The Project Gutenberg EBook of Adriana Zumarán, by Carlos Alberto Leumann This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Adriana Zumarán Author: Carlos Alberto Leumann Release Date: April 12, 2008 [EBook #25054] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK ADRIANA ZUMARÁN *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
(NOVELA)
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9ª EDICIÓN
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BUENOS AIRES
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Talleres Gráficos "Cúneo" Carlos Pellegrini 677
1921
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Es propiedad. Queda hecho el
depósito que marca la ley.
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CAPÍTULOS:
I,
II,
III,
IV,
V,
VI,
VII,
VIII,
IX,
X,
XI,
XII,
XIII,
XIV,
XV,
XVI,
XVII,
XVIII,
XIX,
XX,
XXI,
XXII,
XXIII,
XXIV,
XXV,
XXVI,
EPILOGO |
La muerte de su padre permanecía envuelta para Adriana en una penumbra de lejano misterio. Había llegado a la sospecha, luego a la certidumbre, de un suicidio. El episodio se remontaba a los primeros años de su infancia. Ella recordaba confusamente el cuadro de la habitación mortuoria, el túmulo negro, el Cristo de plata; alguien la había levantado en alto, y ella vio entonces, en el ataúd, una forma larga, cubierta desde la cabeza hasta los pies con un paño blanco; sólo aparecían las manos, traídas por encima del paño, horriblemente pálidas y tiesas. Pero no le parecieron las manos de su padre. "¿Por qué le habían tapado también la cara?" pensó más tarde. Pero por nada en el mundo lo hubiera preguntado a su madre ni a persona alguna. Se lo impidió una especie de recelo sobrecogido y la misma gravedad dolorosa del suceso. Ciertas alusiones, oídas en conversaciones íntimas, le hicieron después relacionar la tragedia con el aislamiento en que vivía—acaso desde entonces—la familia de Aliaga, y fijar su reflexión sobre la singular circunstancia de que, con la muerte de su padre, terminó toda amistad entre aquella familia y la suya, a pesar de unirlas algún parentesco.
Y guardaba también esta vaga memoria: un día, durante el luto, habiendo pedido que la llevaran a casa de las Aliaga, donde con frecuencia pasara el día jugando, su madre la reprendió con una severidad que la dejó consternada.
Después entró como interna en un colegio religioso, pasaron los años y rara vez tuvo de ellas alguna noticia. "¡Qué divina se ha puesto Laura Aliaga!"—oyó decir a una señora, en voz baja, al terminar una fiesta de caridad organizada por las damas Vicentinas. Y le dio pesadumbre pensar que acaso las había visto, sin reconocerlas. Por otra parte, le infundía cierto inexplicable temor la idea de relacionarse con ellas nuevamente.
Pero el año anterior a la época en que comienza esta historia, las había visitado aventurándose a todo y con el pretexto de la antigua amistad, cuya ruptura aparentó sencillamente ignorar.
Fue una emoción que le dejó recuerdos imborrables. Durante las dos horas que la visita duró, la agasajaron con finura, demostrándole cierta alegría solícita, que contrastaba con la idea trágica de su imaginación. Se las había figurado siempre con una actitud melancólica y en sus caras tristes una palidez mortal.
Era la de Aliaga una de esas familias porteñas que se han retraído rehuyendo las antiguas amistades y viviendo en una especie de reserva y de rara indiferencia para todas las cosas que agitan al brillante mundo social. La casa, interiormente suntuosa, parecía demasiado grande para las pocas personas que la habitaban. Con las tres hermanas vivía un hermano solterón, Eduardo, y una tía abuela, muy anciana ya; atacada de parálisis, nunca salía de su habitación.
Y la casa parecía aun más grande y más silenciosa, cuando Eduardo se iba con alguna de ellas a una estancia lejana, donde solían pasar largas temporadas.
Adriana se sorprendió de que a ratos la hablaran con un tono de voz cansada, como midiendo las sílabas y con cierta reserva en la dejadez amable de las palabras. Le llamaron la atención sus manos largas y finas, ligeramente deformes y de una blancura extraordinaria. También recordaba ahora, como si los tuviera presentes ante sus ojos, algunos objetos del salón; así una mesita de caoba tallada, incrustada en los bordes con dibujos de nácar, luego dos grandes candelabros de cobre que figuraban dragones fantásticos, y una jarra de alabastro, sobre la cornisa de la chimenea, con pomposas flores de terciopelo lila.
Una aprensión invencible la había imposibilitado para llevar la conversación al recuerdo de su padre. Como la irritara su propia falta de audacia y excitada por la violenta curiosidad, se decidió al fin:
—Ustedes trataron mucho a papá...
Y miró a Zoraida, la mayor, con expresión de tímida simpatía. No parecieron en manera alguna sorprenderse. Zoraida, suspirando, cerró por algunos segundos sus hermosos ojos de anchas pupilas bajo la masa de cabellos rubios retorcidos sobre la cabeza espléndida. Le respondieron sin embargo de un modo evasivo.
—Tú debes acordarte de cuando él te traía aquí... el señor Zumarán era muy bueno... Tal vez demasiado bueno.
En seguida, después de mirarse unas a otras, se fijaron en ella con cierto embarazo y cambiaron la conversación.
Sin duda aquélla, la mayor de las hermanas, había sido para su padre un ser de adoración, el motivo amoroso de su muerte; y acaso en una viudez virginal, se había ella consagrado a la fidelidad de un cariño que a través de la muerte perduraba por la comunicación doliente de sus almas. Por eso sin duda era más pálida su cara, sus ojeras más hondas y el oro mate de su pelo tenía una tonalidad más antigua. Y aquellas sus anchas pupilas, con cierto brillo febril en su dulzura profunda, ¿no revelaban también la imaginación apaciguada por una larga contemplación visionaria y ajena, desde hacía muchos años, a toda suerte de seducciones mundanales?
Adriana propuso en su ánimo volver a aquella casa y lograr, siquiera con súplicas, la relación sentimental de la tragedia. Se la dirían llorando, y ella, la hija del hombre adorado, abrazaría a aquella hermana mayor y también lloraría a su padre desconsoladamente.
Otro episodio se asociaba también al recuerdo de su visita a la familia de Aliaga. Cuando iba a marcharse, una de ellas, acaso para todavía retenerla, se empeñó en que debía conocer a Julio Lagos.
—Le dejamos arriba, conversando con la abuelita, cuando tú viniste.
En seguida encendieron las luces de la sala y le hicieron bajar. Julio Lagos le pareció un muchacho nada vulgar. Celebró conocerla y alabó con insistencia, casi con inoportunidad, el espíritu singular que revelaba el modo de mirar que Adriana tenía.
Pero después, aun cuando ambos se prometieron amistad, según el tono de galantería que la plática tuvo, no habían vuelto a encontrarse.
Aquel Julio Lagos surgía para ella cubierto por la misma atmósfera de pasión que imaginaba sobre todas las cosas relativas a la familia de Aliaga. Además, en los ojos de Julio había visto, estaba segura, brillar el amor. En realidad, no se explicaba a sí misma por qué había dejado pasar un año sin volver a la casa, cuando tantos motivos de interés la atraían.
Es verdad que Julio era, acaso, un hombre parecido a todos, sin capacidad para enamorarla ni comprenderla íntimamente. Acaso valía más no haberle vuelto a ver, para conservar, indefinidamente, esta ilusión de un hombre cuya alma podría acercarse a la suya y avasallarla con su inteligencia delicada, con su adoración ardiente y fina. Le amaría, así, de una manera más ideal, conservando en la memoria la caricia lejana de su galantería y el aire de sorpresa encantada con que había reconocido en ella un espíritu singular. Por primera vez el elogio galante de un hombre había sido exclusivamente para su alma que nadie conocía. Sí, era mejor guardar, de Julio, esta idea pura, despojada de su realidad, apartada de la vida en que toda cosa ideal se anula.
La realidad era su novio, Ricardo Muñoz. Se habían comprometido durante la última temporada en las sierras de Córdoba y ella estaba segura de no quererle. Pero le sucedía algo inexplicable: a veces pensaba en él con un sentimiento que parecía amor y multitud de apasionadas ideas venían a encantarla. En esos momentos, dominada por un singular arranque de ternura, le escribía cartas de enamorada sumisa. Maravillada de sí misma, pensaba que el amor la había iluminado de pronto. Pero después, cuando Muñoz llegaba a su presencia, ávido y tembloroso de la felicidad leída, todo el encanto se mudaba en decepción. Entonces se complacía en hacerle sufrir y de sus lindos labios sólo salían palabras de burla.
—¿Por qué—le preguntaba Muñoz desesperado—por qué no es usted la Adriana de sus cartas?
Ella, sin responder, sonreía vagamente.
Un día le comunicó que sus relaciones quedaban rotas. Fue una escena penosa. De pie, frente a Muñoz, muy seria, le tendía un manojo de cartas. Se negaba él a recibirlas, pero como Adriana permanecía implacable, lágrimas de amargura le vinieron a los ojos.
Lejos de conmoverse, la fastidió más el llanto de Muñoz. Puso rápidamente las cartas al borde de una mesita, caminó hacia la puerta de la sala y aguardó que alguien llegase. Muñoz, ahogando los sollozos, se cubría la cara con las manos.
—¡Ah, qué tontería desagradable!—murmuró Adriana; y para que la escena no se prolongase, llamó gritando a su hermana menor:—¡Raquel! ¡Raquel! ¡Muñoz te quiere hablar!
Sin embargo, dos días después, por más que había tomado la seria resolución de no verle más, le escribió otra carta pidiéndole perdón.
Uno de los motivos que sin duda influían para decepcionarla de Muñoz, era el apoyo que su madre prestaba a éste. Su madre y una amiga de Adriana, Charito González, querían a toda costa que se formalizara el compromiso y se casaran en seguida. Esta solución le parecía a ella la muerte de todos sus ensueños... Era preferible quedarse en aquella indecisión, ante aquella perspectiva muy vaga, muy brumosa, donde podría resplandecer de pronto la luz de su vida. El matrimonio con Muñoz la aterraba. Para evitarlo pediría ayuda a las Aliaga y a Julio...
La tragedia de su padre se juntaba en su pensamiento a otras historias oídas en la reserva de alguna confidencia. Su abuelo, un hombre piadoso y sensual, se había dejado matar, sorprendido en la alcoba de su amante, por faltarle la voluntad de herir con la espada que el marido caballeresco le arrojara a las manos. Adriana se lo representaba plegando las rodillas, abatido por el golpe mortal, con los ojos cegados por la sangre de la herida y murmurando una oración, puestos los labios sobre la cruz de la espada.
¡Cuánta melancolía insinuaba en su meditación aquella historia, ensimismada en el secreto como las cosas de la confesión! Y también así la de su bisabuelo, que suscitara una leyenda de escándalo en su tiempo y sucumbiera a la tristeza que le había dejado la muerte de una querida. Su mujer, que le adoraba con locura y con una suprema bondad le había perdonado sus desvíos, sobrellevó el doble martirio de verle morir y de escuchar el nombre de la perdida articulado por él inconsolablemente en las alucinaciones que precedieron su agonía. Después, alterada por la intensidad de su desdicha, perdido el afecto a los hijos y a todas las cosas del mundo, cambió poco a poco en misticismo su amor por el muerto y tuvo visiones extrañas de Jesús y de la Virgen. La familia había logrado que nadie conociera tan singulares circunstancias, atribuyéndolas a locura, y sin sospechar en aquellas visiones su identidad con los éxtasis celestes de las bienaventuradas.
Adriana tocaba como reliquias algunos objetos que le pertenecieran; así un crucifijo, pendiente de un pesado rosario de oro viejo. Durante largas horas, ociosa, lo acariciaba entre sus dedos, soñando, con los ojos abismados. Y una sugestión impalpable, profunda, le traía el vestigio inmaterial de voluptuosos apasionamientos y la palpitación remota de aquella pobre alma, visitada por seres angélicos, que vinieran para ofrecerle una inefable consolación.
Pero estas todas eran cosas hondamente sumidas en su mundo interior y de ellas jamás tenía ocasión de hablar con nadie.
Ahora estaba, desde hacía un mes, en la estancia de su tío Ernesto Molina. Procuraba distraerse con la lectura; pero los libros, en aquella campaña despoblada, monótona, sobreexcitaban las ansiedades vagas de su corazón. Y como era imposible vencer el empeño que su madre tenía de quedarse allí, ya entrado el otoño, la compañía de sus parientes se le hizo más odiosa y pasaba las horas callada, retraída y con una gran tristeza.
Un parque de eucaliptos rodeaba el espacioso y antiguo caserón de la estancia, hecho al estilo colonial: gran patio con aljibe en el medio y un techo de tejas recaído sobre la galería exterior.
Era el señor Molina un hombre de hábitos señoriles y sencillos. Apegado al recuerdo del Buenos Aires viejo, aceptaba, sin amarlas, todas las innovaciones modernas y el espíritu de las actuales costumbres. A su mujer, católica, sin misticismo, le preocupaban en cambio los avances escandalosos de la irreligión. Sus dos hijas se parecían a ella por la expresión casi enojada de los ojos, adquirida en las prácticas asiduas del culto murmurando oraciones compungidas y contemplando el cáliz que se eleva sobre la casulla recamada en oro del sacerdote que oficia.
Era Adriana, en este ambiente, un contraste original. Ella leía novelas modernas que figuraban en el Índice, bromeaba sobre cosas sagradas y siempre discutía para escandalizar; sus actitudes tenían como una lasitud de encanto prohibido. Parecía desdeñar compasivamente a sus dos primas, que se querellaban como chiquillas, entre rezo y rezo, y que refiriéndose a ella en casa de extraños, solían repetir censurándola, con ingenuidad sentenciosa: "Es una rara, una rara".
El señor Molina era la única de aquellas personas cuya conversación no le causaba fastidio, por más que siempre tocara los mismos asuntos, con su invariable tono tranquilo, pausado, de viejo patricio, el pulgar de una mano metido en la abertura del chaleco y la otra apoyada de través en la rodilla.
Nunca dejaba de hacerla reír cuando repetía anécdotas de personajes históricos. Se trataba, con frecuencia, de alguna conversación sin importancia que él había escuchado treinta años atrás y cuya recordación resultaba trivial. Otras veces, en cambio, eran anécdotas llenas de sabor humano. Pero el señor Molina atribuía a todas sus historias el mismo grado de interés. Por lo común se interrumpía en mitad de su relato, después de advertir: "Pero ahora ustedes van a ver". Y quedaba como ensimismado, durante algunos segundos.
—Mi abuela,—decía—fue muy amiga de doña Remedios Escalada, la mujer del general San Martín, una señora distinguidísima, muy buena moza. Sí, mi abuela siempre se acordaba de Remedios, de su genio alegre, su cara redondita, y unos ojazos que al decir de ella no los había más lindos. Pero ahora ustedes van a ver... Nunca se llevó muy bien con el general, que tenía un carácter demasiado militar, y quería vivir en su casa a la espartana. Mi abuela le criticaba mucho. Ustedes no lo han de creer, pero para ella el general San Martín fue toda la vida un bruto.
Y añadía como encantado:
—Figúrense ustedes, el Libertador de América, uno de los primeros generales del mundo. Pero mi abuela, es claro, la pobre no lo apreciaba sino por su vida en familia.
Tanto el señor Molina como su mujer, como las hijas, le producían la sensación de personas que vivían en un mundo de realidades pueriles y que hasta cierto punto carecían de verdadera alma. No concebía que en circunstancia alguna pudiera comunicarse con ellos sobre cosas relativas al corazón. Sin embargo, el señor Molina la trataba con una benevolencia incondicional, la defendía siempre y le acariciaba la cara con cariño de padre.
—Tú no la entiendes a tu hija, decía a su hermana conciliadoramente, cuando ésta demostraba su inquietud ante las ideas, las actitudes y el espíritu libre de Adriana.—Tú y yo nos hemos quedado en la vieja sociedad; ella es una chica de la sociedad nueva. Ojalá mis hijas tuvieran algo de la tuya. Pero mi mujer, con sus preocupaciones antiguas las tiene acobardadas y sujetas a una cantidad de tonteras que han pasado de moda.
La madre de Adriana callaba. El suicidio de su marido había dejado en ella una aprensión enfermiza, y cualquier insignificancia relativa a la conducta de Adriana despertaba en su corazón el recelo y la inquietud. En vida del señor Zumarán fue una señora de carácter gracioso, amiga de fiestas y relacionada con todo Buenos Aires. La terrible tragedia la cambió por completo: cerró su casa, se retrajo, envejeció tempranamente, y todas las amables cualidades de su espíritu desaparecieron con los restos de una belleza física notable. Adriana ignoraba que aquella su madre, tan aprensiva, tan apocada, tan sin alma, no era sino una sombra de la antigua mujer.
Ese día, a la hora de la siesta, se llegó paso a paso por la avenida de eucaliptos, húmeda y cubierta de hojas secas, a sentarse en el palo transversal de la tranquera. El sol reía en la llanura, toda verde, inacabablemente verde, y como cortada en la lejanía por el límite del cielo azul. Algunos animales, en aquel mar de verdura, aparecían como manchitas de color ocre o negro.
Mientras su mirada se perdía en la inmensidad de la llanura, empezó a recordar, casi con extrañeza, las circunstancias en que se había comprometido con Muñoz.
Vívidamente brillaron en su recuerdo las incidencias de un viaje a la provincia de Jujuy; el largo tren, arrastrado por la máquina jadeante, trepaba con fatiga la pendiente, arrojando coronas de humo que se diluían sobre la transparencia del aire; y todo el paisaje giraba desplazando lentamente las vastas montañas.
Cuando el tren paraba en las solitarias estaciones del trayecto, ella bajaba a conversar con las "cholas", descalzas, andrajosas, que le vendían empanadas, caña de azúcar y santitos de barro pintados de rojo.
La impresionó, sobre todo, una escena religiosa en la montaña. Por un camino escarpado, a la oración, descendía llevada en andas la imagen de la Virgen, vestida de seda azul y con un disco de oro, oblicuo sobre la cabellera renegrida, larga como un manto. El monte hundía su pico oscuro en el cielo lívido. Penumbras indecisas iban cayendo sobre la procesión, y ésta avanzaba al compás de una música continua, gemebunda; cuando al cabo de un recodo la pendiente, brusca, se empinaba, los hombres que llevaban las andas se detenían, para sostener con un brazo la Virgen oscilante, y entonces sobre la cabellera renegrida el disco de oro relucía. Larga hilera de gente seguía atrás, levantando murmullo de rezos apagados por el lloriqueo rítmico del violín o la nota opaca y rotunda del tambor. En esta hilera de cabezas sumisamente agachadas, que bajaban formando en el flanco de la montaña como una cinta negruzca, de vez en cuando se iluminaba con el claror del crepúsculo una cara que miraba al cielo con los ojos ensoñados.
Y aquella humilde procesión, bajo la media luz del ocaso, en una región tan oculta por la serranía abrupta, parecía brotar como tosco misticismo de la naturaleza misma del paraje, dulce, pacífico, triste.
¿Comprendió Muñoz aquellas emociones? Sólo le oyó algunos comentarios demasiado semejantes a reflexiones que ella había leído alguna vez. La fatigó en cambio con su apasionamiento celoso y adusto. Por eso ahora recordaba casi con encono su primer cariño por él y sus cartas de amor. En su imaginación propensa a exagerar los rasgos chocantes, la cara de Muñoz asomó con las cejas más juntas y más anchos los labios de gesto sensual y altivo. Todos sus pensamientos se ennegrecieron. Ideas malas, apoderándose de su alma, la penetraban de una dolorosa voluptuosidad. Otras caras aparecían en su memoria, deformadas, grotescas, las caras de otros que también la habían ilusionado algo, pasajeramente.
Volviendo a la casa, por el mismo camino húmedo, bajo los eucaliptos, se encontró con su madre. Entonces sintió crecer incomprensiblemente su exasperación. Era viernes, día de recibo en casa de Charito González, su amiga más adicta, quien le había escrito pidiéndole con el mayor ahínco que no faltara a la reunión.
—Mamá,—dijo con brusquedad,—yo quiero irme hoy.
—Ya te dije que no.
"Ah, le gusta verme morir aquí de tristeza", pensó. "Ojalá nos ocurra una desgracia".
Y sintió la necesidad maligna de que una desgracia sobreviniera, en realidad, atraída por su augurio diabólico.
Saltando y cantando sus dos primas salieron a la galería. Acababan de vestirse y sus trajes claros y sus cabellos rubios brillaban al sol. Parándose repentinamente ante Adriana, recobraron la habitual expresión seria y grave; luego, en el tílburi cuyas riendas les entregaba un peón de la estancia junto al veredón, reflexionaron vagamente en aquella extraña muchacha con quien jugaran tanto de criaturas, y que ahora, por más que hablaran con ella todos los días, les parecía un ser cuyo espíritu oscuro no penetrarían jamás.
Pero un tren había parado en el pueblecito inmediato a la estancia; media hora después, al chasquido de un látigo, bajo los eucaliptos, en el extremo de la avenida, osciló la capota de un break. Eran Raquel y Fernando. Este traía para su madre malas noticias. Un campo que ellos poseían al norte de la provincia, acababa de incendiarse y habían muerto casi todos los animales. Fernando, sin bajar del break, refería esto con cierto aire de indiferencia y hasta con buen humor, mientras Raquel exclamaba, sacándose el tul de la cara:
—¡Qué pena para mamá!
Adriana vio venir a su madre y corrió hacia ella, muy alegre: "¡Una desgracia, mamá!" Pero al decir esto se sobrecogía por la idea de su propia perversidad.
—¡No hay que exagerar las cosas!—le gritó Fernando bajando rápidamente del break.
Raquel miró a su hermana fijamente.
—¡Oh, qué alma la tuya!
El acento de su voz traducía desazón y resentimiento. Pero no provenía su despecho de aquella inoportuna alegría de Adriana, sino de un motivo mucho más grave para ella.
—¡Hiciste una de las tuyas!—exclamó cuando las dos se hallaron solas. No creas que te reproche nada. Le has coqueteado a Castilla sabiendo que él me festejaba. No me importaría, no tengo celos, te lo juro, pero lo que has hecho me demuestra que no soy nada para ti, que me desprecias, y si es así ya no quiero ser tu hermana.
Bajo la frente que asomaba como un triángulo de fina blancura entre los mechones del cabello lacio, los hermosos ojos verdes de Raquel brillaban de indignación. Y en el tono de sus palabras había un deseo doloroso de hacerle sentir la maldad de su acción.
Pero Adriana miró a Raquel con una sonrisa dulce y como sorprendida.
—No vale la pena de pelear por un presumido como Castilla.
—Un motivo no puede faltarte para tus acciones odiosas; ya tienes el vicio de hacerlas.
El sufrimiento interior que la expresión resentida de Raquel había suscitado en su espíritu, se anuló en seguida bajo la violencia de esta última frase. Como su hermana quisiera marcharse, la retuvo.
—Yo no podría sino reírme—le replicó—de cualquier muchacho que se parezca a Castilla. No me engaño con esa facilidad tuya, que cada año tienes una nueva ilusión y haces una nueva conquista.
—Pues yo prefiero engañarme y no engañar, como tan deslealmente engañas tú a Muñoz. En la primera ocasión, te lo juro, le pondré al corriente de la perversidad tuya; y esto lo haré no para vengarme sino porque a Muñoz no lo mereces.
—¡Pero yo te lo regalo, Raquel! A mí no me interesa. Ojalá estuviera en este momento aquí. A mí misma me oirías decirle que no le he querido nunca y que le odio, porque se parece a todos y para mí sólo ha sido una decepción más...
Se contuvo, siempre cerrando el paso a Raquel, que procuraba rechazarla abriendo los brazos, mientras se acentuaba el ceño de enojo en su pequeña frente. Luego, como decidiéndose, prosiguió:—¿Sabes por qué soy mala? Por desesperación, por idealismo.
—Serías buena, no serías perversa.
—Tú no puedes entenderme ¿ves? Yo daría mi vida por un verdadero amor y por alguien que realmente lo mereciera. Y tú, en tanto, no serías capaz de sacrificarte nunca. Creyéndote buena, sin embargo estás sin saberlo llena de vanidad y de tontera. Ir a las fiestas, buscar al otro día tu nombre en la lista de señoras y niñas que publican los diarios, y que te vean en un palco del Odeón cuando la compañía francesa representa comedias que no te interesan porque no las entiendes, y desesperarte cuando alguna amiga viene mejor puesta que tú: esa es tu vida, eso te conforma, a eso se reducen tus ensueños. Cuando los mozos se nos acercan, algunos con sonrisita galante y atenciones exageradas, ridículas, otros mirándonos serios, callados, como seguros de conquistarnos en cuanto abran la boca y se decidan, tú en seguida te encuentras en la gloria y respondes de la mejor manera posible a sus chistecitos amables y a sus miradas irresistibles. Yo en cambio sufro, comprendo toda la trivialidad que los mueve, la insignificancia de lo que sienten. Los muchachos como Castilla sólo pueden embobar a las tontas. Embobarlas y reírse de ellas. Reírse con razón, porque para llegar a formarse una ilusión sobre esos tilingos...
—Bueno,—le interrumpió Raquel—déjame con mis ilusiones y quédate con las tuyas.
Lágrimas de despecho empañaban sus ojos verdes. Adriana se acercó a ella vivamente y le tomó las manos.
—No te enojes, no hablo así para fastidiarte, sino por un desahogo...
Pero se calló, como si la avergonzara demostrarle otra cosa que maldad. Y echaba de menos, en lo íntimo de sí misma, la época feliz en que, jugando juntas y viviendo aún su padre, solía Raquel correr a su encuentro para besarla con júbilo, en plena boca, enlazándole el cuello con sus brazos diminutos. Y su recuerdo reavivaba esta escena iluminada por la claridad tan lejana de los tiempos desvanecidos.
—¿No vinieron cartas para mí?—preguntó con indiferencia. Raquel, por toda respuesta, la miró con expresión de cansancio y de disgusto; y se marchó después de arrojar dos cartas sobre una mesita.
Adriana quedó pensativa por largo rato, jugando con las cartas. Después abrió una, que era de Muñoz y la leyó rápidamente. Se trataba de un ultimátum. Le recordaba todas las inconsecuencias, todo el engaño con que ella había logrado hasta entonces hacerle llevar "la cadena de un amor sólo correspondido con ya insufribles perversidades". Había resuelto, esta vez definitivamente, y en ello empeñaba su palabra, romper el compromiso si no se avenía ella a cambiar de actitud. La carta terminaba así: "Yo había cifrado el objeto de mi vida y todas mis aspiraciones en el amor de usted. Por lo mismo tuvieron mis sentimientos una sinceridad incontestable. Jamás hubiera querido conquistar su cariño por otro medio. Pero tal vez por mi sinceridad misma la he de perder para siempre. Ayer pedí a Charito, como favor de amistad, que la invitara para el viernes. Si no va usted, Adriana, todo habrá terminado entre nosotros."
"¡Bah,—pensó ella—ya había decidido ir sin que tú me lo exigieras! Y ahora que Raquel y Fernando están aquí, mamá tampoco podrá poner inconvenientes".
Abrió la otra carta, y ésta la leyó con emoción. Era de Carmen Aliaga, venía de aquella casa romántica y de aquella gente que había intervenido en la misteriosa tragedia de su padre suicida. Carmen era la menor de ellas. Se manifestaba extrañada de que no hubiese vuelto Adriana a visitarlas después de una tarde en que las había "encantado y sorprendido inolvidablemente".
—¡Ah, pensó Adriana, encantarse conmigo, ellas que viven en un continuo encantamiento! Y siguió leyendo, ávidamente. Carmen le refería que casi siempre estaban solas, que rehuían toda relación con mozos, a causa de cierta manía o preocupación de Zoraida, toda una historia muy dolorosa, que ella prometía contarle. Fuera de Julio Lagos, una excepción, únicamente recibían a dos o tres parientes y no iban a parte alguna, como no ser a misa.
Concluía la carta pidiéndole, encarecidamente, que las visitara sin falta. Bajo la firma de Carmen, había esta línea escrita con caracteres agudos:
"Yo también se lo pido, Adriana".—Julio Lagos.
Ella dejó ambas cartas en la mesita y su mirada pasó de una a otra, vagamente, como si estuviera viendo flotar las imágenes tan profundamente diversas que cada una de ellas despertaba en su alma.
Ricardo Muñoz había terminado sus estudios en la Facultad de Derecho, dos años atrás. Era serio y reflexivo por naturaleza. Pero se plegó, sin embargo, por cierta mala vanidad, a una vida superficial, brillante, en la compañía de muchachos derrochadores que abandonaban los estudios o no los concluían nunca. Se acostumbró, así, a considerar la vida con optimismo irónico, y mientras calculaba hacer carrera más adelante, en la magistratura, frecuentaba el Jockey-Club, los cabarets y a las artistas. En medio de esta vida, que interiormente le avergonzaba, se conoció con Adriana en la casa de Charito González, antigua y leal amiga suya.
Al principio no fue sino un sentimiento ligero, un suave placer de galantería y el encanto de oír las alusiones de las personas que frecuentaban la casa. Fue después una satisfacción íntima, pronto voluptuosa inquietud al advertir que, cuando le daban bromas con él, Adriana ya no reía. Al fin no pudo substraerse a la continua preocupación que le producía aquel intercambio de manifestaciones cada vez más llenas de halago y de dulzura, aquella penumbra sentimental que le envolvía, le acariciaba y le acompañaba a todas partes, despertando en su ser un verdadero deseo de adoración para aquella muchacha extraordinariamente linda, cuyo amor en ciertos momentos le parecía un raro sueño. Se hizo tímido; cuando estaba solo con ella, el corazón le latía con violencia. En el verano la siguió a las sierras de Córdoba y Adriana, después de algunas vacilaciones que le sumergieron en terribles zozobras, le aceptó como novio, pero con la condición de mantener el compromiso secreto, "para que nuestro amor—decía—no pierda el encanto de la intimidad". El noviazgo la hizo más reservada, más indiferente.
Muñoz era otro desde entonces. Sólo de vez en cuando le veían aparecer en el club sus amigos habituales; y siempre pensativo, reconcentrado, respondía con una sonrisa forzada a las exclamaciones ruidosas que le acogían. En una de aquellas ocasiones le fue entregada una esquela. Delante de todos la abrió. Después de leerla, hizo un gesto hastiado y la dio a Miguel Castilla, uno de sus amigos.
—Si quieres ir a verla, por mí...
Era de una tonadillera conocida. Algunos meses antes la habían perseguido los dos, como rivales, pero inútilmente. Aquella generosa indiferencia de Muñoz sorprendió mucho; le creyeron atacado de neurastenia o de algo peor y le aconsejaron una temporada de campo.
Y ahora sufría lo indecible. Le había escrito a la estancia del señor Molina sin recibir contestación; entregó una carta, el ultimátum, a Raquel, suplicándole que la hiciera llegar a manos de Adriana; por fin, la víspera de ese viernes, Charito González le dio la seguridad de que ella vendría expresamente de la estancia.
Subió Muñoz la escalera de la casa con emoción indescriptible. Llegando al vestíbulo, temió aparecer en el salón sin el aplomo necesario. Se detuvo. "Voy a verla dentro de un instante", se dijo. Temblaba todo entero. De pronto le tocaron en el hombro, y una voz conocida le murmuró: "Hombre, tenía que hablarte a propósito de aquello". Se volvió con brusquedad, desagradablemente sorprendido: era Miguel Castilla.
—¿A propósito de qué?
—De la tonadillera; fui a verla.
Muñoz respondió con una evasiva, pidiéndole en seguida, muy serio, que le dejara solo. El otro le miró perplejo.
—Estás realmente mal, porque venir a buscar soledad a los recibos... no me explico.
Era Castilla un joven alto, afilado, rosado, ojos muy saltones en la cara de ángulos finos y cabellos lisos sobre la cabeza redonda. Se alejó de Muñoz, después de echarle una mirada de soslayo; y entró en el gran salón iluminado, con el mismo desembarazo elegante con que solía hacerlo en el cabaret o en el club. Tuvo Muñoz un gesto de disgusto; la presencia de Castilla, allí, en casa de Charito, le produjo malestar.
Ella no había llegado todavía. Era capaz de no venir, de habérselo prometido a Charito con la intención premeditada de faltar. Pero la voz de Adriana, su límpida voz de suavidad irresistible, resonó abajo, en la escalera. ¿Iba a tener fuerzas para demostrarse con ella altivo y firme, de acuerdo con los términos de la carta enviada por intermedio de Raquel? Y consideró que se perdería definitivamente, en el espíritu de Adriana, si no era capaz de aquella decidida entereza. Ella al entrar le miró con naturalidad, y murmurando un breve: "¿Cómo está, Muñoz?", cruzó el vestíbulo. La vio acercarse, en el salón, a la madre de Charito, una señora gruesa, entrada en años, de cara bondadosa y un aire de distinción sonriente; conversaba animadamente con otras señoras y se interrumpió sólo por un instante para besar a Adriana en las mejillas. Un grupo de muchachas, acercándose, la acogieron luego con pequeños gritos, acariciándola y besándola con alegría.
El salón y las luces brillaban para Muñoz como algo irreal. Hería sus nervios el rumor de las conversaciones y de las risas alegres. Las personas que más conocía le parecieron nuevas, casi extrañas. Se puso a cavilar. ¿Por qué Adriana no se había detenido? ¿Por qué su cara no demostró siquiera placer de verle después de tres semanas? Casi ni le había mirado cuando murmuró aquel indiferente: "¿Cómo está?" No la sentía su novia, por cierto. Decidió acercarse y hablarla. Pero la vio tan distraída, tan olvidada de él, que un orgullo amargo le sublevó. Quiso entablar conversación con alguien y se arrepintió de haber esquivado a Castilla. Charito apareció como un ángel salvador. Se avergonzó de sentir necesidad de apoyarse en la mediación de Charito.
—He cumplido, ¿verdad?—dijo ella sonriéndole; luego, sin otra palabra y con una graciosa solicitud corrió hacia el grupo en que se hallaba Adriana. Muñoz, cada vez más íntimamente herido en su orgullo, salió del salón; en la salita contigua sólo había una pareja de novios, tan ajenos a todo que ni le oyeron entrar. Cuando Adriana apareció, traída por Charito, perdió en seguida la presencia de ánimo y no atinó con una manera de abordar la situación. Adriana, sonriendo con una expresión atónita y dulce, le preguntó si estaba enojado con ella. Se turbó tanto, que para no dejarlo advertir quedó callado, serio. Adriana se puso entonces a mirar la pareja de novios, mientras Charito buscaba inútilmente un motivo cordial de conversación.
—Yo los dejo, dijo al fin,—hasta luego.
Pero Adriana la retuvo. Y dirigiéndose alternativamente a ella y a Muñoz:
—No quiero quedarme sola con él; he pasado muchos días aburrida, muy triste, y él ahora, estoy segura, tiene intención de pelear. No me comprende, no me puede comprender; por causa suya, por haber exigido que nos comprometiéramos, estoy más decepcionada que nunca. Me enamoró, y después dejó que la ilusión mía se escapara. Ya sé, soy una inconstante. Y esta noche tengo necesidad de reírme, de olvidarme. De todos modos yo no creo en las grandes pasiones; estoy convencida de que no quiero ni querré nunca a nadie. ¡Si usted supiera, Muñoz, lo que le dije hoy a Raquel! Le abrí mi alma, le confesé eso, que soy una desdichada, que no puedo querer y que usted tampoco era capaz de quererme.
—¡No dices lo que sientes!—interrumpió Charito con ingenua energía y desolada por el giro que tomaba el asunto.
Y Muñoz, tras la actitud altiva y seria del semblante, se sentía humillado, abatido, incapaz de afrontarla.
—No sabes, Charito, continuó Adriana, cuántas ideas pesimistas han pasado por mi cabeza, en estos días... Me puse a reflexionar en la dicha, en la tontera de la vida, en esta ternura que se tiene en el corazón para no sé qué, para nada. Muñoz no podría quererme, porque mi modo de sentir y de ver las cosas es muy distinto al suyo. Y él es dominante: un día se le puso que yo debía pensar como él, imagínate. Yo lo haría, tú sabes que no tengo vanidad. ¿Pero quieres decirme cómo se hace para pensar en contra de lo que se cree la verdad? Yo me sometería, sí, tomaría todas sus ideas, pero naturalmente con la condición de que él pensara primero como yo...
Se interrumpió y mirando a los novios como escandalizada:—¡Ah, qué ridículos me parecen esos novios!
Siguió hablando así, con extraña volubilidad, sin pensar en Muñoz ni en las cosas que decía, llevada por el sólo deseo de aturdirse. Había algo de perverso, indefinible, en el tono de sus palabras, que se contradecía singularmente con la fina música de su voz, con la gracia espontánea de sus gestos y con su cara radiante: era como si dos almas, una maligna y otra divina, se confundieran en un mismo hechizo. A su lado la elegante Charito disminuía, se apagaba, parecía irremediablemente fea.
Muñoz, avasallado, hizo un poderoso esfuerzo sobre sí mismo y declaró que ahora sólo deseaba el favor de una explicación con ella.
—¿Una explicación?—preguntó Adriana con modo desolado.—Bueno, Muñoz, pero será con la condición de que esté presente Charito.
—Si usted lo prefiere...
—No, es lo mismo; déjanos solos, Charito.
Esta, en el momento de irse, le oprimió la mano fuertemente, como para pedirle, con esta seña furtiva, que fuese buena para Muñoz. Se sentaron juntos y él comenzó, penosamente, a repetirle los reproches de siempre, sin encontrar palabras oportunas ni decisivas. La sentía a su lado protegida como por un gran resplandor.
—Estoy muy mal esta noche, Muñoz,—exclamó ella. Apenas puedo poner atención en lo que usted me dice. No alcanzo a soportar el espectáculo de esos novios. Estoy segura de que tampoco se quieren. Me gustaría oír lo que están diciendo. Y él habla sin interrupción, parece que moviera la boca sin decir nada... Los dos tienen la cara pegada al respaldo del sofá. Ese debe ser el estado comatoso del amor. Ella se imaginará enamorada, dichosa, creyéndole un hombre de talento, una perfección. Para quererse con esa inconsciencia... Oh, en realidad, ¡qué despreciable, qué tontería es el amor! ¡Dios mío!
Un tropel de muchachas entró en el saloncito, alegremente, seguidas por un joven muy elegante y fino, que las llamaba por sus nombres con vocecita amaricada.
—¡Adriana!—exclamó una de ellas,—necesitamos una pareja más, vengan los dos.
Ella se levantó, y con expresión seria:—Tal vez en el fondo lo quiero muchísimo, Muñoz; escucharé todo lo que quiera decirme, pero ahora no podría dejar de bailar y divertirme, la tristeza me ahogaría. Y salió envuelta en el torbellino de las muchachas.
Se quedó él caviloso, mirando sin ver hacia los dos novios que continuaban con las caras pegadas al sofá, según la expresión de Adriana, y ni siquiera habían advertido la repentina y bulliciosa invasión.
Como luego se asomara al salón grande, vio a Miguel Castilla tomar la cintura de Adriana para bailar con ella; le pareció una profanación, acaso porque nunca le había visto sino bailar en el cabaret. Sintió impulsos de separarles y de insultar a Castilla. En el mismo ángulo bailaba Charito, que dirigía a su amiga, de vez en cuando, miradas de reproche; pero en seguida su cara se iluminaba escuchando a su compañero, que era el joven de la voz amaricada.
Adriana había cesado de bailar. Seguía Muñoz con los ojos su silueta indefiniblemente lánguida. Su andar era suave. El traje, muy sencillo, de color lila, ceñido sin pliegue a la cintura alta, oprimía algo los senos pequeños. Llevaba puesto el sombrero, cuyas alas anchas, ajustándose ligeramente bajo el mentón, envolvían toda la cabeza en una randa de pluma: el rostro fino irradiaba. Distraía los ojos, recogiendo a veces, bajo las pestañas, una larga expresión extenuada. No cesaba de sonreír. Y de sus labios, que parecían empequeñecerse para ocultar la palpitación de un beso, se desprendía una singular y poderosa seducción.
Un vértigo atravesó el alma de Muñoz. La angustia le oprimió, una angustia extraordinaria, en que se confundían los celos agudos con el temor sombrío de perderla. Por momentos, le nacía una suerte de voluptuosidad y de júbilo que inmediatamente huía: era como si el exceso de la emoción penosa necesitara el respiro instantáneo de un placer fantástico. En uno de aquellos relámpagos ficticios, le acometió la tentación de lanzarse riendo en medio de la sala, bajo la mirada de todos, para besarla en la blancura fina de la nuca. Semejante impulso era tan insólito en él que se imaginó propenso a un ataque de locura. Empezaron los acordes de otro vals. Adriana y Castilla entre las parejas apiñadas, buscaban sitio para bailar. Muñoz vio de pronto, claramente, que Castilla acariciaba la mano que Adriana había apoyado un instante en su brazo. Ella se había detenido, como sorprendida, poniéndose frente a su compañero sin dejar de sonreír. Las parejas, girando, le ocultaron la escena. Sintiéndose a punto de perder completamente el dominio de sí mismo y de cometer acaso uno de esos actos que ridiculizan irreparablemente, su amor propio prevaleció. Atravesó el vestíbulo, donde se amontonaban los abrigos, sacó rápidamente el suyo y salió, huyó, sin haberse despedido de nadie y en un estado de exaltación indescriptible.
Las calles del Socorro estaban desiertas. El aire frío, la bocina de algún automóvil, el eco de sus propios pasos en la acera, todo parecía perseguirle, hablarle de ella, sugerirle visiones monstruosas de infidelidad y de falsía. Se imaginaba casado y engañado en seguida. A cada instante le asaltaba la tentación de volver a casa de Charito.
Por momentos reflexionaba con una gran lucidez. El dolor fecundaba su espíritu; multitud de intuiciones germinaban en su mente, como seres irónicos que hubiesen permanecido ocultos bajo una capa de ideas pesadas y groseras. Adriana le parecía una enemiga y él su antagonista, que luchaba con los ojos ciegos, a discreción de aquella alma tal vez maligna bajo la irradiación de su hechizo. Por primera vez creyó penetrar la significación de ciertos rasgos de su cara: como aquella rigidez de la frente, pequeña, fina, bajo la suavidad del cabello lacio; luego, la sonrisa indecisa, y la sombra que parecía flotar en la mirada de sus ojos dulcemente atónitos: las pupilas anchas, negras, eran insondables, tenían algo de quimérico.
Muñoz caminaba rápidamente, como atraído por el vértigo de la imagen. Estaba en la calle Juncal; atravesó al atrio solitario y sonoro de la iglesia. Caminó varias cuadras hacia el centro, buscando ruido. Delante de él iba alguien a quien creyó conocer en el modo de andar. Apresuró el paso. Era Julio Lagos.
Habían sido compañeros de la misma clase, en el Colegio. Muñoz le apreciaba mucho, pero sin tenerle afecto; por el contrario, siempre había experimentado contra él una especie de recelo instintivo, una vaga hostilidad a causa de su reserva. Más de una vez le había hecho confidencias íntimas, sin que Julio le correspondiera nunca de la misma suerte. Y como quiera que tal indiferencia la tenía también para los demás compañeros, le consideraba un espíritu frío, incapaz de simpatía. Sin embargo, en cierta ocasión le desconcertó su extraño apasionamiento al discutir en clase con el profesor. Por otra parte, muchas ideas de su amigo eran para Muñoz incomprensibles y a veces absurdas.
Ahora, desde hacía tiempo, habían dejado de frecuentarse. Julio, interrumpiendo sus estudios, viajó por el extranjero, y a su vuelta, retraído completamente, su vida fue un misterio para Muñoz.
Encontrarle ahora, en la soledad de la calle, le alegró; se sentía tan oprimido por la angustia, que necesitaba el desahogo de una confidencia, y a nadie sino a él hubiese querido encontrar; se hubiera avergonzado de comunicar su desdichada situación a cualquiera de sus actuales amigos.
Volvió Lagos la cabeza, reconoció a su antiguo compañero y le estrechó fuertemente la mano.
—No te imaginas, le dijo Muñoz, el alivio que para mí significa encontrarte... Tengo una gran desesperación... Pero háblame de ti, primero. Aunque no, ya sé que vives con el espíritu amurallado. No importa... ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? ¿De dónde sales a estas horas?
—De aquí cerca, ¿conoces a la familia de Aliaga?
Bajaban por la calle Florida y llegaron, conversando, a las puertas del Jockey-Club.
—Entremos,—dijo Muñoz. Busquemos una salita donde podamos conversar enteramente solos. La vida tiene cosas extrañas, muy extrañas, y uno se transforma y va dejando atrás los pedazos de su personalidad antigua. ¿Sabes que aprendí a dudar? Ya no me parecen absurdas aquellas ideas tuyas, porque ya no encuentro nada seguro en la tierra...
Se rió con una risa nerviosa, sin saber por qué, y miró en los ojos a su amigo. Después llamó; acudió un groom vestido de verde, a quien pidió que trajera licor. Como si el viejo resentimiento le dominara de nuevo, no se decidió a empezar su confidencia. Le comunicó la terminación de sus estudios y su nombramiento para la secretaría de un Juzgado.—Sin embargo, agregó, la magistratura no me entusiasma; en ella entraré por no defender pleitos. Tal vez renuncie y me vaya lejos... al Egipto, a la India, a cualquier parte donde pueda arrancarme del todo la personalidad que tengo, y dejarla aquí, como un estropajo... No, no deliro... Es una forma de decir para explicarte... Pero cuenta primero qué has hecho tú, en estos cuatro años. Has estado en Europa, ya lo sé. Supe también que habías vuelto, pero que nadie te ve desde entonces; se cree que has venido con alguna "liaison" y que vives escondido. Siempre fuiste un misterio, ya en el colegio. Y ahora te lo confesaré: en la Universidad, a pesar de considerarte yo superior a todos mis compañeros, te tomé odio a causa de ese carácter ensimismado tuyo. De pronto desaparecías, te ibas al campo sin despedirte de nadie, y corrían rumores de aventuras raras. A mí se me ocurría que fingías, que tratabas de hacerte una aureola romántica. ¿No era así?
Julio sonrió, sin responder.
La cara muy blanca, su frente descendía ancha y recta, desde la raíz de los cabellos, empujando algo las cejas por encima de las pestañas. Los ojos miraban con una suavidad retraída, y la fisonomía rara vez se animaba sino con aquella ligera sonrisa de los labios delgados.
—Ese mismo gesto lo hacías siempre, cuando te interrogaban sobre tales asuntos,—añadió Muñoz.
Pero no tenía ahora curiosidad alguna de saber nada acerca de su amigo, sino simplemente un ansia de desahogar con él su corazón henchido por el sufrimiento.
—¡Bah!—dijo Julio respondiendo a la acusación de Muñoz,—yo te juro que esa actitud mía no era orgullo. Venía, simplemente, de cierto pesimismo, algo así como sintiendo la inutilidad de confesar nada... Me parecía que de todos modos lo realmente mío a ninguno de ustedes podría interesar. O más bien... me repugnaba mostrar las intimidades de mi espíritu. Ya ves, te hago una verdadera confesión, te haría todas las que tú quisieras.
Con el ánimo de crear un ambiente más cordial y propicio para la confidencia, procuró Muñoz halagarle, mientras apuraba copitas de verde Chartreux, para salir de su abatimiento.
—De lo que no me olvido es de aquel ruidoso examen tuyo en que presidía la mesa el profesor López Azúa, que no pudo salir con su gusto de aplazarte.
—Y me lo tenía prometido formalmente.
—Es cierto, prosiguió Muñoz, y recuerdo su argumento: no podía dejar pasar a un alumno que tenía ideas contrarias a la doctrina que él exponía en su libro de texto.
—Y entonces yo, puesto que tenía descontado el aplazo, quise al menos darme el gusto de hablar con libertad.
Muñoz le interrumpió, para demostrarle que recordaba todas las incidencias del asunto.
—Efectivamente, sin que se pudiera advertir demasiado tu intención, pusiste su libro en la picota. ¡Qué bien hablaste! A cada objeción y a cada pregunta capciosa que te hacía, para encerrarte, tu respuesta tranquila era un mazazo. Al último se puso furioso, con gran contento del profesor de Derecho Romano, que tenía contra él una rivalidad antigua en el Consejo Académico. Y quiso obligarte a reconocer ciertos principios que él afirmaba incontrovertibles. Tú le pediste permiso para citar un texto de no recuerdo qué autor antiguo. Me parece oírle vociferar,—pegando un puñetazo en la mesa: "¡Esa no es la doctrina moderna!" Le contestaste que a tu juicio los modernos no pueden sentir y comprender el valor de las leyes con la ciencia de los atenienses o los romanos, que las vivían, las dominaban y sabían por eso apartarse de ellas sin apartarse de la justicia. El profesor de Derecho Romano te aprobaba con la cabeza. Pero López Azúa se te quedó mirando como si hubieras dicho el mayor de los disparates.
—Sí, creyó tenerme ya entre las garras. Me preguntó muy alegre: "¿Apartarse de las leyes sin apartarse de la justicia? ¡Entonces las leyes en Atenas y en Roma eran injustas!"
—Y tú le contestaste que no, porque las leyes, hasta las más lógicas y eficaces, son relativas con respecto a la justicia. Te desafió entonces a que citaras un solo caso en que los romanos se hubieran apartado de una ley lógica sin apartarse de la justicia. Allí su derrota fue completa, porque le replicaste en seguida: "Leyes lógicas y justas condenaban como un delito el proceder de Cicerón en el asunto de Catilina. Pero él juró que había salvado a la República y el Senado le declaró, con justicia, Padre de la Patria". El profesor de Derecho Romano por poco no se levanta para abrazarte.
Después de recordar ambos otras incidencias de la pasada vida estudiantil, Julio le invitó a contar el motivo de su preocupación. Haciendo un esfuerzo para reunir sus ideas, comenzó Muñoz a referirle su pasión, pero evitando pronunciar el nombre de Adriana. Julio le escuchó al principio con su habitual modo distraído; alzaba la copa diminuta, mirando al trasluz el licor. Entonces Muñoz se interrumpía:
—¿Me escuchas, eh? ¿Me escuchas? Y le renacía contra su compañero de otro tiempo la antigua hostilidad. Pero viéndole sonreír y ponerse por un momento en actitud de gran atención, siguió hablando, sin preocuparse ya de él y conformándose con hablar para sí mismo. Experimentaba algo así como la embriaguez de sus recelos y de su angustia. Relataba los episodios desconcertantes con fidelidad minuciosa, y de vez en cuando se detenía, azotado por la visión repentina de Adriana bailando con el otro.
De pronto advirtió que Julio le miraba con una atención reconcentrada. En ese momento refería la extraña conducta de Adriana, sus apasionadas cartas de amor y la indiferencia burlona con que le recibía luego.—¿Te figuras, prosiguió con la voz alterada, poniendo una mano sobre el brazo de Julio,—te figuras la desesperación que debe provocar semejante criatura? Una vez, cuando yo no había perdido enteramente la voluntad, decidí dejar de verla, huir de Buenos Aires. Porque sentí que esta muchacha sería mi perdición. Compré pasajes para Europa. Pero recibí una carta suya. Me decía, con palabras finas, incomparables, con una suavidad delicada, y como rendida a mí, que al menos le dejara la dulzura de verme y hablarme por última vez. ¡Ah! ¿Por qué me llamaba así? Fui. Sus ojos estaban húmedos. ¿Había llorado? No sé; al verme se rió por largo rato. Esto sucedía en casa de Charito González. Tú supondrás que se reía de júbilo por la idea de que yo desistía del viaje. No, se reía como siempre, se burlaba. No dijo una sola palabra concordante con su carta, no insinuó siquiera que había de quedarme; sólo murmuró, distraída, como pensando en otra cosa, que no debía guardarle rencor; mientras yo estuviera ausente me recordaría algo, no mucho, porque ella era mala y también incapaz de un verdadero amor; y agregó que tal vez sería mejor termináramos para siempre toda clase de relación, porque ella con seguridad, tarde o temprano, se enamoraría de otro. Y lo decía con una expresión muy ingenua, había algo como una gracia en su maldad, algo imposible de describir; yo tuve un vértigo y rompí los pasajes echándolos a sus pies. Sentía su hermosura envolverme como una llamarada. ¿Sabes dónde está ella, en este momento?... Si yo quisiera... ¿Ves cómo tiemblo? Cuando te encontré, venía de allí... venía de verla y conversar con ella... Sí, esta noche, en casa de Charito González, no hace media hora, tuve el mismo vértigo, me envolvió la misma llamarada. Y ahora ya no soy dueño de mí, todo lo que me pasa y todo lo que hago viene como arrastrándome y como aplastándome.
Se cubrió Muñoz la cabeza con las manos abiertas, los codos sobre la mesa, y suspiró. En el rostro de Julio la mirada tranquila tenía una expresión de piedad para su amigo de otro tiempo.
Mientras así le consideraba en silencio, un precipitado ruido de pasos se aproximó, por el corredor que llegaba hasta el saloncito, y una voz impaciente gritó: "¿Pero dónde diablos se ha metido?" Era Castilla.
—Ya, ya,—respondió la voz de un sirviente gallego.
Muñoz se levantó bruscamente y cerró con violencia la puerta. Afuera cesaron al instante las risas y la animación del grupo. Castilla llamó, dulcemente.
—¡Una palabra, Muñoz, nada más que una palabra!
Y a través de la puerta le explicó que en casa de Charito le había buscado para salir juntos, que la tonadillera quería verle a toda costa y que él se había comprometido a llevarle.
—¡Es un caso de gran pasión!—gritó uno de los compañeros de Castilla.
—Si no vas te tomará por un marica.
—Y nosotros también.
Otro hizo un chiste que provocó carcajadas ruidosas, y como Muñoz no respondiera, comenzaron a dar fuertes golpes en la puerta.
Al fin se alejaron, repitiendo las alusiones chistosas y algunos comentando seriamente la extraña transformación que había operado en Muñoz la neurastenia.
—¡Charito González!... murmuró Julio ensimismado. Conocí a una amiga íntima de Charito González... Adriana Zumarán. La traté una sola vez, pero comprendí que es un ser excepcional.
Muñoz, incorporándose bruscamente, le miró con una indefinible expresión de desconfianza; le vio sonreír ligeramente. Se levantó alterado, y comenzó a pasearse por el saloncito. Luego llamó y pidió su abrigo; pensaba que Julio, al tanto de toda su historia, respondía a sus confidencias con una crueldad irónica, y esto le lastimó.
—¡Tú no debes burlarte! ¿Oyes?—gritó tomando del sirviente el abrigo y el sombrero. Y sentía crecer oscuramente su hostilidad contra Julio.
Este le miró, muy serio, y le aseguró que no tenía ningún deseo de burlarse; por el contrario, compartía su sufrimiento y le compadecía con sinceridad.
Muñoz volvió a sentarse, y después de un silencio largo, acercándose mucho a Julio:
—No sé adónde me llevará todo esto... Pero te aseguro que ya no soy dueño de mí. Si alguien se interpusiera entre ella y yo... Es horrible, es algo que me acerca a una brutalidad inferior, a los casos de impulso ciego, inconsciente, de la gente del pueblo... los crímenes pasionales que registra todos los días, en los periódicos, la sección "Policía", el suceso común del hombre que se ha enamorado de una criatura de quince años, de clase humilde como él, la ha festejado y perseguido con insistencia desesperada, bestial, contra la oposición de los padres y la completa indiferencia de ella; y un día se pone en acecho, como una fiera; cuando ella sale, para hacer algún mandado, la detiene. En la crónica suelen mencionar todos estos detalles. La requiere por última vez, le exige una contestación definitiva; luego, rápidamente, le dispara un balazo a boca de jarro, o desnuda un cuchillo y se lo hunde ferozmente en el corazón.
—Y la crónica,—dijo Julio—agrega casi siempre: "El homicida volvió luego el arma contra sí mismo, ocasionándose una herida, de cuyas resultas falleció minutos después". Pero como tú dices, esa manera de sentir y entender el amor pertenece a seres en quienes la agitación del instinto no se ve dominada por la serenidad del espíritu.
—Pues bien,—replicó Muñoz—te aseguro que yo ahora suelo sentir algo así, hervir en mi naturaleza y en mi sangre el ansia del crimen pasional y subir esta ansia, brutalmente, hasta mi corazón. Y sin embargo, yo desciendo de gente convencional, ceremoniosa, acostumbrada a vivir disimulando y reprimiendo todo impulso antisocial. Pero ahora, te lo juro, ¡yo mataría, con puñal, como un hombre del pueblo!
Julio, saliendo de su tranquilidad, repentinamente, puso una mano sobre la muñeca de Muñoz y se la oprimió con un movimiento nervioso:
—¿Estás seguro, en todo caso—le interrogó—de que le tienes verdadero amor? No, no me mires como si te preguntara algo desatinado. Es que tú no has pensado nunca en esto... Si experimentas una angustia tan brutal, todo pasará y no te quedarán después sino las cenizas...
—No te entiendo... no puedo entenderte.
—Si tu pasión arde así, con esa violencia, quemándote la carne y la sangre, no viene de tu espíritu, sino de tu naturaleza agitada, convulsionada. Te has entregado, ciegamente, a un sentimiento que tal vez cualquier otra mujer te hubiera inspirado también. El amor, el verdadero amor del hombre, es algo ante todo espiritual; los sentidos sufren su influencia, a veces de una manera violenta, pero sin avasallar al espíritu nunca.
—Basta, Julio, basta, en estas cosas está demás razonar... Déjame desahogarme... Si ella fuese de esas criaturas inconscientes, pura irreflexión, pura coquetería, todo lo que hace sería cien veces más perdonable. Pero no, es inteligentísima, más que cualquiera de sus amigas. No, no es una irreflexiva; por el contrario, parece que siguiera el hilo de mis ideas y adivinara todo lo que pienso. Ella sabe hasta qué punto sufro, y no le importa. Cuando considero lo que me ha hecho pasar, la imagino de una maldad que no se concibe mayor. ¡Y sin embargo, a veces, su cara distraída tiene una expresión tan buena! La duda de cómo es ella, realmente, me enloquece tanto como la duda de su amor.
—¿Quieres que te explique lo que pienso?—dijo Julio con cierta gravedad. Hay una relación directa entre tu asunto sentimental y algo... Yo no soy un indiferente, como tú acaso supones; al contrario, siento las cosas de una manera demasiado íntima... En fin, no es esto lo que interesa ahora... Se trata de esa criatura, es decir, de las criaturas desconcertantes que uno puede encontrar aquí, en Buenos Aires... Si no te sientes capaz de afrontarla, has hecho mal en romper tus pasajes... A propósito, no me has dicho quién es...
Se avivó la expresión de desconfianza en la cara de Muñoz.
—No, no importa,—dijo apresuradamente Julio. Y hundiéndose en el sillón, continuó, como abstraído:—Ninguna mujer como la porteña, suele tener el alma tan lejos de su apariencia, tan distraída de sus actitudes, de las palabras que dice, de su mismo carácter, tan recogida, por decirlo así, en una oscura vida interior. Es profunda y pasiva como la mujer oriental, pero sin duda con una espiritualidad incomparablemente más fina, con más inteligencia y más significativa intimidad de sentimientos. Todo lo que en la oriental es vago, demasiado confundido con el instinto, se realiza maravillosamente en nuestras mujeres, sin salir aún de la penumbra. No llega todavía su intimidad a desteñirse bajo la luz violenta de la cultura uniformadora... ¿Habrás notado que las europeas cultas se parecen todas entre sí?... Hay, por lo menos, un cierto tipo de mujeres porteñas que no hallarás reflejado en ninguna literatura y que te sugiere cosas indecibles. Acaso algunas heroínas de Dostoiewski y de Tolstoi pudieran considerarse como una equivalencia. Pero son otra cosa. Si vamos a la mujer de Francia, tan refinada y que en algunos tipos deliciosos llega a ser exteriormente perfecta, ¿hay sin embargo, entre todas las heroínas de sus grandes escritores realistas, alguna que te sugestione por sí misma, por la expresión de una fisonomía interior inconfundible? Madame Bovary no tiene sino una personalidad artificiosa, producto casi material, por decirlo así, del ambiente, la época, las mil influencias que Flaubert analiza con sagacidad prodigiosa y que han absorbido en realidad toda la espontaneidad de la mujer. Renée Mauperin, de los Goncourt, otro producto, otra mujer tan deliciosa como generalizada y vulgar. Y esa Madame Martin de "Le Lys Rouge", ofrecida al mundo como el tipo de la parisiense exquisita y superior, ¿es acaso otra cosa que un admirable afinamiento de las cualidades comunes, exteriores, visibles, traídas por la cultura de las costumbres y la influencia de los libros que ella ha leído? Su mundo interior es armonioso, claro, limitado. En cuanto a la mujer española... La de los grandes tiempos místicos ha desaparecido; ha resucitado aquí, revestida de un esplendor nuevo, transformada, única, en este ser extraño, en esta clase sentimental a que pertenece sin duda la criatura que te ha enloquecido. Y te ha enloquecido porque no la conoces.
—¡Tú sabes quién es!—interrumpió Muñoz irritado.
—Ah, seguramente supones—prosiguió Julio—que ella es la única así. Piensas, además, que su actitud para contigo obedece a perversidades incomprensibles. Pero las cualidades y el carácter de estas porteñas desconcertantes, no son, como en la mujer europea, manifestación natural del espíritu, sino una pura apariencia, un delicado disfraz. Algunas lo llevan durante toda la vida. Cierto recato místico y una profunda pasividad las obliga a ocultarse así. Sus ensueños se diluyen en la voluptuosidad interior, semejante a la que hizo delirar en otros tiempos a las santas de España con una inacabable dulzura en los sentidos y en el alma. La época moderna, las costumbres cosmopolitas y todo género de sugestiones han conspirado sin duda para apagar el ardiente atavismo. Algunas generaciones más y esta mujer habrá tal vez desaparecido. Las Renée Mauperin y las "intelectuales" y las partidarias de Debussy, irán poco a poco absorbiéndola, matándola.
—Sí, Juanita Sánchez, otra amiga de Charito, la habrás oído discutir sobre Debussy.
—Imagínate mientras tanto, continuó Julio sin atender la interrupción de Muñoz, a una de esas muchachas que guardan oculto el secreto de su alma. La vida le da un esposo al azar; su misma pasividad ha contribuido para que ella lo acepte sin llamar a juicio sus dulces imaginaciones; es un hombre a quien cobra luego el afecto natural que le inspiran los otros miembros de su familia. La va trabajando el hábito, se olvida de sí misma, se resigna inconscientemente a la trivial realidad que el destino le depara. Sus necesidades espirituales son tan hondas como su incapacidad para resistir el ambiente que la rodea. Pesa sobre ella el fatalismo ancestral. Renuncia, sin comprender nada a ciencia cierta, a la vida del amor que sin embargo seguirá murmurando en su corazón; y va viniendo así el olvido sobre su mundo interior apasionado. Ya el amor llega a tomar para ella una forma solamente ideal, cosa de la fantasía, romanticismo, sueño de poetas. Lee todavía con delirio a los escritores ardientes, y en las novelas simpatiza sin vacilar con las heroínas culpables; pero generalmente rehuye la sola suposición de una relación ilícita en la vida misma. Para esta resignada y piadosa criatura, el pecado es un fantasma sombrío que la asusta. Es preciso que concurran circunstancias singularmente favorables para que de pronto lo arrostre. Pero entonces también acepta la tragedia. Figúrate a una de esas jóvenes señoras en la paz de su hogar. La rubia cabeza de un niño se aduerme sobre su seno; se diría otra Virgen con otro niño Jesús. El aire que en derredor de ella se respira parece impregnado de virtud. Un velo de religiosa castidad cubre la hermosura lánguida de su cara. Su sencilla actitud es una oración. Pero hay sobre los párpados recaídos tanta sombra, es tan puro el óvalo de su rostro, que de pronto experimentas un sobresalto: es el miedo de profanar con un deseo, acaso principio de una pasión tan profunda como imposible, la religiosidad del santuario. Y te apartas, huyes de aquella presencia como el ladrón sacrílego sobrecogido en la iglesia por la expresión de las imágenes que le miran desde sus nichos. Y más tarde piensas: "Si la hubiese conocido cuando ella tenía quince años, si hubiéramos entonces hablado en una familiar confianza, ¿habría ahora ese recato de matrona sobre sus ojos, esa absoluta indiferencia para cualquier motivo de conversación que implicara siquiera la tímida curiosidad de su secretos íntimos, de los sueños que halagan sus horas solitarias?"
Muñoz escuchaba a Julio con intermitencias; la sugestión de sus palabras alternaba en su espíritu con la angustia punzante de su amor encelado; se imaginaba a su novia casada con otro, un niño rubio en los brazos y recatada como la Virgen. Y una risa sarcástica se escapó de sus labios.
—Pero las circunstancias, prosiguió Julio, te ponen en la ocasión de verla con frecuencia. Nunca de tus labios se escapa una palabra que pueda traicionarte. Ella adivina, sin duda, lo que pasa en tu corazón, aunque sería inútil que buscaras en su actitud, en su trato, en sus palabras, el más ligero indicio de ese conocimiento. Acaso tampoco tenga ella la hipocresía de manifestar por su marido un amor que no le tiene. En cambio, te dirá que en su corazón hay una idolatría constante que la deja llevar con resignación las penas de la tierra: Dios y la Virgen. Te regalará una crucecita, una estampa o una medalla, para que las lleves como una protección contra la desdicha y contra la tentación del pecado.
Pero una noche, por incidencia casual, has quedado solo con ella en el comedor. Los sirvientes han levantado la mesa, se han marchado. Es noche de invierno; en la chimenea una llama azul oscila entre los carbones. Ella conversa con más locuacidad, de mil asuntos, de la novena próxima, de un libro por demás liberal o cuyo argumento le parece inverosímil. Su conversación es sencilla, demasiado sencilla. Luego te escucha a ti; y la mirada atenta y buena tiene una pureza absoluta. "¿Qué significa, te preguntas, esa inconsciente virtud que protege sus hechizos?" En tu recuerdo no hay ahora una mujer comparable a ella. La miras como a un ser sobrenatural. De pronto, durante un minuto de silencio, estalla un lloro lamentable. Es en la estancia contigua, el niño. Ella corre, sobrecogida como tú. Al poco rato el niño se ha dormido. La madre ha cubierto a medias con la colcha su carita rosada, te ha llamado para que le contemples y admires. La casa entera parece desligarse del mundo y sumergirse en una gran quietud. Te dejas invadir con cierta amarga voluptuosidad por el romanticismo de la escena, en esta penumbra prohibida. El reloj da las doce, sus campanadas suenan como atónitas. Es tiempo de que te marches. Pero tú vives como en una atmósfera irreal, tu razón y tu voluntad ya no cuentan para nada. Repentinamente el deseo sobresalta tu corazón con una extraordinaria violencia; caminas hacia la pieza contigua con ánimo de huir, pero en seguida te vuelves. Ella, en ese momento, se inclina sobre la cuna; el claror de la lámpara pone una línea de luz en el perfil de su cara y otro en la finura del cuello; inclinada así, su cuerpo parece más largo y más lánguido. Un poder extraño te mueve hacia ella; tienes al mismo tiempo la sensación de caer en un abismo y escuchas como carcajadas lejanas de un espíritu maligno, que quisiera atraerte una irreparable condenación. Has tomado, sin comprender cómo, las manos que ella apoyaba en el borde de la cuna. Sobre sus ojos ves brillar la sorpresa y el terror; pero ella advierte que tus manos tiemblan oprimiendo las suyas, que también te altera la emoción del terror, que tus ojos se llenan de lágrimas. Nada conmueve el dulce silencio de la casa. Has querido hablar y un sollozo te ha cortado la palabra. La idea de profanar el santuario te incita, te enloquece, y de pronto tomándola en los brazos, la cubres de besos insensatos. ¿Y ella? La imagen del amor irradia sobre el Pecado, la virtud cae como un vestido que se desciñe, ¡y aquellos ojos divinos se entornan ahora como alucinados por la explosión de una gran claridad!
Julio calló.
—No se puede negar que tienes imaginación, murmuró su amigo.
—¿Imaginación? No, la realidad es mucho más interesante y terrible de lo que podríamos imaginar. ¿Conoces a las Aliaga? No, no las habrás tratado porque no salen nunca. Es una familia predestinada. El padre murió hace muchos años; la viuda, joven todavía, fue causa del suicidio de... de una persona cuya muerte pasó como causada por un accidente; un hombre casado; hay una hija suya que es extraordinaria... Este señor y la viuda de Aliaga eran amigos desde la infancia; creo que habían sido novios y cuestiones de familia deshicieron el compromiso. Pero desde poco tiempo después que el señor Aliaga murió, visitó la casa asiduamente, sin dejar sospechar el sentimiento que le iba dominando y llevando a la perdición. Solía ir con su hijita mayor, esa... la que no te quiero nombrar. Cuando la viuda comprendió la pasión de su antiguo amigo, le cerró consternada las puertas de la casa. Ese mismo día, él se disparó un tiro en la boca.
Pero el caso más espantoso y más triste ocurrió poco después, con una prima hermana de la viuda de Aliaga, casada joven, demasiado joven, con un señor que era entonces político conocido y persona muy influyente. Ella conocía a un muchacho... ¿te acuerdas de Isidro Acosta, aquel muchacho escritor que estaba en la Facultad cuando nosotros empezábamos el bachillerato? Se enamoró locamente de esta señora, que era algo pariente suya. Le pidió ella un día, llorando, con las manos puestas sobre las cabezas de sus dos hijitos, uno de cuatro, otro de tres años, que no la buscara más. Acosta hizo todo lo posible para ahogar su pasión, viajó por el Paraguay, se fue después a Europa; pero volvió, triste, más enamorado que nunca. Apenas llegó le mandó una carta escrita con sangre; se consagraba a ella decidido a morir. La pobre se asustó, parece que le correspondía en la intimidad de su corazón, aunque sabía ocultarlo y dominarse y había puesto una lápida sobre sus sentimientos culpables. ¡Ah! ¡Estas lápidas de olvido! ¡Cuántas mujeres porteñas han atravesado la vida melancólica hasta una noble ancianidad, plegadas por la virtud a la rutina cotidiana, distraídas por el cariño a los hijos, mientras un amor del pasado se ha ido muriendo como una claridad pálida en sus almas! Y no creas que las idealizo... ¡Oh, no...! Te sigo contando. Pocos días después de escribirle Acosta esa carta, que ella no le contestó, la encontró inesperadamente en casa de las Aliaga. Hablaron; él se puso a llorar como un chico, y esa tarde, sintiendo el vértigo de una pasión que concluiría por vencerla, buscó la única solución salvadora. Vivió todavía horas de sombría sublimidad. Su marido, que no la hablaba y ya sospechaba algo, la encontró por la noche arrodillada junto a la cama en que sus dos hijitos dormían. Al otro día, después de empapar sus ropas en aguardiente, se acercó al fuego de una estufa. Alcanzaron a verla caer alzando los brazos, gritando en medio de la llamarada. Cuando corrieron para socorrerla, escapó despavorida, y volvió a caer ya carbonizada. ¿Puedes imaginarte horror semejante? Parece que realizó el acto en un estado de absoluta lucidez. Piensa que la pobre, por una extrema exaltación de su virtud, sintió la necesidad de morir así, abrasada, para purificarse, para consumirse en el fuego con los vestigios de su pecado.
Julio Lagos se levantó; había referido aquello con la voz alterada y estaba pálido. Muñoz le miraba con asombro; tuvo la misma sorpresa que experimentara, algunos años antes, cuando en la clase le oyera discutir apasionadamente con el profesor. Julio se encogió de hombros.
—Te llama la atención que estas cosas me impresionen así. Ya sé que tú me imaginas insensible o algo así como si me faltara humanidad. Y volvió a hundirse en el sillón.—Sí, continuó, son muy extrañas las mujeres de nuestro país... Fue precisamente en casa de las Aliaga que conocí, hace algún tiempo, a esa amiga de Charito González. Me pareció en seguida que pertenecía al tipo de las mujeres fantásticas.
—¡Ah!—exclamó Muñoz, enrojeciendo. ¿La conociste en casa de Charito González? ¿Tú vas a casa de Charito González?
—No; la conocí en casa de las Aliaga.
—Estoy seguro que dijiste... en fin ¿una amiga de Charito González? Yo conozco a todas sus amigas.
—No importa. Esta es la hija del hombre que se mató por la viuda de Aliaga.
Muñoz ignoraba el suicidio del padre de Adriana.
—Entonces no cabe duda, murmuró fingiéndose distraído, toda esa es gente fantástica. Yo le preguntaré a Charito sobre sus amigas. No son mi tipo, te lo advierto... Así, agregó enrojeciendo otra vez, no habrá celos entre nosotros.
Y se rió, con una penosa risa de sarcasmo.
—La conocí en casa de las Aliaga, repitió Julio. No haría nada por encontrarme con ella, precisamente porque me impresionó mucho. Hay mujeres cuya idea nos subyuga como el destino... nos atraen, pero uno siente que la voluntad no debe intervenir para nada.
Volví a verla, en un teatro; estaba ella con varias amigas y no me vio. La observé atentamente. Había en toda su persona una armonía que no fallaba por ningún detalle, y ese algo indeciso que fluctúa sobre la expresión de la cara y en el gesto y en la sonrisa y nos advierte la presencia de un ser femenino cuyo acercamiento nos lo haría infinitamente precioso. En el amor, Muñoz, hay cierto momento en que se nos revela el gran misterio... Esto sucede cuando no nos arrastra la simple pasión, cuando nuestra alma, libre de la embriaguez que turba, se para, por decirlo así, en el umbral de su propio amor. ¿Has leído "La Vita Nuova"? Dante la escribió sobre Beatriz, a la que siempre contempló desde el umbral de su gran amor idealista, y ella, antes y después que muriera, estuvo revelándole los misterios divinos.
—Por lo menos, murmuró Muñoz sardónicamente, un marido que se hubiese casado con tu Beatriz no tendría nada que temer.
Y sospechaba que la Beatriz de Julio era Adriana.
Ambos quedaron repentinamente callados, sin poder reanudar la conversación. Julio se despidió.
Cuando Muñoz quedó solo, volvió a embargarle el pensamiento de Adriana y vio su imagen proyectarse, radiante, en el salón iluminado; junto a ella dos ojos saltones emergieron, temblorosamente, en una cara afilada, fina... ¡la cara de Castilla!
Entonces, por cobardía, se esforzó para pensar en los primeros tiempos de su amor, en la dicha de haberla conquistado, de haberse impuesto al alma que miraba tan misteriosamente por aquellas pupilas circundadas de ligera sombra. Pero acaso ella no podía amarle, algo inconmensurable y oscuro había sin duda entre los dos. De pronto, la obsesión visionaria se reavivó, acercándose. Adriana adoptaba una expresión condolida, pero irónica, irritante; los labios del otro sonrieron con la misma expresión. La silueta lánguida en el traje lila oscilaba suavemente; se soltaron los largos cabellos sobre la nieve de la espalda y el bello brazo desnudo se levantó, dulcemente; los labios del otro besaron en la blancura del hombro.
Muñoz temblaba, una nube oscureció violentamente las imágenes, se sacudió, habló en voz alta, para apartar de su alma los vestigios de la horrible alucinación. Quiso beber, pero se torcieron sus dedos, convulsivamente, sobre la copa diminuta, y el delgado cristal se quebró hiriéndole en la palma: la mano se agitó salpicando sangre.
A no haber Muñoz abandonado tan precipitadamente la casa de Charito, habría comprendido lo infundado de sus celos. Porque cuando Adriana advirtió que Castilla se tomaba tontamente la libertad de acariciarle la mano, en seguida, dejándole plantado en medio de la sala, buscó a Muñoz.
Sin embargo, lejos de preocuparla que éste se hubiera marchado, sólo experimentó contra él un sentimiento de fastidio. Charito la llamó, consternada. Acababa de advertir, sospechando el motivo, la retirada de Muñoz. Era su amiga de confianza y profesaba por él un sentimiento que ella no hubiera podido definir: mezcla de cariño fraternal, de instintiva simpatía y de admiración. Le atribuía las mejores cualidades y no dejaba de recordar que había egresado de la Facultad de Derecho con las más altas clasificaciones de su curso. Charito, abandonando por algunos minutos al joven de la voz amaricada, tomó las manos de Adriana y la miró con expresión sorprendida.
—¿Por qué te portas así? Es un muchacho que te quiere con lealtad, con pasión. No es tan fácil encontrar un amor como el suyo, tan verdadero, tan noble. Conozco muy bien a Muñoz y sé que no podrá soportar por mucho tiempo esas actitudes tuyas. Ya te vi con Castilla. Por más que Muñoz te ame, si tú le sigues poniendo a prueba de ese modo, un día te dejará. Con la muerte en el alma pero Muñoz te dejará.
Dijo con énfasis "la muerte en el alma" y aguardó un explicación. Pero Adriana miró a su amiga con cierta dulzura indiferente, de soslayo, y le prometió que en adelante sería más buena con Muñoz.
Charito González no era linda ni fea; sus ojos claros, más expresivos hubieran sido hermosos y muy elegante su silueta de ser ella más alta. En su modo y en su trato había esa ambigüedad y esa ausencia de carácter definido que parecían el fondo mismo de su persona. Vivía absorbida por el ambiente social, y para las fiestas de caridad era una secretaria activísima y no hallaba tiempo de cumplir con todos los compromisos que se imponía. Adriana tenía de ella una impresión semejante a la que le sugerían las personas de la familia de su tío Ernesto Molina: que carecía, en cierto modo, de verdadera alma. Pero cultivaba su amistad comprendiendo que en todo momento podría confiar en los buenos oficios de su discreción y de su bondad.
Ahora la divertía el tono afectado con que le reprochaba sus inconsecuencias con Muñoz.
—¿Me prometes—insistía—ser leal, quererle de verdad, prodigar en este amor tu corazón?
—Te prometo—respondió Adriana imitando su énfasis—no traicionarle jamás, prodigarle mi corazón.
Durante el resto de la velada se aburrió como nunca.
Al día siguiente fue a casa de las Aliaga. La acogieron con una alegría más abierta y cariñosa que la vez anterior y se manifestaron sorprendidas de que no hubiese vuelto antes. Algunos minutos después, continuando una conversación empezada cuando ella se presentó, la pusieron en antecedentes de un íntimo asunto de familia y la consultaron como si fuese la persona de más confianza y más allegada a la casa. Después Carmen, la menor, la llevó a su cuarto y le mostró, con mucho misterio, un diario de su vida que había comenzado a escribir.
—Tú eres la única que podrá leerlo, le dijo como encantada de su idea. Ellas ni siquiera saben que lo escribo. La que tiene un diario ya muy largo es Laura. Algún día que ella se descuide lo robamos y lo leemos juntas. Como a ella le han pasado muchas más cosas que a mí, y ha tenido una pasión y estuvo de novia...
Dijo esto con cierto aire de pesar, como envidiosa de Laura.
Carmen tenía unos veinte años, pero por ciertos modos ingenuos y por algo de frágil que en toda su persona había, aparentaba diez y seis. El color de las mejillas y de los labios parecía más vivo por la blancura mate de la cara y de las manos. Alguna asimetría de la frente se anegaba en el esplendor de los grandes ojos grises, que daban la impresión de ser negros, por la anchura de las pupilas. Esta belleza de los ojos era un rasgo que tenía de común con sus hermanas, como asimismo la extraordinaria y continua intensidad de la mirada, llena de alma.
Las Aliaga conocían muchos libros que Adriana había leído, se asemejaban a ella en ideas y modos de ver, deliraban por versos de amor y comentaban con sutileza las novelas francesas y rusas que les traía Julio. Parecían, por las conversaciones que solían tener acerca de las heroínas desdichadas, que ellas mismas hubiesen querido de alguna manera acompañarlas en la peregrinación de sus desventuras ideales. Había en ellas una sensibilidad extrema, y por afortunada despreocupación, no habían adquirido esa cultura literaria artificial, buscada, que generalmente falsea y con frecuencia anula en la mujer el tacto artístico. Por eso podían amar con naturalidad el estilo de ciertos autores y preferirlos a otros sin obedecer a sugestión alguna. Un hermoso libro, a veces una sola página escrita con gracia, les daba ensueño para muchos días.
Adriana sentía el contraste profundo de esta casa con el ambiente sin espíritu que había, por ejemplo, en la de Charito González o de su tío Ernesto Molina. Sin embargo, una parte del misterio que en su imaginación había circundado a las Aliaga, se fue aclarando, como los contornos de una figura que parece fantástica en la penumbra y luego a la plena luz cobra una realidad más simple.
Acaso la más linda era Laura. Unía la sensibilidad excesiva a cierta actitud de calma inalterable. Tenía un modo muy particular de distraerse súbitamente de la conversación, para quedarse mirando en el vacío; pero no con la expresión ambigua de todo el mundo, porque bajando la cabeza, sin bajar la mirada, el negro de las anchas pupilas se confundía con el negro de las pestañas, y entonces aquella mirada fija adquiría una profundidad llena indefiniblemente de tristeza. Adriana se acercaba a ella, solícita, y acariciándola y jugando con sus cabellos la interrogaba bruscamente, como para descubrir por sorpresa el secreto de sus pensamientos:
—¿En qué pensabas? ¡Dímelo, por favor!
Pero Laura, respondiendo sin hablar a sus caricias, sonreía con una dulce tranquilidad.
Se formó entre ambas una amistad delicada, estrecha, y sin embargo llena, en muchos puntos, de reserva. Ni la una ni la otra llegaban a la confidencia. Y mutuamente se perdonaban y hasta se agradecían esta reserva. A veces, después de alguna reflexión hecha al azar sobre la dificultad de hallar en la vida la felicidad del amor o sobre la grosería con que lo concebían los hombres, se detenían en el punto mismo de abrirse el corazón.
Adriana experimentaba, por primera vez, el sentimiento apasionado de la amistad. Laura la besaba como a una hermana y le enseñaba imágenes de santos bordadas en seda por ella. Sobre la cabecera de su cama colgaba un crucifijo labrado en marfil. Había en la habitación dos cuadros cuyo asunto era triste. Uno de ellos, titulado "L'Oubliée", figuraba dos amantes que se besaban cerrando los ojos mientras la muerte, un fantasma vago, invisible para ellos, se acercaba a contemplarles. Y en el otro cuadro, la pobre amante ya estaba de rodillas sobre la tumba y alzaba la cara mirando al cielo con sus grandes ojos claros, que por el exceso de la pena casi no tenían expresión.
Carmen se demostraba celosa de aquella amistad e interrumpía las pláticas de Adriana y Laura protestando:
—Hemos tenido la dicha de encontrar este encanto de amiga y tú te la quieres acaparar como si fuese únicamente tuya. Y comenzaba a charlar alegremente o traían un cuaderno en que había copiado versos, algunos en francés, y éstos ella exigía que los leyese Adriana, porque los decía con una admirable pronunciación.
Generalmente las Aliaga charlaban con volubilidad, proyectaban viajes, sin propósito ninguno de realizarlos y se daban bromas con jóvenes a quienes no veían desde largos años atrás.
Pero aquella superficialidad era ficticia, una delicada apariencia con la cual revestían, por un raro pudor, la profundidad y la inquietud de sus almas. Y así como Adriana misma, mientras hablaban y reían con ligera locuacidad sobre temas con frecuencia pueriles, soñaban interiormente sus cosas ideales; y como ella, también, vivían sin dejar transparentar el mundo de imágenes amorosas y de suaves ideas que las encantaban en la cotidiana meditación.
Alguna vez, cuando atardecía, abrían los balcones, que daban sobre la Avenida Quintana. Adriana se abandonaba a la dulzura de quedarse allí, anegada en sus propias ideas y en la vaga contemplación de esta calle solitaria, retraída del rumoreo cosmopolita con su elegante edificación de cerrados palacetes. Al extremo de la Avenida, el jardín de la Recoleta iba igualando los tonos oscuros de su arboleda tropical; y por encima, cerrando la perspectiva en la entrada del cementerio, la iglesia del Pilar, pequeña, simple, con algo de atónito en su distante apariencia: vieja capilla que la ciudad colonial desaparecida había dejado allí disimulada en la humildad de su encanto.
Adquiría todo esto tanta belleza muriendo la tarde y bajo el oro del otoño, que se ponían ellas pensativas. Adriana, ansiosa de amor, imaginaba idilios con Julio.
Entraban luego, cerraban las persianas y encendían las luces. Había en la gran sala un ambiente de intimidad y una elegancia sutil: el decorado, los tapices de tonos oscuros, los muebles severos y el conjunto de los pequeños objetos de adorno, se caracterizaban por una singular ausencia de cualquier detalle demasiado llamativo u ostentoso. Reinaba allí, como en toda la casa, una especie de suntuosidad sin lujo, traída naturalmente a través del tiempo y sometida al espíritu de sus moradores. Cosas de épocas diversas se avenían entre ellas con una gracia original. El arte antiguo de los pesados jarrones de cobre preciosamente trabajado, que figuraban dragones fantásticos sobre la chimenea de mármol negro, no parecía contradecirse con el arte ligero de una lámpara moderna que difundía, suavemente atenuada por el moaré de la pantalla, la luz de la bombilla eléctrica oculta en el esbelto pie de alabastro.
En una vitrina, grandes abanicos abiertos evocaban modas desaparecidas y transmitían la sensación encantada de los años en que se habían usado: algunos, enormes, estaban hechos con blanca pluma de garza sobre varillas de ébano; en otros era el plumaje negro y contrastaba pomposamente con el labrado marfil; y en los menos antiguos, alguna escena de pastores se pintaba sobre la indecisión de la seda ajada. Encima de la mesita de caoba cuyos bordes afiligranaba una incrustación de nácar, había un grueso álbum de retratos con el terciopelo de las tapas ya gastado, como felpa de viejo bargueño. La mayoría de los retratos se habían descolorido; en algunos apenas era posible distinguir otra cosa que el espectro de la imagen. La fotografía de la primera página era más reciente y en ella resplandecía, con el fino tipo de las Aliaga, una maravillosa cara de mujer, la madre de ellas. Más que su noble belleza, impresionaba el alma de los ojos, profunda, dulce, y su expresión singularmente parecida a la de Laura.
Este retrato ejercía sobre Adriana una especie de fascinación. Solía largamente contemplarlo. Entonces Zoraida o Carmen, con cierta suave violencia, se lo quitaban.
—¿Por qué? les preguntaba sorprendida.
Ellas callaban, mirándose.
Zoraida, que era música, solía sentarse al piano y ejecutaba con maestría motivos de Chopin o de Beethoven. A veces lo hacía como jugando, interrumpiéndose a cada rato por seguir la conversación de sus hermanas. Pero con frecuencia, exaltándosele la expresión del semblante, la idea musical la arrebataba. Entonces las otras enmudecían. Carmen, arrodillándose junto a Zoraida, la miraba con atención ingenua, y después, hacia las últimas notas, se oprimía el corazón y suspiraba sonriendo.
Por confidencias de Carmen, supo Adriana muchas cosas relativas a Zoraida, que la afirmaron en la suposición de que ésta, realmente, había sido objeto de la imposible pasión y causa del suicidio de su padre. En la infancia Zoraida se había formado un propósito tenaz: ser monja. Al principio eso fue motivo de broma en la casa y más cuando ella rompió sus muñecas para demostrar despego por los afectos del mundo. Tuvo luego, ya desde los catorce años, festejantes que la adoraron; a todos les rechazó. Inútilmente su padre, que aun vivía, resolvió sacarla del internado, donde seguramente alguna monja le había inculcado aquella idea mística tan singular en una criatura de su edad. Ella declaraba que su vocación era el convento adonde tarde o temprano iría para conformarse a los deseos de Dios que la llamaba. Más adelante comunicó tal propósito a su director espiritual, que la felicitó; también hizo voto de castidad y ya no quiso ocuparse sino de los trabajos que se impusiera como Hija de María. Cuando su padre murió, Zoraida cumplía diez y siete años; su decisión se hizo más ardiente que nunca. Fue preciso que Eduardo interviniera acerca del confesor. Este un día le declaró seriamente que debía obedecer a su madre. Zoraida, decepcionada, recurrió directamente a la superiora de las Salesas, quien la aconsejó de acuerdo con el sacerdote. Entonces su naturaleza extremosa se sublevó. Juró que abandonaría toda tarea religiosa, que no pisaría más el confesionario y que hasta dejaría de ir a misa.
—Y ese juramento—añadió Carmen—lo ha cumplido. Nunca siquiera nos acompaña a misa los domingos. ¡Qué raro! Ella dice, ahora, que para comunicarse con Dios no es necesario ir a persignarse en la iglesia delante de todo el mundo.
—¿Y tuvo más festejantes? preguntó Adriana.
—Sí, varios. Pero los despreció a todos. Cuando murió mamá, es claro, ella era la mayor y tomó el cuidado de la casa. Y oye...
Enmudeció repentinamente ante Zoraida que vino a sentarse junto a ellas.
—No sirves para disimular, Camucha. En la cara te adivino que le hablabas de mí—dijo acariciándola.—¡Indiscreta! Le habrás contado mi manía de ser monja.
Carmen, muy colorada, no atinó a defenderse.
—Pero no se lo creas todo, Adriana. Camucha es demasiado novelera. Aquello fue más bien fantasía de chica. Una verdadera vocación no se me habría pasado con la muerte de mamá, ni con los disgustos que se juntaron encima.
Y procuró convencerla de que aquello había sido una pura ingenuidad, un idealismo, por el pensamiento de que fuera de Dios nadie podría enamorarla nunca. Por otra parte el amor—ella estaba segura—sólo hubiera venido para su perdición.
Un día conversaron acerca de Julio, y Adriana escuchó sin perder palabra.
Carmen extrañaba de que nunca le hubieran conocido ellas ningún amor.
—No hay mujeres para Julio, murmuró Laura.
—Sería raro que no tuviera alguna pasión por ahí, añadió Zoraida.
Carmen protestó con tono de reproche:
—¡Raro! ¿Y acaso nosotras no nos parecemos a él? ¡Pensar que lo pasamos aquí tan escondidas y como olvidándonos de vivir! ¿Quieres creer, Adriana, que Zoraida nos está contagiando su enemistad hacia el mundo? Como no ha podido entrar de monja quiere hacer de esta casa su convento. Ya ni por motivos de caridad nos relacionamos con nadie. Días pasados vinieron a verla varias señoras, para pedirle que formara parte de una comisión de beneficencia. No lo consiguieron. A mí, el año pasado, me dejaron una alcancía para la colecta del 2 de Octubre. Has de creer que no tuve ocasión de pedirle su contribución a nadie. Y para no quedar mal nos vimos obligadas a reunir cada día todas las monedas que había en la casa, y registrarle los bolsillos a Eduardo, hasta conseguir poco a poco llenarla. Pero lo más grave es, para mí, que viviendo en esta forma una no tiene oportunidad de conocer mozos y hallar alguno a quien querer.
Y Carmen, con un modo ingenuamente lánguido, apoyó la mejilla en la palma de la mano abierta, y bajo la frente algo asimétrica sus hermosos ojos grises tomaron una expresión vaga; en la sombra de su meditación, miraba sonreír una cara que en la realidad no había visto nunca.
—Por mi parte, suspiró Zoraida, todos los días pido a Dios que no me traiga la ocasión de enamorarme. Laura intervino.
—¡Siempre tu misma manía!
—Con esas ideas extrañas—añadió Carmen—todas debemos hacer lo posible para quedarnos solteras.
—El amor, para nosotras, sólo puede venir como una desgracia, replicó Zoraida. Y la voz le temblaba.
Un día Adriana preguntó por Julio.
—¡Está aquí! exclamó Carmen. Lo dejamos arriba, con abuelita, cuando tú llegaste.
—Le pidió abuelita que tomara el te con ella, agregó Zoraida, y allí está Laura también. ¿Te has fijado, Camucha, con qué atención le escucha Laura, cuando él habla?... Es una suerte. Así, poco a poco, me irá perdonando...
—No, ella no se olvida de José Luis, ella piensa que José Luis hubiera sido el amor de su vida, repuso Carmen. No te puede perdonar.
Adriana, preocupada deliciosamente por la idea de que Julio estaba en la casa y que lo vería de un momento a otro, no fijó su atención en aquella frase de Carmen. Puso todos los sentidos en sorprender, sobre la cara de Julio, cuando bajara, la impresión que le haría volverla a ver. Sorprendió una expresión de júbilo, y en seguida una contradictoria mirada de tristeza. Con él bajaba Laura. Esta se adelantó y la besó en los ojos.
—Al fin se han vuelto a encontrar, después de un año, murmuró.
Se habló de música y de novelas. Laura, que no dejó un instante de observar a Julio, suspiró, volvió a besarla.
—Se me ocurre que ya te quiere, le dijo al oído.
Pero Adriana no podía escucharla. Miraba a Julio con los ojos un poco atónitos y sonreía con su sonrisa ligera.
Pensó que una influencia oculta atraía sobre su vida el amor, aquel mismo amor que un año antes había visto brillar en los ojos de Julio.
Pero ahora este pensamiento no asociaba la dicha y tampoco la antigua esperanza. Volvió a verle y nada ocurrió. Una gran inquietud la invadía. Cuando él hablaba, fingía distraerse, le dejaba conversando con Zoraida y llevándose a Laura al otro extremo del salón, se ponían a hojear el álbum de los retratos abierto sobre la falda de ambas. Sentía, sin saber por qué, la necesidad de mostrarle indiferencia. Sin embargo, no advertía en Julio señal alguna de que esta actitud le afectara. "Hoy se ha marchado—pensaba—sin saber a qué atenerse con respecto a mí... Desgraciadamente, yo estoy en el mismo caso"... Y comenzaba a dudar de la pasión presentida. ¿O andaría él tal vez enamorado de Laura...?
Julio no era el mismo que reapareciera tantas veces en su memoria; su recuerda había sin duda trabajado los rasgos de aquella cara, sus gestos, sus actitudes mismas, prestándoles una indecisión que no tenían, ahora, aquella frente tan recta desde la raíz de los cabellos hasta el arco de las cejas, y aquellos ojos que solían quedarse mirándola, durante un rato largo, con naturalidad. Era otra cosa, también, su manera de entrar, decir saludando algunas palabras distraídas, y luego, sentándose con las manos en los bolsillos, quedarse pensativo y como si estuviese completamente solo. Adriana se preguntaba por qué no había ya, entre él y ella, la locuacidad amable de la tarde que se habían conocido. A veces una frase de Julio parecía, sin embargo, buscar la intimidad y la confianza; algo invisible la impulsaba entonces, más que nunca, a burlar la adivinada intención. Burlarle aunque tal victoria le costase la felicidad de su vida. Y no se explicaba a sí misma la razón oscura de este deseo. Porque sufría al pensar que él pudiera sufrir.
A medida que le iba conociendo más, menos podía substraerse a un sentimiento de ternura entrañable y más doloroso le era fingir la vaga despreocupación.
—Cuando tú estás, le decía Carmen, Julio apenas conversa, lo mismo que tú. ¡Ah, si pudieras oírle cuando se anima y cuenta el argumento de alguna comedia o habla de cosas ideales! ¡Con qué atención nos quedamos escuchándole y deseando que no termine nunca! Engaña mucho esa frialdad que tú le ves. Es nuestro mejor amigo, nuestro único amigo, porque a los muchachos parientes que suelen venir, ni los tenemos en cuenta. ¡Julio nos entiende tanto! ¿Quieres creer que yo, a él, le confesaría lo que ni a Laura ni a Zoraida podría decirles nunca?
Y estas noticias embargaban completamente la imaginación de Adriana.
También Laura solía hablarle de Julio, cuando estaban solas, y sus elogiosas referencias coincidían con la opinión íntima que de él se había formado Adriana.
Un día Julio pareció transformarse en un hombre que no era el Julio habitual. Sentado junto a ella mientras Zoraida, en el piano, ejecutaba una sonata, interrumpió de pronto la conversación que sostenían sobre un tema trivial, para preguntarle, con una voz humilde, si acaso tenía contra él algún motivo de resentimiento.
Adriana le miró con asombro. Aquel dejo humilde y aquella cierta inoportunidad ingenua de la pregunta, debían quedarle murmurando como una dulzura en la memoria. Le pareció adivinar instantáneamente toda el alma de Julio.
—¿Yo resentida con usted?... ¡Oh, no, no!
—Es una pena.
—¿Una pena que yo no esté resentida con usted? Explíqueme, Julio.
—Es tan difícil explicar... Ciertas ideas, las más íntimas, no podrían expresarse sino por un esquema pueril. Por eso la melancolía de conversar con alguien que podría comprender lo que por desgracia no sabemos explicar: vamos deplorando, al cabo de cada frase, que lo realmente significativo de la idea se quedó en el corazón.
—Pero en fin: ¿usted preferiría que yo estuviese disgustada? Por favor, dígamelo así en esquema.
—Sí, preferiría eso, para poder atribuir su resentimiento a una mala inteligencia; en cambio, ahora ya conozco que su frialdad sólo viene del ningún deseo de reanudar aquella amistad de algunos minutos, cuando nos encontramos aquí hace un año, amistad que sólo en la imaginación mía pudo seguir persistiendo.
Adriana, para demostrarle que tampoco ella había puesto nada en olvido, le repitió algunas palabras que dijera Julio en aquella ocasión. Y se maravillaba de su propia sinceridad.
—¿Sabe usted, agregó, que me dejó sorprendida la seguridad suya cuando se puso a imaginar el elogio de mi alma?
Y le pareció advertir de nuevo, como entonces, que brillaba el amor en la mirada de Julio. Pero ambos callaron, suspensos de la música de Zoraida, que se hallaba en uno de sus momentos de exaltación.
El motivo de Beethoven jugaba con cierta gracia infantil, sus frases líricas parecían caminar sobre el teclado, frescas, ligeras, y acariciaban el oído sin despertar inquietud. Después las notas se precipitaban, límpidas, luminosas, con algo de ansiedad, y en el aire se iba formando una idea musical, pura, serena y como desasida de su mismo origen sonoro. Las límpidas notas, súbitamente contenidas, tornaban en dulce murmullo. Ahora el motivo era un alma, con la palpitación del ritmo pugnaba por subir, vacilante, a las regiones inefables. Se agitaba su vuelo en las alturas, como una alondra. Y por momentos, en la poderosa dilatación del sonido radiante, parecía a punto de alcanzar el júbilo de una maravillosa revelación.
Pero luego las notas decaían, las bellas frases se enlazaban más lánguidas, la imagen de la dicha moría en un radio de sombra, y ya sólo podía oírse la tierna resignación del amor vencido ante la irremediable lejanía de su ideal ultraterreno.
De pronto, en medio de su tristeza, el mismo motivo musical se reavivaba, con la gracia de un hermoso niño que despierta olvidado de la causa que acababa de adormirle llorando; y volvía a su encanto de las primeras notas, ágiles, ligeras, para luego agitar de nuevo en el ritmo sus alas de esperanza. Y otra vez el alma de la idea lírica ascendía cantando, como una alondra.
Cuando terminó la sonata, ambos quedaron un rato en silencio, oprimidos por ese inexplicable deseo que la música infunde, de una dicha excesiva, superior a la condición humana. Ella echó sobre Julio una rápida mirada; estaba un poco pálido y tenía los ojos húmedos, absortos en ella; sus palabras, al reanudar la conversación, tomaron el dejo humilde.
En esto apareció Laura. Al verles hizo un vago gesto, como si hubiese querido retroceder. Pero Adriana se levantó, fue hacia ella, rápidamente, y le oprimió las manos tanto que Laura contuvo un grito. Entonces, con actitud de azoramiento y de lástima, besó una y otra vez aquellas manos, sin alzar los ojos. Daba las espaldas a Julio y seguía sintiendo sus palabras humildes penetrarle en el alma como una larga caricia.
En esa misma semana tan llena de emociones, volvió a la estancia de su tío para buscar a su madre, que decidió instalarse definitivamente en la ciudad. Fue por la mañana y pasó el día con sus parientes. La notaron cambiada, muy abstraída. No tuvo "rarezas", no contradijo a nadie y rezó con su tía en el oratorio.
Sus dos primas la observaban, mirándose luego con cierto aire de asombro, como si esta nueva manera de ser tuviese también su punto censurable. A Fernando, que de allí a poco debía emprender un viaje a Europa, le habló en tono afectuoso, pidiéndole no dejara de escribir con frecuencia, y ayudó a su madre, muy solícita, en el arreglo del equipaje. Su tío relataba anécdotas sobre un político de gran actuación fallecido el día anterior.
—Yo lo traté mucho—decía—y pocas personas he conocido tan finas y tan amables. Ya pocos hombres quedan como esos, en el país. Era tan atento que le pasaban cosas curiosas. Ahora ustedes van a ver, les voy a contar. (Hizo su larga pausa de costumbre, el dedo pulgar de una mano en la abertura del chaleco, la otra mano apoyada de través en la rodilla). Un día, él entonces era ministro, estaba yo en su despacho, con otros amigos, cuando entró, después de anunciarse, un jovencito provinciano, muy tímido, con una carta de recomendación. El ministro le tomó la carta, la leyó, le prometió un empleo. Después, por halagarle, se puso a conversar un rato con él. "Yo era muy amigo de su papá—le dijo—persona muy distinguida, por cierto, y cuando murió hube de hablar en su entierro". Esto no era verdad, lo decía de puro amable. El jovencito, naturalmente, se sorprendió. "Señor, mi padre no murió aquí, sino en Montevideo", "Ah, tiene usted razón,—contestó el ministro—en Montevideo, sí, lo recuerdo muy bien, por eso no hablé".
Adriana fingía atender las crónicas de su tío. Pero sus pensamientos volaban a casa de las Aliaga. Predominaba en ella la inquietud, su anhelo se perdía en presentimientos confusos, su espíritu se transformaba en un sentido ideal. Con Julio, este muchacho que ella había tratado apenas, no hubiese empleado nunca sus fáciles y comunes recursos de seducción y le aterraba la sola idea de que él pudiera interpretar como coquetería alguna actitud suya.
Al caer la tarde, un break las llevó a la estación del pueblecito cercano a la estancia. Las primas se despidieron. Adriana, distraída, se dejó besar en las mejillas.
Cuando hubo arrancado el tren, corrió la ventanilla, para evitar el aire frío, y al través del cristal, que se humedecía con su aliento, se puso a mirar el paisaje. La inacabable llanura verde comenzaba a cubrirse con un ligero esplendor de oro. Hileras de álamos surgían y se precipitaban al paso del tren. Se desteñía el cielo como un inmenso lavado de acuarela, dejando abajo, en su límite con la tierra, una cinta de vapor azul. El sol, descendiendo, ofuscó los ojos de Adriana con sus largas flechas amarillas, que se volcaban brillando a cada ondulación de la campiña. A trechos giraba lentamente, muy distante, la azotea roja de un chalet; y su ventana, bajo el triángulo de tejas, fulguraba como una planchuela de oro. El sol se dilató; era una gran ascua redonda que perforaba la cinta de bruma azul. Un gajo de arbusto seco, sobre la llanura, cruzó por el disco como un arabesco de tinta. Arriba en la inmensidad lívida, una pequeña nube, un encaje de luz rosada y pura, se irisaba como una maravillosa concha de nácar.
Del alma de Adriana huían los pensamientos mezquinos y sus ojos se abismaron en la tristeza del firmamento pálido. Las cosas pasadas en aquellos días surgieron como fantasmas que bailaban precipitadamente en el sitio donde había desaparecido el sol. Su definitivo rompimiento con Muñoz, las Aliaga, Julio Lagos, y aquel inesperado diálogo interrumpido por Laura...
Quiso arrancarse a esta gran inquietud del presente y penetrar en el recuerdo de los años de su infancia. Pero la sintió lejos, inconmensurablemente lejos. Parecía escapar como una crisálida convertida en mariposa inmaterial, que volara por un mundo irremisiblemente perdido para su corazón. Contempló su propia silueta infantil diseñada como una figura de relieve cubierta de polvo en su recuerdo. Y vio también a Raquel, de seis años, otra figura, otro relieve cubierto de polvo; Raquel vestida de negro, con dos hilos de lágrimas en las mejillas rojas. Adriana le pegaba por una rivalidad pueril. Estaban solas en el patio de la casa y junto a la habitación donde el padre muriera algunos meses antes. Raquel, agachada bajo los golpes de Adriana, abría un medallón que llevaba al cuello con el retrato de su padre y exclamaba sollozando: "Para que papá vea lo que tú haces". Después, sobrecogida, se echaba a correr, seguida de Adriana y cubriéndose la cabeza con las manecitas abiertas. Pero Adriana ya no corría para pegarle, sino enloquecida de súbita piedad. Y llegando las dos a un corredor oscuro, se abrazaron con ímpetu, consternadas hasta el llanto por aquella penosa evocación de la sombra paterna. Entrecerrando los ojos, apoyó la frente contra el frío cristal de la ventanilla. Y entonces, en aquella profunda lontananza, las dos criaturas se desenlazaron y la miraron a ella con los ojos llorosos, fijamente. Inclinándose juntas, se secaron las lágrimas con el ruedo del vestidito negro. Y volvieron a mirarla, más adustas, Raquel con sus claros ojos verdes, Adriana con sus ojos negros, con sus ojos negros y asombrados. ¿Asombrados por qué? Una amargura indecible pasó por el alma de Adriana. La visión se borró.
Y quiso recordar otros años aun más lejanos. Sin duda tuvo entonces un geniecito encantador y alegre; esto se lo decía un retrato suyo en que aparecía una chiquilla regordeta, graciosísima, que inclinando la cabeza con malicia, adelantaba un piececito y escondía las manos tras la espalda.
Había también una primera luz de amor en su infancia indecisa: Roberto, muchacho paliducho que jugara con ella y que por juego fue su amante infantil. A los once años entró ella en el internado religioso y no le vio más. Porque a poco él moría en las sierras de Córdoba. Su imagen, después, se le presentó siempre circundada de fría penumbra, entre los pliegues de un sudario, mirándola con sus ojos inteligentes, tristes, velados de sombra mortal. Adriana, para avivar la sugestión de este recuerdo, solía leer aquel poema francés en que un amante muerto sale melancólicamente de la tumba, llama a la habitación de su amada y murmurándole palabras de lúgubre ternura, la lleva consigo al cementerio.
Y ahora, con aquella meditación de crepúsculo, junto a su madre silenciosa y recogida también en sus recuerdos, se puso a musitar el primer verso del poema:
"Pourquoi pleures-tu petite Christine?"
Imaginó ser ella misma, en la media noche de invierno, la heroína del poema, y repetía sus tristes y tiernas palabras:
"Mon fiancé dort sous la noire terre,
Dans la froide tombe il rêve de nous.
Laissez-moi pleurer, ma peine est amère,
Laissez-moi gémir et veiller, ma mère,
Les pleurs me sont doux".
Y al recordar los versos que seguían, la escena descripta se destacó vivamente en la penumbra de su ensueño:
"La mère repose et Christine pleure,
Immobile auprès de l'âtre noirci.
Au long tintement de la douzième heure,
Un doigt léger frappe à l'humble demeure:
Qui donc vient ici?"
Y afuera la voz del amado:
"Tire le verrou, Christine, ouvre vite:
C'est ton jeune ami, c'est ton fiancé.
Un suaire étroit à peine m'abrite;
J'ai quitté pour toi, ma chère petite,
Mon tombeau glacé."
Adriana sintió suspirando y con una secreta exaltación de júbilo que dos lágrimas le ardían bajo los párpados:
"Oh mon fiancé, souffres-tu, dit elle,
Quand le vent d'hiver gémit dans le bois,
Quand la froide pluie aux tombeaux ruisselle?
Pauvre ami couché dans l'ombre éternelle,
Entends-tu ma voix?"
Su júbilo se hizo ardiente como un delirio. Y en las estrofas finales del poema, todo su corazón acompañaba el arranque de fidelidad apasionada que hace exclamar a la joven, cuando su amado intenta volver solitario a la tumba:
"Non! je t'ai donné ma foi virginale,
Pour me suivre aussi, ne mourrais tu pas?
Non! je veux dormir ma nuit nuptiale,
Blanche, à tes côtés, sous la lune pâle,
Morte entre tes bras!
En aquel momento su madre empezó a hablar para hacerle reproches, en una letanía lamentable. Estaba inmóvil, con las manos entrelazadas y los ojos aflijidos y fijos. La luz del crepúsculo esfumaba su cara y su pelo en una tonalidad rojiza. Adriana la escuchaba como entre sueños; y perdida en la remota nostalgia se repetía las palabras dolientes del poema. Y no era ya su novio infantil, sino Julio Lagos el amante que en su visión interior bajaba con ella al sepulcro, besándola sobre los ojos; y entre la masa negra de los cipreses, huía el sudario del otro.
De pronto, en una brusca caída a la realidad, la sacudió el traqueteo y el ruido más fuerte del tren. Un "rápido" pasó por la vía paralela disparando un silbato estridente; y la mancha momentánea de los coches osciló en la penumbra del paisaje rayándolo confusamente. Ahora era un paisaje sombrío, todas las cosas exaltaban sus formas como una fantasmagoría. Techos y árboles sobrenadaban en la indecisión de la llanura. Una lucecilla, muy lejos, se encendió temblando como insecto de oro. La ciudad ya próxima comenzó a surgir. Su visión se dilató. Bóvedas y torrecillas paralelas crecían, parecían moverse, lentamente, hacia el vuelo jadeante del tren. Algunas casuchas del suburbio, como emboscadas junto a la vía, asomaban rápidamente, y cada una, al pasar, parecía volcarse en la penumbra. El tren corría a la altura de los tejados ceñidos contra el paso a nivel. Talleres aun humeantes y ranchos de pobrerío se diseminaban confusamente, y todo formaba una perspectiva sórdida y ruin. Sobre aquel montón fugitivo de cosas informes y de vida precaria, todo miserablemente pegado a la tierra, flotaba como una armonía la magnificencia triste del ocaso, derramando sombra y paz.
El tren penetró vertiginosamente en el arrabal, haciendo temblar el viaducto. De pronto su marcha detuvo la precipitación jadeante: atravesaba el Riachuelo. Adriana quedó estupefacta. Había cruzado el puente en pleno día, sobre aguas verdosas salpicadas de desperdicios, entre sucias embarcaciones atracadas a los malecones rotos. Ahora le pareció pasar por sobre una enorme sierpe de púrpura deslumbrante, que bajo el crepúsculo se prolongaba, entre dos orillas de negrura fantástica, y sorbía en el horizonte la luz de sangre.
Por encima del arrabal aparecía aún, más allá del caserío confuso que el tren dejaba atrás, la llanura de sombra violácea; y una iglesia lejana se diseñó como una miniatura gótica estampada en el cielo pálido; Adriana creyó oír algunos toques de la campana, llegando hasta ella en una vibración imperceptible, moribunda, y sin embargo penetrante en su música como una dulcísima queja. Involuntariamente juntó las manos. Un gran deseo de purificación la dominó; y en este generoso arranque que subía desde lo más íntimo de su alma, como un mar de ternura, reconoció una semejanza con la irradiación suntuosa y triste que derramaba el cielo sobre las deformidades viles de la tierra, reflejando la visión de aquella luminosa sierpe de púrpura que había pasado como un prodigio bajo sus ojos atónitos.
La humilde iglesia lejana, flotando en la sombra violácea, parecía hacer a su alma una seña inmóvil. Adriana hubiese querido volar hacia ella, arrodillarse en la penumbra más vaga de su nave pequeña y llorar a solas, indefinidamente, bajo las luces encendidas en los cirios.
Subieron a la habitación de la abuelita, en seguida de comer. La anciana hizo señas a Adriana de acercarse y sus dedos largos y viejos le acariciaron los cabellos. Había una extrema suavidad en su modo y en toda su persona; la tranquilidad profunda del rostro traía el vago resplandor de una belleza apagada por el tiempo.
Ya no salía de la habitación, a causa de la parálisis, y por lo común se absorbía completamente en la reminiscencia de las cosas pasadas; para ella se reducía a sus nietas todo el pálido presente.
Eran de otra época los muebles que la acompañaban, la suntuosa y maciza cómoda de manijas talladas, los sillones altos como sitiales; de otra época los grandes marcos de un oro ya sin brillo: en las telas agrietadas, los rasgos expresivos de las caras habían comenzado a borrarse, y la sonrisa de estas caras, alguna llena de hermosa juventud bajo lo anticuado del atavío, parecía velada de pesadumbre, como por la conciencia larga de la muerte.
La anciana le preguntó por su madre y sus hermanas, y luego, evocando poco a poco sucesos que se referían a la familia de Adriana:
—Yo lo apreciaba mucho a tu bisabuelo, tu bisabuelo por la rama de tu madre; me festejó en un tiempo.
La expresión de sus ojos, bajo la frente placidísima, se anegó en el recuerdo. Y refirió el caso con sencillez casi infantil, repitiendo las frases que le habían murmurado, más de medio siglo antes, en una fina declaración de amor, que su memoria resucitaba con la imaginación del salón lejano, las figuras ceremoniosas del minué, su propia linda imagen de muchacha vista de soslayo en los altos espejos, y ya indecisos, como en una sombra, los gestos galantes de sus amigos desaparecidos.
Las Aliaga oían sus palabras con una suerte de avidez febril. Rara vez ocurría que así se pusiera a contar historias de su tiempo; la vejez avanzada había atenuado mucho su sensibilidad, le había comunicado una especie de indiferencia para todas las cosas, y también para sí misma, porque hablaba de morirse sin que tal idea despertase en ella zozobra alguna. Pero esa noche, los recuerdos la iban como galvanizando.
—Y yo no sé por qué tu bisabuelo no me gustaba para marido. Entonces él se casó con Josefina Chaves, la abuela de tu mamá; era también muy bonita y nada celosa; ella misma nos daba bromas, a su marido y a mí, cuando se acordaba de aquellos festejos. Sí, y él se quedaba callado. Sabía disimular muy bien.
Y el rostro de la anciana sonreía con expresión de dichosa ingenuidad senil.
—Tomaron una casa muy linda,—continuó—en la calle de la Piedad, junto a la iglesia. ¿Viven ustedes siempre allí?
—¡Oh, no señora! Nos mudamos. Yo apenas me acuerdo.
—La echaron abajo hace tiempo, abuelita—dijo Zoraida. Ahora viven en la calle Cerrito, a pocas cuadras de aquí.
Adriana vio como en sueños aquella casa antigua, el patio con sus baldosas blancas y negras, la grande y tupida magnolia, en cuya cima asomaban, medio tapadas por las hojas, enormes rosas blancas. Y recordó también las hermosas diamelas, su aroma embriagante cuando todas las plantas del patio florecían y sus hinchados pétalos, próximos a marchitarse, tomaban un color avinado...
—También la casa en que vivíamos nosotras la han echado abajo, explicó Zoraida.
—¿Es posible?
Pero el rostro de la anciana volvió a iluminarse:
—Una vez tu bisabuelo, como siguiendo la broma, me regaló un ramo de diamelas. Josefina se reía, pero no creo que le gustara mucho. Ah, ¡qué ricas diamelas!
Y parecía aspirar de nuevo la fragancia y contemplar la escena remota en una milagrosa reaparición.
Luego contó, una tras otra, largas historias de las cuales ella o sus amigas habían sido las heroínas; y también tragedias ocultas, como el suicidio de una sobrina de Juan Manuel de Rozas, muchacha suave y sentimental, que no pudo sobrevivir a un desengaño de amor.
Recordó el caso triste que diera origen a la capilla de Santa Felicitas y todo un profundo pasado parecía asomarse desde la región del olvido, varias generaciones cuyos individuos se habían ido extinguiendo, con las ideas, los sentimientos y las costumbres sencillas de una época muerta; salones radiantes, grandes espejos de consolas doradas, furtivos mensajes de amor jamás develados, música de serenatas despertando la calle en el patriarcal silencio del barrio dormido. Ya no había un vestigio de aquella época, la anciana sobrevivía en un presente ruidoso, cuyos ecos sin interés para ella solían llegarle, sin embargo, por la conversación voluble de sus nietas modernas.
Cuando la abuela se hubo recogido, y ellas bajaron nuevamente, aquellas historias continuaban flotando como un romántico hálito antiguo sobre las cabezas de Adriana y las Aliaga.
Reunidas en el comedor, tenían las manos lánguidamente caídas sobre la carpeta de terciopelo rojo, menos Carmen, que con las suyas se cubría la cara para seguir más abstraída en la imaginación de las escenas que había evocado la anciana.
—¡Qué mal hace abuelita, dijo Zoraida, de hablar así delante de esta chica! Tiene ya la cabecita llena de novelas.
—¡Bah!—respondió Carmen—todas nosotras somos lo mismo, aunque no queramos confesarlo... Vivimos de soñar en el amor.
Y la actitud seria y el tono reflexivo de sus palabras, contrastaba con la apariencia de criatura de quince años que ella tenía.
—Lástima—dijo Zoraida—que Julio no haya oído las historias de abuelita, él que sólo se interesa por las cosas ideales.
Adriana sonrió vagamente, para que no sospecharan el tumulto de su alma. ¿Era posible que sólo al oír pronunciar su nombre se conmoviera así?
Carmen interrumpió a Zoraida.
—¿Que sólo se interesa Julio por las cosas ideales? Tú no puedes saberlo; ya tendrá él sus cosas materiales también, y en el amor, sobre todo. Porque todos los hombres...
Enrojeció vivamente y miró a Zoraida confusa y sonriendo. Así con mucha frecuencia le ocurría, por su misma ingenuidad, que se le escapaban reflexiones indignas, según le decía Zoraida, en una chica de su edad. Pero prosiguió:
—Sí, Julio debe tener sus asuntos; pero es tan reservado, tan raro, que nadie puede sacarle nada. La festejó un tiempo a Elisa Jiménez.
Esta era una muchacha muy bonita, emparentada con las Aliaga, aunque casi no tenían con ella relación de amistad.
—¿Elisa Jiménez? No es muchacha para enamorar a Julio—repuso Laura casi en voz baja y como distraída.
—O entonces alguna señora casada—sugirió Carmen, mirando de nuevo con aquella expresión sonriente y confusa a su hermana mayor.
—¡Camucha!—le gritó ésta.
—Tal vez—continuó Carmen—está enamorado de alguna de nosotras... Un mozo no viene tan seguido a una casa si no tiene interés... Después yo he notado...
Pronunció con ligera ironía estas palabras y se detuvo un instante, mirando a Laura con malicia.
Como Adriana advirtió que Laura iba a intervenir, acaso para desviar la conversación, le tomó rápidamente las manos: "Óyeme, óyeme,—murmuró—te preguntaré una cosa". Pero no tenía idea de preguntarle nada y sólo, sí, el propósito de impedir que se interrumpieran las revelaciones de Carmen.
—Porque cuando habla con Laura tiene un modito de mirarla...
—Cuando habla contigo también—replicó Laura—Julio siempre mira así.
—¿Saben de quién se ha de enamorar entonces?—preguntó Carmen como maravillada.—¡De Adriana! Estoy segura, no sé por qué.
Pero lo dijo con el mismo ligero tono de ironía y como por dar a su amiga una broma amable.
Ya tarde llegó Julio y le contaron las amorosas reminiscencias de la abuela. En el rostro de todas, hasta de Zoraida, había una animación inusitada. Julio escuchaba y casi no tomaba parte en la conversación. Miraba siempre a la que hablaba, pero su actitud se parecía a la de alguien que estuviera completamente solo.
Aquella velada terminó con un episodio extraño, que dejó en el espíritu de Adriana un ancho rastro de pena.
Se habían puesto a discutir con animación si la abuelita no habría interiormente correspondido al bisabuelo de Adriana.
—Sí—opinaba Carmen—pero ha guardado el secreto, jamás lo ha confesado a nadie, ni a nosotras mismas lo diría nunca. Fue tal vez el único amor verdadero de su vida y un recuerdo que se llevará ella a la tumba.
—¡Sí, tal vez!—murmuró Laura como atribuyendo una significación extraordinaria a la idea de Carmen.
—¡Bah!—intervino Zoraida—abuelita es demasiado sencilla para eso. Diles, Adriana, que no hagan fantasías de una cosa tan común. ¿Tú qué piensas sobre eso?
—Que posiblemente mi bisabuelo sí la quiso y se casó con otra guardándose la tristeza de no ser comprendido.
Era para ella una emoción deliciosa oírse consultar sobre la remota pasión de aquel antepasado.
—De todos modos—volvió a sugerir Carmen—el amor en los tiempos de abuelita tenía algo de más romántico, de que sé yo... Era posible entregarse completamente a la ilusión divina...
—Hoy también—murmuró Laura a media voz.
—¡Oh! En primer lugar, un caso como el tuyo es raro—replicó Carmen aturdidamente, sin sospechar el efecto terrible que iban a producir sus palabras. Tú lo has querido de veras a José Luis, es cierto, pero bien desdichada fuiste, Laura; y es que en estos tiempos, hija...
Enmudeció repentinamente, azorada y comprendiendo que había cometido una torpeza irreparable.
—¡Camucha!—gritó Zoraida como si hubiera experimentado un dolor punzante.
Todos miraron a Laura. Se había levantado con los ojos fijos en Carmen y algo indecible en la expresión. Adriana la vio palidecer y buscar un arrimo.
—¿Pero qué dijo Carmen?—preguntó Julio, yo no alcancé a oír, no alcancé a oír.
Laura se sonrió, le miró, se confundió más, y como nadie hablara, exclamó con desesperación:
—¡Dios mío! ¡Ahora supondrán que me impresiona el recuerdo de José Luis!
Dejó caer los brazos. Julio, en medio de la aflicción de todos, tomó un frasco con agua de colonia que pidió a Zoraida y empapando completamente su pañuelo quiso aplicarlo a las sienes de Laura. Pero ésta lo rechazó, sonriéndole de nuevo, y pidió que la acompañaran a su habitación. La llevó Zoraida. Esta volvió al poco rato y reprendió a Carmen.
—Como lo dijiste así, delante de todos, ella creyó que era una burla.
—No—replicó Carmen—fue por la impresión que le hace siempre acordarse de José Luis.
—Ella dijo que no, se desesperó de pensar que podía alguien interpretarlo así.
—Prueba de que ha sido por eso, o porque tú estabas presente, y como tuviste la culpa de que se rompiese el compromiso... como ella siempre piensa que tú has deshecho su felicidad...
Los ojos de Zoraida se llenaron de lágrimas.
—Perdóname Zoraida, todos sabemos que procediste con la intención de salvarla y nunca me atrevería a reprocharte nada. Pero sólo quiero explicarte... Estoy segura de que todavía lo quiere a José Luis. Dicen que pronto pedirá él una licencia y vendrá... Si eso sucede, Zoraida, tenemos que hacer lo posible, por lo menos, para que vuelvan a verse...
Adriana ignoraba todavía las circunstancias de aquel antiguo noviazgo de su amiga. Sin embargo, le pareció que tanto Zoraida como Carmen se equivocaban. Y antes de que otra sospecha se esclareciera en su espíritu completamente, fue a la habitación de Laura. La halló despierta, muy tranquila en apariencia; le acarició con ternura las manos y las mejillas, y sentándose a la cabecera de la cama, ya no quiso volver al comedor en el resto de la velada. Experimentó por ella un sentimiento nuevo, mezcla de afecto profundo y lástima indecible. Su solicitud hacía sonreír dulcemente a Laura.
—¿Por qué no vas al comedor?—murmuró.—Yo voy a dormirme ya.
—No, no tienes sueño y yo no podría conversar allí pensando que te quedas tan apenada.
—Ha sido todo casual, Adriana... El recuerdo de ese muchacho no me impresiona mucho. ¿Sabes una cosa?... Nunca me preguntes nada sobre eso... porque... no me lo preguntes tampoco... Movió la cabeza procurando sonreír.—De todos modos,—continuó—no podría ser sincera sobre esto. ¡Te quiero tanto, Adriana! Nunca he tenido una amiga como tú. Y siempre te querré, siempre... Hasta puedo decirte que eres mi única amiga. Hay cosas extrañas; ni tú ni yo seríamos capaces de confiarnos nuestras cosas íntimas, y sin embargo sé que tú me comprenderías. ¡Qué inteligente y qué buena eres!
—¿Buena?—Y una gran emoción agitaba el alma de Adriana y le impedía responder a tales demostraciones de cariño. En verdad ella también creía sentir que Laura era su única amiga.
En ese momento la imagen de Julio pasó por su espíritu, primero en la actitud inmóvil con que escuchara, las manos en los bolsillos, como si estuviera solo, la conversación sobre la abuela, y luego su cara de ingenuidad y de dolor, mientras empapaba su pañuelo en agua de colonia. ¡Cómo lo adoró, en ese instante! De pronto, levantándose, Adriana se inclinó sobre su amiga en un arranque de piedad, y la cubrió de besos hablándola al oído.
—Un solo favor te pido, Laurita querida... y ya nunca te preguntaré nada... ¿Todavía lo quieres a José Luis?
Y tenía un temor desesperado de que ella le respondiera que no.
Pero Laura apartó rápidamente la mirada, sonrió con su dulzura habitual, y abrazando la almohada, acomodó en ella su cara dolorida. Adriana ya no pudo interrogarla. A poco se quedó dormida. La pantalla verde, muy caída sobre la lámpara, en el velador, ponía grandes penumbras en el resto de la habitación. Detrás de Adriana estaba Carmen, que había entrado silenciosamente.
—Te voy a contar todo—dijo en voz baja y con el índice sobre los labios, como si quisiera atenuar el sonido de su propia voz. ¡Ah! Laura me mataría si llegara a saber...
Y una vez cerciorada de que se había realmente dormido, empezó:
—Es una historia triste. ¿Sabes por qué apenas habla con Zoraida? No ha podido olvidar... Ella tenía catorce años y se enamoró de José Luis Aguirre, que ahora es agregado o secretario en una Legación. Se querían muchísimo, pero de tanto como se querían llegaron a imaginar para ellos un amor ideal, algo que no tuviese nada que ver con las dichas vulgares. Les lastimaba cualquier cosa que rompiese el encanto que vivían. Eran dos criaturas sin experiencia, demasiado sensibles... como yo. Todo, seguramente, hubiera ido bien. La culpa fue de Zoraida. Ellos pretendían verse a solas, en secreto... Pero sólo por idealismo ¿sabes? por exceso de idealismo, sin malicia ninguna, eso te lo puedo jurar. Si yo creo que José Luis nunca llegó ni a besarla. Con mirarla, nada más, parecía que no cabía en sí de felicidad. Yo llevaba las cartas que se escribían. ¡Qué cartas más divinas, Adriana! No comprendía yo que pudiese Laura expresarse tan bien. Y no creas que usaba términos literarios, ni frases de libro; todo se reducía a confesarle sencillamente lo que sentía, lo imposible que sería olvidarlo nunca, sucediera lo que sucediera; y esto lo escribía con una confianza tan pura, y con tal modo, que ningún hombre, en el caso de José Luis, hubiera podido dejar de enamorarse, aunque Laura fuese una muchacha fea en vez de ser, como es, la más linda de nosotras tres. Yo entonces tenía doce años apenas y sin embargo la impresión de esas cartas no se me borrará nunca. Los dos me contagiaron la pasión que sentían, me hicieron comprender lo que era el amor.
—¿Y te enamoraste de alguien, también?
Carmen suspiró, con una sonrisa de pena y casi de reproche para Adriana.
—No, no encontré de quién. Quise enamorarme y me ilusioné bastante con un muchacho... ni te quiero decir su nombre, porque es un insignificante, me parece, aunque muy buen mozo. Rompí con él cuando quiso que nos comprometiéramos. Ese día medité mucho, y al fin saqué la conclusión de que no era él bastante inteligente para que no hubiera el peligro de que después me decepcionara... Pero verás lo que sucedió con Laura y José Luis. Se entendieron para pasar una temporada en la estancia de un tío nuestro; también él era amigo de nuestro tío y el año anterior había ya estado en la misma estancia. Pero Zoraida, que desde la muerte de mamá vino a ser como una madre nuestra, (abuelita ya estaba como ahora y Eduardo no se ocupaba de nosotras), Zoraida quiso ir con Laura, para vigilarla. Y era precisamente lo que la desesperaba a Laura, esa continua vigilancia, y que no pudieran los dos decirse una palabra sin que ella en seguida les pidiese cuenta. ¡Pobre Zoraida! Tampoco lo hizo por maldad, sino por temor de qué sé yo. Tú lo has visto, ahora tiene un miedo mortal por mí... aunque tal vez con más razón, porque yo si llego a enamorarme pierdo la cabeza... Dime, Adriana, ¿no puede ocurrir que un amor muy grande en apariencia resulte pura imaginación?
—Puede suceder, Carmen.
—¿Sabes la idea que muchas veces me da miedo? Llegar a casarme y después darme cuenta que no le tengo ningún amor a mi marido. Una podría resignarse, es cierto, resignarse a sufrir. Pero piensa por un momento que estando casada una se enamorara de otro. ¡Qué situación horrible! Bueno, Laura le suplicaba que en último caso la acompañara yo, los vigilara yo. Fue inútil, Zoraida le repetía que nuestra familia era muy desgraciada en el amor y que ella no tenía edad para enamorarse así. Al fin Laura se resignó a todas las condiciones, pero comprendiendo que iban a sobrevenir disgustos y que él se sentiría lastimado por la desconfianza de Zoraida. A la estancia fui yo también, naturalmente. Aquello se convirtió en un desastre... La estancia tiene un parque y hay una avenida de sauces altísimos, que llega hasta un riacho, como a media legua de la casa; es un sitio precioso, sobre todo en las noches claras. La luna sale, parece algo así como un plato de oro, enredado entre las ramas de los sauces; después sube, se pone arriba del árbol, tocando todavía las últimas hojas, y en la corriente del riacho se forma una claridad como si cayera oro en la corriente. Tú comprenderás qué divino era aquello con la serenidad de la noche, para dos enamorados como ellos. Se habían prometido pasear juntos en alguna noche así; pero Zoraida lo impidió siempre y hasta hizo frases irónicas, delante de los tíos, sobre el romanticismo de los chicos que todavía no saben pizca de amor. Laura le seguía suplicando y le juraba, por la memoria de nuestra madre, que él era bueno, que ni por la imaginación se le ocurría una mala idea. Era cierto; yo los espié durante una hora entera que estuvieron solos. Hablaron sin parar, ella más que José Luis. Y sólo cuando iban a separarse, cuando supusieron que podría advertirse la ausencia de los dos, se tuvieron durante un rato de la mano, mirándose sin hablar, ¡con una adoración! Y a mí me extrañó muchísimo, hasta me chocó, que ni siquiera se besaran. Pero ahora comprendo, era una pasión completamente pura. Ya se besaban demasiado con los ojos. ¿Qué piensas tú, Adriana? Un amor puramente ideal que no tenga algo por lo menos de humano, ¿será el más verdadero?
—Después te diré, no te interrumpas,—repuso Adriana.
—Bueno: Zoraida les molestaba siempre y vinieron escenas incómodas. Después... tú sabes cómo suceden esas cosas. José Luis se resintió y ella, extremosa como es, quiso a toda costa dejar la estancia y escribió a Eduardo pidiéndole que fuera a buscarla. Ya ellos mismos no pudieron entenderse como antes; además, se terminaban las vacaciones y como ella estafa todavía en la Santa Unión, pasó un año; él se fue a Europa y todo concluyó así... ¡Oh, es seguro! ¡La felicidad de Laura la deshizo Zoraida!
Carmen suspiró. Había hablado rápidamente, espiando con recelo la hermosa cabeza dormida de Laura. La luz de la lámpara, a través de la pantalla muy caída, envolvía con su reflejo verde el rostro y los brazos que se enlazaban desnudos a la almohada.
—¡Pobre Laura!—concluyó Carmen. Aunque tal vez ahora, cuando vuelva José Luis, todo podrá remediarse.
Adriana, conmovida, a punto de llorar, contemplaba a Laura. "Ninguna clase de felicidad sería demasiado para ella", pensó con una tierna piedad.
—¿Y Julio?—preguntó de pronto. Carmen tuvo un gesto de curiosidad, dudando sobre la intención de la pregunta.—¿Hace tiempo que es amigo de ustedes?
—Unos tres años.
Al cabo de otro silencio, Adriana se acercó más a Carmen y le tomó una mano. Acaso para arrancar su pensamiento a una obsesión penosa, se decidió a interrogarla sobre un tema que en otra ocasión no hubiera podido tocar sin sobrecogerse.
—Quiero que me digas una cosa, aunque te extrañe mi pregunta. Es sobre papá...
Entonces vio en Carmen aquella actitud de embarazo que había advertido, en las tres, el año anterior, al hacer alusión a su padre. Durante un minuto quedaron ambas calladas. Al fin Adriana insistió.
—¿Zoraida se impresionó mucho? ¿Ella sabía la pasión de papá?...
Carmen fijó en ella una expresión de sorpresa.
—¿Zoraida? ¡Por Dios!
Adriana se confundió:
—Te quería preguntar...
—¡Si no fue por Zoraida! Fue por mamá... ¿Tú no sabías? Le hizo mamá comprender que era una locura, un pecado... Pero después... después... cuando supo el suicidio de tu papá, ella murió a los pocos meses... ¡Pobrecita mamá! ¡Pobrecita mamá!
—Por favor, Carmen, no les digas que te he preguntado.
—¡Cómo te imaginas!
Y nunca más hablaron de ello.
Aquella noche, antes de acostarse, Adriana apagó la luz en su habitación y se dirigió a la sala. No tenía sueño; por el contrario, sentía como una exaltación de todo su ser, y una ansiedad confusa, un desorden en todas sus ideas; reaparecían en su espíritu las historias de amor evocadas por la abuelita de las Aliaga, luego la escena extraña en el comedor, la tragedia de Laura, la expresión de dolor en la cara de Julio; en seguida afluyeron también las imágenes de sus antepasados atormentados de pasión, y su abuela mística y sus éxtasis incomprendidos; todo desfilaba con una agitación de pesadilla y la rodeaba como de una atmósfera sugestionante. Andando a tientas por la oscuridad de la sala, abrió los postigos de la ventana; la luna puso en la alfombra dos cuadrados de luz. Algunos objetos emergieron, indecisos, y las caras de los retratos parecían manchas lívidas, suspensas en medio del marco dorado. Tenía todo algo de fantástico; se infundía en ella un ansia de cosas irreales. Se sentó en el radio de la claridad lunar. El silencio le llenaba los oídos con un gran eco vago. De pronto, pasmada, vio brillar en el aire un crucifijo; encima, una blancura fue tomando forma de dos manos juntas; asomó la palidez de una frente, ¡la cara de la abuela mística! Era su estatura extrañamente alta y traía un largo vestido diáfano. De sus manos juntas colgaba oscilando el crucifijo. Su cuerpo, como sostenido por alguna presencia sobrenatural, se fue arrodillando, muy lentamente, y sus ropas blancas se arrollaban en el suelo. La cara, tan blanca como la ropa, se puso en éxtasis.
Adriana retrocedió, no pudo gritar. El fantasma vacilaba, se anegó poco a poco su cuerpo en la penumbra, la blancura del rostro empezó a diluirse y al fin se extinguió también la apariencia de las manos juntas. Pero todavía por un minuto osciló el crucifijo, suspenso en el claror de la luna.
Al día siguiente, recordando esta visión, dudó si la había soñado. En cualquier caso era un signo de la ansiedad que se había apoderado de su alma ante la inminencia del gran amor.
"He prometido a Muñoz una entrevista contigo. A tu casa no puede ni quiere ir, después de las incomprensibles actitudes tuyas. Además, creo que pretende, con todo derecho, saber si en realidad estás dispuesta a cumplir o no con tu palabra. Si la entrevista se realizara esta tarde, sería oportuno vinieras lo más temprano posible. Así en seguida le hablo por teléfono a Muñoz. No creas que me haya dado él la misión de convencerte en su favor, porque ni siquiera sabe que te reprocho tu inconsecuencia; sólo me emplea en este caso, como sincerísima amiga suya que soy, para obtener una entrevista naturalmente definitiva.—Charito".
Adriana leyó esta esquela y fue temprano, según los deseos de Charito. Pero en seguida le pidió que no llamara a Muñoz. Se sentía poco dispuesta para resolver tan grave asunto:
—Tú comprendes que yo empezaría por hablar alocadamente, como la otra vez, y toda reconciliación sería ya imposible, porque se trata, según creo, de una entrevista "naturalmente definitiva"...
—¡Decir—exclamó Charito—que las muchachas inteligentes y lindas como tú están destinadas generalmente a casarse con hombres de espíritu vulgar! ¡Y tú también habías de perderte así, por tontera, por falta de reflexión! Yo estoy segura de que a Muñoz lo quieres en el fondo; no podrías dejar de quererlo.
—¡Ah, en el fondo...!—repuso Adriana distraída.
Estaba lejos de la conversación y de la misma Charito. ¿Para qué había venido? Embargada por las influencias que la rodeaban asiduamente en casa de las Aliaga y viviendo como envuelta por una atmósfera de pasión y de encantamiento, la compañía de su "leal amiga" era algo que carecía de significación. Más que nunca tuvo la sensación de que Charito, como la familia de su tío Ernesto Molina y como su madre misma, no tenían conciencia de los grandes misterios... Y que tampoco la tenían las innumerables personas absorbidas por la vanidad de la vida mundana, devoradas por ella, agitadas como muñecos en la constante preocupación de figurar.
La conversación de Charito reflejaba toda aquella inconsistencia.
—¿Y qué haces?—proseguía.—En ninguna parte se te ve ahora. Las mañanas de Palermo nunca estuvieron tan bien como este año. Podrían verse allí todos los días; no queda un solo banco desocupado y en las avenidas y junto a los lagos desfilan los carruajes apretados, sin poder pasar, todos llenos de chicas que se saludan bajo las sombrillas de claros colores.
Adriana no pudo dejar de sonreír, comprendiendo que Charito, a quien no faltaban sus pretensiones literarias, buscaba las palabras escuchándose hablar.
En esto llegó Lucía Moreno, una amiga de ambas; venía acompañada de su profesora, Mlle. Ivonne, que le servía al mismo tiempo como dama de compañía. Lucía era, para Adriana, un ser mucho más interesante que Charito. Muchacha de unos diez y nueve años, elegantísima, alegre de carácter, llena de gracia espontánea, una continua sonrisa le jugaba en los labios y en los ojos negros. Y estos ojos tenían una suerte de malicia recatada, como si ella estuviese siempre, a pesar suyo, con la imaginación vagando en atrevidas y dulces ideas. Adriana se divertía, sobre todo, cuando peleaba con la profesora. Esta no podía comprender, en las muchachas del país, "la falta de lógica y la conducta atolondrada".
—Usted, le replicaba Lucía, sin enfadarse nunca, está para enseñarme idiomas y no para aconsejarme. Ya demasiado tengo con los consejos de papá, que tampoco me sirven para nada.
Adriana, fingiendo pensar como Mlle. Ivonne, la reprendía imitando la pronunciación extranjera, y con el mismo tono de severidad.
La señorita Ivonne se empeñaba en inculcar a Lucía nociones de literatura y de arte. Esa tarde quiso a toda costa que antes del paseo visitaran el Museo de Bellas Artes. Ella había accedido, pero con la condición de buscar a Charito, para pasarlo menos aburrido.
Cuando media hora después entraban en la sala de calcos, Adriana creyó soñar: de pie, con la atención reconcentrada en una escultura griega, estaba Julio.
—¡Qué notable casualidad, Charito querida! murmuró involuntariamente.
Pero en seguida sonrió, ocultando el sobresalto de su corazón. Y como Lucía se adelantara precisamente hacia Julio, la llamó, suplicándole viniera a sentarse con ellas en un escaño; podía de allí observarle a sus anchas. ¡Qué sorpresa tendría él cuando saliese de su contemplación!
—No digas nada, susurró al oído de Charito; pero a ese que allí ves, lo quiero y lo querré toda mi vida.
La miró Charito con aire extraordinariamente sorprendido, como si su amiga la humillara con esta inesperada confesión. Y mientras Lucía Moreno rehusaba sentarse, alejándose hacia la sala vecina, con la señorita Ivonne:
—¿Julio Lagos? No te hará caso, sé que es amigo de Muñoz, amigo íntimo.
En ese momento Julio se volvió y sus ojos se encontraron con los de Adriana. Pareció mirarla sin verla. Iluminándosele la cara, la saludó. Adriana sonrió a Charito, a manera de una seña para hacerle comprender a él que podía acercarse. Lo presentó a su amiga, quien le recordó que habían sido ya presentados, algunos meses antes.
Lucía se acercó también, con la sonrisa que le jugaba en los labios y en los ojos. Conocía a Julio de vista y por oídas. Tomó en seguida una actitud confiada y, enlazando la cintura de Charito, se apoyó en ella con dejadez familiar, lánguida. Parecía advertirle que reconocía en él a una persona de su misma clase sentimental; hizo que recayera la conversación sobre un tema galante. Su mirada acariciaba a Julio. Pero observando de pronto que entre éste y Adriana había "algo", puso una graciosa cara de susto y su gesto parecía pedir a Adriana, buenamente, que la disculpara de una torpeza involuntaria. Para hacerse perdonar del todo, quiso que la señorita Ivonne y Charito les dejaran conversar aparte.
Pero Adriana retuvo a la señorita Ivonne, fue con ella a ver la escultura que había contemplado Julio y leyó la inscripción: "Psyché".
—Mírela bien, Adriana,—dijo él acercándose. Es una figura de absoluta perfección material; las líneas de la cabeza y del rostro parecen sometidas a esa noción del arquetipo que inspiró a los griegos la ciencia y la armonía. Y su realidad artística, material, se desvanece, se pierde bajo una idea superior, como si la perfección visible fuese un simple apoyo para atraer la presencia de la espiritualidad misma.
—Eso está todo en la expresión, ¿verdad?—preguntó ella procurando interpretar el pensamiento de Julio.
—Sí, eso "se siente" en la expresión de las líneas y en la actitud, que revelan el rostro invisible, íntimo... Los griegos realizaron sin violencia tales prodigios por una extrema sutilización de las facultades artísticas y un divino equilibrio de la conciencia. En la época moderna los escultores procuran también revelar espíritus y símbolos, pero sólo logran hacerlo recurriendo a la deformidad, artificialmente, y así sus obras son casi siempre una caricatura. Nuestra época es incapaz de alzarse hasta la religiosa sabiduría helénica. Inútilmente algunos grandes espíritus han procurado enseñarla. Sus lecciones son voces solitarias, vagamente oídas. En cambio han nacido y prosperado, para interpretarla, teorías monstruosas. Se cree que los griegos adoraban "sobre todo" la materialidad y la forma. Pero éstas eran, evidentemente, simple medio para comunicarse con lo sobrenatural, belleza plástica intermediaria para ascender al arquetipo místico. Hasta se ha establecido una oposición imaginaria, absurda, entre el pretendido materialismo antiguo y los artistas cristianos del Renacimiento; y éstos se arrodillaron, sin embargo, ante el divino arte pagano, y los más grandes aspiraron, de la noción helénica, la divina placidez que había de irradiar en sus Vírgenes y en sus ángeles de amor; pero abrumados por la oscuridad de los siglos anteriores, hicieron el milagro sin llegar nunca a la suprema delicadeza que es el triunfo del arte antiguo y que lo pone en armonía con el movimiento de las esferas. El culto de una belleza absoluta y única, irradiando más allá de las apariencias, y en cierto modo más allá de los dioses, infundió en los artistas de Atenas la clarovidencia sobrenatural. Hoy fermenta el resabio de las barbaries oscuras en una violación innoble y pedantesca de las leyes eternas, las leyes que hicieron coincidir las líneas expresivas con el alma, así en esa suave Psyché.
—C'est peut être juste, c'est peut être juste, dijo Mlle. Ivonne, procurando acordar las reflexiones de Julio con las enseñanzas de la Université des Annales que ella frecuentara en su país.
Lucía Moreno se había acercado con Charito y escuchaba a Julio sin dejar de sonreír. Examinó la Psyché con cierta curiosidad respetuosa, procurando descubrir en ella todo aquello que Julio le atribuía.
—No miremos, Lucía; nuestros ojos son demasiado modernos—dijo Charito irónica, advirtiendo el encanto con que Adriana había oído al rival de su amigo Muñoz.
Pero Adriana no pensaba. Se sentía feliz, indeciblemente feliz, y experimentaba como nunca, desde que conociera a Julio, la sensación de ser "otra". No tenía deseo de intervenir en la conversación y besaba, de vez en cuando, la mano de Charito. Las estatuas, en la tranquilidad de la sala, le parecían reposar.
Flotaba sobre ella una influencia serena y pura.
Y Julio también era otro. Ya no tenía aquella vaga tristeza en el semblante distraído, y su modo, sus palabras, eran dulzura y galantería, no solamente para con ella, sino también cuando se dirigía a Charito, a Lucía o a la institutriz. Esta, considerando que tenía ante sí a un interlocutor inteligente, quiso aprovecharlo. Se refirió a la alta educación que recibían las niñas en los liceos de París y criticó lo decorativo y superficial de la enseñanza en los colegios de Buenos Aires.
—Et même le Sacré Cœur ici, et même le Sacré Cœur, m'a t-on dit.
Después se empeñó en comunicarle sus opiniones sobre el modernismo en el arte. Julio condescendía. Entonces, entusiasmada, pasó del modernismo a otros temas, requiriendo a cada paso la opinión de Julio con la misma pregunta:
—Ce n'est pas vraie, monsieur? Ce n'est pas vraie?
Y de vez en cuando se refería a Lucía, pero hablando en español para hacer notar el concepto inferior en que la tenía:
—¡Oh! si usted supiera el trabajo que ella me da, para interesarla en los estudios serios. Y ella es inteligente, señor, pero aquí las niñas no tienen afición, porque están muy mal educadas. Ellas no tienen base, señor, no tienen base.
Sin embargo, la severidad de sus opiniones no reñía con cierta bondadosa transigencia en asuntos sentimentales. Y así, como Lucía le hiciera comprender el mutuo interés que tenían Adriana y Julio, desapareció instantáneamente todo su enfado. Con el pretexto de examinar otras obras llamó con modo muy ostensible a Lucía y a Charito.
—Y el señor Lagos, agregó, puede acabar de explicar a la señorita Adriana la escultura griega.
Ambos entraron en una de esas salitas que están a trasmano.
Había allí una luz atenuada, tranquilidad más íntima y sólo tres o cuatro cuadros de gran tamaño. Inquietud, dicha sobresaltada se apoderaron de Adriana. Una suavidad, que recubría poco a poco los objetos próximos, los aislaba del mundo como con un velo. Colgaba frente a ellos una maja de ojos provocativos y boca manchada de rojo violento, como las flores del mantón, pero se anegó también en la misma irrealidad fantástica.
No podía hacer Adriana mucho caso de lo que Julio le hablaba, porque se sentía demasiado embargada por la idea de estar conversando los dos sin testigos, en aquel delicioso rincón de soledad. Y Julio mismo, al fin, le pareció revestido con el velo de la suavidad acariciante. Sus palabras no se apartaban de los asuntos sobre los cuales habían conversado otras veces, en casa de las Aliaga. Pero su voz tenía de nuevo el dejo humilde, insinuante, que tan singularmente la había sorprendido algunos días antes. Y toda su persona parecía rendirse a ella. Para ocultar su emoción, Adriana contemplaba fijamente el cuadro de la maja provocativa.
Cuando oyeron a Lucía que peleaba en voz alta a la institutriz, adrede para advertirles, Adriana se levantó.
—¿Vienen ya?—preguntó él con un tono de ingenuidad desolada.
—Sí, adiós,—repuso ella abandonándole la mano. Sin saber por qué se despedía así antes de que llegaran las otras; y le miró, no ya con la gracia de sus ojos un poco atónitos, sino con una súbita expresión seria, dulcemente seria.
Y la atmósfera de pasión que ella respiraba en casa de las Aliaga, la abuela reaparecida en el claror de la luna, la dolorosa idea de su padre suicida por amor, todo seguía atrayendo sobre ella una impalpable influencia.
Una especie de ingenuidad pura, algo como deseo sobrenatural, se infundía en Adriana por la idea de que su corazón se apasionaba. Esto le parecía una extraña vuelta de su alma a la primera época del internado conventual, entre los once y los trece años, época breve que surgía como lejana blancura en sus recuerdos.
Su idea de Jesús, en aquel tiempo, se mezcló con delirios inocentes, asociada a la muerte de su padre y a multitud de reflexiones que llenaran de dulzura su corazón de jovencita. Porque el misticismo es una flor que se alimenta por una parte con savia de la tierra y por la otra con rocío del cielo.
Durante las horas de estudio pedía permiso para pasearse a solas por el claustro. La vieja arcada colonial circundaba todo el jardín. En la fachada blanca de los arcos se abrían grietas revestidas de musgo; interiormente la bóveda, muy baja, comunicaba una impresión de sepulcro.
En el centro del jardín, la estatua de la Virgen se alzaba solitaria, bajo una corona de follaje que le formaban cuatro grandes magnolias, tan antiguas como el convento mismo; enredaderas de jazmín del País, trepando al pedestal de la imagen, le tendían floreciendo una alfombra de nieve. La Virgen, los pies ocultos en esta blancura, tenía la cara inclinada y su manto de mármol le anegaba la frente y los ojos en sombra.
Al caer la tarde se respiraba allí, por las magnolias y los jazmines, un aroma embriagante. Por encima de los arcos claustrales, sobresalía el techo de la capilla con sus acanaladas tejas negruzcas; y el campanario—la cúpula redonda esmaltada de azul,—parecía asomarse con indiferencia al desconcierto vulgar del mundo. Al silencio del jardín los ruidos de la calle llegaban como venidos de una región extranjera, lejana. El convento dormía aislado en una tranquilidad de misterio, donde sin duda reinaría perpetuamente aquella Virgen de piedra. Y a la oración, bajo el cielo lívido, un ánima parecía suspirar en cada vibración de la campana, que el eco prolongaba, temblorosamente, a lo largo del claustro.
Una felicidad hubiera sido entonces, para Adriana, contemplar a las monjas en la media luz del crepúsculo formando hilera detrás de los arcos, con los labios rezando el rosario entre las manos juntas y los ojos perdidos en la visión vaga del esposo celeste. Las había imaginado así, suspensas en una inmaterialidad donde la vida palpitaba tan sólo como débil vestigio, y les había supuesto asimismo en la cara una dulzura plácida y en el alma la serenidad que tenía el dolor de la Virgen.
Pero pronto se decepcionó. Sólo pudo conocer a las semi enclaustradas y hasta las de carácter más suave vivían sin transfigurarse por la piedad y sin que nunca iluminase sus caras el deseo sobrenatural.
En una esquina del claustro había un Cristo crucificado, dentro de un nicho practicado en el espesor del muro. Era de tamaño pequeño; con la cabeza echada hacia atrás, abría la boca en un estertor de agonía cruel. Se pensaba, al verlo, que retenía un lamento entre los labios inmóviles.
La visión de este Jesusito agonizante, contemplado silenciosamente durante horas enteras, solía por la noche frecuentarla bajando del nicho y caminando sobre las baldosas frías del corredor solitario. Adriana entonces, arrebujándose, llena de una conmiseración desolada, se dormía llorando por Él con amargura indecible.
Una noche, al recogerse las internas en el gran dormitorio común, se notó su ausencia. La buscaron inútilmente en la capilla, en la oscuridad del jardín, en la sala de estudio, hasta que fue descubierta en el ángulo del claustro, parada sobre una silla. Tenía un brazo apoyado encima del Cristo y cerrando los ojos besaba la dolorosa boca entreabierta. Las monjas se acostumbraron, después, a verla inmóvil, al pie del nicho, a veces con las manos juntas y como atónita. Si entonces alguien venía a hablarla, respondía ella con una dulzura extrañada, volviendo en seguida la mirada hacia la imagen, como si hubiesen interrumpido entre ella y el Cristo una vaga comunicación.
Llegó a enamorarse tanto de Jesús, que la aterraba de piedad el motivo que los Evangelios atribuyen a su muerte. Entonces, movida por el deseo ingenuo de arrancarse a la horrible complicidad que tocaba a ella, redimida también por la sangre divina, juntaba las manos suplicando: "Te pido una sola cosa, Jesús de mi alma: no me dejes entrar al cielo cuando muera". Y en su lenguaje infantil procuraba explicarle que prefería permanecer en la impureza del pecado y consagrarse a los espantos del infierno, antes que aprovechar con tanto egoísmo, para conquistar la gloria, sus sufrimientos de Redentor.
Le parecía inexplicable que todo el mundo pasara por aquel rincón del claustro sin advertir el gran dolor de Jesús. Un día, sin poder contenerse, llamó a una monja que era su maestra, se oprimió a ella y le señaló el Cristo. La monja se persignó devotamente.
—Fíjese, hermana, insistió ella con ansiedad, Jesús parece que grita.
—Hijita, sí; es por nosotros que pecamos tanto. Y se alejó con la indiferencia habitual en todas.
Aquella noche Adriana soñó que las monjas se hallaban reunidas en un confuso salón, iluminado con grandes arañas, y bailaban formando cuadrillas al compás de una música sorda y lenta, pero que estallaba de repente en sonidos agudos y torbellinos de estruendo. Entonces las monjas giraban vertiginosamente y las arañas se sacudían echando sobre ellas los cirios. Luego, bruscamente, la música paraba y cada monja quedaba tiesa, en actitud grotesca. Todas ellas llevaban hábito descotado y reían como locas; pero al mirarse los brazos desnudos enrojecían tanto, que de los párpados hinchados les brotaban gruesas gotas de sangre. Una legión de diablillos, azules y rojos, caracoleaban por el aire como chispas de fuego.
En medio del salón, expuesto a una burla general, vio al pequeño Cristo que se cubría la cara con las manos y a escondidas le hacía señas de súplica. Las monjas, para no tropezar con él mientras bailaban, se recogían el hábito y le saltaban por encima. Pero Adriana no podía protegerle; la hermana cocinera la tenía abrazada, empeñada en darle el pecho. Adriana apartó la boca con horror, se despertó sin respiro, bañada en sudor, paralizada por la angustia.
Desde entonces todas aquellas delicadezas de su alma empezaron a sufrir un proceso de desvanecimiento, todas sus ternuras se fueron apagando como los colores de una olvidada pintura bajo la capa de polvo que la cubre.
A poco cambió su modo de ser y dejó de frecuentar el sitio que sus éxtasis asiduos habían como impregnado de una atmósfera mística. Cuando la interrogaban, ponía una cara adusta, y golpeando el suelo con el pie, se quedaba mirando en el vacío. La hermana superiora venía, inquieta, y le preguntaba, acariciándola con dulzura:—¿Qué tiene, Adrianita? ¿Ya no le reza al Señor?
—No, no, porque ha dejado que me compre el diablo.
Y no daba otra explicación: la había comprado el diablo y ella estaba perdida para el cielo.
Más tarde su carácter se hizo irónico.
—¿Ustedes son peladas?—preguntaba riendo a las hermanas.
Y las amenazaba con arrancarles la toca.
Un día sugirió a dos compañeras la curiosidad de saber si efectivamente eran las monjas peladas. En el vasto dormitorio común, separaba las camas de las colegialas un cortinado que les hacía como estrechas celdillas. Una monja, la hermana Casilda, velaba paseándose por medio del salón, hasta después de acostadas y dormidas todas. Luego se recogía en una celdilla propia, más grande que las demás y cerrada por un cortinado más espeso. Adriana convenció a sus compañeras que podía espiarse a la hermana Casilda; seguramente no dormiría con la toca puesta. En la noche convenida, cuando cesó de oírse el ruido leve de sus pasos vigilantes, las tres muchachas se juntaron en medio del salón. Temblaban de miedo. Se acercaron cautelosamente a la celdilla grande, cuchicheando. Un hilo amarillento rayaba la juntura del cortinaje; pero la hermana Casilda dormía toda la noche con luz.
—¿Por qué no vas a ver?—dijo Adriana a una de sus compañeras.
—Tengo miedo...
—¡Bah! iré yo.
Adriana se aproximó a la celdilla, fingió entreabrir la cortina, y volvió con una expresión maravillada.
—¿Cómo está?—le preguntaron.
—¡Pelada!
Las dos se aproximaron a su vez, caminando de puntillas; el ruedo de sus camisones se estremecía sobre los pies desnudos. Ambas, ávidamente, abrieron la cortina.
—¡Jesús!—gritó la voz espantada de la hermana Casilda, que no se había desvestido aún.
Cuando acudieron a la cama de Adriana, denunciada por sus compañeras, la vieron que dormía; una suave sonrisa flotaba en sus labios, como si su alma, soñando, hubiese volado a la región de sus éxtasis.
Insensiblemente se fue adhiriendo a su espíritu la maldad viciosa, hostil a la antigua pureza de su corazón. Y sufría sin embargo lo indecible al sentirse ya incapaz de ser buena, incapaz de resistir la influencia maligna, aquella influencia que ya, durante su infancia, la había aterrado alguna vez: así cuando Raquel, empañados por el llanto los hermosos ojos verdes, se defendía de sus golpes despiadados cubriéndose la cabeza con las manecitas abiertas.
Los castigos que la superiora decidió imponerle, al fin, le hicieron conocer otro mal sentimiento: el rencor.
Pero a veces el pequeño Cristo volvía a bajar de su nicho, caminaba sobre las baldosas del corredor solitario, aparecía en la celdilla de Adriana, como un mudo reproche, y la miraba fijamente.
Ese día Charito la acogió con un aire de mal humor que nunca tenía, como de persona agraviada por motivos demasiado penosos para decirlos. Pero inútilmente aguardó de Adriana una pregunta que le diera pie para replicar con frases ya meditadas. Su amiga se conformaba con sonreír o mirarla de soslayo, distraída, porque aquel mutismo de Charito, sin preocuparla, le permitía abandonarse a la encantada dulzura de sus propios pensamientos.
Al fin Charito no pudo contenerse:
—¿Ves lo que gano por ser contigo demasiado buena? Le han traído el cuento a mamá de que yo me doy cita con muchachos en el Museo. ¿Te imaginas? Todo un lío por causa tuya. Y si te dijera...
Se detuvo con un gesto de fingida exasperación, como si se guardara las palabras más duras.
Adriana seguía mirándola, distraída.
—Tan luego tú, Charito,—dijo con acento amistoso—tú tan seria, tan incapaz de una incorrección, darte cita con varios muchachos. ¿No comprendes que nadie podrá creerlo?
—Lo creen y lo repetirá todo el mundo.
—Todavía de mí, que era una coqueta... que soy una coqueta... Óyeme: no te fastidies, nada te cuesta decir que todos esos muchachos tenían la cita conmigo.
—Puedes estar segura que yo no cargaré con la culpa.
—¡Ah! pero tú misma, concluyó Adriana acariciándola, has acabado por convencerte de que fue una cita, y una cita con varios. En todo caso los varios éramos nosotras y el pobre Julio era la sinvergüenza.
A Charito no la enfadaba tanto el chisme como el hecho de que Adriana esquivaba la entrevista con Muñoz y en cambio la había obligado a hacerse amiga de Julio, a quien detestaba. En realidad, Adriana ejercía sobre ella un gran dominio que nadie hubiera sospechado al verlas juntas, según Charito la censuraba y le imponía consejos que eran siempre escuchados, aunque nunca seguidos. Adriana, por el contrario, obtenía de ella, sin parecerlo, todo lo que quería.
—Voy a proponerte algo, le dijo, para poner a prueba tu amistad. Como Julio a casa no va, ni quisiera yo que fuese, tú me harás un gran favor.
—¿Pero no has conseguido acaso verte con él aquí, en casa? ¿Quieres una prueba mayor?
—No te enojes, Charito querida, y escúchame... También lo veo en casa de las Aliaga y es allí donde empecé a quererlo, tú lo sabes. Sin embargo, yo sospecho que sin haberte tratado con ellas les tienes antipatía a las Aliaga, y tal vez esa bondad tuya ha sido un cálculo para alejarme de ellas...
—Yo no calculo nunca, Adriana, soy demasiado leal.
—Lo sé, lo sé... pero entonces yo sí he calculado, te lo confieso. Sería difícil explicarte... Yo misma no comprendo con claridad porqué ahora voy con inquietud a esa casa. ¡Y si supieras qué cariño les tengo! A Laura la adoro. No sé lo que daría por verla dichosa... Laura Aliaga es mi mejor amiga.
—¡Ah, tu mejor amiga!
—Exceptuándote a ti, naturalmente... Pues bien, con todo esto, prefiero verlo en tu casa.
—En fin, ¿qué nueva prueba pretendes de mi amistad?
—Óyeme bien: quisiera verlo a Julio, de vez en cuando, con tu ayuda, por la noche...
—¿Por la noche? ¿Y dónde quieres verlo de noche?
—En el teatro, Charito. Ha empezado la temporada de ópera y tú sabes que voy, en las noches del primer turno, con Raquel y Fernando. Julio va a la platea para verme, pero naturalmente apenas hay oportunidad de hablar. Además, puedo encontrarme con Muñoz y esto sería desagradable. Yo pienso ceder mi butaca a Fernando para que él invite a otro amigo, o puedo dártela a ti...
—¡Pero si yo estoy muy bien en el palco nuestro!
—Para que tú la regales, Charito. No me interrumpas. Ya verás que te pido un pequeño sacrificio... Como de todos modos no coincide el turno tuyo y el mío, quisiera que tú, alguna vez, me acompañaras a la cazuela.
—¿Pero con qué objeto? ¿Qué haremos las dos en la cazuela?
—Para hablar más libremente con Julio.
—¡Estás loca! ¡A la cazuela no pueden ir los hombres!
—Si me interrumpes a cada rato será imposible explicarte. En el piso de la cazuela hay una confitería, y a esta confitería pueden entrar los hombres.
—¡Ah, y tú quisieras...!
—Déjame concluir, Charito. Iríamos juntas tú, Lucía Moreno y yo. Julio se acercaría como un amigo común...
—Basta, eso de mí no lo conseguirás nunca.
—Atiéndeme, Charito.
—Es inútil, no insistas. Puedes entenderte con Lucía; también a ella le gustan las aventuras, y hasta se ha hecho amiga de un grupo de chicas que a mí no me gustan nada, por cierto.
Adriana no respondió y se quedó mirándola con la anterior actitud distraída. Después, suspirando con resignación:
—Tendré que pedirle este servicio a Zoraida Aliaga...
Charito contuvo un gesto de contrariedad. Y la idea calculada de impedir que su amiga recurriera a la amistad de Zoraida, al fin la hizo ceder. Por otra parte, quería seguir vigilándola. Pensaba que tarde o temprano aquel entusiasmo por Julio acabaría y sería llegado entonces el caso de devolverla al amor de Muñoz.
Sin embargo, su enojo no se había calmado.
—¿Y por qué no te visita en tu casa? ¡Puesto que Muñoz también te visitaba!
—Precisamente por eso y porque Julio, en realidad, no es mi "novio". Hay entre nosotros algo demasiado fuera de los sentimientos comunes para que pueda presentarse en casa y sustituir en su papel a Muñoz. El presente que vivimos es conforme a mi corazón.
—Pronto te desilusionarás, porque te enamoras con la misma facilidad de Lucía,—le replicó Charito.
Pudieron verse así con más frecuencia. Algunas noches, por favor especial de su amiga y ruegos insistentes de Lucía Moreno, hallaban ocasión de conversar, después del primer acto, durante todo el resto de la función, en la confitería de la cazuela. Entonces se quedaban casi completamente solos. Los mozos, junto al mostrador, contaban dinero y hablaban en voz alta. Del vasto teatro les llegaba el eco prolongado de un canto, seguido de aplausos que morían en un súbito silencio. Y estos intermitentes rumores de la invisible multitud que palpitaba tan cerca de ellos, contribuían a darles la sensación de hallarse circundados por una suave y amorosa quietud. Adriana escuchaba a Julio con abandono. Le parecía que sólo un tenue velo de dulzura separaba sus almas.
Luego, terminada la función, aparecían Charito y Lucía. Se despedían de Julio en un rellano de la escalera, para que Raquel y Fernando, que las esperaban abajo, no descubrieran el secreto de aquella singular decisión de preferir la cazuela a la brillante sala iluminada.
Al día siguiente, si la mañana era templada, iban al paseo de Palermo. La señorita Ivonne les acompañaba también, empeñada en proteger el amor de Adriana. Experimentaba un placer de reflejo, porque aquella pasión dichosa le hacía recordar un idilio suyo, cuando ella en París era una linda estudiante del Liceo.
Adriana solía preguntarse, sin embargo, si la apasionada humildad de Julio correspondía íntegramente a un sentimiento real, y si no habría exageración, acaso vaga ironía en sus palabras tan rendidas, tan espontáneas y semejantes, a veces, a la confesión que pudiera hacer un niño. ¡Qué no hubiera dado, en tales momentos, para penetrar siquiera por un instante el alma de Julio! Cierto pesimismo se insinuaba a veces en su corazón, tanto más penoso cuanto mayor era su júbilo cuando pensaba que él la quería.
A veces intentaba decirle con sinceridad lo que sentía. Cuando su expresión titubeaba, las palabras de él venían al encuentro de su idea y le daban forma, hasta en sus más velados contornos; era como si ya conociera Julio toda la intimidad de su alma. Ella recordaba entonces, por amorosa comparación, el amanecer de invierno en el internado religioso. Se levantaban todas las colegialas para la misa del alba, y en el templo, a oscuras todavía, tres o cuatro cirios echaban un amarillento resplandor, que relucía en el reborde de algún candelabro o temblaba sobre la cara llorosa de la Virgen. Cuando la luz de la mañana comenzaba luego a esparcir un color avinado, las figuras de las vidrieras místicas eran vagos fantasmas diseñándose apenas y por querer tomar colores en la sombra. Ella se recogía, embargada por la emoción religiosa, y quedaba por largo rato apoyada la frente sobre las manos juntas. Cuando levantaba de nuevo los ojos, las altas vidrieras se habían iluminado, y sus imágenes de esmalte resplandecían, con las túnicas azules y rojas y las bellas caras en éxtasis, circundadas por el oro de las aureolas.
Así le esclarecían las palabras de Julio sus ideas íntimas, y pálidas figuras dormidas se incorporaban como atónitas en la penumbra de su espíritu.
Y sintió un gran deseo de ella también encantarlo. Cierta maravillosa inspiración, a veces, movía sus actitudes y dictaba sus palabras; le parecía convertirse en un ser más perfecto, más ideal, difundir de sí misma una gracia nueva, plegarse su persona completamente al secreto ensueño de Julio; y tenía la sensación de revestirse, para él, con un pasajero pero incontrastable hechizo de milagro. También en tales momentos, cuando se sentía con la posesión de esta fuerza seductora, radiante, ¡qué no hubiera dado por penetrar el alma de Julio, a fin de conocer cómo lo iba ella enamorando!
Eran ya las dos de la madrugada. Sola en su dormitorio contiguo al de Raquel, sin desvestirse, sentada al borde de la cama y la luz velada con la pantalla, Adriana dejaba que su imaginación se sumergiese completamente en la delicia de los momentos extraños pasados con Julio. El presente era por cierto, como se lo había dicho a Charito, conforme a su corazón.
Le parecía vivir en una transparente y maravillosa eternidad.
Y ahora Raquel dormía, la pobre Raquel que no olvidaba, ciertamente, la perversidad de Adriana, y que no había vuelto a hablarla desde la ocasión del penoso diálogo en casa de su tío.
Ahuyentando esta idea penosa, siguió divagando; algunas frases de Julio que tornaban murmurando a sus oídos, le hacían el efecto de una pura y permanente adoración.
¡Qué diferencia con las emociones experimentadas cuando comenzó su relación con Muñoz! Recordó un día en que éste le besó la mano con beso tembloroso, ardiente, de hombre enamorado que quiere imponerse por la audacia, y sólo despertó en ella un sentimiento hostil y ofendido... ¿Llegaría jamás a ofenderse, en cambio, cuando Julio le besara la mano con su modo distraídamente humilde? Adriana sintió algo semejante a la sensación de irrealidad que le sobrevino algunas veces, en la paz conventual, cuando se ponía de rodillas ante el Jesusito del claustro.
Le pareció, de pronto, que se transportaba en cuerpo y alma a una región ideal. Pensó en el milagro de la Asunción. ¿"Estoy loca"? se dijo con un sobresalto dulcísimo. Y era tanta la ligereza, la volubilidad de su divagación, que le pareció subir oscilando, suavemente, como la Virgen, bajo una claridad de gloria.
La trajo a la realidad, de pronto, un gemido de Raquel. Acudió corriendo, sobrecogida por una compasión inenarrable. Encendió la luz. Raquel, que solía tener pesadillas penosas, lloraba ahogada por la angustia; pero cuando Adriana se abrazó a ella y consiguió despertarla, por largo rato no pudo substraerse al terror de su sueño. La agitaban ligeros sollozos, y los hermosos ojos empañados por el llanto, miraban sin comprender. Adriana le acariciaba los cabellos, y murmurando palabras de cariño, procuraba apaciguarla.
Repentinamente cesaron los gemidos de Raquel: vuelta a la conciencia de las cosas, su mirada continuó fija en Adriana, con la misma extrañeza, con el mismo estupor. Porque a medida que se sustraía a la influencia de la pesadilla, iba apoderándose de ella una sorpresa profunda ante la dolorida solicitud de su hermana. Le parecía otra. No acertaba a explicarse aquella compasión que le transformaba tan singularmente la cara, ni aquella mansa ternura de toda su actitud, ni aquellas desconocidas caricias.
Pensó, por un momento, que había salido del sueño terrible para entrar en otro, muy plácido, pero igualmente irreal.
Adriana, en tanto, entendiendo todo lo que decían, a través de las lágrimas, los ojos asombrados de Raquel, recordó las veces que se había complacido en humillarla. El remordimiento, un remordimiento íntimo, amargo, le llenó el corazón. Su antigua maldad le pareció incomprensible. Y lo que más daño le hacía era la persistencia muda de aquella mirada de los ojos verdes en la carita cubierta por el desordenado cabello. Era evidente que su pobre hermana no concebía en ella la bondad.
Entonces, movida por un impulso ardiente, tomó entre sus manos la cabeza de Raquel. Una ternura inmensa la avasalló, hasta quitarle el respiro. Y se puso a sollozar, hablando, con la voz entrecortada.
—Perdóname, Raquelita, perdóname. Ya sé que no tengo ni el derecho de pedirte perdón. Cuando debí hacerlo, te insulté. Sí, he sido contigo demasiado mala. Ya no lo soy. He perdido todo mi orgullo odioso. No, no me mires con ese modo asombrado. Si supieras todo lo que sufro y todo lo que he sufrido en estos días, pensando en mi maldad para contigo. Pero ya no volveré a cometer bajezas, Raquelita... Escúchame... te acuerdas cuando... murió papá... y cuando yo te pegué... cuando...
No pudo continuar, se ahogaba.
Y las dos, abrazadas estrechamente, se pusieron a llorar, comprendiéndose, reconciliándose, abandonadas al imperio de una de esas emociones que son como revelación repentina de una verdad generosa, y derraman su bálsamo de dulzura sobre las inquietudes y los sinsabores de la vida.
Charito hablaba con su madre y Lucía Moreno sobre una rifa de caridad, proyectada y organizada por ella para contribuir a las obras de un pabellón en el asilo taller de Nueva Pompeya.
Adriana y Julio alcanzaban a oír, con intermitencias, la animada charla.
De pronto Charito enmudeció. Momentos después aparecía ante ellos, confusa, mirándolos, sin acertar a explicarse; procuró sonreír y se sentó en una silla, casi al borde. Pero en seguida hizo un ademán de sobresalto y se levantó, indecisa. Había en toda su persona esa nerviosidad contenida y esos modos inopinados de quien procura hacerse comprender por alguien, con el temor de que otros, presentes, puedan advertirlo. Pero Adriana apenas volvió hacia ella sus ojos distraídos.
—¡Voy, mamá, voy! exclamó Charito con un gesto de desesperación, para llamar la atención de Adriana.
Esta repentinamente adivinó. Oyó la voz de Muñoz, miró a Julio consternada y se levantó oprimida por un sentimiento de vergüenza y desazón. Jamás había hablado con Julio de Muñoz. Tuvo tentación de despedirse y escapar por el vestíbulo. Pero la llamaron. Entró temblando al salón.
—Aquí la tiene usted, dijo con su habitual tono distinguido y amable la señora González, dirigiéndose a Muñoz.
Adriana, lentamente, fue a tenderle la mano, pero en seguida murmuró, ajustándose el sombrero con nervioso apuro:
—¡Qué tarde es! Ya no podría quedarme un rato más. La hora se me pasó, mamá me espera... Muñoz, tenemos que hablar, ya sé; le avisaré a Charito para encontrarnos una tarde aquí. Adiós, adiós.
Julio, retenido un minuto por Lucía, la vio salir como huyendo.
Tanto había conturbado a Muñoz la aparición momentánea de Adriana y tan lejos estaba de suponer que Julio frecuentaba la casa de Charito, que no le reconoció en el primer momento.
La señora González celebró que ambos jóvenes fueran amigos y luego deploró que Adriana, por la hora, hubiese tenido que marcharse.
—Lo malo ha sido que a usted se le ocurriese venir tan tarde, añadió dirigiéndose a Muñoz—y esto le sucede por andar tan perdido de aquí, donde se le aprecia y se le quiere tanto.
Lucía la tomó aparte para que pudieran hablar Julio y Muñoz, pero dirigiendo hacia ellos, de vez en cuando, una graciosa mirada de curiosidad.
—¿Tú la conocías, entonces?
—Te lo dije aquella vez, repuso Julio.
—No lo recordaba.
—Te dije que la conocí en casa de las Aliaga.
—Creí que bromeabas, que te querías burlar de mí. No me lo dijiste muy claro, en todo caso. En fin, ella le coquetea a todo el mundo. Y dime, dejando este ridículo asunto mío, ¿has vuelto a encontrarte con aquella muchacha que también conociste en casa de las Aliaga? ¿De quién se trata, al fin? ¿Has vuelto a encontrarte con ella?
—Sí, he vuelto a encontrarme con ella.
—¿Dónde?
—Allí, en esa misma casa, volví a verla muchas veces, respondió Julio con dulzura.
—¿Y ya te habrás enamorado? Recuerdo, sin embargo, que te proponías no hacer nada para volverla a ver.
—Nada hice. Pero la quiero, ahora, mucho más que a mi vida misma.
—¿Y si ella te dejara?
—Nada haría para retenerla.
—¿Y eso cómo se explica?
—Pero si dejara de verla, lo mismo me daría morir. Ya no habrá nunca otra mujer en mi corazón.
—Pero no dices quien es. No, no importa... De modo que tu "flirt" con Adriana no tiene mayor importancia. Sí, ya comprendo, cosa de poco momento. Es ella, sin duda, la que te ha obligado a festejarla. La has encontrado aquí, por casualidad. El mismo caso de Castilla. Y volviendo a la desgracia mía... ¿Viste cómo apenas me tendió la mano? Es cierto que me dirigió una de esas miradas que siempre tiene para enloquecerme a su gusto. Apuesto la vida a que también a ti te ha mirado alguna vez así... y a Castilla... Te apuesto la vida.
Una vena azul se dibujó en las sienes de Julio y la serenidad de su semblante desapareció por algunos segundos.
—¿Aceptas la apuesta? insistió Muñoz. Yo voy a que del mismo modo angélico puede mirarte a ti, a Castilla y a todo el mundo. Sí, no tiene importancia alguna ese modo de mirar. No hagas caso, es indecible su maldad; hay en ella un demonio disfrazado, un demonio que a veces parece divino, pero que no lo es. Volviendo al corazón mismo de nuestro asunto, debo decirte que no me habló ella nunca de las Aliaga, de esa familia que tú idealizas. Adriana no las conoce, eso debe ser broma tuya. ¿Y hace tiempo que vienes aquí, a esta casa?
—He venido dos o tres veces, a lo sumo.
—¡Ah! Ya estoy dudando de la misma Charito. Dos o tres veces... ¿Para qué te invitan? Hubiese preferido que vinieras desde hace años... porque entonces estaría seguro de que la conoces en su maldad íntegra, y que ya la desprecias ahora. Yo soy el único que debe sufrir la condenación de quererla a pesar de todo... Es una muchacha digna de que se la maldiga.
Siguió un silencio largo. Muñoz, después de titubear visiblemente, durante algunos segundos, le exigió, en forma muy categórica, su opinión sobre Adriana. Y luego que Julio expresó, tranquilamente, una idea opuesta a la suya, se irritó sobremanera. Discutieron. Julio terminó pidiéndole disculpa de no poder compartir una sola de las apreciaciones hechas por su amigo.
—¡Qué quieres! Cabalmente me parece Adriana el tipo de esas muy exquisitas mujeres porteñas que nadie conoce, finamente disfrazadas de superficialidad, pero mucho más sutiles que las mujeres de otros países. Hasta la maldad resulta en ellas una pura apariencia, un velo necesario para ocultar la preciosa alma incomprendida. Sin embargo esta alma asoma, como a pesar suyo, en cierto hechizo discreto... ¿No confiesas tú mismo que Adriana suele hacerte la impresión de un demonio divino? Piensa un poco...
—En fin—le interrumpió Muñoz—¿qué me aconsejas?
Hizo esta pregunta clavándole una fría mirada. Julio tuvo un gesto vago y se levantó.
—Nada te aconsejo. Pero yo, si en ella no sintiera algo acorde con la pasión mía, creo que desistiría.
—No, no quieras decirme nada. Desprecio tu consejo... ¡La que no dejará entrar a otra mujer en tu corazón es Adriana!
—Sí, no he de negártelo.
—Bueno, todo esto carece de importancia. Tú y Castilla y todo el mundo están en la misma situación. Contigo hará lo que hizo conmigo. Te repito que es una mala muchacha, y si hoy encuentro a Castilla le daré un abrazo, de todo corazón. Y tú serás también un cobarde y un desdichado. Ya te ha mareado. El diablo debiera llevársela.
Se quedaron callados, Julio quiso despedirse. Lucía, acercándose, le retuvo, mientras parecían sus ojos preguntar a uno y a otro: "¿Y cómo han arreglado el asunto estos dos rivales?" Brillaba con tanta evidencia la curiosidad amable en sus lindos ojos, que Charito, impaciente, la abordó con un tema trivial, el primero que se le ocurrió.
Julio, como distraído por una preocupación, volvió a despedirse.
—Es una lástima, le dijo Lucía en voz baja, para no ser oída de Muñoz; ahora que no está Adriana para acapararlo como hace siempre, ahora que una podría hablar con usted, se va tan en seguida.
Pocos minutos después, acompañándole con Charito hasta la escalera del vestíbulo, su mano enguantada, mientras él descendía, le saludó por encima de la barandilla.
—Adiós, Lagos... es una suerte que se haya usted enamorado de Adriana... y yo de otro. Porque si no sería usted capaz de gustarme... Y reía deliciosamente, en tanto que Charito, tapándole la boca para que no prosiguiera, la reprendía en voz baja.
—Te pareces a Adriana; en esto son las dos igualitas.
Cuando ambas volvían al salón, Lucía confesó encantada:
—Yo me reía, sabes, pero más por disimular, porque te juro, dejando las bromas, que Julio me gusta.
Ni la escuchaba Charito. Afligida, preocupada, comprendía que cambiar los sentimientos de Adriana era ya extraordinariamente difícil. Al mismo tiempo aumentaba en su corazón la animadversión contra Julio. Y acercándose vivamente a Muñoz:
—Quiero hablarle con sinceridad, exclamó, a usted, a mi mejor amigo, para quien jamás tendría una doblez. ¿Es o no verdad que soy su amiga más buena y más leal?
—Sí, ya lo sé, Charito, respondió Muñoz haciendo un esfuerzo para sobreponerse a la indiferencia que le abrumaba.
—Y bueno, prosiguió ella con tono conmovido—yo nunca he comprendido esa pasión suya por Adriana.
—Pero, Charito, ¡si ella es monísima! intervino Lucía.
—Tú no sabes lo que hablas. ¡No es una muchacha que merezca tanto! Aparte de su cara bonita todo en ella es coquetería y apariencia.
—Al contrario, Charito, Adriana es un encanto en todo sentido.
—¡Ah! No vaya usted a suponer, Muñoz, que quiero hablarle mal de Adriana; es una amiga de la infancia, y no le niego, por ejemplo, mucha inteligencia natural, y un espíritu cultivado. Pero tiene defectos fatales. Yo no creo que ella pueda ser garantía de felicidad para un hombre noble como usted. No es mujer para el hogar. Cuando una muchacha tiene ciertas ideas, cierto instinto de libertad y... vamos, el modo de ser y la volubilidad de sentimientos que usted le conoce tan bien como yo... No nos engañemos, Muñoz; ella es coqueta por temperamento, incapaz de constancia, llena de caprichos y con una imaginación enteramente fantástica.
—Ya, la familia fantástica, dijo Muñoz, sin que Charito, llevada por el calor de sus palabras, advirtiese la interrupción.
—No, Muñoz, yo no comprendo que se pueda querer así, ciegamente, y sobre todo no veo afinidad ninguna entre ella y usted. Son dos espíritus no sólo distintos sino casi opuestos, que no podrían comprenderse nunca. Usted se engaña, se engaña. Todo lo que hay en usted de recto, de bueno, lo tiene ella de inconsciente, de voluble... o de qué sé yo... Porque le repito que no quiero hablarle mal de ella.
—¡Pero no haces otra cosa, Charito! exclamó Lucía.
—¡No! No hablo mal de ella, digo lo que es, sin censurarla. Yo tampoco soy una santa.
—Entonces no exageres así. Si nos pusiéramos a comparar ¿qué dirías de mí?
—Es muy distinto. No hay maldad en las cosas tuyas y en ella sí.
—Tampoco en Adriana. Una engaña como la pueden engañar a una. Las palabras de amor se aceptan sin calcular, sin exigir demasiado ni reclamar apasionamientos, y sin saber, muchas veces, si a una la quieren o si una quiere. Hay un claroscuro del sentimiento que tú no conoces, y donde pueden ocultarse el júbilo y las lágrimas. Porque en todo este juego, los ratos felices y las horas desdichadas se compensan; y sabiendo jugar, hasta la misma pena suele dejar en la memoria una dulzura...
El continuo velo de malicia había caído de su cara y hablaba con una seriedad graciosísima. Iba a seguir, pero advirtiendo de pronto que Charito y Muñoz tenían los ojos fijos en ella, escuchándola, se ruborizó como una criatura; y echándose a reír, volvió a recatarse bajo su amable expresión habitual.
—Ya les estaba dando toda una conferencia sobre el amor, pero fue por Adriana, por disculparla y por disculparme yo también. Creo que Charito es con ella demasiado severa... Fuera de Muñoz, (agregó para halagar a éste), a nadie hace caso, estoy segura, porque su "flirt" con Castilla no tuvo importancia. Y Julio parece un simple amigo.
—¡Ah, sin importancia, su "flirt" con Castilla! Yo no quería mencionarlo a Castilla, pero en realidad cuando se piensa que él festejaba a Raquel y que Adriana no tuvo escrúpulos para hacerse festejar por él...
—No creo, Charito.
—Porque no la conoces.
—Al contrario. Y la imagino hasta mejor que yo, más idealista y que todo lo hace por exceso de idealismo...
—No sabes lo que dices, Lucía. Adriana es muy farsante, y yo le hablo así a Muñoz por la primera vez, para despertarlo, porque sufre de una alucinación. ¡Ah, si él supiera cómo se desvanecen después todas las apariencias con que la mujer sabe cubrirse, para interesar a los hombres, para desconcertarlos, y para hacer que poco a poco se engañen completamente! Y esto lo he pensado, Muñoz, no solamente ahora, sino hasta cuando ella se moría por usted.
—Nunca me pareció que se moría por mí, repuso Muñoz. Al contrario, Charito, ni cuando decía quererme.
—¡Porque ella todo lo calcula! Y en su afán de rarezas, hasta suele disimular su cariño, ese cariño que ella empieza a sentir por cualquiera, pero que se le va con la misma facilidad. Hace poco tiempo usted era el único que realmente había sabido, según ella, despertarle amor. Es cierto que lo mismo le oí decir en ocasión de otro festejo...
Ahora Charito inventaba, atribuía a su amiga palabras que no le había oído nunca, o transformaba las cosas en el sentido que mejor convenía a su demostración. Sus escrúpulos desaparecían por la idea de consultar el interés de Muñoz.
—Yo creo, concluyó, que usted mismo se ha fomentado esta pasión. Porque ni siquiera la comprendería si usted se hubiese dejado seducir y alucinar por la simple belleza física.
Muñoz miró a Charito atentamente.
—Y ella ¿está enamorada de Julio, ahora?
—No lo creo, no puede Adriana enamorarse, no es capaz de enamorarse.
Él insistió.
—¿Pero le demuestra algo, al menos?
—¡Ah, seguramente! No se concibe que ella converse con un mozo sin coquetearle.
Una expresión de sufrimiento alteró las facciones de Muñoz.
—¡Cómo debe quererla, el pobre! murmuró Lucía al oído de Charito. Y dirigiéndose a él:—Adriana puede volver a quererlo, y en todo caso, de no quererlo Adriana, no ha de faltarle otra. Cualquiera que usted festeje lo querrá... Nadie podría ser feliz si tomara las cosas como usted las toma y si no pudiera, en ocasiones, cambiar de cariño, cuando no hay otro remedio. Sea razonable, Muñoz.
Hubiera sido difícil decir si era ternura o simple piedad lo que temblaba en la caricia de su actitud insinuante, dulce. Acaso se había ya desvanecido su repentina veleidad por Julio, ante este muchacho abatido por desdicha de amor, y que parecía necesitar tanto de un fino consuelo.
—Y no hay otro remedio, efectivamente,—murmuró él sumido ahora en una vaguedad de inconsciencia.—Pero no me resigno. ¿Qué puedo hacer, Lucía? ¿Qué puedo hacer?
Lucía, sin contestar en seguida, le sugirió con naturalidad:
—Y... quiérame a mí...
Siguió atormentando a Muñoz el ansia de volverla a ver. Todo lo demás eran ideas y sentimientos que se desvanecían sobre una gran sensación de vacío. Recordó que había empezado la temporada de ópera y que posiblemente estaría Adriana esa noche en el teatro.
Se vistió apresuradamente. Había bajado a la calle, cuando advirtió el olvido de los guantes y el pañuelo. Después, cuando entró en la platea, tuvo conciencia tardía de que dos minutos antes, frente a la ancha escalera iluminada, se había cruzado distraído con un grupo de señoras y que una de ellas le había mirado sonriendo, para saludarle. "Bah, no tiene importancia", se dijo.
Terminaba el primer acto de "La Walkiria", cayó el telón, y ya encendidas las luces de la sala, buscó el sitio en que debía estar Adriana. Pero apenas creyó distinguirla, el exceso de la emoción le hizo apartar la vista, y se puso a pasearla por todo el teatro, por las mil caras rosadas, los blancos hombros desnudos y los peinados espléndidos cuajados de pedrería. Sobre el rumoreo de las conversaciones, vibraba alguna fina risa femenina y él volvía los ojos para reconocer a la que había reído. A la sola idea de que Adriana estaba allí, tan cerca de él, un desfallecimiento corría por todo su ser. El aire de la sala, tibio, sensual, y el deslumbramiento de las luces, contribuían para enervarle.
Pero al fin se acercó resueltamente al grupo donde había creído verla. No era ella, sino Raquel, y la acompañaban Fernando y una amiga a quien él conocía poco. Después de vacilar un segundo, confuso, frente a ellos, saludó y siguió andando. En ese momento vio a Castilla venir en dirección contraria a la suya. Para rehuirle volvió la cara.
Pero no le vio Castilla. Cruzaba la platea con su elegante desembarazo de costumbre, dominando la sala. Saludó a Raquel con cierta afectación digna y luego, de la misma manera, a varias muchachas reunidas en un palco, quienes le contestaron graciosamente, agitando hacia él las manos enguantadas. Una, muy bonita, le llamó con un signo, pero él fingió no advertirlo, y fue a colocarse en el mismo sitio que había dejado Muñoz, apoyándose también en la barandilla de la orquesta.
Muñoz se arrepintió de no haberse detenido para preguntar a Raquel por Adriana. Vio a Fernando levantarse. Las dos muchachas quedaron solas. A pesar de comprender que su indecisión no dejaba de ser algo ridícula, se llegó hasta ellas. Ambas, muy serias, le tendieron apenas la mano.
—¿Adriana no está?
Raquel miró a su compañera y respondió enrojeciendo:
—Creo que no... esta noche le fue imposible venir.
Su rubor provenía no sólo de mentir, sabiendo que Adriana estaba en la cazuela, sino también a causa de sus hombros y brazos desnudos; aquel año venía por primera vez a la platea del Colón y no podía sacarse la preocupación de que todo el teatro podía verla tan escotada. Ni se atrevía a mirar a Muñoz. Este creyó que la grave carita enrojecida de Raquel era un reproche a la inoportunidad de pararse a conversar con ellas, y se retiró en seguida.
Al llegar al segundo entreacto iba a marcharse, descorazonado, cuando saliendo de la platea se dio de manos a boca con Castilla. Este le abrió los brazos con alegría, sin dejarle ir.
—Tengo que darte una explicación, le dijo, y pedirte otra. Yo no estaba en antecedentes de nada, ¿sabes? Lo supe ayer, por casualidad. Pero vamos, no tomes las cosas por el lado heroico.
Se interrumpió un instante, porque mientras hablaba buscaba atraer la atención de una niña que le había mirado de soslayo, desde un palco próximo, llamativamente vestida de verde y con un gran "aigrette" blanco en la cabeza.—Es decir, continuó, no pude imaginarme que darías importancia a la cosa. Tú comprendes que Adriana...
—Sí, ya sé, otro día hablaremos, le interrumpió Muñoz, herido no tanto por el tema que abordaba Castilla, sino por oírle pronunciar el nombre de Adriana. Experimentó una impresión casi tan desagradable como en casa de Charito cuando le vio cortejarla y tan atrevidamente acariciarle la mano. Un odio físico le sublevó.
—¡Qué cara has puesto, Muñoz! Si te ofendí te pido me disculpes... Pero no negarás que ella es coqueta. Sería una lástima, realmente, que te dejaras envolver por Adriana. Indudablemente es un lindo tipo de mujer, pero no pierdas la cabeza. A propósito, la vi en la primera función de la temporada; desde entonces no ha vuelto a venir.
Muñoz, a punto de contestarle despectivamente, se retuvo al oír la noticia; y por la sola posibilidad de que aquella charla de Castilla pudiera revelarle cualquier circunstancia referente a ella, le siguió escuchando.
—A mí, en realidad, no me gustan las muchachas como Adriana, prosiguió Castilla.
Con todos sus desdeñosos alardes, debía quedarle un resquemor, porque acompañó dicha frase con un brusco movimiento de hombros y cierto gesto que le contraía los labios y daba a su rostro una expresión desagradable. Habitualmente perdía así la elegancia de la actitud y la distinción del rostro en cuanto le dominaba un estado de pasión; la verdadera mezquindad de su ser se traslucía.
Pero habiéndose vuelto hacia el palco próximo, encontró puestos en él los ojos de la niña: su rostro se dulcificó instantáneamente, a tiempo que se rehacía toda la elegancia de su apostura. Al notar que ahora Muñoz le escuchaba con atención, prosiguió su charla.
—Lo que es al casamiento no iría uno con Adriana ni a cañón, esto lo convendrás conmigo. Aunque en realidad, hoy por hoy, con la libertad que se deja a nuestras niñas y con tanta perversión como hay en las costumbres, las peores suelen ser esas que más apariencia tienen de ingenuas y de buenas. Oye: hoy no podemos estar seguros ni de la virtud de nuestras hermanas. Es deplorable lo que pasa en lo referente al nuevo criterio moral de la sociedad porteña... No te extrañe oírme filosofar acerca de los vicios sociales. Muchos me tienen por un tarambana, ya sé, pero precisamente si tengo veintiocho años y no he concluido todavía la Facultad, es porque me atrae y me interesa, más que los libros, más que los Códigos, la vida misma. ¡Lo que yo veo, lo que yo aprendo en la observación del mundo! Tal vez un día escriba algo... No creas, tengo pensado un estudio sobre la evolución de la sociedad argentina; será un golpe de maza. ¿Sabes lo que me propongo demostrar? Que si no se pone remedio al avance de los vicios y a la inmoralidad que están creciendo, la sociedad argentina se va al hoyo. ¡Al hoyo! ¡Si hay niñas que ya tienen "garçonnière"!
Nuevamente asomó a su cara una expresión violenta y desagradable.
—La sociedad se irá al hoyo, murmuró Muñoz, cuando todo el mundo proceda con tu falta de escrúpulos y con tu falta de honor.
Castilla le miró sorprendido, como quien recibe de improviso una injuria completamente inmotivada.
—Hijo, repuso, la inmoralidad mía nada tiene que ver con la inmoralidad social. Y pasando a cosas menos serias, ¿no sabes que la tonadillera se ha casado? Tú fuiste muy tonto.
Empezaba la orquesta el preludio del tercer acto y apagaron las luces. Castilla miró una vez más, con atrevimiento, a la niña del palco. Pero como Muñoz se retiraba, sin saludarle, le retuvo en el pasillo.
—Oye, tú sabes que con todos mis defectos una cualidad no me falta: la franqueza. Yo quisiera darte un consejo bien sincero sobre Adriana. No lo tomes a mal ni supongas que pueda guardarle rencor... Al contrario, me ha hecho pasar buenos momentos, me ha mirado con ojos dulces... en fin, yo no podría quejarme...
—¿No puedes quejarte?—dijo Muñoz, los ojos llameantes y un impulso de echarle las manos al cuello. Sentía que Castilla estaba groseramente mintiendo.
—Pero precisamente, continuó Castilla titubeando sobre lo que iba a decir,—precisamente no pretendo que abandones el campo, de ningún modo. Ya te dije que Adriana me parece un soberbio tipo de mujer. Ha de ser una niña de aventuras, como hay tantas ahora, en nuestra sociedad. Mi consejo tiende sólo a prevenirte contra la posibilidad de que pudieras meterte de tal modo en este lío...
No pudo proseguir, porque Muñoz, en voz baja, descompuesta por la rabia contenida, le interrumpió:
—¡Óyeme! Ella será lo que quieras, pero tú has de empezar a decir vilezas sobre Adriana, ¿me oyes?... cuando te hayas hecho digno, como un perro...
Quiso agregar algún insulto atroz, pero la misma sobreexcitación le impidió proferir otra palabra. Su amigo, más admirado que ofendido, le miró alejarse y rehusar al salir, con un gesto violento, la contraseña que un empleado intentó entregarle.
Encogiéndose de hombros, Castilla entró en la sala. Pasó junto al palco de la niña del traje verde, caminando lentamente; luego de pasar se volvió hacia ella y la miró atentamente, con una imperceptible sonrisa.
Pasaban los días sin que Charito le diera noticia alguna. La desesperación le hubiese consumido, pero le alimentaba el ensueño. Adriana se le aparecía con todos los esplendores que sus largos deseos le atribuían: a veces le miraba, de pronto, con inusitada expresión de cariño, lánguida, como en la realidad no le había mirado nunca, los ojos húmedos, el beso en los labios, tendidas hacia él sus manos llenas de vagas caricias. La imagen misma era ya una caricia, y se le acercaba, dulcemente; sentía en la cara el calor de su cara, la misteriosa blancura de un seno pequeño emergía, en la sombra... Y Muñoz se aterraba, tenía la sensación de cometer en su pensamiento una profanación. Pero al mismo tiempo todos los desdenes, todas las humillaciones pasadas, le parecían insignificantes ante la idea de la felicidad prohibida, que imaginaba oculta en aquel soñado esplendor de los bellos hechizos.
No había muerto del todo su esperanza. Aguardaba la entrevista.
Volvió a pedir una licencia en la secretaría del Juzgado, una licencia más larga que la anterior, para poder abandonarse completamente a la melancolía de su preocupación. En los domingos, por la mañana, estaba seguro de encontrarla. Ella iba a la iglesia del Socorro, siempre a la misma misa de las once, vestida con sencillez. Muñoz se disimulaba en la nave izquierda, y aguardaba con el corazón palpitante. Aguardándola, su imagen empezaba a representársele, traída por el deseo, en tanto que la iglesia, su bóveda, los altares llenos de cirios, oscilaban para sus ojos como un confuso sueño. Al fin Adriana misma aparecía, mojaba los dedos en la pila del agua bendita, se persignaba; su semblante no perdía la dulce naturalidad de la expresión. Su andar era suave, su silueta pasaba entre la silenciosa concurrencia arrodillada. Muñoz aspiraba largamente la impresión que recibía en el alma; y era como un desvanecimiento de su ser, una blandura para todos sus sentidos. Adriana, sin apartar su mirada del altar, por medio de la nave pasaba, y el fino perfil de la cara se iba ocultando, a los ojos de Muñoz, bajo el ala del sombrero de fieltro. Su silueta se anegaba en la ligera penumbra del templo; llegando cerca del coro se hincaba de rodillas, ponía los brazos juntos en el asiento delantero y abría el libro de oraciones. Muñoz, aproximándose, no perdía un detalle. Contemplándola así, en la media luz, bajo el grave silencio, durante una larga hora y sin que ella ni nadie lo advirtiesen, le parecía en cierto modo poseerla. Era suya cada una de sus actitudes y de sus gestos, era suya la humildad llena de gracia con que rezaba, era suya la cara que se apoyaba sobre las manos juntas, cuando el sacerdote levantaba el cáliz y todo el mundo caía de rodillas.
La atmósfera de la iglesia, con el olor del incienso y el cuchicheo inquieto de las oraciones, penetraba sutilmente los sentidos de Muñoz y se confundía con la vaguedad de su sentimiento. Su pena de amor parecía comunicarse con la inmovilidad de los fieles, con la tristeza mística de los santos inmóviles, con el súbito tintineo de la campanilla ritual, y subía por el humo del incienso, que anublando en el altar la figura de la Virgen, la dejaba reaparecer luego al resplandor escaso de los cirios.
Cuando un domingo, por primera vez, Adriana no acudió, un sufrimiento casi físico le traspasó. Durante toda la misa, que le pareció prolongarse extraordinariamente, lo pasó arrodillado, junto a la pilastra donde se ponía siempre, bajo el púlpito. El tintineo de la campanilla le hizo daño. La misa terminó, algunas señoras se pararon, persignándose; en seguida, con un sofocado rumoreo, todo el elegante gentío se levantó también, y lentamente, formando hilera, comenzó a salir. Los bancos quedaron vacíos. Apagados los cirios, una penumbra en el silencio fue amortiguando el brillo de los altares, y las estatuas vestidas de los santos se anegaban de sombra en sus nichos.
Durante algunos minutos, apoyado en la pilastra, Muñoz aguardó todavía, con la esperanza pueril de que Adriana por un milagro apareciera. Porque se había acostumbrado a esa secreta hora de voluptuosa alucinación, como se habitúa el fumador de opio a la caricia fantástica que se le desliza en los sentidos con el veneno de la droga.
Al fin se decidió a marcharse. Sus pasos resonaron en el templo vacío. Afuera, el sol de mediodía iluminaba el espacioso atrio y la fachada de los edificios vecinos. Todavía formaban corrillos los mozos que acuden para ver salir de misa a las muchachas. Uno de ellos, viéndole pasar, le palmeó amigablemente. Muñoz, abrumado, ni siquiera le miró.
Ese día experimentó contra ella un rencor profundo, como si Adriana hubiese faltado al compromiso de una cita. Recordó todas sus pasadas inconsecuencias, la perversidad con que le había retenido, en los primeros tiempos, la inexplicable ternura de las cartas que le escribía para luego mostrarse ante él fría, implacablemente fría; recordó también la escena con Castilla y la extraña presencia de Julio en casa de Charito.
Sin embargo, aunque sus reflexiones le llevaban a considerarla lógicamente un ser lleno de falsía y de crueldad, tenía bien luego la sensación de padecer un error profundo. Le asaltaba el pensamiento de que su rencor era vil. Y entonces la imagen de Adriana, transfigurada, resplandecía para él desde una portentosa lejanía.
Avisada un día por Carmen de que José Luis Aguirre, llegado de Europa, les había hecho una visita, Adriana fue a casa de las Aliaga con la gran ansiedad de saber si reanudaría Laura con él su antigua relación. Ardientemente lo deseaba. Su actitud, cuando se anunció la vuelta de José Luis, permitía abrigar pocas esperanzas. Sin embargo, podía suponerse que la tenacidad de su silencio no significara una real indiferencia para el bello pasado romántico, sino que persistiendo secretamente en ella la memoria del idilio interrumpido, la frialdad fuera más bien pura apariencia y reproche tácito a Zoraida.
También ésta aspiraba, evidentemente, a que se produjese entre ambos la reconciliación; había dejado de ver en aquel amor una desdicha fatal. Y Adriana, recordando con piedad la dolorosa relación que le hiciera Carmen dos meses atrás, se representaba de nuevo a la pobre Laura dormida, su cabeza reposando en el blanco almohadón y guardando, bajo el velo del sueño, la tristeza que le había dejado la inoportuna alusión de Carmen.
"¡Qué extraña es la manía de Zoraida!—pensaba Adriana. ¿Por qué suponer que el amor ha de traer por fuerza la infelicidad? Será sugestión que le dejó la muerte de papá... Y ahora ¿por qué consiente? ¿Por qué nos estimuló, la vez pasada, para que le diéramos bromas con José Luis?"
Y mientras discurría de esta suerte para sí, aumentaba su deseo ansioso de que se reconstruyera el idilio y se casaran.
Con la primera que se encontró fue con la misma Laura. Había adelgazado en pocos días. Vestía un batón azul, ceñido con cinturón de seda negra, y en tan descuidado arreglo, sin embargo, una gracia suave la envolvía.
Adriana quedó helada. No eran aquellas, por cierto, las apariencias de quien ha recobrado una dicha perdida. Pero se sobrepuso a la impresión penosa y fingió no advertir el aspecto desmejorado de su amiga.
—Laurita, sé que José Luis ha estado aquí...
Pero ella la besó y llamó a sus hermanas. Era evidente que le dolía tocar este asunto. Iban todas a subir a la habitación de la abuelita, cuando sonó el timbre de calle y se anunció José Luis.
—¿Y piensas recibirle así?—dijo Carmen mirando a Laura de arriba abajo, sorprendida de su desaliño.
Ella le respondió con un ligero gesto de fastidio.
—Pero tú, Adriana, mientras ellas suben con él, vendrás a conversar conmigo. Luego subiremos también, si quieres, aunque no sé qué interés podrías tener en conocerle, ahora...
Se sentaron juntas tomándose las manos, mientras oían la voz juvenil y expansiva del visitante resonar en el vestíbulo.
—¿Estoy delgada, verdad? Es un principio de anemia.
—¿Y no te cuidas?
—Ellas y Eduardo quieren llevarme a la estancia. Pero no me decido a ir. Me moriría, te lo juro... Debe parecerte muy rara la indiferencia mía para con José Luis. Tú sabes toda la historia; no necesito preguntarte si te la ha contado Camucha. Capaz la creo de habérsela contado también a Julio.
—¡Oh, no! No lo pienses, Laura.
—Es lo mismo... Quería decirte que él me hace ahora la impresión de un simple extraño, precisamente la impresión que yo había imaginado, cuando dijeron que volvía de Europa.
—¿No te habrás sugestionado, entonces, con esa imaginación? El amor se relaciona tanto con nuestras ideas, con nuestras fantasías...
—Sí, cuando no hay una sensibilidad más o menos afinada, o exagerada, que no engaña, y lleva en cambio a la fatalidad de la pasión real, profunda. Tú, como yo, estamos destinadas a una excesiva dicha o a un sufrimiento mortal. Por eso te quiero tanto, Adriana, como a una hermana, suceda lo que suceda. Nos parecemos por el modo de sentir, por la necesidad íntima del ideal, por la imposibilidad de ser felices a medias...
Pronunció con enternecimiento estas palabras y se levantó, como asustada de su propia sinceridad y de lo que todavía pudiera salir de sus labios.
Adriana quedó muda, alterado todo su ser por una emoción sin nombre.
En esto se oyó la voz de Carmen llamándola; sus gritos bajaban atravesando el vestíbulo y llenando toda la casa con la contagiosa alegría mundana que había traído José Luis.
—Subamos, lo conocerás, es un muchacho muy bien. Sí, eso, un muchacho muy bien. Entretiene, divierte, es oportuno y muy agradable.
Al entrar en la habitación de la abuelita, su cara tomó cierto aire de indiferencia que nunca tenía. Tendió la mano a José Luis y como estaba Adriana junto a ella, se lo presentó.
Era un joven alto, vestido acaso con elegancia demasiado cuidada, según el juego perfecto que hacían la ancha corbata azul oscuro, la camisa finamente rayada de azul claro, el rosado rostro lleno de salud y los vivos ojos grises. La mirada de estos ojos era franca y tenía cierta protectora bondad cuando reía. Toda su persona demostraba cortesanía y dicha de vivir.
"¿Y este muchacho, pensaba Adriana, este muchacho tan elegantón y tan absolutamente seguro de sí mismo escribía las cartas divinas que dice Camucha? ¿Es posible concebirle protagonista de la novela de amor interrumpida por Zoraida?"
Echó involuntariamente una ojeada a Laura, y en el fondo de su dulce y noble mirada, leyó en seguida: "¿Comprendes, ahora, que no podría volver a quererle?"
José Luis, que había interrumpido—intrigado por aquel mudo lenguaje—una relación sobre costumbres típicas en el sur de España, la reanudó al momento. Su charla era chispeante, llena de comparaciones pintorescas y de reflexiones chistosas que intercalaba con evidente propósito de matizar más brillantemente su relación. Pero se advertía que algún episodio de efecto lo contaba ya de memoria. Se dirigía particularmente a la abuelita, quien le escuchaba aprobándole con su gesto plácido de anciana. Carmen celebraba con alegre exageración los pasajes graciosos, y Zoraida, mucho más comunicativa que de ordinario, le interrogaba y tomaba parte activa en la conversación.
La presencia de José Luis había alterado el ambiente de la casa. Eran otras ahora las caras de Zoraida y de Carmen. Y era otra, también, la misma abuelita. Los viejos muebles coloniales que la acompañaban desde otros tiempos, parecían escuchar también, con un poco de asombro, la alegre charla, en aquella habitación impregnada de reminiscencias añosas y como poblada de vagos fantasmas.
Y galvanizada por la alegría de José Luis, la abuelita empezó a referir, con abundancia de detalles familiares, episodios sumidos en el largo pasado, y cuyos protagonistas, evocados así, parecían comparecer ante ella, adoptando un singular aire de personas resucitadas y sorprendidas de salir a la claridad del mundo. Seres que ya sólo en el recuerdo de esta anciana continuaban perdurando y que se desvanecerían para siempre cuando ella bajara a la tumba.
Y era un curioso contraste, después de la chispeante y sonora conversación de José Luis, el modo apacible, lento, con que la abuelita contaba las cosas de su tiempo.
Las Aliaga la escucharon con aquella misma atención recogida que Adriana había observado ya en ocasiones pasadas. Laura, sin embargo, atendía con menos avidez que las otras, como si algo en su interior atrajera con tenaz persistencia la preocupación más cara de su ser.
Hablaba la anciana, con muchos pormenores, de un festejante, Emilio Medrano, cuyos hijos, ya viejos, ni se acordarían de ella; un festejante que, muy rendido a ella durante algún tiempo, cesó repentinamente en su empeño galante.
—Nunca supe yo por qué se retiró. Hoy estuve toda la mañana pensando si no serían intrigas de una amiga, una compañera que tuve en el colegio de las Salesas. Porque me pareció que también ella estaba enamorada de Medrano.
A José Luis no le interesaban gran cosa los relatos de la anciana. Se advertía su atención distraída y la extrañeza que le causaba la evidente despreocupación de su novia de la adolescencia. "Tenemos que hablar" le decían de vez en cuando sus ojos, mientras con su aire cortesano fingía no perder palabra de la abuelita, que pronto calló para sumergirse en la cavilación de las causas que habían motivado el retiro de Medrano.
José Luis reanudó su charla. Se refirió a las veces que tuvo ocasión de departir con el rey de España, quien "era una monada" por su sencillez y por la franqueza de su carácter. Y no dejó de mencionar, como cosa incidental, su amistad con tales o cuales personajes "cubiertos delante del rey", y la gracia de una duquesita a quien había tratado varias veces en Palacio.
—Y sin embargo, afirmó con enérgica sinceridad, créanlo ustedes o no lo crean, yo daría con gusto todos estos años intensos y todas las perspectivas de mi carrera diplomática, por volver a vivir el encanto de mis quince años, entre mis relaciones de aquí, donde los recuerdos me han dejado no sé qué perfume de sentimientos inolvidables.
Volvieron a encontrarse la mirada de Laura, llena de manso desvío, y la entristecida de Adriana. Movida ésta por impulso más fuerte que su voluntad y experimentando al mismo tiempo una sensación rara y penosísima, se acercó a Laura, le habló al oído y la sacó fuera de la habitación.
—¿Serías capaz, Laurita,—comenzó con la voz ligera como un soplo, cuando estuvieron solas,—serías capaz de explicarme sinceramente algo que quiero preguntarte?
—Sí, siempre soy contigo sincera.
—¿Por qué te preocupó, aquella vez, que Camucha pudiera haber contado a Julio tu asunto con José Luis?
Laura ni pareció siquiera advertir el tono demudado con que la había Adriana interrogado.
—¿Preocuparme? Te habré dicho distraída que eso me preocupaba. En realidad no puedo habértelo dicho. O habrá sido por decir hasta qué punto Camucha es indiscreta. Son historias tristes que no deben salir de una misma.
—¡Cómo me despistas!
—¿Pero por qué?
Adriana la miró en los ojos profundamente. Nada pudo leer.
—¿Entonces, en tu vida no sucede, "ahora", algo extraordinario?
—Desde aquello que hubo con José Luis, no, puedes estar segura. ¡Tengo una indiferencia!
Adriana con ardiente alegría acarició a Laura, contemplándola.
—¡Ah, qué alivio! ¿Sabes lo que se me había ocurrido, la sospecha que había empezado a atormentarme?
—No, Adriana, no puedo imaginarlo.
—¿Ni siquiera imaginarlo? ¡Oh! ¡cómo he podido crearme un motivo de tormento que no existe! Pensé que podrías haberte enamorado de... de Julio.
—¿De Julio?
—Sí, de Julio.
—¡Qué idea! Un amigo tan leal, tan bueno, que con nosotras congenia tanto, se diría casi un hermano nuestro. Y tú sabes que viene aquí hace años. ¿Cómo se te ocurre que Camucha no me hubiera dado bromas con él, alguna vez?
Y Laura llamó a gritos:—¡Camucha! ¡Camucha! ¡Pero que no venga Zoraida, ni nadie, sino Camucha!
Y alegremente declaró a su hermana que Adriana tenía celos.
—¿Adriana celosa? ¿Celosa de quién?
—De mí, de mí.
—¡Oh, Adriana!, exclamó Carmen tomándole los brazos como pasmada de asombro. ¿En media hora te has enamorado de José Luis?
—¡Tonta!—exclamó Laura, cada vez más animada y con un modo que en ella no era natural,—Adriana no podría enamorarse nunca de un muchacho como José Luis, tan pura espuma como él es. Pero empezó a sospechar, sí, a sospechar en serio, muy en serio, que yo me estaba enamorando de Julio. ¡Y se había puesto celosa! ¡Qué alma más buena, más delicada! Tal vez estaría dispuesta, por un arranque de bondad absurda, a dejarme el campo libre. Ojalá la hubieras visto hace un rato, después que me sacó de allí con tanto misterio, cuando me preguntó confidencialmente si yo lo quería a Julio. Se puso blanca como un papel.
Calló repentinamente y en seguida empezó a reír, a reír de veras.
—¡Cómo estás colorada!—observó Camucha.
—Mejor, así ya no tendrán pretexto para llevarme a la estancia.
Se aplicó el dorso de la mano a una y otra mejilla y volvió a reír. Parecía realmente divertida con los celos de Adriana.
Aunque todas aquellas manifestaciones eran raras en su carácter de ordinario sereno y dulce, Adriana no pudo advertir, por el momento, nada de anormal. No cabía en sí de júbilo. Miraba desvanecerse una preocupación, un ligero fantasma que había flotado fugitivo, impreciso y como poniéndose siempre a sus espaldas, para no ser visto...
—¿Sabe, Muñoz, quién vendrá? Adriana. ¡Qué coincidencia! En este momento iba a mandarle avisar a usted. Al fin se realizará la gran entrevista. Pero lo peor—y se lo digo con el corazón en la mano—sería para usted reanudar... ¡Qué miedo tengo de que ella le haga una escena romántica para no cortar del todo con usted! Es una muchacha que goza con hacer sufrir. ¡Lucía! ¡Lucía! No quiere oír que la llamo. Supo que usted venía y ya no concluye de arreglarse. ¿Por qué no la festeja, Muñoz? Es linda y buena. Festéjela, por lo menos durante algún tiempo. Ella sabe hacer olvidar.
—¿Está usted segura, Charito, de que Adriana vendrá?
—¡Qué obsesión con Adriana! Sí vendrá. Pero escuche. ¿Quiere que le dé un consejo? Cuando llegue Adriana, usted dedíquese a Lucía. Debe venir también un mozo que ha empezado a festejarme, a mí; y entonces, si yo me pongo a conversar con él y usted con Lucía, Adriana no tendrá más remedio que "planchar".
Todo lo iba hablando Charito sin advertir que Muñoz se había puesto pálido a las primeras palabras. Le costaba creer que Adriana vendría. Se la representó avanzando entre los fieles arrodillados, alzada hacia el altar su cara ligeramente atónita, bajo el ancho sombrero.
Había ella adquirido para su pensamiento un prestigio inasequible.
—¡Pero Muñoz, Muñoz, aquí está Lucía!—exclamó Charito,—¡salúdela!
Se levantó sorprendido, confuso, ante la joven que le miraba con su gesto de amable curiosidad.
En ese momento apareció Adriana.
Cuando vio a Muñoz se entristeció, le tendió la mano casi con timidez. Sus ojos expresaban dulzura y seriedad.
Lucía caminó rápidamente hacia ella.
—¡Qué bonita estás!—exclamó contemplándola con admiración.
En seguida, para dejarla con Muñoz, le hizo un signo de inteligencia, agrandando los ojos y sonriendo; le dio la espalda y fue a tomarle las manos a Charito. Su graciosa actitud hablaba: "¿Qué podrá pasar? Lástima no poder oír lo que éstos van a decirse".
Murmurando en seguida algo en secreto a Charito, pero dejando notar a propósito que inventaba un pretexto la llevó al saloncito contiguo.
Adriana se sentó. Muñoz, mudo, casi no la veía. La impresión de hallarse de nuevo con ella, le infiltraba una extraña insensibilidad.
Sin atreverse a mirarla en los ojos, se puso a observar atentamente la gargantilla de perlas en el triángulo de blancura que dejaba el breve escote.
—¿No quiere ahora hablar conmigo, Muñoz?
Hizo ella esta pregunta en un tono ligero, casi de queja.
Cuando quiso él responder, sintió, aterrado, la inutilidad de todo lo que podría decir, de todo lo que había cavilado muchas veces en la espera larga de una explicación definitiva. Iban a subir palabras a sus labios y su voluntad las rechazaban con desesperación. Suspiró, y cerrando los puños se hincaba las uñas en las palmas.
—¡Oh, Ricardo!—exclamó ella acentuando aquel inusitado tono de queja.
Experimentó Muñoz un halago indecible. Sólo una vez, en otro tiempo, le había llamado por su nombre. Se dejó avasallar por una idea insensata: todo lo que había sucedido y todo lo que pudiera suceder aún, no sería obstáculo para el advenimiento, tarde o temprano, de la misteriosa felicidad.
Entonces, repentinamente, las palabras le nacieron abundantes, como agua que se desborda. Se apuraba febrilmente, y sólo tenía verdadera conciencia de cada frase, cuando la había ya pronunciado. Ella le escuchó inmóvil, con los ojos bajos y las manos juntas humildemente sobre la falda. Y aquella actitud inusitada exaltaba más a Muñoz.
La habló del comienzo de su amor, evocó la pasión ardiente nacida bajo los paisajes de la sierra, las grandes melancolías de la decepción, la inconsecuencia con que ella había destruido su ilusión de una dicha perfecta, y luego las dudas, la continuada angustia, y las bellas cartas de amor que más tarde se complacía ella en desmentir con una frialdad cruel, acaso por el simple deseo de hacerle mal.
Estos reproches no eran amargos como otras veces, sino resignados, sumisos, y contenían una suprema súplica. El último vestigio de su orgullo había muerto, y la elocuencia le venía de la sinceridad de su espíritu fecundado por el sufrimiento. Le contó que iba siempre a la iglesia, los domingos, para contemplarla furtivamente durante la misa, y le explicó cómo, imaginándola suya, y soñando con lo que no sería realidad nunca, había atravesado aquellas largas semanas de pena. Y ahora no le exigía nada, no le recordaba promesa alguna y sólo pedía que le dejara el alivio de poder algunas veces hablarla.
Calló, cubriéndose los ojos, y esperó la respuesta de Adriana. El calor de sus propias palabras había traído a su ánimo una serenidad desconocida.
—Yo lo escucho, Muñoz,—dijo ella—y comprendo que si usted me hubiese hablado así en otro tiempo, no habrían pasado muchas cosas... No me parecería un desatino, al menos, esta pasión suya... Usted no es el de antes... Sí, un desatino. Usted no sabe, yo también he cambiado... A todos nos arrastra en el mundo una influencia, un no sé qué, somos pobres criaturas, créame...
Y Adriana no podía proseguir.
—¡Por favor!—exclamó Muñoz—Una palabra sencilla, clara, sincera...
Su espíritu hacía un doloroso esfuerzo para entender la nueva actitud de Adriana.
—¡Ah, si supiera con qué lealtad quiero hablarle!—repuso ella.—Y es que procuro explicarle, para que usted no interprete mal.
Si no concibo ahora su pasión, si me parece un desatino, es porque yo me engañé y pienso que usted se ha engañado también. Yo tengo la culpa, ya sé. Como le escribía esas cartas y como después me mostraba tan insensible y tan rara, usted mismo se avivó una pasión que tal vez no hubiera nacido nunca o se hubiera apagado pronto si yo me hubiese mostrado más sencilla, más vulgar, como realmente lo soy. No concibo tampoco que usted pueda quererme; se ha enamorado de una ficción, de un fantasma. Yo en mí misma soy tan sencilla... hasta soy buena ¿sabe? Usted se ha enamorado de mi maldad y por eso debe ahora olvidarme. Por que ahora... no sé si decírselo... pero ya Charito... no, nada. No me creerá si le digo que por usted sufro, sufro mucho.
Muñoz alzo la cabeza y la miró.
—¿Que sufre por mí?
Todas aquellas palabras de Adriana le impresionaban de un modo inaudito. Tenían algo desconocido, ardiente, y Muñoz sentía la proximidad de una explicación realmente definitiva.
—¿Que usted sufre por mí?
Y esta idea de que ella por él sufría, se agrandó en su imaginación desmesuradamente, llenándole por un instante de júbilo insensato. Creía soñar.
—Sí, Muñoz, continuó ella vacilante y como si realizara un gran esfuerzo para decidirse a pronunciar cada frase. Sufro mucho, daría no sé qué si pudiera borrar las perversidades que tuve con usted. ¡Dios mío! Si siempre hubiese sido leal... Porque yo, ahora, quiero a otro.
Se detuvo bruscamente, desolada, arrepentida de aquella confesión a que la había arrastrado un ardiente deseo de sinceridad. Muñoz palideció de nuevo, la mirada llena de espanto.
Hubo un silencio largo.
—¿Usted quiere a otro?...—pronunció él con voz lenta.
Ella hizo ahora un signo negativo, pero ninguna palabra salió de sus labios. En el silencio llegaban frases sueltas de la conversación de Charito y Lucía, en el saloncito contiguo.
—Sí, usted quiere a otro, a Julio.
—Escúcheme...
—Sí, a Julio, ya lo sé, lo siento.
—Escúcheme, repitió ella con modo afectuoso, casi tierno,—yo no merezco su cariño... Yo, Muñoz...
—Ah, esta será la escenita romántica, interrumpió él con una sonrisa de sarcasmo.
—Yo no puedo querer, ahí está toda la complicación, todo lo indescifrable. No busque otra causa. No es verdad que yo quiera a otro...
—¡No es verdad que quiere a Julio!
—No, no, continuó ella cada vez más agitada. Si le dije que quiero a otro ha sido... no sé, porque soy mala y necesito mentir a cada paso. Durante toda mi vida mentiré. Soy una coqueta vulgar. Engañar, para mí, ha venido a ser algo así como una necesidad. No guarde sobre mí ninguna ilusión. ¡Habrá tantas que puedan quererlo! Yo soy mala, he nacido y seré siempre mala. La coquetería es algo más fuerte que mi voluntad. Tal vez Charito le haya dicho ya que soy incapaz de hacer feliz a un hombre.
Se detuvo un momento, presa de una alteración cada vez más visible, y llamó gritando a Charito. Esta y Lucía acudieron asustadas.—Dime, Charito, ¿no es cierto que soy mala? ¿Te parece que soy capaz de un amor realmente puro, te parece que soy capaz de constancia? Sé sincera, Charito, no te quedes callada. Confiesa que yo no podría hacer la dicha de un hombre inteligente y bueno como Muñoz. Confiésalo, por favor. No quieres decirlo, pero te pones colorada. Sí, ya sé que por lealtad amistosa le has ocultado esto que tú no puedes dejar de pensar. Pero es preciso decir la verdad alguna vez. La verdad es santa. Si yo a Muñoz no lo quiero es porque soy mala, perdida para todo cariño verdadero. ¡Hay tantas mejores que yo! Lucía misma, sí, Lucía. A mí déjeme, no piense más en mí, abandóneme. No soy digna de que nadie, no, nadie, ponga su cariño en mí.
Y decía todo esto con un ardiente deseo de que él se desilusionara y dejara de sufrir.
Muñoz la miraba atónito. Apenas entendía aquellas frases precipitadas y llenas de emoción. Resonaban extrañamente en sus oídos y le aterraba en ellas un sentido oculto, impenetrable.
Al mismo tiempo atendía a la expresión y a la actitud de Adriana. Y Lucía y Charito también la contemplaban suspensas. No quedaba en su cara vestigio de la antigua gracia inquietante. Una hermosura nueva la revestía, maravillosamente, y bajo las sombras de sus pestañas brillaba la piedad.
De pronto, con el gesto de una criatura a quien reprenden, se cubrió con los brazos la cara y salió, precipitadamente. Charito se sentó al lado de Muñoz, descorazonada.
Un minuto después, en el penoso silencio, se oyeron gemidos ahogados que venían del saloncito contiguo. Era Adriana que sollozaba.
Iba a inaugurarse la nueva sección del Asilo de Nueva Pompeya. Charito pidió a Julio que asistiera a la ceremonia y procurase llevar también algunos amigos. ¿No era lamentable que los jóvenes inteligentes demostraran, en su mayoría, ese despego ahora tan general para las cosas del culto y hasta el mal gusto, a veces, de hacer ironías con la religión? Esto se lo pedía, pues, con un especial interés.
Adriana escuchaba.
—Comienza por avisarle,—intervino Lucía Moreno,—que también Adriana irá.
—No, a mí me ve todos los días, pero debe ir por la religión y por el encanto de Nueva Pompeya. Su iglesia se ve desde el tren como una miniatura. ¡Qué alegría, Julio! ¡Si usted supiera lo que me trae a la memoria!
Y evocaba la tarde en que llegara a la ciudad murmurando los versos melancólicos de "Christine" y la iglesia de Nueva Pompeya flotó suspensa en la lejanía de la sombra violácea.
—Y nos pondremos de rodillas, Lucía, en esa iglesia. Lo he soñado.
Preguntó a Julio si había estado alguna vez en Nueva Pompeya.
—Sí, el año pasado. Después de una semana de lluvias, el Riachuelo se había desbordado. Vi la inundación. Aquello es un arrabal de gentes muy pobres, que viven en ranchos o en casitas hechas casi todas con planchas de cinc y pintadas de verde y de rojo. Estas desaparecían bajo la llanura de agua; sólo asomaban algunos techos, que se iban poco a poco achicando. Por una calle más alta, que ya se había inundado también, navegaba una canoa, larga y chata; traía hombres y mujeres casi desnudos, salvados por marineros de la Prefectura. Iban echados sobre fardos de ropa y miraban mudos la llanura de agua que se perdía hacia la campaña del sur. Aquella escena, en un silencio mortal, hacía la impresión del diluvio bíblico.
—¿Y la iglesia?—preguntó Adriana.
—La iglesia, edificada en esa calle algo más alta, parecía por contraste una construcción enorme, una catedral. Y se tenía la impresión de que sobrenadaba, como un milagro. El agua corría ya por el pavimento del atrio, muy mansa, y lamía las paredes laterales. Algunos centímetros más y la creciente invadiría el interior de la iglesia. Estaba abierta de par en par, salía el olor del incienso quemado en la misa que oficiaban para conjurar el desastre. Pasó por delante la embarcación larga y chata; sus tripulantes vieron por un segundo el fondo de la iglesia, y brillar y desaparecer el altar cuajado de cirios.
La llanura de agua copiaba invertida la fachada del templo. Sobre la gran quietud vibró la campana en lo alto. Parecía una queja. El sonido se expandió, muy dulcemente, y cada vibración, resbalando del campanario, iba a besar la superficie del agua tranquila.
—¡Es como si lo estuviera viendo!—exclamó Lucía.
Adriana, después de escuchar algo que Charito le dijo en voz baja, se acercó a Julio:
—Nosotras iremos mañana a Nueva Pompeya para la primera misa.
—¿Como a las siete, entonces?
—Sí, pero naturalmente usted no irá tan temprano.
Él prometió ir para la misma hora, aunque difícilmente encontraría amigos que le acompañaran. Charito, condescendiendo, se conformó. Había concluido por abandonar la causa de Muñoz, porque tenía poco temperamento para sus afectos y para sus odios.
Adriana y Julio vivían ahora en una dicha excesiva y en esa zona de adoración anormal que embellece a los amantes y los hace caros a la muerte. Y no era la muerte, sin embargo, lo que se aproximaba a ellos en la invisible trama de los acontecimientos.
También Raquel, al día siguiente, quiso ir con Adriana y Lucía a Nueva Pompeya. Cuando llegaron amanecía. Vieron la iglesia alzarse por encima del chato caserío; un débil reflejo dorado, que no era todavía sol, tocó la cruz, y envolvía poco a poco el campanario; luego fue descendiendo por los ladrillos del muro, y pronto el templo entero y todo el arrabal se bañaban en la ligera claridad de oro.
Bajo el cielo que tomaba una tersura de esmalte, las miserables casuchas de cinc pintado parecían despertar al nuevo día con una indiferencia triste.
Aquella madrugada había helado, y chicos desarrapados, descalzos, se divertían saltando sobre la escarcha y contemplándose luego los pies horriblemente enrojecidos. El pobrerío se iba amontonando frente a la iglesia.
En el atrio charlaban grupos de mujeres con niños de pecho raquíticos, que gritaban de frío, sin inquietar por eso a sus madres. Un automóvil de librea, llegando como exhalación, paraba sin ruido frente a la iglesia. Damas abrigadas con pieles que les ocultaban el rosado rostro, bajaban difundiendo un aire de elegancia y de riqueza. Pasaban por en medio del pobrerío. Algunas distribuían al pasar, con una sonrisa compasiva, todas las monedas que hallaban en sus pequeñas bolsas, monedas que caían sobre aquella miseria como gotas al mar. Uno de los arrapiezos corrió a un almacén y volvió saltando de alegría; traía en la boca un cigarrillo y aspiraba el humo con fruición. De vez en cuando, una elegante muchacha se detenía en mitad del atrio para acariciar la carita sucia de un pequeñuelo y preguntar su edad a la madre; sus compañeras la llamaban riendo y en cuanto llegaban al dintel de la iglesia todas tomaban una expresión seria y recogida.
Adriana no quiso entrar en seguida. Le hacía una muy extraña impresión aquella escena, le pareció que nunca había comprendido el contraste de la opulencia y la miseria. Le chocaba la satisfacción fútil que se reflejaba en el rostro de las que habían vaciado su bolsa de monedas, para hacer caridad. "Sin duda, pensó, esto no me hubiera impresionado antes". Durante toda la misa, continuó pensando en el sufrimiento de la pobreza, en el drama sórdido que sin duda era la vida de aquella gente, aunque la terrible inundación del Riachuelo no les anegara la escueta vivienda. Más tarde, después de la misa, en la sala donde se cumplía la ceremonia solemne de la inauguración, Adriana no pudo poner atención a nada; oyó por intervalos el cuchicheo de las personas que tenía cerca de sí, el discurso de circunstancias que leyó una señora, en el estrado, junto al arzobispo, y todo aquello le produjo un efecto indefinible, algo así como sucede a quien despierto apenas no alcanza todavía a comunicarse con la realidad. Y tal estado de su espíritu no cambió cuando la gran concurrencia apiñada salió de la sala, haciendo bulliciosos comentarios que la aturdían, y demostrando un contento que resplandecía por igual en todas las caras. Se encontró con amigas. Tuvo que mezclarse a sus conversaciones, responder a las preguntas y a las alusiones gentiles; algunas le daban bromas con Muñoz, otras con Julio. Ella respondía al azar, equivocándose en las palabras, y hasta saludó dos veces a un señor que le presentó Charito. Tenía la sensación de que todas las gentes vivían ciegas en el mundo, asediadas por multitud de preocupaciones triviales que las absorbían y les quitaban el sentimiento de una realidad más profunda.
Iba cesando el rumoreo mundano. Las damas de la Comisión, después de conversar un rato con el arzobispo, salieron acompañándole. Sólo quedaban dos o tres grupos de personas. Uno de éstos lo formaban Adriana, Lucía y Julio. Charito, secretaria de la Comisión, se había reunido a departir todavía con las damas y el arzobispo, después de prevenir a sus compañeras que no debían irse sin ella.
Adriana miró a Julio. La avasalló un deseo ardiente de compartir con él todo lo que se agitaba en su alma.
Pronto Lucía los dejó solos junto a la iglesia cuyo atrio había quedado desierto.
—Escúcheme, Julio—comenzó ella—hasta ahora nunca he alcanzado a decirle lo que significa usted para mí...
—No importa, Adriana. Las palabras hubieran tal vez empobrecido la claridad que de usted me llega. A veces me imagino en el caso de no verla nunca más, y siento que continuaría queriéndola lo mismo, siempre. Aunque... si a usted la pierdo, Adrianita, viviré sin vivir.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero escúcheme, tal vez pueda expresarme... Si ahora soy buena, lo debo a usted; seguramente es la mía una bondad transitoria, que sin usted moriría. Lo veo tan rendido a mí, tan humilde, tan bueno, cuando podría tenerme completamente dominada, subyugada, y ¡jugar conmigo como con una pobre criatura sumisa! No sé: a veces pienso que si yo pierdo toda clase de orgullo y de maldad es porque usted no quiere usar del imperio que tiene sobre mí. Y debe ser esta delicadeza suya la fuerza que más me domina. No, no se podría querer más, Julio, no existe dicha comparable a esta mía. A veces tengo miedo, se me ocurre que algo ha de sobrevenir para dañarnos, para deshacer toda esta trama de ilusión. Cuando estoy sola, en casa, siento impulsos de correr a buscarlo y sentirme suya y rechazar ese algo que podría quitarnos la dicha que quiero. Y ahora, Julio, aguárdeme aquí con ellas. No me diga una palabra, déjeme, voy a entrar en la iglesia. Voy a rezar ahora que todo el mundo se ha ido. No, no me diga una palabra, no podría resistir, ahora, una palabra suya.
Y corrió, muy alterada, hacia el interior del templo.
Un hombre de cabeza crespa y rojiza, vestido con traje de pana, andaba apagando los cirios en el silencio de la pequeña nave. Adriana buscó un rincón de penumbra y se recogió bajo una Virgen en cuya cara pintada groseramente habían figurado lágrimas de cristal. El hombre vino, caminando sin ruido; con su largo palo apagó, por encima de Adriana, los dos cirios que alumbraban el pobre altar. Ella se anegó en una vaguedad dulce y profunda. Murmuraban en su alma las sensaciones de aquellos días, y la asaltó el escrúpulo de que se juntaban a la unción de su espíritu vestigios profanos. Cerró entonces los ojos, apoyó la frente en los pies de la imagen.
Algo, poco a poco, la enajenaba, algo que ya no era sensación ni sentimiento, sus ideas se perdían hacia un fondo de claridad interior, infinita; un vago canto la transportó. Y la iba abandonando toda noción del mundo, en esta irradiación y en este vago canto; su propio ser se desvanecía...
Algunos minutos después abrió los ojos y se miró las manos llenas de lágrimas que no había sentido correr. Le pareció que había dormido un sueño de siglos y que en la profundidad de este sueño había experimentado un júbilo sin límites, intraducible por acentos de la tierra.
Atravesó de nuevo la pequeña nave. Casi no sentía el suelo bajo los pies. El hombre de cabeza crespa aguardaba a que ella saliera para cerrar las puertas del templo.
—Puedes leerla también, ya no quiero tener ningún secreto para ti. Has vuelto a ser mi hermana querida.
Adriana, diciendo esto, retuvo a Raquel y leyeron juntas una carta que le habían traído de Muñoz. Le anunciaba su intención de irse al campo, por una temporada muy larga. "Hágame saber, concluía, si podrá recibirme en su casa. Es una súplica; en caso de no obtener contestación iré a casa de Charito, de todos modos, esta noche, por si usted resuelve hacerme la caridad de atender algunas últimas palabras mías".
—¡Pobre muchacho!—suspiró Raquel.—Pero tú no debes ir, porque sería alentarlo.
—No, no iré; no podría ir.
Y Adriana, entristecida, se cubrió la cara con las manos. Pero luego, tomando la carta se puso a romperla, lentamente, en pedacitos que echaba al suelo, uno por uno. Y su lástima se desvanecía en la sensación de su dicha.
Recordando que no habían convenido con Julio dónde se verían esa tarde, decidió ir a casa de las Aliaga. Acaso Julio estaba allí. Por otra parte, la anemia de Laura le había dejado una penosa preocupación. La recibió Carmen con aire muy alegre; pero esquivando su mirada parecía reprimir con trabajo las ganas de reír.
—José Luis, dijo al fin, viene ahora casi todos los días, ¿sabes?
La alegría iluminó también la cara de Adriana. Carmen comenzó entonces a reír con todas sus ganas.
—¿Se ha reconciliado con Laura?
—No, ¿por qué se te ocurre eso?
—Si dices que viene ahora todos los días...
—Pero Laura no es la única que puede inspirar amor... Imagínate: ¡ahora me festeja a mí!
—¡Te festeja a ti!
—Sí; Laura ya no le interesa... ¿Pero por qué te pones triste?
—¡Oh, no, no! Y Adriana le tomó las manos, procurando también reír.
—Los muchachos como José Luis—prosiguió Carmen—sirven para distraerle a una la pena del gran amor que nos hace falta. Es muy posible que venga hoy.
Hablando así la llevó a su cuarto. Se miró en un espejo, atentamente, y con la punta del peine hizo caer sobre la blancura mate de su frente una ligera mecha del fino cabello dorado. Se puso después un poco de rojo en las mejillas y humedeció sus labios con agua de rosa.
—¿Ves como estoy así más linda? No creas que tengo costumbre de pintarme; solamente me pinto cuando estoy demasiado pálida, como hoy, por una razón estética. No hago más que igualarme, igualar mi cara a la que tengo los demás días. Volviendo a José Luis, yo no pienso hacerle caso. Pero me hace mucha gracia oírle decir aquellas mismas cosas que en otro tiempo eran para Laura. No ha cambiado de vocabulario. Tiene todo un catálogo de galanterías preciosas. Pero verás. Ayer nos habíamos quedado solos. Empezaron las palabras dulces. De repente le interrumpo:—No, no quiero que me diga "eso". Se quedó él asombrado.—¿Por qué, Carmencita?—Porque "eso", textualmente, ya se lo escribió usted a Laura en una carta hace años. Se puso todo colorado. Un poco de caso le estoy haciendo, claro está. Pero no creas que Laura se ha resentido. Al contrario, me estimula. ¿Sabes que ahora tampoco la comprendo a Laura? Algo raro debe pasarle. Creo que a José Luis le tiene desprecio. Y está delgadísima, la pobre. Hoy llamamos al doctor Castro Fernández. Nos dijo que la anemia se agrava y que conviene llevarla al campo, en cuanto empiece la primavera.
Adriana sintió que el corazón se le oprimía.
—Ah, ¡cómo has podido reírte así!—murmuró casi sin voz.
Carmen también se entristeció. Pero pronto, animándose de nuevo:—Laura y Zoraida están ahora arriba con abuelita. Vamos nosotras al cuarto de Laura. La vi escribiendo hoy por más de una hora, en su diario. Puede ser que hallemos la llave del armario... ¿Comprendes?
Subieron. El diario estaba allí, sobre la mesita escritorio; Laura había olvidado guardarlo.
—¡Qué casualidad divina!—exclamó Carmen; y en seguida, ávidamente, se dispuso a leerlo. Adriana se sentó junto a ella, pero sus manos temblaban. En las hojas de aquel ancho cuaderno de satinadas tapas negras, presentía una dolorosa revelación.
En tanto Laura, recordando vagamente que había dejado el diario en la mesita, bajaba la escalera del vestíbulo. Pero se paró, indecisa, como retenida por una preocupación. Los hermosos ojos se quedaron mirando el vacío, con aquel su modo de juntar la negrura de las pupilas con la negrura de las pestañas. En su cara se habían afilado las líneas de la nariz, las sienes acusaban finamente el rasgo de las venas azules. Parecía una cara tallada en marfil.
Abajo el pesado péndulo del reloj llenaba la amplitud del vestíbulo con un ruidito inquieto, triste.
Laura siguió bajando. Pero cuando ya se dirigía a su habitación, donde hubiera sorprendido a las lectoras de su diario, oyó sonar el timbre de la puerta de calle. Entró Julio.
No cambió la mirada de Laura.
—¿Quiere subir ya? Algo enferma está hoy abuelita. ¿Por qué tantos días sin venir?
Y su voz, arrastrando ligeramente las sílabas, tenía un dejo resignado, manso.
Se sentaron.
—Usted también está enferma—murmuró Julio. Y mientras la iba observando, el sufrimiento de Laura se comunicaba a su semblante.
—Hoy Adriana no está, dijo ella. Hace días que tampoco viene... Ojalá llegara...
—¿Por qué, Laura?
—¡Se querrán ya tanto, usted y ella!
Era la primera vez que Laura, hablando con Julio, aludía a esta pasión.—Tal vez a usted le sorprenda oírme hablar así... o más bien... debe haberle llamado la atención de que únicamente yo no le diese nunca una broma con Adriana. Confiese que le ha sorprendido.
—Me hizo pensar, más bien...
—¿Lo inquietó? ¡Qué tontera! Yo esperaba, para darles bromas, y para ayudarlos, que se enamoraran los dos completamente. Antes de resolverme, en un asunto tan grave, quería comprobar que se trataba realmente de un gran amor.
—Esperaba usted eso... Y en caso...
—Sí, eso, convencerme de que había sobrevenido, para ustedes dos, la pasión ideal; que usted le daría efectivamente esa dicha que sólo se realiza para una muchacha entre miles que la hemos soñado y la estamos soñando con el mismo deseo, con la misma ternura... En fin, usted penetra en las almas con tanta fineza... Yo sé porqué se queda callado. Me hace gracia. En sus ojos lo estoy leyendo todo, Julio. Hasta la pena de seguir mirándome, para no traicionarse. Soy una perversa, le estoy sugiriendo cantidad de cosas que naturalmente le hacen sufrir. Es que me aburría tanto, hoy, y esta idea de que me llevarán al campo, por la anemia... Y como me aburría, me propuse hacer una experiencia; pero todo es broma... Ahora, seriamente: antes usted era para mí un amigo mejor, más franco, más bueno; los dos conversábamos con frecuencia, y llegué a verlo como mi amigo único, un amigo insustituible, casi como un refugio... Ya ve, ésta sí que es una gran confesión.
—¿Y he dejado de ser su amigo?
—Por lo menos ya no es el mismo. Yo me explico muy bien su adoración por Adriana, y yo a ella la quiero también, con toda mi alma. Y en mi cariño de amiga hay además un mérito que no tiene la adoración suya... Un mérito que usted ha de ignorar siempre...
—Ahora, Laura, usted me habla con ese modo de intimidad que me gustaba tanto... en las raras veces que usted me la concedía... Pero por la pena de verla tan delgada y con esa carita de enferma, no puedo hacerme toda la ilusión de que la amistad antigua continúa.
—Es por otra cosa que no puede hacerse la ilusión. Pero no importa, me parece divino que hablemos encerrados los dos en la reminiscencia de esa intimidad antigua.
Un brillo de febril alegría animó en un relámpago los ojos de Laura.
—¿Acaso ya no somos los mismos?
—Yo sí, Julio.
—No hablemos con enigmas. Usted cree, Laura, que mi amor por Adriana...
—¿Su amor por Adriana? ¡Ah! Usted anda despistado. Está imaginando cosas que no tienen ningún fundamento. Nada hay de lo que usted sospecha. Así, es inútil que me hable con ese modito de lástima.
—¿Pero qué sospeché yo? Le pido, le suplico que me hable con sencillez.
—No puedo hablarle con sencillez.
—¿Yo sospeché?...
—La sencillez sería el silencio, y por demasiado tiempo he hablado en esa forma. También tiene su atractivo hablar complicadamente. Porque todo cansa, Julio, hasta la poesía del silencio. ¿Cómo le gusto más? ¿Silenciosa o habladora? Créame que estoy azorada y que me desconozco. No me soñé nunca semejante conversación. No haga caso, Julio. Hablo así por la alegría de volver a conversar con usted.
—Y sin embargo desea, me lo ha dicho, que llegue Adriana.
—¡Y usted también, Julio! Usted más que yo... Si llega, no la dejaremos subir. Nos quedaremos aquí, los tres, conversando sinceramente, hasta confesar la intimidad más íntima de nuestros corazones. Le propongo una cosa que será muy original: repetirle a ella hasta la última palabra de nuestro diálogo, y después decir todo lo que pensamos y todo lo que sospechamos. Será divino. Y entonces ya verá usted que sospechó mal... Si "eso" fuera cierto, ¿se imagina que yo se lo hubiera dejado adivinar nunca?
—¿Adivinar que usted pudiera quererme?
Laura, sorprendida por la inesperada pregunta, bajó los ojos y se puso a reír; sus mejillas se habían coloreado.
—"Eso" sería un secreto mío que no podría sospechar usted nunca, suponiendo que fuese cierto.
—¿Y no es cierto?
—Claro que no, Julio.
Y Laura, excitada, embellecía extraordinariamente. Sus ojos arrojaban un brillo cada vez más febril.
—¡Laura! llamó Zoraida desde arriba.
—¿Qué quieres, Zoraida?—preguntó ella con tono de júbilo.
—¿Con quién estás?
—Con Julio. Ya iremos.
Luego, subiendo la escalera, su rostro recobró la calma, y dijo a Julio en voz baja:—Ya ve usted que no hay motivos para sufrir, ni usted ni yo. Ha sido una suerte que Zoraida llamase... He pasado unos días de pena muy íntima, tanto que tal vez hubiese concluido por desahogarme, por decirle toda la verdad... Que lo quiero como a un hermano... o todavía más que a un hermano.
Ya llegaban. Se paró:—Por eso voy a pedirle una cosa, un favor... escuche, no entremos todavía. No dejen pasar tanto tiempo sin venir, usted y Adriana. Y cuando se casen... no nos olviden tampoco, vengan siempre, vengan, por favor. Prométalo que vendrán, por lo menos en los primeros meses...
Y Julio, mudo, la contemplaba con un asombro triste.
Carmen apoyó las manos sobre las páginas abiertas del diario de Laura, para impedir que Adriana leyera ante todo, como pretendía, algo de las páginas últimas.
—Por favor, Carmen, sólo tres líneas, para sacarme la curiosidad de lo que ha pensado ahora, sobre la vuelta de José Luis...
De pronto se arrepintió de haber venido ese día.
—Tengo miedo, murmuró, ella podría aparecer, sorprendernos... Oye, creo que ha entrado alguien; están hablando.
Se levantaron, pero Carmen oprimiendo contra su pecho el diario abierto. Alcanzaron a escuchar la voz de Laura y Julio que conversaban muy cerca, en el vestíbulo.
—Ya irán a la pieza de abuelita.
—Quién sabe... dejemos esto. Es una mala acción.
Aguardaron algunos minutos hasta que les oyeron subir llamados por Zoraida.
—Dejemos esto, suplicó Adriana casi trémula.
—Entonces he de leerlo sola. Debe ser todo una novela.
—Lee, Carmen.
Empezaron:
"Septiembre 22 de 19...
"Hace varios días conocí a José Luis Aguirre. Presiento, no sé por qué, una pasión. Dios quiera que sea la única de mi vida y no se cumpla ese mal augurio de Zoraida. Dice ella que para nosotras sólo puede haber amores desdichados. Lo repite tanto que ha llegado a darme un poco de susto. Además, allí está el recuerdo de mamita. No importa; si José Luis llega a quererme, yo le corresponderé. ¡Qué suave y qué raro es el comienzo del primer amor! Siento que pronto me dominará la delicia de adorarlo..."
—Por favor, Camucha—interrumpió Adriana—no leamos más, yo sé por qué te lo digo. Dejemos esto.
—No, estás loca. ¡Y te has puesto pálida! No tengas miedo, tonta. Después subimos. La miramos con cara de muy inocentes y nunca llegará a sospechar nada. Oye; yo la miraré así, bien en los ojos; ¿se me conoce algo?
Y siguió leyendo:
"...me dominará la delicia de adorarlo. Tía lo ha invitado a pasar una temporada en la estancia, para el verano. El año pasado estuve allí. Me distraje leyendo Ivanhoe y Romeo y Julieta y pensando en lo que podía guardar para mí el porvenir. ¡Qué idea absurda la de Zoraida! La vida es amor, nada más que amor".
"Ayer he cumplido quince años".
Carmen levantó los ojos pensativa: Yo pronto cumpliré veintiuno y el gran amor no viene...
—Lee, por favor.
En las páginas que seguían, Laura contaba larga y minuciosamente su amor con José Luis. Lo más conmovedor eran las interpretaciones que ella hacía respecto de cualquier frase que le escuchaba; siempre Laura les prestaba una significación que no tenían, por embellecerlas y dejar que recayera sobre él un mérito más alto.
Carmen se interrumpía, para comentar cada cosa del manuscrito. Pero Adriana la apuraba con impaciencia, angustiada; ya no hubiera podido arrancarse a la ansiedad con que devoraba los secretos de Laura. El diario, después de referir las dolorosas consecuencias que tuvo la intervención de Zoraida, aparecía con una página en blanco.
Luego se reanudaba, según la fecha, siete años más tarde.
"5 de junio de 19...
"¿Podría asegurarse que la intervención de Zoraida ha sido realmente un mal para mí? José Luis no brilla en mi recuerdo con el prestigio de antes. ¿Volvería a quererle, si las circunstancias lo trajeran otra vez aquí? No lo creo. Aquello ha muerto para siempre. Más todavía: muchas veces cuando releo las dos cartas suyas que no quise devolverle, y cuando ahora pienso en su cariño y en las cosas que decía, me cuesta trabajo concebir cómo él pudo llegar a trastornarme tanto. Hay alguna espontaneidad, alguna frase sentida entre otras muchas vulgares y de mal gusto, tontamente literarias..."
—¡Oh! ¡Y a mí que me parecían divinas!—exclamó Carmen. ¿Estaría yo enamorada, también?
—Cállate, Camucha, no tenemos tiempo de conversar ahora. Hagamos los comentarios después.
Continuaron leyendo:
"Sí, acaso debo más bien agradecerle a Zoraida lo que hizo entonces. Acaso... No puedo saberlo todavía. El porvenir vuelve a espantarme".
Seguían muchas páginas referentes a un período de indecisión, reflexiones escritas sin la sospecha siquiera de que otros ojos que los suyos pudieran leerlas nunca; el alma de Laura asomaba por ellas con toda su gracia interior, como una vestal que descubriera sus hechizos a la luna. Adriana las leía con encanto, sus ojos y sus labios sonreían. Pero pronto le volvió la inquietud. Laura contaba sus impresiones de Julio.
"12 de noviembre.
"Julio se quedó anoche hasta muy tarde. Retraídas como vivimos, su compañía nos resulta inapreciable. Es un amigo leal. En realidad, no creo que puedan encontrarse fácilmente muchachos así. Lo digo pensando en los mismos parientes nuestros, aunque sólo de tarde en tarde nos tratamos con alguno, y por los amigos que suele traer Eduardo. Hay en ellos no sé qué de superficial o de incomprensivo. ¿Cómo diré? Aunque sean inteligentes, carecen como quiera que sea de suficiente tacto espiritual".
"22 de noviembre.
"Eduardo tiene de Julio la más alta opinión. Todavía más alta es la opinión mía. ¡Qué interesante y qué bueno es! Me hace mucha gracia cuando la pelea a Camucha, por broma. Pero ella es viva y le contesta con habilidad.
"Hoy, cuando él vino, se había puesto en una postura romántica, el codo en la rodilla y la cara apoyada en el dorso de la mano. Julio la comparó con "El Pensador" de Rodin. Ella se quedó callada.
—"¿Una pena de amor?
—"Peor que eso, Julio. Me ha pedido Lorenzo en matrimonio, y Zoraida no sabe qué contestar.
—"Lorenzo... Lorenzo...—Julio quería recordar. Había oído ese nombre varias veces en la casa.
—"Dile quién es, Laura, para que él nos aconseje.
"Le dije quién era, un viejecito algo opa, que fue peón en la estancia nuestra.
"Y Camucha, sin cambiar de postura, le explicó muy seria:
—"Figúrese, Julio; cuando Zoraida era criatura la llevó en los brazos, y ahora quiere llevarme a mí al registro civil.
"En realidad, yo creo que si en vez de Lorenzo la pidiera Julio... ¡Quién sabe! Es capaz de estar un poquito enamorada. Por eso pelean".
Carmen suspendió la lectura para protestar vivamente.
—¡Qué desatino! No lo creas, Adriana, no lo creas. En todo caso a ella, tal vez, en aquel tiempo, le gustaba Julio.
Adriana suspiró y la obligó a continuar, volviendo otra hoja del manuscrito. En su cara había cada vez más ansiedad, más angustia. Pero el manuscrito se interrumpía nuevamente, para reanudarse tres meses más tarde.
"4 de marzo de 19...
"¡Cuánto tiempo sin escribir en mi diario! Estoy desganada, triste. Algo raro pasa en mí. Ni quiero pensarlo. Pensar es inquietarse, sufrir".
"5 de marzo.
"¡Qué cosas lindas ha dicho Julio esta tarde, así, al azar de la conversación! Y no acostumbra, como suelen hacerlo otros hombres inteligentes, abordar asuntos difíciles para demostrar que viven en un mundo de ideas superiores. Al contrario, nunca le he oído hasta ahora hablar sino de temas que nosotras comprendemos. Ese tacto que tiene su alma es lo que en él más me gusta. Hoy, por ejemplo, nos habló de un autor ruso, Nicolás Gogol. Nos ha hecho vivir durante media hora en un mundo de cosas primitivas y al mismo tiempo misteriosas, de seres raros, de sentimientos toscos y grandes. Y él, generalmente tan sereno, tan despreocupado, se apasionó. Este muchacho no podría enamorarse de una manera vulgar. Camucha estuvo graciosísima. A toda costa quería que Julio continuara hablando.—¡Más, más!, le decía; y quería seriamente obligarle a seguir".
—Me acuerdo muy bien, dijo Carmen, interrumpiendo de nuevo la lectura. Y como yo así le pedía que siguiera hablando, nos contó un cuento jocoso de ese mismo autor, titulado "La Nariz", sobre un panadero que un día se despierta, se mira al espejo y observa muy asustado que ha perdido la nariz. Y entonces, la mujer del panadero...
—¡Oh, Camucha, después me lo contarás! Ahora sigamos, que ella puede venir de un momento a otro.
—Sí, después te contaré, te morirás de risa.
"9 de marzo.
"¿Por qué conmigo no bromea nunca? Al contrario, me habla con seriedad. No deja de preocuparme esa curiosa diferencia que establece entre Camucha y yo. A Zoraida, en cambio, la trata... ¿cómo diré? con una especie de término medio: ni le da bromas ni la habla con esa carita tan seria...
"Sí, ¿porqué viene tan seguido a casa? ¿Por alguna de nosotras? Camucha, a la menor sospecha se entusiasmaría en seguida".
—¿Y ella?—saltó Carmen. ¿Te crees que ella no estuvo tal vez enamorada de Julio? ¿Cómo se explicaría, si no, esa manera de apuntar tan minuciosamente todo lo que a él se refiere?
Adriana no la miró, no habló. La mano le temblaba sobre el manuscrito abierto. Iba surgiendo, desgraciadamente, la revelación temida, aquello que fuera sólo indecisa sospecha, ligero fantasma rechazado siempre, pero que no había cesado de rondar invisible, a sus espaldas. Su alma se llenó de desesperación. ¿Y cómo era posible que Carmen no comprendiera todavía?
"16 de marzo.
"Largo rato estuve hoy hablando con Julio, sólos. Me comprende bien. ¿Qué clase de sentimiento es este que se va formando entre nosotros? Una muy delicada amistad, tal vez... Su voz parece que tuviera un alma".
"25 de marzo.
"Se diría que Julio Lagos no es feliz. Idealista, demasiado idealista. Se queda encantado cuando yo le cuento alguna intimidad mía. Alguna intimidad disfrazada, naturalmente. Le dejo ver un chiquito de mi alma, alguna rareza mía, y después me asusto de que él pueda adivinarme toda".
"28 de marzo.
"Hemos jugado anoche a la lotería por moneditas, con Julio y varios muchachos que también estuvieron. Pero Julio y Eduardo nos dejaron temprano. Claro, la lotería resulta un juego tan tonto, y tenían tan poca gracia los chistes que hacía uno de los muchachos. Y comenzó por el chiste más desagradable: sentarse al lado mío, cuando Zoraida le había ya indicado ese asiento a Julio".
"21 de abril.
"Hace dos semanas que Julio no viene. ¿Por qué? Es cierto que antes estaba a lo mejor meses enteros sin venir. Sin embargo, ahora lo extraño, lo extraño mucho".
"22 de abril.
"Hoy nos visitó Adriana Zumarán. Estuvo una vez el año pasado y entonces fue una gran sorpresa para nosotras. Yo me pregunto si ella sabrá o no lo que pasó con su papá.
"Será una gran amiga. Sin embargo, su visita me ha dejado triste".
"30 de abril.
"Anoche Julio nos leyó, a Carmen y a mí, Ligeia de Edgardo Poe. ¡Cómo siente y hace sentir las cosas realmente divinas!
"Seguramente Julio no se enamorará nunca, si no encuentra en el mundo un ser así, sobrenatural, como Legeia. Afortunadamente, no hay Ligeias..."
"3 de mayo.
"Hoy volvió a visitarnos Adriana Zumarán. La llevé a mi cuarto, le mostré mis libros, le presté uno. Estuvimos conversando mucho. No podría soñar, como amiga, nada mejor. También a Zoraida y a Carmen les gusta mucho. Abuelita nos ha reprochado que no se la hubiésemos llevado, para verla. Ella conoció mucho a los bisabuelos de Adriana".
"12 de mayo.
"Ya somos con Adriana las más íntimas amigas. ¡Qué admirable su espíritu, su modo! Nos queremos entrañablemente. Hay en ella una sensibilidad finísima. Todos los elogios serían pocos para ella".
"13 de mayo.
"Decididamente Julio nos ha olvidado. ¿Diré a Camucha que le escriba?
"14 de mayo.
"Finalmente Julio ha vuelto. Lo hemos cargado de reproches, sobre todo Camucha. Zoraida tuvo que reprenderla por una broma bastante atrevida que le dio. Y ella lo hace de inocente, porque no se da cuenta de lo que significan ciertas cosas. No contenta con eso se puso a contar un sueño rarísimo, lleno de disparates tan atrevidos, que Zoraida y yo nos pusimos coloradas. ¡Y Julio, cómo se reía!
"Al fin no dio ninguna explicación del por qué había faltado tantos días. Alguna aventura, con seguridad.
"Zoraida lo ha invitado para mañana a comer".
"15 de mayo.
"Mientras oíamos la música de Zoraida, en el piano, Julio me ha mirado mucho. Yo me fingía absorta en la música. Como una puede ver sin necesidad de mirar, noté que él no cambiaba de expresión, me miraba y sin embargo parecía distraído de mí.
"Tengo siempre un miedo mortal de decir alguna cosa que le desilusione o que no corresponda a la idea pura que debe haberse formado de mí. Que no le soy indiferente, es seguro. Pero procura descubrirme, tal vez le intrigo algo. Quisiera confiarme a él, contarle cosas de mi alma... Pero no puedo. A veces sufro cuando nos quedamos solos.
"El gran problema a resolverse es este: si el final desdichado de mi amor con José Luis ha sobrevenido para darme la ocasión de una felicidad más grande, más verdadera, la única, la indecible felicidad que sueño, o al contrario, para hacer que caiga sobre mí una desdicha todavía más irreparable y más triste".
Ambas levantaron los ojos del manuscrito y se miraron con desolación. Adriana sintió que el corazón se le desgarraba.
Le pareció que el fantasma temido tomaba formas y se sentaba frente a ella, familiarmente, con una sonrisa de curiosidad irónica bajo la sombría capucha.
Siguieron leyendo.
"20 de mayo.
"Yo le demuestro ahora una gran indiferencia. Me aterra la idea de que él adivina las preocupaciones mías. Me aterra, también, que yo pueda enamorarme inútilmente. No debo ser el ideal de Julio. No existe su ideal.
"Cualquier galantería suya me halaga de un modo indecible. No puedo creer que mi cariño por él esté condenado a vivir ocultamente, para mí sola".
"22 de mayo.
"Esta tarde, con gran espontaneidad, me habló de su vida, de su infancia, de lo que ha buscado inútilmente cuando cortó sus estudios y viajó por Europa. Para realizar grandes cosas sólo le ha faltado un amor que le diera alas. Es un idealista imposible. Sus confesiones me impresionaron, claro está, porque yo también soy una idealista imposible. Tuve que bajar los ojos y luego fingirme distraída, para que él no pudiese advertir la exaltación que me producían sus palabras. Mi actitud le ha sugerido seguramente una idea errónea. Me dio cierta lástima cuando noté que la incomprensión mía le hacía sufrir. Es curioso lo que sucede entre nosotros. Yo lo desconcierto sin querer. Es que yo misma tampoco sé qué pensar con respecto de mí. No responde a coquetería ni menos a cálculo mi modo de ser. Pero existe en el interior mío una muy curiosa inconstancia: de pronto me posee un deseo ardiente de que nuestra amistad se convierta en amor, y al rato rechazo como absurdo semejante anhelo y prefiero prolongar indefinidamente esta situación ambigua, para que él pueda seguir añadiendo a los encantos que tengo los hechizos que me faltan. ¡Cómo debo haber embellecido en su imaginación! Si sobreviniera la intimidad sentimental con él, tendría que despedirme, a la larga, de las mejores prendas con que él me adorna; en cambio, como no sé hablar, las prendas que realmente poseo quedarían invisibles, de todos modos. No podré nunca, por ejemplo, describirle un ángel que se posesiona de mí cuando en él pienso..."
"27 de mayo.
"Ya nada puedo esperar y acepto lo que disponga Dios. Vino Adriana, y Camucha nos hizo bajar a Julio y a mí; se miraron con curiosidad, ella y él; pude notar en los dos, el deseo de hablarse, de tratarse íntimamente".
"4 de junio.
"Hoy he pasado dos horas con Adriana, conversando sin interrupción, de mil asuntos y de Julio. ¡Con qué naturalidad hablé de Julio! Ella ni nadie hubiera podido sospechar que se trataba de mi pasión. Le dije que era nuestro mejor amigo, nuestro único amigo de verdad, lo puse por las nubes. No sé por qué lo hice. Mientras hablaba, comprendía muy bien que mis palabras le aumentaban el prestigio. En mí existe una necesidad muy inexplicable de atarme a ella. La acaricio y la beso con una especie de sinceridad dolorosa".
"5 de junio.
"El pensamiento de que Adriana y Julio pueden enamorarse, ha hecho avivar mi pasión. Ahora, sí, es una verdadera pasión. Lo veo de continuo en mi pensamiento, lo siento en mi alma y me cantan en los oídos las palabras que llegó a decirme. Estoy arrepentida de no haber precipitado las cosas entonces; para entrar en su alma con más prestigio, hice demasiado misterio y concluí por sugerirle, acaso, la idea de que se estaba él engañando y de que yo carecía de capacidad para el gran cariño soñado. Cuando él buscaba la intimidad mía, cuando con tanta reserva y tanta habilidad procuraba vencer mi resistencia tonta, yo, en vez de sonreír enigmáticamente debí abrirle mi corazón. ¡Qué júbilo hubiera él tenido, con qué abandono nos hubiéramos puesto a querernos!"
"6 de junio.
"No está todo perdido. ¡Qué mal hice de ponérselo yo misma por los ojos! En adelante ya no le hablaré más de Julio. Realmente no tengo motivos para pensar que mi felicidad se ha desvanecido. Han vuelto a encontrarse hoy. Ni en él ni en ella he notado nada de particular. Hasta se han hablado con cierta indiferencia. Seguramente el otro día yo he visto visiones. Ella hoy se fue temprano. El saludo que se hicieron sólo demostraba afecto amistoso. Claro está que si cometo la torpeza de pintárselo como un héroe, ella no podrá menos que enamorarse.
"Decididamente mi opinión es esta: con el recuerdo de la ocasión en que se hablaron con tanta galantería, el año pasado, los dos se habían llenado la imaginación y deseaban volverse a ver; se vieron y la pasión no se produjo. Yo deseo infinitamente que así sea. La esperanza de mi vida volvería a brillar.
"Sin embargo, si esa indiferencia no fuera sino fingida, en los dos...
"Nada hay peor que esta clase de incertidumbres. Para distraerme, para arrancarme un poco la preocupación, acompañé a Camucha al taller de repujado que tiene una profesora francesa. Son muchas las señoras y las niñas que aprenden ese trabajo. Camucha está en la tarea muy seria de un bargueño. Quién sabe cuándo lo terminará, porque no permite que nadie la ayude. Ella se lo piensa regalar a abuelita, y la verdad que el bargueño haría juego con el armario y con la cómoda. Yo desde el lunes también comenzaré a ir".
"11 de junio.
"Hoy Adriana trajo violetas, que Zoraida puso encima del piano. Nos quedamos conversando, todos. En cierto momento Julio se levantó, y pasando junto al piano, se detuvo a mirar las flores. Fingiendo que aspiraba el perfume, las tocó con los labios. Lo hizo tal vez distraído".
"12 de junio.
"Tengo un gran desgano para todo; no he querido ir al taller de repujado. Me sorprenderían a cada rato dejando el punzón para ponerme a pensar. Cuando tomo un libro, obligándome a mí misma a leer, ocurre que al poco rato ni sé lo que estoy leyendo. Comencé una novela que, según dice Zoraida, es interesantísima. No he podido pasar del segundo capítulo. Han dejado de interesarme, ahora, los dramas puramente imaginados y la hermosura del estilo me entristece, no sé porqué.
"No puedo quitarme la visión de Julio cuando tocó con los labios, como distraído, las violetas de Adriana.
"Hasta los dramas reales han dejado de interesarme. Hoy Camucha entró corriendo para contarnos cómo acaba de romperse el compromiso de una prima nuestra que iba a casarse el mes que viene. Una cuestión de intrigas, complicadísima, y ella que amenaza con envenenarse. Una hora estuvo Camucha contando los detalles. Yo la oía sin escucharla. Entonces sucedió algo cómico. A propósito de lo que contaba reclamó mi opinión.—¿A ti te parece, dime?—Sí, Camucha, le contesté al azar. Todos pusieron una cara de sorpresa.—¿Entonces tú lo defiendes, a ese pillo? Yo había aprobado, sin vacilación, inconscientemente, la actitud del novio indigno".
"13 de junio.
"Anoche casi me desmayé. Se trata de algo tan penoso y desagradable que no puedo arrancarme a la impresión. He dado al hecho mayor trascendencia de la que tiene, porque en realidad ¿puede importarme algo, ahora, que Julio sepa o no sepa mi asunto con José Luis? ¿Acaso abrigo todavía esperanzas? Estábamos en el comedor conversando, cuando a Camucha se le ocurrió hablar de mi antigua pasión por José Luis. Yo sentí como si me dieran un golpe en el pecho y no pude dejar de mirar a Julio. Noté muy bien en su cara una pequeña sorpresa y también se me ocurrió que la noticia le producía algo así como un desencanto. ¿Me habrá puesto demasiado alto, me habrá figurado inasequible cuando parecía festejarme? Todo esto se junta en mi alma con reflexiones oscuras y me sería difícil escribirlo. Pero no me cabe duda de que él, al notar cómo yo me conturbaba, fingió no oír la frase de Camucha. ¿Para qué fingió? ¿Sabe que yo lo quiero? ¿Lo adivinó en ese momento al pensar, lógicamente, que yo le había ocultado esa pasión? No puedo salir de las conjeturas".
"14 de junio.
"¿Por qué se habrán conocido? Tal vez ella hubiera sido feliz con otro. Yo, en cambio, sin él estoy perdida. Lo que me mata es una duda egoísta. Tengo el deseo, la esperanza última, de que no lleguen a un amor duradero. Me pongo a pensar, a meditar horas y horas sobre qué clase de sentimiento puede haber entre ellos. Dicen que una pasión violenta pasa pronto; en tal caso, ojalá se quieran con la pasión más ardiente, hasta la locura, ojalá lleguen a los minutos de la dicha más grande, a la embriaguez de la dicha, ojalá sean felices como jamás podría serlo nadie. Mi alma, mi corazón, los bendecirá. Y después, después... que el uno al otro se dejen para siempre. ¡Yo entonces lo llamaré, yo misma lo llamaré; y si ha quedado triste, mi consuelo será como una dulzura tibia, tomaré para él una delicadeza de lirio, y seré tan íntegramente suya que nada podrá nunca más separarnos!"
"30 de junio.
"¿Por qué vienen ahora con tan poca frecuencia? Estoy segura de que se ven en otra parte. Se me ocurre que ella ha sospechado.
"Y yo conservo por Adriana, cosa curiosa, una simpatía íntima, mientras comprendo que toda la desdicha me viene de ella. Ya ni yo misma me entiendo. Hubiera preferido mil otras rivales. Es muy extraño que no la pueda odiar ni tampoco dejar de quererla mucho. Si ella supiera el amor mío por Julio, estoy segura que tampoco me perdería el cariño. Al contrario ¡y yo le daría una lástima!
"Es una verdadera pena que se hayan conocido".
"18 de julio.
"¡Si mis hermanas comprendieran lo que me hacen sufrir con sus alusiones a José Luis! Parece que llegará pronto. Yo lo espero con indiferencia. Estoy segura que no sentiré ninguna emoción al volverlo a ver. Me mostraré con él tan amable como ellas; si es posible, más. Se sorprenderá mucho de no ver en mí sino la sonrisa amistosa. Pensará que finjo, que me han hecho coqueta. Le pareceré así más interesante.
"He tenido un susto, nunca en mi vida he tenido un susto igual. Esta tarde, en vez de guardar mi diario en el cajoncito del escritorio como hago siempre, lo dejé bajo el almohadón para seguir después escribiendo. Pero vino Adriana, y más tarde Julio. Camucha, no sé para qué, los trajo a mi cuarto. Después se sentó en la cama y empezó a jugar con el almohadón. De repente me acordé que allí estaba mi diario. Camucha es irreflexiva, no tiene conciencia de la gravedad de ciertas cosas. Corrí en seguida, saqué a Camucha de mi cama y me senté apoyando la mano en el almohadón. Todos me miraron sin saber lo que me estaba pasando. Para no parecerle a Julio una "tocada", saqué el diario y fui a guardarlo en el cajoncito.
"Pero Carmen se viene detrás mío a las calladas, me lo arrebata, sale corriendo y desde el vestíbulo se pone a llamar a gritos: "¡Julio! ¡Julio! ¡El diario de Laura! ¡Venga!" Yo me precipito, pero todos salen también detrás mío, y Julio, Zoraida y yo la acorralamos a Camucha contra la baranda de la escalera para quitárselo. Ella se defiende y quiere entregárselo a Julio. Yo la abrazo a Carmen para hacérselo soltar, pero con la agitación y con el miedo, me faltan las fuerzas. Llamo a Juana, la sirvienta, en mi auxilio. Todos gritamos. Por encima de mi cabeza Carmen levanta el brazo, tira el diario y Julio lo caza en el aire.
"Sucedió todo en un abrir y cerrar de ojos. Yo me quedé fría, mirando en las manos de Julio estas páginas que contienen, desnudas, tantas cosas íntimas y ardientes que a él se refieren.
"No sé si tuvo Julio la intención de abrirlo. No sé si lo hubiera hecho. Pero yo debí poner tal cara, con el susto, que dejó de reír y me lo entregó. ¿Me habré traicionado? ¿Habrá él adivinado?
"Tampoco Adriana se reía".
"3 de julio.
"Hace ya quince días que no viene. ¡Qué tristeza! Estoy adelgazando mucho. Dicen que es anemia.
"Esta mañana me quedé un buen rato delante del espejo, mirándome en los ojos, fijamente. No podría escribir lo que sentí. Me pareció leer, en el fondo de mis ojos, mi destino. Les pedí una expresión de esperanza, y sólo vi negrura. Ahora he perdido hasta la dulzura de la resignación".
"19 de julio.
"Me ha visto otro médico. Estuvo examinándome durante una hora. Creo que se sorprendió, como el doctor Castro Fernández, de no encontrar vestigios de tuberculosis. Dice que tengo pulmones de roble. ¡Qué exageración! Pero también recomendó que me llevaran a la estancia o sino a Mendoza, por el clima.
"Yo creo que me agravo tanto porque no me desahogo, porque no digo a nadie la pena que me mata. Claro que si los médicos supieran esto no andarían tan despistados. Castro Fernández preguntó, es cierto, si no había pasado disgustos, pero yo lo miré riendo, a todos los miré riendo. Y al médico se le fue en seguida la sospecha".
"22 de julio.
"Camucha me señaló en el diario la noticia de que José Luis ha llegado de Europa hoy. Gran indiferencia mía que a Camucha sorprendió muchísimo. Dice que hago "pose".
"Seguramente José Luis nos visitará".
"24 de julio.
"Adiviné: hoy nos visitó José Luis y anuncia para pasado mañana otra visita.
"Lo recibieron Camucha y Zoraida. Yo demoré bastante para salir. Habrá creído que era por arreglarme. Según dice Camucha, él no podía disimular su impaciencia. Después, como estaba invitado a una comida en la Legación de España, no hemos tenido tiempo de conversar mucho. Se mostró inquieto por mi palidez, nos aconsejó un viaje a Europa.
"Me ha sucedido con José Luis lo que yo preví, lo que yo sabía. Un poco de curiosidad por ver cómo había cambiado su cara y para explicarme el motivo de haberme enamorado tanto, en aquel tiempo. Ahora tengo casi la impresión de que no fue pasión mía".
"Agosto 5 (11 p. m.).
"Como el médico ha ordenado que me acueste temprano, ellas ahora todas las noches, para obligarme a obedecer, se privan de hacer sobremesa y de quedarse, como antes, levantadas hasta tarde. Se han puesto en cama y toda la casa está a oscuras, menos aquí, en mi cuarto. Con tal que no se despierten. ¡Qué raro me parece estar así, sola completamente, a esta hora, mientras todo el mundo duerme! Es como si esto fuera la soledad de mi vida misma. Pero en medio de este silencio, tengo en mí como una gran dulzura. Estoy libre de las angustias que me dominaban. Es como si no sintiera mi desdicha. Todo me parece más ligero y más claro.
"Adriana, hace ya dos semanas que no te vemos. Julio, algo más constante que tú, no mucho más, vino ayer. Es cierto que apenas estuvo durante media hora. Parecía triste, pero bajo esa capa de tristeza creí adivinar la plenitud de la dicha. No te guardo rencor ninguno, Adriana. Al contrario. Nadie sospecha la pasión que con tanto cuidado procuro ocultar, esta pasión que no me conocen Camucha ni Zoraida; y si, por desgracia, la sospecha influye para que dejes pasar tantos días sin venir, quiero hacer a toda costa que ella desaparezca de tu espíritu. Diré a Camucha que te escriba y cuando estés aquí hallaré la manera de persuadirte. Te daré bromas con él y reiré mucho, mucho; así me saldrá un poco de color en la cara. No quiero que mi desdicha sea una sombra en la felicidad tuya. Oigo ruido. Zoraida que se ha levantado."
"1 a. m.
"Me acosté delante de Zoraida, luego me finjí dormida. Ella misma apagó la luz, después de besarme en la frente. Me besó y se fue suspirando. ¡Qué buena es, qué íntima lástima me tiene!
"Adriana, mi único desahogo es escribirte aquí, en estas páginas que nadie ha de leer nunca. Pero se me ocurre que te escribo a otro mundo, donde un día, dentro de mucho tiempo, podrás leerlas sin que pueda hacerte daño su amargura. ¡Si supieras lo que a pesar de todo hay para ti en mi corazón! ¡Y si supieras la extraña alegría con que pienso a veces que voy a morir, idealizada por el sacrificio, perdonando a todos y bendiciendo tu gran amor a Julio! Pasé varios días mortales, es cierto, en que no hubo delante de mis ojos ni la sombra de la esperanza. Pero ahora ya no la tengo en Julio, ahora es otra clase de esperanza, muy distinta, aunque muy inexplicable. Inquietud ya no siento. Es algo así como si tuviera júbilo de morirme y dejarlos a ustedes felices. Yo quiero que se acuerden de la pobre Laura, pero sin sospechar nunca por qué se puso anémica y por qué murió..."
Adriana y Carmen no pudieron seguir. Las lágrimas les anegaban los ojos y caían sobre las páginas del manuscrito. Las dos se pusieron a sollozar. Oyeron un ruido de pasos ligeros que se acercaban. Apareció Laura. Hizo un ligero gesto de susto, al ver el cuaderno en las manos de Carmen; luego se llevó las manos a la cabeza como atontada por un golpe.
Adriana levantándose, caminó hacia ella, acercó su cara dolorida a la cara pálida de Laura y la abrazó con desatinada vehemencia, sacudida por los sollozos.
Parecían querer fundirse la una en la otra, para formar o un mismo amor o una misma desolación.
En tanto Zoraida y Julio, dejando a la abuelita, habían bajado también y conversaban con tranquilidad en el vestíbulo. De pronto oyeron los sollozos de Adriana; iban a levantarse, sorprendidos, cuando ella cruzó corriendo, con el pañuelo en los ojos y desapareció como una sombra por la escalera, sin oír a Zoraida que asomándose por encima de la barandilla la llamaba desesperada, a gritos.
Precisamente a esa hora del anochecer salía Muñoz de la casa de Julio. Le había esperado durante dos horas, a pesar de afirmarle el sirviente que no volvería antes de la una. Le hubiera esperado dos horas más, por la sensación de oscuro alivio que le produjo estarse allí, solo, y sentado al escritorio y entre las cosas de un hombre a quien odiaba ahora con toda su alma. Pero no se quedó más tiempo por cierto temor: había sacado de su marquito de plata un retrato de Adriana y después de romperlo se había metido los fragmentos en el bolsillo. Era indudable que el sirviente, al entrar, podría advertir la desaparición; le hubiera preocupado mucho menos la idea de que pudiese advertirlo Julio.
Nada le hacía más daño, en aquellos momentos, que el recuerdo cercano de la Adriana transfigurada por misteriosa luz de bondad, y no podía soportar la suposición de que la bondad le hubiese nacido con el amor a Julio. A éste le exigiría, y tal era el propósito de su fracasada visita, un esclarecimiento definitivo para sus tristes dudas. Lo malo estaba en que había escrito a ella suplicándole, para esa misma noche, la última entrevista en casa de Charito, contando con ir en seguida que Julio le pusiera al corriente de toda la verdad. Pero le tranquilizó la amarga evidencia de que Adriana no iría a casa de Charito. "¿Cómo pudo ocurrírseme, pensó, que ella me tendrá en cuenta ahora, justamente ahora que todas sus preocupaciones van hacia Lagos? Se habrán citado, con seguridad, en alguna parte, en casa de las muchachas fantásticas, por ejemplo. Tal vez han pasado toda la tarde allí. Y he sido tan torpe para no adivinarlo. Y habrán quedado a comer, los dos, para luego seguir conversando; por eso me ha dicho el sirviente que no volvería antes de la una".
Y Muñoz experimentaba una nueva y muy extraña sensación de desahogo revolviéndose en el corazón, mediante tales conjeturas, el puñal atravesado de los celos.
Pero no había andado veinte pasos por la acera, cuando vio llegar a Julio en un carruaje. Chistó al cochero, subió y se sentó al lado de su rival. Por la emoción misma no advirtió la falta de respuesta que había seguido a su breve saludo. Ambos bajaron del carruaje sin haber conversado una palabra.
—Debías echar a tu sirviente—dijo Muñoz al fin;—me aseguró que no volverías hasta la madrugada.
Luego le detuvo en el vestíbulo, por la idea del retrato desaparecido, cuyos fragmentos apretaba nerviosamente en el bolsillo. Entonces, como Julio, sin atenderle, se dejara caer en un sillón, le miró: había cerrado los ojos, palidísimo, y apoyaba la cara de perfil en el respaldo; una de sus manos colgaba inerte.
Se sorprendió Muñoz extraordinariamente. En seguida una alegría frenética le agitó. Adriana, sin duda, había hecho una de las suyas, se había burlado de Julio. La sospecha se le hizo certidumbre; recordó que también él había regresado una vez a su casa así, abrumado, aplastado por uno de aquellos fríos desaires con que ella acostumbraba a contradecir la hechicería de su dulzura. No era, pues, la única víctima.
Experimentaba, pensando esto, un alivio para todos sus celos. Adriana, como una divinidad, prodigaba a capricho su favor y su desdén sobre los infortunados que alzaban hacia ella los ojos. Y Julio también se humillaría, Julio también buscaría avergonzado la mediación de Charito, y acaso en la mañana de los domingos, para la misa de las once, se deslizaría como él, furtivamente, en la iglesia del Socorro, por el miserable consuelo de contemplarla arrodillada en la penumbra.
Y como si Julio le hubiese efectivamente confesado la innegable causa de su abatimiento:
—Yo te lo advertí muy sinceramente aquella vez, en casa de Charito. Adriana es una muchacha perversa, diabólica. Lo declaran sus amigas mismas: Charito, por ejemplo. Ella goza en hacer sufrir, su voluptuosidad es esa. Pero tú, en vez de hacerme caso, tomaste su defensa, ¡te pusiste a idealizarla!... Se detuvo, sintiendo que la inflexión floja de su voz traslucía la satisfacción vengativa que le subía de las entrañas.
Luego le entró cierta lástima y sentándose en un brazo del sillón, sacudió a Julio. Le vio abrir los ojos y fijarlos en él cansadamente.
—¿Pero qué ha pasado, al fin?—le preguntó.
—Nada. Estoy muy bien.
Y los párpados volvieron a recaerle sobre los ojos. La alegría de Muñoz desapareció, sustituida por una idea espantosa.
—¡Adriana ha muerto!
Julio movió negativamente la cabeza, y su mano, alzándose como la de un enfermo, tomó la de Muñoz.
—No puedo explicarte nada. No hay nada que explicar. Vengo de allá. Si quieres hacerme un gran bien, ahora, déjame solo. La parte de la tierra, tal vez, te corresponda a ti.
Muñoz no pudo sacarle más una palabra. Y se retiró intrigado por aquella última frase. En la calle tiró los fragmentos del retrato de Adriana. Pero al punto, desandando el trecho andado, volvió a recogerlos.
Durante largo rato todavía quedó Julio abatido por la gravedad de la imprevista catástrofe. Francisco, su sirviente, se había acercado varias veces, de puntillas, sin valor para llamarle.
Julio al fin se levantó, echó sobre Francisco una mirada vaga y entrando al escritorio lo alumbró. Vio el marco vacío y comprendió que Muñoz había robado el retrato. No atribuyó a esto mayor importancia. Apenas si podía comenzar a recoger sus energías para considerar el doloroso suceso que había caído como un rayo sobre la plenitud de su dicha. Todo aun eran imágenes que rápidamente pasaban y volvían a pasar en su cavilación: así la silueta de Adriana huyendo con el pañuelo sobre los ojos, inútilmente llamada por los alarmados gritos de Zoraida, o la cara consternada de Carmen cuando les refirió lo sucedido con la lectura del diario.
Arrancándose a la impresión que pesaba sobre él como un manto de plomo, pudo ponerse, poco a poco, al análisis de la situación, a ese extraño análisis que suele desprenderse del espíritu formando como un espíritu nuevo, fríamente lúcido y despojado de todo lo que al otro apasiona y conturba. Asoció las circunstancias del caso, y meditando sobre cada uno de sus aspectos, contempló las cosas como si se tratara de un drama ajeno. ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué actitud tomaría Adriana ante él y con relación a la pobre Laura? ¿Y cuál sería su propia actitud?
Se formuló por orden estas preguntas, para derivar consecuencias lógicas. Pronto empezaron a brillar las terribles respuestas. Era evidente, desde luego, que su amor por Adriana había cambiado de sentido y de realidad. El viento de la triste tragedia se llevaba consigo la atmósfera de ensueño que les envolviera durante aquellos últimos meses. Desvanecido el encanto, tanto Adriana como él rehuirían seguramente la ocasión de encontrarse y la posibilidad de cualquier mezquina transigencia, y esto a causa de la tendencia angélica que habían tomado sus sentimientos en las alturas ideales. Más valdría, sin duda, que ningún azar volviese a juntarlos nunca: a la desesperación de no poder mirarse ya con los mismos ojos ni sentirse con la misma alma, era preferible la larga pesadumbre de una separación definitiva. El idealismo ardiente que los había unido, alzaba ahora entre ellos una muralla de desolación.
A ratos, como vencido por esta hostil certidumbre, el espíritu de análisis flaqueaba, y Julio recaía en la contemplación interior de su tristeza, ¡Cómo había cambiado todo, repentinamente! Su vida la hubiese dado sin vacilar a cambio de que retrocedieran los acontecimientos y a ocultas del sombrío presente le fuera concedida una hora del hechizo muerto: ¡una hora revivir con Adriana la tranquilidad de las conversaciones que traían, a lo íntimo de sus almas, los júbilos alados!
Tuvo la sensación indecible de que en aquella tarde habían pasado años y años. Y ni siquiera podía reconstruir el cercano recuerdo. La cara de Adriana se le representaba cubierta por el dolor. Julio cansaba su imaginación sin lograr que aquellos ojos tomaran para él la dulzura conocida.
Hasta la voz de Adriana se modulaba en su memoria con una inflexión distinta: aquella voz que más de una vez escuchara desatendiendo adrede el sentido de lo que ella hablaba, para sólo percibir el secreto de la idea en el rumor musical de las palabras.
¿Y Laura? Era fácil imaginar la consternación de su alma exquisitamente susceptible. En otro tiempo y otras circunstancias, el conocimiento de aquella pasión tan celosamente oculta, hubiera sido para él motivo de insensata delicia. Ahora era causa de aflicción, con un algo de reminiscente melancolía. Se le representaron los días en que ella le intimidaba con sus desvíos vagos, cuando en las frases de Julio moría la indecisa ternura como flor que al punto de brotar se hiela. Había concluido por ver, en el excesivo afecto amistoso que le demostrara ella, la manera de un fino agradecimiento, para compensarle de no poder corresponder al adivinado deseo de adoración. Después, ya en pleno idilio con Adriana, solía preguntarse, intrigado aún, si alguna llama de amor no habría flotado invisible para él, entre aquellos desvíos, que tan mansamente contradecían la atención demasiado seria y dulce con que otras veces le escuchaba.
Meditando de esta suerte, le entraba gran lástima y piedad para Laura, para Adriana y para sí mismo.
Procuró adivinar el probable porvenir de Adriana. Sin duda ningún otro amor nacería nunca en su corazón. Pero la vida y el ambiente recobrarían sobre ella sus derechos. Revestida entonces de una engañosa superficialidad, se recogería en esa penumbra íntima que suele ser, para las mujeres semejantes a ella y a las Aliaga, el ignorado refugio de los ensueños, el mundo interior que nadie sospecha.
Mucho antes de conocerla, ya su anhelo de ideal, apartándole de los afectos comunes, había tomado un camino casi místico hacia la adoración de aquel cierto tipo porteño cuya originalidad le asombrara y sedujera como una fina revelación. Y había amado un poco a todas las mujeres que de él traían algún inconfundible signo, en el óvalo suave, en la sombra de una mirada serena, en la gracia de una actitud o en la ligera armonía del andar.
Recordó la noche en que se explayara acerca de este tema, en una salita del Jockey Club, con Ricardo Muñoz.
Sí, era indudable que Adriana aceptaría a la larga, divina resignada, la realidad del mundo, casándose, al azar, con un hombre que no llegaría a conocerla nunca.
Y la vio alzarse ahora como una bella imagen, iluminada por el sacrificio y despojada de toda materialidad.
Julio entraba, poco a poco, en una tranquilidad semejante a la que suelen experimentar algunos, a la hora de la muerte, cuando los sentidos ya sólo subsisten para dar, al espíritu lúcido, una última y original visión de la vida que dulcemente les abandona.
Pero de súbito la miseria humana le dominó, como una alimaña que le hubiera saltado a los hombros. Pensó con desagrado en la visita de Muñoz. ¿Acaso le había atraído a su casa un mal instinto, como atrae al buitre el olor de la presa? Miró con gesto sombrío el marquito de plata vacío, y ahora el robo del retrato le irritó. Inútilmente procuraba rehacer en la memoria la frase que se le había ocurrido en el momento de irse Muñoz. Y sintió que se le metía en el alma la flaqueza de los celos. Ya no pudo pensar en ella como en una Beatriz inmaterial; sus pensamientos se quedaban abajo. Y vio lucir en el aire, reflejados desde el fondo de su espíritu, los ojos turbios de la Angustia.
Muñoz entró en casa de Charito sin esperanzas de encontrarse con Adriana, pero sí con la idea de que su amiga pudiese darle noticias de cómo andaban sus relaciones con Julio. Probablemente estaría al tanto de la ruptura, o del suceso que había motivado aquel estado de mortal lasitud en que había visto a Lagos.
Pero Charito le recibió con una mirada compasiva, buena, y comenzó a repetirle sus consejos de otras veces, procurando decepcionarle de Adriana.
Muñoz, intrigado, pensó por un momento que Julio se había fingido tan abatido para evitar una explicación, o por alguna rara delicadeza de rival afortunado.
—¡Lo que menos necesito es eso, su cortesía!—exclamó en voz alta.
—¿La cortesía de quién?—le preguntó Charito.
—No haga caso, esta noche han de perdonarme cualquier desvarío. Es un mal momento de mi vida.
En el salón estaba Lucía Moreno, sentada al piano, fastidiada porque no podía sacar una pieza de memoria.
Muñoz fue a sentarse a su lado. Empezó a divagar extrañamente, bajo la influencia de su obsesión.
—Haga música triste, Lucía. Por ejemplo, la marcha fúnebre de Chopin, o de Sigfrido. Las amigas que vengan podrían vestirse de Walkirias. ¡Qué terrible sería Adriana transformada en una Walkiria! Yo, haciendo el papel de Sigfrido, me meteré en el ataúd. Ella, si quiere, puede venir montada en un caballo con alas, en un gran caballo negro, con largas crines negras, las alas negras, castigando con manos negras el aire del cielo.
—¡Pero Muñoz, Muñoz!—gritó Charito alarmada.
Se retuvo y miró a las dos muchachas como asombrado de sus propias palabras o como si una fuerza ajena se las hiciera pronunciar.
—Todo esto son fantasías—explicó—para distraerlas a ustedes. Cuando uno ha perdido la dignidad de sus actitudes, no debe servir más que para quitar el aburrimiento a sus amigas.
Ambas procuraron calmarle. Se rió con risa inexpresiva, y apoyó la cabeza en el brazo de un sofá.
—¡Es que sufro tanto, tanto!
Lucía fue a sentarse a su lado. Se sentía enternecida y llena de piedad. Charito, desesperada, frente a ella, murmuraba frases de condenación contra Adriana.
Durante un buen rato, Lucía se quedó contemplando a Muñoz. Extendió luego la mano sobre su cabeza abatida y se puso a acariciarle, muy suavemente, como se acaricia a una criatura que llora. Le rozó con los dedos la frente, los párpados cerrados, parecía a punto de acercarle los labios. Pero hacía todo con actitud tan espontánea, tan natural, que Charito no se sorprendió.
Y el sentimiento de Lucía no era sólo de lástima. Una secreta delicia, una sensación íntima de encanto la envolvían por la idea de que ella, una niña, prodigaba a un muchacho aquellas caricias, sin malicia alguna y con el puro propósito de consolarle.
En esto resonó el timbre de la puerta de calle.
—¿Quién podrá venir a esta hora?—dijo Charito sorprendida. ¡Son las once pasadas! Su sorpresa aumentó más todavía cuando apareció la visitante: era Adriana.
Lucía, que no había cesado de acariciar la cabeza de Muñoz, se levantó enrojeciendo, mientras él clavaba la mirada, fijamente, en la figura de Adriana.
Esta demostraba una extraordinaria agitación. Procuraba sonreír.
—¡Ya ve, Muñoz, que no lo olvidan!—exclamó Lucía. Pero advirtió entonces en Adriana la palidez y un ligero temblor de los labios. Y comprendiendo que algo grave ocurría, tomó a Charito aparte.
Ella se sentó al lado de Muñoz, quien se había incorporado y la miraba con expresión de curiosidad. Ambos quedaron por un rato en silencio.
—He recibido su carta y he venido.
—Gracias, Adriana. Yo debo agradecerle este acto de bondad.
Ambos callaron. Adriana volvió la cabeza, como buscando una tabla de salvación. Pero Lucía y Charito hablaban en voz alta, al otro extremo del salón. Echó ella una mirada de odio a Muñoz. La desolación de su semblante revelaba una violenta lucha interior. Iba a levantarse, parecía a punto de llorar. Pero en seguida, con un aire de gran resolución, acercándose más a Muñoz, le habló en voz baja, insinuante, una voz que no parecía la suya.
—Óigame... Todo lo anterior, lo que ha sucedido en estos últimos meses, ha sido farsa, pura coquetería de mi parte, por ver si usted de veras me quería. Tal vez lo hice inconscientemente. Usted sabe, las mujeres somos tan raras... A lo mejor no nos conocemos nosotras mismas. No conseguimos saber si queremos o si no queremos. Para saberlo, hacemos experiencias con nosotras mismas. ¡Ah! Son experiencias que suelen costarnos caras. Pero Dios debiera perdonarnos tanta perversidad. Porque... mire, fingir es una defensa contra la posibilidad de engañarnos. Fingimos indiferencia, fingimos que andamos enamorándonos de otro... Y yo le explicaré, para que todo se aclare. No, no me interrumpa, aguarde un poco, por favor. Los otros días, cuando lloré, usted hubiera debido adivinar que comencé llorando como fingimiento, para concluir llorando por la idea de que no podía dejar de hacerle sufrir... Me dominaba el espíritu de la perversidad. Es espantoso cuando una se siente así poseída por esa maldad extraña... No fui yo, fue mi maldad la que le ha simulado indiferencia, la que ha buscado el amor de Castilla, la que le ha hecho sufrir. Perdóneme, Muñoz, a usted lo quise siempre y ya es tiempo de que nos comprendamos. Se lo exijo... se lo pido.
Muñoz la miró con asombro. Después, levantándose, llamó con voz muy alterada a Charito y a Lucía.
—No podrían ustedes imaginarse lo que ella acaba de decirme. Con seguridad se trata de una nueva farsa, parecida a la farsa de las cartas... parecida...
Se interrumpió de golpe y las miró, ruborizándose y como arrepentido de haber provocado una situación incómoda.
—Tenga más calma, Muñoz, dijo Adriana con dulzura. Siéntese aquí, al lado mío. Y ustedes perdónenle. ¡Ha sufrido tanto por mi culpa!
—¿Pero qué lío es este, Adriana? interrogó Charito con aire de sorpresa y de reproche.
—Ya lo sabrás, cuestión de algunos minutos. Todo se aclarará. Ya lo sabrás también tú, Lucía, aunque sospecho que también te estabas enamorando un poco de Muñoz... ¿Qué le decías, con tanto mimo, cuando yo entre? No, no quiero saberlo. Te lo perdono y ahora te pido por favor que no digas nada, que no nos interrumpas. Tú también, Charito. Venga aquí, Muñoz, venga.
Volvió él a sentarse. Las manos le temblaban. Sus facciones tenían una expresión de pasmo. Nunca la había sentido más lejos de su alma, ni más inasequible. Su instinto percibía una misteriosa falsedad en aquella sumisa actitud de Adriana.
—Si usted me hubiese escuchado hasta el fin, prosiguió ella, nos habríamos ahorrado esta interrupción tan desagradable. Déjelas conversar allí, mientras no solucionemos el asunto. Me es horriblemente penoso tener que emplear tantos argumentos. Óiga... para no gastar palabras inútiles y sobre todo para no hacerle afirmaciones que usted puede poner en duda, no he de repetirle que lo quiero... pero en cambio le propongo algo que será una prueba decisiva de mi sinceridad.
—Adriana, deje primero que le haga una última súplica. Si no fuese verdad lo que me dice ahora, si esas palabras, que me parece oír soñando, fuesen como aquellas cartas que usted desmentía siempre, después de escribirlas... o si no está segura de hablarme con sinceridad, como lo asegura, yo le pido, yo la conjuro... No, un golpe más yo no podría soportarlo.
—Por eso, para que usted pierda toda mala sospecha, para que no quede la posibilidad de un engaño y todo se aclare por sí solo, voy a proponerle, si acaso usted no ha empezado a despreciarme, que nos casemos... No es el antiguo compromiso que yo exigía lo mantuviéramos secreto; la prueba que quiero darle es inmediata, ya mismo, en estos días. Pídame mañana a mamá... Aunque es inútil, ya le he dicho yo a mamá que nos casaremos en seguida si usted no hubiera desistido. Disponga de mí. Le suplicaría que nos casáramos cuanto antes. Soy suya, enteramente suya. Iremos los dos, usted y yo, a la gran felicidad, a esa gran felicidad que soñé, que soñé tanto en estos días, y rezando delante de la Virgen, en la iglesia de Nueva Pompeya...
Dijo con exaltación las últimas frases, palideciendo. Muñoz la contemplaba sin poder hacerse a la idea de que sus angustias concluían y de que Adriana sería suya.
—¡Adriana! ¡Adriana!
Ella se quedó como extática, cayó de rodillas, pero casi dando la espalda a Muñoz. Alzó la mirada, juntó las manos en actitud de apasionado arrebato; le caían lágrimas de los ojos fijos. Mientras pronunciaba las palabras decisivas que le apartaban de Julio para siempre, en medio de la sombra de su congoja una especie de júbilo le nacía, como una luz, y le bañaba el semblante. Muñoz, maravillado, creyendo soñar, tomó entre las suyas aquellas dos manos juntas.
—¡Adriana! ¿Puedo creer a mis ojos? ¿Puedo pensar que esta alegría es alegría de su ternura por mí?
—Sí, Muñoz. A usted lo he querido siempre, lo he querido siempre.
Pero ella ya no estaba en sus palabras, y ni siquiera sentía el contacto de las manos de Muñoz.
La madre de Adriana llamó con urgencia a Ernesto Molina para pedirle consejo. Por más que siempre consideró a Muñoz un marido ideal para su hija, le alarmaba grandemente la repentina decisión de casarse con él después de haberle burlado por otro. Informó a su hermano, minuciosamente, acerca de las circunstancias que ella conocía.
—Tú podrías interrogarla—añadió—contigo fue siempre más "dada". Cuando Raquel o yo procuramos hacerla hablar, ella suplica que la dejemos, que las cosas marcharán así mucho mejor, y para bien de todos. En fin, yo nunca he tenido de sus asuntos más noticias de las que hubiera podido recibir un extraño. Tú comprenderás, hace tiempo he perdido sobre ella mi autoridad de madre. Por cierto, en estos últimos meses cambió mucho; se hizo muy buena y muy compañera con Raquel. Antes casi no se hablaban. No sé si ahora Raquel me oculta algo. Eso de volver a comprometerse así, de un día para otro, y pretender que ha de casarse ya mismo, podría significar un simple capricho. Yo no pasaría tanto cuidado si Raquel no anduviese preocupada ella también. "Tú no intervengas para nada—me ha dicho hoy—si algo grave le sucede, no serás tú la que pueda remediarlo". Y así las dos me dejan con las manos atadas.
—Y por el mismo Muñoz, hija, ¿nada has podido averiguar?
—Pero si él sabe menos que yo, ni está en estado de preocuparse. Ayer me tomó aparte, me dijo que era el hombre más feliz de la tierra y Adriana su Dios. Parece que no podía resignarse a que ella le dejara. Anda todo el día en la calle, arreglando las cosas, comprando muebles. Ha tomado casa en Belgrano, sobre la barranca; me llevó a verla, es un chalet precioso. Adriana, en cambio, no fija su atención en nada. Ayer habían salido los dos con Raquel y con Charito González y a la media hora volvieron. Adriana se sentía mareada, les pidió que la dejaran sola y se ocuparan ellos de todo. Después tomó un libro, estuvo dos o tres horas con el libro abierto en la falda sin volver una hoja. En fin ¿qué piensas tú?
Ernesto Molina meneó la cabeza.
—Esta muchacha se casa por lástima.
Pero la viuda de Zumarán no pensaba lo mismo.
—Cuando ella le dejó, no te puedes imaginar su indiferencia: le ha visto humillarse, llorar, y como si tal cosa. Muñoz no la preocupaba un chiquito.
—¿Y ahora se casa con él?... Algún despecho, entonces.
—Eso sería más posible, ¿ves? Pero entonces sabe Dios lo que puede suceder.
La insinuación de su hermano abrió del todo la vieja herida de su corazón, y con voz que temblaba refirió cómo Adriana se veía con Julio Lagos, no sabía ella desde cuando, en casa de las Aliaga.
—¿Y Adriana visita a las Aliaga?
—Sí, yo he venido a saberlo no hace mucho.
—¿Pero tu hija conoce aquello?...
—Tampoco podría decírtelo. Tú comprenderás que hacerle una revelación semejante... ¡Ah! Lo que más me asusta es pensar que de esa casa podría venir otra vez, para mí, alguna gran desgracia.
—Son gente algo rara, como lo fue tu marido, y los abuelos de tu marido. Todos han tenido fama de raros.
—Y anda Adriana con ese mismo aire de misterio que tenía Zumarán antes de matarse por la viuda de Aliaga.
—No seas supersticiosa, hija.
—Es que tú no sabes, ella ha salido a su padre.
—Nunca me pareció, a la verdad, sino una chica muy inteligente, muy discreta...
—Porque contigo siempre se ha hecho la niña mimada... Te repito que ha salido a su padre en todo. Extremosa, llena de fantasías, inquieta, siempre soñando locuras.
Asomaron a sus ojos lágrimas de recelo presente y lágrimas que le hacía derramar la visión lejana de la tragedia: el cadáver de Zumarán tendido en el suelo, el revólver en la mano y un redondel de sangre formando como una aureola a la cara lívida.
El señor Molina se quedó perplejo. Era incapaz de afrontar situaciones reñidas con el carácter de los hechos comunes y con su criterio rectilíneo de viejo patricio. La herencia del antiguo convencionalismo español había encuadrado sus ideas en fórmulas precisas, limitadas, que no permitían la intervención de sentimientos ajenos a la naturaleza de los suyos. El suicidio de su cuñado lo confundió, muy sencillamente, con los actos incomprensibles de la locura, actos que debía tapar el silencio. Uno de sus principios era precisamente la conveniencia de evitar el escándalo, y hasta las alusiones a cualquier suceso que no estuviera en el orden.
Ahora, para el caso de Adriana, su extrañeza y su perplejidad eran producidas por la precipitación con que iba a realizarse el matrimonio. No hallaba, en su experiencia, un hecho análogo que pudiera servirle como elemento de juicio.
—¿Dónde está Adriana?—preguntó.
—De un momento a otro la verás, está por salir con Raquel, para la confesión.
Ambas, en efecto, aparecieron. Adriana, sin hablar, abrazó y besó a su tío. Parecía mucho más tranquila que Raquel, cuyos ingenuos ojos verdes tenían algo de doloroso y de adusto bajo el triángulo de blancura que dejaban sobre su frente los cabellos lacios.
Como Adriana, un momento después, quisiera marcharse, el señor Molina la retuvo.
—Si no tiene apuro, hijita, venga para acá. Ya sabe que siempre la he querido como si fuese mía. ¿Qué anda ocultando en esa cabecita?
Ella le echó una rápida ojeada. Hizo visiblemente un gran esfuerzo sobre sí misma, y dijo riendo:
—Dale la carta, Raquel, que llevábamos para poner en el primer buzón. Era para usted, ábrala.
Pero se sentía algo de penoso en la tranquilidad de su actitud, en su sonrisa misma y hasta en el descuido con que se había puesto el sombrero de fieltro.
En la carta le pedía, con mucho mimo, que accediera a servirle de padrino.
Pero como él comenzara de nuevo a interrogarla, Adriana le miró seria y cariñosamente:
—Tío, estos asuntos no tienen explicación.
Bajó los ojos, nerviosamente se ajustó el sombrero, tomó a Raquel por la cintura y ambas salieron.
—¿Viste? Contigo también ha cambiado.
El señor Molina, inquieto, asombrado, se puso a cavilar en silencio. Aquella sobrina que tanto quería y tanto había regalado desde pequeñuela, surgía ahora para él, repentinamente, como un mundo cerrado. Pero tampoco hubieran podido esclarecerle el misterio las más francas confidencias. En su espíritu no había, decididamente, puntos de apoyo para apreciar las razones íntimas que movían los actos de Adriana.
—Debemos dejarla hacer—declaró al fin—ella sabe de sus cosas mucho más que nosotros.
No quiso Adriana ver a su confesor ordinario, en la iglesia del Socorro. Prefirió un desconocido; acudió a la capilla de las Victorias. Vino un sacerdote viejo, algo encorvado, con cejas canosas, espesas, sobre unos ojos muy pequeños que brillaban inexpresivamente en las órbitas hundidas. Se metió, sin mirarla, en el confesionario, y comenzó a formular preguntas, rápidamente, sin atender casi a las respuestas que recibía. Raquel, mientras tanto, había ido a hincarse, descorazonada, cerca del altar.
Adriana tenía prisa de concluir cuanto antes. Generalmente, cuando iba a confesarse, la dominaba una impresión de misterio, y cierto receloso pudor le impedía referir nada relacionado con los secretos íntimos de su conciencia o con los pecados que más la inquietaban. Ahora, en cambio, le parecía cumplir con una obligación pueril, superflua. Sentía una especie de fría hostilidad en las caras de las imágenes y en el brillo de las cruces doradas. Sin hacer mayor memoria de pecados, respondió brevemente a cada pregunta que oía musitar al sacerdote.
Iba a levantarse, cuando sin saber por qué murmuró:
—Padre, me olvidaba decirle que me caso por casarme.
El sacerdote requirió una explicación. Pero Adriana, arrepentida, repuso con indiferencia:
—Sí, por casarme, como se casa casi todo el mundo, padre.
El sacerdote la absolvió.
Ella llamó a Raquel. Regresaron a pie, cortando por la plaza Libertad para seguir por la calle Cerrito. Pero a mitad del camino Adriana quiso doblar hacia la izquierda, una cuadra, para cruzar la Avenida Quintana. Y allá en el fondo del paseo arbolado, vio asomarse la iglesia del Pilar, aquella iglesia pequeña, que más de una vez, bajo el oro del otoño en las hermosas tardes, ella contemplara desde la casa de las Aliaga imaginando idilios con Julio. ¡Cómo se habían alejado de pronto, hacia una irrealidad extraña, aquellos tiempos! Ahora le parecía otra, la iglesia del Pilar. A la distancia, en la fuerte claridad del día sereno, su apariencia atónita, simple, tenía para ella algo de hostil, como algunos minutos antes, en el templo de las Victorias, las caras de las imágenes y las cruces doradas. Adriana apresuró el paso, con una amargura sin nombre. No hablaron una palabra en el camino. Pero estaba Raquel decidida a saberlo todo y calculaba el momento más propicio para interrogar a su hermana. Había notado que todo lo hacía como en una especie de alucinación, y comprendía que marchaba al casamiento con la muerte en el alma. Era preciso disuadirla a toda costa, salvarla.
Esquivando al señor Molina, entraron ambas en el dormitorio de Adriana. También ésta sentía ahora la necesidad de un desahogo y sus palabras se anticiparon al deseo de Raquel. Arrojó sobre la cama, con un gesto de desolación, la piel y el sombrero, y empezó a contarle, minuciosamente, lo que había ocurrido tres días antes en casa de las Aliaga. Cuando refirió cómo ella y Carmen fueron sorprendidas por Laura en la lectura del triste diario, a Raquel se le anublaron los ojos y por largo rato quedó muda, sin acertar con la manera de encarar la situación. Al fin, en voz baja, mirándola atentamente y como si procurase arrancarla de un mal sueño:
—Pero de cualquier modo, tu casamiento es un absurdo. ¿Qué obligación es esta de casarte con Muñoz?
—¡Oh, repuso Adriana, tú no relacionas las cosas, no sabes, no te pones en mi caso!
—¡Y casarte así, con este apuro, a la carrera, como si te persiguiera la muerte!
—La muerte mía no, pero sí la muerte de Laura. De casarme con Julio, Laura se moriría.
—¡Cómo exageras!
—Tú no la conoces, supones que se trata de una novelera. Al contrario, hay en ella una sinceridad absoluta para consigo misma, y en todas sus cosas tiene la reserva y la discreción más delicadas. Pero llena de alma como es, lo cifró todo en el amor y el amor no ha tenido piedad para con ella.
—En cualquier caso, Adriana, casándote con Muñoz no remediarás nada.
—¡Oh, sí!
—Julio te quiere a ti, te quiere locamente. ¿Cómo puedes imaginar, entonces, que se casará con Laura?
—En realidad, no se trata de que se case con Laura.
—¡Pero entonces cada vez te comprendo menos!
Y Raquel, acalorándose, procuró convencerla de que si ella se casaba con Muñoz y Laura se quedaba sin embargo sin el amor de Julio, su sacrificio sería un desatino inútil.
Adriana, sin responder, hizo un gesto de cansancio. Sus ojos anegados de tristeza parecían explicarle todo lo que no podía decir con palabras.
Pero Raquel insistió, y volviendo a su tono persuasivo, suave, le pidió que al menos postergara el casamiento hasta una semana más.
—Que no sea este lunes que viene, sino el otro.
—¿El otro lunes?
—Sí, no te pido más.
—Tú quieres ganar tiempo. Postergarlo hasta una semana...
—Te lo suplico.
—No, si el casamiento se postergara tres días, nada más que tres días, tal vez ya no me casaría, estoy segura. Óyeme... Precisamente, una de las ideas que me aterran es la de no tener valor para ir hasta el fin.
—Ah, ¿de modo que quieres tú misma atarte las manos?
—Ya no me casaría; y por el contrario, me daría horror el pensar que me caso con un hombre sin quererlo.
—Pues entonces, yo se lo diré todo a mamá, y a tío, para que no te permitan cometer esta locura.
—No lo harás.
—Te juro que lo haré.
—Raquel, si llego a sospechar, por cualquier palabra de mamá, que le has contado algo, haré una locura peor. Oh, no me, conoces.
—Por mi vida, por la vida de mamita...
—No, no me supliques nada.
—¡Casarte con Muñoz queriéndolo a Julio tanto!...
—Adorándolo, como no podrías formarte una idea. Por eso, si no me casara con otro, para poner cuanto antes una barrera delante de mí, sería capaz de correr a casa de Julio y suplicarle que nos marcháramos de aquí, lejos, a cualquier parte, a un sitio donde no pudiera perseguirnos el fantasma de la pobrecita Laura. ¿Comprendes, ahora, porqué debo casarme con Muñoz?
—¡Ojalá venga Julio mismo a salvarte!
—Nada sabe, Raquel. Ya he tomado mis precauciones. Lo sabrá cuando todo haya concluido para los dos. Y entonces, si la vida de Laura dependiera de su cariño... ¡Ah, no! Tampoco puedo sufrir la idea de que Julio se casará con Laura. ¡Qué gran tristeza, Raquel! Sin mí, Julio la hubiera querido. Sí, eso está escrito en su diario. Yo intervine, en realidad, para destruir esa dicha cuando nacía. ¡Ojalá llegue a casarse con él, más adelante!
Y Adriana se puso a referirle las conversaciones que con Julio había tenido, y procuró explicarle la clase de felicidad que concibieran juntos. Sus frases se exaltaron, sus ojos despidieron un fulgor ardiente.
Experimentaba, hablando así, el alivio ilusorio de revivir imaginariamente el breve pasado radiante. Y de su cara huía el dolor dejando una pasajera expresión de dicha sin límites.
—Óyeme,—prosiguió—no llores, no me impidas ver la verdad. En mí no se casará con Muñoz el alma, sino simplemente la mujer. Sufriré mucho menos si es que puedo darme cuenta más clara de mis actos. Tú debes ayudarme. Si no me casara con Muñoz, tendría que morir. ¡Y Julio también tendría que morir! ¿Comprendes, Raquel? Porque ya nada podría detenernos, yo sería suya, sería suya sin casarme, esto lo sé, lo siento, y después los dos moriríamos sin remedio, para purificarnos y para escapar al pensamiento de Laura.
Raquel, anonadada, palpando en la actitud de Adriana algo inquebrantable, ya no respondió una palabra.
Sin embargo, no dejó de espiarla, para encontrar acaso la oportunidad de una última tentativa. Sorprendió en ella indicios de pánico. Más de una vez pudo observarla que se arrodillaba, creyéndose sola, y que oprimiendo contra el pecho un crucifijo, parecía pedir una inspiración al cielo. Era evidente que se sentía aterrada por la proximidad del día fatal.
En la misma mañana fijada para el acto civil (al día siguiente se realizaría la ceremonia religiosa), Raquel tuvo la idea de escribir a Julio. "¿Cómo es posible—pensó—que sólo ahora, tal vez demasiado tarde, se me haya ocurrido llamarle?" No vaciló. Si Julio acudía, su presencia inesperada desarmaría en seguida la voluntad de Adriana, aun en aquellos momentos, cuando apenas faltaban horas para que llegaran los testigos. Su alma ingenua ya no pudo dudar que Adriana estaba salvada. Únicamente se asustó por la posibilidad de que Julio no llegara a tiempo. Pensó hablarle por teléfono; pero desistió, temiendo que Adriana la sorprendiera. Llamó furtivamente a Lola, la sirvienta.
—Oye, tú llevarás una carta al señor Lagos, pero que nadie te sienta salir. Tomarás un auto, aquí tienes dinero; que dentro de cinco minutos tenga él esta carta.
Trazó nerviosamente algunos renglones, suplicando a Julio, en nombre de Adriana, que viniese sin demora. Puso el papel en un sobre y escribió la dirección. Pero cuando Lola iba a salir, entró Adriana. Adivinándolo todo, le quitó la carta.
Tuvo un ligero gesto de vacilación. Cerró los ojos, suspirando. Por un segundo se abandonó, desfallecida, a esta imaginación de Julio que sobrevenía para salvarla de Muñoz. Y ambos huían de la pobre Laura. Pero luego estrujó el papel con impaciencia y sonrió con angustia.
Raquel se retorcía las manos, consternada.
—¡Déjala ir!
—Si supieras, Raquelita, qué inútil sería también esta carta.
—A Muñoz no podrás quererlo nunca.
—Nunca, ya lo sé—respondió ella,—y si alguna vez, dentro de cinco, dentro de diez años, tú notaras que algo parecido al amor me ata a mi marido, si te dieras cuenta que el hábito me ha trabajado hasta inspirarme por él algún sentimiento real, no pongas entonces en duda que la Adriana de ahora ya no existe y ha dejado en su lugar una criatura puro instinto, una criatura muy vil y muy despreciable.
—¡Déjala ir!—gritó Raquel abrazándola y procurando recobrar la carta.
Pero dos golpes sonaron a la puerta de la habitación. Apareció sonriendo Charito, vestida de claro; una rica piel blanca envolvía, bajo el sombrero negro, su rostro ligeramente acalorado.
Tomó con efusión las manos de Adriana.
—Anduvimos hasta esta hora con Muñoz y con mamá, haciendo compras para ti.
Y Charito se puso a charlar, loca de contento, encantada por haber llevado a buen término una obra que significaba, según ella, la felicidad de sus dos mejores amigos.
Raquel sintió que con Charito había entrado, ataviada de alegres apariencias, para posesionarse de Adriana, la inevitable realidad.
Poco antes de mediodía llegó, acompañado por otro empleado, el jefe de la correspondiente oficina del Registro Civil. Era un señor gordo, tieso, de cabello y bigotes grises, y cuya apostura digna parecía afirmar la importancia de la ceremonia que iba a realizarse. Al entrar en la sala hizo una gran reverencia. Su empleado, un joven moreno, pobremente vestido, tenía por el contrario el semblante apático; adelantándose como aburrido, puso el libro sobre la mesa dispuesta en mitad de la sala y buscó, sin apuro, el folio en que debía formularse el contrato matrimonial. Una sirvienta corrió a llamar a los novios.
Raquel se cubrió la cara con las manos y comenzó a sollozar. Su madre, que lloraba en silencio, la reconvino en voz baja, casi suplicante. Entonces se alzó la voz grave del señor Molina.
—Está demás llorar ahora, dijo lacónicamente.
Había venido con sus hijas. Como la noche antes oyeran dialogar a su padre sobre la desgracia del inesperado casamiento, más que nunca les hacía Adriana la impresión de una rara. Tenían la vaga idea de que ahora expiaba las consecuencias de sus fantasías absurdas. Y se miraban con un gesto de aprensión, casi asustadas.
Adriana entró con Charito y con Muñoz. Traía el traje sencillo con que solía ir a la iglesia, para la misa de las once. No era su aspecto el de una novia, y por su actitud natural, casi distraída, en medio de las caras solemnes, parecía moverse en otra atmósfera. Difundía una gracia singular. Sus primas se ruborizaron, humilladas por su belleza y su serenidad. Charito fue hacia ellas, y en voz baja, cuchicheando:—¿Han visto? Se cumple hoy lo que yo siempre anuncié. Adriana nunca quiso a otro. Las rarezas, las maldades, eran todas fingidas. ¿La ven ahora, con ese aire de indiferencia? Yo les aseguro que no cabe en sí de felicidad.
De pronto, cuando el jefe del Registro llenaba las primeras formalidades, Raquel dejó de sollozar. Dijo algunas palabras ininteligibles y se dirigió impetuosamente hacia Adriana. Estaba resuelta a interrumpir el acto. Todo el mundo la miraba con sorpresa, sin adivinar su propósito. Los mechones del pelo lacio se le habían pegado, con las lágrimas, sobre las sienes; la tristeza y la indignación se pintaban juntas en su semblante enrojecido.
Pudo al fin hablar.
—¿Y tú, con esta tranquilidad, vas a casarte?
Adriana comprendió al punto su intención. Entonces la miró con fijeza; después, besándola, la empujó suavemente hacia su madre. Como si hubiese leído alguna trágica amenaza en el fondo de aquellos ojos que no cambiaron de expresión para los demás asistentes, Raquel retrocedió, ahogando un grito.
—¡Qué nervios tiene esa chica!—dijo alguien en voz baja.
Adriana se acercó a la mesa y escribió su nombre al pie del acta, con la naturalidad de quien pone su firma al terminar una carta. Muñoz, en cambio, tomó la pluma temblando, y no pudo ocultar su emoción en aquel instante que ataba para siempre a la suya la misteriosa existencia de Adriana.
Ella, terminada la ceremonia, llenó de licor varias copitas y sirvió ante todo a los empleados del Registro. El jefe, luego de agradecer y de pronunciar algunas respetuosas frases de circunstancias, hizo la misma reverencia que al entrar, y ambos se retiraron.
Después, por largo rato, nadie habló. Raquel seguía sollozando, y Charito la contemplaba intrigada, sin comprender.
Adriana estaba pensativa. La triunfante tranquilidad de su rostro había desaparecido. Empezó a oír en su interior, repetida como un estribillo, la dulce frase murmurada por Julio, pocos días antes, junto a la iglesia de Nueva Pompeya: "Si a usted la pierdo, viviré sin vivir". Pero esta frase no llegaba todavía a conmoverla. Porque la gravedad misma de los sucesos, había en cierto modo anulado su sensibilidad, tal como ocurre cuando atraviesa por el organismo vivo una corriente eléctrica que por demasiado intensa los nervios no la sienten pasar.
En el almuerzo, apenas comió. En seguida suplicó que la dejaran sola, declarando que no había dormido en toda la noche anterior y necesitaba descansar. Insistió, sobre todo, en que se marchara Muñoz. El señor Molina dispuso que nadie la contrariara. Ahora miraba a su sobrina con otros ojos, intimidado por ella y por el enigma de su actitud.
Adriana se echó vestida en la cama y durmió durante varias horas. Cuando quisieron despertarla no se movió. Parecía el suyo un sueño de muerte. Sin embargo, tenía las mejillas acaloradas y junto a la raíz de los cabellos brillaban pequeñas gotas de sudor. La dejaron dormir hasta el anochecer. Pero vinieron algunas de las pocas personas a quienes se había comunicado el casamiento. Contra las súplicas de Raquel, su madre logró, al fin, despertarla. Ella, con un ademán de desesperación, sin abrir los ojos, pidió que la dejaran. Escondió la cara en los almohadones y volvió a dormirse en seguida.
Soñó.
En la iglesia de las Victorias, iluminada con millares de cirios, ella salía por el medio de la nave, vestida de blanco. Su esposo era Julio, que le murmuraba al oído palabras ininteligibles. Llegaron a la calle. Vetas de sombra temblaban sobre los transeúntes, pero ninguno de éstos se paró para ver salir el cortejo; corrían y se esfumaban como fantasmas. En la plaza Libertad, los troncos de los árboles habían crecido desmesuradamente, las ramas formaban como una selva que se sumergía en un cielo borroso.
Subió con Julio al único carruaje que aguardaba frente a la iglesia. Vio al cochero levantarse en el pescante y castigar con todas sus fuerzas a los caballos, sin que éstos aceleraran su marcha ni se oyera tampoco el chasquido del látigo.
Procuraba Adriana, vanamente, recordar las circunstancias en que sin duda desistiera de casarse con Muñoz. Tampoco pudo recordar las personas que habían asistido a la ceremonia; sólo tenía presente la cara del cura, muy viejo y con cejas canosas sobre los ojos pequeños que brillaban inexpresivamente en las órbitas hundidas. Se parecía al sacerdote que la confesara días antes. Después de echarles la bendición se había inclinado sobre ella cuchicheándole maliciosamente al oído: "Con este no te casas por casarte".
El carruaje paró. Descendieron. Instantáneamente se vio con él en la sala nupcial. Había un gran lecho, muy ancho y muy bajo; brillaba indecisamente el moaré de los almohadones.
Y la idea de que Julio era al fin su esposo querido y que se hallaban juntos en aquella tibia intimidad, irradió en su espíritu como una gloria, sin rastro alguno de impureza.
Pero notó, sorprendida, que el traje de novia se le había desceñido por los hombros y se deslizaba sobre sus brazos desnudos.
Entonces cerró los ojos con un ligero espanto, a tiempo que la envolvía la sensación de una dicha excesiva. Ardiéndole el rubor en las mejillas, fue a sentarse en un sillón, de espaldas al lecho. Julio se arrodilló y comenzó a sacarle, delicadamente, los zapatos blancos. Ella sintió que su ser se diluía en una vaguedad semejante a la que había experimentado en algunos momentos extáticos, así junto a la Virgen en la iglesia de Nueva Pompeya, y le pareció que morir no sería sino prolongar por toda una eternidad la delicia de aquellos momentos. ¡Una eternidad para las manos que le quitaban con tan suave modo los zapatos blancos! Julio se incorporó y la miró con sonrisa extasiada; y como si hubiese entendido sus mudos y apasionados deseos, le tomó la cabeza en una caricia, y se puso a murmurarle palabras ligeras, humildes, que llegaron como una adoración a sus oídos. Después la besó en los ojos y en los labios. Adriana se oprimió contra él, con un deseo dulce de morir.
De pronto advirtió con inquietud que Julio ya no estaba con ella. Al mismo tiempo se abría la puerta de la alcoba; asomó una cara pálida, que se puso a mirarla con triste asombro. Reconoció a Laura y dio un grito. Pero Laura, precipitándose, se abrazó a ella. Todo el decorado de la alcoba nupcial desapareció en un remolino, y la figura de Laura fue sustituida por Raquel, que era quien la abrazaba y procuraba calmarla.
Entonces, despertando del todo, se le representó la escena de su casamiento civil con Muñoz.
—¿Me casé ya?—preguntó, con la instintiva esperanza de que no se hubiese realizado todavía la ceremonia. Pero entrando en la plena conciencia de la realidad, comprendió lo absurdo de su pregunta.
Al día siguiente, en medio de la agitación que trajeron los preparativos del acto religioso, ya no le fue posible apartar su pensamiento de la terrible obsesión. Muñoz ahora se le antojaba un extraño, un hombre a quien no hubiese tratado nunca. Su galantería solícita la hería como una ofensa, la idea de que era su marido se le hizo insoportable.
Iba la ceremonia a celebrarse, según sus deseos, en la casa misma. No hubiera tenido valor para casarse con Muñoz en una iglesia.
El señor Molina recorría, muy caviloso, las habitaciones de la casa, y al pasar junto a su sobrina, sin atreverse a consolarla, echaba sobre ella una mirada penetrante.
—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!—murmuraba hablando consigo mismo, pero con el propósito de que ella, oyéndole, comprendiera que no le engañaba su apacible indiferencia exterior.
Adriana, sintiéndose a punto de abrazar llorando a su tío, furtivamente se retiró a su cuarto, sin advertir que Muñoz la seguía. Cuando de pronto se vio sola con él, tuvo, azorada, la tentación de huir. Dominándose, fingió que había entrado a su habitación para buscar algo en la mesita de luz. Pero él, acercándose, le enlazó la cintura. Adriana, pálida de susto, se defendió.
—¡No! ¡No, Muñoz!—exclamó sin atinar con lo que decía.—¡Si no ha venido el cura todavía!
Y llamó gritando a Raquel.
Muñoz retrocedió asombrado, inquieto. La sintió, como en otros tiempos, protegida por un gran resplandor.
—¿Vuelve a despreciarme, ahora?
Ella ensayó una explicación. Y dirigiéndose a Raquel que acudía:—Te llamé... para que le digas que no debe sorprenderse de algunas rarezas mías.
—Sí, venga, Muñoz, dejémosla.... Ella es algo enferma, ¿usted no sabe?
Y le miraba seria, enrojecidos por las lágrimas sus ojos verdes.
Muñoz obedeció. Pero su espíritu se había turbado y le asaltó la antigua sospecha de que Adriana jamás podría quererle. Por primera vez, después de la inesperada confesión de amor en casa de Charito, le intrigó el apuro singular con que se habían llevado las cosas. Recordó el motivo aducido por ella: demostrarle la sinceridad absoluta de sus palabras, quitarle toda sospecha de una nueva falsedad. Sin embargo, esta tierna precipitación no se avenía, por cierto, con su actitud subsiguiente, tan llena de silenciosas reticencias, ni menos con la enigmática aprensión con que había rehuido su caricia. ¿Eran desigualdades de su carácter, simples rarezas, como ella decía? Se sorprendió de no haber puesto la atención, hasta entonces, en la manera casi hostil con que le trataba Raquel. La felicidad sin duda le había traído una especie de inconsciencia, y más con el trajín de arreglar la casa en un par de días. Ahora le resultaba curiosa, por ejemplo, la tenacidad con que ella había rehusado el viaje de bodas a Montevideo.
Comprendió que el golpe de la dicha imprevista le había desquiciado y sumergido en una suerte de sonambulismo. Pero ahora se restregaba los ojos, al fin. ¿Qué significaba aquel aspecto caviloso con que el señor Molina se paseaba, desde hacía dos horas, por las habitaciones de la casa, sin hablar con nadie y hasta esquivando francamente toda conversación? ¿Por qué no relataba, con su flema de costumbre, anécdotas históricas? Aquella misma mañana Muñoz le había abordado, expansivamente, para consultarle sobre diversas compras propuestas por Charito.—Sí, sí, todo eso me parece muy bien, respondió el señor Molina, sin tomarse el tiempo indispensable para considerar la pregunta. Luego, sacando su reloj:—Hasta luego, amigo, tengo por ahí un asuntito.
Mientras tanto el cura no tardaría en llegar para consagrar la unión, y esa misma tarde iría él con Adriana, con "su mujer", a un chalet rodeado de viejos árboles, en las barrancas de Belgrano... ¿No lo habría soñado? ¿Era realmente "su mujer" esta criatura que le desdeñara y le humillara tanto y a quien durante los últimos meses no pudiera contemplar sino furtivamente, como un ladrón, en la penumbra de la iglesia del Socorro? ¿Era esta la misma Adriana que tantas veces resplandeciera para él, transfigurada, en la indecisión de una portentosa lejanía?
En tanto que su imaginación sobreexcitada la miraba regresar así al antiguo hechizo inquietante, no se preguntó una vez siquiera si era un bien o un mal su casamiento con ella. Por el contrario, perdido en las presentes conjeturas, experimentaba la inconfesable satisfacción de que este matrimonio era ya, de todos modos, un hecho consumado. Los largos deseos atados a su amor, las humillaciones devoradas en silencio, habían concluido por anular su dignidad de otro tiempo y por corromperle hasta en las raíces de su ser. Ahora el corazón le latía con violencia agitado por esta sola idea: "el cura no tardará en venir, Adriana será de todos modos mía". Y ya no quiso pensar en otra cosa.
Pero sobrevino un episodio extraordinario que impidió la realización del acto religioso.
Apenas Adriana quedó sola, después de rechazar a Muñoz, entró en su cuarto Lola, para anunciarle con mucho misterio que abajo, en la puerta de calle, estaba la sirvienta de las Aliaga.
Ella palideció.
—¿Está sola?
—Sí, ha venido en un carruaje. Dice que trae un mensaje de la niña Laura.
Entonces, con el mismo ímpetu desordenado que pusiera días antes para resolver el casamiento con Muñoz, decidió ahora correr a casa de las Aliaga. ¿Qué pasaría a la pobre Laura? Acaso su anemia se había agravado...
—Oye, ordenó a Lola, dame el saco de piel, dame el sombrero gris, pronto, y no digas nada, tú no me has visto salir, tú no sabes nada de mí.
Dos minutos después, subiendo al carruaje, interrogó ansiosamente a la sirvienta de las Aliaga.
Esta la informó. Laura estaba en cama, muy enferma, y los médicos no lograban ponerse de acuerdo en las consultas; sin embargo, la fiebre, desde el día anterior, sin que nadie lo esperase, había cedido.
—Y ahora, niña,—agregó—quiere verla a usted, le ha entrado una desesperación por verla, le dijeron que usted se casa, pero ella porfía que no puede ser.
Por un momento, Adriana imaginó la confusión que se produciría en su casa cuando llegara el cura y la buscaran inútilmente. Pero esto le pareció de una importancia irrisoria; en su espíritu ya no había sino el anhelo de ver a Laura.
Cuando subió la escalera que una semana antes había bajado llorando, tuvo que detenerse en el rellano y oprimirse con las dos manos el corazón. Al cruzar el vestíbulo y entrar en el corredor que conducía a la habitación de Laura, la atmósfera de aquella casa en que había nacido su gran amor tan súbitamente perdido para siempre, y donde ahora acaso estaba muriendo su dulce rival querida, la envolvió como en una realidad ardiente. Le parecía de cierto modo revivir.
La habitación de Laura estaba ahí, a pocos pasos.
Había en toda la casa un silencio de muerte. Sacándose el anillo de Muñoz, sin saber por qué, se volvió a la sirvienta y le pidió en voz baja que lo guardara.
Parándose en el umbral, suspensa, lo primero que vio fue la cara de Laura hundida en el blanco almohadón. Sentado a la cabecera de la cama, Julio tenía una mano de la enferma entre las suyas. Una arruga vertical en la frente y las comisuras contraídas de sus labios, revelaban insomnios y noches en vela. Contemplaba a Laura adormecida.
Carmen, en medio de la habitación, preparaba un remedio mirando la copa al trasluz. También era otra, Carmen: parecía más crecida, más mujer; la aflicción persistente le había borrado del semblante la expresión infantil.
Adriana tuvo la sensación viva de todo lo que se había llorado en la casa durante la espantosa semana transcurrida. Y se sintió oprimida, avasallada por aquel dolor común. Volvió Carmen hacia ella, muy dulcemente, los ojos enrojecidos bajo la hinchazón de los párpados.
—¡Qué bien has hecho en venir!—dijo con la voz abatida y al mismo tiempo tierna, sin interrumpir la preparación del remedio.
Al oír hablar, Laura se incorporó, retiró vivamente su mano de las manos de Julio y tendió los brazos a su amiga. Adriana se precipitó, la besó una y otra vez, y parecía no tener caricias bastantes para aquella pobre cara devastada por la pasión y por el sufrimiento.
Laura sonreía.
—¡Qué miedo tuve de que no vinieras! Estoy muy enferma, ¿sabes? Me agravé más porque nos dijeron que te casabas con otro, con Muñoz. Es un cuento, claro está; pero pensar que se te pudiera ocurrir un desatino así, me afligió como no puedes darte idea. Tú has de casarte con Julio, todo eso que leíste en mi diario ya no tiene importancia. Te voy a explicar...
Carmen la interrumpió, para hacerle tomar la medicina ya preparada.
—Y no hables tanto, ahora; volverá a subirte la fiebre.
En esto bajó Zoraida para pedir a Julio que hiciera compañía a la abuelita. Era preciso tranquilizarla de cualquier modo; ya resultaban inútiles los esfuerzos que ella y Eduardo hacían para darle a entender que no tenía gravedad el estado de Laura. A toda costa quería que la bajaran en una camilla.
Pero Laura se opuso a que saliese Julio y suplicó, por el contrario, que la dejaran con él y con Adriana, pues entre los tres debían resolver un asunto aparentemente difícil pero muy sencillo en realidad. Era necesario aclarar toda mala inteligencia.
Zoraida y Carmen obedecieron, sabiendo que lo peor sería contrariarle aquel ansioso deseo que ella abrigaba desde el día anterior.
Adriana, que no había mirado a Julio una sóla vez, declaró a Laura que su casamiento no era un chisme, que se habían ya unido civilmente y que era ésta, por otra parte, la única solución que convenía.
Laura se incorporó, la miró con un gesto de sorpresa; una sombra de fastidio pasó sobre su cara adelgazada por la enfermedad y que parecía, más que nunca, tallada en fino marfil. Luego sonrió con incredulidad.
—Tú quieres engañarme. Piensas que esta mentira podrá contribuir a curar mi anemia. ¡Todo lo contrario! Si tu matrimonio de pacotilla fuera cierto, eso no haría sino empeorarme. Precisamente te llamé para impedir que te comprometieras con Muñoz.
Fue inútil que Adriana insistiera en convencerla. Laura, cada vez más incrédula, seguía burlándose.
—¿Y quién es Muñoz? ¿Tiene algo de común contigo, al menos? ¡Hacerle a Julio la afrenta de casarte con otro! Tu propósito lo adivino, pero no tiene ninguna razón de ser, porque Julio no es para mí sino un amigo, como tú. Óyeme: en un tiempo tuve celos, sí, te lo confieso. Ya lo habrás leído en mi diario... Y a propósito, ¡qué picardía la tuya y la de Camucha, ir a leer el diario de mi vida!
—Perdóname, Laura. Pero eso ha servido para que yo supiera a tiempo la verdad.
—Para mal tuyo y mío.
—No, porque todo ahora se arreglará. Tú te casarás con Julio; demasiado sufriste en estos meses, la felicidad final debe ser tuya.
Ambas rivalizaban, así, en el deseo de sacrificarse, y no parecían reparar en la presencia de Julio. Después Laura alternativamente los miró.
—Ustedes, prosiguió, son ahora para mí dos amigos, los quiero con un mismo cariño. Mi pasión, te lo juro, Adriana, ha terminado. Tus ruegos de que me case con Julio son así absurdos. ¡Ah! Pero por favor, pónganse los dos del mismo lado, me cansa mucho tener que dar vuelta la cabeza a cada rato.
Julio se levantó, la cara tranquila bañada en lágrimas, y obedeció.
—¡Y llora!—exclamó Laura conmovida. Es la primera vez que lo veo llorar. Tú lo has hecho llorar con tu cuento del matrimonio.
Adormecida por aquella mansa charla, Adriana se puso a pensar que junto a ella, anegado en la misma pena, estaba el hombre elegido por su corazón. Brillaron en su espíritu los maravillosos recuerdos. Se vio con él en la salita apartada del Museo, bajo el cuadro de la maja provocativa, y después de la intimidad de las citas que de tan mala gana les proporcionara Charito. Se representó también las graciosas actitudes de Lucía Moreno, con sus grandes ojos llenos de fina sensualidad y de malicia; y luego vio la ruidosa escena en que Carmen escapara al vestíbulo y arrojara a las manos de Julio el diario de Laura. Y esto y todo un tropel de imágenes pasaban ahora como a trasmano de su vida; porque al renunciar a su dicha, había renunciado también al deseo de la vida y del mundo. El casamiento con Muñoz era eso, un acto de renunciamiento. En verdad no se arrepentiría nunca de su decisión. Pero su alma se llenaba de amargura por la idea de que aquella separación hubiese ocurrido con tan áspera presteza, sin el consuelo de una despedida.
Y a él, ¿qué pensamientos le llenaban ahora el alma? Adriana se hubiese acercado a enjugarle el silencioso llanto con largos besos de ternura, para unir esta tristeza de su amor ya imposible a la piedad inmensa que le inspiraba su amiga enferma.
Ya se entraba la tarde, una de esas tardes templadas, casi tibias en mitad del invierno, que suelen suceder a una semana de frío intenso. Comenzaba a oscurecer. A través de los cristales y sus cortinas blancas, entraba con el crepúsculo una luz tan azulada, que el aire de la habitación y las caras se revestían de su azul.
—Y ahora—dijo Laura después de un silencio—les pediré un favor, muy en serio. Quiero que delante de mí, ahora que todo está explicado, y para que no haya entre nosotros ninguna cosa ambigua, se den los dos un abrazo de reconciliación.
Ambos quedaron inmóviles. Pero Laura insistió, suplicó, y al fin tendió hacia Julio su mano, voluntariosamente. Entonces él obedeció. Sintió Adriana repentinamente que el mundo y la misma Laura se desvanecían ante la realidad de Julio que acercaba a la suya la cara querida, como en el vivo sueño de la víspera. El exceso de la emoción la hizo palidecer, y oprimirse como un pájaro aterido. Le tomó él la cabeza entre las manos y la besó. Pensaron ambos que ya no volverían a verse nunca. Entonces se abrazaron con abandono, y ella apoyando la mejilla en la cara de Julio, sólo sentía un deseo dulce de morir.
En ese momento acudieron precipitadamente Zoraida y Carmen.
—¡Ha venido un hombre, no sabemos quién es!
El desconocido visitante estaba en el vestíbulo. La sirvienta, que no había podido detenerle, trajo la tarjeta. Leyeron el nombre: "Ricardo Muñoz".
Se le oía pasear en el vestíbulo.
—Ha sospechado que estás aquí, dijo Zoraida, pero es de todos modos un atrevimiento. Y dirigiéndose a la sirvienta:—Dile que no estamos para nadie, que hay enfermos.
Adriana se hincó de rodillas y escondió el semblante entre las ropas de la cama.
—¡Ahora lo sabremos todo!—dijo Laura con resolución.
Y contrariando la actitud de su hermana, llamó gritando tan alto como pudo con sus débiles fuerzas:
—¡Muñoz! ¡Señor Muñoz!
—¡Estás loca!—exclamó Zoraida azorada. ¡No podemos dejar que entre aquí!
Pero ella siguió llamándole.
—¡Entre, Muñoz!
Apareció, su cara se iluminó también con la indecisa claridad azul. Traía el cabello revuelto y miraba con extravío a las muchachas fantásticas. No cambió su expresión a la vista de Adriana, ni pareció sorprenderle la presencia de Julio.
Laura le saludó gentilmente y con un gesto le indicó que se acercara. Pero él, rígido en el umbral de la puerta, parecía querer pronunciar una frase, sin conseguirlo. Laura le observaba ahora con una curiosidad infantil.
—¿Podría la sirvienta—dijo Muñoz al fin—acompañarla a su casa?
—¿Por qué, señor?—le preguntó Laura.—¿Usted no sabe que Adriana quiere a Julio?
—Cállate, Laura, por piedad, interrumpió Zoraida, no sabes lo que dices.
—No, déjame hablar, él comprenderá, necesito explicarle.
—¡Te subirá la fiebre!
—Zoraida, déjame hablar, te lo pido.
—¡Te subirá la fiebre!
—Al contrario, Zoraida; si no permites que hable, la desesperación me matará. Aquí hay un verdadero contrasentido. Considere un momento, señor Muñoz, que Adriana sólo se casaría con usted por la compasión que yo le inspiro y es capaz, para llegar a este fin, de haberle fingido que lo quiere.
Laura hablaba exaltada hasta la pureza de una sinceridad diáfana, mientras Muñoz, adusto, con los ojos bajos, apretándose las manos, parecía aguardar, impaciente, que ella concluyera.—¡Y no se conmueve! continuó Laura. Los hubiera visto un momento antes de que usted llegara. ¡Con qué pasión dolorosa se besaron, obligados por mí!
Sacudido por estas últimas palabras, Muñoz se adelantó, sin responder a Laura, y tocó el hombro de Adriana. Pero su gesto autoritario no correspondía al verdadero estado de su espíritu. Temblaba de inquietud, y la noticia que tan bruscamente le daba Laura, el beso a Julio, sólo alcanzó a herirle la imaginación.
Su amor propio había muerto, estaba dispuesto a pasar por todo para conseguir que Adriana le siguiera. A ser necesario, se habría humillado hasta arrastrarse a sus pies o hasta suplicar al mismo Julio que intercediera para convencerla. Porque la deseaba.
Pero ella obedeció, ajustándose el sombrero para marcharse.
—¡Cómo!—exclamó Laura sorprendida. ¿Usted pretende imponerse? ¡No! ¡Déjela! ¡Perverso! ¡Pícaro!
Adriana acalló sus palabras con una caricia, y luego hizo a la sirvienta seña de seguirla. Y salió, después de besar, rápidamente, a Zoraida y a Carmen. Sus pasos y sus sollozos resonaron en la escalera del vestíbulo.
Muñoz, saludando, se retiró también.
Laura había enmudecido, dándose cuenta de que los dos eran ya, efectivamente, marido y mujer.
A través de los cristales entraba todavía el resplandor de la luz azul, pero ya muy velado por la indecisión que ponían las tinieblas. Julio estaba otra vez a la cabecera de la cama, y tenía una mano de la enferma entre las suyas. El rumor de la ciudad llegaba en el silencio como la resignación de una lejana queja. Y la cara de Laura, sobre la blancura de los almohadones, parecía diluirse cada vez más en la penumbra azul.
Se llevó a cabo, tres días después, la ceremonia del casamiento religioso. Adriana dejó que su madre y su tío dispusieran todo lo que a la situación convenía. Hubo que buscar a otro sacerdote, porque se negó rotundamente a consagrar la unión el que la primera vez viniera en balde. Muñoz ni siquiera pidió cuenta a su mujer de la huida a casa de las Aliaga. Y comprendió, ahora, aquellas palabras de Julio que tanto le habían intrigado: "La parte de la tierra ha de corresponderte a ti".
Laura, trasladada a la estancia, comenzó a mejorar, excitada por el sol y el aire áspero del campo. Pero tuvo una recaída y murió. Acaso no vino a sostener sus débiles fuerzas una suficiente voluntad de vivir.
Las Aliaga volvieron a la ciudad y al cabo de un año Carmen aceptó a José Luis Aguirre, aun cuando la persona de éste no coincidía con su secreto ideal... Pero al fin, menos apasionada que la pobre Laura, más resignada a la realidad del mundo y enseñada, además, por la verdad que parecían realmente encerrar los extraños temores y presentimientos de Zoraida, había cesado de cifrar esperanzas en el peligroso amor. Fingió por eso la común alegría de las novias y se casó. Como luego, poco a poco, su imaginación cesó de volar a las nubes, y por otra parte José Luis, aunque siempre presumido, era un marido excelente, concluyó por hallar en el mundo la relativa felicidad.
Adriana y Julio no volvieron a encontrarse. Viajó él por Europa y al fin se estableció en España.
Un día Eduardo recibió de él una larga carta y se la leyó a Zoraida. Con relación a su amor con Adriana y a la muerte de Laura sólo contenía estas palabras: "No te asombre mi silencio sobre las tristes cosas pasadas. El alma humana tiene una capacidad limitada: durante aquellos días apuré todo mi poder de amar, de gozar y de sufrir. No me quedan más que sombras de sentimientos".
En el chalet rodeado de viejos árboles, sobre las hermosas barrancas de Belgrano, Adriana vive desde hace años retraída, encerrada, y contra todos los ruegos de Muñoz rehusa cualquier ocasión de mostrarse en sociedad. Ha esquivado relacionarse con las gentes que habitan los chalets vecinos. Como Julio, sólo tiene sombras de sentimientos.
El matrimonio equivale para ella a la paz de un retiro conventual.
FIN
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