua!—dijo muy admirada la delgadita, sonándose las suyas con los dedos.
—¿Vamos a arañarla?—propuso la nerviosa, crispando los suyos.
—Eso no es de tono, hija—respondió la mayor—. Mejor es otra cosa, ahora que me acuerdo.
—¿Qué cosa es?
—Darla mate, para que rabie de envidia.
—Pues empieza tú.
—Verás qué pronto. Amigas de Dios—continuó muy recio, de modo que lo oyera la intrusa—: mi papá vino de las Indias el año pasado ..., y trajo cinco fragatas cargadas de onzas ..., y un negrito para que le sirviera el chocolate ...; y es tan rico, que se cartea con el rey de las Indias ...; y a mí me da dos reales cada vez que es su santo ..., y yo los echo en lo que me da la gana ...; y tengo tres muñecas de resorte, y un muestrario de botones que le regaló a mamá para mí una modista que quitó la tienda ...; y tengo dos marmotas de lana para ir al colegio en el invierno ..., porque yo voy al colegio, {46} y no a la escuela de zurri-burri, como algunas infelices ... que yo conozco ..., y puede que no estén muy lejos de aquí. Yo voy a cumplir siete años; y cuando los cumpla, me dará mamá una pechera de imitación, que ella ya no pone, para hacer unos encajes a la muñeca grande; y un señor que viene a casa, me da dos cuartos todos los domingos; y si yo quisiera, me regalaría una almohadilla de coser, con su llave de oro y su dedal de plata ..., y ... y ... (Ahora tú)—dijo a la nerviosa, que la seguía por la derecha; la cual, después de estremecerse y de mirar con ojos espantados a la solitaria niña, continuó:
—Pues mi papá es alcalde de toda la villa, y tiene tres casas como tres palacios, y un primo en la corte del rey; y mi mamá tiene una doncella que es hija de condes, y siete vestidos para cada hora que da el reló, y una cadena así, así, así de larga, que le costó un millón a papá cuando estuvo en París de Francia. Y cuando yo sea grande, me comprarán tres vestidos cada mes, y un reló con diamantes y botas a la emperatriz. Yo voy también al colegio con ésta; y en mi casa se come principio todos los días, y los domingos se toma café; y mi papá tiene un perro en la huerta que muerde a las tarascas pegotonas.
—Yo soy hija de juez—dijo la que seguía a la nerviosilla—; y siendo hija de juez, {47} a mi papá le sirven cuatro alguaciles, de levita, y le llaman usía; y además le pagan una onza cada día todos los españoles; y cuando va a Madrid, vive en los palacios del rey; y la otra noche me dijo en la mesa que si le tocaba la lotería me iba a comprar una caja de música. Y mi mamá compra los garbanzos por mayor: ayer compró tres libras; y por Navidad nos regalan pavos los señores que van a casa porque tienen pleitos; y yo tengo muchos vestidos, más de tres, y dos pares de botas, con las que tengo puestas y otro par que me harán para San Pedro, si le cae a papá la lotería; y mi papá es tan poderoso, que manda a la cárcel a todo el que quiere, u le manda ahorcar, como ya lo ha hecho otras veces; y si yo le dijera que metiera en la cárcel a una pegotona que yo sé, en seguida la metía.
—Pues en mi casa—continuó la delgadita, dejando de chuparse el dedo—todo es un puro merengue. Mi mamá no come más que pastelillos; mi papá, bizcochos; y yo, jalea; y mi hermana Carmen, suspiros. No queremos puchero, porque no es de tono; y por eso a las muchachas les damos hojaldre. Y mi papá recibe todos los años, de renta, más de doce sacos de harina, quince arrobas de manteca y dos cajas de azúcar de la Habana.... Porque mi papá es indiano, y trae todas las noches mucho dinero a casa, cuando viene de la tertulia, adonde va también {48} el juez, el papá de ésta; y si no comieran tanta inmundicia algunas niñas zanguangas que yo sé, no estarían tan pringosas y tendrían mejor educación.
—Toda mi casta—dijo la más seria y conceptuosa—viene de reyes; y en mi casa las camas son de oro y las ropas de seda de la India; y si mi papá gana el pleito que le defiende el papá de ésta, ensanchará la huerta en más de otro tanto ...; y como soy tan fina por principios, cuando me apesta una niña ordinaria, se lo digo, y al sol.
—Pu ... pu ... pues yo—concluyó la sexta, que era bastante tartamuda—ta ... ta ... ta ... tamién....
Oír esto y soltar la carcajada la niña, hasta entonces taciturna y desdeñada, fué una misma cosa.
—¡Y se chancea!—exclamaron admiradas las otras.
—¡Ta ... ta ... ta!—repetía entre carcajada y carcajada la burlona.
—¡El demonio de la ...!
—¡El diantre de ...!
—¡Miren si ...! ¡Atreverse a burlarse de una niña fina!
—Y sí; y me río. ¿Y qué? «Ta ... ta ... ta....»
—Ahora mismo voy a decírselo a mi papá—exclamó la que nos dijo ser hija del juez.
—Y dile de paso que pague los doscien{49} tos reales que debe a mi padre—replicó con desgarro la amenazada.
—¡Ay, qué atrevida!
—Déjate, que yo traeré el perro—dijo la nerviosa.
—¡Fachenda traerás tú! Y no tendrás tanta cuando le ajusten las cuentas a tu padre en el Ayuntamiento.
—¡Ay, qué bribona!
—¡Chismosas!
—¡Pegotona, aceitera!
—¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas!
—¡Aldeana! ¡Tarasca!
—¡Golosas! ¡Relambidas!
—Ta ... ta ... ta ... tab ... tabernera!—logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado.
—¡Tar ... tar ... tartajosa!—la contestó, remedándola, la otra.
En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar:
—¡Aquí, chucho, aquí!... ¡Éntrala, éntrala!...
—¡A ella, chucho, a ella, que aquí está!—gritaron a coro sus amigas.
La amenazada chica comenzó a mirar, asustada, en todas direcciones, y aunque no se veía el perro, como los ladridos se oían cada vez más cerca, dió a correr desespera{50} damente, buscando la entrada de la villa por un atajo.
—¡A ella, chucho!—seguían gritando las otras—. ¡Cómela, cómela!
Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole piedras, con una de las cuales la descalabraron al fin.
—¡Que me matan!—gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza.
Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.
Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro que, por desgracia, no era el del alcalde. Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.
Esquina a la plaza y a una de las calles que desembocaban en ella, había una casa más pequeña que cuantas la seguían en la fila. Debajo del balcón del único piso que tenía, y sobre la puerta principal, se leía, en un largo tablero coronado con las armas de España, lo siguiente:
ESTANCO NACIONAL
ESTABLECIMIENTO DE SAN QUINTÍN
LÍQUIDOS Y OTROS COMESTIBLES
Penetrando por aquella puerta, se veía la razón del letrero en un mostrador sobrecargado de cacharros menudos; en una gran aceitera con canilla, y algunas botellas blancas, llenas de aguardiente de otras tantas denominaciones; en una estantería espacio{52} sa, ocupada con paquetes de cigarros y de cajas de cerillas, libritos de fumar, grandes pedazos de bacalao, tortas de pan, madejas de hilo, garbanzos y otros artículos, tan varios en su naturaleza como reducidos en cantidad; en algunas mesas simétricamente colocadas fuera del mostrador; en tal cual barrica o hinchado pellejo que se vislumbraban entre la obscuridad del fondo ..., y en otros mil detalles propios de semejantes establecimientos, los cuales conoce el discreto lector tan bien como yo.
Detrás del mostrador estaba sentada, haciendo media, nuestra antigua conocida Juana, la mujer de Simón Cerojo. Como éste, había engordado y echado mejor pellejo, y dado a su vestido cierto corte presuntuoso. Pero, al revés que en su marido, su entrecejo se había ido frunciendo, y todo su semblante agriando, a medida que la suerte fué favoreciéndolos. Porque la suerte los había favorecido. Para convencerse de ello, bastaba echar una mirada a su establecimiento, en una sola de cuyas secciones había más capital empleado que el que representaba toda la antigua abacería ..., y permítaseme una corta digresión a este propósito.
Merced al estanco que obtuvo Simón sin dificultad, a los ahorros que trajo de la aldea y al crédito, aunque muy limitado, que no tardó en abrírsele en algunos depósitos al por mayor, en el primer año de estable{53} cido en la villa duplicó su capital. En el segundo se dedicó, por extraordinario, a hacer ligeros préstamos, bien garantidos, a un interés variable, según las personas y las circunstancias: entre una peseta por duro a la semana, si el menesteroso era jugador de afición bien puesta, y treinta por ciento al año, si era artista establecido convenientemente. Esta nueva industria le permitió ensanchar un tanto sus negocios principales; con tan buena mano, que al concluir los dos años de su estancia en la villa, se encontró con un capitalito de más de seis mil duros, libre y desempeñado. Entonces se hizo caldista de veras; es decir, no se anduvo con parvidades de aceite, vino y aguardiente, sino que surtió de estos artículos su establecimiento, por mayor; lo cual le permitió hacer préstamos más en grande, más a menudo y en condiciones de mayor atractivo.—Resultado de estas y otras combinaciones: que el día en que nos hallamos con Simón en las Casas Consistoriales y con Juana en su establecimiento, eran dueños de la casa que éste ocupaba, de lo que la tienda contenía y de un respetable sobrante en continuo movimiento; todo lo cual representaba un valor de muchos miles de duros.
Por este lado, pues, los asuntos de Simón y de Juana habían marchado viento en popa. No así los demás; es decir, aquellos que se relacionaban íntimamente con la vanidad de{54} Juana, y las no más cortas, aunque más disimuladas, aspiraciones de Simón.
Todos los esfuerzos de la primera, todas sus meditaciones, todos sus desvelos y todas sus consultas al espejo antes de darse a luz en los sitios más públicos de la villa, hecha un brazo de mar y cargada de relumbrones, no lograron colocarla en jerarquía más alta que la correspondiente al nombre de la tabernera, con el cual se la designó desde el primer día en que se hizo notar por sus humos estrafalarios. Aunque poco avisada, no desconoció que este descalabro la alejaba para siempre, en aquel centro, de la altura a que había querido trepar de un salto. El primer efecto de una presentación jamás se olvida en la sociedad, máxime cuando ésta es reducida y presuntuosa.
Bien penetrada de esta verdad, Juana la sintió en su alma, como un toro siente en el morrillo el primer par de banderillas; hízose más áspera y brutal que de costumbre, y se prometió arrollar cuanto hallara por delante, creyendo demostrar así, mejor que con dulzura y sencillez, que era tan digna como la más encopetada de ocupar el puesto que no se le concedía.
Con esto consiguió adquirir en la villa cierta celebridad que acabó de exasperarla. Un solo ejemplo dará la medida de la altura a que había llegado la insensatez de Juana. Menudeaban allí los bailes y las recepciones{55} entonadas, a maravilla; y, naturalmente, nadie se acordaba de invitar a la tabernera. Pues estas desatenciones sacaban de quicio a Juana.—Yo bien conozco, decía, que no estoy todavía al corriente de esas ceremonias, y me guardaría mucho de concurrir a ellas; pero la voluntad es lo que se agradece. ¿Por qué no se tiene para mí un mal recado de atención, por lo mismo que soy forastera? ¿Se les caería la venera a algunas de esas fachendosas por acordarse de mí, que soy más rica que muchas de ellas? ¡Pues no parece sino que todas son marquesas! ¡Y el marido de la una vende paño de Munilla y sogas de esparto, y el de la otra pecajuana y engüento de soldado, y me debe a mí hasta la sal con que sazona lo poco que come!... Pues vinos y jabón vende mi marido. ¿Qué más da lo uno que lo otro?
Saturada también de estas máximas su hija, apenas comenzó a concurrir al entonado colegio en que quiso darle educación su madre, hubo que retirarla de él. Era ya la niña medio montuna por naturaleza, y con las predicaciones de Juana llegó a hacerse indomesticable.
En los cuchicheos, en las sonrisas, hasta en los juegos más inocentes de sus compañeras, veía burlas y desprecios; y en esta creencia, las ponía a todas como ropa de pascua; se pegaba con algunas, y concluía por volver a su casa, todos los días, lloran{56} do soñados agravios hasta de sus maestras. De este modo la niña se hizo tan antipática a sus condiscípulas, como su madre a cuantos se la aproximaban. Por eso la retiraron del colegio y la enviaron a la escuela pública, donde, según el parecer de Juana, no la enseñaban tanto, pero se la miraba «con el respeto debido».
Más de tres años de martirio llevaba la mujer de Simón al encontrarnos con ella de nuevo, no porque se fijase en que en la villa se hacía con ella lo que ella había hecho con los demás en la aldea, ni porque suspirara por volver a recuperar su pequeño trono abandonado; no, en fin, porque le atormentasen la memoria los atinados consejos del anciano señor cura, sino porque deseaba un campo más ancho en que explayarse, otro mundo más revuelto en que campar por lo que se era y no por lo que se había sido. Y un día y otro día predicaba a su marido la conveniencia de establecerse en grande en la capital de la provincia, donde, según ella, ni los ricos eran vanos ni los pobres envidiosos.
Oíala Simón sin soltar prenda, y aun haciendo como que no la oía; pero la verdad es que en el fondo de su corazón detestaba de la villa tanto como su mujer.
Simón no podía perdonar a aquella gente el que se le tratase como a persona de poco más o menos, «en los momentos más críti{57} cos para la vida de los pueblos, y, por consiguiente, para la de los ciudadanos», como él decía en más de un monólogo que no llegó a oír su mujer. Se pagaba muy poco de que no se acordasen de él para invitarle a un baile particular, o a una tertulia de más o menos tono; pero que nunca hubiera para su nombre un hueco en las candidaturas de concejales; que no se le agregase jamás a una comisión de respeto que había de representar ciertos intereses del pueblo en el Gobierno de la provincia, o en Madrid, o ante el Municipio mismo de la villa; que no se buscase, ni aun se tolerase de buena gana, su opinión en tal cual corrillo formado en la plaza por personas de importancia, en que no entraba él sino a fuerza de brazo, como quien dice, o poco menos; que se le tuviera, en fin, por un tabernerillo de tres al cuarto, cosa era que le hacía perder su serenidad habitual, y le ponía a pique de echarlo todo a trece, aunque no lo vendiera, y largarse a otro terreno menos ocasionado a esas «miserias de aldea». Pero Simón, que no era tan insensato como su mujer, guardaba estos sentimientos en el fondo del pecho, y, entretanto, iba ocupándose en adquirir alas con que volar.—Por eso se le veía atender con tanta asiduidad a su taberna y a su estanco ... y a sus préstamos garantidos. Odiando tanto como Juana aquella sociedad inaguantable, sólo trataba de redondearse lo {58} preciso para darle un adiós de despedida y caer en medio de otra mejor; pero de tal modo, que no lastimasen en lo más mínimo su importancia de actualidad las reliquias del pasado. Estaba convencido de que, sin una precaución por el estilo, en todas partes serían él y su mujer los taberneros de marras, por grandes que fueran sus caudales. Se ve, pues, que, en el fondo de la cuestión, estaban perfectamente de acuerdo Juana y su marido.
Y dejando esto bien consignado, porque importa, volvamos a tomar el hilo de nuestra historia.
Así que la niña descalabrada en la alameda notó la presencia del perro entre sus implacables ofensoras, por los ladridos del uno y por los gritos de las otras, contuvo su llanto, y con íntima complacencia, se volvió para presenciar los destrozos que el enfurecido animal parecía estar haciendo en las ropas y pellejo de aquellas mal aconsejadas criaturas. Fuera aquél el perro del alcalde o dejara de serlo, era lo cierto que a todas las trataba por igual, y que de todas la estaba vengando a ella cumplidamente.... Pero ¿no era posible que después de concluir con las seis desventuradas niñas la emprendiese con la séptima, por lo mismo que a nadie conocía ni en remilgos se paraba?
Esta consideración tan cuerda, que asaltó de pronto la mente de la pobre chica, hízola retroceder; y menudeando los pasos cuanto {60} pudo, y tornando a recordar su herida y a llorar, por ende, llegó a la villa y no paró de correr hasta el estanco que conocemos, en el cual entró momentos después que nosotros, y al mismo tiempo que llegaba también, aunque por distinto sendero, Simón Cerojo, demudado el semblante y apretando los puños de ira. Tanta, que ni siquiera reparó en la niña, que, por haberse limpiado las lágrimas con las manos después de oprimirse con ellas la cabeza, tenía la cara manchada de sangre. Pero Juana sí, y al punto arrojó la obra en que se ocupaba; saltó por encima del mostrador sobrecogida de espanto, y tomando a la niña en sus brazos,
—¡Hija mía!—gritó—. ¿Qué sangre es ésa?
Entonces se fijó Simón en la niña; y olvidando por un momento sus disgustos, corrió también hacia ella.
—¿Te has caído?—la preguntó con cariñoso anhelo—. ¿Te han pegado? ¿Por qué sangras?... ¡Habla, hija mía, por Dios!...
La niña, después de sollozar un rato, refirió, punto por punto, cuanto la había ocurrido.
--- ¡Conque la hija del juez, y la del indianete, y la del alcalde—exclamó Simón en seguida, con rencoroso acento—son las que más te han injuriado, porque tenían a menos jugar contigo!... ¡Las hijas de esos personajes que me adulan y me soban cuando ne{61} cesitan un par de duros para comer aquel día, o media docena de onzas para apuntarlas a una carta, o pagar una trampa que podría ponerlos en vergüenza ..., si alguna les queda!... ¡Pero yo les juro que, por poca que ella sea, he de sacársela a la cara ..., y a algunos más también!
Juana, maldiciendo a su vez de todos y de todo, comenzó a lavar con agua fresca la herida de su hija, que, por cierto, era insignificante.
Y tranquilo ya sobre este punto, Simón refirió a su mujer cuanto había ocurrido en la junta que acababa de celebrarse en la Casa de Ayuntamiento recargando un poquillo los colores, a fin de que resultasen más justificado su enojo y de más efecto sus discursos, que repitió al pie de la letra.
—¿Y qué piensas hacer después de tanto desengaño como vas sufriendo y de tanto disgusto como vamos llevando de estos niquitrefes de levita?—preguntó Juana, que no desperdiciaba ocasión de hablar de su pleito.
—¿Qué pienso hacer?—dijo Simón con su poquito de rescoldo—. Lo que estoy pensando tres años hace, desde que conocí que en esta recua siempre había de tocarme ir a la cola; lo que hubiera hecho entonces a tener el remedio entre las manos, como le tengo hoy: sacar a más de cuatro fachendosos a la vergüenza pública, y largarme en seguida con la música a otra parte.{62}
Juana vio el cielo abierto.
—¡Lo mismo que yo te he dicho tantas veces!—exclamó, retozándole la alegría en el semblante—. ¿Qué necesidad tenemos nosotros de sufrir lo que aquí estamos sufriendo? Con lo que ya conocemos este trato, ¿cuánto no podríamos ganar estableciéndole en la ciudad?
—¡No, Juana, no!... ¡Basta de taberna! Si con ella entráramos en la ciudad, taberneros seríamos hasta el fin de los siglos. Y si con ser taberneros, aunque ricos, nos conformáramos, yo no saldría de esta villa, donde he ganado en cuatro años una riqueza, y podría ganarla mayor en poco más. Pero hay una noble ambición que manda en ti y en mí con mayor fuerza que los tres ochavos de una buena ganancia; y esa ambición está reñida con las manos manchadas de vino tinto y con las ropas que huelen a anisado. Así, pues, ya que las alas me lo permiten, saldremos de aquí volando por alto, para que en la ciudad se vea cómo caemos, pero no de dónde venimos. Este es el modo; que, según yo llevo observado, desde nada a bastante están los ascos y los reparos; desde bastante para arriba, ya todos somos iguales, y todo nos está bien.... Nosotros tenemos lo bastante: ¿quién será capaz de probar que no tenemos hasta de sobra? No sé lo que diría a esto el cura de mi pueblo; pero llevo corrido ya mucho mundo y tratados mu{63} chos hombres, y a mi experiencia me agarro.
Lo que Simón ignoraba con respecto al señor cura, lo sabemos nosotros. Cuando alguno de sus feligreses le decía:
—¿Sabe usted, don Justo, que Simón se va saliendo con la suya?..., ¿que ya es hombre rico?
—No lo dudo—contestaba el santo varón—. Pero ¿le dan más importancia?..., ¿es más feliz que aquí? Este es el problema.
Para volver a encontrar al protagonista de esta verídica historia, no nos bastaría ya la luz del candil de su taberna. Tal se ha borrado la huella de sus pasos en los quince años que van corridos (y perdonen ustedes el modo de señalar) desde que le oímos hablar lo que fielmente consta al final del capítulo anterior.
{65}Pero es el caso que tenemos que hallarle; y como podría llevar muy a mal que lo intentáramos indagando aquí y allá por los pelos y señales de su vida pasada, lo cual, por otra parte, no nos conduciría al fin que nos proponemos, ya que, por especial privilegio que gozo, me es posible dar con él a la primera tentativa, véngase el lector conmigo para acabar más pronto y evitar un mal rato a nuestro personaje.
Estamos en la ciudad, en una de sus ca{66} lles principales y frente a un portal no muy limpio, pero sí muy espacioso; subimos el primer tramo de la ancha escalera que de él arranca; atravesamos, sin detenernos, la puerta del entresuelo, en la cual se lee, sobre bruñida chapa metálica, el siguiente letrero: SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES; prescindimos de cuanto se halla a nuestro paso al entrar en un salón largo y estrecho; cruzámosle en toda su extensión, y nos detenemos a la puerta de un gabinete. Allí hay un alto escritorio de caoba, sobrecargado de libros y papeles; algunas banquetas de gutapercha, dos mapas, un barómetro, un aguamanil y pocas cosas más por el estilo. Adjunta al escritorio hay una butaca, y embutido en ella, un hombre como de cincuenta años de edad, frescote, de cara ancha y risueña, con recortadas patillas grises, gorro de terciopelo azul, lujosa bata, blanca pechera y leve corbata de raso negro sobre holgadas y relucientes tirillas. Ese hombre, lector amigo, absorto a la sazón en el examen de algunos papeles llenos de números de varios colores, es, para ti y para mí ... (pero ¡cuidado con que se lo cuentes a nadie!), Simón Cerojo; para la sociedad en que vive, el señor don Simón de los Peñascales, y para la plaza mercantil en que figura en primera línea, SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES. Aquella carpeta y aquel gabinete son su despacho; y esas personas que trabajan silenciosas en modes{67} tos atriles en el salón en que estamos, los dependientes de su casa.
Pero aun hay más. Cuando don Simón suspende, dos veces al día, sus tareas, sube al primer piso; y atravesando alfombradas estancias, alfombradas, así como suena, entra en un gabinete lujosamente amueblado también, y allí se cambia la bata por un elegante traje de calle; se quita el gorro de la cabeza, en la cual ocasión puede vérsela coronada por una calva nada aristocrática por cierto, y se pone el grave, reluciente sombrero de copa. Antes de salir a la calle pasa a otro gabinete frontero al suyo, con la aparatosa sala por medio; y allí encuentra, ordinariamente solas, y rara vez con visitas, a una señora tan gruesa como él, dura de semblante y rica aunque charramente vestida, y a una joven como de veintidós años, ancha de hombros y caderas; bien destacada de pecho; de ojos y cabellos negros como el azabache; de blancos dientes y moreno cutis; bien proporcionada y airosa de talle, y vestida con todo el rigor de la moda ...; una buena moza en toda la extensión de la palabra. Estas dos señoras son la esposa y la hija, respectivamente, de don Simón; dícelas éste «adiós» desde la puerta, si están solas, o saluda cumplidamente a las personas que las acompañan, y sale en busca de sus amigos para dar el acostumbrado paseo. Si no se trata de salir a la calle, sino simplemente de {68} almorzar o de comer, usa el mismo ceremonial, pero sin quitarse la bata ni el gorro; y cuando una doncella avisa que está la sopa sobre la mesa, pasa la familia al elegante comedor, y allí se hace servir una bien sazonada comida; después de la cual, echa don Simón una hora de siesta sobre la cama; descabeza el sueño su señora en una butaca, y medita, o lee, o mira por los cristales a la calle la repolluda muchacha.
Y en este tono todo lo demás inherente a la vida doméstica y social de esta respetabilísima familia.
Amigo lector, me cargan las digresiones; pero hay casos en que no puede prescindirse de ellas, y éste es uno de esos casos. Tú serías el primero en negar la verosimilitud de esta última transformación del abacero de marras; y yo quiero que no se dude de la realidad de mis personajes, sobre todo cuando escribo historia pura. Conque ármate de paciencia, y escucha, que yo procuraré ser breve y hasta entretenido.
Firme en sus manifestados propósitos de abandonar la villa tan pronto como le fuera posible, Simón Cerojo, desde el día en que le oímos hablar de ello con su mujer, se consagró exclusivamente a realizar, pero con mucho pulso, sus existencias y créditos; indispensable tarea que le ocupó algunos meses.
Cuando tuvo su caudal entero en el bolsillo, como quien dice, y después de haber sacado a la vergüenza pública a algunos de sus deudores que más le habían atormentado el amor propio; después, repito, de haber puesto en evidencia ante la villa entera los apuros de unos y las perpetuas trampas de otros, dejando, de este modo, encendida una guerra civil entre muchas de aquellas encopetadas familias, tomó de su caudal una pequeña parte, y se dijo:—Esto (el caudal) para las alas, y esto (el pico) para pintar{70} las.—En seguida se metió con su familia y con su tesoro en la diligencia, y se largó a Madrid; buena escuela, como él decía, para tomar aire y tono que lucir después en la ciudad.
Ya en la corte, puso a su hija en un buen colegio, con promesa de no sacarla de él mientras no estuviera completamente instruida en cuanto podía saber la señorita más encopetada; y con este fin, pagó rumbosamente, por adelantado, las estancias de un año, y prometió hacer lo mismo en los sucesivos.
Libre de este cuidado, consagróse a recorrer con Juana paseos, teatros y toda clase de espectáculos, estudiando aquí las exigencias de la moda, y allá la manera de lucirlas. Pero su entretenimiento favorito era el Congreso; y ya con su mujer, ya solo, rara era la sesión que él no presenciara desde la tribuna pública.—No se habrá olvidado que Simón era muy dado a la política y a la elocuencia.—Por eso buscaba allí una buena escuela en que nutrir sus inclinaciones; no precisamente porque esperase utilizarla algún día desde aquellos lujosos escaños, como padre de la patria, sino porque un buen decir le juzgaba él indispensable para entrar con desembarazo en el terreno al cual pensaba trasplantarse en breve.
Y como si la suerte se complaciera en allanarle todos los caminos que emprendía, {71} dale la corazonada de jugar un billete a la lotería, y le cae, como quien nada dice, más de medio millón.
Este golpe inesperado le puso a pique de desbaratar sus maduros proyectos, excitándole a darse por satisfecho de los mimos de la suerte, y a quedarse a vivir de sus rentas en Madrid. Pero como en Simón había algo ingénito que le obligaba a caminar siempre, aunque sin fijarse en el punto de parada, desechó la tentación fundándose en que Madrid era demasiado grande para que nadie reparara en un hombre como él; y él quería, por más que no lo intentara en una forma concreta, descollar, un poquito siquiera, sobre el común de las gentes que le rodearan.
Lo único que hizo, que no había pensado hacer al salir de la villa, fué permanecer en Madrid cuatro meses en lugar de uno, y adquirir esos tres grados más de civilización que lucir en la ciudad.
Cuando, tanto él como su mujer, creyeron bastante borrados en sus personas los rastros de la taberna, tomó Simón letras sobre la capital de su provincia; y bien provistos de ropa los baúles, salió con Juana de Madrid, dejando muy recomendada a la niña en el colegio.
Su única pena al abandonar la corte fué el no haber podido encontrar en ella a su general, que, sin duda, se hubiera alegrado al conocer la rápida transformación ocurrida {72} últimamente en la fortuna del humilde asistente; pero Su Excelencia había andado aquella vez más torpe que de costumbre en el pronunciamiento que fraguaba para adquirir honradamente el segundo entorchado; sorprendióle el Gobierno, y le desterró a Filipinas, pocos días antes de llegar Simón a Madrid.
Calculen ustedes el efecto que causaría en una plaza mercantil de segundo orden la aparición de un hombre que se anuncia con letras de cambio, a cargo de las principales casas de comercio, por valor de ochenta mil duros, pagaderos a tocateja. Excitada vivamente la pública curiosidad, hablóse largamente del suceso, suponiéndose, no sin fundamento racional, que persona que tales recursos traía a la mano, mucho más debía de tener en reserva. Hubo quien, puesto ya el caso en el terreno de las indagaciones, aseguró haber oído algo muy parecido a lo que el lector y yo sabemos de la historia de nuestro personaje; pero como los nombres de uno y de otro no coincidían exactamente, y había quien aseguraba muy formal que el recién llegado era un rico negociante de Madrid que había trasladado su residencia, calló la murmuración y tomósele de buena gana, a pesar de ciertos resabios de mal género que de vez en cuando le asomaban, y sobre todo a su mujer, por un señor de importancia, muy rumboso además y muy atento.... Y esto sí que era la verdad pura.{73}
Veamos ahora por qué no coincidían los nombres del Simón de la ciudad y los del Simón de la aldea.
Observó éste, viviendo en la villa, que cuando su apellido Cerojo (sinónimo de ciruelo en el país) se pronunciaba recio en ciertas solemnidades, causaba en el público un efecto desgraciadísimo; y queriendo evitar en lo sucesivo los inconvenientes a que esta circunstancia pudiera dar lugar, resolvióse, al salir de la villa, a firmar en adelante con otro apellido que, sin dejar de ser de su familia, fuera menos vulgar que el primero de los de su padre. Tarea harto difícil, en verdad; pues al pasar revista, de memoria, a toda su ascendencia por ambas líneas, se encontró con que ésta parecía formada en un bosque virgen, según eran sus antepasados Carrascas, Bardales, Cajigas y Abedules. Al cabo, entre lo más remoto de su progenie, halló ciertos Peñascales que le convinieron, pues sobre salirse este apellido de la rutina forestal de los demás, amén de ser muy sonoro, tenía sus ribetes de empingorotado. Pero no era cosa de prescindir totalmente del que había usado hasta entonces, por más de una razón que tuvo presente. Así es que, en sus propósitos de conciliario todo, resolvióse a adoptar en adelante, para todo documento de carácter particular y privado, la firma a secas de Simón de los Peñascales; y para los que tuvieran relación con su vida pública, es {74} decir, para nombre de guerra, el más aparatoso de Simón C. de los Peñascales.
Como el ya don Simón no conocía bien al pormenor el carácter de la plaza mercantil en que se había establecido, dedicóse el primer año, y mientras la estudiaba a fondo, a descuentos ventajosos y préstamos sobre fincas; negocios que le proporcionaron cómodas y pingües utilidades. Al siguiente, ya se matriculó como comerciante capitalista. Al tercero, botó dos barcos a la mar. Al cuarto, todo lo anterior, más dos magníficas casas en construcción en lo mejorcito de la ciudad. Al quinto, era su firma una de las más respetables de la plaza, y de las más respetadas fuera de ella.
Entonces le avisaron de Madrid que su hija estaba al corriente de cuantas materias de utilidad y adorno podían enseñarse a una joven de la buena sociedad, y fué con su señora a recogerla. Mas en lugar de volver directamente a casa, hicieron los tres un rodeo por París; y con la disculpa de que el padre deseaba resarcir a su hija de la larga reclusión en que la había tenido, estuvo la madre un invierno entero perfeccionando su civilización en la capital de Francia, escuela que no desaprovechó el marido para tomar nuevas tinturas de hombre del día.
De retorno de este viaje es cuando, verdaderamente, se ve darse a luz a la familia de don Simón.{75}
Éste, muy afecto siempre a estudiar en el libro de su experiencia, recordando lo ocurrido en la villa con las intemperancias de su mujer, trató de que, en lo posible, no se reprodujera en la ciudad. Y digo en lo posible, porque demasiado conocía el ex tabernero que, a pesar de todas las podaderas de la civilización, doña Juana había de soltar las bellotas en cuanto se la sacudiera un poco. Proponíase don Simón sacar partido del caudal de nociones de cultura que indudablemente traería su hija del colegio para dar a sus salones y a su señora cierta entonación que doña Juana no podía prestarles, y tener siempre en la joven una especie de tribunal de consulta para los casos de apuro.
Quiero decir que hasta la vuelta de París de toda la familia, no se estableció ésta a la altura de sus recursos, ni don Simón consintió a su mujer que abriese sus salones ni adquiriese otras visitas que las más indispensables. Por supuesto que, así y todo, por debajo de los damascos de la gran dama asomó más de una vez el mandil de la taberna. Pero ¿qué se le había de hacer? En cambio, se declaró aquella casa, desde entonces, el centro de la buena sociedad del pueblo; y a doña Juana se le caía la baba de placer con las atenciones de que era objeto: sinceras unas, es verdad, por tratarse de gentes no mucho más avisadas que ella, e hijas otras de la diabólica intención de dar pábulo a las majaderías de la en{76} cumbrada lugareña; pero interesadas todas, porque, al cabo, en aquella casa se bailaba mucho y se cenaba bien, lo cual en ninguna parte se desdeña en estos tiempos.
Felizmente, Julieta (no sé si he dicho antes de ahora que así se llamaba la niña) era sumamente precoz en su desarrollo físico, y no atrasada en el intelectual; de modo que su madre tuvo en ella, no sólo un auxiliar activo, sino un prudente consejero para hacer los honores de su casa desde el momento en que ésta se declaró, como se ha indicado, centro del buen tono de la ciudad.
Y así fueron corriendo los años. Don Simón, acrecentando en cada uno prodigiosamente su caudal, sin duda por aquello de «dinero llama dinero»; doña Juana, sudando placer y vanidades por todos los poros de su cuerpo, y Julieta transformándose en una arrogante moza, desesperación de imberbes, codiciada de talludos y obsequiada de todos.
En esta época floreciente es cuando el carácter de don Simón hace crisis; o mejor, cuando don Simón entra en carácter.
Ya no es hombre que ama las situaciones eminentemente liberales «porque en ellas cada uno puede hablar de cuanto le acomode, aunque no lo entienda»; al contrario, es apasionado defensor de los gobiernos de orden, que sin negar al tiempo las libertades que le corresponden, sostengan a cada uno en su esfera, y no alimenten, en ciertas clases, insen{77} satas ambiciones. Odia toda suerte de tiranías; y por lo mismo, no dejándose imponer de sus braceros y empleados, después de regatearles cuarto a cuarto sus jornales, les paga religiosamente lo convenido. También es filántropo; y si no se le ve pródigo con los pobres que llegan a su puerta, no es por falta de buen deseo, ni por sobra de economía, sino porque no quiere alimentar vicios ni fomentar la vagancia. Cree en el progreso moral de los pueblos; pero bajo la dirección paternal de los gobiernos, y con el esfuerzo ... de los años. En cuanto al progreso material, le protege rumbosamente; pero alrededor de su casa, como, en su concepto, debe hacer todo ciudadano, a fin de que el progreso llegue a sentirse y a palparse en todas partes.—Ha comprado muchas tierras en su aldea, y las ha distribuído entre sus antiguos convecinos ... a renta; pero dispensando a éstos el favor de no embargarles la manta de la cama cuando, por bien probada necesidad, dejan de pagarle ... un año; al segundo ya varía de conducta, si el abuso se repite; y esto, únicamente por respeto a su derecho, no porque necesite para nada las míseras economías de aquellos pobres campesinos. No ha reformado con una mala teja su antigua casita de la plaza, ni ha vuelto a poner en ésta los pies; y se comprende en un hombre de sus circunstancias; muerto el señor cura, don Justo, ¿qué otra persona que{78} daba allí con quien «pudiera entenderse» él?
Por lo demás, continúa siendo el hombre dado a las grandes frases y al aplomo en el decir, y no ha enriquecido su erudición ni reformado su ortografía; pero aquélla no la necesita en la vida que trae, ni ésta le es indispensable, dictando, como dicta, hasta su correspondencia particular. Y en cuanto a sus peroraciones frecuentes, ¡vayan ustedes a conocer que aquellas palabras culminantes de su oratoria, que son su delicia, las escribe con q!
Lejos de perjudicarle esto en su importancia, todo el mundo se la concede para todo; así es que, al creer lo que afirma la opinión pública, don Simón es una gran persona, es decir, prudente en el consejo, elocuente en emitirle, rico de hacienda, honra del comercio, provecho de la ciudad, benemérito patricio, y cuanto ustedes quieran. Añádase a esto que sonríe muy poco, y que jamás se ríe; que se afeita todos los días, y gasta una ropa muy fina y muy holgada; muy destacados el pecho, los cuellos y los puños de su camisa, y muy abarquilladas las alas del sombrero; añádanse, digo, estas gravísimas circunstancias, y se comprenderá mejor por qué don Simón ha llegado a ser, en la región que habita, el hombre indispensable: indispensable en las juntas, indispensable en las comisiones de dentro y fuera, e indispensable en el Municipio, que ya {79} no sabe qué hacerse si él no lo preside.
Don Simón, pues, es ya todo UN HOMBRE DE PRO; y para que nada le falte, hasta tiene la conciencia de su importancia.
Y la tiene, no porque se lo dicen los que le inciensan, sino porque una vez, viéndose tan alto, dió en mirar a su alrededor, y observó que así en la plaza como fuera de la plaza, los hombres que daban vida a los pueblos modernos e imprimían carácter a la época, ni eran de más noble estirpe, ni más sabios ni más ricos, ni tenían mejor ortografía que el. Entonces, penetrado de la grandeza de su alta jerarquía, perdió hasta aquellos pocos arranques que le quedaban de expansiva franqueza, y se hizo solemne y ceremonioso aun en los actos más triviales de su vida.
Y aquí enlaza, lector amigo, el asunto de que tratábamos en el capítulo anterior; es decir, concluye la digresión y continúa la historia.
Había en aquella ciudad, como hay en casi todas, un centro o círculo o casino para esparcimiento del espíritu de ciertas personas que pasaban la vida bregando por enderezar la varia suerte de los negocios de lucro; y había entre los socios muchos que, no gustando del juego, aunque lícito, ni de otras recreaciones toleradas en el establecimiento, formaban una camarilla sui generis, especie de senado moderador de la ebullición que reinaba constantemente en gabinetes y pasillos; el cual senado, auctoritate propria, se instalaba siempre en el salón principal. Componíanle los hombres más serios de la banca, del foro y de la propiedad urbana; y con decir que eran muy serios, dicho queda, conforme al rigorismo de la moderna bourgeoisie, hasta qué punto era entre ellos poco menos que un pecado mortal la risa franca y desenvuelta.{82} Pero no así la sonrisa, que la conocían y la usaban, aunque sobriamente, en todos sus caracteres y expresiones. Porque es de advertir también que aquellos señores no aceptaban más que el justo medio de todas las cosas.
Con esto creo excusado decir que en político eran todos «hombres desapasionados, de orden y de progreso racional», implacables enemigos de toda afirmación absoluta, o según su lenguaje, «de toda exageración». De esto se desprende, a su vez, que esa misma política sólo la aceptaban como un motivo más de conversación en sus expansiones amistosas. Y para que la tarea les fuera aún más fácil, tomaban por base de sus disertaciones los ingeniosos conceptos de cierto periódico, al cual habían subordinado ciegamente su criterio. El tal periódico no asentaba jamás un principio sin un pero; no mostraba un color que no pudiera confundirse con otro a la más leve interposición de una frase artificiosa, que nunca faltaba a la mano. Pasaba por reaccionario entre los liberales, y entre los reaccionarios por liberal; no había situación política bastante buena para él mientras imperasen sus ideas, ni bastante mala cuando no imperaban. Era su estilo ampuloso, sonoro, claro en apariencia, turbio en el fondo, meloso siempre y seductor por estudio; y saltaban a la vista, en el momento de fijarla en sus columnas, las pa{83} labras orden, progreso, paz, religión y patria ... Era, en substancia, la representación escrita del espíritu yerto de la época en que se daba a luz; pero hasta el punto de dudarse si procedía de tal padre, o, al contrario, si era él quien había formado ese espíritu; quien alimentaba y nutría el alma de esa nueva raza, verdadera plaga del siglo que corre; raza sin convicciones, sin fe, sin entusiasmo; que llaman orden a todo cuanto le garantiza una tranquila digestión, y progreso a cuanto redunda en aumento de su caudal; que entiende por patria su hogar doméstico, y por sociedad, un conjunto de ciudadanos matriculados para vender y comprar, tranquilamente, fardos de algodón, harinas de Castilla o papel del Estado; raza que transige con todo, menos con que se suba un cuarto la libra de pan.
A esta raza pertenecían los hombres de la citada camarilla, en la cual se daba siempre a don Simón la butaca de preferencia, no tanto por la importancia mercantil de éste, cuanto porque nadie leía mejor que él, con voz más recia y sonora, ni con mejor sentido, los artículos de fondo del periódico, todas las noches, a los congregados.
Pero vamos al caso. Aquellos hombres, que habían visto sin alarmarse, durante muchos años, cómo cundían y se propagaban ciertas tendencias niveladoras, y cómo se iba rebajando poco a poco el carácter nacio{84} nal, corrompiendo aquel conjunto de cualidades que un día hicieron del tipo español «el modelo proverbial de los caballeros»; aquellos hombres, digo, que habían visto todo esto y mucho más, sin temblar por el día siguiente, observaron una vez que las predicaciones, que las tolerancias, que las concesiones, que toda aquella política de ancha base que encomiaban a destajo y en la cual creían sin conocerla, estaba dando ya sus frutos naturales y lógicos; que aquellas muchedumbres por las que nada habían hecho ellos nunca, y de las que jamás se habían acordado sino para explotar su trabajo a cambio de uu mezquino pedazo de pan, se alzaban imponentes, en virtud de las alas que les prestara una libertad mal entendida; que aquella canalla, como ellos llamaban a la multitud desheredada cuando ésta era dócil, se aprestaba, con la tea en la mano, a imponerse al mundo entero y a transformar, en un instante dado, el modo de ser de la familia y de la sociedad.
¡Y allí fué el temblar de la voz y el crujir de los dientes!... Porque temieron por sus casas, por sus campos, por sus fábricas, por sus tesoros; es decir, su Dios, su patria, su alma.
—¡Pero es preciso defenderse!—exclamaron, resueltos a hacer una hombrada.
Y ¡poder del egoísmo! Aun en aquella {85} triste situación, pensaron, ante todo, en sacar la sardina con la mano del gato.
Nada diré del temple del arma que eligieron para tan ruda batalla. El lector va a conocerle, y dirá de él lo que mejor le parezca. Yo, mero historiador, a los hechos me atengo, y ésos voy a referirle.
Abríase, a la sazón, una campaña electoral para padres de la patria; y, según los sujetos de quienes vamos tratando, nada más eficaz contra la tormenta que les amenazaba, que enviar al Parlamento hombres de orden, de progreso racional, enemigos implacables de toda exageración, y ricos e independientes, por contera.
Pero, concretándose a aquella localidad, ¿quién, entre todos ellos, era bastante rico, bastante abnegado, bastante generoso, y aun bastante elocuente, para aceptar tamaño compromiso con buen éxito, y capaz de abandonar, sin partírsele el alma, la dirección de los propios negocios y las comodidades de su casa?
Ni siquiera se puso en tela de juicio: don Simón, y nadie más que él.
Una noche se le hizo la proposición en plena tertulia; y, francamente, no podía habérsele hecho otra que más le halagara. Quizá se anticipaban sus amigos a un deseo que le embriagaba el alma mucho tiempo hacía. No se olvide que don Simón se creyó siempre capaz de todo; y téngase presente {86} que cuando llegó a la posición social en que ahora le hallamos, los límites de sus aspiraciones se perdieron de vista. Por lo demás, que en el fondo de su conciencia se creía agudo, elocuente, sutil y travieso, ya lo sabemos. ¿Cómo dudar que fué el primero en comprender que nadie era más digno de ejercer el cargo que quería confiársele? Pero se guardó muy bien de darlo a conocer.
Al contrario, hízose el pequeño y el indigno, y hasta pidió toda aquella noche para reflexionar.
Cuando volvió a su casa, llamó a su mujer y le dijo solemnemente:
—Juana: la patria reclama mi cooperación, y necesito hacer por ella el sacrificio de prestársela.
—¿Que la patria te reclama ..., qué?...—preguntó la oronda señora, dudando si la palabrilla se comía o se sembraba.
—Que el país desea que yo le represente en las Cortes—añadió don Simón con parsimonia.
¿Y qué es eso?
—Pues bien claro está, mujer. Se trata de que yo sea diputado por esta provincia.
—¡Carácholes!—exclamó, fuera de sí, la gran dama, olvidándose en aquel instante de todos los miramientos que la esclavizaban desde que era rica.
Frunció el entrecejo el marido al oír {87} aquella interjección espontánea en boca de su mujer, y dijo a ésta severamente:
—Te alvierto que esa palabra no es del mejor gusto para dicha por una señora de tus ... contingencias.
—Déjate ahora de eso, que ya se arreglará—repuso doña Juana con un desdén admirable—. Y dime: si llegas a ser diputado, ¿te sentarás en aquellos bancos de terciopelo que veíamos desde la trebuna?
—Es claro.
—¿Y te llamarán de Usía?
—Naturalmente.
—¿Y te codearás con los ministros?
—Es de razón.
—¿Y viviremos en Madrid?
—Regularmente.
—¿Y nos publicarán en los papeles?
—Puede que sí.
—¿Y casaremos a Julieta con un embajador?
—No te diré que no, si a mano viene.
—¡Ajaá! Y con eso espantaremos de una vez tanto moscón como nos zumba aquí alreguedor de las talegas de tu hija.
—Ese será uno de los motivos que más me animen a llevaros conmigo.
—Pues mira, Simón: por si se vuelve atrás y no te ves en otra, coge a ese país por la palabra.
Y como don Simón opinaba lo mismo que su mujer, no durmió aquella noche, {88} contando las horas que faltaban hasta la en que pudiera presentarse al país para decirle que aceptaba su proposición ... «por no desairarle».
Amaneció al cabo; y como los instantes son preciosos en tales ocasiones, nuestro personaje no esperó a la noche para ver a sus amigos. Buscólos en sus casas acto continuo; citáronse para el mediodía en la del candidato, y en ella se discutieron ampliamente los preliminares de la batalla.
Para darla con mejor éxito se eligió un distrito rural; designóse a cada uno el puesto que le correspondía, conforme a sus relaciones en aquellos pueblos, o a sus influencias, y se disolvió el cónclave, a fin de poner en práctica, sin pérdida de un solo momento, el discutido plan.
Los trabajos preliminares fueron un aluvión de cartas que inundó el distrito. Para todos hubo: para el que debía, para el que deseaba y para el que valía, y a cada cual se le hablaba en el tono conveniente.
Las que escribió don Simón, menos relacionado que sus auxiliares con la gente del distrito, venían a decir, salvas ciertas contingencias y otras pequeñeces de estilo, lo siguiente:
«Muy estimado amigo y señor mío: Las aflictivas circunstancias por que atraviesa la nación, obligan a los hombres independientes y de recta voluntad a hacer grandes sacrificios. En tal concepto, y cediendo además a las exigencias de mis amigos y de otras muchas personas de saber y de arraigo, me he decidido a presentarme candidato independiente para diputado a Cortes por {90} ese distrito, en las próximas elecciones; y como usted es uno de los hombres que más legítima influencia ejercen en ella, a usted acudo en demanda de su cooperación, en la esperanza de que me la prestará cumplida; por lo cual le anticipa las gracias y se ofrece nuevamente de usted afectísimo amigo y seguro servidor q.b.s.m.,
SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»
Las respuestas más placenteras que obtuvieron estas y otras cartas, fueron como la siguiente:
«Muy señor mío y amigo de toda mi consideración y respeto: Grande ha sido mi complacencia y la de mis amigos al tener conocimiento, por su grata del tantos de los corrientes, de que usted se presentaba candidato por este distrito; y desde luego puede contar con nuestra escasa importancia. Pero debo advertirle, para su gobierno, que ya se le han anticipado a usted otras influencias que pesan mucho entre esta gente, por lo cual temo que el éxito de nuestra batalla no sea tan cumplido como deseara.
»De todas maneras, y por aquello de que «al ojo del amo engorda el caballo», será muy conveniente que usted se decida, sin pérdida de un momento, a recorrer el distrito. A este fin, y para cuanto le ocurra, {91} me ofrezco de usted, como siempre, afectísimo amigo y seguro servidor q.b.s.m.,
CELSO LÉPERO.»
Hecho el primer estudio del terreno por medio de estos y otros datos parecidos y no más lisonjeros; oído el dictamen del centro electoral, y corridos los indispensables propios con las necesarias cartas e instrucciones, arregló don Simón la maleta; rellenó todos sus huecos con cigarros del estanco; vistióse un traje coquetón de camino, hecho ad hoc; adornó las manos con sus sortijas más voluminosas; echó sobre el pescuezo la cadena más larga, más gorda, más relumbrante de cuantas tenía; y cabalgando en un rocín de mal pelo, pero de mucha resistencia, partió de la ciudad al amanecer de un día, quince antes del en que habían de dar comienzo las elecciones.
Llegó al primer pueblo del distrito, y allí le esperaban, a la puerta de un viejo mesón, a cuyos postes y rejas estaban atados otros tantos caballejos enjaezados a la usanza del país, hasta seis agentes electorales de nota. Recibiéronle los seis sombrero en mano; alargó don Simón la suya a cada uno, con el aditamento de afectuosa sonrisa; y abriéndole después ancha y respetuosa calle, obligáronle a pasar, delante, al comedor, donde había una mesa preparada para docena y {92} media de convidados, y hasta doce nuevos personajes envueltos en burdas capas, que, al ver entrar al candidato, se levantaron y se descubrieron. Estos doce eran los edecanes, como si dijéramos, de los otros seis, que bien pudieran llamarse el estado mayor del aspirante a diputado.
Olía el salón aquel punto peor que una caballeriza; pues de esencia de ella, de aguardiente, de tabaco de hoja común y de otras no más suaves ni voluptuosas, se componía el ambiente que allí se mascaba; pero de ámbar y ambrosía le pareció a don Simón, juzgándose ya electo con el esfuerzo de aquellos auxiliares, todos famosos en el país por sus gloriosas campañas electorales.
Dióse al candidato, por aclamación, la presidencia de la mesa, y sentáronsele a cada lado tres de su estado mayor y seis de los subalternos. Cumplido este requisito, y dichas las indispensables agudezas, y hechos los acostumbrados restregones de manos, sirvió una Maritornes, en abismo de sopera, media arroba de fideos; vertióse negro y abundante mosto en los vasos al efecto; circuló el cucharón de estaño de plato en plato; y entre sorbos, resoplidos, eructos y taconazos, dióse comienzo a la discusión del punto que allí reunía a tan insignes personajes.
Según las noticias traídas por los doce en{93} capotados, que conocían el distrito como la palma de la mano, y acababan de recorrerle todo, cumpliendo previas y acertadas instrucciones de los seis jefes, presentes también, la batalla iba a ser muy reñida, y ofrecía un éxito muy dudoso.
Tres eran los candidatos que habían de luchar. Uno ministerial, otro de oposición radical, y otro, don Simón, indefinido, independiente. El primero, aunque desconocido en el país y sin arraigo en ninguna parte, era el más temible, porque con la tenaza del Gobierno tenía cogidos por los cabezones a casi todos los Ayuntamientos. El de oposición se llevaba las grandes masas inconscientes; y en cuanto a don Simón, no contaba en aquel instante más que con lo que le rodeaba; pero así y todo, bien sabía él que no era el más desamparado de los tres. Había sonrisas a su lado que valían media elección, y gestos y caras y, sobre todo, antecedentes que, cuando menos, le garantizaban una lucha a muerte y una derrota gloriosa.
Hízosele saber, como dato muy importante, que el candidato de oposición daba, a cada elector que le votara, media libra de pan y un trago de vino. Del ministerial nada se sabía, porque corría la elección por cuenta de los Ayuntamientos, al decir de la fama. Era, pues, necesario, para ganarse simpatías y prosélitos, hacer por los electores un poqui{94} to más que el más rumboso de los candidatos; y como don Simón era rico, y en ciertas ocasiones no se paraba en barras, autorizó a sus agentes para que hiciesen saber en el distrito que él daba a sus votantes lo mismo que el candidato de oposición, más dos docenas de castañas, y, en caso de apuro, un cigarro de dos cuartos.
Estas larguezas, en opinión de sus auxiliares, podían facilitar algo más el triunfo. Pero si, en último caso, la batalla ofrecía ciertas dificultades, ¿no era don Simón candidato independiente? ¿No podía, sin mengua de su dignidad, declararse, in extremis, adicto, y obtener de este modo los auxilios del poder, que se los daría con preferencia al otro candidato, simple aventurero político?
En éstas y otras, y devorados por los comensales, amén de los pucheros bien atacados, dos docenas de pollos en salsa, media arroba de carne estofada y una calderada de arroz con leche, repartió entre ellos don Simón un mazo de puros del estanco; encargó a cada uno de los doce subalternos el mayor esmero en el cumplimiento de la comisión que se les había dado; los favoreció con un afectuoso apretón de manos; pagó la comida a los diez y ocho, y los piensos de otros tantos caballos, más algunas herraduras que hubo que poner a tres o cuatro de los últimos; y seguido de la consabida media docena de personajes que formaban su estado {95} mayor, bajó al corral. Allí montaron los siete, y partieron a trote menudito, entre las sombreradas de los que quedaban en el mesón y la afanosa curiosidad del vecindario, que había acudido en masa a las inmediaciones de la venta para conocer al candidato, de cuya riqueza se contaban maravillas en el pueblo.
Allí empezaba para don Simón, si no lo más difícil, lo más penoso de la campaña electoral.
Según lo acordado en la mesa, en ciertos pueblos del tránsito no había necesidad de apearse, pues no ofrecían la menor dificultad; a lo sumo, detenerse un momento a saludar, por una atención que sería muy agradecida, a tal cual influyente. Pero, en cambio, había que echar el resto en aquellas localidades dudosas o adictas al enemigo.
Y con estos propósitos, caminando en ala los siete donde el terreno lo permitía, o en hilera si el sendero no daba más de sí, pero ocupando siempre don Simón el puesto de preferencia, ensanchábasele el pecho al pobre hombre a impulsos de su vanidad, creyendo de buena fe que todas aquellas deferencias con él guardadas eran hijas de una adhesión espontánea y desinteresada a su persona. ¡Y estaba cansado de oír hablar de ciertos caciques de aldea, perpetuos muñi{98} dores electorales, para quienes es una fiesta acompañar candidatos, y comer acá, y cenar allá, y desayunarse en el otro lado con ellos y a sus expensas, y frecuentemente un negocio cada elección después de cada paseo! Pues de todo esto se olvidaba don Simón al verse rodeado de tanto caballero.
Dirigía la cabalgata uno de los seis caciques, hombre enjuto, moreno, largo de nariz y penetrante de mirada; casi imberbe, aunque ya picaba en viejo; poco hablador, pero al caso, y desconfiado hasta de su sombra. Conocía, uno a uno y con sus méritos, vicios, resabios y necesidades, a todos los electores del distrito, y, por consiguiente, el modo de interesarlos o de reducirlos. Esta circunstancia era la que más fuerza y realce le daba como muñidor incomparable e irresistible. Era, además, alcalde perpetuo de su pueblo, y consejero nato de media docena de Municipios limítrofes, y estaba muy bien relacionado con gentonas de Madrid, que le debían favores semejantes al que estaba dispensando a don Simón. Llamábase don Celso Lépero, y era el autor de la carta que dejamos reproducida más atrás.
Los otros cinco auxiliares eran por el estilo; pero no tan famosos ni tan fuertes, aunque lo eran mucho, como don Celso.
Y volvamos a la historia.
Al pasar cerca de un pueblecillo, después {99} de tres horas de marcha continua, dijo Lépero a don Simón:
—Aunque a esta gente la conceptúo nuestra por completo, será muy conveniente que se detenga usted un instante a saludar al que la maneja a su gusto. El tal Mayorazgo, que así se le llama, es hombre algo bruto, pero muy pagado de que le mimen y le soben. Al despedirse, dele usted un cigarro; no de los que nos ha repartido en la mesa, sino de los que lleva usted en la petaca para su uso particular.
Sin fijarse don Simón en la indirecta de don Celso, púsose a sus órdenes; dejaron todos la senda que llevaban, y se encaminaron hacia la casa del Mayorazgo, que estaba en lo más escondido del pueblo. Salió a abrirles la puerta del corral un muchacho muy sucio, que se asustó al ver tanto caballero; y entre limpiarse los mocos con una mano y rascarse las nalgas con la otra, les dijo de mala gana que su padre estaba en el cierro.
Dióle las señas de éste como pudo; y los expedicionarios tuvieron que desandar parte de lo andado, trepar por un escarpado, y subir a la meseta de una montaña, donde hallaron al Mayorazgo presidiendo la roturación de un gran terreno que acababa de adquirir en aquellas alturas. Era hombre joven todavía y de rostro desengañado. No mostró gran curiosidad al verse acometido por el pequeño escuadrón. Limitóse a con{100} testar fríamente al caluroso saludo que le dirigió don Celso en nombre de los demás, y especialmente de don Simón, a quien presentó al impávido, diciendo:
—El señor es nuestro candidato, don Simón de los Peñascales; persona ilustrada, con treinta mil duros de renta y mucho talento. Viene exprofeso a dar a usted las gracias por el apoyo que ha de prestarle en las elecciones, mientras tiene ocasión de pagarle su atención de otra manera.
—Para servir a usted—dijo lacónicamente el Mayorazgo, mirando hacia el presentado.
—Muy señor mío—respondió don Simón, descubriéndose la cabeza y tendiendo su diestra al del cierro—. ¿Está usted bueno?
—Yo bien, gracias a Dios—dijo el Mayorazgo sin hacer un gesto.
—¿Usted fuma?—le preguntó el candidato sacando la petaca.
—Algunas veces, si el tabaco es bueno—respondió el otro.
—Pues ahí va uno de la Vuelta de Abajo.
—Se estima—refunfuñó el obsequiado mordiendo la punta.
—Y ¿qué tal andamos por acá?—preguntóle el candidato, deseando arrancar siquiera un gesto de interés a aquel pedazo de bárbaro.
—Pues ... allá veremos—contestó éste, gastando media caja de fósforos en encender el puro al aire libre.{101}
—Eso no hay que preguntarlo, don Simón—observó Lépero—, que de cuenta del señor corre dejar a usted satisfecho.
—Pues en ese caso—repuso don Simón comprendiendo a don Celso—, y toda vez que nos falta mucho que andar hoy todavía, ya que he tenido el gusto de conocer al señor, sólo me resta ofrecerme a sus órdenes para cuanto desee, ahora y siempre.
—Lo mismo digo—murmuró el Mayorazgo, tocando apenas con una mano la que le tendió don Simón, y volviendo a mirar a sus cavadores.
Cuando la cabalgata se alejó de allí, don Simón no pudo menos de decir a don Celso, con desencanto:
—Si éste es de los que me apoyan en el distrito, ¿cómo serán los que me combaten? ¿Qué puedo prometerme de los dudosos?
—No haga usted caso de palabras ni de semblantes, señor don Simón—respondió don Celso—. Ese hombre, como usted le ve, donde pone la intención mete la cabeza. Esté usted seguro de que en este Ayuntamiento han de votarle a usted hasta los difuntos. ¡Algo más duro de pelar es el otro mozo que vamos a visitar en seguida, en ese pueblo que se ve a la derecha! Es hombre que no da nunca el brazo a torcer, ni se decide hasta el último momento.... Y a propósito: ¿tiene usted alguna buena recomendación para la Audiencia del territorio?{102}
—Absolutamente ninguna.
—¿No conoce usted a nadie que conozca a alguno de los magistrados?
—Le digo a usted que no.
—¿Ni siquiera a un mal portero?
—Aguarde usted.... ¡Pero quiá!
—Siga usted, siga usted ...
—Calle usted, hombre, ¡qué majadería! Recordaba ahora que estando paseando, tres meses hace, con un amigo, llegó a saludarle un forastero; y al separarse éste de nosotros, supe que era un primo tercero de la cuñada de un amigo del regente.
—Pues tenemos cuanto nos hace falta.
—¿Para qué, don Celso?
—Ya lo verá usted. Ahora tenga presente que la persona que vamos a saludar es muy arisca y muy agarrada; pero que se lleva a las urnas a todos los electores del Ayuntamiento, y a algunos más.
—¿Y de qué procede esa influencia?—preguntó don Simón con curiosidad.
—De que el sujeto ése vende vino y tabaco; razón por la que no hay un vecino que no le deba algo; como no le hay del Mayorazgo que no se lo deba a éste por razón de arrendamiento o de préstamos ..., o de otra cosa peor. Así se ejercen en los pueblos las grandes influencias, y con ese criterio se hacen siempre las elecciones, como usted irá viendo poco a poco. Pero vamos al caso. Como nuestro hombre es avaro, conviene {103} que se quite usted los guantes para que brillen bien las sortijas, y que se desabroche las solapas para que relumbre la cadena.
Don Simón comenzó a obedecer como un recluta, y luego dijo:
—¿Y cree usted que será conveniente que yo pronuncie algún discursito?
—¿Trae usted alguno bien estudiado?
—¡Hombre!, estudiado precisamente ...—repuso don Simón un tanto resentido—. Pero creo que no me saldría del todo mal.
—Pues si es bueno, diga usted poco.
—¿Y el cigarro?
—También de los de la petaca; que para malos, ya los tiene él, como estanquero.
En éstas y otras, y después de trasponer un breñal casi inaccesible y de vadear un río y de saltar tres estacadas, llegó la comitiva a la primera casa del pueblo que se buscaba; la cual casa mostraba lo que era, más bien por el ramo que ostentaba sobre la puerta, que por el rótulo ilegible que se había trazado con almazarrón y alguna escoba, en un lienzo de la fachada.
—Aquí es—dijo don Celso.
Al mismo tiempo apareció a la puerta de la taberna, y la tapó casi toda, un hombre, especie de tonel de grasa, en forma, tamaño y aseo.
Hundía los brazos hasta los codos en los enormes bolsillos de sus mugrientos pantalones, y asomaban entre sus gruesos amora{104} tados labios las húmedas y requemadas hebras de una punta de cigarro, que destilaba, por la barbilla abajo, un regato de negruzca saliva, y, en tanto, fijaba el tal, con expresión estúpida, sus ojuelos verdes en los recién llegados.
—Ese es nuestro hombre—dijo don Celso por lo bajo a don Simón.
Y mientras éste se echaba las solapas hacia atrás y destacaba cuanto podía sus dedos cuajados de anillos, don Celso, apeándose, abrazó al tabernero, que apenas se movió del sitio en que estaba, ni sacó las manos de los bolsillos. Echaron pie a tierra también los otros cinco de la comitiva; y cuando lo hubo hecho don Simón, tomóle don Celso de la mano, y dijo, mostrándosele al hombre gordo de la puerta:
—El señor es el candidato a quien votan todas las personas decentes del distrito. Se llama don Simón de los Peñascales; es de arraigo, como a usted le gustan los hombres; tiene treinta mil duros de renta, y además mucho talento.
—¡Ya, ya!—gruñó por toda respuesta el tabernero.
—El señor—dijo don Celso, señalando a éste y hablando con don Simón—es don Zambombo, como le llamamos los que nos honramos con su amistad íntima, o don Jeromo Cuarterola, como le llaman en el pueblo y fuera de él cuantos le conocen y le {105} quieren, porque se lo merece; y por eso le sirven a ojos cerrados.... En fin, que el señor es el jefe electoral de toda esta comarca.
—¡Ya, ya!—volvió a gruñir el tabernero.
—Muy señor mío y mi dueño—díjole don Simón, doblándose, descubriéndose y tendiéndole una mano; atenciones a las cuales correspondió Cuarterola tocando apenas el ala de su grasiento sombrero hongo con la extremidad del índice de su diestra, que sacó perezosamente del bolsillo, volviendo a hundirla en él en seguida.
—Nosotros—añadió don Celso, atropellando la humanidad de don Zambombo—tenemos que hablar despacio, y nos colamos como Pedro por su casa. Conque venga la mejor habitación y el mejor vino, y síganme todos, caballeros.
Siguiéronle, en efecto, los aludidos, después de amarrar afuera, como mejor pudieron, las cabalgaduras; y precedidos de Cuarterola, instaláronse ante una mesa larga, estrecha y sucia, que se sostenía mal en el interior de la taberna, cerca del mostrador, sobre el cual no había más que una vasera de hoja de lata con cuatro jarros de arcilla; una aceitera, capaz de media arroba; un pedazo de yeso para apuntar; dos vasos para aguardiente, y un botellón de cristal conteniendo vino tinto. Detrás del mostrador se alzaba penosamente un mal estante con media docena de mazos de cigarros, envueltos {106} en papel de estraza; algunos libritos de fumar, y un paquete de cerillas.
Mientras los recién llegados se sentaban en los duros y estrechos bancos contiguos a la mesa, don Zambombo entró en la bodega, de la que salió al cabo de un cuarto de hora con un gran jarro de vino blanco en una mano, y en la otra un vaso de vidrio sucio.
—Aquí hay que hacer un esfuerzo, don Simón—dijo Lépero mientras el tabernero volvía—. Es preciso, aunque sea con repugnancia, beber, y beber de largo.
—Pero, hombre—respondió don Simón asustado—, ¡si yo no pruebo jamás el vino!
—Es que nunca ha sido usted candidato.
—En fin, haremos un esfuerzo—exclamó éste con heroica resignación.
Llegó al cabo don Zambombo, y puso lentamente sobre la mesa el jarro y el vaso. En seguida volvió a meter las manos en los bolsillos, y se colocó de pie a un lado de la mesa, haciendo descansar su panza sobre el tablero.
Entretanto, don Celso escanció el primer vaso de vino y se le presentó al candidato, que, cerrando los ojos, se le bebió sin resollar. El segundo fué para el tabernero, a quien dijo, mientras éste apuraba el líquido, mitad por el gaznate y mitad entre cuero y camisa:
—Señor don Jeromo, el mundo está perdido; los tunantes se nos suben a las barbas, {107} y los hombres de bien andamos por los suelos. Es preciso que la cosa cambie, ¡y cambiará! Para conseguirlo, contamos con usted.
—¡Ya, ya!—gruñó por tercera vez don Zambombo.
—En efecto, señor de Cuarterola—dijo don Simón enredando con su larga y gruesa cadena de reloj, de modo que se vieran a un tiempo ésta y los anillos de sus dedos—: la sociedad se desquicia si pronto no se le busca el remedio. Los pueblos gimen agobiados por los impuestos más insoportables; la familia está amenazada de un cataclismo, porque las leyes se hacen y se interpretan por gentes sin arraigo, sin moralidad y sin ... contingencia. Es preciso, pues, llevar al Parlamento hombres de recta voluntad, de posición; hombres verdaderamente ..., ¿cómo lo diré más claro?..., hombres, en fin ..., contingentes, que no vayan allí a hacer su propio negocio, sino la felicidad de los pueblos.... Ahora bien: para que un hombre de estas condiciones eche sobre sí carga tan pesada, no basta la abnegación más patriótica; se necesita también el concurso de los demás hombres que como él piensan. Yo, señor don Jeromo, no he tenido inconveniente en sacrificar al bien de mi país la tranquilidad de mi hogar, y hasta el lucro de mis negocios particulares; pero será estéril mi abnegación si los hombres influyentes, de arraigo, de convicciones sólidas y saludables, de contin{108} gencia, en fin, como usted, me niegan su apoyo en estos instantes supremos. He dicho.
—¡Bravo! ¡Bravo!—gritó a coro su estado mayor.
—¡Ya, ya!—gruñó por cuarta vez el tabernero, sacando una mano del bolsillo para rascarse el cogote sin quitarse el sombrero.
—¡Esto es hablar como un libro, don Jeromo!—exclamó Lépero—. ¡Que vaya este hombre a las Cortes; que vayan muchos como él, y España se pone camisa limpia!
—¡Ya, ya!... Pero ...—murmuró Cuarterola.
—Pero ... qué, ¡hombre de Dios! ¿Acabará usted de romper a hablar?—le dijo Lépero ya exasperado.
—Vamos a ver qué tiene que objetar el bueno de don Jeromo—añadió don Simón afablemente.
—Pues digo—repuso el tabernero perezosamente y con voz aguardentosa—que todo lo que usted dice está muy bien dicho ...
—En tal caso ...
—Sólo que—continuó don Zambombo—es lo mismo que me han dicho todos los candidatos que me han pedido el voto.
—Sin embargo ...—replicó don Simón algo resentido.
—Y luego que han sido diputados—concluyó Cuarterola—, si te he visto, no me acuerdo.{109}
—Pues precisamente porque eso que usted dice es cierto, los hombres de mi carácter y de mi posición nos lanzamos esta vez a la lucha, resueltos a que sea una verdad el sistema representativo.
—¡Ya, ya!—volvió a gruñir Cuarterola.
—Conque, amigo don Jeromo—saltó aquí don Celso, persuadido de que toda preparación era ociosa con aquel bárbaro—, estamos al cabo de la calle y nos hemos entendido. Me consta que a usted, de buena o de mala gana, le siguen a las urnas todo el vecindario y algunos votantes más.
—¡Ya, ya!...
—Díganos usted cuántas candidaturas impresas necesita, para que se las enviemos oportunamente; y no se hable más del asunto.
—¡Ya, ya!...
—Y antes que se me olvide: ¿cómo va el pleito?
—¿El pleito?... ¡Ya, ya!
—¿Está en segunda instancia?
—¡Ya, ya!... Ya va para tiempo.
—Pues ¿en qué consiste la parada?
—A la vista está.... Soy pobre, no tengo arrimos ...
—¡Y me habían asegurado a mí que se le había ofrecido a usted la absolución libre a cambio de sus votos para el candidato del Gobierno!...
—¡Ya, ya!... Ofrecer, bien ofrecen; pero ...{110}
—¿Pero qué?
—Que quiero yo cobrar adelantado, y ellos no quieren pagar hasta el día siguiente.
—Justo, para dejarle a usted en blanco, después de haberlos servido ... ¡Si anda ahora una pillería!...—concluyó Lépero, fingiendo cierta indignación, como si quisiera conmover al tabernero.
—Y ¿qué pleito es ése?—preguntó don Simón.
—¡Una verdadera infamia!—le respondió Lépero guiñándole el ojo—. Un supuesto contrabando, por el cual han formado causa a este pobre hombre, y le están arruinando miserablemente.
—¡Eso digo yo!—suspiró don Zambombo, bamboleando de un hombro a otro su monstruosa cabeza.
—Pues, amigo mío—dijo don Celso—, jamás hallará usted mejor ocasión que ésta para salir airoso en su empeño. Cabalmente tiene usted delante al mejor amigo del regente de la Audiencia.
Al oír esto, don Zambombo abrió los ojos cuanto se lo permitía la carne de los párpados, y clavó la mirada en don Simón.
Este se quedó como quien ve visiones. Y no era extraño.
—Pero, don Celso—dijo sin poderse contener—, ¿cómo es eso?...
—En efecto—repuso Lépero atajándole—: no es el mismo regente a quien usted {111} conoce, sino a la persona que más le domina.
—Repare usted, don Celso ...
—Nada, nada, amigo don Jeromo—continuó Lépero desentendiéndose de los escrúpulos del candidato ...—Y advierta usted que esto no va como favor, ni mucho menos. Es usted un amigo a quien aprecio muchos años hace, y esto nos basta al señor don Simón y a mí para prestarle de buena gana este ligerísimo servicio. Conque traiga usted papel y tintero, que vamos a escribir una carta, que puede ser la fortuna de usted.
Como nada perdía en ello el tabernero, movióse perezosamente para complacer a don Celso.
Entretanto, dijo éste a don Simón:
—Tiene usted que poner dos letras a aquella persona que saludó a su amigo de usted tres meses hace, y que es pariente de la cuñada de un amigo del regente.
—¡Pero don Celso!...
—¡Pero don Simón!...
—¡Si ni siquiera sé cómo se llama!
—¡Diablo!
—¡Ni dónde reside!
—¡Demonio!... Pero no importa. Antes al contrario, es mejor así.
—¿Cómo que no importa?
—Lo dicho. Escriba usted a Juan Pérez o a Luis Fernández, y háblele como si realmente existiera.{112}
—¡Don Celso!... Y ¿he de firmar yo una superchería semejante?
—Y ¿por qué no? Sobre que la carta no ha de salir de la administración adonde vaya a parar.... ¡Pregunte usted en Madrid o en Barcelona por un Juan Pérez, sin más señas! El asunto es engatusar a este bodoque.
—¡Pero eso es indigno de una persona seria como yo!
—¡Ay, ay, ay!—exclamó con sorna don Celso—. ¿Esas tenemos? ¿Con escrúpulos de monja nos venimos? Pues cuente usted desde ahora con que le han de ocurrir en el distrito doscientos lances por el estilo, y si usted está resuelto a hacerles ascos a todos, ya puede volverse a su casa en la seguridad de no sentarse en los bancos del Congreso.
—La verdad es que ser diputado a ese precio ...
—¿Pues a qué precio cree usted que son diputados los demás?
Terciaron en la porfía, auxiliando a don Celso, sus cinco camaradas; y al cabo lograron reducir a don Simón, en el instante en que ponía Cuarterola sobre la mesa un tintero de cuerno con pluma de ave, y medio pliego de papel con lamparones de aceite.
Entregóselo todo a don Simón, que, a regañadientes, tuvo que escribir lo que sigue, dictado muy recio por don Celso, no tanto para que lo oyera bien Cuarterola, cuanto para llenar una exigencia del candidato, que {113} de este modo creía echar menor responsabilidad sobre su conciencia:
«Señor don Pedro Gutiérrez.
Madrid.
Mi queridísimo amigo y pariente: Como sé que también lo eres del señor regente de la Audiencia de este territorio, y que es raro el paso que da en el cumplimiento de sus altos deberes sin oír tu dictamen, espero que le recomiendes con todo empeño la pronta y favorable resolución del pleito que pende ante aquélla, contra don Jeromo Cuarterola, de esta vecindad, y persona de todo mi aprecio, sobre un supuesto contrabando.
Te anticipo las gracias, y espero que esta vez, como otras muchas, valga, en cuanto deseo, la recomendación de tu afectísimo amigo y pariente,
SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»
—¡Esto es infame!—dijo don Simón por lo bajo, al cerrar la carta.
—Pero muy conveniente—le contestó don Celso, echando polvos en el sobrescrito.
En seguida se la puso en la mano al tabernero, que se quedó mirándola, como distraído, y dándole vueltas.
—Repito—le dijo don Celso, un tanto quemado con aquella actitud—que esta carta no es un favor que queremos vender a us{114} ted.... La hemos escrito porque ..., porque nos ha dado la gana; y nosotros somos así.
—¡Ya, ya!... Pero....
—Pero ¿qué?...
—Que sin sello no correrá ..., me parece a mí.
—Verdad es—dijo don Celso riéndose—. Me olvidaba de que esto es también estanco donde se venden los sellos de franqueo. Traiga usted uno por nuestra cuenta.
Obedeció Cuarterola. Volvió con el sello; pególe a la carta Lépero, y al devolvérsela al tabernero, le dijo:
—Ahora veamos cuánto se le debe a usted por todo.
Quedóse el botarga mordiendo la carta por un pico y murmurando:
—Dos del papel, y cuatro y medio del sello ..., siete ...; siete ..., y por la tinta.... Por la tinta, nada. Y luego, el vino: dos azumbres a siete ...
Pero enredándose en estos líos muchas veces, fué al mostrador; llenóle con la tiza de números como la palma de la mano; los borró dos veces con saliva y la manga del chaquetón; escribiólos de nuevo, y al fin volvió a la mesa, diciendo en seco:
—Tres pesetas, con la estaca.
La estaca era, lector, el estar los caballos amarrados afuera, aunque sin haber roído un mal grano, ni haber hecho un céntimo de gasto ni de desperfecto.{115}
Echó don Simón un duro sobre la mesa.
—Quédese usted con la vuelta—dijo don Celso, que mandaba hasta en los deseos del candidato.
Guardó el avaro la moneda; pero no dijo una palabra.
—Conque, en resumen, don Jeromo—concluyó Lépero, poniéndose de pie, en lo que le imitaron los demás de la partida—: quedamos en que, en igualdad de circunstancias, preferirá usted nuestra candidatura a las otras dos, y en que probablemente la votará usted con toda su gente.
—¡Ya, ya!—respondió con su muletilla de costumbre el tabernero.
—¡Si usted tuviera la bondad de ser un poco más franco!—se atrevió a decirle don Simón.
—¡Pssée!—refunfuñó don Zambombo—. ¡Como tampoco ustedes lo son!...
—¿Cómo que no?
—Es la verdad. Y si no, a verlo vamos. Yo me comprometo a votarle a usted con todos mis amigos ...
—Muchas gracias, señor don Jeromo.
—Con tal de que usted se comprometa a otra cosa.
—Nada más justo, señor de Cuarterola. ¿Ve usted cómo al cabo nos vamos entendiendo?
—Ahora lo veremos. Lo que yo quiero es que se haga en todo este año una carrete{116} ra desde esta misma puerta al camino real, que no va muy lejos de aquí.
—Nada más justo, señor don Jeromo; y desde luego me comprometo, si llego a ser diputado, a hacer cuanto pueda por conseguirlo ..., y lo conseguiré, de seguro.
—¿Lo ve usted? Pues esto me van diciendo todos los diputados que me han pedido el voto de diez años a esta parte.
—¡Ya! Promesas vanas.
—Como las de usted.
—¡Hágame usted más favor, señor mío, que yo soy una persona de formalidad!
—Que el día en que sea diputado tendrá cien mil cosas en qué ocuparse, más formales que este pobre camino.
—Cuando yo doy una palabra ...
—Mire usted, señor don Simón: el camino costará, según presupuesto que se ha hecho, sobre tres mil duros. Deposite usted esa cantidad donde mejor le parezca y con condición de que se ha de emplear en esa obra, y yo le doy a usted la votación de todo el ayuntamiento ..., y algo más.
—Eso es desconfiar de mí; y sobre todo, yo no puedo pagar tan cara mi elección.
—¿No me ha dicho usted que está seguro de que el camino se hará si yo le voto?
—Si llego a ser diputado.
—Que es lo mismo, según yo voy observando. Pues bueno. El día en que el Gobierno, o la provincia ..., o el demonio, haga {117} el camino, recoge usted su depósito ... y en paz.
—Se pensará, señor don Jeromo, se pensará—dijo don Celso cortando aquel diálogo, con el cual se iba amoscando algo el inexperto don Simón, y con el fin de no desahuciar por completo al tabernero.
—Pues aquí estoy siempre a sus órdenes—concluyó éste—, con la condición que he dicho. Si conviene, bueno; y si no, tan amigos como siempre.
—Esa es la fija, y hasta la primera—contestó don Celso montando a caballo.
—Quede usted con Dios, buen hombre—añadió el candidato, montando también, abrochándose las solapas y poniéndose los guantes, señal de que nada se prometía ya del brillo de sus alhajas para mover el ánimo de aquel pedazo de bruto, con costras de taimado ... y de sebo....
Cabalgaron también los otros cinco auxiliares; y bajando callejones, y resbalando sobre lastras, y vadeando regatos, salieron a una senda que se llamaba camino real, por el que continuaron su marcha a obscuras; porque es de advertir que había anochecido una hora antes, y además caía una lluvia menudita que enfriaba hasta los huesos.
Debían los expedicionarios ir a pernoctar a un pueblo que aún distaba tres horas, y a cierto caserón medio feudal, perteneciente a un hidalgo solitario que le habitaba. Era éste persona de bastante prestigio en aquel país, aunque de escasas rentas, y estábale don Simón muy recomendado por algunos amigos de la ciudad. Conocíanle además todos cuantos le acompañaban en la expedición, por otras análogas. Y dicho está que el tal hidalgo era experto en los intríngulis electorales. Pero era muy diplomático antes de comprometerse con ninguno. En cambio, una vez comprometido, no podía hablársele más del asunto. Esto lo sabía muy bien don Simón; y para mayor pesadumbre, ignoraba, a aquellas horas, la actitud en que el hidalgo se hallaba con respecto a él; pues la única carta en que había contestado a las {120} muchas que se le escribieron desde la ciudad pidiéndole su apoyo, tanto tenía de dulce como de amarga.
Y caminando siempre, y meditando sobre este y otros puntos, y rara vez hablando, el agua seguía cayendo espesa y muy fría, y el candidato no veía chispa ...; digo mal, veía las que sacaban las herraduras del caballo que precedía al suyo, al resbalar sobre los morrillos; y esto sucedía frecuentemente al borde de un precipicio, en cuyo fondo se despeñaba rugiendo un torrente, cada vez más impetuoso con el caudal de la lluvia. Veinte años antes, Simón Cerojo no se hubiera fijado siquiera en estos imponentes detalles, y hubiera caminado impávido a la misma hora y por el mismo sendero, entonando unas seguidillas, a pesar de la lluvia y del frío. Pero la vida regalona y el apego a las comodidades del rico Peñascales, habían enervado los bríos y arrugado el corazón del apuesto cortejante de la arisca Juana. Don Simón, pues, era, enfrente de todo peligro serio, tímido como una liebre. Por eso se estremecía de espanto al considerar la facilidad con que él y su apreciable candidatura podían ir en un momento a contar la campaña al otro mundo. Y no bastaban a tranquilizarle las seguridades que le daban sus compañeros, fundándose en el instinto y la firmeza de las cabalgaduras.... ¡No era mucho, a la verdad, semejante ga{121} rantía, única con que, de tejas abajo, contaban en ciertos pasos peligrosos!
Aterrábale otra vez la tenebrosa soledad de un bosque, impenetrable a la tenue claridad del firmamento, única luz que hasta entonces había visto desde que anocheciera. Asaltábanle allí toda clase de miedos, a los ladrones principalmente; pero de éste se sacudía con alguna facilidad, considerando que hasta para robar era cruel aquella noche, aun en el supuesto de ser creíble que en semejantes soledades habitaran los que viven a expensas de lo que tienen los que jamás pasarían por allí, a no estar tentados del demonio, o del afán de ser diputados a Cortes, que tanto monta. Del miedo a las fieras le curaban sus acompañantes, asegurándole que el lobo y otros animalitos por el estilo no hacen caso del hombre como tengan bestias en que cebarse; y los viajeros llevaban, por de pronto, siete caballos que ofrecer a la voracidad del soñado enemigo.
Con estos y otros consuelos, don Simón hasta se atrevía a toser sin taparse la boca, cuando el frío de la noche le obligaba a ello.
De pronto se encontraba en una poza con el agua hasta las cinchas.
—¡Afloje usted las riendas—le gritaban desde atrás—, y deje al caballo que siga la calzada!
—Es decir—pensaba, aterrado, don Si{122} món—, que este animal sigue a tientas y por instinto cierta calzada que está cubierta por el agua. De modo que si se sale de ella, porque el instinto no le alcanza, o si tropieza y cae.... ¡Dios eterno!... Y todo, ¿por qué? ¡Por ir a buscar unos cuantos votos que, de fijo, no han de darme, para una elección que, de todos modos, y si no me agarro a otras aldabas, he de perder, y con el fin de ejercer un cargo que maldita la falta me hace!
Y el buen señor, sincero y cuerdo en aquellos instantes, renegaba de la hora en que se resolvió a luchar en semejante terreno, y se acordaba del amor de su familia y de la paz de su hogar.
Pero salía del atolladero por un esfuerzo de su cabalgadura y un milagro de la Providencia, y hasta que se metía en otro más apurado no volvía a ser cuerdo ni razonable.... Así nos hizo Dios, y no hay que darle vueltas.
De vez en cuando se distinguía una luz muy a lo lejos.
—¿Es allí?—preguntaba con ansia el candidato, que ya no podía sostenerse en el caballo, de frío, de miedo y de cansancio.
—Un poco más allá—le respondían siempre.
Y para hacer más llevadera su impaciencia, encontrábase de pronto en una hoz, cuyos taludes de escuetos peñascos parecían {123} juntarse sobre la cabeza del aturdido expedicionario, y cerrarle la salida en todas direcciones. Oía los mugidos del río que pasaba a su izquierda; tocaba los jaramagos que brotaban entre las rendijas a su derecha, y sentía en el rostro el fango con que le salpicaban los caballos que le precedían, y el aire sutil y nauseabundo, como el de una caverna, que silbaba al pasar por aquel tubo retorcido y caprichoso. Pero nada veía, si no era la espantosa representación de su cadáver, magullado por las peñas del río y dando tumbos con la corriente.
Salíase también de aquel mal paso, y otra luz se ofrecía a la vista del asendereado candidato.... Pero ¡tampoco era allí!
Al cabo, perdiendo en cada luz una esperanza, como Colón antes de ver la tierra que buscaba; salvando nuevos precipicios y lloviendo siempre y haciendo cada vez más frío, llegó la expedición a puerto de seguridad.
Estaban los viajeros delante de la casa del hidalgo.... Pero esto lo supo don Simón porque se lo dijeron; pues tal era la obscuridad, que, por no ver nada, ni siquiera veía las orejas de su caballo. Oyó que alguien aporreaba una puerta, o cosa así, con algo tan duro como un morrillo, y que a cada golpe respondía, adentro, un ladrido tremebundo. Estos porrazos duraron cerca de un cuarto de hora, y otro tanto los ladridos. Al {124} cabo de este tiempo percibió un rechinamiento, como el de una gran llave dentro de una inmensa cerradura; después el sonido de un barrote de hierro rebotando por un extremo sobre otro cuerpo menos duro; después el chirrido de unos goznes roñosos ..., y, por último, vió la luz de un farol muy ahumado, a cuyos débiles resplandores pudo observar que se había abierto enfrente una portalada.
Preguntó el jayán que alumbraba quiénes eran los de afuera; respondieron éstos cumplidamente, y los hizo entrar en una corralada, donde fueron recibidos por un perrazo que se adivinaba por los feroces ladridos, que no cesaban un punto, y por el crujir de la cadena con que estaba amarrado, pues la luz del farol no alcanzaba tres varas más allá del hombre que le sostenía.
En esto apareció en el ancho soportal, con otro farol en la mano, una especie de fantasma envuelto en un largo ropón, y cubierta la cabeza con una gorra de pieles. Al ver al aparecido los acompañantes de don Simón, corrieron a él; y con el acento del más afectuoso interés, dijeron a una:
—¡Señor don Recaredo!...
Mirólos éste despacio, arrimando el farol a la cara de cada uno; y cuando los hubo conocido,
—¡Tanto bueno por acá!—exclamó—. Ya me esperaba yo la visita.{125}
—¿Se la han anunciado a usted, acaso?
—¿Qué más anuncio que la proximidad de las elecciones?
—¡Je, je, je!... ¡Qué don Recaredo éste!
—¡Siempre el mismo!
—¡Qué célebre!
—Y a propósito de elecciones—dijo don Celso—: tengo el gusto de presentar a usted a nuestro.... ¡Calle! ¿Dónde está don Simón?
—¡Aquí está!—respondió desde el corral una voz débil y enronquecida.
Corrieron allá los seis caciques, y encontraron al candidato haciendo los mayores esfuerzos para apearse, ayudado del jayán.
El pobre hombre estaba entumecido, yerto.
Bajáronle entre todos del caballo, y medio suspendido en el aire le llevaron al portal.
—El señor—dijo don Celso continuando la interrumpida presentación a don Recaredo—es nuestro candidato; persona ilustradísima y de gran arraigo, y se llama don Simón de los Peñascales.
—¡Conque el señor es don Simón de los ...! ¡Hombre, hombre! ¡Pues no me le han recomendado poco mis buenos amigos de la ciudad! ¡Cómo había yo de sospechar que venía entre tanta buena pieza!... Pero ¿se siente usted mal, señor don Simón?
—Nada de eso, mi señor don Recaredo—respondió con dificultad el interrogado—; {126} sino que con una jornada tan larga a caballo, y la falta de costumbre ..., y luego el frío ..., ¿está usted?... Pero, ante todo, le ruego que excuse mi poca cortesía al corresponder a sus atenciones, en vista de la dificultad que ...
—¡Pues no faltaba más sino que anduviéramos ahora en cumplidos! Lo que usted necesita es un buen fuego y un regular alimento, y de todo le proveeremos al punto, si Dios quiere. Conque, señores, vamos arriba, que de las cabalgaduras ya cuidará el mozo.
Guió don Recaredo a los expedicionarios por una vieja, ancha y sucia escalera de pocos tramos, y llegaron a un gran pasadizo, cuyo tillado, carcomido a trechos, se cimbreaba al andar sobre él. A uno de sus extremos estaba la cocina, en la cual entraron todos detrás del hidalgo.
Ardía en ella una hoguera enorme, y esta hoguera estaba encerrada por el alto poyo del fondo y tres largos bancos, más un sillón de madera que ocupaba el sitio de preferencia. La cocina era inmensa, y la hacía parecer mayor aún de lo que era el negro brillante de sus paredes, que no permitía ver líneas ni contornos, ni, por consiguiente, dónde concluían el techo y el pavimento y comenzaba la obscuridad del vacío. ¡Y grande necesitaba ser aquella pieza para contener lo que contenía!{127}
Además de la espetera y medio bosque de leña y otros objetos propios del lugar, se veían allí una montura completa de caballo; dos escopetas, una carabina, un cuchillo de monte y un morral de caza; un banco de carpintero con todas las herramientas; dos ruedas de carro, a medio hacer; madera labrada para otras tantas; tres sacos llenos de grano; una gata con seis hijuelos recién nacidos; varias pieles de oso; una piedra de afilar, de una vara de diámetro, montada sobre su pilón correspondiente ..., y ¡qué sé yo cuántas cosas más! En ciertos pueblos se vive en la cocina durante el invierno, y el invierno duraba ocho meses en aquel pueblo. No es extraño, pues, que la de don Recaredo fuera tan grande y estuviera tan provista.
Despojado don Simón de cuantas prendas llevaba encima de sí contra la lluvia, sentáronle en el sillón de preferencia, a media vara del fuego. Sus amigos y el hidalgo, después de dar a sus criados algunas órdenes, se colocaron en los bancos. Y bien lo necesitaban los seis caciques; pues, menos provistos de impermeables que don Simón, estaban calados de agua hasta el pellejo.
Era don Recaredo hombre que pasaba ya de los sesenta; alto, musculoso, de rostro atezado, medio cubierto por una barba muy cerrada y fuerte, pero casi blanca, o más {128} bien amarillenta; el pelo, que conservaba tan espeso como en su juventud, era mucho más blanco que la barba, así como las pestañas y las cejas. Al verle don Simón a la luz de la fogata, con aquella cara, con aquel birrete de piel y envuelto desde el cuello hasta los pies en un capotón de monte, creyó estar contemplando a uno de los magos que él había visto salir alguna vez por escotillón en el teatro, entre llamaradas de resina. Pero, lejos de ser un personaje siniestro, don Recaredo era todo lo contrario: afable, hospitalario y benévolo como pocos.
Unico resto de una familia antiquísima del país, y poco aficionado a las delicias matrimoniales, había dejado pasar los mejores años de su vida entre los placeres de la caza y las atenciones de su hacienda, que le daba lo necesario para vivir hecho un señor en aquellas soledades. Respetábanle los campesinos por su carácter ... y por sus fuerzas, y también por ciertas convidadas que sabía darles oportunamente. Todo sinceridad y franqueza, no se le conocía vicio ni repliegue que tratase de ocultar a sus vecinos; aunque no faltaba mala lengua que asegurase que el tal hidalgo menudeaba demasiado las visitas a cierta cuba de lo añejo que conservaba en la bodega; pero lo cierto es que nadie pudo probarlo ..., no el vino, sino el hecho. Sus verdaderas aficiones, bien notorias, eran la carpintería y la caza. Como {129} carpintero, hacía primores; como cazador, no tenía rival en el país. Amaba la garlopa y el escoplo, y se pasaba días enteros sobre el banco; pero amaba mucho más su escopeta y su puñal. Ir al monte con sus sabuesos; seguir la pista del oso; llegar a verle, apuntarle, herirle, ¡oh placer!..., y, sobre todo, rematarle a puñaladas, luchando con la fiera cuerpo a cuerpo, brazo a brazo, solo, sin más testigos que sus perros, sin otro auxilio que el de su corazón impávido, su puño de bronce y su puñal de acero. ¡Oh embriaguez sublime! Estos lances, de los que contaba muchos en la vida, eran todo su orgullo, toda su gloria.
Por eso creo yo que no debía de ser verdad lo del vino ..., ni lo que también se murmuraba sobre ciertos mocetones del pueblo, que, a más de parecérsele en figura como un huevo a otro, recibían de él frecuentísimos agasajos y deferencias, y le llamaban padrino sin haberlos sacado de pila. ¡Buen caso hacía don Recaredo de esas debilidades de la naturaleza!
Como hombre de rancia progenie, estaba muy relacionado en toda la provincia, aunque se pasaba años y años sin salir de su aldea; y como elector de empuje, era uno de los más mimados del distrito. De aquí la intimidad que parecía haber entre él y los acompañantes de don Simón. Todos eran veteranos del mismo ejército.{130}
Cómo pensaba el hidalgo antes de comprometerse en una elección, jamás se supo; y mal podía saberse cuando él mismo lo ignoraba. Y lo ignoraba, porque no era hombre de inclinaciones políticas. Salvos ciertos resabios de estirpe, cualquier color, y aun forma de gobierno, le eran indiferentes; porque, después de todo, para él no presentaba la historia más que un rey digno de haberlo sido: don Fabila; y mientras el tiempo o las circunstancias no trajeran a reinar otro idéntico, y capaz, no sólo de luchar con el oso, sino de vencerle, no pensaba afiliarse en ningún bando.
Por estas y otras razones, o no votaba a nadie cuando de elecciones se trataba, o se iba con el primero que supiera pedirle su apoyo con cierta habilidad.
En el caso de que vamos tratando, ¿se había comprometido con alguno seriamente antes de visitarle don Simón? Esta era la duda.
En vano intentaron aclararla el candidato y sus amigos, confortado ya el primero y secos los segundos al calor de la lumbre. El hidalgo no se franqueaba. Esto era un mal síntoma para ellos.
Mientras los unos persistían en el tema, aunque con ciertos rodeos y miramientos, y el otro escurría el bulto, como decirse suele, una mocetona preparaba al fuego un perol de sopas de ajo, media arroba de lomo {131} y otras menudencias por el estilo, que siempre abundaban en casa de don Recaredo.
Cuando la cena estuvo pronta, condujo éste a los huéspedes a un salón tan grande como la cocina, pero no tan amueblado. Allí estaba preparada la mesa. Era alta, de tijera, y supongo que tallada, porque lo estaban, hasta con escudos y motes, los dos bancos de respaldo a ella adjuntos. Cubríala un mantel blanquísimo y fino, pero demasiado raído por el uso; y se conocía por el tamaño, por el peso y por la forma, que también eran de abolengo los cubiertos y dos cucharones de plata que brillaban sobre el mantel, a la luz de un velón de cuatro mecheros que pendía de una tablilla, clavada por un extremo en una vigueta del techo. Con el auxilio de esta luz, cuyo alcance no pasaba de la mesa, parecía distinguirse allá en lontananza, entre las sombras del fondo, dos grandes cuadros al óleo, un armario y un reloj de caja.
Durante la cena, se habló largamente de las aficiones de don Recaredo, de sus ascendientes, de las peripecias del viaje, del tiempo ..., de todo, menos de las elecciones.
Concluída la cena, hubo para cada huésped una cama, no muy blanda, pero sí muy limpia, y la mejor para don Simón.
En buena justicia, ¿qué más había de pedir éste al hidalgo, sin ser un grosero? Acostóse, pues, sin saber lo que deseaba; dur{132} mióse al cabo ... y amaneció el nuevo día, tan frío, tan lluvioso y tan desagradable como el anterior.
¡Y había que continuar el viaje!; ¡y cuanto más se anduviera, mayor altura se ganaría, y mayores, por consiguiente, serían los rigores de la intemperie!
Con estas reflexiones, se le erizaban a don Simón los pocos pelos que tenía.
Cuando acabó de vestirse salió en busca de su gente; pero se extravió en un laberinto de salones y pasadizos desmantelados y sin orden ni concierto. Por casualidad tropezó con la cocina al cabo de un buen rato, y allí encontró a sus amigos calentándose a la lumbre y almorzando sopas en leche, acompañados de don Recaredo, cuyo sitial de preferencia tuvo que aceptar.
Nada se habló tampoco en aquella ocasión de lo que más interesaba al candidato, por mucho que éste y sus acompañantes buscaron la lengua al hidalgo.
Y el tiempo apremiaba, y era preciso dejar sin tardanza el hospitalario albergue.
Y se dió la orden para que se aparejaran los rocines; y llegó el caso de que los expedicionarios bajaran al portal con las espuelas calzadas; y montaron todos ..., ¡y todavía no se cruzaron entre don Simón y don Recaredo otras palabras que no fueran lisonjas, cumplidos y finezas!
Por fin, al ponerse en marcha la gente en {133} el corral, y teniendo entre las suyas el hidalgo una mano de don Simón, dijo al segundo el primero:
—Crea usted, amigo y señor mío, que mi satisfacción hubiera sido cumplida, si al honor que recibo hospedándole en mi casa, pudiera añadir el placer de servirle en cuanto desea.
—¿Tan invencibles son los obstáculos que se lo impiden a usted, mi señor don Recaredo?—preguntóle don Simón, en tono compungido y casi con lágrimas en los ojos.
—No tanto como de ordinario—respondió el hidalgo—, porque la verdad es que a ninguna elección me he ligado con menos fuerza que a ésta.
—Entonces—repuso don Simón, apretando más y más las manos de don Recaredo—, ¿me será lícito esperar que logre usted romper, o desatar, esos compromisos de tan poca consistencia?
—Para mí, señor don Simón—dijo el hidalgo con cierta solemnidad—, tratándose de compromisos de mi palabra, lo mismo son las ligaduras de hierro que las de estambre.
—Entonces no insisto—replicó don Simón, aflojando su mano hasta soltar las de don Recaredo.
—Vaya usted en la inteligencia—díjole éste con cierta sonrisilla y dando dos pasos atrás—de que para hacer por usted cuanto {134} me fuera posible, bastaban las cartas de sus amigos.
Si esto fué una pulla, jamás se supo, pues don Simón, que era a quien más interesaba averiguarlo, ni lo intentó siquiera; y en cuanto a sus acompañantes, bien cenados, bien dormidos y bien almorzados en casa y a expensas del hidalgo, ¿qué diablo les importaba una frase más o menos, por intencionada que fuese?
Al salir de la corralada tuvo don Simón la curiosidad de fijar la vista en la fachada del caserón. Era de piedra amarillenta, y estaba cubierto de blasones, de musgo ... y de rendijas; el alero se caía, y los balcones se desmayaban. Allí no se había gastado un real en reparaciones durante muchos años. ¿Estaría don Recaredo decidido a que fenecieran juntos el solar y el solariego? Todo era creíble en su carácter.
La marcha de aquel día fue más penosa que la del anterior; pues a los inconvenientes de la víspera hubo que añadir los que ofrecían una capa de nieve de más de media vara de espesor, con que se hallaron a las pocas horas de camino, y la que continuaba cayendo. Frecuentes veces tenían que apearse los viajeros para descender rápidas pendientes. Entonces, sueltos los caballos y buscando los jinetes los pasos menos inseguros, solían rodar unos y otros, y cada cual por su lado, como troncos inertes; lo que no divertía gran cosa a don Simón, aunque hacía reír más de una vez a sus acompañantes.
Estas peripecias y otras análogas duraron tres días, hasta que, vueltos los expedicionarios al llano, encontraron una regular temperatura, mejores caminos y un sol radiante.
En sus diversos altos y paradas, que dis{136} ponía siempre aquel de los seis caciques más conocedor del terreno electoral que iba a pisarse, no encontró siempre don Simón un albergue tan placentero como el del hidalgo, ni muchos tipos que se le parecieran en la nobleza del carácter. ¡Cuánto abundaban los traficantes en votos y los especuladores en candidaturas!
Durante el largo trayecto de algún punto a otro, departían calurosamente los expedicionarios sobre los azares de la elección, o discreteaban los acompañantes de nuestro candidato, o le pintaban muy lisonjero el desenlace de la campaña, con el fin de hacerle el viaje más divertido. Pero ¡ni por ésas! Don Simón, nuevo en el oficio, hallaba en cada trámite casos y cosas que le aburrían, quizás más que las dificultades materiales del camino.
Tenía encargo especial de su estado mayor de saludar cortésmente a todo viandante que se cruzara con ellos, y así lo hacía el santo varón, por aquello de que «donde menos se piensa se adquiere un voto».
Una vez se le decía, al pasar junto a una choza miserable y solitaria:
—Es preciso que haga usted una visita a la persona que vive ahí.
—¡Pero si no la conozco, hombres de Dios, ni aunque la conociera valdría el trabajo de detenernos!—observaba don Simón, con repugnancia.{137}
—Déjese usted de remilgos, don Simón, y considere que esta choza, entre padres, hijos y allegados, vale más de cinco votos.
¡Y allí tenían ustedes a todo un capitalista, cargado de oro y diamantes, apeándose entre puercos, terneros y mastines, descubriéndose humildísimo, dando la mano y preguntando por la señora y demás familia a un rústico destripaterrones, que olía a boñiga y aguardiente, y apenas se dignaba responder como sabía a tantas deferencias, no obstante haberle sido presentado el candidato con los títulos consabidos de «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento!.
Otra vez se encontraban en el camino con un par de reses y su conductor.
—Es preciso—se le decía entonces—que pondere usted mucho y muy recio esos animales.
—¿Para qué?—preguntaba asombrado don Simón.
—Para que lo oiga el que va con ellos.
—¿Y qué tengo yo que ver con él?
—¡Friolera!... ¡Es un elector!
—¡Aunque sea el preste Juan de las Indias!... ¡Yo no hago esas tonterías!
—El que algo quiere, señor don Simón, algo tiene que sufrir.
—Ya, ya; ¡pero hay cosas!...
—¡Mire usted que cada uno de nosotros {138} es viejo en el oficio, y cuando le aconsejamos algo, con su cuenta va!
Y el soplado personaje, que se sentía dominado por aquellos seis diablillos en cuanto se relacionara con su empresa electoral, no tenía más remedio que parar su caballo cuando se le acercaban los animales, fijarse en ellos, y comenzar a gritar como un energúmeno:
—¡Oh!... ¡Magníficos! ¡Qué gallardía! ¡Qué cuarto trasero! ¡Qué anchos! ¡Soberbia raza! ¿Son de usted, buen hombre?—preguntaba por remate al conductor.
—Para servir a usted—respondía el interrogado, con cara de recelo.
Acto continuo le asaltaban los caciques; y después de abrazarle y sobarle mucho,
—Tenemos el gusto—le decían—de presentarte a nuestro candidato, el señor don Simón de los Peñascales, «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento».
—Muy señor mío—añadía don Simón, quitándose los guantes, abriendo las solapas y dando un cigarro al campesino, para lucir tres cosas de un golpe: su rumbo, su cadena y sus diamantes.
Tomaba el buen hombre el cigarro, sin hacer gran caso de lo demás; y mientras chupaba para encenderle, decía con mucha calma:
—De la que yo entendí a un señor tan {139} prencipal como éste alabarme tanto las bestias, dije para mí: «¿por qué será?» ¡Mil demonios si me acordaba de la eliciones!
—Pues ya te las han recordado ...
—Como si callaran; que nosotros, los probes, vamos por onde nos llevan, ¡y gracias que así y todo!... Conque ¡ea!, se agradece el osequio y la alabanza, y hasta otra.
—¡Pero oye un momento!...
—No puede ser, que se me van las bestias, y temo que hagan alguna que me cueste los cuartos.
—¿Lo ven ustedes?—decía don Simón, muy amoscado, volviéndose hacia sus consejeros.
Pero éstos se le reían a las barbas por toda respuesta; y llevados del mejor deseo, y fundados en su experiencia, ni se arrepentían ni se enmendaban.
Si el objeto exclusivo de estas páginas fuera pintar los azares y fatigas de un candidato en vísperas de su elección, yo siguiera paso a paso al de mi historia en su peregrinación por el distrito; pero como son varios los asuntos que abarcan estos capítulos mal pergeñados, me limitaré a decir, en compendio y para gobierno del inexperto lector, que por dondequiera que iban nuestros expedicionarios, hallaban con{141} frecuencia el terreno electoral rebelde a su cultivo, y el más propicio no pasaba del aspecto dudoso que ofrecía el del Mayorazgo. En todas partes aparecían huellas de la influencia moral del Gobierno. Aquí se había ofrecido un juzgado de primera instancia; allá, una carretera; en el otro pueblo, la aprobación de sus cuentas municipales, ¡que ya tenían que ver!; en el del otro lado, la tala de un monte, y {142} en el de enfrente, el repartimiento, entre los vecinos, de ciertos terrenos de propios.
En vano don Simón saludaba hasta a los perros, y mostraba varas de cadena y adoquines de diamantes, y se desgañitaba don Celso para demostrar a las gentes reacias, con el recuerdo de otras muchas elecciones, que el poder oficial hace esas y otras muchas ofertas, y jamás las cumple aunque consiga su objeto. Los jefes de los diversos grupos electorales preferían ser engañados sirviendo al Gobierno, a ser servidos a medias por un charlatán con el desacreditado título de candidato independiente. En cuanto a las masas de electores, que eran los verdaderos árbitros de la contienda, nadie se cansaba en pedirles su parecer: irían como dóciles rebaños a depositar en las urnas una candidatura que se les entregaría cerrada; y ni más sabían ni más sabrán en los siglos de los siglos, aunque siglos dure, que lo dudo, esta comedia.
Siempre que la expedición hacía un alto, y muchas veces mientras caminaba, recontaba los votos seguros, añadía los recaudados últimamente, y acababa por formar un estado general, cercenando una tercera parte de los probables y añadiéndoselos al enemigo, para ponerse don Simón en el peor caso imaginable. El último cómputo que se hizo dejaba muy dudoso el éxito de la lucha; {143} y tener duda en tales casos, equivale a una derrota segura.
Bajo esta triste impresión, y, además, molido, sucio, desgarrado y con la cara roja como un pimiento, volvió don Simón a su casa, ocho días después de haber salido de ella.
Para colmo de angustias, cuarenta y ocho horas más tarde supo por don Celso (que había quedado con sus cinco compañeros recorriendo el distrito, el cual no abandonarían hasta que votará el último elector; tenacidad incomprensible para todo el que no sepa con qué encarnizamiento se lucha en tales batallas), supo, repito, que el Mayorazgo se había pasado al enemigo con armas y bagajes, a cambio de no sé qué ensanche que la administración le permitía dar al cierro que conocemos; otra falange segura de votos se iba detrás de cierto cacique, seducido a última hora con la resolución favorable de un expediente escandaloso; don Recaredo decididamente no le votaba, y tres Ayuntamientos, hasta entonces seguros, habían pasado a la categoría de muy dudosos, merced a ciertas garantías de favores ofrecidas por el candidato ministerial. Y lo peor de todo era que sólo faltaban tres días para dar principio a la elección; y en tan corto plazo no podía conjurarse el conflicto, aunque don Simón echara la casa por la ventana.{144}
Don Celso concluía su carta diciendo que había que decidirse o por la derrota o por transigir con el Gobierno. Según él, esto último era lo más conveniente; pues, bien mirado, el Gobierno no era mejor que otros muy malos, pero tampoco era peor; y, al cabo, para hacer algo por el país, mejor se estaba al calorcillo ministerial, que en el infierno de la oposición o en el limbo de los independientes.
Repugnábale a don Simón perder este último carácter que tanto le halagaba; pero no podía resignarse a no ser diputado, ya que estaba con las manos en la masa. En tan apurado trance, consultó a sus amigos, quienes, por unanimidad, opinaron como don Celso.
A consecuencia de este acuerdo, mediaron negociaciones en ciertos centros oficiales, y don Simón fue admitido en ellos hasta con palio. Jugó el telégrafo; supo el Gobierno que acababa de hacer la adquisición de «uno de los personajes más importantes del país»; dijéronlo así al punto los periódicos oficiosos de la corte; súpolo toda España; desapareció la candidatura del pobre aventurero, a quien se dió en pago una credencial de primera, que es cuanto él ambicionaba, y se le dijo a don Simón:
—Puede usted ir a descansar tranquilo. Ya es usted diputado.
Y así fué. Verificadas las elecciones, y {145} mientras se verificaban, se habló mucho de palizas, de urnas suplantadas, de electores presos, de muertos que votaban, y aun de algunos vivos que por votar murieron; de casas que ardían, y de otros recursos tan usuales y lícitos como éstos, empleados en beneficio de la candidatura de don Simón; pero lo cierto es que a éste se le proclamó diputado electo por el distrito, y se le entregó un acta que así lo declaraba, limpia como el oro.
Diéronsele, pues, las consabidas serenatas por todas las murgas de la población; recibió las acostumbradas felicitaciones, y, ¡oh fuerza de la vanidad satisfecha!, llegó a creerse merecedor de tanto obsequio, y hasta legítimo representante de la libérrima voluntad de sus electores. Y lo creía tanto, que, días después de elegido, se indignaba, con la mejor buena fe, al hablar de las coacciones ejercidas contra él por el pobre candidato de oposición durante las elecciones. ¿Qué más podía pedirse a don Simón?... Estaba en perfecto carácter de diputado independiente.
A todo esto, doña Juana estaba como niño con zapatos nuevos. En cuanto su marido recibió el acta de su elección, se lanzó a la calle y encargó a la modista tres vestidos de lo mejor, y uno de media cola ... Iría al Congreso, a las tribunas de preferencia, muy a menudo; a palacio alguna vez; daría {146} rumbosas fiestas a los hombres de Estado; obsequiarían a su hija ministros y embajadores ...; ¡quizás obtendría un título de Castilla!...
Todo esto, y mucho más que antes pasaba lentamente y como una ilusión por su fantasía, vió en un momento, palpable y como ya realizado, ante sus ojos. ¡Menudo sofocón iban a pasar las señoras provincianas que habían hecho mofa de sus resabios de lugareña! Pues ¿y cuando La Correspondencia anunciara sus idas y venidas? ¿Y cuando La Epoca historiase sus recepciones entonadas?
Bajo impresiones tan embriagadoras, vestida con lo mejor que tenía, y su hija con lo más elegante de su bien provisto ropero, estuvo una semana haciendo visitas que siempre había desdeñado, y pagando otras que debía de muy atrás, sólo por buscar ocasiones de anunciar su salida para Madrid, adonde la llevaba el delicado cargo con que el país había honrado a su marido.
Entretanto, ordenaba éste sus asuntos mercantiles, para dejarlos bajo la dirección y al arbitrio de un dependiente de su confianza.
Lo que resta de la presente historia, con ser lo más importante por lo que al protagonista afecta, ha de ser lo más soporífero para el lector, que, de seguro, conoce a palmos el terreno que vamos a pisar, y ha de anticiparse con la memoria a mucho de lo que yo le refiera. Y no será poca mi suerte si no me interrumpe más de una vez para decirme: «Y a mí ¿qué me cuenta usted? ¡Si me lo sé de corrido mucho ha! ¡Si ese tipo y cuantos con él se rozan viven en mi calle!...» ¡Desdichado inconveniente que toca todo aquel que falto de ingenio, como yo, para inventar personajes y escenas del otro mundo, busca el asunto de sus prosaicas relaciones en los hechos vulgares y tangibles de la vida real y práctica de los hombres y de los pueblos!
Pero ¿ha de impedirme esta razón, que en {148} mí pesa mucho, seguir narrando los sucesos hasta el fin de la comenzada historia? No a fe; que, después de todo, no está mandado por ninguna ley que siempre que se cuente algo hayan de ser maravillas.
Prosiguiendo, pues, sin más preámbulo el suspendido relato, encontramos ya a Periquito hecho fraile; es decir, a don Simón en Madrid con su augusto carácter de diputado a Cortes, y a su familia acomodada con él en una de las principales calles, y no en la peor de sus casas.
Pero aún no había tomado asiento en el Congreso el flamante político, y ya estaba convencido de una, para él, triste verdad, a saber: que para brillar en Madrid como brillaba en su provincia, no bastaban el caudal del rico negociante y las demás preeminencias que sobre éste habían ido recayendo una tras de otra.
La Correspondencia había anunciado su llegada a Madrid, no solamente como diputado, sino como una de las personas más importantes y beneméritas del país; y no se había sacudido el polvo del viaje, cuando el ministro de la Gobernación, en un atento B.L.M., le había citado a su despacho. Allí, S.E. le había llenado de incienso, asegurándole, entre otras cosas, que con el concurso de hombres tan respetables e ilustrados como el señor de los Peñascales, todos los conflictos políticos y económicos se con{149} juraban, y España estaba de enhorabuena.
Y a pesar de estas y otras deferencias que, dicho sea de paso, él creía merecer, don Simón se echaba a la calle, de intento a pie, y nadie le saludaba ni le miraba con curiosidad.
Iba al Congreso en los días que precedieron a su solemne apertura, y en sus alfombrados salones y pasillos, y en cada uno de los infinitos grupos de diputados, periodistas, altos funcionarios y otras gentes de mucha nota, que se formaban aquí y allá, hablábase de todo menos de su llegada, de su caudal o de su importancia. Y, sin embargo, allí no había muchos gabanes más flamantes que el suyo, ni muchas camisas más limpias, ni muchas botas más aplomadas. Al contrario, abundaban los paños raídos, los pantalones con rodilleras, las camisas de tres días y los tacones de medio lado.
¿En qué consistía, pues, la indiferencia con que se le miraba allí y fuera de allí? Quizá se necesitase en Madrid algo más que dinero para brillar; tal vez un poco de osadía, o muchas conexiones de familia, o algún triunfo ruidoso; elementos todos hijos del tiempo y las circunstancias, que él adquiriría indudablemente. Pero lo cierto era, y esto le contristaba hondamente, que su caída en Madrid no había hecho el menor efecto en el público. Tenía, pues, que ganar en la corte, grado a grado, la altura que en {150} la ciudad ganó de un brinco. La empresa, a la verdad, era superior a las fuerzas de don Simón; pero él no lo creía así, y esto le consolaba un poco.
Entretanto, se regodeaba con las distinciones que le correspondían por su investidura. Mientras las puertas del Congreso estaban cercadas por una multitud de papanatas, a quienes se prohibía hasta aproximarse a la acera, él las atravesaba erguido entre las reverencias de los porteros, que, al abrirle respetuosamente la mampara de rojo terciopelo, le decían:
—Pase Usía.
Una vez adentro, podía tocar el botón eléctrico que se le antojase, para pedir a un ujier lo que tuviera por conveniente; pasear en el salón que mejor le pareciese; sentarse en el diván más cómodo; escribir en los gabinetes al efecto; pedir en secretaría el expediente más difícil de hallar, y en el archivo el libro más extraño; en fin, hasta beber, de balde, un vaso de agua con azucarillo en la cantina de la casa.
El ministro continuaba citándole frecuentemente a su despacho con otros diputados de la mayoría, y allí, mano a mano y como en familia, se contaban las fuerzas y se discutían las batallas que, por de pronto, necesitaba dar el Gobierno, sin perjuicio de otras más rudas que tendría que librar más adelante.{151}
No se apuraba don Simón por esto, pues no paraba mientes en tan poca cosa. Fijábase únicamente en las distinciones con que se le honraba en aquella alta región. El ministro le pasaba la mano por el lomo; le llamaba «mi excelente don Simón», y hasta le daba un cigarro o se le pedía; y los porteros del Ministerio, esos proverbiales cancerberos, bruscos y desabridos hasta la ferocidad con todo simple mortal, con él se descoyuntaban a reverencias y cortesías.
Muy envanecido con estas y otras parecidas distinciones, a falta de las más populares y solemnes que aguardaba para más adelante, considérese el efecto que le causaría la noticia que se le dió una vez en los pasillos del Congreso, de que las oposiciones iban a hacer una guerra implacable a las actas ministeriales, y que la suya figuraba en primer término como la más escandalosa. Don Simón no había perdido aún la fe en el, para entonces, desacreditado aforismo: «de la discusión nace la luz». No contenía el acta una mala protesta, ni él creía lo que se contaba de su elección sobre atropellos cometidos por sus auxiliares; pero tales cosas podrían decirse en el Congreso; de tal modo podrían presentarse los hechos, que al fin vacilaran los ánimos y se pusiera todo el mundo de parte del vencido, lo cual equivalía a echarle a él de allí y obligarle a volverse a su cosa, como un Juan particular, sin {152} haber llegado a ser inviolable. Esta consideración le aterró; y sin pérdida de un solo momento, acudió con la noticia y sus temores al ministro.
—¡No haga usted caso, santo varón!—díjole riendo S.E.
—¡Es que se asegura mucho!
—¿Y qué?
—Que si realmente me la atacan, tales cosas podrán decir, aunque sean inventadas, que extravíen la opinión.
—¿Y para qué sirve la mayoría?
—No entiendo ...
—Fíjese usted bien. La comisión será nuestra.
—Bueno.
—Y presentará el acta entre las más limpias.
—Bien; pero luego la atacarán ...
—Corriente; y hablarán contra ella una hora, dos horas ..., ¡tres meses, si usted quiere!
—¡Canastos!
—Pero vendrá al cabo la votación, y como somos tantos contra tan pocos....
—¡Ah, ya!.. Pero como yo creía que al discutirse una cosa, para algo serviría esa discusión ...
—¡Medrado estaba el Gobierno entonces, amigo mío!... ¡Cómo se conoce que usted es nuevo en la casa!
—Todo eso es verdad; pero yo tendré que defenderme.
—{153} ¡No, señor! Eso sería dar importancia a un asunto que no la tiene. La comisión se basta y se sobra para dejarle a usted en buen lugar.... Para que usted debute, ya le buscaremos un motivo verdaderamente digno de su carácter y de su talento.
—¡Oh!, mil y mil gracias, señor ministro—dijo don Simón cayéndosele la baba—; pero yo no merezco ese concepto ...
—¡Vaya si le merece usted!—replicó S.E. con una sonrisilla y un retintín que acabaron de emborrachar a don Simón; retintín y sonrisa que en aquel personaje y en aquella ocasión venían a significar un pensamiento que podía traducirse en estas palabras:—¡Qué hermoso suizo!
A todo esto, doña Juana y su hija Julieta, luciendo cada día un traje nuevo en paseos y espectáculos, no pasaban de ser, en espectáculos y paseos, dos señoras más, muy bien vestidas, lo cual halagaba poco la vanidad de la ex tabernera, que aspiraba a mayores triunfos.
Corrieron los días, y se aprobó el acta de don Simón, como se lo tenía prometido el ministro; se constituyó el Congreso, y dieron comienzo los primeros debates políticos, apareciendo en escena los guerrilleros parlamentarios, como en avanzada de los expertos capitanes que habían de salir más tarde a dar las batallas decisivas. Ya para entonces nuestro diputado había conseguido vencer el estupor en que vivió los primeros{155} días, efecto de la alta idea que se había formado del mérito de cuantos le rodeaban en el salón; idea que le acoquinaba hasta el punto de no atreverse a mirar a nadie a la cara, por si le aludían y le obligaban a tomar la palabra de repente, lo cual le hubiera hecho el efecto de un rayo sobre la mollera. Sereno, pues, y en completa posesión de sí mismo, todo se volvió ojos y oídos.{156}
Podía ver y oír de cerca a aquellos hombres extraordinarios que sabían pronunciar discursos como los que él había leído tantas veces en las reseñas de las sesiones; discursos llenos de substancia y elocuencia; discursos que le revelaban oradores de majestuosa apostura y de irresistible autoridad, hasta en el menor de sus ademanes. De sus labios estaría pendiente el Congreso entero, unas veces convencido, otras veces indignado; pero siempre bajo la influencia poderosa de aquel chorreo de elocuencia.
¡Inútil afán el suyo! Cuanto más miraba y más quería oír, menos hallaba lo que iba buscando. Había allí verdadera fiebre habladora; pero ¿quién de los que hablaban valía el trabajo de ser oído diez minutos con paciencia? De aquí que no se sorprendiera maldita la cosa al observar que mientras un orador de mala facha y peor estilo se desgañitaba echando pestes por la boca, manoteando sobre el banco delantero y tragando vasos de naranjada, entre consulta y repaso a sus apuntes, los poquísimos diputados que quedaban en el salón se entretuviesen en hacer pajaritas de papel, en despachar su correspondencia o en chupar los caramelos del presidente; dulzuras de que provee a este personaje abundosamente el Estado, teniendo en cuenta, quizá, que para soportar la amargura de ciertas horas, no basta un muelle sitial de terciopelo, por muy elevado que se ponga.{157}
De vez en cuando oía don Simón conceder la palabra a un diputado cuyo nombre le era bastante conocido. «Vamos—pensaba—, ahora irá lo bueno.» Pero tampoco le salía la cuenta, porque se levantaba una figura ruin y mal trajeada, que, con voz de grillo mal emitida, soltaba un aluvión de párrafos enmarañados que nadie se tomaba la molestia de desenredar; o un finchado presuntuoso, que entre período y período de su discurso ponía una eternidad de paseos en corto, estirones de chaleco, montaduras de lente y mares de agua con azúcar; ya un perezoso desaplomado Adán, que parecía sacar las pocas y desmadejadas frases que decía a fuerza de restregarse contra el banco y de tirar de sus bragas hacia arriba; o un mozo encanijado y presumido, que sin ciencia, sin virtudes, sin voz y sin palabra, quería convencer como los sabios y convertir como los justos; ya un osado boquirrubio, cuyo único afán era medir sus fuerzas con las de los padres graves del Parlamento, que se guardaban muy bien de replicarle; ya un viejo atrabiliario, cuyos furores causaban risa y cuyos chistes hacían llorar de compasión; ya una especie de cuáquero mugriento, demagogo impenitente, que vociferaba sobre justicia y amor al prójimo, no en nombre de Dios, a quien negaba, blasfemo, sino de una razón que parecía faltarle a él, ya que no a los que en santa calma le escuchaban{158} .... De todo, en fin, veía y oía, menos lo que era de esperar, dada la reputación de ciertos nombres aceptados por la opinión pública, si no como tribunos de primera fuerza, cuando menos como oradores distinguidos. ¡Qué valdrían cuando don Simón se creía capaz de terciar en un debate con el más guapo de todos ellos!
Verdad es que el afán, que empezaba a comerle, de echar su cuarto a espadas, le hacía ver las cosas más a su alcance de lo que en rigor estaban.
Desde luego era para él evidente, y en esto no se equivocaba, que la redacción del Diario de Sesiones se encargaba de convertir en un discurso perfecto la más completa sarta de desatinos. Y suplida con este auxiliar su carencia absoluta de nociones retóricas y hasta gramaticales, ¡quedábanle tantos estímulos que le aguijoneaban! ¡Había en el Parlamento unos detalles tan seductores para él!... Aquellos galoneados ujieres, llevando sobre la argentina bandeja el vaso de agua azucarada para el orador, tan pronto como éste comenzaba a hablar; aquellos taquígrafos, anotando, escrupulosos, cuanto se dijera y se accionara; aquellos diálogos entre la presidencia y el diputado, sobre la intención de cierta frase; aquellos discreteos entre las mismas dos potencias, con los cuales terminaba siempre el altercado; aquellas tribunas atascadas constantemente de aficio{159} nados, que seguían sin pestañear todos los incidentes de una sesión; aquellas señoras tan elegantes, entre las que podían figurar su mujer y su hija; aquellos diplomáticos, que tal vez se apresuraran a comunicar por telégrafo a sus respectivos Gobiernos el efecto de un discurso pronunciado a tiempo y de cierta manera ..., no imposible para él, si se le daba punto conveniente y no mucha prisa, y por último, y sobre todo, aquel país que le contemplaba, y que al día siguiente había de comenzar a pronunciar su nombre y a enterarse del asunto y a tomarle por lo serio.... ¡Cielos, y cómo envidiaba a los que, más osados o más prácticos ..., o más apremiados por las circunstancias, se lanzaban desde luego a la pelea! ¿Qué importaba allí el temple de los argumentos? ¿Qué más daba que fuesen éstos de acero que de cartón? ¿Decidían acaso las razones aquellos debates? Mal podía ser así, cuando sólo se enteraban de ellos los taquígrafos y algún que otro curioso por observar, no lo que se dijera, sino el modo de decirlo.
—¿Qué se vota?—era la pregunta obligada de todo diputado al entrar en el salón de sesiones, después de oír la campanilla que anuncia fuera a los dispersos que ha concluido de discutirse un asunto y va a comenzar una votación nominal; y según que el sustentante fuera de los suyos o del enemigo, se le respondía:{160}
—«Vote usted que SÍ», o «vote usted que NO.»
¡Con semejante criterio se resolvían (y continúan resolviéndose) los asuntos de más trascendencia para la patria!
¿Tan insensatas eran, teniendo esto en cuenta, las pretensiones de nuestro diputado?
Poco a poco, aquella mar ligeramente agitada comenzó a encresparse rugiendo; soplaron los huracanes de la pasión política, y se desencadenó la tempestad. Entonces se dejaron ver los dioses mayores de aquel Olimpo, los cuales, como Júpiter en el de la Mitología, nunca aparecen sino entre rayos y centellas. ¡Peregrina misión la suya!
Durante aquel período turbulento, ¡qué escenas presenció don Simón!, ¡qué refriegas!, ¡qué motines!, ¡qué escándalos!
Una vez eran dos atletas del Parlamento, que del uno al otro lado del salón se lanzaban mutuamente los dardos más agudos y los dicterios más envenenados: partido sin pudor, grupo faccioso, hombre funesto, pandilla hambrienta ...
Tales piropos eran lo menos que se decían, entre el silencio más absoluto de la Cámara y la curiosidad febril de las tribunas, de las cuales se desbordaban racimos de humanas cabezas con los ojos fijos en los combatientes, las cejas arqueadas y la boca abierta. Y cuando don Simón, pasada {161} la tempestad, los veía salir del salón por diferente puerta, «esos hombres—pensaba—van a matarse ahora». Y salía tras ellos azorado; y se los hallaba ... comiendo, en un mismo plato, sendos pasteles de crema en el ambigú de la casa.
Lejos de continuar allí la batalla empezada adentro, parecían, con sus cáusticas sonrisas, decir de la nación entera lo que del público aquellos dos cómicos al pararse jadeando entre bastidores, después de haber cruzado en la escena sus aceros, y de salir el uno persiguiendo al otro, entre frenéticos aplausos y gritos de indignación:
—«¡Estúpidos! ¡Veinte veces nos han visto hacer lo mismo, y todavía no se convencen de que todo ello es una farsa!»
Otra vez eran dos fracciones políticas que, bramando de ira, se levantaban en masa, la una contra la otra.—¡Facciosos!—gritaba la de la derecha.—¡Pancistas!—respondía la de la izquierda. Y los gritos y las amenazas, y el estruendo de doscientas voces y de dos mil porrazos llenaban el Santuario de las leyes, y hasta las figuras pintadas en el techo parecían temblar y querer despegarse del lienzo para romperse el cráneo contra los mármoles del hemiciclo. Pero aquella tempestad no se había revuelto porque la fracción de un partido inutilizara propósitos de otro, encaminados a proporcionar algún bien a los pueblos. Cuando de esto se trata{162} ba, ya sabía don Simón que los bancos se quedaban desiertos y el presidente dormitando. Semejantes tumultos siempre eran provocados por alguna palabra suelta que no era del agrado de la fracción a la cual se dirigía.
En ocasiones se discutían hechos, o se desenterraban expedientes, tras de los cuales aparecía la honra de algún diputado enemigo en el mismísimo traje que llevar suelen a la cárcel o a presidio los reos vulgares. Y aquellas discusiones provocaban otras parecidas en son de represalias; y siempre acusando los unos y respondiendo los otros «más eres tú», llegaba a dudar don Simón si aquello era el patio de un correccional, o, como se le aseguraba, una respetable Asamblea de legisladores.
Entretanto, ¿era el noble afán de purgar aquella atmósfera de ciertas impurezas lo que movía a los acusadores a descubrir tales gatuperios? No por cierto: era siempre el espíritu de partido; o mejor, el odio de partida; pues frecuentemente se promovían estos edificantes debates entre dos agrupaciones que, juntas y en amigable inteligencia, habían saboreado poco antes las dulzuras del presupuesto. Probábalo también la curiosa circunstancia de que, pasada la refriega, quedábanse en sus bancos los acusados tan padres de la patria como el más caballero; y tan frescos y descansados como la madre que los parió.{163}
Lo que estos escándalos y aquellos tumultos y los otros motines atolondraban a don Simón, no hay para qué decirlo, conociendo, como conocemos, su sencilla buena fe.
Pero más que los mismos sucesos le admiraba el poco rastro que dejaban en aquella casa. Buscándole con afán, se iba el buen hombre de pasillo en pasillo y de salón en salón; mas no hubiera dado con él ni la nariz de un sabueso. Se gritaba en unos corrillos, se cuchicheaba en otros y se agitaban todos ..., y bullía entre ellos el redactor de La Correspondencia con el lápiz en una mano y las cuartillas de papel en la otra, apuntando lo que se decía, lo que se pensaba y hasta lo que no se había soñado; y don Simón, tomando de cada grupo las frases necesarias, sólo sacaba en limpio que todo aquel hervidero humano era un puro cabildeo para tirar un día más en el poder los que mandaban, o para hacérsele soltar los que le querían. En cuanto a la nación, en cuanto a la moralidad, en cuanto a lo ocurrido adentro ..., ¡como si habláramos de la China! Ya nadie se acordaba de esas pequeñeces.
—Me parece—se atrevía a decir entonces don Simón a algún compañero más viejo que él en el oficio, pero no más entusiasta del sistema—que no se observa aquí la mayor formalidad.... Quiero decir que con {164} estos enconos políticos, el país no gana cosa mayor.
—¡El país va al abismo, señor de Peñascales!
—¿Qué me cuenta usted?
—La verdad, compañero. Esto es una farsa, créalo usted.
—¡Hombre!..., no me atrevía yo a decir tanto.
—Pues atrévase usted, aquí que no nos oye la patria.
—Luego, es decir, que todo esto de Parlamento ...
—Es una calamidad. Aquí no hay más que ambiciones personales, con las que es imposible todo gobierno.
—Tiene usted mucha razón.
—¡Y siempre sucederá lo mismo!
—De manera que si esto, que es notoriamente malo, se suprimiese ...
—¡Jamás!—gritaba entonces el veterano enardecido.—¡Yo soy muy liberal!
--- ¡Oh, en cuanto a eso, también yo!—replicaba el novel, contoneándose, y hasta mirando con cara de lástima al primer tradicionalista que casualmente pasara a su lado frotándose las manos.
—¡Vivir sin Parlamento es vivir fuera del siglo!, ¡caer en la abyección!
—¡Y en la iznorancia!—concluía, ahuecando la voz, el ilustrado Cerojo, que en su vida había gastado media peseta en libros que no fueran «rayados, para cuentas».
Don Simón de los Peñascales, como todo diputado, y a mayor abundamiento ministerial, recibía por docenas y cada día las cartas de sus amigos y electores, y en todas ellas le pedían algo estos apreciables caballeros, desde un destino hasta un sombrero; desde una recomendación para el otro mundo, hasta la colocación de una nodriza[5]. Porque a un diputado se le considera en su distrito capaz de los imposibles, y, por ende, se le cree, y se le hace, el mejor y más barato agente de negocios en Madrid. El de nuestra historia, que creía darse importancia correspondiendo a tantas y tan raras exigencias, destinaba dos días de la semana a aquellas que tuvieran que ver con los centros oficiales, y encomendaba las de más baja estofa al cuidado de doña Juana.{166}
¡Era de ver lo que pasaba en los Ministerios cuando don Simón entraba en ellos, a las horas marcadas por los Ministros para recibir a los diputados, cargado de pretensiones y atacados sus bolsillos de memoriales!
Sus compañeros que siempre madrugaban más que él, habían caído ya sobre el terreno como nube de langostas. Uno quería un gobierno de provincia para su hermano; otro, una alcaldía en la isla de Cuba para sí mismo; otro, un juzgado para su pueblo; otro, una administración de aduanas para un primo arruinado por la causa de la libertad; otro, la destitución de un funcionario probo que se oponía tenazmente a ciertas pretensiones de su familia; otro, un ascenso; otro, una cátedra ...; en fin, por pedir, se pedia allí hasta la luna; y el Ministro, o el Subsecretario en su deseo de complacerlos a todos, tecleaba sin cesar sobre los botones de las campanillas, a cuya música iban apareciendo los altos empleados que podían entender en aquel cúmulo de solicitudes.
—Es imposible—se oía decir en un lado.—No hay plaza vacante.
—Pues créela usted.
—No lo consiente el presupuesto.
—Haga usted un cesante en tal parte.
—Es un empleado antiquísimo e inteligente.
—Mi recomendado es un consecuente liberal.{167}
—Tiene siete hijos.
—Que los mande a una casa de Caridad.
—En fin, le complaceremos a usted.
—¿Y de que procede esa cantidad que se reclama?
—De inicuas cesantías sufridas en tiempos de gobiernos reaccionarios.
—No es bastante motivo; y aun cuando lo fuera, no estamos facultados....
—Es una friolera todo ello.
—¿A cuanto asciende la indemnización?
—A setenta mil reales.
—Imposible.
—¿Por qué?
—Porque no hay fondos de qué sacarlos.
—Yo digo que sí.
—¿De cuál?
—Del de calamidades públicas, por ejemplo.
—Está agotado; y además, tenemos al clero y a los maestros de escuela sin pagar, medio siglo hace.
—Y a mí ¿qué me importa? Lo que usted debe tener presente es que mi recomendado es en su pueblo el mejor agente de la política del Gobierno; que es un incansable propagandista de ella, y que tal vez a sus esfuerzos heroicos debo yo mi elección.
—En fin, hablaré con el jefe, y trataremos de complacerle a usted.
—¿Y cómo va mi asunto?
—Regularmente.
—No basta eso.
—Hay un obstáculo muy difícil de vencer.
—¿Cuál?
—El fallo del Consejo de Estado, enteramente contrario ...
—¡Demonio! ¿De cuándo acá?
—Desde esta mañana. Aquí está a la aprobación de S.E.
—¡Es preciso que se revoque ese fallo!
—No lo veo fácil.
—Pero yo lo veo necesario. Con él se perjudican los intereses de mi familia hasta un punto que usted no puede concebir.
—Todo eso está bien; pero ...
—No hay pero que valga.
—En fin, hable usted con el jefe, que, si quiere, mucho puede hacer.
Todos estos diálogos, y otros muchos por el estilo, oía don Simón a su entrada en los Ministerios, mientras se abría paso entre aquel enmarañado laberinto de pretendientes y otorgantes; y en semejante ocasión, como era bastante novel en el tráfico para haber perdido el rubor por completo, solían saltarle a la cara algunas chispas de él ..., lo cual no le impedía llegar con sus peticiones al punto en que habían de ser atendidas. Verdad es que él no iba a pedir nada {169} para sí ni para su familia; pero también es cierto que pedía para sus amigos o protegidos, y que jamás, al pedir, preguntaba: ¿es justo?, sino ¿es posible?
El rubor, pues, de don Simón no dejaba de ser algo farisaico.
Pocas de estas visitas a aquellas verdaderas casas de contratación necesitó para conocer el ingrediente con que se adherían de una manera tan tenaz las huestes ministeriales al poder. Ciego hubiera sido para no verlo, y aun para no distinguir entre la nube invasora más de un rabioso oposicionista que tocaba el cielo con las manos cada vez que, fuera de allí, oía hablar de destinos concedidos al favor, o del caudal de la patria despilfarrado. Porque resulta que los gobiernos al uso, ya porque se les defiende, ya porque no se les pegue con mucha fuerza, lo mismo necesitan ser rumbosos con sus huestes que con las enemigas.
Lo que nunca vió bien claro don Simón fué lo repugnante del papel que él mismo desempeñaba entre aquellos hombres, de cuya conducta, y con razón, se escandalizaba. Muchos de ellos no vivían, sin embargo, de otra cosa, ni adivinar les era fácil de qué vivirían cuando en el cargo cesaran, o los suyos cayeran.
Pero él, hombre rico, mucho más, infinitamente más de lo que necesitaba para el sostenimiento, muy lujoso, de su corta fa{170} milia, ¿por qué cobraba en credenciales y en preferencias de los Ministerios un apoyo a todo trance que daba al Gobierno, sin más criterio ni mayor dignidad que si fuera un suizo asalariado?
Y no es extraño que no lo viera. Merced a esos procedimientos, se plantan de un salto junto al poder supremo, y son dueños de echar por la ventana la casa de la nación, muchos hombres que, fuera de ella, no tienen una triste buhardilla en qué albergarse, y otros que, teniendo mucho más, necesitan subir a grande altura para conseguir que alguien los contemple y acaso los envidie. Don Simón, como sabemos, era de estos últimos. En él podía la vanidad lo que la ambición o el hambre en otros muchos.
Y si esto no fuera cierto, ¿por qué habían de hacerse las elecciones a garrotazos casi siempre? ¿Por qué un diputado, cuantas más veces lo es, con más afán desea volver a serlo?
Pues qué, ¿tanto abunda el verdadero patriotismo que sea necesario conquistar a tiros la molestia y el pesar de abandonar la propia casa y la familia y los negocios, por ir a cuidar de los ajenos?
Sabemos ya que don Simón, aunque muy halagado con la importancia que le concedía su propio cargo en las altas regiones en que éste pesaba algo, no estaba satisfecho. Su ambición de lustre abarcaba mucho más. ¿Qué era él todavía en la corte? ¿Quién hablaba del señor de los Peñascales, ni de la familia del señor de los Peñascales? ¿Qué periódico había cantado su opulencia, o la severa dignidad de doña Juana, o los atractivos de Julieta? Por ventura, aquellas resmas de prospectos, o aquellas circulares de industriales que «acaban de recibir el surtido para la estación», o las esquelas mortuorias, o los folletos insulsos que diaria y profusamente le llegaban por el correo interior y que al principio creyó muestras de una especial deferencia a su persona, pues le eran desconocidos los remitentes, ¿no se le enviaban a tí{172} tulo de diputado a Cortes? ¿No los recibían igualmente todos sus colegas, muchos de los cuales no tenían sobre qué caerse muertos? Y fuera de estas distinciones y las que también conocemos, ¿de qué otras había sido objeto hasta allí?
Decididamente necesitaba hacer algo extraordinario en sus dos conceptos de hombre político y acaudalado personaje. Por ejemplo: pronunciar un discurso en las Cortes y dar un baile en su casa.
Sumido en tales meditaciones, paseábase una tarde en el salón de conferencias, solo y cabizbajo, cuando se le acercó un mozo de lustrosas patillas y retorcido bigote, agradable de rostro y pulcramente vestido, diciéndole con la mayor solemnidad:
—¡Saludo al señor de los Peñascales!
Volvióse éste y miró al otro atentamente; y como no lo conoció, quedóse sorprendido.
—A los hombres públicos—añadió el intruso, viendo la sorpresa de don Simón—les pasa mucho de esto. ¡Como son conocidos de tantos a quienes ellos jamás han visto!... Pero a bien que a mí, el temor de una fría respuesta no ha de quitarme el placer que recibo al estrechar la mano de una persona digna de todo mi respeto.
—Un millón de gracias por mi parte—dijo entonces don Simón, un poco envanecido con semejantes lisonjas, y aun recelándose si sería él más popular de lo que creía.{173}
—No las admito, señor mío—contestó el mozo quebrándose a cortesías—. Deseaba estrechar su mano de usted; acabo de verle pensativo y solo, y he elegido esta ocasión.... Y a propósito de cavilaciones, ¿va usted a hablar mañana, quizá?
—¿Mañana?... ¿Mañana, dice usted?... Hombre, precisamente mañana, no ...—respondió don Simón desconcertado, por dos razones: porque le habían leído parte de su pensamiento, y esto no le gustaba, y porque se le hacía desde luego capaz de hablar en el Congreso, lo cual le halagaba sobre toda ponderación.
—Se me había figurado, no sé por qué—añadió el intruso—. ¡Como los periodistas estamos tan avezados a discutir hasta las fisonomías!...
—¿Conque es usted periodista?—exclamó don Simón más y más satisfecho.
—Hasta cierto punto, señor de los Peñascales.
—No comprendo ...
—Quiero decir—continuó el otro, afirmándose los lentes sobre la nariz—que soy periodista de devoción, no de profesión. Más claro: mato mis ocios y mis hastíos escribiendo la parte de política palpitante en un periódico batallador. Por lo demás, por inclinación y por carrera, soy diplomático.
—¡Hola!—dijo don Simón abriendo mu{174} cho los ojos—. ¿Agregado, quizá, a alguna embajada?
—Un poquito más.
—Secretario acaso ...
—Un poquito más, si a usted le parece.
—¡Caramba!—gritó aquí Peñascales, acordándose hasta de su hija—. En este caso—añadió—, ¿estará usted con licencia?
—No, señor: jubilado.
—¡Y tan joven!
—Señor de los Peñascales, la política no reconoce edades ni servicios.
—Verdad es.
—Sobre todo, cuando los funcionarios tenemos carácter y dignidad.
—También es cierto. Pero ¿no piensa usted volver a ejercer?...
—Lo veo difícil con este Gobierno, con el que no me reconciliaré jamás mientras yo observe que da al favor lo que debe al mérito.
—Según eso, ¿se cree usted postergado?
—Sólo sé, mi respetable amigo, que por mis antecedentes, por mis servicios prestados hasta el día en que cesé, me correspondía hoy una embajada de primera clase ...
—Y quizá le han ofrecido a usted ...
—Una indignidad, señor de los Peñascales ... lo que puede desempeñar un cónsul de tres al cuarto.
—¡Qué atrocidad!—exclamó don Simón sinceramente escandalizado.{175}
—Pues así va todo, amigo mío. Pero a bien que no me extraña, porque soy viejo en esta casa, y conozco hasta sus menores escondrijos.
—Habrá usted sido diputado varias veces ...
—No he querido serlo ... o mejor dicho, han tenido siempre los gobiernos buen cuidado de hacerme en las urnas cuanta guerra han podido. ¿No ve usted que a los gobiernos como los de España no les conviene en el Parlamento hombres como yo?... Ahora me ofrecieron un distrito; pero era con el fin de hacerme olvidar, ¡mentecatos!, el desaire de la embajada, y especialmente para atar mis manos en la prensa: pues ya saben ellos que tienen cada día la existencia pendiente de mi pluma.
—¿Luego es usted de oposición?
—Le diré a usted: observo una actitud expectante. Amenazo de vez en cuando; transijo al ver que ceden, y vuelvo a la benevolencia.... Porque conozco que el país no está para escándalos ni para caídas ruidosas. ¡Ah ..., pues si no fuera por este patriotismo que me esclaviza!...
Y se dio dos golpecitos con el junquillo en una pantorrilla, mientras volvía a afirmar los lentes sobre la nariz. Don Simón, que le creía como artículo de fe, no cesaba de regodearse con la idea de que un hombre de tanto valer le conociera, le admirara y le {176} juzgase capaz de hablar allí como el más guapo. Bajo esta impresión le dijo, pasados breves instantes de silencio:
—Pues volviendo a la pregunta con que me hizo el honor de saludarme, ha de saber usted que me sorprendió, tanto más, cuanto que estuvo a dos dedos de mi pensamiento.
—Naturalmente. Diplomático y periodista, ¡figúrese usted qué se me ocultará a mí!
—No es esto decir que mañana precisamente ...
—Es lo mismo, señor don Simón. Será pasado mañana, o dentro de unos días ...
—Podrá ser.
—Y ¿sobre qué va usted a hablar?—preguntó el periodista, sacando de su cartera unas cuartillas y un lápiz.
Aquí se vio cogido don Simón, que aún no había madurado el cuándo ni el asunto.
—Pues, hombre—respondió por decir algo—, pienso hablar ... sobre ... Ya se ve, ¡son tantas las cosas que uno ...!
—Vamos, ya le comprendo a usted. Versará el discurso sobre algún asunto importante para la provincia que usted representa.
—Cabalmente—exclamó don Simón, mientras el otro escribía con el lápiz en una cuartilla, sobre el mármol de la contigua chimenea.
—A ver si es esto—dijo a poco rato el periodista, leyendo al diputado lo que había escrito.{177}
«Dentro de algunos días tratará en las Cortes el opulento diputado don Simón de los Peñascales un asunto de vital interés para el distrito que representa. La autoridad de que, por su brillante posición social, está revestido este digno miembro de la Cámara, y el talento que le distingue, hacen creer que la discusión será una de las más interesantes que, en su género, se promuevan en la presente legislatura.»
Don Simón se quedó extático. Cuando aquel párrafo se publicara, su nombre comenzaría a sonar tan recio como él deseaba; pero, una vez publicado, adquiría el compromiso de hablar, de hablar mucho, y de no hablar mal del todo. Así es que no pudo menos de decir al periodista:
—¡Canario, canario!... Usted me favorece mucho; pero ...
—¿Cree usted que le lisonjeo? ¡Bah!... Dejando aparte que usted se lo merece, y mucho más, aquí no se gasta otra cosa.
—Ya lo observo; pero así y todo.... ¿Y cómo se llama su periódico de usted?
—El Ariete.
—Muy conocido, en efecto.
—¡Oh!, de primer orden. Desde mañana lo recibirá usted en su casa.
—Tantas gracias.
—Cabalmente son suscriptores también todos los hombres notables de la política y {178} de la Bolsa. Sólo usted nos faltaba, como quien dice.
—En ese caso—dijo don Simón comprendiendo entonces la intención del periodista, que no era seguramente la de regalarle el periódico—, envíeme usted el recibo.
—A su tiempo, señor de los Peñascales. Con hombres como usted guarda la administración ciertos trámites de confianza. No los guardaría ciertamente con muchos de sus colegas de usted. ¡Aquí hay que tener más ojos que los de Argos!
—¡Hombre, usted exagera!
—¿Quiere usted que le trace algunas biografías? Le aseguro a usted que serán deliciosas.
—No hay para qué, no hay para qué—se apresuró a responder don Simón, como si temiera comprometerse con la oficiosa espontaneidad del diplomático; el cual añadió inmediatamente:
—Y su apreciable familia de usted, ¿se divierte en Madrid?
—Pshé.... Como todavía no conocen el terreno bien, por más que tenga muchas y buenas relaciones ...
—Cierto: faltan la intimidad de las provincias, el roce continuo, ciertas reuniones de confianza.... Y a propósito: creo haber entendido que pensaba usted dar algunas.
—¡Es usted el mismo demonio!—saltó don Simón, admirado de que también {179} le hubiese leído su segundo pensamiento.
—¿Luego es cierto?
—Pshé ...—volvió a responder el pobre hombre, sonriendo de gusto.
—¡Magnífico dato para la Crónica de salones!—dijo el periodista, sacando sus avíos de nuevo y escribiendo a escape en otra cuartilla de papel.
Mientras esto hacía, admirábale más y más don Simón, no tanto por su extraño desenfado, cuanto por las consideraciones reverentes que parecía merecerle. Sin saber por qué, todo le interesaba en aquel hombre; por lo cual ardía en deseos de saber cómo se llamaba, y (¡vean ustedes qué curiosidad!) si era soltero.
Acabó de escribir el periodista, y leyó acto continuo a don Simón lo siguiente:
«Muy en breve contará la buena sociedad de Madrid con otro centro de amenidad y de elegancia. El opulento capitalista y diputado a Cortes don Simón de los Peñascales, y su distinguida familia, se disponen a recibir a sus numerosos amigos en sus espléndidos salones de la carrera de San Jerónimo.»
—¡Pero usted me compromete!—dijo don Simón, trémulo de gusto, al recibir aquella rociada de piropos-. ¿Y si no llego a dar esas reuniones?
—No habrá nada de lo dicho, y en paz. Pero ¿qué ha de hacer usted sino darlas?{180} Los hombres ricos e ilustrados y que, como usted, tienen además una señora modelo de elegancia y de agrado, y una hija, conjunto de todos los hechizos imaginables ...
—Pero ¿qué sabe usted de todo eso?—preguntó don Simón hecho ya un caramelo.
—¿Ha podido usted acaso creer—respondió el diplomático, explotando a su gusto la candidez del diputado—que personas de la significación de usted pasan inadvertidas en ninguna parte? ¡Bah! Se le conoce a usted en Madrid casi tanto como en su provincia.
—¡Cielos, si será verdad!—pensó el bolonio; y añadió en voz alta—: Usted me lisonjea, sin duda.
—No es ese mi carácter, señor de los Peñascales—respondió el tuno haciéndose el ofendido.
—Quiero decir ...—se apresuró a rectificar el primero.
—Hagamos punto sobre ello, amigo mío.
—Puesto que usted lo desea, hagámosle. Y ¿podría saber su gracia?
—Arturo Marañas; y por añadidura, andaluz y soltero.
—¡Soltero también!—exclamó don Simón sin poder disimular su alegría.
—¿Y qué le choca?
—Nada, nada—rectificó, aturdido, el candoroso diputado—; sino que, como lo {181} decía usted a continuación de su apellido, ¡ja, ja, ja!, me hizo mucha gracia.
—¡Ja, ja, ja!... Yo soy así—dijo el diplomático siguiéndole el humor—. Como nada debo, ni nada ni a nadie temo, doy todo mi pasaporte cuando me preguntan cómo me llamo.... Pero observo—dijo, interrumpiéndose de pronto y consultando su reloj—que con el placer de estar a su lado, olvido uno de mis deberes. Así, pues, si usted me da su permiso, vuelvo a mi tribuna a tomar algunas notas sobre la sesión de hoy.
—¡Pues no faltaba más sino que yo ...! Corra usted, amigo mío; y mil gracias por tantas bondades.
—Señor don Simón ...
—Señor don Arturo ...
—Hasta la vista.
—Hasta la primera.
Marchóse el mozo, y quedóse Peñascales hecho un papanatas. Aquel encuentro le parecía providencial. Un diplomático, y diplomático soltero; un periodista que anunciaba su futura peroración y sus reuniones en proyecto, y un probable encomiador de ambas cosas en la prensa. Todo esto en una pieza y a sus órdenes. Porque ya le era indispensable echar el discurso y abrir sus salones. Cierto que el nombre del diplomático, a quien tendría que convidar a las fiestas de su casa, no le sonaba a conocido; pero ¿estaba él en la obligación de conocer a todos los {182} personajes políticos, hoy que tanto abundan?
En esto se oyó la campanilla de marras, y un su colega de la mayoría, que, por su apresuramiento y cara de vinagre, más parecía cabo de comparsas.
—¡Vaya usted a votar!—le dijo en tono desabrido.
—¿Qué voto?—le preguntó don Simón, disponiéndose a obedecer.
—Que sí—le respondió el otro, pasando de largo y rebuscando ansioso callejuelas y rincones, como pastor que junta su rebaño.
Continuaban doña Juana y Julieta divirtiéndose cuanto podían en Madrid, pero no satisfaciendo por completo sus aspiraciones. Estaban lo bastante relacionadas para no concurrir solas al teatro, y para asistir de vez en cuando a algunas reuniones de medio carácter; pero no lo suficiente para figurar entre lo más rechispeante del buen tono madrileño, que era lo que ellas deseaban.
Esto entendido, calculen ustedes su asombro y descomunal alegría cuando don Simón las sorprendió con el periódico en el cual se estampaban los dos sueltos que conocemos, y con la noticia de que el autor de ellos era un elegante joven con sus barruntos de embajador.
Aquel día no se comió ni se hizo nada de traza en la casa. Leíanse los fascinadores párrafos cien y cien veces, arrebatando el pe{184} riódico a Julieta doña Juana; a doña Juana don Simón, y a don Simón Julieta; y así una hora y dos horas, y toda la mañana y toda la tarde, sin cruzarse una palabra entre los tres individuos de la familia; pero riéndose todos, como idiotas, a cada instante; tal vez pensando en el efecto que estarían causando en el público las noticias, y ¿a qué negarlo?, en el elegante periodista.
Cerca ya del anochecer, y cuando empezaban a volver en sí los extasiados personajes, propuso doña Juana que se adquiriesen algunas docenas de aquel número de El Ariete, y que se inundaran con ellas el distrito de su padre y la capital de la provincia; proposición que fué aceptada con entusiasmo, por lo cual pasó el resto de la noche la apreciable familia empaquetando periódicos y escribiendo tantos sobres cuantas personas notables de su país recordaba.
No era todo, sin embargo, miel sobre hojuelas para don Simón; pues si lo de las fiestas era realizable desde luego, por ser los obstáculos vencibles con dinero, lo del discurso no dejaba de tener tres bemoles, dado que, hasta aquel instante, ni había probado sus fuerzas parlamentarias, ni siquiera elegido asunto para su estreno.
Escribíanle con frecuencia sus amigos de la ciudad y los electores del distrito, pidiéndole no sólo lo que ya hemos visto que él les conseguía sin dificultad en los Ministe{185} rios, sino otra multitud de gangas en forma de privilegios o de mejoras materiales, que no podían otorgarse sin el parecer de las Cortes. De la ciudad, por ejemplo, se le pedían franquicias más o menos latas para el comercio o la navegación, a título de no sé qué méritos contraídos por la plaza en determinadas crisis políticas ... o meteorológicas, pues cuando se trata de pedir, toda razón se alega por motivo justo: del distrito le exigían carreteras o canales; y tal cual elector, porque había perdido la cosecha, por obra de no sé qué plaga, pretendía que se le perdonara la contribución de aquel año, amén de dársele grano para la nueva siembra, y de declarar desde luego exento del servicio militar a un su hijo que debía entrar en el sorteo próximo.
En este arsenal de pretensiones pensó siempre inspirarse, para su discurso, nuestro diputado: con doble motivo había de pensarlo desde que el suelto del periódico le comprometía a hablar de asuntos de interés para su provincia. Pero entre tantos y tan varios como se ofrecían a su vista, ¿cuál era el más a propósito para lucirse el orador, ya que no el más atendible por su naturaleza?
Esta fué su gran cuestión durante algunos días, desde el en que palpó la necesidad de formalizar su antes vago propósito.
Tremendas y muchas fueron sus cavila{186} ciones con este motivo. Al fin, y como aquel niño que, de repente, halla el resorte que imprime fácil movimiento a una máquina, hasta entonces inmóvil ante los más desesperados esfuerzos, hizo una zapateta y se dió tres manotadas sobre las nalgas, faltando así, por primera vez después de muchos años, a la compostura y circunspección que guardaba hasta con su propia persona.
Había logrado resolver la dificultad muy sencillamente. En lugar de elegir entre tantos un asunto solo, y de pedir una sola cosa, era preferible pedirlas todas y algo más. Esto, sobre proporcionar mayores bienes a su país, abría más ancho campo a su fantasía. Presentaría, pues, una proposición al Congreso pidiendo las franquicias para el comercio y la navegación, solicitadas por sus amigos; una carretera para cada pueblo, enlazadas con la general, y la exención de pago de contribuciones pecuniarias y de sangre a toda la provincia, por el año próximo venidero, en virtud de los méritos de la consabida plaga ... y de otras muchas razones que él sabría exponer, de tal modo, que no solamente llevaran al ánimo de los diputados el convencimiento, sino también el espanto y la consternación.
Firme ya en su propósito, comenzó a estudiar su papel, escribiendo a ratos y buscando en otros los gabinetes más solitarios de la casa, para manotear a su gusto y en{187} sayar posturas interesantes delante de un espejo y detrás de una silla, en cuyo respaldo apoyaba sus manos para imitar en lo posible la posición que ocuparía en el Congreso el día en que hablara.
Su mujer y su hija, entretanto, con el parecer, la habilidad y los recursos prestados de un tapicero de fama, preparaban su casa para dar cuanto antes la primera reunión con el lujo que el público tenía derecho a exigir de «los opulentos señores de los Peñascales».
Cuando el templo estuvo convenientemente decorado, y las sacerdotisas bien vestidas, y el ambigú rumbosamente surtido, por consejo de personas conocedoras de las aficiones más exigentes de la buena sociedad, y las invitaciones repartidas, El Ariete publicó la siguiente noticia:
«En conformidad con lo que dijimos en nuestro número del tantos, en la Crónica de salones, esta noche inaugurarán los suyos los señores de los Peñascales. Sabemos que en ellos todo será digno, así de la brillante concurrencia que ha de llenarlos, como de la proverbial amabilidad y del exquisito gusto de las señoras de la casa, y de la bien acreditada prodigalidad del opulento patricio y esclarecido anfitrión.»
Y se abrieron, y se llenaron, en efecto; que para eso, a más de las intimidades de familia, había convidado don Simón a todo {188} el Congreso de diputados, autorizándolos de paso para llevar a sus señoras, los que las tuvieran, o a las personas de su confianza; y en parte alguna del mundo civilizado se desaira una fiesta que, por remate, ofrece ocasión de regodear el estómago de balde.
No abusaré de la paciencia del lector contándole punto por punto lo que pasó en aquélla, ni le diré tampoco cuántos padres de la patria llevaban el frac mal sentado, como si no estuviera cortado a su medida, ni cuáles señoras de estos insignes patricios iban hilvanadas con las marchitas rebuscaduras del baúl, ni qué familias visibles de la corte estaban representadas allí por apuesto mancebo o seductora dama. De algo de esto y mucho más dieron detallada cuenta al día siguiente los periódicos que lo tienen por costumbre, y en ellos consta todavía.
Unicamente debo dejar consignado que Julieta estaba hecha una real moza, y que no se separó de ella un solo instante el consabido diplomático de El Ariete; que doña Juana no cabía en la casa, de satisfecha, soplada y bullidora; que don Simón se desvivía por obsequiar a todo el mundo, a pesar de hallarse algo contrariado por la circunstancia de que un inesperado Consejo de Ministros había impedido a alguno de éstos honrar la casa con su presencia; y, por último, que la concurrencia, deseando corresponder de un modo digno a tantos obse{189} quios, bailó de firme; registró toda la casa; murmuró en cada rincón de la simplicidad del dueño y de la estrepitosa cursilería de su señora; desafinó el piano; desgajó, con parte de los tabiques, dos cortinones; se chupó o se embolsó medio millar de ricos habanos, y dejó el ambigú como si sobre él hubiera pasado un huracán. Ni migas quedaron allí.
Por la razón apuntada más atrás, no reproduzco algunos párrafos de los dedicados a la fiesta por El Ariete al día siguiente, en los cuales se decían de Julieta cosas peregrinas a propósito de sus ojos negros, sedosas pestañas, morena tez y túrgido seno; pintándola como la realidad del sueño más oriental, y poniéndola por encima de todas las sultanas habidas y por haber. Claro está que estos piropos eran hijos de la ardorosa fantasía del joven diplomático.
Pero en defecto de estas y otras sabrosísimas lucubraciones, he de transcribir una carta que doña Juana escribió a cierta su amiga íntima de la ciudad, al día siguiente de la fiesta, y que, corregida por mí, únicamente en lo más indispensable de la ortografía, para mejor inteligencia del lector, al pie de la letra decía así:
«Ya habrá usted visto por los papeles, cómo pensábamos dar en casa reuniones de tono. Pues, amiga de Dios, todo lo que allí {190} se dijo fue pantomina, comparado con lo que resultó anoche. ¡Ay, doña Regustiana de mi alma! Déjeme tomar aquí vientos, porque, de resultas, tengo la cabeza como una zambomba, y el palagar en carnes vivas. Pues, como la decía, lo de la noticia primera fué alcuerdo de un embajador soltero, que viene mucho a casa (y esto resérvelo en secreto, por si acaso), que además escribe en papeles públicos. Pues, amiga, la gente que aquí vino anoche, fué mucho de todo. Le digo a usted que los coches no cabían en la calle; y del ruido que metían entendí que el padimento se polvatizaba.
»Como mi marido es tan vistoso en las Cortes, y de los que más figuran, vinieron horror de diputados con sus familias; y estuvo en un tris que no vinieran dos ministros, íntimos amigos de Simón. Pero otro día vendrán, si Dios quiere; que estas funciones han de repetirse. Pues a lo que la iba. Tumultos de gente vinieron también de fuera de las Cortes, y todas las amigas de casa, y mucha sociedad del buen tono que ya nos trataba.... Hija, no es alabanza; pero ¡cómo cantó este mal demonches de Julieta, y qué manos las suyas para teclear el peano! Le digo a usted que la casa se despampanaba después con el palmoteo. El embajador estaba enflático de entusiasmo. No sé en lo que parará esto del embajador; pero (y encúltelo mucho) si va de la que va, le digo {191} a usted que no sé en qué va a parar.
»Pues estaba la casa adornada con mucho gusto; pues le aseguro a usted que en Madrid se consiguen los imposibles en hubiendo dinero largo. Teníamos hasta gúfaros (búcaros querría decir doña Juana), y llegaban hasta el portal la alfombra y las estautas.
»Aunque todo era gente muy circunspuesta, gloria daba ver cómo se divertían bailando e hiciendo miles diabluras toda la santa noche sin resollar. Pues lo que estaba manífico era el amegud que nos puso el fondista en el comedor; pues como no le regateamos el precio, puso el hombre allí de cuanto Dios crió, con su pastalagrás (paté foie-gras, sin duda), y su pavo tupé (truffé). Así es que la gente decía, a voz en cuello, que otra como ella no se había visto en Madrid en jamás de los jamases. Pues le aseguro a usted, doña Regustiana, que por bien empleado dábamos el dineral que nos costaba, al ver cómo todo aquel señorío tan principal se lo iba envasando al cuerpo sin más ni más. Pues no sé de ónde ha salido el dicho de que esta gente fina gasta remilgos para comer; que, por cierto y mi vida, le aseguro a usted que mayor franqueza que en mi casa tuvieron en la mesa, no la tendrán en la suya. Mire usted, doña Regustiana, que al ver cómo despachaban cuanto había por delante, y al no conocer lo principal {192} y regalona que era aquella gente, cualisquiera creería que mucha de ella había venido a mi casa a matar el hambre. Pues vea usted si había franqueza en la reunión. Así es que cuarto que gaste usted en Madrid, en seguida luce. Da gusto, hija. Conque hemos quedado muy animados a poner otro amigud al primer baile que tengamos, que será luego, según de satisfechos que quedamos.
»Hoy no hablan de otra cosa los papeles, y ahí le mando una docena de ellos para que reparta a las amigas, a más de los que mandará Simón por el correo.
»¡Mucho, mucho papel hacemos aquí, y mucho más nos espera si a Simón le sale bien la soflama que va a echar en Cortes! Lo que es él mucho manotea en los ensayos que tiene en su cuarto consigo mismo. Siempre levantará en cuajo a algún menisterio, y le obligará S.M. a tomar cartera. Pues yo lo sentiría, porque el hombre está ya demasiado contrito de trabajo; y aunque con ello tendría una más inflas, y podría ir a palacio como a su casa, la salud es lo primero, doña Regustiana; que a perro ladrador, la cebada al rabo.
»Pues Julieta estrenó un vestido de color de huevo estrellado, con sobrefalda de puf, y un enderezo de rubines y trompacios. Yo llevaba cuerpo alto y falda de media cola.... En fin, ya lo verá usted en los papeles, que lo relatan sin quitar un pelo.
{193} »Pues desearé que me diga usted lo que se cuenta por ahí de nosotros con estos triunfos tan atroces.
»Julieta no escribe, porque está durmiendo. A mí se me caen los pálpagos de sueño, porque, hija, no he pegado el ojo desde antanoche; y por eso no soy más opípara en esta carta. Otra vez la contaré lo que ahora me callo, que le aseguro a usted, doña Regustiana, que es mucho y bueno.
»Conque reciba usted muchos besos de Julieta y atentos osequios de mi esposo; y con expresiones a las amigas, se despide hasta otra esta su servidora, que de veras la estima,
JUANA ALUBIÓN DE LOS PEÑASCALES.»
Pasaron días, y con ellos fueron creciendo las intimidades entre Julieta y el diplomático, hasta el punto de vérselos como la sombra y el cuerpo en calles, paseos y espectáculos; siendo de advertir que don Simón, no solamente lo consentía, sino que lo fomentaba con reiteradas atenciones hacia aquél, y con desmedidos elogios de sus prendas cuando de él{195} hablaba en familia. En cuanto a doña Juana, era madre, y además tonta, y además vanidosa. ¿Cómo no había de entusiasmarse con aquel joven que, sobre ser un personaje, la llenaba a ella y a toda su casta de incienso en los periódicos y de lisonjas en la conversación? ¿Cómo no pagarle con todo género de deferencias la popularidad que iba dando en Madrid a la familia Peñascales? Y ¿qué podría suceder al cabo? ¿Que Julieta y Arturo llegaran a mirarse como nacidos {196} la una para el otro? Pues mejor que mejor. ¿No era ella rica? ¿No era él un personaje? ¿No era joven? ¿No tenía talento y elegancia?
Verdad es que, hasta aquella fecha, con ninguna credencial había demostrado el embajador que lo hubiera sido real y efectivamente; pero ¿no bastaban su aserto, y, sobre todo, las familiaridades que se permitía con ministros y diputados en el salón de conferencias?
De todas maneras, ya pensaba don Simón pedir, con cierto tino y cuando cayera la pesa, los necesarios informes a persona que pudiera dárselos.
Por de pronto, consultaba con él algunos puntos que debía tocar en su discurso, y aceptaba agradecido las enmiendas que le hacía y los consejos que le daba acerca del uso de ciertas frases y determinados arranques.
Presentado había ya su proposición a las Cortes, cuando fué llamado con gran urgencia por el Ministro de la Gobernación, su especial amigo.
Acudió a la cita más que de prisa; encerróle S.E. en el camarín más oculto de su despacho; y después de pasarle la mano por el lomo y de regalarle una breva,
—¿Cómo anda usted de fondos en Madrid?—le preguntó en seco.
Don Simón se quedó petrificado. Aquella pregunta, después de los otros preparativos, {197} le hizo temer que el Ministro le buscara la bolsa. Conoció éste, como si se los leyera en la cara, sus recelos, y se apresuró a decirle, soltando la carcajada:
—No lo pregunto para pedírselos prestados, señor don Simón.... Amigo, los hombres ricos tienen ustedes la tranquilidad en un hilo.
Volvió a petrificarse entonces don Simón; pero fue de abochornado al ver descubierta su ruin sospecha; y como para enmendarlo, respondió con grandes aspavientos:
—¡Ah, señor Ministro! Me juzga usted muy mal. Ya usted sabe que cuanto soy y tengo está a su disposición.
—Muchas gracias—contestó con sorna su excelencia—. Pero, felizmente, no se trata ahora de eso, sino de todo lo contrario.
—¡Cómo!—exclamó Peñascales abriendo mucho ojo.
—En una palabra, deseo demostrar a usted que el Gobierno es buen amigo de sus amigos, revelándole, en confianza, la ocasión de hacer un buen negocio.
—¡A ver, a ver!—dijo con ansia don Simón, arrimándose más al Ministro.
—Ya usted sabe—continuó éste—cómo estamos autorizados, por un rasgo de confianza que nunca agradeceremos bastante a las Cortes, no solamente para arbitrar recursos con los cuales podamos vencer los gra{198} vísimos obstáculos que entorpecen la marcha desembarazada del Tesoro, ínterin se discuten los nuevos presupuestos, sino para decidir a nuestro gusto el cuándo y el cómo; en fin, que se nos han dado amplias facultades para contratar.
—Conformes.
—Pues bien: el Gobierno tiene ya su plan formado, su resolución hecha.
—Adelante.
—Y como usted es uno de sus mejores amigos, mis colegas y yo deseamos enterarle, antes que al público, de ciertos pormenores, a fin de que, como hombre de negocios, se prepare ... y ... ya usted me entiende.
—¡Tantísimas gracias! Pero esos pormenores....
—Voy allá. El Gobierno.... Y ¡por Dios!, sea usted en esto reservado como una mazmorra; el Gobierno va a hacer un empréstito por suscripción. Emitirá papel con un interés anual de veinte por ciento.
—¡Aprieta!
—Mis colegas y yo hemos creído que un cebo semejante es el mejor atractivo. Las oposiciones dirán que lo hacemos porque está el Tesoro en quiebra, y porque el que se ahoga no mira el agua que bebe; pero le aseguro a usted que quien tal diga no estará en lo cierto. Por su parte, el Ministro de Hacienda se compromete a demostrar a usted {199} que el empréstito, a pesar de ese interés, se hace en condiciones ventajosísimas para el Estado.
—Posible es—observó don Simón arrugando la cara.
—No he concluído todavía—añadió su excelencia—. El papel se emitirá a setenta por ciento.
—¡Santa Bárbara!
—¡Otra ventaja para el suscriptor!
—¡Ya, ya!—refunfuñó don Simón.
—¿No le parece a usted bastante claro todavía el negocio?—preguntóle con picaresca sonrisa el Ministro.
—No es eso precisamente—respondió indeciso el diputado—. Es que, por regla general, no me gustan los negocios en papel.
—Pero cuando el papel produce un veinte y se compra con un descuento de treinta ...
—Bien, ¿y qué?
—Que con el cebo de ese interés extraordinario ..., ¡figúrese usted!
—Sí; pero no veo yo garantías ...
—¿Qué más garantía que el favor del público?
—Además, señor Ministro, y ésta es la pura verdad: yo no tengo en Madrid más fondos que los estrictamente indispensables para cubrir mis atenciones de familia, ni puedo distraer de mi casa de comercio grandes sumas.
—Pues si usted tuviera que hacer eso—{200} dijo entonces el Ministro, encareciendo mucho sus palabras—, ¿qué importancia tendría la consideración que quiere guardar a usted el Ministerio?
—No comprendo ...
—¡Si cabalmente se trata aquí de que haga usted la jugada sin desembolsar un cuarto, o poco más!
—Si usted se explicara ...
—¿Cree usted, alma de Dios—continuó el Ministro exagerando el tono declamatorio de su discurso—, que un papel que se emite a setenta con un interés de veinte, no subirá otros veinte ..., diez, siquiera, al siguiente día de cubierto el empréstito ..., al abrirse éste quizá? Pues vende usted en el acto, y de este modo hace usted en un par de días el negocio del siglo.
—Sí: eso es el a b c del oficio—dijo don Simón con un poquillo de desdén—; pero ¿y si en vez de subir baja?
—Amigo, ¡si se cae el cielo!... Pero ¿cómo ha de bajar un papel semejante en cuatro días?
No era don Simón tan tirolés en negocios como en política; por lo cual estuvo largo rato defendiéndose de los desinteresados apremios del Ministro.
Pero la verdad es que le halagaba no poco la consideración de que, si bien se corrían riesgos al tomar un papel tan barato y de tan pingües rendimientos, en cambio, si lle{201} gaba a mantenerse firme, se hacía el negocio más bonito que pudiera imaginarse. Y como tanto le empujaba el estímulo como le detenía el temor, faltábale energía para adoptar una resolución terminante.
En estas dudas le sorprendió S. E., que leía en su cara como en un libro abierto.
—¿Conque resueltamente no se anima usted?—le dijo, en su afán de obligarle más y más.
—El caso es arduo—respondió don Simón mirándose las puntas de los pies.
Conociendo S. E. que por aquel camino no llegaba al fin que se proponía, se resolvió a echar por el atajo, y, en consecuencia, se expresó así:
—Debe usted considerar, además, que el tomar ese papel será un acto eminentemente patriótico, atendidas las circunstancias extraordinarias que obligan al Gobierno a crearle.
—Sin duda alguna; pero ...—respondió don Simón, sin dar más lumbres.
—Tan patriótico—añadió el Ministro—, que, teniéndolo en cuenta el Gobierno, ha resuelto ..., ¡y esto sí que ha de ocultarlo usted hasta de su propia sombra!
—Por de contado—dijo don Simón, sintiendo excitada su curiosidad—. Y ¿qué es lo que ha resuelto?
—Distinguir de una manera honrosa a los seis mayores suscriptores.{202}
—Y ¿cuál es esa manera?—preguntó don Simón entonces, cegado ya por la vanidad.
—Se trata—respondió el Ministro, hablando muy bajo y mirando alrededor, como si temiera ser oído—de repartir entre los seis citados suscriptores cuatro títulos nobiliarios y dos grandes cruces.... Y ésta es otra de las razones que yo he tenido, por encargo de mis colegas, y aun de S.M., para hablar a usted antes que a nadie; pues nos consta que el empréstito va a tener muchos golosos, y nosotros deseamos que sus ventajas recaigan en hombres tan dignos de ellas como usted.
Mucho amaba don Simón a su caudal; pero no hasta el punto de no ser capaz de sacrificar una gran parte de él a cambio de una corona para sus membretes y carruajes, y de un pergamino que le elevase al nivel de la más encopetada aristocracia. No podía el Ministro, por consiguiente, haberle puesto un cebo más estimulante. ¿Lo sabía S.E.? Yo no lo diré, aunque bien pudiera. Lo que me cumple consignar es que a don Simón se le llenó la boca de agua; le palpitó el corazón con inusitada violencia; le temblaron las piernas, y, como por encanto, le desaparecieron aquellos reparos que antes le impedían ver en la compra del papel un negocio ventajoso. ¿Por qué había de bajar el papel y no subir? Y si bajaba, ¿qué valdría toda la {203} pérdida? Y de todas maneras, ¿cómo desairaba él a S. M. que, por lo visto, tenía empeño en ennoblecerle?
Todo esto y mucho más se le ocurrió a don Simón en un solo instante; y de tal modo influyó en su ánimo, que sólo le tuvo para decir al Ministro, con mucho miedo de parecer demasiado exigente:
—Si usted me permitiera meditar un poco sobre el particular ..., aplazar mi respuesta hasta dentro de unos días ...
Demasiado conocía el Ministro que semejante proposición era un modo, como otro cualquiera, de ocultarle don Simón que le había convencido la promesa del título nobiliario. Así es que, accediendo con gusto a su petición, le dijo después, para obligarle más:
—Una sola cosa debo añadir a usted, por remate de nuestra conversación; y es que el Gobierno, gracias al concurso de hombres tan importantes como usted, está asegurado para mucho tiempo, y que mientras viva, ese papel ha de merecerle una protección decidida.
—Mi apoyo—repuso don Simón, más blando que un guante—no ha de faltarle mientras yo le vea dispuesto a velar por los intereses del país.
—Mañana le daré a usted otra prueba más de que el bien del país es su único afán ...{204}
—¿Mañana, dice usted?
—En el supuesto de que apoye usted su proposición ese día, como asegura hoy El Ariete.... Y a propósito: tiene usted buenos amigos en la Prensa.
Don Simón, que no había leído todavía la noticia que le citaba el Ministro, rindió en el fondo de su corazón un nuevo tributo de gratitud al incansable celo del diplomático, y respondió:
—Favor inmerecido que me dispensan.
—Justicia que se le hace a usted, amigo mío. Y aun me atrevería a asegurar a quién se la debe.
—¿De veras?—preguntó don Simón con ansiedad, creyendo llegada la ocasión de saber lo que deseaba acerca del joven Arturo.
—¡Es el mismo diablo ese chico!—dijo sonriendo S.E.
—Luego ¿le conoce usted?
—¿Y quién no le conoce en Madrid?... Digo, en el supuesto de que sea el que yo creo, como me lo dan a entender el periódico, el estilo de los sueltos y sus frecuentes paseos con usted en el salón de conferencias.
—¿Luego usted alude ...?
—Al insigne Arturo Marañas.
—En efecto, le conozco, pero superficialmente ...; quiero decir, que no hay entre nosotros ...{205}
—Por supuesto, amigo mío. ¿Cómo había yo de creer que había otro género de tratos entre un hombre como usted y una persona semejante?
—Pues yo le creía un ... medio personaje—replicó don Simón, disimulando el mal efecto que le causaron las últimas palabras del ministro, que añadió:
—Hoy lo parecen todos, señor de los Peñascales.
—Y aun jurara—insistió éste—que le había oído decir que pertenecía al cuerpo diplomático.
Su excelencia soltó la carcajada.
—Luego ¿no es cierto?—exclamó don Simón—. Luego ¿no ha representado nunca a España en ninguna corte extranjera?
El ministro volvió a reírse con toda su alma.
Don Simón entonces soltó también su poco de carcajada; pero su risa era la del conejo. Después exclamó:
—Pero ¿es posible que con tal descaro se mienta?
—¡Si cabalmente lo que más gracia me hace en ese hombre—dijo al cabo S.E.—es su especial habilidad para mentir sin faltar por completo a la verdad!
—No comprendo ...
—¿A usted le ha dicho, quizá, que ha sido embajador?
—Poco menos ...; y que los gobiernos han {206} combatido siempre en las urnas su candidatura, por el miedo que les inspiraba.
—¡Ja, ja, ja!
—Por lo cual no ha logrado todavía salir diputado.
—¡Ja, ja, ja!
—¿Conque no es cierto, eh?
—¡Ni con cien leguas!
—¡Qué demonio de chico!—exclamó entonces don Simón, pellizcándose los muslos.
—Recuerdo—continuó el ministro—que una vez se le dió una comisión extraordinaria, que nadie había querido aceptar, para la costa de Africa, con motivo de unos náufragos que estuvieron a punto de ser engullidos por aquellos bárbaros; y me consta que varias veces le han sido rechazadas sus pretensiones de presentarse en un distrito como candidato ministerial. A esto llama él, sin duda, pertenecer al cuerpo diplomático y ser temible a los gobiernos.
—¡Evidentemente!
—¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja!—repitió a regañadientes don Simón, creyendo saber ya demasiado y poniéndose en pie.
—¡Si hay cada gato en Madrid—díjole el ministro, levantándose también—, que se pierde de vista!... Y no lo digo precisamente por el joven Arturo, de quien, en honor de la verdad, nada sé que pueda afrentarle, {207} aparte de ese afán que muestra siempre de darse una importancia que no tiene. Pero abundan otros pájaros de mucha cuenta, de los cuales hay que huir como de la peste.
—¡No me duermo yo sobre la paja!—observó don Simón, queriendo decir un chiste.
—Por lo demás—añadió S.E. llevándole hasta la puerta de su despacho—, excuso recomendarle de nuevo el asunto que aquí nos ha reunido, y la más completa reserva por unos días.
—En cuanto a reservado—dijo don Simón hinchándose mucho—, no es por alabarme; pero soy lo mismo que un alcornoque.
—Me consta, amigo mío—repuso el ministro sonriendo, quizás sin segunda intención.
Y nuestro diputado bajó las escaleras echando chispas. Se le figuraba que tardaba demasiado en llegar a su casa para cerrar las puertas de ella al diplomático de pega. Si el día antes hubiera hecho las averiguaciones que acababa de hacer respecto de este personaje, en el acto habría roto con él todo género de relaciones: ¿cómo no proceder así desde el momento en que estaba abocado a ser título de Castilla? ¿Qué diría la aristocracia vieja si le veía cultivando el trato de un charlatán semejante?... Pero ¿sería tiem{208} po todavía de evitar algo que sospechaba? ¿Estaría Julieta tan resuelta como él a cortar todo trato con aquel hombre?... Pero si no lo estuviera, ¿cuándo mejor que entonces habían de servirle de algo sus derechos de padre y de jefe de familia?
En estas y otras cavilaciones, llegó a casa; tan oportunamente, que se encontró en ella al joven Arturo en íntima conversación con Julieta, mientras doña Juana se hacía la desentendida, removiendo sillas y muñecos que estaban muy en su lugar.
—Señor don Arturo—dijo sin otro ceremonial don Simón, al aparecer en escena—, tengo que hablar con usted, a solas unas cuantas palabras.
El interpelado, tan fino como siempre y no sospechando lo que iba a sucederle, tomó el sombrero que tenía sobre una silla, se levantó de la que ocupaba, y dijo al recién llegado:
-Estoy siempre a la disposición de usted.
Don Simón le condujo hasta el vestíbulo; y echando una mano al pasador de la puerta de la escalera, le dijo muy serio:
—Como yo nunca miento, creo siempre a los hombres por su palabra. Creyendo las de usted, le abrí mi corazón y las puertas de mi casa. Hoy he sabido que no es usted digno del uno ni de la otra, y le planto de patitas en la calle.
Y abrió la puerta de par en par.{209}
Arturo, de pronto, se puso pálido; pero recobrando en seguida su serenidad, calóse el sombrero, y respondió con descaro y cierta altivez:
—Nada hay en mi vida cuyo recuerdo pueda abochornarme; por lo tanto, le exijo a usted una explicación de esas palabras que me ha dirigido en son de afrenta.
—¡No necesito dar más explicaciones que ésta!—dijo don Simón, empujándole hasta la escalera y cerrando en seguida la puerta.
Arturo, al verse tratado así, rugió de ira; y no sabiendo qué partido tomar en momentos tan críticos, satisfízose, por de pronto, con arrimar la boca al ventanillo y gritar con todas sus fuerzas:
—¡Estúpido!... ¡Tiembla por ti!
Y bajó en seguida la escalera, como si le llevaran los demonios.
Pero don Simón oyó la amenaza y tembló; no de miedo a la muerte, sino de horror a la palabra ¡estúpido! con que le bautizaba aquel hombre, el mismo que tantas veces había ponderado su talento. ¿Cuándo le había dicho la verdad?
Aturdido por esta duda, se dirigió al gabinete en que habían quedado su mujer y su hija; y sin tomar nuevo aliento, les refirió lo que acababa de hacer y lo que, como causa de ello, le había contado el ministro. Doña Juana se quedó hecha una estatua; pero a Julieta le centellearon los ojos. Pocos momen{210} tos después se enredaba una agitadísima discusión entre aquella familia, hasta entonces modelo de paz y de armonía. Don Simón estaba resuelto a que Arturo no volviera a poner los pies allí. Julieta, que había sabido por multitud de respuestas, arrancadas a su padre, que en la conducta de aquél no había de censurable más que el afán de darse importancia, protestaba contra una medida tan violenta; y doña Juana apoyaba a su hija. Don Simón insistía en sus propósitos, y se abroquelaba en sus indiscutibles derechos.
Pero Julieta era más difícil de someter de lo que a su padre se le había figurado hasta entonces. Bajo aquella capa de glacial desdén, se ocultaron siempre un corazón fogoso y una voluntad de hierro. Sólo había faltado a estos elementos, para dejarse sentir en toda su fuerza poderosa, algo que los estimulara. Este estímulo le tenía ya en Arturo, en su recuerdo gratísimo.
—En la ciudad—dijo, entre otras cosas, Julieta a su padre—, todos los pretendientes a mi mano le parecieron a usted indignos de ella, por juzgarlos hombres de poca importancia; y como ninguno me interesaba, renuncié a ellos sin grande esfuerzo. En Madrid, parecía haberse hallado el tipo del marido que me convenía. Presentáronmele, hiciéronme conocer su talento y su hermosura; y cuando ha llegado a interesarme, {211} cuando quizá ... le amo, se le arroja para siempre de mi lado por un delito que es cabalmente, aunque en otra forma, el pecado capital de mi propia familia. ¡Y se pretende ahora que con la facilidad con que se le cierran las puertas de esta casa, le cierre yo las de mi corazón!... ¡Esto es imposible!
Don Simón no supo qué responder a esta parrafada. Estaba admirado de su hija, a quien jamás había creído mujer de tal tesón ni de semejante elocuencia. En cuanto a doña Juana, no sólo la aplaudió con todas sus fuerzas, sino que la dió un apretado abrazo.
Entonces comprendió don Simón que no bastaban sus propios elementos para conjurar los que se le ponían enfrente, y se decidió, como los malos predicadores, a sacar el Cristo para conmover más fácilmente. Así, pues, confió a su mujer el secreto del fascinador título nobiliario, y la preguntó en seguida, con el acento más dramático que pudo, si le parecería regular proteger los amores de su hija con un perdulario semejante, cuando estaba próxima a ceñir sus sienes ... acaso con la ducal corona.
No se engañó don Simón, en cuanto al efecto que se prometía, en su mujer a lo menos, de este argumento; pues doña Juana, como si le hubiera recibido en medio de la nuca, descompuesta y febril, comenzó a fulminar tempestades sobre su hija, porque, {212} con sus locos amores, quería desautorizar a su familia ante la ilustre clase a que ya se daba por perteneciente.
Al ver tan loca intemperancia, Julieta, por toda respuesta, miró a su madre con un gesto que daba la medida exacta de la capacidad de doña Juana; lanzó otra ojeada no menos expresiva ni más lisonjera a su padre, y salió del gabinete para encerrarse en el suyo, en el cual devoró en silencio muchas lágrimas de ira, y tal vez echó los cimientos de algún propósito rebelde.
Y como don Simón no tenía mucho tiempo que perder, se fué a su despacho, desprendiéndose a duras penas de su mujer, que no se cansaba de preguntarle cómos y cuándos, y se puso a escribir al encargado de su casa de comercio, ordenándole que, a vuelta de correo, le librase cuantos fondos tuviera disponibles y le dijera con qué otros podría contar y en qué fechas.
En seguida se dedicó a repasar su discurso, el cual debía pronunciar al día siguiente. Pero ¡con qué ánimos ensayaba! La discordia había entrado ya en su casa, y el hombre que debía ser su panegirista al otro día, acababa de llamarle ¡estúpido! a sus barbas, y probablemente se lo repetiría muy luego en letras de molde. ¡Oh!..., ¡si le hubiera sido posible retirar del Congreso su proposición! ¡Si el demonio no le hubiera tentado para presentarla! ¡Si, a lo menos, los compromi{213} sos de su posición jerárquica le hubieran permitido retardar unos días el rompimiento!... Pero ya no tenía enmienda. El abismo estaba abierto, y era preciso lanzarse sobre él. A bien que al otro lado le esperaban un ilustre pergamino, objeto de las ambiciones de la mitad de su vida, y la gloria de su nombre en la admiración del país. ¿No era corto el espacio comparado con las alas?
Y llegó el instante fiero.
Un secretario leyó en el Congreso la proposición de nuestro diputado, y el presidente dijo en seguida:
—El señor de los Peñascales tiene la palabra para apoyarla.
Jamás oyó el aludido un estruendo tan horripilante como el que formaron estas palabras en sus oídos.
{215}La proposición, por sus extraños términos, había adquirido cierta celebridad en el Congreso, y el orador se estrenaba con ella. Todo esto contribuyó a que los diputados, contra lo que esperaba don Simón por único consuelo, permaneciesen en sus bancos. El trance en que se le ponía era superior a sus fuerzas. Y para acabar de perderlas, en el momento de levantarse para hablar, vió en la tribuna de periodistas, que tenía en{216} frente, a su jurado enemigo, de pie, en primer término, con el lápiz en una mano y el papel en la otra, mirándole con ojos de basilisco. Más que a tomar nota de las palabras del diputado, parecía dispuesto a dibujar su caricatura. Las demás tribunas, llenas como siempre. Felizmente su familia se había quedado en casa, por no querer Julieta salir de ella.
Pálido como la muerte, y trémulo de espanto, se levantó don Simón de su banco, y se apoyó con ambas manos en el delantero. Quiso hablar y le faltó la voz. Pidió por señas un vaso de agua, y mientras se le traían, se limpió la boca con el pañuelo; tosió e hizo cuanto es de rigor en casos de angustia semejante. Un ujier se le acercó con dos vasos llenos en una bandeja. Bebióse el contenido de uno sin resollar. Poco después halló voz en su garganta, y dijo: «Señores diputados.... » ¡Nueva dificultad! No se le oía. Quiso decirlo más recio, y lo dijo a gritos. (Risas.) Bajó de tono, pero no se puso en el conveniente. Así recorrió todos los de la escala, y no dió con la tessitura hasta la séptima embestida. Pero había perdido en el tanteo la poca serenidad que le quedaba. Entonces se tragó el segundo vaso de agua; y al ver desocupados los dos, el ujier puso a su lado otra bandeja con otros tres. (Carcajadas en escaños y tribunas.) Don Simón sintió entonces trocarse su angustia en des{217} esperación. Hizo un esfuerzo supremo, y se tiró de pechos al asunto, como pudiera haberse tirado desde un balcón a la calle, si junto a sí le hubiera tenido abierto. ¡Así salió ello! En su vértigo desatentado, trocó todos los frenos; y viendo las cosas del revés, pidió que se abriera un canal en cada habitante de su provincia, y que se eximiera del pago de la contribución a todas las carreteras de aquel país, como era justo ... y contingente, según pensaba demostrarlo. Pero la ebullición del Congreso llegó entonces a parecerse a una tempestad, y el honorable diputado, sintiendo hundirse el suelo bajo sus plantas y desplomarse el techo sobre su cabeza, cortó de pronto el hilo de su enmarañado discurso, y concluyó en seco. Levantóse en seguida en el banco azul su amigo el ministro de la Gobernación, a asegurar al aturdido diputado que el Ministerio estaba dispuesto a secundar, en cuanto le fuera dable, el propósito contenido en la proposición que acababa de apoyarse; mas a pesar de esto y de haber sido tomada en consideración por el Congreso, don Simón no pudo consolarse. La corrida que acababan de darle había sido mayúscula, y temblaba también por la que le daría «el país» si leía su discurso tal cual había sido pronunciado.
Por ver si tenía enmienda, se fue más tarde a la redacción del Diario, y allí le tran{218} quilizaron un poco. Siguiendo la costumbre establecida, se le dijo que se pondría lo que él quisiera, para lo cual dejó sobre la mesa todo su discurso, tal como se le había corregido Arturo cuando aún era su amigo.
Del mal, el menos.
Aquella noche se acostó temprano y no durmió; pero, en cambio, sudó copiosamente.
Al otro día no tuvo valor para hojear los periódicos de oposición; pero una fuerza irresistible le hizo fijarse en El Ariete. Primero leyó su discurso en el extracto de la sesión, y se admiró al ver qué bonito estaba. En seguida clavó su vista en la Crónica parlamentaria; y entonces estuvo a pique de morirse de repente, al leer, entre otros, nada lisonjeros para él, estos renglones:
«La proposición del diputado Peñascales, célebre desde ayer en los fastos parlamentarios, es una verdadera monstruosidad en la forma y en el fondo; y bien seguro es que no hubiéramos dicho de ella lo que dijimos al anunciarla, si la hubiéramos conocido entonces como la conocemos ahora. Esa misma monstruosidad hace muy difícil, si no imposible, que se la pueda presentar a la Cámara como hija de una verdadera necesidad de los pueblos, a cuyo beneficio se encamina. Para empresa tan colosal no bastan las fuerzas del más hábil tribuno. ¡Qué efec{219} to había de causar ante las Cortes, apoyada por un ignorante ridículo, que cree que es lo mismo sumar columnas de guarismos qué hablar ante la representación del país! Responda por nosotros la sesión de ayer. Y cuenta que no sentimos lo ocurrido en ella por la gloria del orador, corrido allí como una liebre, pues por muchas que sean sus presunciones, no debe, en su estulticia ingénita, aspirar a mayores triunfos; sino por el prestigio del Parlamento y por la dignidad del Ministerio, que acogió bajo su amparo un asunto que pasó los límites de lo grotesco.»
Cuando tales cosas decía de él un diario ministerial, que poco antes le había puesto en los cuernos de la luna, ¿qué no dirían los que, amén de ser de oposición, no tenían que guardarle miramiento alguno? Jamás supo el pobre hombre hasta qué punto le maltrató aquel día la prensa de todos matices. Y no fué poca su suerte en ignorarlo, pues la sospecha de ello solamente le tuvo tres días en la cama, a caldo colado.
Cuando se levantó, entre la montaña de cartas que se le habían aglomerado en la mesa de su despacho, halló tres que merecieron su preferencia. La una era de sus amigos de la ciudad, que le felicitaban por el triunfo obtenido en las Cortes al defender tan brillantemente los intereses de su país. «Con este golpe—le decían entre otras co{220} sas—, ha tapado usted la boca a los que aquí se permitían murmurar de su ciego ministerialismo, bien probado con el voto que dió al Gobierno en la cuestión del empréstito.»
Revivió con esta incensada el amortiguado espíritu de don Simón, y en el acto se puso a contestar a sus amigos, dándoles las gracias y asegurándoles que en la ya próxima discusión de los presupuestos demostraría a sus murmuradores cuán leve era su adhesión al Ministerio, comparada con su amor al país que representaba.
La segunda carta era de su apoderado. Le remitía letras por valor de veinte mil duros, y ponía a su disposición cuarenta mil más para dentro de quince días, y otros veinte mil para fin de mes, fechas en las cuales tenía la casa esos vencimientos que cobrar de las acreditadísimas A ... y B ..., y cubiertas todas sus atenciones del momento.
La tercera carta era del ministro, el cual le participaba, en confianza, que el empréstito estaba a punto de abrirse.
El caso era de apuro para don Simón. Resuelto a hacer una hombrada en lo del empréstito, los ochenta mil duros de que podía disponer le parecieron poca cosa, y, por consiguiente, una miseria los veinte mil del momento. ¿Qué valían éstos para aspirar él, como principal suscriptor, a la ofrecida recompensa? ¡Habría tantos banqueros que le {221} aventajarían por triplicado! Podía ir comprando papel a medida que le fueran remitiendo fondos; pero ¿y si se cubría el empréstito el primer día? ¡Adiós título nobiliario entonces!... No le quedaba otro remedio que hacer dinero a todo trance; y lo más sencillo le pareció girar a cargo de su casa las cantidades, y a las fechas marcadas por su apoderado, y negociar las letras en la Bolsa.
Y así lo hizo.
Don Simón consiguió muy fácilmente ser, no de los primeros, sino el primero entre los primeros suscriptores, porque el empréstito tuvo pocos golosos. Pero el Ministro no le concedió el ofrecido premio. Al abrirse aquél, volvió a combatirle, desbordada, la prensa de oposición; probó, sin gran dificultad, que semejante operación era el síntoma más evidente de la bancarrota que amenazaba; cundió la desconfianza, y del primer{223} tirón bajó el papel diez por ciento. ¿Cómo había de colocarse el resto? Y no colocándose todo, ¿cómo había de saber el Gobierno quién merecía los títulos de nobleza y las grandes cruces?
Pero ¡bueno estaba el Ministerio para pensar en tales fruslerías! Al desastre del empréstito había seguido otro no menos grave para los Ministros. Una contradanza de gobernadores y una hornada de altos funciona{224} rios se habían hecho indispensables en aquellos días; y como las vacantes eran menos que los diputados ministeriales, hubo entre éstos disgustos, discordias y desavenencias, ya por razón de despecho, ya por razón de estómago; cundió la indisciplina, y de la noche a la mañana se halló el Gobierno en grave riesgo de perder la mitad de sus huestes. Entonces tomó la política ese aspecto edificante, que es la delicia de los hombres libres y la mostaza del sistema. Cabildeos por acá, reuniones por allá, ofertas de este lado, súplicas del otro, grupos en aquel rincón, voces en este pasillo, citas a deshora, carruajes que van, personajes que intervienen.... Y entretanto, la prensa hablando de crisis; refiriendo idas y venidas; resultados que se esperan; fines que se temen; bofetones que se dieron, y lances de honor que se arreglan.
Para colmo de complicaciones, había empezado en el Congreso la discusión de los presupuestos, ¡cosa rara!; y el Gobierno, que había prometido dejar la cuestión libre a sus diputados, como las oposiciones le cercenaban los ingresos y el empréstito no se cubría, no tuvo más remedio que hacer cuestión de gabinete la aprobación de ciertos capítulos.
Entonces fué cuando Peñascales perdió la serenidad y se echó de bruces en el agitado mar de la política.
Su situación no era para menos. Por com{225} promiso adquirido con sus amigos y aun con su propia conciencia, debía votar todo aquello que tendiera a aliviar las cargas de los agobiados pueblos.... Y cabalmente iba a darse la batalla primera en los artículos que recargaban desatentadamente la propiedad territorial, ya de muy antiguo gravada con impuestos insoportables. Y él era representante de un distrito rural! Pero tenía comprometida la mitad de su fortuna, acaso toda ella al día siguiente, en un negocio cuya única garantía era la conservación del Ministerio que le había metido en el ajo; Ministerio a la sazón tan inseguro por las deserciones ocurridas en sus filas, que un solo voto de más o de menos podía salvarle o perderle. ¿Cómo votaba él con la oposición?...
No vaciló siquiera. Con cuerpo y alma se dedicó, y con mayor empeño a medida que el día funesto se acercaba, a predicar la paz y la concordia entre las fuerzas disidentes. ¡Loco intento el suyo!... Aquellos políticos, al revés que él, cuando más hundido veían a un Gobierno, con menos interés le miraban; y en cuanto le consideraban moribundo, como ya nada podía darles, corrían a agruparse en derredor de los hombres indicados para sucederle en el poder.
Cuando don Simón se hubo penetrado de esta ya vieja teoría parlamentaria, se dió a los demonios, y hasta se atrevió a decir iracundo a algunos desertores:{226}
—Pero ¿qué patriotismo es ése? ¡Ayer apoyando al Gobierno, como al mejor de los posibles, y hoy combatiéndole por una nimiedad!
—Y ¿qué patriotismo es el de usted?—le contestaron.—¡Votar contra los intereses de los pueblos, por salvar los que tiene usted comprometidos con esta gente!
La réplica no tenía vuelta; y ya sudaba don Simón por falta de una, cuando el Ministro se le acercó. Insinuándosele éste con un discreto tirón de la levita, le llevó hasta el pasillo más obscuro, y allí le dijo muy callandito:
—¡Animo, amigo mío! La cosa marcha bien. ¡Firme con ellos, y cuidado con dejarse seducir por esa patulea de hambrientos! Su título de usted está firmado ya, y el empréstito cubierto, a juzgar por las últimas noticas transmitidas al Gobierno.
Y dejando a don Simón más turulato de lo que estaba, cogía S.E. a otro diputado y le decía algo que pudiera halagarle; mientras a Peñascales le agarraba un disidente, y pintándole con vivos colores la situación de la patria, y ofreciéndole en nombre de su partido torres y montones, ponía al Ministerio y a los ministeriales como trapos de fregar.
Y en estas vertiginosas evoluciones, todo el Congreso durante muchos días; el Ministerio prolongando el debate cuanto le era {227} dado para alejar la votación hasta tanto que pudiera ganarla, o convencerse de que la tenía perdida; la prensa desatada, y los centros administrativos cruzados de brazos, esperando la resolución de la inminente crisis que acabaría con un cambio completo del personal; en el cual caso, ¿para qué dar una plumada más?
Entretanto, la muerte del Gobierno era inevitable. Los diputados que le quedaban fieles, lo eran a causa de haberse visto complacidos en aquello mismo en que habían sido desairados los disidentes. ¿Cómo atraer a éstos y no perder a los otros, no habiendo cebo para todos?
Y el día de la votación avanzaba rápido, a pesar de los subterfugios del Gobierno; y los periódicos se desgañitaban descomponiendo en cifras las fracciones del Congreso. Según el cálculo más lisonjero que podían hacer los ministeriales, el Gobierno iba a ser derrotado ¡por tres miserables votos!
—¿Para cuándo son las pulmonías y los cólicos cerrados?—exclamaba, al leerlo, don Simón en su despacho, y sin pararse ya en barbaridad más o menos.
¿Reflexionaba así el Ministerio? Tal vez; pero no se le traslucía. Nada más fácil a éste que inutilizar media docena de diputados hostiles por medio de otros tantos autos de prisión, o de falsos telegramas que los alejasen de Madrid el día crítico; pero ¿estaba {228} él seguro de que apelando a estos extremos, aunque muy parlamentarios, nada buenos, no le exterminasen las oposiciones otros tantos auxiliares, con una paliza, por ejemplo?
No había, pues, otro remedio que tomar los acontecimientos como se presentaran.
Y llegó así el día fatal; y aunque los cabildeos y la efervescencia no cesaron un instante, y don Simón votó con tal ira y tal ímpetu que arrancó carcajadas a las tribunas, el Gobierno perdió el pleito; y como no tenía a la mano un decreto dado por la regia prerrogativa, dióse por muerto y presentó su dimisión.
Peñascales entonces, creyendo ver un abismo abierto a sus pies, cayó con un síncope, entre la rechifla de las huestes victoriosas.
El nuevo Ministerio parecía complacerse en deshacer cuanto su predecesor había hecho. Eran ambos de una misma familia; y sabido es que las guerras intestinas son tanto más encarnizadas cuanto más afines son los beligerantes. Los periódicos ministeriales sacaron a la luz de la publicidad todos los trapillos del Gobierno caído, y hubo especial empeño en hablar de los cuatro títulos de nobleza y las dos grandes cruces consabidas, y en trastear particularmente a don Simón, como a novillo bravo.
Con estas tendencias del nuevo Ministerio, el papel del empréstito bajó hasta la mitad de su valor.
Tal fué el primer caldo que tomó Peñascales al convalecer del sofocón que le tum{230} bó en el Congreso al caer el Gobierno que le protegía.
El segundo caldo fue todavía más amargo.
Faltaban dos días para vencer los primeros giros que había hecho a cargo de su misma casa, y seguía bajando desastrosamente el papel en que había invertido aquellos fondos, cuando recibió el siguiente lacónico telegrama de su apoderado:
«Casa A ... suspendió pagos; necesito fondos vencimientos pasado mañana. Consternación plaza.»
Este golpe era terrible para don Simón. Se recordará que con lo que debía entregar la casa A ... a la suya contaba ésta para pagar los cuarenta mil duros girados por aquél. ¡Qué desquiciamiento no sufriría la máquina de sus negocios, para llenar tan enorme vacío con recursos destinados a otras atenciones indispensables! ¡Qué serie de complicaciones no podría traer la quiebra de una casa tan importante como la que acababa de suspender los pagos! ¡Cómo se presentarían las cosas a fin de mes, época en que vencían los otros giros! Y entretanto, ¿qué hacía él para ayudar a su casa, con ochenta mil duros invertidos en un papel que no valía diez mil, vendido en el acto?
¡Entonces sí que maldijo con todo su corazón la hora en que salió de su casa, y el momento en que se decidió a pisar el campo de la política y a dejar las apacibles ta{231} reas de sus fáciles negocios; a trocar el prestigio y la consideración de que gozaba entre los prohombres de su país, por una ilusión de grandeza, que, en realidad, sólo le había valido desengaños, y empezaba a amenazarle con la ruina y la miseria!
No cabiéndole el susto en el corazón ni hallando sus pulmones aire bastante en el recinto de su despacho, salió en busca de su familia para desahogar con ella una parte siquiera de la angustia que le asfixiaba; pero no tuvo necesidad de recorrer mucho camino, porque a la mitad de él se tropezó con doña Juana, que venía buscándole, pálida, con la boca abierta, las manos sobre el cogote y los ojos extraviados. Creyéndola enterada del desastre por alguna noticia particular, la dijo con el mayor desaliento:
—¿Conque ya lo sabías?
—¡Hace diez minutos nada más!—respondió doña Juana, trémula y tartamudeando.
—¿Quién te lo contó?
—Nadie.
—No puede ser eso. Alguno te ha dicho ...
—Repito que nadie. Viendo yo que no salía de su cuarto a la hora acostumbrada, fuí allá para ver si estaba enferma. Entro, y no la hallo; la busco por toda la casa, y no parece; llamo a la doncella, y tampoco está en casa; vuelvo a su gabinete, y veo la cama {232} sin deshacer, su ropero en desorden y vacío el cofrecillo de sus alhajas.
—Pero ¿de quién me estás hablando?—gritó el infeliz Peñascales, dominado de pronto por una horrible sospecha.
—De Julieta—respondió con igual asombro doña Juana—; de Julieta, que debe de haber huído de casa anoche o esta mañana muy temprano.... Pues ¿de qué otra cosa venías a hablarme tú?
Doña Juana no obtuvo respuesta a esta pregunta, porque su marido cayó al suelo como un tronco, sin soltar el telegrama que llevaba en la mano. Apoderóse de él doña Juana, por ver si hallaba un poco de luz en tan pavorosa obscuridad; y aunque no comprendió por la lectura de las desvencijadas frases toda la verdad, temió lo más malo; y como en todo era extremosa, se desplomó sobre su marido, formando los dos cuerpos en el suelo un solo montón, y no pequeño.
Poco después de volver ambos en sí, entregaron a don Simón una carta, con sello del correo interior. Era de Julieta, y decía:
«Cuando ustedes reciban ésta, hará muchas horas que he abandonado esa casa, amparada por el elegido de mi corazón; el mismo a quien ustedes arrojaron de ella. Estoy en la de una persona de toda respetabilidad, hasta tanto que no se me conceda el más cordial beneplácito para unirme ante Dios al que ya es dueño de mi libertad. Si este {233} mi deseo vivísimo les merece una respuesta favorable, diríjanmela por el correo, que yo cuidaré de recogerla en la lista. Si con el silencio me responden, me acogeré al derecho que me da la ley, pues estoy resuelta a todo, menos a renunciar a un enlace en el cual fundo toda la felicidad de mi vida.
»Comprendo la magnitud del dolor que a ustedes causará la forma violenta de mi inquebrantable resolución, y le lloro con el alma, porque es muy grande el amor que les profesa su desgraciada hija,
»JULIETA.»
¿Necesito pintar el efecto que produjo esta carta en el atribulado matrimonio? Seguramente que no. Don Simón y su mujer podrían ser todo lo bestias que se quisiera para no comprender la inminencia de ciertos peligros en un carácter como el de Julieta; pero, al cabo, eran padres de ésta, y la amaban con delirio.
En su afán de recobrarla, pensaron en poner en juego a la policía, dando parte del suceso hasta al Gobierno, si fuese necesario; pero ¿no equivaldrían estos pasos a publicar su propia deshonra? Preferible era proceder de otra manera más sigilosa para hallar la oveja descarriada. Pero vuelta ésta al redil, sola, y en el supuesto, nada aventurado, de que el suceso hubiese transcendido, por muy honrada que volviera, ¿habría muchas perso{234} nas que lo creyesen, y, entre éstas, una que se atreviera a pedir su mano? Más aún: ¿se atrevería a concederle la suya el mismo hombre que la había robado, si llegaba a advertir que el caudal de la fugitiva estaba expuesto a deshacerse como la nieve al sol?
Todas estas y otras análogas reflexiones se hicieron al instante sus acongojados padres, que al fin se decidieron a poner en el correo una carta, según la cual accedían «de buena gana» a los deseos de Julieta, con la condición de que ésta tornase pronto al paterno hogar.
Hecho esto, procedió don Simón a vender de cualquier modo el papel que tenía del empréstito y a remitir a su casa su mezquino valor.
Pocos días después se celebraron las bodas de Julieta y Arturo, hechas las paces y prometida de ambas partes la más cordial intimidad para lo futuro. Pero don Simón, al mostrarse afable y complacido en la fiesta, sólo reía con la cara. Su corazón estaba herido por el desengaño triste que le había dado la violenta resolución de su hija, y por el no más alegre que le costaba la mitad de su fortuna. Doña Juana estaba hecha una simple, y tan pronto reía como lloraba. Arturo y Julieta eran, en cambio, completamente felices en aquellos momentos. Pero ¿qué novios no lo fueron el día de la boda y aun algunos después?
Que El Ariete habló largamente de la boda de la «hermosa Julieta de los Peñascales con nuestro compañero el distinguido escritor y diplomático don Arturo Mara{236} ñas», no hay para qué decirlo, porque se supone fácilmente; pero, ¡ay!, a don Simón no le pasó de las narices aquel incienso: conservaba mucho más adentro el recuerdo martirizador de la palabra estúpido, con que le había calificado el mismo que quizá redactaba aquellos lisonjeros párrafos, y sabía de memoria los que había dedicado la misma pluma a su desastre parlamentario. Doña Juana era la que todavía se pagaba mucho de esas cosas, y las aceptaba con entusiasmo, por el efecto que harían en la ciudad, para la cual anunciaba El Ariete la inmediata salida de los recién casados, con toda su familia.
Y salieron, en efecto; mas no como principio de un largo viaje de recreo, según afirmaba el periódico, sino porque a don Simón le urgía mucho volver a su casa para enterarse del verdadero estado de sus negocios, y prevenirse, si le era dable, contra nuevos desastres.
A su llegada tuvo visitas sin cuento, felicitaciones sin número, y hasta serenatas; pero todo ello le supo a rejalgar; porque la quiebra que le había cogido los cuarenta mil del pico, había hecho vacilar a otras casas, con las cuales tenía también la suya no pocas relaciones, resultando de semejante complicación que se vió muy mal para llenar sus compromisos a fin de mes.
Cumpliólos al cabo; pero no sin ver mermada su fortuna en más de dos terceras partes, y, lo que fué aún más triste, su crédito comprometido.{238}
Entonces enteró a su yerno de cuanto le ocurría; y Arturo, que se había propuesto brillar en el ancho campo de la política a expensas de su suegro, halló más conveniente, si no más placentero, pedir a éste un atril en su escritorio y ayudarle con todas sus fuerzas a levantar el edificio que parecía desmoronarse.
Aceptó la oferta de buen grado don Simón; y como el otro no era tonto, ayudado de su interés particular, ya que no de sus inclinaciones naturales, que eran bien opuestas al comercio, hízose en poco tiempo un pinche de primera fuerza, y llegó a ser un comerciante en toda regla.
Las últimas noticias que yo tuve de esta apreciable familia, la pintaban en camino de recobrar la hundida fortuna, pero muy lejos todavía de conseguirlo; doña Juana se había quedado mema de un aire perlático; Julieta tenía dos hermosos niños; Arturo dirigía la casa de comercio, y don Simón había sido expulsado del Casino por haber dicho en pleno Senado, en una de sus tertulias más borrascosas, estas sencillísimas palabras, hijas legítimas de sus desengaños, que tan caro le costaban:
—El mal no está en que, por casualidad, salga de un mal tabernero un buen ministro, o un gran alcalde, o un perfecto modelo de hombres de sociedad; la desgracia de España, la del mundo actual, consiste en que {239} quieran ser ministros todos los taberneros, y en que haya dado en llamarse verdadera cultura a la de una sociedad en que dan el tono los caldistas como yo.
{240}LIBRERÍA GENERAL DE VICTORIANO SUÁREZ PRECIADOS, 48 MADRID
Cortejón (C.), Director y Catedrático de Historia de la Literatura en el Instituto de Barcelona y Correspondiente de la Real Academia Española. Arte de componer en Lengua castellana. 4.ª edición. Madrid, 1911. En 4.º, 6 pesetas.
Mayans y Síscar (G.).—Orígenes de la lengua española, compuestos por varios autores, recogidos por D. Gregorio Mayans y Síscar, Bibliotecario del Rey, publicados por primera vez en 1737 y reimpresos en 1873, con un prólogo de D. Juan Eugenio Hartzenbusch y notas al Diálogo de las lenguas y a los orígenes de la lengua, de Mayans, por D. Eduardo Mier. Madrid, 1873. En 4.º, 8 pesetas.
[1] De él se tiraron sólo 25 ejemplares. Aviso a los bibliófilos del porvenir.
[2] Vid. El Tío Cayetano, periódico político que Pereda y algunos amigos suyos publicaron en Santander en 1868.
[3] Herman y Dorotea, Evangelina y Mireya. También Jorge Sand dejó preciosos ejemplares de este género, aunque un tanto idealistas, en La Mare au Diable, La Petite Fadette, etc., etcétera.
[4] Amós Escalante, autor de Costas y Montañas y de Ave Maris Stella; dos libros que pasarán por clásicos cuando los españoles volvamos a aprender el castellano.
[5] Histórico.
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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. 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Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.net This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.