The Project Gutenberg EBook of Paternidad, by André Theuriet This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Paternidad Author: André Theuriet Translator: Ramón Pomés Release Date: May 3, 2008 [EBook #25320] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK PATERNIDAD *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net)
BIBLIOTECA de LA NACIÓN
ANDRÉ THEURIET
———
traducción castellana
de
RAMÓN POMÉS
BUENOS AIRES
1912
Derechos reservados.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
El rápido de París a Belfort atraviesa velozmente los arrabales. Aunque estamos en mayo, la mañana sin sol es fría. Un fuerte viento del Noroeste impulsa grandes nubarrones que se deshacen en lluvia sobre los campos de trigo, de cebada y de alfalfa que cubren con sus variados matices las monótonas llanuras de la Brie. Las gotas de lluvia pintan los más extraños dibujos sobre los cristales de un vagón de primera clase en que va un solo viajero quien parece preocuparse muy poco del mal tiempo. Abrigadas las piernas por ancha manta y una gorrilla sobre los ojos, está absorto en la lectura de unos documentos y en el examen de unos planos que va sacando de una gran carpeta puesta sobre los almohadones y en la que puede leerse esta inscripción: Bosques de Val-Clavin.—Petición de deslindes. Al través de la lluvia poco tiene de interesante el paisaje; pero, por la tensión de los músculos de su rostro y por la honda preocupación del viajero, se adivina que seguiría del mismo modo indiferente a lo de afuera aunque llenara el sol el espacio todo y fuese el paisaje mucho más pintoresco.
Es hombre de unos cincuenta años y, sin embargo, sus movimientos son ligeros, ágiles; su vestir, muy cuidado y de una elegancia irreprochable, le da un aspecto de plena juventud. Sus rasgos son finos y correctos, en su barba cortada en punta y en sus cabellos castaños se ven mezclados algunos hilillos blancos; el firme modelado de su boca y de su nariz aguileña, con las dos arrugas verticales que afirman su entrecejo, indican en él una fuerte voluntad. Cuándo levanta un poco su gorrilla para limpiar los cristales del vagón empañados por la humedad, se ven a plena luz sus ojos, hermosamente azules y de mirar dulcísimo, que corrigen por la expresión un poco dura y fría de todo el rostro.
En la solapa de la negra americana se destaca con fuerza una roseta roja. Una gran distinción de maneras, junto con sus actitudes reservadas y una bien estudiada gravedad descubren a un personaje perteneciente al mundo administrativo, y, aunque el expediente que examina no revelase su profesión, adivinaríase en él a un funcionario que ha escalado elevados puestos y que está bien penetrado de la importancia de su cargo.
En efecto, «Amado Francisco Delaberge, oficial de la Legión de Honor», como dice el anuario, es inspector general de montes. Salido de la escuela de Nancy a los veintidós años, ha ascendido rápida y merecidamente. No sólo posee vastísimos conocimientos en materia de selvicultura, sino que se mostró siempre como un notable administrador. Lleno de amor por el oficio y dotado de una gran fuerza de trabajo, reúne al espíritu de organización la habilidad práctica del hombre de negocios. Así, hablan de él sus compañeros como de un futuro director general. La única cosa de que se le podría acusar es de una cierta frialdad de alma—esa impasibilidad egoísta del célibe, a quien la vida ha hecho sufrir poco y que no está dispuesto a comprender los sufrimientos de los demás.—En Delaberge, este defecto débese menos a una natural sequedad de corazón que a las particulares condiciones en que su infancia y su juventud se desenvolvieron.
Hijo de empleado, desde sus primeros años ha sido víctima de esa vida nómada de pájaro silvestre, de esos múltiples cambios de residencia que hacen pequeños sin patria de los hijos del funcionario público. Llevado de un colegio a otro colegio hasta el día de su entrada en la Escuela Forestal, puede decirse que no conoció el pueblo en que había nacido, y por consiguiente, nada sabía de aquellos cariños que lentamente se forman en el corazón del hombre y le unen para siempre a la provincia en que nació, a la casa en que se hizo hombre, a las piedras, a los árboles, a los horizontes que cada día sus ojos contemplaron. Los numerosos y fuertes lazos que van del mundo exterior al mundo de nuestro espíritu son otros tantos agentes creadores de la sensibilidad. Los primeros colores del nido pintan las primeras imaginaciones del niño y penetran profundamente y para siempre en su corazón; esto faltó a Delaberge.
Su juventud ha transcurrido en una atmósfera llena de frialdad, en medio de las preocupaciones de los exámenes y de los ascensos que había que conquistar a punta de espada. Ha ignorado aquella pasión que vuelve tierna el alma hiriéndola de muerte. A lo sumo, ha tenido en esa época de su vida alguna ligera amistad femenina tan rápidamente anudada como prontamente rota. Separado muy joven aún de sus padres, que perdió antes de haber llegado a los treinta años, ha podido gustar muy poco de las alegrías de la familia. Sin la menor fortuna, no ha pensado más que en hacer rápida y honrosamente su camino. El trabajo ha llenado toda su vida y el deseo de llegar pronto ha dirigido todas sus facultades hacia la realización de sus ambiciosos proyectos.
Como muchos funcionarios sin fortuna, retrocedió ante lo desconocido del matrimonio, creyendo que las obligaciones y las responsabilidades de la vida conyugal son obstáculo para las funciones administrativas. Ha permanecido soltero y se ha absorbido cada vez más en trabajos que le han robado por completo los días y aun con frecuencia las noches; ha llegado el primero a la oficina, ha salido el último, ha comido en el restaurant o en cualquier mesa oficinesca y no ha entrado en su casa sino para dormir. Así, desde los treinta a los cincuenta años, se ha deslizado su metódica y correcta existencia, digna y laboriosa, pero también sin el calorcillo de una dulce intimidad, sin hacer el menor alto en el ensueño o en la fantasía...
No obstante, hoy que goza ya de un relativo bienestar, que su ambición administrativa está ya casi satisfecha, alguna vez vuelve melancólicamente la vista hacia atrás y con espanto se ha de confesar a sí mismo que su pasado está vacío de recuerdos alentadores y se da cuenta de su triste aislamiento. Cuando al salir de la casa de un amigo en que ha oído voces infantiles y risas de juventud, vuelve a su triste cuarto de soltero, siéntese lleno de añoranza por lo pasado y de inquietud por lo porvenir, pensando en la rapidez con que pasan los años, en la época cada vez más cercana del retiro, en las prosaicas miserias y los asquerosos servilismos que turban el ocaso de la vida de un solterón.
Llegado a la meseta de los cincuenta se parece el hombre a un extraviado viajero que ha escalado la cima de la montaña por abruptos y pedregosos senderos y que, una vez llegado arriba, comprende que equivocó por completo la senda. Entonces, ve el camino verdadero que dulcemente va subiendo por entre alegres pueblecillos y bosques en que cantan las fuentes y los pájaros, y por entre prados que las flores de todo color esmaltan, sin que pueda volver atrás para gozar de aquellos perdidos encantos...
Cuando siente Delaberge tales añoranzas pregúntase si no ha despreciado estúpidamente el todo por la nada, y entonces llena su mente y le obsesiona la idea del matrimonio. Se mira al espejo, se dice que es joven todavía y murmura como Juan de Lafontaine: «¿Ha pasado ya para mí el tiempo del amor?» Pero ni aun durante estas crisis de tristeza le abandona del todo su habitual egoísmo. Piensa menos en amar que en ser amado. No ve en el matrimonio sino una compañía que alegre su existencia, un hijo en quien su propio ser reviva. En medio de ese despertar de la juventud, de esos deseos de romper con su vida monótona, la preocupación de sí mismo es lo que en él predomina. Quiere dar calor a su corazón, conocer la alegría de lo imprevisto, gozar las emociones raras y nunca sentidas...
Así, aceptó con verdadera alegría la misión de arreglar amistosamente con los propietarios y campesinos el interminable asunto de los deslindes de Val-Clavin...
Un prolongado silbido anuncia la proximidad de una estación. El tren, pasado ya Bar-sur-Aube, va a detenerse en Clairvaux. Delaberge levanta la cabeza, deja sobre el asiento sus papeles y baja el cristal de la ventanilla para respirar un poco de aire puro.
El aspecto del paisaje se ha ido modificando poco a poco. Las montañas son más altas y el valle se ha estrechado. Ha cambiado también el aspecto del cielo. Aparece a trechos el azulado espacio y no llueve ya. Los negros nubarrones huyen rápidos y caen los rayos del sol sobre los campos, haciendo humear las mojadas praderas y brillar como diamantes las gotas de lluvia en los manzanos en flor. Por entre el rasgado de negra nube descúbrese un trozo de intenso azul más allá de un pequeño bosque de álamos cuyas hojas de oro pálido parecen temblar bajo la inesperada luz, mientras sobre unos sombríos nubarrones se destaca triunfante y luminoso el arco iris. En esos intervalos de sol y sombra corre por encima de la tierra verdeante como una alegría primaveral, del mismo modo que el viento riza la argentada superficie de un lago. Esta radiante alegría solar brilla a trechos sobre toda la campiña, sobre los ondulantes campos de cebada y de centeno, sobre los taludes llenos de rojas amapolas y va comunicándose sucesivamente a los huertos, en que de nuevo vuelven los insectos de todas clases y colores a zumbar contentos, y a los grupos de árboles en que los pájaros entonan otra vez su amoroso trino. Toda esta alegría penetra dulcemente en el cerebro de Delaberge y le distrae de sus laboriosas meditaciones jurídicas.
Después de un alto de pocos minutos en Clairvaux, marcha el tren por entre colinas cubiertas de bosque que dejan ver de vez en cuando las clarísimas aguas del Aube. El sol ha triunfado decididamente y el cielo todo es ya de un sedoso azul. Una pacificadora serenidad emana de las húmedas selvas, de vez en cuando interrumpidas por anchos vallados en que la mirada se refresca como en un baño de verdor... El inspector general ha cerrado la carpeta del expediente y la ha metido en su valija. Después vuelve a la ventanilla del vagón y apoyándose de codos en ella respira con avidez el fuerte olor de la tierra refrescada por la lluvia. Como buen funcionario forestal, su corazón se alegra a la vista de los árboles. A decir verdad, el bosque ha sido el único amor fervoroso de su vida y siéntese enternecido al encontrarse de nuevo en la campiña donde pasó sus años juveniles.
Este enternecimiento le recuerda los melancólicos pesares que conturban su alma hace algún tiempo... Un grupo de árboles bajo los cuales hacen la siesta los leñadores después de haber comido; un pueblecillo en que se oye el toque de misa matutina y en que tenues humaredas se deslizan por encima de las techumbres de teja; una casuca campesina con sus ventanas abiertas en que flotan cortinillas blancas, puesta la ropa a secar tendida en la valla y cubriendo la suave colina la viña y el huerto... Todo eso le induce a dulcísimos ensueños de vida rústica.
Pregúntase entonces si la existencia de un honrado menestral, entre su mujer que le quiere y sus hijos que se hacen hombres poco a poco, no ofrece en realidad una suma de satisfacciones más verdaderas que aquellos mentidos placeres parisienses de que tan poco disfruta. ¿El, Delaberge, encadenado a su oficina, ocupado desde la mañana a la noche en dar vueltas a la rueda administrativa, no permanece extraño a las cosas del corazón y de la inteligencia cien veces más que ese propietario que vive olvidado en su pueblo? Y dentro de diez, de quince años todo lo más, cuando deje de ser una de las ruedas importantes de la administración, ¿cuál será la perspectiva de su existencia? Será aquella vejez sin apoyo y solitaria de todo funcionario retirado, que languidece en su ociosidad y no sabe dónde plantar su tienda...
Y de nuevo entonces, como una esfinge atormentadora, surge en su mente la pregunta de si ha pasado o no la edad en que sin imprudencia puede el hombre casarse y crear una familia. Esta vez, debido quizás al influjo de ese alegre sol de mayo, la respuesta se formula en su espíritu con menos vacilaciones, con mayor claridad que nunca.
Ha llevado siempre una existencia sobria, y sabe que existe en él todavía un gran fondo de vigor, una buena reserva de los tesoros juveniles. No es una ilusión, no se deja engañar por falsas apariencias. Goza de una salud de hierro, conserva todos sus dientes y sus cabellos; sus músculos tienen aún toda su fuerza, sus articulaciones toda su agilidad. En el mundo oficial que frecuenta ha observado alguna vez que las mujeres no desdeñan su conversación ni su compañía. Además, nunca ha de ser tan loco que se case con una jovencita; mas si por acaso encontraba una mujer que se acercase a los treinta, agradable y simpática, nada se había de oponer a que pensase en el matrimonio. No tiene más que cincuenta años y podría ver aún a sus hijos crecer, pasar de la adolescencia a la juventud y ¿quién sabe? tal vez viviría bastante tiempo para verles también casados...
Tener hijos, un hijo en quien él mismo reviviera, eso daría nuevo impulso a su vida y una hermosa finalidad a sus energías... Cuando se examina a fondo, Delaberge llega a confesarse que, en ese cambio de vida, lo que con mayor fuerza le atrae no son precisamente los encantos de la compañía conyugal, sino la esperanza y las alegrías de la paternidad.
Mientras va el inspector general abstraído en tan hondas meditaciones, corre el tren a toda marcha y el aspecto del paisaje cambia otra vez. Deja la vía férrea el valle del Aube, sube raudo una pendiente y atraviesa luego una llanura pedregosa en que crece raquítico el centeno y en que de vez en cuando rompen la monotonía de la línea recta pequeños grupos de árboles desmedrados. Rasga el aire un silbido agudísimo. Corre ligero el tren por un largo viaducto de tres filas de arcos desde el cual se ve el río Suize ondular lo mismo que una culebra, por entre los prados. Aparecen en el horizonte siluetas de campanarios, de cúpulas y de techumbres de teja, destacándose sobre el oscuro verdor de los árboles, y el tren detiene poco a poco su marcha.
—«¡Chaumont! ¡Diez minutos y fonda!»
Aquí es donde Delaberge ha de bajar. Arregla su equipaje y se asoma a la portezuela buscando en los andenes al inspector provincial, su antiguo camarada de Escuela a quien advirtió de su llegada y en cuya casa se ha de hospedar.
Allí está, en efecto, el inspector buscando también a su amigo. Es un hombre pequeño y gordinflón, metido en estrecha casaca, cubierta la cabeza con sombrero de anchas alas y con guantes negros. Su vestir, mitad ceremonioso y mitad descuidado, afirma todavía su aspecto provincial.
Baja Delaberge del vagón y los dos antiguos camaradas se estrechan la mano.
—Mi querido inspector general—comienza el hombre gordinflón,—estoy contentísimo de verle otra vez... ¿Ha tenido usted buen viaje?
—Excelente, querido Voinchet... pero ¿cómo es eso, vas a tratarme de usted ahora, tú que eres mi más antiguo amigo?
—¡Dios mío—murmura Voinchet,—creí que las conveniencias de la jerarquía!...
—No bromees... Nada, tienen que ver con nosotros las conveniencias jerárquicas... Háblame ahora mismo de tú o voy a pedir albergue a la hospedería.
—Te obedezco—contesta el inspector provincial y queda con ello más a sus anchas.
Mientras aguardaba al tren, más de un cuarto de hora estuvo preguntándose con ansiedad si tutearía a Delaberge, como en otros tiempos, o si por deferencia a su grado superior le hablaría de usted. Ahora ya, libre de aquel peso, se muestra alegre y decidor. Y mientras se saca del vagón y se carga el equipaje del inspector general contempla a su camarada y amablemente sonríe.
—¿Sabes que no noto en ti ningún cambio?... Te encuentro hoy tan ágil y tan fuerte como al salir de la Escuela.
—¡Adulador!—replica Delaberge,—la verdad es que nuestros cabellos comienzan a blanquear y que llevamos cada uno veintiocho años más sobre la cabeza.
En el fondo, sin embargo, le han halagado no poco las palabras de su camarada, sobre todo al ver que éste parece mucho más viejo que él.
Los años han engordado al inspector provincial y han quitado expresión a su fisonomía; la somnolencia de la vida de provincia ha apagado la viva luz de sus ojos; la costumbre de tener que hablar y obrar siempre con cierta parsimonia ha quitado a su rostro toda expresión.
Rueda ya el coche carretera adelante y habla Voinchet de nuevo.
—Mi mujer nos aguarda para almorzar... ¡Oh!... Un almuerzo sencillo, después del cual podrás irte a descansar... Te advierto, querido, que esta tarde te será preciso sufrir una pequeña molestia... En honor tuyo, hemos invitado a algunas personas a comer.
—¡Diablo!—murmura Delaberge visiblemente contrariado.—No esperaba eso...
—Dispénsame, pero los periódicas han dado la noticia de tu llegada... Y habríamos dejado agraviadas a todas nuestras relaciones si les hubiésemos quitado el placer de estar y de hablar contigo algunas horas... No tienes idea, amigo mío, de las suspicacias provinciales... Por otra parte, no seremos muchos... Estarán el presidente del tribunal, el secretario general de la prefectura, un segundo inspector y su esposa... y nadie más.
—Ya son bastantes—dice Delaberge con sonrisa de resignado.
—¡Ah! se me olvidaba... Estará también una amiga de mi mujer, la señora Liénard, la que principalmente hace uso de los bosques de Val-Clavin... Quizás no te arrepientas de hablar con ella, pues si logras hacerle entender la razón, este negocio del deslinde irá como sobre ruedas... Es la más ardorosa y la más fuerte adversaria de la Administración... ¡Ea, hemos llegado ya!
El carruaje se ha detenido a la entrada de una calle desierta en que verdea la hierba por entre las piedras. Enfrente de la iglesia de San Juan se abren los porches de una antigua casona que se levanta entre el patio y los huertos. Mientras el conductor descarga el equipaje, Voinchet entra en la casa llamando a un criado. Habiendo quedado solo un momento, Delaberge contempla la dormida calle sobre la cual las paredes de la vieja iglesia extienden una sombra de claustro. Y en la fría austeridad de este sitio solitario, la perspectiva de una comida oficial con los notables que habitan en esta ciudad muerta le da un escalofrío de hondo malestar.
Hacia las seis y media de la tarde, rehecho completamente por una buena siesta, pensó Delaberge que se acercaba el momento de la comida y procedió a vestirse y arreglarse esmeradamente, no por coquetería, sino por pura costumbre. Creía que una presencia irreprochable se impone a los funcionarios que representan a la Administración pública.
Anudando su corbata pensaba ya en la molestia de esa comida oficial en que durante largas horas estaría como en representación ante los invitados de su amigo y en que el deber profesional le obligaría a conversar con la principal interesada en el asunto de los bosques de Val-Clavin. A juzgar por la esposa de su amigo, excelente mujer de su casa, pero cuarentona más que insignificante, su amiga la señora Liénard, debía ser ya una mujer de edad madura y de trato poco agradable. Delaberge veíase ya discutiendo con una pleiteante campesina y esta enfadosa perspectiva le ponía de mal humor.
Cuando entró en el salón verde y oro, lleno de muebles y adornado con chucherías de dudoso gusto, casi todos los invitados habían llegado ya. y le fueron presentados formando una sola fila. El presidente del tribunal, un hombre pequeñito que habla con pretensión florida, recién afeitado y de piel sonrosada, con unos ojos brillantes y siempre inquietos; el secretario general de la prefectura, alto, de anchas espaldas, tieso siempre, como orgulloso de los triunfos que le valía su voz de barítono; el segundo inspector, moreno, de grandes cejas, con los bigotes como de cepillo, con los cabellos cortados según la ordenanza, presentaba el tipo completo del forestal a la manera antigua, feo como un jabalí y rugoso como un roble.
Y mientras su esposa la inspectora, delgaducha y metida en su vestido marrón bordado de azabache, conversaba con la señora de Voinchet hablándole de lo difícil que es hoy procurarse buenos criados, Delaberge se llevaba al inspector su amigo a un rincón de la sala preguntándole sobre todos los detalles del asunto que allí le había traído. El forestal, envanecido de absorber por completo la atención de su superior, le iba dando toda clase de noticias técnicas. Y hacía más de un cuarto de hora que hablaba, cuando Delaberge, al través de las prolijas frases de su subordinado, oyó a la señora de Voinchet que decía:
—¡Ah! por fin... Ya comenzaba usted a inquietarme... Muy tarde llega, amiga mía.
A lo que una voz alegre y limpia contestaba así con un ligero acento provincial:
—Perdóneme, he querido, para honrar mejor su casa, estrenar un vestido nuevo y la modista no me lo ha traído sino hasta ahora mismo... cuando ya comenzaba a enfadarme.
En aquel mismo instante abríase de par en par la puerta del comedor y un criado con guantes blancos y casaca negra decía así: «La señora está servida».
—Señor inspector general—dice la señora de Voinchet acercándose a Delaberge,—el brazo, si usted gusta...
Y éste galantemente lo presentaba ya para que se apoyase en él la señora, cuando interrumpiéndose ésta con aire consternado se volvía hacia la recién llegada y tomándole una de las manos murmuraba:
—¡Qué distraída soy!... Es necesario que antes le presente a mi querida amiga... Camila Liénard, propietaria de la Rosalinda, en Val-Clavin... El señor Delaberge, inspector general de montes.
Aunque ordinariamente dueño de sí mismo, Delaberge no supo disimular una viva expresión de sorpresa. En lugar de la vieja pleiteante que se había imaginado, veía ante sí a una mujer joven, de unos veintiséis años, esbelta, fresca, amable, con unos sonrientes ojos oscuros que ya desde el primer momento le gustaron de un modo infinito. Algo aturdido, Delaberge saludó.
No le habría pasado ciertamente inadvertida su gran sorpresa a la señora Liénard si ella no se hubiese sentido también conmovida por una sorpresa igual. Sus clarísimos ojos contemplaban a Delaberge y parecía reflejarse en su rostro la sorpresa de quien recuerda vagamente una semejanza o se pregunta dónde y cuándo vio alguna otra vez a la persona que tiene delante. Todo esto, no obstante, pudo durar tan sólo unos segundos. La señora Liénard insinuó una amable reverencia; Delaberge tomó de nuevo el brazo de la señora de la casa y entraron todos en el comedor.
En la mesa el inspector general fue, naturalmente, puesto a la derecha de la señora Voinchet; enfrente sentábase su amigo y a su lado estaba la señora Liénard; de manera que Delaberge tenía frente a frente a la propietaria de Rosalinda y durante aquellos momentos de solemne quietud que suele reinar en los principios de toda comida pudo examinarla con sosegado detenimiento.
El famoso vestido nuevo que había motivado el retraso de Camila Liénard era negro y guarnecido con cintas malva; Delaberge, acostumbrado a los refinamientos de la elegancia parisiense, hubo de confesarse que la modista hubiera podido emplear mejor el tiempo. El cuerpo, que era de satén, no favorecía mucho al talle de la dama, el cual parecía no obstante bien contorneado. La ropa se arrugaba feamente en los hombros, y en el cuello parecía querer ahogarla. En suma, la joven aparecía muy mal vestida, pero demostraba preocuparse por ello muy poco. Su buen humor no se resentía para nada de la fealdad del traje ni éste lograba contener la expresiva vivacidad de sus movimientos. Con su boca un poco grande, su barbilla algo gruesa y sus cejas finísimas, no parecía precisamente bella, pero tenía unos hermosos ojos llenos de luz y viveza, unos abundantes cabellos castaños que le caían graciosamente sobre las sienes, una gran frescura en toda su persona, un modo graciosísimo de reír, y todo esto junto producía una agradable impresión de juventud, de espiritualidad, de alegría sana y fuerte que llenaba de gozo el corazón. Comprendíase que era una mujer noblemente expresiva, llena de una natural espontaneidad.
—¿La señora Liénard está casada?—preguntó en voz baja Delaberge a su vecina de mesa.
—No, es viuda... Hace más de dos años que perdió a su marido... Un señor no muy digno de ser amado... No tiene hijos y vive sola en Rosalinda donde está haciendo mucho bien.
Delaberge contempló entonces con mayor complacencia aun a aquella mujer... La señora Liénard estaba discutiendo a media voz con el inspector provincial, su vecino de mesa, y sin abandonar su aire de amable alegría le atacaba con maliciosas recriminaciones, ante las cuales se rebelaba el otro con tonos de malhumor.
—¡Ah! no es usted muy amable con los pobres—exclamaba ella.
Y en ese momento levantó la cabeza y sorprendió la atenta y curiosa mirada de Delaberge. Lejos de sentirse ofendida por ello, sonrió al encontrar su mirada los ojos de éste y prosiguió:
—Vaya, decididamente es mucho mejor dirigirse a Dios que a sus santos... Que lo diga si no el señor inspector general.
Tomado así como testigo, Delaberge preguntó con su aire gravemente amable:
—¿De qué se trata, señora?
—De ese deslinde que la Administración forestal quiere imponer. Bajo el pretexto de que es imposible evaluar por separado los derechos de los usuarios, el señor inspector provincial aquí presente nos ofrece como compensación un bosque que está a una legua de Val-Clavin... Y yo sostengo que esto es inicuo y aun bárbaro.
—Palabras muy duras son éstas—objetó Delaberge riendo.
—Duras, pero exactas... Veamos: yo tengo el derecho de cortar leña en Val-Clavin y los campesinos de Val-Clavin tienen también el derecho de pastos... Y a cambio de todo esto se nos ofrece un terreno impropio y muy lejano... ¿Se puede a esto llamar justicia?
—Señora—interrumpió complacientemente el inspector general,—la felicito a usted, pues trata el asunto como un verdadero jurisconsulto.
—¡Oh!—dijo a esto el inspector provincial.
—Te advierto que te las habrás con un contrincante fuerte... La señora Liénard está muy aferrada en sus derechos.
—En los míos y en los derechos de los demás también, señor Voinchet—repuso la joven con animada entonación;—los habitantes de Val-Clavin, aun más que yo, merecen ver atendidas sus reclamaciones: son gente pobre y para conducir su ganado al pastoreo les será preciso caminar más de una legua a campo traviesa, pues no hay vía directa que una el pueblo con la tierra que ahora se les ofrece.
—Ya les indemnizaremos construyéndoles un magnífico camino.
—¿Les indemnizarán ustedes también de la pérdida de tiempo y de la mala calidad de los pastos?... Los bosques de Carboneras están llenos de pantanos y si usted conociese el país, señor inspector general...
—Lo conozco perfectamente—repuso Delaberge,—pues en Val-Clavin comencé mi carrera forestal.
—¡Ah! ¿de veras?...—exclamó la señora Liénard;—en tal caso...
Dirigió en torno suyo la mirada y vio que el presidente y la inspectora se esforzaban por disimular sus bostezos y se echó a reír exclamando:
—¡Perdónenme! ya me olvidaba de que esta discusión no interesa nada a los invitados del señor Voinchet; dejémoslo por ahora, mas conste que no me doy por vencida.
La conversación se hizo general con gran sentimiento de Delaberge. La vivacidad con que la señora Liénard defendía sus derechos había despertado su interés. La originalidad evidentísima de aquella mujer contrastaba extraordinariamente con la falta de carácter de la mayoría de los invitados.
En el calor de la discusión tomaba su rostro expresiones encantadoras. Nada había en ella rudo o fingido; nada tampoco de aquella prudencia timorata que da tan monótona insignificancia a las mujeres de provincia. Sentíase en ella estallar la sinceridad, la generosidad de su noble corazón. La señora Liénard gustaba a Delaberge por cualidades que eran opuestas a las suyas. Ese hombre reservado, discreto y reflexivo por temperamento, sentíase interesado por aquella mujer de un carácter tan abierto y tan noblemente alegre...
Y cuando se levantaron de la mesa y volvieron los invitados al salón, se las arregló de manera que pudiese encontrarse cerca de la joven.
Precisamente se dirigía ella hacia Delaberge llevando en una mano la cafetera y en otra una taza que le ofreció. Cuando hubo servido a todos, volvió a sentarse en el canapé, no lejos de Delaberge, quien, de pie todavía, acababa de beberse su taza.
—Señor inspector—le dijo ella,—estaría usted muchísimo mejor si tomase asiento.
Y diciendo esto se hizo un poco a un lado para dejarle sitio en el mismo canapé. El inspector general no deseaba sino obedecer a invitación tan amable; pero, no sabiendo qué hacer de la taza que tenía, en la mano, hizo ademán de ir a dejarla sobre una mesilla. La señora Liénard se levantó corriendo, le tomó la taza de las manos y fue a darla a un criado que pasaba entonces con una bandeja. Tan graciosa amabilidad, tan previsora deferencia, trastornaron profundamente a Delaberge. Aunque poco inclinado a la fatuidad, se imaginó que la joven se esforzaba para serle agradable y sintió como un cosquilleo de satisfacción, sin pensar que un hombre de cincuenta años le parece casi un viejo a una mujer que tiene veintiséis. Pero Delaberge, como la mayoría de los hombres, no se veía envejecer.
Razonaba como un hombre convencido de que puede inspirar todavía amorosos sentimientos; no quería confesarse a sí mismo que las amabilidades de la señora Liénard podían sencillamente proceder de la espontaneidad de un alma, por naturaleza afectuosa e inclinada a mostrarse amable precisamente porque la diferencia de edad había de quitar todo pretexto a una interpretación maliciosa.
Sin embargo, mientras la joven con su vivacidad de siempre, volvía a sentarse cerca de él, se despertó en el inspector general una vaga desconfianza; se dijo que tal vez iba a ser juguete de la malicia femenina, pensando que la señora Liénard había creído ganar así su ánimo en favor de la causa de los usuarios de Val-Clavin y vencer su natural rigor administrativo.
Se recostó descuidadamente en uno de los brazos del canapé y, por encima de su abanico que agitaba lentamente, se quedó contemplando a Delaberge con la sonrisa en los labios. Este, ya receloso y colocado en actitud defensiva, estudiaba detenidamente el rostro de su vecina.
Pronto sintióse tranquilizado por completo. No, en esos límpidos ojos, en esa purísima frente, en esos labios francamente amables, no podía haber la menor huella de engaño o duplicidad. En el fondo de esos clarísimos ojos no se descubría la menor de aquellas turbadoras y fugitivas fulguraciones que son indicio de mentira. Ni en la frente, ni en la boca se descubrían aquellas desagradables arrugas que son revelación de un alma falsa o llena de complicados sentimientos. Decididamente, la señora Liénard no tenía nada de una Dalila.
Cerró bruscamente el abanico, se inclinó un poco hacia Delaberge y dijo:
—¿De manera que ha vivido usted en Val-Clavin?
—Sí, señora; viví dos años.
—¿Hace mucho tiempo?
—¡Oh! sí, mucho... Quizás no había usted nacido todavía. Pero recuerdo el país como si fuese ayer mismo. Veo perfectamente en mi imaginación el camino que lleva a Rosalinda, por el cual daba mi paseo cotidiano. Se penetraba en la hacienda por una calle plantada de fresnos, muy pequeñines entonces.
—Los fresnos han crecido y dan hoy una magnífica sombra.
—Entonces—prosiguió Delaberge—vivía en Rosalinda un hombre muy original llamado Le Maroise. Tenía costumbres muy singulares, se pasaba el santo día en un cuarto con las ventanas cerradas y no salía sino después de anochecido, en una vieja berlina que guiaba un cochero tan extravagante como su dueño...
—¡Ese hombre original era mi tío!—interrumpió ella riendo.
—¡Ah!... Perdóneme...
—No se ha de excusar—replicó.—Era realmente un hombre extraño y poco me costaría confesar a usted que llegó a serme odioso... Vivía aún cuando me casé; me hizo su heredera a condición de que mi marido y yo viviríamos con él... No es posible imaginar cómo nos hizo insoportable la vida. Finalmente se murió el pobre hombre, y no he de decir que le lloré muy poco... A punto estuvo de hacerme odiar Rosalinda.
—¿Vive usted en ella todo el año?
—¿Cómo no? Apenas si voy dos o tres veces a Dijón o a Chaumont y sólo por asuntos de intereses. A los seis o siete días que estoy en la ciudad ya no tengo más que un deseo, el de volver a mi casa lo antes posible.
—¿A su edad no le parece esta soledad demasiado austera? ¿No se aburre usted jamás?
—Muy raramente... En primer lugar, ha de saber usted que tengo un temperamento de verdadera campesina. Apenas comienza la primavera, vivo constantemente al aire libre... Me tienen sobradamente ocupada mis gallinas, mis flores, mis árboles; cuido yo misma la corta de mis bosques y le aseguro a usted que no sé apenas qué cosa sea el aburrirse.
—¿Y en invierno?
—En invierno enciendo un hermosísimo fuego y me instalo cerca de la chimenea con un buen libro en la mano... Hay en Rosalinda una biblioteca muy bien nutrida y la cual yo aumento todavía procurando estar al corriente de cuanto se publica... Soy una endiablada lectora... Cuando tengo un libro interesante, y al alcance de la mano un buen puñado de almendras, me paso horas deliciosísimas junto al fuego.
Mientras hablaban ellos aparte, el inspector provincial organizaba una mesa de whist y habiéndose negado Delaberge y la señora Liénard a tomar parte en el juego, sentáronse en torno de la mesa la subinspectora, el presidente, el secretario y el propio señor Voinchet. La esposa de éste y el subinspector se quedaron contemplando el juego y aguardando el momento en que alguno de los dos pudiese tomar parte en él; de suerte que la viuda y su interlocutor, gracias a la preocupación de los jugadores de whist, se quedaron en el canapé tan aislados como pudieran estarlo en el fondo de un bosque.
Esa conversación mantenida en la penumbra, les iba acercando familiarmente y revestía de una mayor confianza y de una más completa intimidad su diálogo. La señora Liénard no parecía en lo más mínimo cohibida por la gravedad de su interlocutor y aun se extrañaba de encontrarse hablando tan llanamente con ese parisiense a quien desde tan pocas horas antes conocía. En cuanto a Delaberge sentíase a la vez sorprendido y encantado de la visible simpatía de que le daba testimonio aquella mujer. La escuchaba con placer y sentíase refrescada el alma por la gracia natural del buen sentido y la noble alegría de su vecina.
Olvidaba su acento provincial, su vestido tan mal hecho y aun los rasgos irregulares de su fisonomía, pues poseía en cambio la joven una cultura de espíritu, un juicio claro y sereno y sobre todo una facultad de entusiasmo que no se encuentra frecuentemente ni aun en París. A propósito de sus lecturas se expresaba con una independencia, un sentido crítico y una vivacidad que encantaban de veras a ese parisiense, acostumbrado a las reticencias prudentes, a las admiraciones convenidas y a las opiniones superficiales del mundo oficinesco en que vivía.
Al cabo de una hora de conversación, estaba ya encantado de la señora Liénard y se felicitaba de tan dichosa velada. Observó con placer que durante su entretenido y largo coloquio la propietaria de Rosalinda no había hecho la menor alusión al asunto de los deslindes y le agradeció tan delicada reserva. Sentíase secretamente halagado de no deber sino a sí mismo la graciosa predilección de la viuda; se acusaba de sus injustas sospechas y, como para indemnizarla de ellas, esforzábase en mostrarse a su vez expansivo, amable, casi galante.
De pronto e interrumpiéndose en medio de una animada discusión, la señora Liénard sacó del pecho un pequeño reloj y consultándolo exclamó:
—¡Las once ya!... Habíame olvidado de que duermo hoy en casa de unos amigos y que molesto a tan excelentes personas obligándoles a aguardarme...
Se puso en pie y tendiendo su mano a Delaberge continuó:
—Buenas noches, señor, y hasta otro día, pues irá usted pronto a Val-Clavin... Vuelvo mañana a Rosalinda y aunque seamos enemigos, administrativamente hablando, espero recibir su visita durante su estancia en aquellos bosques.
Se inclinó en rápida reverencia ante Delaberge, corrió a besar a la señora Voinchet, saludó a todos y, lo mismo que la Cenicienta al dar la media noche, salió casi corriendo del salón, sin permitir que nadie la acompañase.
Francisco Delaberge se despertó con una sensación de confusa alegría, según sucede cuando por la mañana se conserva aún la impresión de un hermoso sueño desvanecido; después, disipadas ya las últimas brumas del ensueño, se percató de que su vaga alegría era causada por el recuerdo de su conversación con la señora Liénard; pero al propio tiempo recordó que aquel mismo día había de regresar la joven viuda a Rosalinda y su alegría se desvaneció al pensar en su prolongada residencia en Chaumont. La pequeña ciudad le pareció más fría y más triste que la víspera. La sombra que la iglesia de San Juan lanzaba sobre el húmedo patio de la casa de Voinchet parecía extenderse y penetrar hasta el fondo del alma del inspector general... Esto le hizo tomar la resolución de adelantar todo lo posible su partida.
Apenas estuvo vestido y arreglado, comenzó el examen del expediente y recogió todas las notas que creyó precisas, en cuyo trabajo empleó toda la mañana; después, acabado el almuerzo y a pesar de las instancias de su amigo Voinchet, tomó el rápido y descendió en Langres; allí buscó un coche de alquiler.
Hay, lo menos, seis leguas de Langres a ese puebluco poco menos que escondido entre los bosques. Después de haber rodado un buen trecho por la carretera de Dijón, el carruaje tomó a la derecha y emprendió el camino vecinal que corre a través de una extensa llanura pedregosa, de una triste desnudez.
La luz de la tarde, velada por finísimas nubecillas, suavizaba los contornos de la llanura verdeante y de los bosques que el lejano horizonte pintaba de gris. El velado azul del cielo y la difusa claridad que llenaba los espacios se armonizaban muy bien con los flotantes pensamientos de Delaberge. Para decirlo, en verdad más eran aquello ensueños que pensamientos. Fatigado por su trabajo de la mañana, mecido por el rodar del carruaje, se abandonaba a una soñolienta contemplación en que las imágenes percibidas despertaban en su espíritu vagos recuerdos. La silueta de los lejanos bosques, le hacía pensar en el asunto de los deslindes y de pronto se decía, no sin una secreta satisfacción, que entre los usuarios de Val-Clavin estaba una cierta viuda, de serenos y límpidos ojos, de cabellos castaños que le caían en graciosos rizos sobre las sienes, en compañía de la cual había pasado una agradabilísima velada.
De un campo de centeno levantóse en rápido vuelo una alondra y se perdió en las nubes, mientras su alegre canto recordaba a Francisco la voz de purísimo timbre de la señora Liénard; entonces, en medio de su ensueño, la idea de ver a la joven en Rosalinda, filtró dulcemente en su alma una emoción profunda, tan suave como la tenue claridad que la muselina de las nubes tamizaba.
Al llegar al pie de la colina de Piedrafontana, saltó del carruaje el conductor, pues la rampa que se había de subir era larga y muy rápida; el caballo caminaba al paso y con mucho esfuerzo. Para aligerarle un poco más y también para sacudir su somnolencia, Delaberge imitó al conductor y, con paso todavía ligero y la cabeza un poco inclinada, comenzó a andar a lo largo de un camino que bordeaban toda clase de flores silvestres.
Detrás de él, hacía el cochero restallar con fuerza su látigo y allá en el fondo del valle se oía el pausado martilleo de un herrador; durante los intervalos de silencio se percibía, como sones de pífanos invisibles, el canto de las alondras. Poco a poco todos estos rústicos rumores fueron despertando en el alma del inspector general el recuerdo de cosas desde largo tiempo adormecidas.
Y se vio a sí mismo subiendo esta misma rampa, cuando sólo contaba veinticuatro años, en una tarde de otoño muy semejante a ésa. Iba entonces, pobre de dinero y rico de esperanzas, a tomar posesión de su puesto de guarda general de los bosques de Val-Clavin.
Más ligero de piernas, pero menos filósofo que hoy, contemplaba a la sazón con ojos inquietos la ruda soledad de las llanuras de Langres y no se tranquilizaba un poco sino al penetrar en los pintorescos y agradables bosques que rodean el pueblecillo.
Delaberge recordaba muy bien la sensación de aislamiento que había sentido al llegar una tarde a ese pequeño pueblo de trescientas casas, situado en la confluencia de dos riachuelos, cuya unión da nacimiento al Aube. Al caer en ese país tan extremadamente rústico, sin transición ninguna y al salir de la Escuela de Nancy, se encontró en él al principio desorientado y triste. El invierno era allí muy duro y toda distracción imposible. La sociedad se componía de dos o tres empleados, de algunos propietarios campesinos, todos ellos casados y poco dispuestos a recibir en su casa al forastero. Muy tristemente vivió allí durante los sombríos días de diciembre y de enero. Durante esos dos mortales meses cubría siempre la tierra una espesa capa de nieve y era imposible salir. El trabajo no era mucho y su ociosidad casi completa le hacía aún más insoportables los días. No se atrevía a leer de nuevo los pocos libros que se había traído consigo y que se sabía ya de memoria. Sucedíanse las horas tan largas y tan vacías, le era la soledad tan odiosa, que llegó a apoderarse de su ánimo un profundo mal humor, una extraordinaria melancolía.
Se albergaba en la hospedería del Sol de Oro. Era frecuentada esa casa por trajinantes y mercaderes de leña, resonando en ella, desde la mañana a la noche, los más discordantes rumores. Comía solo o en compañía de su hospedero, el señor Princetot, un hombre de rostro sonrosado, de mirada llena de malicia y cuya conversación giraba invariablemente sobre los vinos que almacenaba en su bodega, para revenderlos luego lo más caro posible a los pequeños comerciantes de la montaña. En esa gris y tristísima sinfonía del fastidio, daba la hospedera una nota única de color y de alegría.
Miguelina Princetot iba entonces hacia sus veintiocho años. De buena estatura, bien tallada, de sedosa piel y con unos melancólicos ojos grises, tenía muy amables maneras y la sonrisa, de sus labios carnosos formaba en sus mejillas aquellos atrayentes hoyuelos que el pueblo llama «nidos de amor». Inteligente y de percepción pronta, hacía lo que quería del gordo Princetot, quien por completo entregado a su comercio de vinos, le dejaba gobernar la hospedería a su gusto, cosa que hacía ella a las mil maravillas. Siempre limpia, atractiva y además excelente cocinera sabía contentar a los clientes. Gracias a ella, los notables de aquellos contornos iban con frecuencia al Sol de Oro. Alguien decía que llevaba su coquetería, su amabilidad demasiado lejos y que, no era tan fiel esposa como diligente mujer de su casa; como quiera que fuese, es lo cierto que tan maliciosos dichos no llegaron nunca a quebrantar la confianza del señor Princetot.
En los comienzos, teniendo aún como quien dice en los ojos las elegancias de las modistillas y de las señoras de Nancy, no concedió Francisco mucha atención a las gracias campesinas de su hostelera. Pero, en una soledad como la de Val-Clavin, una mujer joven, junto a la cual se vive mañana y tarde, acaba por ejercer una atracción lenta y segura. Después de haber visto a la mujer aquélla con indiferencia, gradualmente fue descubriendo Delaberge en ella encantos que antes no había sospechado y, gracias al aislamiento en que vivía, fue pareciéndole cada vez más deseable. Con frecuencia, cuando el forestal comía solo, después de quitados los manteles, la señora Miguelina se quedaba un rato conversando con su huésped. Poco ganoso de volver a su cuarto triste y frío, el joven prestaba gustosamente oídos a la charla de su hostelera y sus ojos se detenían con verdadera complacencia en la blanquísima nuca que adornaban unos ricillos de su cabello, o bien en la flexibilidad de su cintura... A veces se quedaban ambos silenciosos; la mirada lánguida de Miguelina se encontraba con los azules ojos del guarda general; éste, de ordinario frío y reservado, se expansionaba, se atrevía a alguna insinuación galante, y entonces, con su intuición femenina, la hostelera del Sol de Oro adivinaba, por ciertas inflexiones de su voz llenas de emoción, que su huésped se iba haciendo cada día menos insensible a sus encantos.
Mientras, tanto iba pasando el invierno, reverdecía la primavera en los bosques y bajo su influencia una familiaridad cada vez mayor fue estableciéndose entre Delaberge y la señora Princetot.
Un domingo por la tarde había subido Miguelina al cuarto del forestal y allí, asomada a la ventana, se esforzaba por alcanzar las ramas de un florido tilo que subía por la fachada de la casa. Llevaba aquel día su vestido más elegante y los movimientos forzados que hacía descubrían toda la esbeltez de la figura, la graciosa flexibilidad del talle, la exquisita morbidez de sus pechos y de sus caderas. De pie a su lado, Delaberge le ayudaba lo mejor que podía. En un momento dado, como ella se inclinase demasiado hacia afuera, el guarda general se atrevió a asirla por la cintura como temiendo que se pudiese caer. La señora Princetot se volvió riendo con aquella risa llena de sensualidad que formaba tan graciosos hoyuelos en sus mejillas y su boca vino a encontrarse tan cerca de los labios de Delaberge, que éste no supo resistir la tentación... La besó ardorosamente; rodaron al suelo las flores que ella había tomado y Miguelina cayó, sin darse cuenta, en los brazos de su huésped.
A partir de aquel día la señora Princetot fue la amante del guarda general, y éste ya no se fastidió como antes en Val-Clavin. El señor Princetot se ausentaba con frecuencia para ir a hacer sus compras de vinos o para venderlos a sus clientes de la montaña, de lo que los amantes se aprovechaban.
Figurábanse que su estrecha y amorosa intimidad escapaba a la atención y a la maledicencia de las gentes del pueblo; pero no sabían que los amores mejor escondidos exhalan un sutilísimo perfume, que los descubre siempre. El secreto de su amor se evaporó insensiblemente por las calles de Val-Clavin y las lenguas de las comadres hicieron lo demás. Unicamente Princetot continuó ignorándolo todo.
Duró esta aventura diez y ocho meses, y comenzaba ya a sentir las proximidades de la saciedad cuando recibió un día la notificación de un cambio de residencia. Al conocer la triste nueva, la señora Miguelina se deshizo en lágrimas. Mas era preciso que obedeciese Delaberge al mandato administrativo; la hostelera no se había engañado nunca a sí misma y pensaba que algún día la había de abandonar y, aunque suspirando hondamente, al fin se resignó.
Una semana después el guarda general se marchó a París, no sin sentir en el fondo de su espíritu como una vaga liberación.
Prometieron escribirse: ni uno ni otro cumplieron su promesa y un silencio absoluto cayó entre ellos. Delaberge, que no había puesto en aquella mujer sino los sentidos, fue olvidándola poco a poco, suponiendo que la señora Miguelina se consolaría rápidamente y pondría a otro en su puesto. Y muy pronto sus amoríos campesinos se le aparecieron como una de esas estrellas fugaces que nacen en un cielo de agosto, lo atraviesan y se apagan...
Las preocupaciones del oficio y del ascenso apagaron pronto en él hasta el menor recuerdo de aquella aventura juvenil. Años y más años pasaron, llevándose como un torrente sus deseos y sus energías hacia riberas que no eran precisamente las de la ternura.
Si alguna vez recordaba los episodios de sus principios en Val-Clavin no era sino para reírse desdeñosamente de ellos como hace el hombre maduro con las locuras de la juventud. Y he aquí que los azares administrativos le volvían a este pueblo perdido en el fondo de los bosques; he aquí que los detalles, el aire ambiente, la fisonomía del camino tantas veces hecho en otros tiempos, evocaban en su espíritu la imagen de la señora Miguelina, que él creía enterrada bajo el más absoluto olvido...
Pero la muerte tan sólo puede producir el verdadero y total olvido. Mientras andamos por los caminos de la vida, podemos hallarnos otra vez frente a frente con las personas y las cosas que habíamos para siempre borrado de nuestra memoria.
En París, apenas si alguna que otra vez pensó en la posibilidad de encontrarse de nuevo con su antigua amante; mas ahora, al aproximarse al pueblo en que la había conocido, Delaberge sintió nacer en su espíritu una vaga inquietud.
Sintió alarmarse la prudencia del funcionario, temiendo, en el caso de que la señora Princetot viviese todavía en Val-Clavin, verse expuesto a familiaridades comprometedoras para su carácter oficial. En verdad, decíase que veintiséis años pueden producir, aun tratándose de un pueblecillo, grandes y radicalísimos cambios. Entre las gentes que le conocieron en otro tiempo, muchos sin duda habrían desaparecido. Los hombres maduros de entonces serían ahora ancianos y habrían tomado su puesto los jovenzuelos de otros días, preocupándose muy poco por lo pasado. La misma señora Princetot tendría ya cincuenta y cuatro años, y es natural que la edad la hubiese hecho más discreta. Y aun podría suceder que ya no estuviese en el pueblo.
Ya bastante rico Princetot, vendió tal vez su hospedería y probablemente ni el recuerdo existía ya del famoso Sol de Oro...
Por lo demás, fácil sería adquirir noticias sobre este punto preguntando al cochero. Este, que llevaba con frecuencia viajeros de una parte a otra, conocería con seguridad los sucesos del país...
Precisamente habían llegado a lo más alto de la loma y comenzaban a descender hacia el verdeante valle. Subiendo de nuevo al carruaje, Delaberge preguntó al cochero:
—¿Conoce usted Val-Clavin?
—Ciertamente, señor; en verano llevo a ese pueblo gran número de viajeros y también en tiempos de caza.
—¿Cuál es la mejor hospedería?
—¿La mejor?... No hay más que una que sea buena de verdad: el Sol de Oro... Las demás no son sino malas tabernas.
—¿Se está bien en la casa?
—Ya lo creo, y se come en ella divinamente... Las gentes de Langres van allí con frecuencia a pasar un día de campo... El Sol de Oro no es precisamente de ayer; hace ya más de treinta años que da muy buenos cuartos al Príncipe y a su esposa.
—¿Qué Príncipe?—exclamó Delaberge algo desorientado.
El cochero echóse a reír.
—Quiero decir el señor Princetot, pardiez... Es un apodo que le dan, tan rico es y tan poderoso... Le llaman el Príncipe y a su mujer la Princesa... Yo le aseguro a usted que son gente rica... La mitad del término es suyo. Princetot ha agregado a su casa una destilería, en la que gana el dinero que quiere, y no es poco decir... Sin embargo, continúan en su hospedería como si tuviesen necesidad de ella, ¿Qué quiere usted? La costumbre...
Delaberge se puso profundamente taciturno. Mientras rodaba el carruaje por entre dos hileras de árboles, alguna vez interrumpidas por las tierras cultivadas de una granja, iba pensando, no sin inquietud, en su encuentro inevitable con la señora Princetot. ¿Cómo le recibiría y qué se dirían? ¡Bah! Uno y otro habían cambiado mucho en veintiséis años y tal vez ni siquiera le reconocería. Sí, pero luego sería preciso decir los nombres y la calidad, con lo cual quedaba destruido el incógnito. Además, su reserva podría parecer extraña al bueno de Princetot.
A despecho de su experiencia y de su despierto espíritu, el inspector general estaba hecho del mismo barro que el resto de los hombres. No se extrañaba de que él hubiese podido olvidar a ciertas personas, pero no comprendía que los demás le hubiesen podido olvidar a él.
Mientras iba pensando en todo eso, el caballo, sintiendo ya próximo el pesebre, trotaba más ligero que nunca; se iba acortando la distancia y desde una pequeña altura comenzaron ya a verse las casas de Val-Clavin, reunidas como un puñado de huevos en el fondo de un nido. Por entre los prados brillaban a trechos las aguas del río y el gallo del puntiagudo campanario relucía, herido por los rayos del sol poniente... Y pronto penetró el carruaje en el pueblo, que se había modificado muy poco. A uno y otro lado del viejo puente, los juncos del estanque temblaban como en otro tiempo al impulso de la brisa vespertina. Con el mismo fresquísimo rumor caían las aguas del riachuelo en la presa del molino, y los tilos centenarios del paseo se destacaban por encima de las techumbres de las casas que aparecían inundadas por tenues y azuladas humaredas. A la rojiza claridad del crepúsculo, se levantaba ante los ojos de Delaberge la sombra de los antiguos días, y las figuras de aquel lejanísimo pasado aparecían mas límpidas y con mayor relieve al destacarse sobre un cielo que iluminaba el sol poniente del recuerdo.
Con un pequeño latir en el corazón, pensaba Delaberge en la vieja hospedería con su umbral, al que se subía por cinco escalones y con su muestra de hierro enmohecido, en los ojos lánguidamente soñadores de la señora Miguelina y en la figura rabelesiana y llena de malicia de su esposo...
De pronto se paró el carruaje ante una casa toda recién enjalbegada y en la que apenas pudo Francisco reconocer la antigua hospedería, pues había sido renovada por completo. La antigua muestra había desaparecido también y en cambio leíase en la fachada en hermosas letras mayúsculas:
HOTEL DEL SOL DE ORO
Más lejos, hacia la esquina de la calle, se veían las paredes de piedra de talla y la techumbre de tejas de la nueva destilería que había construido Princetot... Allí estaba éste precisamente apoyando sus anchísimas espaldas en la misma puerta... Encendido el rostro, enorme el vientre, vestido de paño ordinario, medio cerrados los ojos que la grasa invadía, y sin moverse, examinaba con su flema de siempre al nuevo huésped que llegaba de Langres.
Mientras el viajero saltaba del coche, el señor Princetot se decidió a llamar a su criado, ordenándole que se hiciese cargo del equipaje. Delaberge había resuelto por último marchar valientemente hacia las soluciones más breves. Subió ligero los cinco escalones, entró con el dueño de la casa en la cocina en que relucían innúmeras cacerolas de cobre y fue el primero en hablar.
—Buenas tardes, señor Princetot... Ya veo que no me reconoce usted.
El Príncipe medio cerró de nuevo sus pequeños ojos, se pasó la mano por sus cabellos ya enteramente blancos, se rascó la oreja y dijo descubriendo su gran perplejidad:
—A fe mía, señor, que no tengo el placer...
—Soy, no obstante, uno de sus antiguos huéspedes... El señor Delaberge.
Una mujer en quien antes no había reparado y que estaba ocupada en el fondo de la cocina se volvió bruscamente, y sólo por la visible emoción que demostró la dama adivinó el inspector general que tenía enfrente a Miguelina... Respiraba penosamente, bajaba los ojos, retorcía con gesto maquinal las puntas del pañuelo que tenía en la mano y acabó por saludar sin despegar los labios.
¡Ay! no se parecía mucho a la seductora Miguelina de otros tiempos... Había engordado, había perdido su rostro toda expresión, sus tocas le caían sobre la frente y escondían sus cabellos ya bien canosos. Su vestido de oscuro color, de rectos pliegues, sus ojos medio cerrados, su cara de cera, la expresión reservada y dulzona de su fisonomía, le daban todo el aspecto de una beatucha.
—¡Señor Delaberge!—murmuró con mayor sorpresa que alegría.
Después añadió, mordiéndose los labios y sin levantar los ojos:
—No pensábamos verle a usted de nuevo en Val-Clavin.
—¿El señor Delaberge?—preguntaba de nuevo el Príncipe.—Aguarde... Ahora caigo... ¿Estaba usted aquí, como guarda general en la época en que reconstruían la iglesia?... Dispense que no le haya reconocido antes, pero ha pasado desde entonces por esta casa tantísima gente...
Mientras hablaba iba examinando al recién llegado y al ver que lucía una hermosa roseta en la solapa y sospechando que se las había ahora con un parroquiano de consideración, se mostró ya menos indiferente.
—¡Ah!—continuó diciendo,—el caso es que todos hemos envejecido un poco y veinticinco o veintiséis años cambian endiabladamente las fisonomías... Y he aquí que le tenemos de nuevo entre nosotros... Miguelina, habrá que dar al señor la sala roja.
Delaberge algo desconcertado por tan vulgar acogida y aún más por la comprobación de tan mortificante olvido, declaró que no estaba por la sala roja y que prefería el cuarto que había ocupado en otros tiempos y cuya ventana daba al jardín.
—¿Su antigua habitación?—replicó el hostelero.—¡Ah! sí, pero, vea usted... El caso es que no la tenemos libre... La hicimos restaurar por completo y la ocupa ahora nuestro hijo... Simón, que regresó hace dos años de la Escuela de Cluny con todos sus títulos.
—¿Tienen ustedes un hijo?—preguntó el inspector general con alguna sorpresa.
—En realidad no podía usted saberlo... Nuestro Simón no había nacido entonces todavía... Se ha hecho aguardar un poco, pero de todas maneras ha sido en nuestra casa el bienvenido, ¿no es verdad, señora Princetot?
La señora Miguelina parecía disgustada por la charla de su marido; su plácido rostro de mujer devota tomaba una expresión de vivo descontento y sus labios se plegaban con gesto nervioso. Hizo notar que el señor Delaberge tendría necesidad de descanso y que era inútil fatigarle hablándole de un muchacho a quien no conocía.
—Pero—replicó obstinadamente Princetot,—el señor podrá conocerle si se queda algunos días en Val-Clavin, y Simón es muchacho que lo vale... Por desgracia volverá tarde esta noche, pues ha ido al monte para una cuestión de peritaje... Algunas personas del pueblo han recorrido a sus luces para un asunto de deslindes y como es muy despierto y conoce a fondo el régimen de montes, se le ha encargado la defensa de los derechos del pueblo...
—Sí, sí, un asunto de que en mal hora se ha encargado—interrumpió la señora Princetot.
Más perspicaz que el Príncipe su esposo, ella había ya sospechado que Delaberge venía sin duda por esta misma cuestión de deslindes y temió que su marido hablase demasiado.
—¿Qué sabes tú de estas cosas?—replicó Princetot guiñando con gesto de misterio sus ojos.—Simón tiene mucho talento y es ya bastante crecido para andar solo.
—En fin—exclamó suspirando la señora Miguelina,—es de desear que de todo ese enredo no saque más disgustos que provecho.
Después, para cortar en seco esta conversación, preguntó al viajero si comería en la mesa común.
—No—contestó Delaberge;—tengan la bondad de servirme en mi cuarto y háganme el favor de avisar mi llegada al guarda general... Necesito hablar con él esta misma noche.
Algunos minutos después estaba ya instalado en la sala roja, reservada de ordinario a los huéspedes de importancia. En este cuarto había una gran cama muy bien puesta y tenía dos ventanas, una que daba a la calle y la otra al jardín, el cual iba subiendo en suavísimo declive hacia los bosques.
Apenas había tenido tiempo Delaberge de quitarse el polvo del camino y de arreglarse un poco, cuando llamaron discretamente en la puerta de su cuarto y no sin una pequeña emoción contestó Delaberge que se podía entrar. Creyó ver aparecer a la señora Miguelina, deseosa, sin duda, de poder hablar a solas con él, pero muy pronto salió de su engaño. Entró en la habitación una joven delgada y de vivos movimientos, la cual traía platos, botellas y manteles y comenzó a poner la mesa, después de lo cual se retiró para volver a poco con la humeante sopera.
Al hacerse servir en su cuarto el inspector general había creído que podría de este modo tener con la señora Miguelina una amistosa explicación que valiese por todas. Mas era evidente que la señora Miguelina no pensaba provocar una semejante explicación retrospectiva. ¿Era eso indiferencia o bien que, desde un principio, deseaba hacer comprender a su huésped la necesidad de evitar toda alusión al pasado?
«—Como quiera ella—se dijo Delaberge—y aun tal vez vale más que sea así.»
No obstante, en su fuero interno, sentía Delaberge una especie de desencanto. Mientras a lo largo del camino se hundía su imaginación en el recuerdo del pasado y revivía los tiempos de Val-Clavin, no creía que se le hubiese tan completamente olvidado, ni esperaba que se le tratase como a un extraño... Esto le puso profundamente melancólico y con gesto displicente se sentó ante su mesa solitaria.
Cuando estaba ya en los postres le anunciaron al guarda general: un muchacho lleno de obsequiosidad y balbuciente, que se confundía en salutaciones y no osaba sentarse, tanto le intimidaba la presencia del inspector general. Hizo Delaberge inútiles esfuerzos para ponerle a tono, acabando por darle brevemente sus instrucciones e indicándole la hora en que se encontrarían para ir juntos al monte; luego salió con él de la hospedería y una vez solo se quedó paseando unos momentos por las riberas del Aube.
La noche era oscura, pero en el cielo relucían millares de estrellas y cantaban los ruiseñores en las alamedas próximas... Era la misma música que en otros tiempos acompañó sus dúos de amor con la señora Miguelina. Sentía surgir en su espíritu el sentimentalismo; pero, por desdicha suya, al notar que le molestaba un poco la frescura del río, comprendió que no vivía ya en aquella dichosa edad en que se sueña con las estrellas. Volvió sobre sus pasos y deshizo el camino andado.
Al regresar a la hospedería habían ya desaparecido el señor Princetot y su esposa. En la cocina no había sino una criada, que encendió una bujía y le acompañó hasta su habitación, dándole después las buenas noches. Al cerrar Delaberge las ventanas del cuarto, pensó que Rosalinda estaba muy cerca y que al día siguiente, si quería, podría indemnizarse de su desencanto de aquella tarde haciendo una visita a la señora Liénard. Esta idea volvió la serenidad a su espíritu. Se desnudó y filosóficamente se metió en la cama.
Delaberge era la puntualidad misma. A la hora convenida y en compañía del guarda general y de otros funcionarios subalternos, estaba ya examinando los campos de Carboneras que el inspector de Chaumont proponía afectar al servicio de los usuarios de Val-Clavin.
A fines de mayo es cuando los bosques de las montañas de Langres se muestran en toda su gloria y el tiempo convida como nunca al paseo. Un suave vientecillo había secado los caminos; el cielo, de un azul purísimo, sonreía, por encima del renaciente follaje; bordaban toda clase de flores las márgenes de los caminos y los pajarillos cantaban por doquier. Delaberge, cuyas funciones sedentarias le habían recluido en París tanto tiempo y que no conocía ya más verdores que los de las carpetas de la oficina, gozaba de esta fiesta primaveral en pleno bosque como se goza de un antiguo amigo otra vez hallado. Respiraba con verdadera delicia el penetrante perfume que despedían los cerezos en flor y poco a poco su mal humor y su melancolía de la noche antes se fueron disipando...
Por la mañana, en la hora del desayuno pudo comprobar que la señora Miguelina procuraba prudentemente substraerse a sus miradas cada vez que entraba en la cocina. Esta reserva de su antigua amante, que al principio le molestó, le parecía ya entonces el mejor modus vivendi que se pudiese desear. Esto dejaba más clara su situación y el contento experimentado le disponía para mejor saborear las alegrías de su regreso a los bosques. Sentía un placer casi infantil, al reconocer los caminos que había recorrido en otros tiempos. Dotado de una excelente memoria local se envanecía sorprendiendo al guarda, al indicarle por adelantado la naturaleza del terreno y la dirección de las capas terrosas. Y a cada momento exclamaba con grandes explosiones de alegría:
—¡Todo está igual!... Nada ha cambiado y, sin embargo, hace ya veintiséis años.
A medida que iba penetrando en los bosques, parecíale que cada uno de los pasos que daba le quitaba de encima un año y que su juventud reverdecía lo mismo que el follaje de las hayas. Desaparecía y no tenía ningún valor todo aquel largo intervalo de un cuarto de siglo. Mucho mejor que otro medio cualquiera, posee el bosque esta maravillosa virtud del rejuvenecimiento. Menos que en parte alguna se marcan en él las metamorfosis que el paso del tiempo produce. Vemos siempre en el bosque los mismos árboles, las mismas floraciones, los mismos cantos de las tiernas avecillas y esto nos da la ilusión de un alto de ensueño, de una suspensión en el vuelo rápido de los días.
Durante su paseo al través de los bosques de Carboneras, Delaberge pudo fácilmente comprobar la exactitud de las observaciones hechas por la señora Liénard. Las tierras que se quería ahora dar a los usuarios de Val-Clavin, no estaban unidas al pueblo sino por antiguos caminos todos ellos en muy mal estado y que a trechos desaparecían del todo. Varios manantiales subterráneos humedecían el suelo esponjoso y las aguas, no encontrando la necesaria pendiente, se estancaban formando anchos pantanos en que crecían toda clase de plantas muy hermosas, pero impropias para el pastoreo.
La vegetación en general se resentía de la mala calidad del suelo, los herbajes eran cortos y pobres y de trecho en trecho se veían algunos viejos robles de tronco rugoso y cubierto de liquen, mostrando en parte sus ramas desnudas de todo follaje. Era evidente que, tal vez por un exceso de celo, la Administración local intentaba desembarazarse de unas malas tierras con daño evidente para los usuarios de Val-Clavin. El inspector general vióse obligado a confesar que las proposiciones de su amigo Voinchet eran inicuas y abusivas.
Como era natural, nada de esto dejó entender a sus subordinados; pero después de haber tomado sus notas, dirigió la exploración hacia unas tierras que ocupaban la vertiente opuesta del valle y pertenecían a los bosques de Montegrande.
Allí, por el contrario, el suelo era duro y fresco al mismo tiempo y además riquísimo en humus. Las hayas y los robles crecían fuertes y sanos, elevando al espacio su frondoso ramaje. El herbaje era excelente y variadísimo, llenando el aire con sus aromas. Además un hermoso camino forestal seguía toda la cresta de la colina y descendía luego suavemente hacia Val-Clavin. En realidad la designación de esas tierras había de satisfacer por completo a las mayores exigencias de los usuarios, sin perjudicar en nada al Tesoro, y Delaberge se dijo a sí mismo que por ese lado había de ser fácil encontrar una fórmula de transacción.
Ciertamente que en todo eso no le guiaba, sino el deseo de conciliar el derecho más estricto, con la justicia; sin embargo, no pudo dejar de pensar que, si aceptaba esta proposición la Administración central, habría de sentir él un gran placer en comunicarlo así a la señora Liénard. Esta reflexión despertó en su espíritu el agradable recuerdo de la viuda y de la invitación que le hizo al despedirse.
Precisamente entonces entraban en una especie de ancho barranco, al otro extremo del cual aparecía el cono puntiagudo de una torrecilla.
—¿No es Rosalinda aquello?—preguntó Delaberge.
—Sí, señor inspector general; este camino nos conduce a ella directamente.
Esta brusca aparición de Rosalinda en el preciso instante en que pensaba en su dueña, fue para Delaberge dulcemente sugestiva, tanto que le indujo a modificar sus primeros planes. Al salir por la mañana de Sol de Oro no pensaba hacer aquel mismo día su visita a la señora Liénard. Había decidido dejar pasar algunos días, temiendo que pareciese de mal gusto una prisa excesiva. Pero la proximidad de Rosalinda obró en su alma como un imán y modificó por completo sus resoluciones.
Lanzó una rápida mirada sobre todo su vestido: su calzado, en verdad, aparecía lleno de polvo, pero ni su americana ni su pantalón habían sufrido gran cosa de su paseo a través de los bosques y su total apariencia era suficientemente correcta. Recordó, además, que la señora Liénard no concedía sino muy mediana importancia a las cuestiones de forma y esto acabó de decidirle.
En el sitio donde el camino forestal que bajaba a Val-Clavin cruzábase con el barranco que iban siguiendo, Delaberge despidió a sus acompañantes y se dirigió solo hacia Rosalinda; al cuarto de hora salió del bosque y vio ante sus ojos el parque y los jardines que rodeaban la casa.
Aunque en el país se le daba todavía el nombre de castillo, Rosalinda no era más que una cómoda casa burguesa, construida a fines del siglo XVIII y flanqueada por dos torrecillas con techo de pizarra que le daban un vago aspecto señorial. El parque se extendía a una y otra parte del Aubette, cuyas verdosas aguas rodeaban luego la casa y alimentaban las albercas construidas al pie mismo de las terrazas. La avenida de fresnos cuyo recuerdo tan bien había conservado Delaberge, conducía a una verja de hierro y después se continuaba más allá del puente de piedra echado sobre el riachuelo.
Desde la vertiente en que se había detenido, el inspector general veía claramente la fachada principal de la casa tapizada de madreselvas y rosales; veía también los caminillos del jardín trazados al estilo francés y más allá del parque y de las paredes de cierre, en el espacio que el bosque dejaba todavía libre, se veían extensos campos de hierba, de centeno, de alfalfa que la brisa movía como las olas del mar y el sol iluminaba esplendorosamente; más lejos comenzaban de nuevo los bosques que iban subiendo dulcemente y coronaban con su verdor esa pacífica y riente soledad.
La casa con sus ventanas abiertas, los jardines con sus vivísimos colores, los campos ondulantes, todo aparecía como envuelto en una atmósfera de paz y de supremo bienestar. El conjunto tenía un aspecto alegre y hospitalario que animó a Delaberge a persistir en sus intenciones. Le pareció descubrir en todo ello el reflejo de la personalidad atrayente y cordial de la propietaria.
Algunos minutos después llegaba el inspector general a la verja de hierro, llamaba en ella y preguntaba por la señora Liénard, atravesando luego los caminillos, guiado por la jardinera que le dejó a la entrada de la casa donde esperaba una elegante camarera, la cual le introdujo en un salón de la planta baja.
—¡Ah! señor, ¡cuánto le agradezco que haya cumplido su promesa!
Y al decir esto avanzaba hacia el inspector general y le tendía gentilmente la mano la propia señora Liénard, que vestía una vaporosa falda de muselina y un cuerpo de lo mismo en forma de blusa que le daban una suprema elegancia.
Inclinándose Delaberge contestó lo mejor que supo al apretón de aquella pequeña mano un poco tostada por el sol y después se excusó de lo descuidado de su traje.
—Una excursión por el bosque me ha llevado a dos pasos de Rosalinda y no me habría perdonado jamás estar tan cerca de usted y no entrar siquiera a saludarla...
Al acabar sus cumplidos vio Delaberge en el fondo del salón a un visitante que se había levantado al entrar él y que se disponía a despedirse.
Era un joven de mediana estatura, de aspecto rústicamente elegante y de una evidente robustez. Muy moreno, con una barba castaña ligeramente rizada, parecía un poco azorado por la aparición del forastero; pero este movimiento de timidez no le quitaba nada de su natural prestancia. De pie junto a un sillón, con el sombrero en la mano, aguardaba seriamente que el recién llegado hubiese dejado de hablar para despedirse de la dueña de la casa. En los primeros momentos, su fisonomía seria y meditabunda le hacía parecer de mayor edad de la que tenía realmente; pero, cuando se le examinaba con más atención, se descubría en sus ojos, de un azul intenso, un brillo de juventud y de pasión que se contradecía con la precoz madurez de sus rasgos. En el momento en que Delaberge se volvió hacia él, acercóse el joven a la señora y dijo con cierta brusquedad:
—Hasta otra vez, señora; he de subir todavía a los bosques de Carboneras.
—¿Pero volverá usted por aquí?—exclamó la señora Liénard.—Es que necesito todavía de usted...
Y volviéndose seguidamente hacia Delaberge prosiguió la dama:
—Puesto que ha venido usted a Rosalinda, permítame que le convide a comer, sin ceremonias... Ya sabe usted que en el campo se hacen las visitas en la mesa... Además tendrá usted compañía para volver a Val-Clavin, pues quiero que me prometa el señor Simón que al regresar de los bosques ha de venir aquí a comer con nosotros... ¡Buena es ésta!—se interrumpió a sí misma riendo.—Soy tan aturdida que olvidé la presentación... El señor Princetot... el señor Delaberge, inspector general de montes.
Los dos hombres se saludaron ceremoniosamente. Delaberge, despierta su curiosidad por el nombre de Princetot, examinó atentamente al joven que acababan de presentarle; pero éste se dirigía ya hacia la puerta mientras la viuda acompañándole le repetía:
—Convenido, cuento con usted... A las siete en punto nos sentaremos a la mesa.
Cuando hubo salido, Delaberge preguntó:
—¿Este señor Princetot sería acaso el hijo de mi hospedero del Sol de Oro?
—Sí... ¿Le extraña a usted?... No ha salido a su padre, por fortuna... Es un corazón excelente y un espíritu distinguido. Adora el pueblo en que nació y, aunque sus padres son muy ricos, no ha querido convertirse en un señor... Después de haber hecho excelentes estudios agrarios, ha vuelto a su casa, y en materia forestal no dudo que puede dar quince y raya al guarda general de Val-Clavin.
Delaberge se echó a reír.
—¡Apuesto, señora Liénard, que es él quien le aconseja en este asunto de los deslindes!
—Lo ha adivinado usted... Cuando hace dos años regresó Simón de la Escuela de Cluny, ofreció a los usuarios del pueblo defender gratuitamente sus intereses y todos le dimos plenos poderes... Y así es como entré en relaciones con él. El joven me interesa, y si mi situación no me obligase a una gran reserva, tendría un gran placer en recibirle con mayor frecuencia; pero él mismo pórtase con gran discreción y no viene nunca aquí sino para hablar de negocios... Estoy encantada, señor inspector, de que haya sido usted bastante amable para aceptar mi invitación: esto me ha permitido invitar a Simón también.
Delaberge en su interior decíase que hubiera preferido comer a solas con la viuda. Esta, con su vivacidad de siempre, abrió una de las ventanas y mostrando a su huésped los jardines le dijo así:
—No piense usted escapar a las molestias de una visita completa, pues me siento siempre propietaria... Antes, sin embargo, será preciso que me dispense por algunos minutos....
Tocó el timbre, dio rápidas instrucciones a sus criadas, cubrió su cabeza con un gran sombrero de paja y volvió en seguida a reunírsele, diciéndole:
—¿No es verdad que Rosalinda se ha embellecido mucho desde que usted no la había visto? En tiempos de mi difunto tío estaba esto muy mal; las aguas del riachuelo inundaban las partes bajas, los árboles crecían como y donde les daba la gana... Yo he puesto un poco de orden en todo eso y he convertido la finca en lo que usted va a ver.
Alegre y vivaracha acompañaba a su huésped a través de los jardines, enseñándole sus colecciones de flores de todas clases, explicándole cómo había secado las tierras y canalizado las aguas del río que ahora serpenteaba entre orillas plantadas de iris y de cañaverales. El escuchaba encantado su graciosa charla y admiraba su espíritu a la vez práctico y lleno de imaginación. Durante la prolongada visita a parques y jardines, pasaba ella sin transición ninguna de un asunto a otro con la gracia exquisita de una mariposa que vuela o se detiene en alguna flor según su propia fantasía. Ora disertaba sabiamente sobre la aclimatación del pino; ora se permitía ligeras alusiones al asunto de los deslindes; y después, haciéndose más comunicativa, contaba ingenuamente su propia historia y la de su primer marido, sus luchas para la transformación de Rosalinda y sus proyectos de futuros embellecimientos. Halagado Delaberge por la confianza que le mostraba, la encontraba cada vez más encantadora. De pronto se paró ella exclamando:
—¡Estoy cierta, señor, de que mi charla le molesta un poco!
—Se engaña usted, señora—repuso Delaberge con viva entonación.—Todo lo que me cuenta me interesa muchísimo... Hablándome de usted y de sus ocupaciones, iniciándome en su retirada existencia, me da usted una prueba de confianza de que estoy encantado...
Y en efecto, estaba el inspector general bastante más encantado de lo que él mismo creía.
Ese carácter tan lleno de alegría y de franqueza, ese corazón de mujer joven que se abría con tan buena fe, esos límpidos ojos que sonreían tan confiados, esa íntima conversación en medio de unos jardines llenos de flores, con el acompañamiento del cantar de los pájaros y el arrullo de las palomas, todo junto iba desvaneciendo los sentidos del inspector general como podía haber hecho un vino dulce y generoso, vino que, cuando se ha llegado a los cincuenta, se sube con tanta mayor facilidad a la cabeza por cuanto no se está ya acostumbrado. Para ese funcionario que tantísimo tiempo había vivido en medio de sus expedientes administrativos, habían de ser mucho más peligrosas que para otro cualquiera, esas confidencias femeninas murmuradas con voz clarísima e iluminadas por la vivacidad de dos ojos llenos de alegría y de juventud.
—Sí—prosiguió diciendo con tono de profunda gravedad.—Aunque nos conocemos tan sólo desde hace pocos días, veo que me habla usted como a un antiguo amigo y le estoy por ello profundamente agradecido.
Una llamarada de rubor coloreó las mejillas de la señora Liénard.
—¡Dios mío—dijo,—quizás soy demasiado expansiva!... Es mi defecto... Pero desde que cambiamos las primeras palabras en casa de la señora Voinchet, me sentí inclinada a una sincera confianza con usted. A ver si me explica usted por qué motivo ciertas personas nos atraen y nos hacen comunicativos... A primera vista, parece usted un hombre grave y reservado, y sin embargo, yo que soy una verdadera salvaje, me sentí en seguida bien a su lado. Había en sus ojos algo que me tranquilizaba y me alentaba a hablar. Yo me dije: He aquí un hombre recto, leal, serio; puedo, sin temor ninguno, confiarme a él...
—Casi tanto como al señor Simón Princetot—interrumpió riendo Delaberge.
—¿Se ríe usted?... Pues bien, el señor Simón se le parece a usted en lo moral, y también un poco en lo físico... ¿No lo ha reparado usted?
—No le he visto bastante para poderlo observar...
Recorrían entonces las grandes avenidas del parque y como el camino no era ya tan llano como antes creyó deber suyo ofrecer cortésmente su brazo a la señora Liénard; ésta lo aceptó sin cumplidos y así siguieron paseando hasta que la campana les avisó la hora de la comida; volvieron hacia la terraza y allí encontraron a Simón Princetot aguardándoles.
Al ver a la joven, apoyada en el brazo de Delaberge que iba atento y sonriente, Simón pareció sentir una impresión desagradable. Se oscureció su rostro y con una gran frialdad saludó de nuevo al inspector general. Pasaron todos al comedor y se sentaron a la mesa.
Comenzó la comida en medio de un frío malestar. Los dos hombres se observaban sin dirigirse la palabra y eran vanos los esfuerzos que hacía la señora Liénard para animar la conversación, pues ella deseaba sinceramente servir como de enlace entre sus dos invitados. Así, procuraba llevar al joven Simón a terrenos que le eran familiares. Hizo grandes elogios de su amor por las cosas del campo, le preguntó sobre sus estudios de selvicultura, de sus proyectos para el porvenir... El joven contestaba con sencillez y sobriamente. Cuando hablaba de economía agraria o forestal, demostraba conocer muy a fondo el asunto. Alguna vez en la conversación, le ocurrió tocar, aunque solamente de soslayo, ciertas cuestiones científicas o sociales, y su manera de tratarlas descubría en él una cultura muy extensa y sólida. Aun contradiciéndole y presentándole objeciones embarazosas, quedaba Delaberge sorprendido por la claridad y la precisión de todas sus réplicas: la señora Liénard no había exagerado. Corazón lleno de caluroso entusiasmo, firmeza de juicio, noble generosidad, todo eso se adivinaba oyéndole hablar. Y era realmente extraordinario en un joven que había nacido y se había educado en una hospedería de pueblo.
Mientras hablaba y desarrollaba sus ideas, con frecuencia opuestas a las del inspector general, éste estudiaba la fisonomía de su adversario y en vano buscaba en ella semejanzas con el matrimonio Princetot. En realidad, el joven no había salido a su padre ni aun a su madre. No tenía en los ojos ni la somnolencia maliciosa del Príncipe, ni tampoco la indolente languidez de su madre. Solamente sus cabellos castaños, espesos y ligeramente rizados, recordaban un poco la opulenta cabellera de la señora Miguelina. El tono de su voz era algo brusco y áspero, aspereza de manzana silvestre que no se dulcificaba un poco sino cuando contestaba a las preguntas de la señora Liénard. Con ella tomaba súbitamente su voz entonaciones afables, casi tiernas.
Con una mezcla de envidia y de inconsciente interés, contemplaba Delaberge a ese joven robusto, bien tallado, de mirada profunda y franca, de maneras simples y correctas, y pensaba aun sin quererlo: «He aquí un muchacho del que me gustaría ser padre». Después, dejándose llevar por la pendiente de sus ensueños matrimoniales, añadía para sí: «Todavía puedo tener hijos, no he de perder la esperanza; no falta sino la mujer, y yo sé de una, no lejos de aquí, con la que me casaría de buena gana...»
Y sus ojos se dirigían con mayor complacencia cada vez hacia la señora Liénard. Decíase que la viuda tenía ya sus veintisiete años, que unía a un espíritu encantador, un corazón honrado, rectitud de juicio y gran sensibilidad; que sería a la vez una excelente ama de casa y una compañera ciertamente deseable. Y como si continuase en voz alta esta conversación interior, se inclinaba con ternura hacia su vecina, le prodigaba toda clase de finas atenciones y la hacía objeto de sus más exquisitas galanterías, cuya forma algo anticuada descubría que no habían servido mucho desde los tiempos de su juventud.
En su deseo de cumplimentar a la viuda, no veía que sus galantes cumplimientos ponían luces de disgusto en los ojos de Simón y que ensombrecían su buen humor.
Levantáronse de la mesa y pasaron a la terraza, en el momento en que el sol desaparecía tras los bosques de Montegrande. La señora Liénard se hizo traer una cafetera rasa y preparó por si misma el café. Cuando ofreció el azúcar al inspector general, éste le dio las gracias, diciendo que tomaba el café sin azúcar.
—¡Es raro!—exclamó aturdidamente la viuda.—Lo mismo que el señor Simón...
Esta semejanza de gustos con un joven que, durante toda la comida le había demostrado más hostilidad que simpatía, dejó frío e indiferente a Delaberge, que sentía contra Simón cierto rencor por su actitud llena de desconfianzas. Hablaron todavía un buen rato en la terraza, donde, en medio de un suave crepúsculo, esparcían las madreselvas su penetrante perfume; después, ya casi completamente oscurecido y cuando comenzó a mostrarse la luna por encima de los bosques, levantóse Delaberge para despedirse y Simón Princetot hizo lo mismo.
—¡Buenas noches, señores!—dijo la señora Liénard.—Juntos harán ustedes el camino... Señor Delaberge, puesto que se queda todavía una semana en Val-Clavin, espero que no olvidará usted el camino de Rosalinda...
Ya fuera de la verja, los dos caminaron un buen trecho bajo la bóveda de los fresnos, sin dirigirse una palabra. El mismo malestar que había helado los comienzos de la comida, parecía ponerles nuevamente taciturnos. Siendo ambos por temperamento nada comunicativos, amenazaba eternizarse esa frialdad, cuando Delaberge, molestado por su mismo silencio, se decidió a romperlo, diciendo:
—Señor Princetot, ya sé que es usted el adversario de la Administración a la que yo represento; pero, pues me hospedo en casa de su padre y acabamos de comer el pan sobre unos mismos manteles, no veo el motivo para que nos tratemos personalmente como enemigos. Por mi parte, tenga usted la seguridad de que yo llevaré al cumplimiento de mi misión el más conciliador espíritu, y si me parecen bien fundadas sus reclamaciones...
—Lo están, señor—interrumpió Simón, sin abandonar su frialdad;—solamente las personas extrañas al país y a sus necesidades...
—He de advertirle que no soy tan extraño al país como usted parece creer... He vivido aquí mucho antes de que viniese usted al mundo... ¿Qué edad tiene usted?
—Voy a cumplir veinticinco años.
—Pues yo tenía apenas veinticuatro cuando era guarda general en Val-Clavin... No hay un rincón en todos estos bosques que yo no haya visitado y cuya naturaleza desconozca.
—En tal caso, señor, si es usted justo cambiará el proyecto de la Administración... Lo que la Administración propone es inadmisible; perjudica nuestros intereses y nos arruina.
—Los intereses del pueblo son respetables, pero nuestros bosques tienen también derecho a algún miramiento... Tenemos la misión de conservarlos y si usted fuese como yo un viejo forestal...
—¡Sin ser forestal de profesión—exclamó animándose el joven—se puede tener amor a los bosques! Ustedes los aman por el dinero que dan al Tesoro; nosotros los amamos por ellos mismos.
—¿Ama usted los árboles?—preguntó Delaberge un poco más afable.
—¡Sí, los amo!...—replicó el joven con viva entonación.—Los amo como a buenos amigos con quienes ha crecido uno, como amo a mi país cuya hermosura ellos son. Sepa usted que nací casi en los bosques y que desde muy niño he vivido en medio de ellos... Un árbol hermoso, vea usted, como éste...
Y al decir esto corrió hacia una de las hayas que bordeaban el camino y prosiguió, rodeando casi con uno de sus brazos el robusto y argentado tronco:
—Un árbol sano y hermoso es para mí como una persona, como un hermano y hasta a veces me entran ganas de besarle...
Encantado Delaberge por ese rapto de entusiasmo, que brotó de pronto como una fuente de agua viva, contemplaba con emoción a ese esbelto muchacho de veinticinco años, cuyos ojos brillaban a la luz de la luna. La haya y él parecían, efectivamente, de una misma esencia. Uno y otro descubrían una fuerza y una juventud iguales; uno y otro, robustos y llenos de energía, se lanzaban con ímpetu a la vida.
—Vaya—dijo sonriendo Delaberge,—he aquí al menos un punto acerca del cual nos hemos de entender muy fácilmente... En el terreno jurídico podremos combatirnos, siempre con armas corteses; pero hasta entonces firmemos una tregua,... ¿Quiere usted?
Tendió su mano al joven; éste tuvo un momento de sorpresa o de vacilación; luego tendió la suya y Delaberge la estrechó con ademán amistoso. Después continuaron su camino hablando tranquilamente de la repoblación de los montes y no se separaron sino en la misma cocina del Sol de Oro, donde una criada les estaba aguardando medio dormida.
* *
*
Subió Delaberge a su habitación, pero los incidentes de aquella tarde le tenían un poco excitado y no se sentía con ganas de dormir. Abrió la ventana que daba al jardín.
Hacia el otro extremo de la fachada vio una luz en una ventana y recordó que era aquélla su habitación, ahora ocupada por Simón Princetot. Poco después vio al joven asomarse a la ventana y apoyado de codos en ella, soñar tal vez, como él había hecho en días lejanos, enfrente de los campos dormidos. Sin poder apartar sus ojos de esa vaga silueta, el inspector general se dejó dulcemente deslizar hacia las mayores profundidades del recuerdo, y escuchando los nocturnos rumores de los campos y de los bosques fue perdiendo poco a poco la noción de los días y de los años...
El murmullo de las aguas ribereñas, el canto melancólico de las ranas, el lejano rodar de un carruaje, todos esos rumores resonaban misteriosamente en el espacio y le mecían con una música semejante a la música de otros tiempos.
Y lentamente alucinado, acabó por parecerle que se veía a sí mismo cuando tenía veinticinco años, apoyados los codos en la misma ventana, en pleno florecimiento de su robusta juventud.
Pasó Delaberge la mañana siguiente redactando un informe en que exponía a la Administración Central el resultado de su visita a los bosques de Carboneras y después de hacer valer sus propias apreciaciones sobre el cambio de terrenos propuesto por la Administración Provincial, demostraba la necesidad de tener en cuenta las legítimas objeciones de los usuarios, formulaba un contraproyecto con planos a la vista y solicitaba una pronta resolución, a fin de que en la próxima reunión de los representantes de la comarca pudiese ya indicar las bases de un arreglo.
Trabajaba con entusiasmo, bajo la fresca impresión de los incidentes de la víspera. A pesar suyo, ejercían sobre sus determinaciones una sutilísima influencia la sonriente imagen de la señora Liénard y la simpática persona del joven Simón. Su razonamiento era firme y caluroso; sus conclusiones tenían una elocuencia que no suele encontrarse en los informes administrativos y que en Delaberge no era tampoco habitual.
Por las abiertas ventanas penetraban en la habitación roja la clara alegría de la mañana, la sonoridad despertadora de los mil rumores del campo, y su vivacidad fue ganando poco a poco el corazón y el espíritu de Francisco Delaberge. Cuando había llegado ya a las últimas líneas de su informe, distrajeron su atención una serie de rumores y voces que oyó junto a la misma entrada de la hospedería. Enfrente de la casa piafaba y pateaba un caballo, mientras una voz robusta de hombre intentaba calmar sus impaciencias con interjecciones acariciadoras: «¡So... So... Quieto, Brunete!...». Luego esta misma voz exclamaba: «Vamos, papá, date prisa, vamos a llegar tarde...»
Delaberge se asomó a la ventana y vio ante el portal una charrette inglesa tirada por un pequeño caballo bayo, de vivos movimientos, junto al cual estaba el joven Simón. En aquel momento salió de la casa el Príncipe, lenta y majestuosamente, acompañado de la señora Miguelina.
El hospedero del Sol de Oro, recién afeitado, se había puesto una ancha blusa encima del traje y cubría su cabeza con un sombrero de anchas alas. Pesadamente subió en la charrette se le reunió en seguida su hijo Simón con las riendas en la mano. Y entretanto que la señora Princetot les hacía las más prolijas recomendaciones, sonreía el Príncipe, guiñaba sus ojos llenos de malicia y con su gordinflona mano acariciaba suavemente el hombro de Simón y le daba cariñosos golpecitos, mientras le contemplaba lleno de una profunda beatitud.
—Esté tranquila la madre, no le pasará nada a su hijito...—decía el Príncipe a su mujer.—Y ya sabes, si no volvemos hasta la noche, no por eso te preocupes nada.
Al mismo tiempo el muchacho enviaba a la señora Miguelina un tierno beso y le decía:
—Hasta la noche, mamá, yo te respondo de papá.
Con la punta del látigo acarició el cuello del caballo y el animal tomó inmediatamente el trote en la dirección de Recey.
La señora Miguelina, puesta una mano sobre los ojos les siguió con la mirada hasta que hubieron vuelto la próxima esquina y luego entró sola en la casa.
«Esa gente es feliz y se aman unos a otros—pensaba Delaberge, que lo había visto todo desde la ventana.—Ese Princetot, tan positivo, tan metido en lo material, quiere tiernamente a ese único hijo de que está tan orgulloso. Miguelina, a pesar de su aparente indiferencia de mojigata, devora con los ojos a su hijo, y éste siente por uno y otra un afecto que le encubre y disimula todos sus defectos. Con mirada de profundo reconocimiento pagaba a su padre sus groseras caricias, y para tranquilizar a su madre sabía poner en sus palabras y en su voz inflexiones tiernamente acariciadoras... Decididamente, este Simón no es sólo un muchacho de clara inteligencia, sino que tiene también el corazón en su sitio...»
El inspector general se maravillaba además de que ese muchacho, tan superior en aspiraciones y en cultura a su propia familia, no manifestaba ese estúpido respeto social que hace que ciertos hijos de burgueses rápidamente enriquecidos se avergüencen de las ridiculeces de sus padres. Por el contrario, con sus delicadas atenciones y con su buen humor esforzábase en allanar el abismo que de ellos le separaba, y así vivían los tres sin tropiezos y en la más completa armonía. Necesario era que hubiese en la vida de familia virtudes y gracias particulares para unir de tal manera seres tan desemejantes en educación y en gustos. La Escritura había dicho con razón: Vœ soli! El célibe ignora o comprende muy difícilmente esa fusión de las almas, esa expansión de los corazones del padre hacia el hijo; esos sacrificios, esas tiernas solicitudes, que dan precio y verdadero interés a la existencia de los humanos...
Meditando sobre todo eso, Delaberge volvió a su mesa de trabajo, releyó su informe, examinó de nuevo las notas puestas en los planos y doblando cuidadosamente todos esos papeles, los metió en un sobre.
Quiso llevar él mismo el pliego a correos, y luego, cuando ya lo hubo dejado en manos de la receptora, regresó despacio a la hospedería. Al llegar al corredor del primer piso oyó ruido en su cuarto cuya puerta había quedado sin cerrar. Intrigado por ello la empujó bruscamente y vio a la señora Miguelina ocupada en arreglar los muebles de la habitación. Había creído, sin duda, que tardaría en volver algunas horas y, aprovechando la ocasión, había querido atender a la limpieza y arreglo de aquella magnífica «sala roja». La súbita aparición de Delaberge le causó tal sorpresa, que dejó caer el plumero que tenía en la mano y se puso intensamente pálida.
—No se moleste por mí, señora Princetot—dijo Delaberge mientras cerraba tras de sí la puerta.
Ese encuentro, que él no había buscado, le embarazaba un poco; pero luego pensó que, después de todo, el encuentro habría de ser inevitable y que si era entre ellos necesaria una explicación siempre había de ser preferible aprovechar la ausencia del Príncipe y de su hijo.
—Dispense, señor Delaberge—repuso la hostelera, con voz no muy segura.—Creí que estaba usted en el bosque, de otro modo no me hubiera atrevido...
Delaberge vio su palidez, sus labios crispados, su espanto. Seguía murmurando la pobre palabras ininteligibles y se apoyaba para no caer en el repecho de la chimenea, sin atreverse a levantar los ojos. Sintió Delaberge una profunda lástima...
—No tiene usted necesidad de excusa alguna, señora—dijo entonces con entonación más amable.—Por el contrario, grande ha sido mi satisfacción al encontrarla aquí, pues, desde mi llegada, apenas si he podido verla un momento... Precisamente tenía mucho interés en felicitarla por su excelente hijo, con quien tuve el gusto de trabar conocimiento ayer...
—¡Ah!... ¿Le ha visto usted?—murmuró muy débilmente Miguelina.
Y un temor ansioso alteró más todavía la expresión de su rostro, como si el encuentro de aquellos dos hombres hubiese sido para ella una desgracia, o como si viese en ello el presagio de una inminente catástrofe. Separó sus manos, que tenía cruzadas sobre el pecho y con gesto desmayado cayeron pesadamente sus brazos a lo largo del cuerpo...
Su exclamación llena de un inexplicado temor y su desmayada actitud extrañaron mucho al inspector general. Manifestábase en su rostro y en toda su persona aquel desaliento, aquella profunda consternación que experimenta aquel que ve de pronto, paralizados por la desgracia, sus más nobles esfuerzos. Delaberge no podía comprender cómo y por qué el solo anuncio de su entrevista con Simón había asustado de tal modo a aquella mujer. Supuso que la señora Princetot se alarmaba sin duda a causa de la enemiga que su hijo manifestaba a la Administración forestal y temiendo que esto le había de causar algún disgusto. Para tranquilizarla añadió:
—Sí, pasé ayer con su hijo algunas agradables horas en Rosalinda...
Un doloroso suspiro se escapó de los labios de Miguelina y esto aumentó todavía la sorpresa de su interlocutor. Se detuvo un momento, y después prosiguió:
—Regresamos juntos a Val-Clavin y, durante el camino, pude convencerme de que la señora Liénard no me había exagerado las brillantes cualidades de Simón. Es un muchacho de espíritu recto y de corazón noble. Aunque adversario de la Administración forestal, espero que seremos buenos amigos... Estoy contentísimo de haberle conocido.
Estas palabras, lejos de tranquilizar a la señora Princetot, parecieron aumentar todavía su espanto; había de nuevo juntado sus manos y se las retorcía nerviosamente. Al mismo tiempo, vio Delaberge que las lágrimas humedecían los ojos de la hostelera.
—¿Qué tiene usted?—continuó.—Diríase que mis palabras le causan pena... Sentiría con toda el alma que involuntariamente...
Se acercó un poco más a la hostelera y con su voz más afectuosa murmuró dulcemente:
—Vamos, Miguelina, ¿por qué no tiene usted confianza en mí?... Yo no soy ciertamente un extraño... Recuerde que en otros tiempos...
Quiso tomarle amistosamente las manos y ella le rechazó con el gesto indignado de una mujer arrepentida a quien se tratase de inducir a nueva tentación.
—¡Calle usted!—murmuró suplicante.—Me da vergüenza oír hablar de aquellos tiempos.
—¿Por qué?—replicó Delaberge, extrañado de una tan extremosa castidad.—En nuestra edad, señora, ya no hay peligro alguno... Y además, si cometimos en otros tiempos el error de ser demasiado jóvenes, fue aquello un pecado del que ya no queda hoy el menor rastro.
Miguelina se cubría la cara con ambas manos y de buena gana se hubiera tapado los oídos.
—¡Calle usted!—repetía.—¿Por qué habrá vuelto, Dios mío?
—Nunca imaginé—dijo Delaberge impaciente—que mi presencia le había de causar tan gran disgusto... Supongo que no me habrá de creer usted capaz de la menor indiscreción... Tranquilícese, pues, que todo se quedó y se quedará entre nosotros.
Miguelina se dejó caer en una silla, gimiendo con voz doliente:
—Eso no impedirá a las malas gentes charlar de nuevo al verle en mi casa.
Y haciéndola el dolor más expansiva, comenzó toda una serie de hondas lamentaciones: ciertamente, no había ella dudado ni un punto de la honradez del señor Delaberge; pero eso no había de impedir que su llegada al Sol de Oro despertase la malignidad de los envidiosos que hablaban mal del Príncipe sólo porque había hecho fortuna. Iban a remover y a remozar antiguas historias. Y ella, sin embargo, había ya llorado mucho para lavar con sus lágrimas sus pecados... Había ido muchísimo a la iglesia y quemado innúmeros cirios y cumplido las más duras penitencias... Creía que el secreto de sus faltas quedaba enterrado en el confesionario del cura párroco... Poco a poco las malas lenguas se habían cansado y acabado por dejarla tranquila... Comenzaba ya a respirar, vivía feliz entre el Príncipe y su hijo, creyendo que todo había acabado, cuando vuelve Delaberge y cae en su casa como un rayo... ¡Oh, sí, un rayo verdadero!... Cuando le vio entrar en la cocina se le agolpó toda la sangre en el corazón y estuvo a punto de caer redonda en tierra... Después ya no había podido conciliar el sueño, viviendo en una continua angustia y pareciéndole que estaba suspendida sobre su casa la amenaza de una gran desdicha.
Delaberge escuchaba con disgusto toda esa letanía de lamentaciones. Compartía muy medianamente el dolor de esa mujer a quien, más que el remordimiento, atormentaba el decir de las gentes. Creía además desproporcionados sus terrores por la falta cometida. Veintiséis años habían pasado por encima de sus pecadillos de la juventud. La señora Princetot, que se había refugiado en las sombras del templo, había de creerse por completo absuelta... La falta pasada había ya prescrito. El señor Princetot, que no había sospechado nada cuando la infidelidad era patente, sería menos accesible aún a las sospechas hoy, en que la hostelera del Sol de Oro edificaba con su religiosidad a los fieles todos. Por eso parecieron al inspector general verdaderamente pueriles las lamentaciones de la señora Princetot.
De todas maneras esta escena de lágrimas se iba haciendo penosa. El continuado sollozo movía con violencia el desbordante pecho de la hostelera y sus carnosos labios agitábanse convulsivamente.
Como había sido la causa de esa tempestad, se creyó Delaberge en el deber de calmarla.
—Señora—dijo,—se da usted una pena inmensa por simples quimeras... Cálmese... Fíe en mi buena amistad y en mi delicadeza. Me portaré de manera que no haya de verse turbada su tranquilidad... Le prometo abreviar todo lo posible mi estancia en Val-Clavin.
Miguelina por la primera vez levantó hasta él sus ojos humedecidos, a los que habían las lágrimas devuelto algo de su antigua luminosidad y de su sensual languidez.
—¡Sí!—exclamó juntando las manos.—¡Márchese... márchese lo antes que pueda, yo se lo ruego!...
Admiróse Delaberge al ver con qué egoísta ingenuidad, aquella mujer, que en otros días estuvo tiernamente desfallecida en sus brazos, le despedía ahora para siempre, como tardándole el momento de verse desembarazada de la presencia de su antiguo amante.
—Mi marcha—replicó Delaberge con cierta ironía—dependerá en mucho de las disposiciones que tome su hijo de usted en ese asunto de los deslindes.
—¡Ah!—gimió la hostelera, frunciendo las cejas y moviendo la cabeza.—¿Por qué se habrá metido en ese malhadado asunto? De él nos viene todo el mal, y seguramente no hemos llegado al fin todavía.
—Tenga paciencia. Todo se arreglará. Veré al señor Simón, y si es razonable...
La señora Miguelina le interrumpió precipitadamente:
—No, no le vea usted otra vez. ¡Ya es demasiado que se encontraran ayer!...
Delaberge se le quedó mirando lleno de sorpresa, preguntándose si no estaría loca aquella mujer.
—No la entiendo... ¿Qué quiere usted decir?
—Nada, nada...
Se vio entonces que hacía grandes esfuerzos para recobrar su impasibilidad de figura de cera y prosiguió:
—Deje usted que hable con Simón; será mejor para mí y para usted... Prométame que se marchará usted apenas quede arreglado este asunto.
—Se lo prometo.
—Gracias, señor Delaberge.
Y se levantó con el aire contrito de una mujer que sale del confesionario. Pero, como antes de salir lanzó una furtiva mirada al espejo, vio que tenía enrojecidos los ojos y que desarregladas sus tocas dejaban al descubierto sus cabellos grises. Y reflexionando prudentemente entonces que era peligroso dejar que notasen los demás las huellas de su emoción, dirigióse hacia el lavabo y con una toalla humedecida se lavó los ojos, se arregló los vestidos y rehizo toda su figura de antes.
La manera de poner otra vez en orden sus cabellos, de lavarse los ojos y de arreglarse las ropas, recordó de pronto a Delaberge los tiempos lejanos de sus citas amorosas en que usaba de las mismas minuciosas precauciones al abandonar sus brazos. Esta súbita resurrección del pasado, evocada por la repetición de gestos familiares, conmovió más hondamente al inspector general que todas las lamentaciones de su hostelera. Olvidó a la cincuentona con tocas de beata y creyó que tenía ante sí a aquella dulce y cariñosa Miguelina que por la noche se deslizaba en su cuarto como una gatita, llena de voluptuosidades... Al fin y al cabo, en toda su laboriosa carrera de funcionario, el amor de esa mujer había sido el único rayo de sol de su juventud, la única copa de placer que habían gustado sus labios.
Se enterneció su corazón, y, obedeciendo a un inconsciente impulso de su sensibilidad, atrajo hacia sí a Miguelina y quiso besarla como para darle un testimonio de su agradecida ternura. Mas ella se resistió, le rechazó casi con ira y salió de la habitación precipitadamente.
Mortificado, inquieto, disgustado, resolvió Delaberge salir a tomar un poco el aire a fin de sacudir tan penosa impresión. Abandonó a su vez el cuarto y la hospedería y comenzó a remontar el curso del Aubette, siguiendo una estrecha garganta por donde corre el riachuelo bajo una bóveda de verde follaje, antes de arrojar sus aguas en el estanque de Val-Clavin.
El lugar era solitario, cubierto de sauces, de abedules y de alisos, que habían crecido rápidamente en aquéllas tierras de aluvión. Por encima de las aguas casi invisibles del riachuelo, entrelazaban su tupido ramaje las clemátides y madreselvas silvestres y se hacía tan espeso en aquel sitio el bosque de hayas y otros árboles, que reinaba allí una oscuridad verdaderamente crepuscular.
También en aquel paraje, por donde había paseado Delaberge tanto en sus años juveniles, dejó el tiempo con evidencia impresas las huellas de su paso. Lo que eran tiernos retoños entonces se habían hecho árboles altísimos. Ramas muertas que la borrasca había roto, grandes piedras que las heladas habían hecho desprenderse de las montañas, todo ello obstruía el sendero y parecía imagen de la escasa duración que tienen las cosas de este mundo... En esa garganta tenebrosa, llena de sordos rumores, sintió de nuevo el inspector general aquella misma sensación de malestar, aquella inquietud, que le habían apretado el corazón al rechazarle la señora Miguelina.
A medida que iba recordando los detalles de su entrevista, le parecían más extrañas aún las palabras y la actitud de la hostelera.
¿Por qué tanta prisa en verle marchar? Admitiendo que su presencia pudiese despertar en algunos espíritus malévolos las malicias de otros tiempos, la señora Princetot era mujer bastante experimentada para no haber tomado sus precauciones y preparado sus medios de defensa. Por otra parte, el bueno de Princetot, que por tanto tiempo había estado sordo, no lo iba a estar ahora menos...
De pronto un rayo de luz atravesó el cerebro de Francisco. Seguramente no al Príncipe tan sólo deseaba Miguelina hacer ignorar sus faltas de la juventud... Súbitamente surgió la simpática figura de Simón ante los ojos del inspector general. Sin duda, la señora Princetot deseaba que su hijo ignorase su culpable conducta de otros tiempos, y por él se alarmaba principalmente.
¿Cómo Delaberge no había pensado antes en esto? Y se sintió invadido por una tierna lástima al pensar en que semejante revelación sería sin duda una terrible puñalada para aquel joven de corazón tan noble y tan lleno de filial amor... Por la primera vez comprendió cómo pesan más tarde sobre nuestros destinos aquellas antiguas faltas que creíamos leves y sin ninguna trascendencia. Esos amoríos que tan ligeramente tratamos en los tiempos de nuestra juventud, dejan esparcidas simientes que, una vez llegada la edad madura, pueden dar nacimiento a plantas atormentadoras y mortíferas.
Tembló Delaberge al presentir en la sombra el vuelo de esa misteriosa Némesis que acerca a nuestros labios la copa que nosotros mismos, con nuestras acciones, envenenamos.
Tuvo entonces conciencia de que esa ley fatal del Talión iba también a cumplirse para él. El asunto de los deslindes llevándole de nuevo a Val-Clavin, que él creía no ver jamás; la hospedería del Sol de Oro, en que se encontraba de nuevo frente a frente con sus antiguos huéspedes y en donde su llegada despertaba las adormecidas maledicencias de otros días; su encuentro con el hijo de su antigua amante, con ese Simón cuya tranquilidad de espíritu se exponía a turbar para siempre, ¿no eran otros tantos signos precursores de alguna terrible desgracia?
Sintió Delaberge rebelarse contra todo ello su lealtad generosa. Era necesario a toda costa impedir que el castigo, si castigo había, pudiese caer también sobre una cabeza inocente. No era justo que Simón pagase las faltas cometidas por su madre y por un extraño, en momentos de debilidad que no habían dejado huella ninguna... No era Delaberge un gran filósofo. Durante toda su carrera administrativa, la naturaleza de sus ocupaciones le habían inclinado a interesarse por los fenómenos exteriores y se había estudiado muy poco a sí mismo. Nunca fue muy aficionado a escrutar a fondo su conciencia y a pesar y sopesar con rigor sus escrúpulos. Sin embargo, el estado de ansiosa angustia en que se sentía después de su entrevista con la señora Princetot le predisponía a penetrar algo más en esa oscura región del alma en que se esconden y permanecen en profunda quietud nuestros más secretos pensamientos.
Mas, apenas agitamos un poco tan misteriosas profundidades, nos extraña ver cómo surge de ellas todo un extraño mundo de insospechadas aprensiones, de confusos remordimientos y de dudas jamás presentidas. A medida que el inspector general iba descendiendo en sí mismo, una súbita luz iluminaba los más tenebrosos repliegues de su alma y entreveía la posibilidad de ciertas hipótesis, a las cuales nunca hasta entonces había concedido la menor atención.
Había comenzado por parecerle inicuo que Simón hubiese de sufrir las consecuencias de una falta cometida por un extraño, de un pecado que no había dejado huella ninguna; y ahora su conciencia, haciéndose más timorata y más escrupulosa, formulaba nuevas y cada vez más turbadoras preguntas:—¿Un extraño?... ¿Huella ninguna?... ¿Estaba bien seguro?...
Tembló de pies a cabeza y le faltó la respiración como si hubiese recibido un golpe formidable. Después, sacudiendo con fuerza la cabeza para arrojar la idea que acababa de producirle tan violenta emoción, prosiguió, vacilante, su marcha. «No, ello no era posible... Lo hubiera sabido... Miguelina, después de su separación, no le hubiera dejado ignorar una cosa semejante...»
Por un momento, pareció que estas reflexiones le tranquilizaban, pero en seguida volvió su corazón a latir con fuerza y su mente a trabajar.—«¿Cómo explicar la extraña actitud de la señora Princetot?... Sus frases llenas de ambigüedad y sus terrores... ¿Por qué le había prohibido que viese de nuevo a Simón? ¿Por qué había exclamado con el espanto reflejado en sus ojos: ¡Ya es demasiado que se encontraran ayer!...»
A medida que avanzaba Delaberge en su camino, el bosque hacíase más espeso, el barranco se estrechaba, interceptaban cada vez más la senda toda clase de plantas trepadoras y tupidos herbajes... Y en la apagada luz de ese desfiladero le parecía al inspector general que, como un nuevo Edipo, caminaba fatalmente hacia alguna esfinge, llenos los labios de amenazadores enigmas...
Al poner Francisco Delaberge la palabra «urgente» en su informe dirigido a la Administración esperaba recibir una pronta respuesta. Los días que se pasaron aguardando la decisión ministerial pareciéronle tanto más largos por cuanto vivía muy solitario en la hospedería del Sol de Oro. La señora Miguelina se había hecho invisible de nuevo y parecía poner cada vez más empeño en esconderse. El mismo Simón Princetot, hacia el cual sentíase atraído y con quien le hubiera gustado conversar, no manifestaba grandes deseos de continuar las relaciones empezadas en Rosalinda. También se escondía. El inspector general no quería acusarle a él de reserva tan extremada; sospechaba más bien que la señora Princetot había procurado alejar de él a su hijo y quitarle así todo pretexto de nuevas entrevistas. Estas ofensivas y misteriosas precauciones mantenían en el espíritu de Delaberge la enervante inquietud que tanto le hacía sufrir desde su conversación con Miguelina.
Para distraerse de tan hondas preocupaciones y quizás también con la esperanza de encontrar a Simón Princetot en Rosalinda, resolvió Francisco hacer una nueva visita a la señora Liénard.
La perspectiva de pasar una hora o dos en compañía de la encantadora viuda le alegraba suavemente el corazón. Cierto que se hubiera mentido a sí mismo si se hubiese querido convencer de que sentía hacia Camila una de esas tardías pasiones que atormentan a veces con tan dura crueldad a los hombres que han doblado el cabo de la cincuentena. No, no era eso; pero, cuando volvía a sus pensamientos matrimoniales, cuando se forjaba en su imaginación una vida nueva en que había de verse convertido en padre de familia, veía siempre el franco y amable rostro de la señora Liénard asomarse en alguna de las ventanas de sus castillos en el aire. Mientras caminaba hacia Rosalinda, se entretuvo en edificar una vez más ese quimérico refugio en que soñaba abrigar su edad madura.
«Seguramente—pensaba,—enamorarse a mi edad se presta un poco al ridículo, pero no hay duda que la señora Liénard realizaría cumplidamente mis ideales. Con su gracia, con su natural encantadoramente expansivo, alegraría los años que me falta vivir; no tiene ni la frivolidad, ni la empalagosa coquetería de las señoras que trato en París; sería una mujer de su casa, activa y alegre, una esposa que me haría honor y que, no habiendo tenido antes hijos, amaría a los que pudiesen nacer de nuestro matrimonio... Sí, pero, suponiendo que aceptase unir su existencia a la mía, ¿no sería demasiado joven para mis cincuenta años?...»
Ocupado el pensamiento en tales cavilaciones, un poquitín egoístas, atravesó Delaberge la avenida de los fresnos y llegó a la misma terraza, donde encontró a la señora Liénard formando un magnífico ramo con las flores de su jardín.
—Ya lo ve usted, señora—dijo saludándola,—cómo abuso de la libertad que me dio y vengo a pasar unos momentos en su compañía a título únicamente de vecino.
Camila Liénard le recibió con amable sonrisa y le tendió su morena manecita, cuya fina epidermis habían ligeramente rasgado las espinas de los rosales; y dijo la viuda:
—Estoy encantada de su visita y le pido solamente permiso para acabar este ramo... No tardaré mucho, pero es faena que no puedo aplazar... He visto que necesitaban ser cambiadas las flores que tengo en los jarrones del salón... Hay dos cosas que no puedo sufrir: las cintas descoloridas y las flores mustias.
—¿Puedo ayudarle?
—Ciertamente. Tome esas tijeras y tenga la bondad de cortar las flores que yo vaya designando.
Delaberge se puso alegremente al trabajo. A medida que ella le iba nombrando las flores las cortaba él dócilmente, alguna vez se equivocaba y la viuda le reñía... De pie en medio de los caminillos del jardín, al viento los cabellos, relucientes los ojos en la sombra de su sombrero de paja, la señora Liénard, apretando contra el pecho el ramo ya voluminoso de sus flores, le iba dando sus indicaciones con voz límpida y musical.
—Sobre todo, córteme largos los tallos... Deme esos narcisos... No, no, esas flores, ésas no lo son... Aquellas otras, blancas con el corazón anaranjado... ¿Cómo no conoce usted el narciso de los poetas?... No parece usted muy fuerte en la botánica de jardín, señor forestal.
Y ambos se reían. Delaberge se complacía en esa labor florida que compartía con la amable mujer. Sentíase rejuvenecido por el contacto de los fresquísimos pétalos de tantas y tantas flores, de todos colores y formas, subiéndosele a la cabeza los primaverales perfumes de las rosas, de los junquillos y de los iris... Cada vez que añadía una flor al brazado de la viuda, era para él una delicia rozar apenas los dedos de Camila por entre las hojas llenas de humedad.
—Basta—dijo ella al cabo de algunos minutos.—Ya tenemos bastantes flores. Ahora sólo falta ponerlas en los jarrones.
Y con Delaberge se encaminó hacia un emparrado, bajo el cual había algunas sillas de junco y una mesa; encima de ésta lucían sus brillantes colores dos pequeños jarrones llenos de agua.
Entonces comenzó el delicadísimo trabajo de arreglar los ramos. Francisco presentaba una a una las flores a la señora Liénard, quien las iba disponiendo artísticamente en los jarrones, combinando los matices y variando de sitio las flores según su forma y su tamaño. Poco a poco los iris violados, las blancas madreselvas y los miosotis iban surgiendo gentilmente de entre una corona formada de rosas y de narcisos.
Por debajo del emparrado se veía una parte de la terraza, bordeada de naranjos y un trozo de la fachada con sus ventanas abiertas, animado todo por el susurro de innumerables insectos, borrachos de sol.
Delaberge, muellemente enternecido, y sintiéndose expansivo, aun a pesar suyo, se atrevió a hacer una tímida insinuación:
—¡Esta Rosalinda es un paraíso!... Pero un paraíso en que se viva constantemente en compañía de sí mismo, puede a la larga hacerse monótono... ¿No ha pensado usted nunca en animar un poco esta soledad?
La señora Liénard fijó sus límpidos ojos en su interlocutor. Dejó caer de sus manos la rosa cuyas espinas iba quitando y, apoyándose de codos en la mesa, se quedó pensativa un momento. Se entreabrieron sus labios, como a punto de hacer una confidencia, mas en seguida cerráronse otra vez.
Hubo un corto silencio y volviendo a su labor de ir colocando con arte las flores en los jarrones, habló Camila de este modo:
—Sin duda cree usted, señor Delaberge, que es demasiado absoluto mi aislamiento... ¡Dios mío, también yo, algunas veces, lo creo así!... Y me pregunto si no haría mucho mejor modificando un poco mi existencia, aunque es ésta una pendiente hacia la cual no me agrada guiar mis ensueños... Y no obstante...
Hizo la señora Liénard un gracioso mohín y se calló.
Los dos jarrones estaban ya listos. La viuda se levantó, sacudióse las verdes hojitas que se le habían quedado adheridas en la falda y tomando uno de los jarros suplicó a Delaberge que tomase el otro, diciéndolo sonriente:
—Continúo abusando... Pero es usted tan amable que no temo ser indiscreta.
—Tiene usted razón, señora—replicó galantemente Delaberge;—tráteme como un amigo... Siento únicamente que se limiten mis servicios a tan poca cosa... Quisiera poder pagar mucho mejor mi deuda de reconocimiento hacia usted, tan hospitalaria, tan benévolamente amable con un pobre desterrado como yo. Si alguna vez le parece su casa un poco solitaria, es ésta al menos una soledad deliciosa, mientras que la hospedería del Sol de Oro no es más que un fastidioso desierto.
Habían entrado ya en el salón.
—Entonces—repuso la señora Liénard, tomando de sus manos el jarrón—cuando se sienta demasiado triste allá abajo, véngase aquí unos momentos.
—¿Me permite usted que vuelva?... Entonces, márchome enteramente feliz.
Creyó conveniente no prolongar más su visita y se dispuso a despedirse.
—¡Hasta bien pronto!—le dijo ella tendiéndole con amable vivacidad su mano.—Hasta mañana, si quiere usted. Sí, venga usted mañana: tal vez... tal vez tenga un consejo que pedirle.
Y salió Delaberge de la casa, animado por la esperanza de una tan próxima visita y también por la perspectiva de esa misteriosa confidencia que la viuda quería hacerle.
Al día siguiente de aquel en que Delaberge había ayudado a la señora Liénard al arreglo de sus jarrones, Simón Princetot, terminado el almuerzo, atravesó la cocina del Sol de Oro y se dirigió hacia la escalera que conducía a la habitación roja. Había ya puesto el pie sobre el primer escalón cuando la señora Miguelina que le seguía con mirada ansiosa, le preguntó:
—¿Dónde vas?
—Al cuarto del señor Delaberge. Mañana se reúne en la alcaldía el sindicato formado por los usuarios y antes de convenir con ellos la forma en que habremos de proceder, desearía ver al inspector general... Ya comprendes... No estaría de más hacerle hablar y saber cuáles son sus intenciones...
Miguelina sacudió de un lado a otro la cabeza y levantó los hombros diciendo:
—Trabajo inútil, el inspector ha salido apenas ha acabado el almuerzo... ¡Ah! ¡no para un momento en su cuarto! Ayer se pasó la tarde en casa de la señora Liénard y pienso que hoy ha vuelto allá, pues le he visto que tomaba el camino de Rosalinda...
Mientras ella hablaba íbase oscureciendo la fisonomía de Simón, lo que no se escapó a las miradas de la señora Miguelina. Hacía tiempo que había leído ya en el fondo del corazón de su hijo y adivinó fácilmente que lo que a éste le disgustaba no era la ausencia del inspector general, sino la noticia de sus reiteradas visitas a Rosalinda.
Entonces se le ocurrió que el medio mejor para impedir que Francisco y Simón llegasen a más íntimas amistades era separar a aquellos dos hombres por medio de los celos, sirviéndose de la señora Liénard como de un seguro elemento de discordia. En el fondo temía la influencia que pudiera ejercer en su hijo la propietaria de Rosalinda. Sabía que Simón habíase encargado del asunto de los deslindes sólo para complacer a la señora Liénard y veía con terror el desarrollo de una pasión, que, según ella, no podía tener para su hijo sino crueles desengaños. Díjose que excitando los celos de Simón podía lograr dos cosas de una vez: hacerle olvidar su engañoso amor y alejarlo para siempre de Delaberge.
Se aproximó al joven, le puso una mano en el hombro y murmuró con acento de maternal compasión:
—¡Pobre hijo mío, te das mucho trabajo por nada y aun creo que te has metido en un mal negocio!...
—No soy de tu parecer, mamá; la causa que defiendo es justa y además no puedo abandonar ahora a las honradas gentes que me han confiado sus intereses.
—No quieras engañarme ni engañarte a ti mismo... Tengo fina la mirada y veo claras las cosas... Si has tomado con tanto empeño este asunto, no ha sido por los hermosos ojos de los usuarios de Val-Clavin, sino por los de la señora Liénard.
—Mamá—interrumpió Simón ruborizándose un poco,—calla, te lo ruego... ¿Por qué dices eso?...
—Digo lo que pienso, lo que es verdad... Estás enamorado de la señora Liénard y te imaginas que va a recompensar tu trabajo consintiendo en llamarse la señora Princetot...
—¡No!—exclamó el joven.—¡Nunca he pensado cosa tan absurda!
—Tanto mejor si me engaño, hijo mío, pues yo te aseguro que, de haberlo esperado, tú te habrías de arrepentir temprano o tarde... Más que ella vales, no hay que dudarlo; pero esas señoras se creen hechas de otra pasta que nosotros. Quieren casarse con gentes de su mundo propio y mientras te engaña con palabras dulces y alegres sonrisas, la señora Liénard se deja hacer la corte por el inspector general.
—¡Vaya, mamá!—dijo Simón.—¡Qué sabes tú de eso!
—Lo sé muy bien—afirmó la señora Miguelina;—¡si salta a los ojos!... Hace una semana que está aquí y le ha hecho ya tres visitas a la propietaria de Rosalinda. Parece que se habían visto ya en Chaumont y el asunto de estos deslindes no ha sido más que un pretexto para explicar su estancia en Val-Clavin... Ese forestal entretiene a todos con palabras y vagas promesas a fin de poder estar más tiempo cerca de la viuda y acabar su conquista... En la reunión de mañana trata tú de ponerle entre la espada y la pared pidiéndole una contestación categórica y ya verás cómo yo tengo razón...
Simón inclinó la cabeza, se mordió los labios y frunció duramente las cejas. Miguelina comprendió que comenzaba a dudar y adivinó al mismo tiempo, por la contracción dolorosa de su rostro, que sufría el muchacho cruelmente. Entonces le atrajo hacia sí, le tomó la cabeza entre las manos y le besó con profunda ternura en la frente...
—¡Pobre hijo mío!—agregó.—Duéleme el mal que te hago, pero yo no quiero que se burle nadie de ti... Reflexiona sobre todo esto y, créeme, no te dejes engañar ni por las coqueterías de la señora Liénard, ni por los halagos del señor Delaberge...
Simón se desprendió de los brazos de su madre y se alejó rápidamente. Tenía necesidad de encontrarse a solas y de pensar mucho en las celosas aprensiones que las palabras de su madre habían despertado en su espíritu.
Al salir de su casa dirigióse hacia los bosques de Carboneras: Ciertamente, con su intuición femenina, Miguelina Princetot había adivinado lo que pasaba en el corazón de su hijo; pero le atribuía al mismo tiempo miras ambiciosas que él no había tenido jamás. Amaba, en realidad, a la señora Liénard, pero la amaba con amor cándido y apasionado, aunque nunca se había hecho la ilusión de que su ternura se pudiese ver correspondida. No ignoraba que una barrera casi infranqueable le separaba de la viuda. Y aunque amaba sin esperanza y sin la ilusión de verse a su vez amado, no por eso había de ser menos accesible a los celos. Recordaba la impresión de hondo disgusto que había dejado en su alma la primera visita que hizo Delaberge a Rosalinda... Por encima de los árboles del bosque, distinguía entonces las puntiagudas torrecillas de la casa de la señora Liénard y decíase que, sin duda, en aquel mismo momento se encontraba el inspector general conversando con la joven y aprovechando la ocasión para llevar a buen término sus propósitos matrimoniales... A esta idea, un acceso de ira le hizo subir la sangre a la cabeza mientras una angustia terrible le oprimía el corazón. No pudo resistir más... Aunque hubiese de ser horrendo el sufrir, quería de una vez acabar con sus mortales inquietudes y conocer toda la realidad de sus angustiosas sospechas. Abandonó las alturas del bosque y caminando por entre los herbajes se dirigió hacia la cerca del parque.
Mientras la señora Princetot hablaba con su hijo y arrojaba en su pecho la mala semilla de los celos, el inspector general, conmovido lo mismo que un muchacho que acude a su cita primera, seguía a buen paso el camino de Rosalinda.
Se había vestido con más cuidado que de costumbre y su andar era más firme que otras veces... Vivamos en plena lozanía juvenil o hayamos ya madurado como una fruta de otoño, siempre que se trata del eterno femenino nos sentimos prisioneros de las mismas ilusiones, nos enloquecen las mismas dulces fantasías.
Caminando aprisa, Delaberge encontraba mayor frescor en la verdura de los prados, un sabor mucho más dulce en el aire que respiraba. Los argentinos sones de las campanas del pueblo, volando por encima de los bosques, le mecían alegremente, mientras iba saboreando con fruición los recuerdos de su anterior visita.
¡Oh, esas campanas de los pueblos, modestas como los viejos campanarios que las sustentan, de sonido ligero y límpido como la atmósfera de los bosques en que vibra, cristalino y cantante como los riachuelos encima de los cuales se para un momento, inmenso es el encanto que desparraman por los solitarios campos... meciendo con pacíficos ensueños el espíritu de quienes lo escuchan!... Sea joven o viejo, esté triste o alegre, aquel hasta cuyos oídos llega el dulcísimo son se siente conmovido en lo más hondo y le parece elevarse por encima de las miserias terrenales... Despiertan en el corazón no se sabe qué de un gran frescor matinal y cándido: es el acompañamiento amistoso de nuestros ensueños, de nuestros deseos, de nuestras añoranzas... intensificándolas todavía. El encanto de su música despierta en nosotros, con sus colores de alba purísima, los más caros recuerdos de nuestra juventud...
Regocijado interiormente por el clarísimo son de las campanas, Francisco se representaba con mayor fuerza en su imaginación a la señora Liénard sentada bajo el emparrado, con su vivacidad de gestos y su prestancia, con su amable sonrisa, con sus relucientes y oscuros ojos y con su gracia un poco silvestre. Recordaba sus menores palabras y se las repetía complacientemente, como nos gusta oler de vez en cuando la rosa que hemos arrancado al paso.
Cuando le vio aparecer en el encuadramiento de las cortinas del salón, Camila Liénard dejó precipitadamente el bordado en que trabajaba; brillaron sus ojos y una rápida oleada de rubor coloreó sus mejillas.
—¡Bienvenido, señor Delaberge!—dijo.—Ha sido usted muy amable cumpliendo tan puntualmente su promesa... Grande es mi contento...
Y le tendió la mano, que el inspector general besó con caballeresca galantería.
—No había de olvidar lo prometido—repuso Delaberge reteniendo un momento los dedos de la joven entre los suyos.—¿De qué se trata, señora mía?
Ruborizóse ella otro poco, retiró la mano y la puso suavemente sobre el brazo del caballero al tiempo que murmuraba, mostrándole una de las ventanas.
—Venga usted, hablaremos con más libertad en el jardín...
Y a través de las avenidas asoleadas le condujo hasta el centro del parque. Había allí, en medio de una encrucijada en forma de estrella, un pabellón rústico, adornado su exterior por multitud de plantas trepadoras. El interior estaba decorado con sencillez y eran sus muebles de una elegante rusticidad. Por los ventanales del pabellón cuya luz tamizaban las plantas que a medias los cubrían, distinguíanse hasta perderse de vista las verdeantes avenidas del parque. En el centro del pabellón había una mesa y sobre la mesa estaban preparados algunos refrescos.
—Instalémonos aquí—dijo Camila acercándose a la mesa.—Aquí estaremos bien y, como creo que ha de tener usted mucho calor, voy a prepararle un jarabe de frambuesas.
Aquella hospitalaria acogida, la discreta intimidad de aquel pabellón que el ramaje caído de las hayas cubría de verdor, el rostro franco y ligeramente encendido de la joven viuda sentada, enfrente de él, todo eso llenaba a Delaberge de un sutil desvanecimiento y hacíale perder poco a poco el sentido de la realidad.
Con la ingenua presunción de un hombre que no tiene una experiencia grande de las cosas de amor, interpretaba según su propio deseo el comportamiento de la señora Liénard, y vagas reminiscencias de novelas leídas en su juventud le hacían creer en una tierna y delicada premeditación por parte de la joven viuda. El aislado pabellón y las precauciones tomadas para sustraerse a toda clase de indiscretas miradas, daban a aquella cita un aspecto galante que de una manera deliciosa conturbaba su corazón de viejo soltero.
Al dejar el vaso sobre la mesa, volvió Delaberge hacia la señora Liénard su mirada tiernamente interrogativa.
—Usted se preguntará, sin duda—comenzó ella,—qué es lo que yo puedo tener que decirle a usted... Pues bien, vamos a ello... Es un poco delicado y quizás se extrañe de la facilidad con que hago mis confidencias a una persona a quien he visto por la primera vez hace apenas diez días... En primer lugar, usted no es para mí un desconocido... Su amigo el señor Voinchet me ha hablado con el más caluroso elogio de su lealtad y de su claro juicio. Además, piense que vivo sola aquí, sin parientes próximos, sin más relaciones que las que puedo tener con honrados campesinos o con agentes de negocios. No es muy frecuente encontrarme con un hombre como usted, de su carácter y de su autoridad, por todo lo cual habrá de perdonarme la libertad que acabo de tomarme para pedirle consejo... Finalmente—prosiguió con expresión todavía más afectuosa,—creo ya haberle dicho que desde los primeros momentos me inspiró usted una gran confianza. Cuando me son simpáticas las personas, siento en mí un algo que no me engaña nunca y me impulsa hacia ellas...
Esta especie de confesión murmurada en la quietud de aquel sitio, donde el roce de los movientes verdores contra los cristales de las ventanas revelaban tan sólo la existencia del mundo exterior, aumentó todavía la emoción y las esperanzas de Francisco. Estrechó la mano de la señora Liénard y declaróse profundamente agradecido por la confianza que se dignaba mostrarle.
—Le agradezco—añadió Delaberge—que me trate como amigo; aunque es de reciente fecha nuestro conocimiento, le puedo asegurar, señora, que habré de serle enteramente leal. Siento por usted la más tierna estimación y el ardiente deseo de serle útil.
—En tal caso, voy a poner ahora mismo su indulgencia a prueba...
Se detuvo un momento, bebió un poco de agua de frambuesas para darse algún aplomo y después prosiguió:
—He pensado muchísimo en una frase que se le escapó a usted ayer con respecto a mi vida solitaria... Su observación vino precisamente en apoyo de ciertas reflexiones que yo vengo haciéndome alguna que otra vez desde hace lo menos un año... Sí, aunque pongo en mi vida alguna actividad, me pesa mi aislamiento con frecuencia... Pienso que tengo veintiséis años y que no es ciertamente una edad para entregarse por completo al retiro. Tengo salud excelente, un humor más bien alegre que melancólico, no me siento con vocación para una viudez perpetua y me pregunto algunas veces si no obraría muy santamente casándome de nuevo...
—Tiene usted razón—afirmó Delaberge animándose;—la soledad no es buena para nadie, pero es peor todavía para una mujer joven, para un alma expansiva y encantadora como la suya... No aguarde para hacerlo la edad de las vacilaciones y de las añoranzas...
—Sin duda—replicó ella sonriendo;—pero, aunque estoy todavía lejos de la treintena, pienso que la edad de las vacilaciones ha llegado ya... Un primer matrimonio medianamente feliz despierta una precoz desconfianza; es como un vuelco de carruaje, que nos hace cobardes para siempre. Mi difunto marido, el señor Liénard, era un hombre honrado, pero un compañero poco agradable; débil y a la vez duro de corazón, enfermizo y prematuramente viejo, me tenía encerrada sin quererlo en una atmósfera llena de melancolías y de fastidio. Necesité toda mi juventud, toda la fuerza que había en mí para conservar, después de cinco años de semejante régimen, mi buen humor y mi excelente salud. Me casé con él casi sin conocerle, y no quisiera caer de nuevo en el propio error si alguna vez me decido a casarme. Desearía que ahora guiasen mi elección menos las puras conveniencias que una inclinación sinceramente sentida... He aquí por qué, antes de dar a mis ensueños actuales una forma de realidad, he querido oír el parecer de un hombre serio... Usted vive en París, señor Delaberge, usted tiene experiencia del mundo y podrá, por tanto, aconsejarme bien.
—¡Ay, señora!—replicó suspirando—yo soy un célibe que ha hecho siempre vida muy retirada, puedo decir que he pasado toda mi existencia en las oficinas. Sin embargo, conozco algo a los hombres y puedo ayudarle a ver con claridad a través de sus vacilaciones... Ante todo—agregó sonriendo discretamente,—¿cuál sería su ideal? ¿Lo ha entrevisto ya usted en sus ensueños?
—Alguna vez—contestó ella bajando los ojos.—En primer lugar, detesto a los caracteres ligeros, a las gentes frívolas y ociosas; me gustaría, pues, si yo llegase a tomar un segundo marido, que fuese hombre de un espíritu bien cultivado y que se ocupase útilmente en algo; me gustaría que fuese a la vez tierno y fuerte, reservado y digno...
Delaberge estaba encantado; sin adularse mucho, tenía plena conciencia de poder cumplir el programa de la joven, y una alegre claridad iluminaba su rostro.
—¡Muy bien!—dijo.—Esto en cuanto a lo moral... Pasemos ahora a las cualidades físicas... ¿Desearía usted que el marido ideal fuese muy joven?
—Sin creerlo en absoluto necesario—repuso ella,—paréceme, sin embargo, que la juventud no estaría de más... La juventud es la que hace resaltar las cualidades morales y las hace fecundas. Recuerdo dos versos de Víctor Hugo que me impresionaron hondamente cuando los leí y que se pueden aplicar muy bien al caso:
Yo creo que la ancianidad penetra por los ojos y que envejecemos antes si vivimos con gente vieja...
Es mi parecer que solamente cuando no existe una gran diferencia de edad entre la mujer y el marido es posible la mutua estimación y benevolencia.
—¿Cree usted?—murmuró Delaberge.
Los rasgos de su rostro se alargaron y la luz que iluminaba sus azules ojos desapareció de pronto, como apagada por un soplo trágico.
—¿Le parece a usted que soy exigente?—preguntó ella al notar ese cambio de fisonomía.
—¡Tiene usted derecho a serlo!—repuso melancólicamente.
—Entiéndame usted bien; no doy importancia ninguna a lo que llaman figura brillante...
Levantó sus hermosos ojos hacia los verdes ramajes que se movían más allá de los ventanales, como si buscase en el ancho espacio la imagen del marido soñado y continuó con la mirada fija en los lejanos horizontes:
—No deseo ni un buen mozo, ni un hombre de mundo... Yo desearía que fuese joven mi marido, pero que su juventud estuviese hecha de entusiasmo, de ardor, de ternura... Que no tuviese nada de frivolidad, ni de las elegancias superficiales de los jóvenes de hoy. Me causan horror los hombres desocupados... Yo desearía que el marido de mi elección tuviese el espíritu lleno de nobles ambiciones, que tuviese sencillo el corazón y amase como yo el campo y sus grandes espectáculos... Que fuese orgulloso, que no debiese su posición ni a un título de nobleza ni al dinero, que la hubiese conquistado por sus propios méritos. Yo entonces le amaría por sí mismo, por su espíritu, por su fuerza de carácter, por su alma entusiasta escondida bajo apariencias de frialdad y aun de rudeza...
Abría ella su corazón con ingenua espontaneidad, parecía que soñaba en voz alta y, al escucharla visiblemente desencantado, adivinaba Delaberge que ese marido descrito con tanta precisión era menos imaginario de lo que la joven pretendía; en ciertos rasgos característicos, veíase claramente que ese ideal se parecía muchísimo a un joven que uno y otro conocían... a Simón Princetot.
No cabía duda de que la viuda sentía una secreta inclinación por el hijo de Miguelina... ¿Cómo no lo había él adivinado ya desde el primer día, él que se preciaba de tan buen observador?... Cierto que su egoísta vanidad y su estúpida preocupación de representar tan bien su papel de enamorado le habían puesto una venda en los ojos. Se necesitaba ser fatuo para imaginarse que a su edad había de producir la menor impresión sobre la joven... La señora Liénard con su ingenua franqueza, acababa de darle una durísima lección de modestia.
Le vio ella hondamente preocupado y se atrevió a decir:
—Estoy segura de que me juzga usted en extremo extravagante.
—No, señora mía; cuanto acaba usted de decir es muy justo y muy sensato y le aseguro que su manera de pensar lo hace todavía más simpática a mis ojos.
—Entonces, ¿es usted de parecer que, si encontrara un día el ideal que acabo de esbozarle, podría tomarlo por marido sin hacer lo que se dice una tontería?
—Sin duda ninguna.
Exhaló Delaberge en un suspiro su última ilusión y se levantó.
—Es necesario que la deje; hablando, nos hemos olvidado de que se iba haciendo tarde.
—Es verdad—dijo ella;—el sol camina ya hacia el ocaso.
—Adiós, señora.
—¿Adiós?—exclamó ella.—¿Es que se marcha usted de veras?
—No... No marcharé de Val-Clavin sino después de haber recibido la respuesta del ministerio... Esperaba poderla comunicar mañana a los usuarios, que han de reunirse en la alcaldía; sin embargo, esta reunión en nada modificará mis proposiciones y pienso que de aquí a muy poco podré comunicarlo a usted el satisfactorio arreglo del asunto.
—Entonces no diga usted esa triste palabra «adiós», pues hemos de vernos todavía.
—Ciertamente, no marcharé sin despedirme de usted y sin estrechar su mano.
Hablaba Delaberge con voz contristada y se disponía a salir.
Lo notó Camila Liénard y vio el aire de tristeza que oscurecía su rostro. Temió haberle involuntariamente herido al hablar de la vejez con excesivo desdén y, para destruir el efecto de su aturdimiento, redobló todavía su natural amabilidad.
—Si quiere—dijo Camila,—daremos un paseo por el parque y le acompañaré hasta una puertecilla que da al campo y que no alargará mucho su camino... Deme usted el brazo.
Delaberge obedeció y suavemente apoyada en él, trató la señora Liénard, a fuerza de amabilidades y de exquisitas atenciones, hacerle olvidar las palabras poco meditadas que hubiesen podido molestarle. Caminaron un buen trecho por una de las avenidas del parque, ya bañada por una media oscuridad, mientras los rayos del sol poniente doraban las altas copas de los árboles y moría la tarde en medio de los armoniosos cantos de los pájaros.
Ese acariciador contacto de un brazo femenino, esas delicadas atenciones que tanto se asemejaban a la ternura y se parecían a la indulgencia con que se trata de consolar a un niño, acrecieron todavía en Delaberge su interno sufrir: «No soy para ella nada—pensaba;—me acaricia lo mismo que se hace con un anciano...»
Llegaron junto a una puertecilla, que la yedra medio obstruía y que la señora Liénard pudo abrir apenas. Le acompañó todavía algunos pasos fuera del parque y después tendió al inspector general la mano.
—No tiene más que seguir este camino... Hasta muy pronto... Y perdóneme que haya abusado de su paciencia.
Por toda respuesta, se inclinó hacia la pequeña mano que le tendían y la rozó suavemente con sus labios. La joven corrió hacia la puertecilla del parque y antes de atravesar sus umbrales se volvió hacia Delaberge y le sonrió gentilmente. En seguida desapareció.
Profundamente conmovido, se disponía Francisco a seguir el camino que la joven le había indicado, el cual en aquel sitio cruzaba un pequeño bosque de sauces y de abedules, cuando despertó su atención un ligero rumor de hojarasca y vio al mismo tiempo, confusamente, por entre los árboles la figura de un hombre joven que huía del bosquecillo y se alejaba a través de un campo de centeno. Hubiérase dicho que, avergonzado de haber sido visto en aquel sitio, trataba de escapar y de esconderse tras las altas espigas a fin de no ser reconocido.
El inspector general se detuvo un momento contemplando la figura de aquel hombre que cada vez se iba haciendo menos distinta.
—¡Es singular!—dijo Delaberge casi en voz alta.—Tiene este fugitivo una gran semejanza con Simón Princetot.
Preocupado por este incidente, siguió Delaberge muy pensativo el sendero indicado, separado del parque solamente por un seto vivo y un arroyuelo, por el que discurrían las aguas derivadas del Aubette. Por el otro lado subían hacia los bosques los anchurosos campos, plantados de centenos y de alfalfas, que mostraban solamente aquí y allá algunos claros, tierras pantanosas en que crecían tristísimas plantas acuáticas. Toda la extensa llanura se iba adormeciendo, como mecida por el monótono canto de los grillos. Solamente, en medio de ese rumoreo adormecedor, lanzaban de vez en cuando al aire sus agudos chillidos algunos pequeños mochuelos que volaban de rama en rama e iban a posarse finalmente en las medio desnudas de un viejísimo roble. Los salvajes gritos de los mochuelos, el murmullo intermitente de las aguas y el vespertino canto de los insectos, añadían todavía mayor tristeza a la impresión de soledad que oprimía el corazón de Francisco.
Desde que las confidencias de la señora Liénard habían derribado sus castillos en el aire sentíase dolorosamente desencantado. El hondo malestar que le hacía sufrir antes de su visita a Rosalinda, y que sus quiméricas esperanzas habían por un momento disipado, de nuevo apoderábase de su espíritu, ahora que ya la señora Camila, sin saberlo ella, había disipado sus caros ensueños. Esta mortificante decepción se le aparecía como un anillo más de la cadena de hechos dolorosos que iban sucediéndose desde su llegada a Val-Clavin.
Una fresca brisa que bajaba de las alturas inclinaba muellemente los sembrados y movía con levísimo rumor las copas de los árboles. Se hubiera dicho que era el alma de los bosques exhalando en suspiros de inquietud la melancolía que pone en ellos la caída de la tarde. La infinita tristeza del crepúsculo en aquel sitio tan lleno de soledad, penetraba hasta lo más íntimo en el espíritu del inspector general y una honda amargura le subía a los labios: «¡Demasiado tarde!—pensaba.—¡Es demasiado tarde!... ¡No se recomienza la vida cuando se quiere!...»
Caminando lentamente llegó por fin a los límites del bosque y desde lo alto del camino que seguía pudo ya distinguir las casas del pueblo como veladas sus techumbres por una azulada humareda. Poco a poco iban apagándose los rumores de los campos. De vez en cuando pasaban por su lado rudos leñadores que regresaban a su casa y cuyo pesado caminar se iba extinguiendo a lo lejos.
Muy cerca del estanque, un lavadero mostraba a los cielos sus aguas de un azul de turquesa, rodeadas por una valla hecha de juncos y de herbajes. Arrodillada sobre una piedra ancha y lisa una campesina estaba lavando, inclinada la cabeza y al parecer dándose gran prisa para acabar cuanto antes su faena... Al rumor de los pasos de Delaberge, levantó curiosamente la cabeza y suspendió el trabajo para mirar de hito en hito al paseante. Este no se había fijado y continuaba su camino pensativo, cuando la lavandera, con voz chillona le interpeló atrevidamente:
—Buenas tardes, señor Delaberge, pasa usted muy distraído...
Extrañado, se detuvo un punto y fijó sus ojos en aquella mujer que sabía su nombre y cuyo rostro no despertaba en él ningún recuerdo.
Delgada, más bien escuálida y mal vestida, parecía pasar bastante de los cincuenta. Sus cabellos mal peinados caían en grises mechones sobre su arrugado cuello; su rostro de cabra vieja, en que lucían dos brillantes ojos, tenían una expresión de maligna desvergüenza.
—¿No me reconoce usted?—insistió.—La verdad es que ha pasado agua por debajo del puente, desde los tiempos aquellos en que lavaba yo su ropa... Soy la Fleurota.
Entonces la recordó: esta Celia Fleurota lavaba en otros tiempos la ropa de los huéspedes del Sol de Oro. No era ya por aquel entonces muy joven, pero fresca todavía, limpia siempre, de gestos vivos y sin frío en los ojos. Sus maneras provocativas, sus alegres palabras y sus encendidas miradas, trastornaban a los hombres. Tenía la reputación de ser un tanto ligera y el inspector general recordaba que durante dos o tres meses había dado muchísimas vueltas en torno de él, encaprichada y dispuesta sin duda a concederle el beneficio de sus gracias. Ya enamorado de la señora Miguelina, había permanecido frío a tales avances y desdeñado esta conquista demasiado fácil.
En el estado de espíritu en que sentíase aquella tarde, el encuentro de esa mujer habría de serle poco agradable; sin embargo, no quiso humillar a la Fleurota y le respondió precipitadamente:
—En efecto, me acuerdo muy bien... ¿Cómo le va, Celia?
—Ya lo ve usted, trabajando como un negro para los demás y teniendo miseria sobrada.
—¿Sigue usted lavando?
—De algún modo se ha de ganar el pan... Pero es un endiablado oficio; estoy medio muerta de reumatismo... No ha tenido una buena suerte... No todos nacen con estrella, como el Príncipe y su mujer... Estos han hecho ya lo suyo y pueden ahora cruzarse de brazos.
—¿Ha conservado usted al menos la clientela del Sol de Oro?
—¡Ah! no... Hace ya mucho tiempo que el Sol de Oro no luce para mí... Se han hecho demasiado orgullosos... Además, es necesario saber que mi rostro disgustaba a la señora Miguelina: recordábale cosas que ella desea tener olvidadas. Ahora confiesa todas las semanas y comulga todos los domingos, y por eso no gusta de ver a las gentes que la han conocido en tiempos en que, más que ir a misa, agradábale acudir a una cita.
Poco deseoso Delaberge de sostener una conversación que comenzaba de este modo, hizo ademán de proseguir su camino, cuando la Fleurota, poniéndose en pie, añadió sonriendo con malicia.
Ciertamente que ha tenido gran suerte el Príncipe... Comenzó sin nada y hoy apenas sabe el dinero que posee; no tenía hijos y le cayó uno del cielo cuando menos se lo figuraba... ¿Lo conoce usted al hijo de la señora Miguelina?
—Sí—replicó brevemente.—Es un excelente muchacho.
Abrió la lavandera su desdentada boca y rióse desvergonzadamente; después fijó sus maliciosos ojos en el rostro del inspector general y exclamó:
—¡Pardiez!... Tiene a quien parecerse... También usted, señor Delaberge, también usted era un excelente muchacho en la época en que nació ese niño...
Delaberge se estremeció. Esta maligna insinuación de la Fleurota acababa de despertar en su espíritu una inquietud mal adormecida. Esta mujer, contemporánea de Miguelina, a la que había tratado sin duda con familiaridad, recibió tal vez algún día íntimas confidencias de la hostelera del Sol de Oro. Era mujer muy despierta y debía saber muchas cosas. Aunque experimentando cierta repugnancia a dirigirle determinadas preguntas, Delaberge sentíase mortificado por una imperiosa curiosidad. A la prisa que antes había sentido para alejarse, sucedió un ansioso deseo de esclarecer las sospechas que desde hacía algunos días se agitaban en su cerebro. Volvió hacia su interlocutora, cuya delgada silueta se recortaba sobre el rojizo cielo de poniente, y murmuró:
—¿Qué quiere usted decir?
—No se haga usted el ignorante, ya me entiende usted... Cuando vino Simón al mundo, fue para todos una gran sorpresa y más que nadie se sorprendió el Príncipe... Usted, usted solamente estaba en el verdadero secreto...
—Yo no estaba en nada, y usted debería guardar mejor su mala lengua... ¿No le da vergüenza manchar de ese modo la reputación de las gentes y lanzar tan a la ligera acusaciones que luego le sería imposible probar?
—¿Que a mí me sería imposible probar?... Sepa usted que me encontraba en la hospedería el día en que Miguelina se dio cuenta de su verdadero estado... Precisamente el Príncipe estaba de viaje hacía ya dos meses... ¡Ah! ¡no estaba ella muy alegre entonces, yo se lo aseguro!... Pero como fue siempre una endiablada mujer, supo engañar tan bien a su marido, que éste nunca sospechó nada... Llegó por fin el niño, fue recibido como el Mesías y el Príncipe no se percató siquiera de que el pequeñuelo se le parecía a usted como una gota de agua a otra gota.
—¡Está usted loca!
—No estoy loca... Mírele usted bien. Querría usted desconocerlo y le sería imposible... Es necesario todo el aplomo de la señora Miguelina para atreverse a afirmar que el muchacho tiene algo de los Princetot. Y hace mal en afirmarlo de tal manera, pues, como dice el proverbio: «La gallina que canta es la que huevos pone.» Por aquellos tiempos no había más que una gallina en Sol de Oro... Había también un gallo joven que cantaba con voz clarísima y ese gallo, señor Delaberge, usted le conoce mucho mejor que yo...
—¡Cállese!... La desgracia la ha vuelto a usted mala, ¡pobre mujer!...
—Sí, ya lo sé, los ricos tienen siempre razón... Cuando abren la boca se les cree por su sola palabra; pero cuando una pobretona como yo quiere decir la verdad, se le cierra el pico diciendo que es una mentirosa... La miseria es la miseria, no hay remedio...
Francisco sacó de su bolsillo una moneda de oro y la dejó caer precipitadamente en la mano de la Fleurota.
—Tenga esto, para usted, pero guarde su lengua... Buenas tardes.
Y reanudó apresuradamente su camino mientras la lavandera de pie al borde del agua movía maliciosamente la cabeza apretando la moneda en su descarnada mano. No había dado veinte pasos cuando Delaberge se volvió todavía para mirarla...
La Fleurota había ya cargado sobre el hombro el cubo lleno de ropa y permanecía inmóvil en medio del camino, en actitud de vieja Parca meditabunda. Pensaba sin duda en que acababa de dar un buen tijeretazo en carne viva, pues así lo demostraba la limosna que el inspector general tan generosamente le acababa de hacer.
En efecto, el golpe había estado bien dirigido. La chillona voz de Celia acababa de reavivar cruelmente las sospechas de Delaberge. Las palabras de esa mujer iluminaban la oscuridad en que se movían sus temores imprecisos y sus inquietos presentimientos.
A favor de esa súbita claridad iba ahora coordinando Delaberge los pequeños detalles en que antes no se había atrevido a detener siquiera... Simón tenía ya veinticinco años y se cumplían ahora veintiséis desde que Delaberge y Miguelina se vieron por la última vez. Era esto, en efecto, una concordancia muy significativa. Por otra parte, esta primera presunción venía corroborada por la semejanza que le habían hecho notar la Fleurota y aun la misma señora Liénard, y de la cual también se había él vagamente percatado. Simón tenía, como él, azules los ojos, castaños los cabellos y la fisonomía seria y reservada. Después de la comida en Rosalinda, al encontrarse de nuevo en la hospedería del Sol de Oro, ¿no había por un momento sentido la ilusión de verse a sí mismo apoyado de codos en la ventana de su antiguo cuarto?
¿No explicaba también esta singular semejanza la espontánea simpatía de la señora Liénard, apenas se vieron en casa de su amigo el inspector? Al encontrar en la fisonomía de un extraño un reflejo de la personalidad del hombre a quien ella amaba, compréndese que aquella mujer demostrase a Delaberge la amistosa confianza que la vanidad le había hecho atribuir a sus méritos propios.
Los hechos más insignificantes le sugerían ahora nuevos motivos de convicción. Recordaba curiosas similitudes de gusto, la paridad de ciertas entonaciones, de ciertos gestos; comentaba también la conducta extraña, el espanto y las angustias de la señora Miguelina, y se extrañaba ahora de no haber sentido antes más viva inquietud. Para que todas estas coincidencias no le hubiesen advertido desde un principio, para no haber tenido antes un íntimo presentimiento de esa posible paternidad, era necesario haber estado ciego o muy preocupado. Preocupado, efectivamente, estuvo por sus quimeras matrimoniales, por la egoísta infatuación que le había hecho creer en la posibilidad de casarse con la propietaria de Rosalinda. Pero todo había ya finido y la misma viuda acababa de desengañarle entonces. Ahora, en que la espesa venda le había ya caído de los ojos; ahora en que ya no corría peligro de extraviarse su natural perspicacia, una clarísima luz iluminaba la situación: «El hijo de Miguelina podía ser también su hijo.»
Un sentimiento de orgullosa alegría, llenó de pronto el corazón de Delaberge: «Este apuesto muchacho, robusto y hermoso como un roble joven; este Simón de alma noble y de voluntad enérgica era verdaderamente su hijo...» Después toda su alegría se disipó al solo pensamiento de que este hijo suyo llevaba el nombre de otro y sería siempre un extraño para su padre natural. Era el hostelero Princetot quien, habiéndole alimentado, educado y sostenido en la vida, podía sólo enorgullecerse de su paternidad legal; y a ese hombre era a quien Simón amaba como si fuese su padre...
Entonces, bajo una forma nueva volvió la duda a penetrar en el espíritu de Francisco: «Después de todo, pensaba, ¿qué sabemos? Cuando se penetra en esos misterios de la filiación, no es nunca posible tener una absoluta certeza. El adulterio tiene de fatal que deja siempre cerniéndose una sombra sobre el verdadero origen del niño... No se puede saber nunca si es el marido o el amante quien tiene realmente derecho a la paternidad.» Verdad es que Delaberge podía invocar esa singularísima semejanza que había notado; pero sábese también que, durante el oscuro trabajo de la concepción, el absorbente recuerdo del amante ejerce algunas veces sobre la mujer una misteriosa influencia y hace parecerse a este último al hijo que nació en realidad del marido... El inspector general se hacía todas estas reflexiones, pero su conciencia seguía hondamente conturbada. La duda le cansaba ya; quería escapar de una vez a la incertidumbre que le mataba. Solamente Miguelina podía iluminar su entendimiento y a pesar de la perspectiva de una escena penosa, decidió tener con ella una explicación decisiva.
Apretó el paso hacia el Sol de Oro y viendo en la cocina a una de las criadas, le preguntó prudentemente si el Príncipe estaba en casa.
—No, señor—le contestaron;—el patrón está en la ciudad; su hijo ha salido también para encontrarse con él y regresar juntos, de modo que no habrán vuelto antes de las diez.
—¿Y la señora Princetot?
—La señora está en la iglesia, pero no puede ya tardar.
En efecto, acababa de hablar la criada cuando apareció la señora Miguelina en el umbral llevando en una mano su libro de rezos y tocada con una austera capota negra. A la vista de Delaberge un débil rubor coloreó su rostro siempre mate, y como si presintiese las intenciones de Francisco alejó a la criada dándole un recado para una vecina; después sus inquietos ojos dirigieron al inspector general una interrogativa mirada.
—¿Podemos estar solos un momento?—dijo Delaberge con voz grave.—Necesito hablarle.
—Pero...—objetó ella buscando una escapatoria.
—¡Es necesario!—insistió Francisco con mayor energía.
Había en su acento algo tan imperativo que ya no resistió más.
—Venga usted—murmuró con sorda resignación.
Y Delaberge la siguió por un corredor que llevaba a las habitaciones particulares de la familia y le hizo entrar en una pieza que servía al mismo tiempo de despacho y de comedor; con trémula mano encendió una bujía que iluminó vagamente las paredes, adornadas con estampas religiosas, con dos medianos retratos del Príncipe y de su mujer y con los diplomas de Simón, magníficamente encuadrados. Se quitó luego el sombrero, y por la primera vez pudo Francisco verla con la cabeza descubierta, mostrando su espesa cabellera gris ligeramente rizada.
—¡Hable usted!—dijo ella sentándose, pues la angustia la hacía temblar como una hoja en el árbol y apenas podían sus piernas sostenerla.
—Miguelina—comenzó diciendo Delaberge,—perdóneme que vuelva sobre tan doloroso asunto, pero un interés mayor lo exige así... No eran vanos sus temores; mi vuelta a Val-Clavin ha despertado la maledicencia y hace un momento me he encontrado en el camino con una mujer a quien usted conoce muy bien, la Fleurota.
Miguelina tembló, se contrajo todo su rostro y exclamó con voz llena de profunda alarma:
—¡Dios mío!... ¿Qué ha pasado?...
—La Fleurota me ha recordado maliciosamente los tiempos antiguos; tiene una lengua de víbora, pero ella sabe indudablemente muchas cosas y no es probable que me haya querido engañar... Pretende que Simón es hijo mío y no de...
Miguelina le interrumpió con gran violencia:
—¡Calle usted!... No diga estas cosas, pues no son sino viles mentiras.
—Usted solamente puede darme la certidumbre y yo le suplico que sea franca. ¿Cuál es la fecha exacta del nacimiento de Simón?
—No sé... No lo recuerdo bien—balbuceó la hostelera visiblemente turbada.
Adivinó Delaberge en la expresión de su rostro que aquella mujer preparaba una mentira con el objeto de desvirtuar sus presunciones y replicó severamente:
—Contésteme sin vacilaciones... Reflexione que puedo saber la verdad consultando el registro civil... ¿En qué época nació?
Comprendió ella que toda mentira había de ser inútil y contestó resignadamente.
—En 1859... El veinticinco de julio.
Delaberge permaneció un momento pensativo... Se había marchado de Val-Clavin a fines de octubre de 1858 y por aquellos tiempos encontrábase el Príncipe ausente.
—Precise bien sus recuerdos—murmuró ya convencido Delaberge—y vea cómo tengo razón para...
—¿Qué prueba esto?—repuso ella con irritación grande.—¿Se puede nunca saber si...?
—Existen otras presunciones. Simón se me parece y usted lo ve mucho mejor que nadie, pues ha hecho todo lo posible para evitar que nos viésemos... Temía usted que esta semejanza, pues no es imaginaria, me saltase a los ojos y confirmase mis sospechas... Simón nada tiene de aquél cuyo nombre lleva, mientras que todos sus rasgos recuerdan los míos cuando yo tenía su edad... Otras personas lo han observado igualmente y me lo han hecho ver... Yo le suplico, señora, que me diga toda la verdad.
Escondido el rostro entre sus manos, la señora Princetot movía negativamente la cabeza y se limitaba a repetir con obstinación.
—¡Ay, Dios mío!... ¡Dios mío!... ¿Por qué... por qué?...
Se defendía aún, pero mucho más débilmente.
—¿Por qué?—replicó Delaberge.—Porque tengo el derecho de saberlo, porque sus principios religiosos le obligan a decirme toda la verdad, y, finalmente, porque, si usted se empeña, recurriré a otros medios para esclarecer mis dudas...
Esta amenaza, lanzada casi sin querer, destruyó las últimas resistencias de la señora Princetot. Apartó sus manos, dejando ver su rostro convulso por el dolor y fijó en Francisco sus ojos llenos de miedo.
—¡No lo haga usted!—exclamó y después prosiguió con voz muy apagada:—Pues bien, sí... Simón es hijo suyo... Cuando volvió Princetot después de una ausencia de dos meses, yo estaba ya casi segura de mi embarazo, y hasta me alegraba de ello, tan hundida en el pecado vivía entonces, de tal modo me había usted conturbado el espíritu; estaba contenta además de que mi hijo fuese también hijo de usted... El amor me había endurecido la conciencia, y sin escrúpulo ninguno procuré engañar a mi marido. Quise escribírselo a usted, pero luego, temiendo alguna posible indiscreción preferí callarme... Vino al mundo el niño; era hermoso y fuerte, fue recibido con alegría inmensa y yo le he amado locamente... También Princetot estaba loco por él... Pero cuando comenzó a crecer y su semejanza con usted se me hizo cada vez más visible, un gran temor se apoderó de mi alma. Pensé en lo que podía suceder si llegaba mi marido a concebir ciertas dudas, y comencé a arrepentirme de haber engañado a ese hombre para mí tan bueno... En aquellos momentos descendió sobre mí la gracia del cielo y mis ojos se abrieron a la luz; tuve horror de mi conducta y he tratado de hacerla olvidar, humillándome ante Dios y confesando mis pecados... He cumplido las más duras penitencias que se me han impuesto, y nada eran si las comparaba con la angustia que me oprimía el corazón a la sola idea de que mi marido llegase un día a descubrir mi crimen... Cuando creía acabado mi suplicio, perdonada mi falta, asegurada por completo mi tranquilidad, surge usted de nuevo en mi camino... Al verle comprendí que mi verdadero sufrir comenzaba ahora y ya ve cómo no me he engañado... ¡Dios mío, Dios mío! ¿Será preciso que...? En fin, le he dicho la verdad, toda la verdad, señor Delaberge, y pues la sabe usted ya, yo se lo ruego juntas las manos, sea usted bueno y honrado: haga como si nada supiese y déjenos...
Le suplicaba con efusión en que se sentía vibrar un poco de la ternura de otros tiempos. Bajo sus abundantes cabellos grises, algo más sereno el rostro, sus humedecidos ojos tomaban una expresión hondamente dolorosa y parecían reflejar toda su antigua belleza.
—Sí—iba repitiendo la pobre mujer.—Márchese usted y olvídenos... Déjenos tranquilos a los tres en este rincón. A usted, que goza de una posición elevada, que vive en París en medio de las diversiones y del ruido, nada le ha de importar la existencia de pobres gentes como nosotros. Nada tampoco le han de interesar nuestros asuntos ni los de mi hijo.
—¡Pero es mi hijo también!—exclamó Delaberge con acento lleno de emoción y que vibrante salía de lo más hondo de su alma.—Le he visto y estoy orgulloso de él... Comprenda usted que yo deseo probarle mi amor, contribuir de algún modo a su felicidad y a su porvenir...
—Nada puede usted hacer por él—interrumpió la señora Miguelina—Todo lo que usted intentase sería en desventaja suya. Piense que si él llegaba a sospechar los verdaderos motivos de su interés, si llegaba a sentir un día la menor duda, significaría esto el fin de nuestra tranquilidad, la vergüenza y la desesperación de su vida toda... ¡Ah! por eso yo le suplicaba a usted que no le viese de nuevo... Temblé a la idea de que podía el muchacho percatarse de esa desdichada semejanza y esto llevarle al descubrimiento de lo que no ha de saber jamás... Es necesario, entiéndalo usted bien, que siempre sea para usted un extraño... Es el castigo de nuestro pecado y es justo que tenga usted también su parte... Lo mejor que puede usted hacer es callar... y marcharse.
Miguelina se levantó y se apartó a un lado para dejarle libre el paso al tiempo que murmuraba en voz muy baja:
—Buenas noches, señor Delaberge... ¡Si en verdad siente usted alguna afección por él... y por mí... márchese, olvídenos!...
Sintió Delaberge tan claramente la implacable lógica que encerraba esta última súplica, que bajó humildemente la cabeza y salió de la habitación sin decir una sola palabra.
Como había dicho Simón a su madre, el día siguiente era el señalado para la reunión del sindicato que se había constituido para resistir mejor a las pretensiones de la Administración forestal; se componía de algunos consejeros comunales, de varios propietarios de los pueblos vecinos y de Simón Princetot, que más especialmente representaba a la señora Liénard.
Ya la mayoría de ellos se habían ido reuniendo ante la alcaldía en la pequeña plaza de los Abades, cuando llegó Delaberge. Como es fácil adivinar, había dormido muy mal aquella noche y su pálido rostro conservaba las huellas de sus pasadas conmociones. Con la lucidez de espíritu que suele producirse al despertar, se le apareció la situación más cruel todavía. Cuando se arrepentía de no haberse creado una familia, cuando pensaba precisamente en el matrimonio, venía a ofrecerle el destino esa irónica sorpresa... Mientras él arrastraba por el mundo su soledad y sus nostálgicos ensueños de paternidad, allá en un rincón de un pueblo medio perdido entre los bosques, había un muchacho robusto e inteligente que le debía a él la vida. Y cuando hubiera podido amar a ese muchacho, cuando se hubiera sentido orgulloso de confesarlo por hijo suyo, veíase condenado a olvidarle, a comprimir en lo más secreto de su corazón los fuertes impulsos de su ternura. Lo mejor que podía hacer en favor de este hijo suyo era marcharse y no verle nunca más... Había de ahogar en germen ese amor que hubiera sido para él un verdadero consuelo.
Ha sido muchas veces desmentida la «voz de la sangre» y es necesario convenir en que, en determinadas condiciones permanece muda en absoluto. D'Alembert podía con razón decir que su verdadera madre era la mujer del vidriero que le recogió y no la señora de Tencin, que le había abandonado. Es probable que Simón hubiera experimentado un sentimiento parecido con respecto al Príncipe si se le hubiese revelado su verdadero origen. Pero, en el caso de Delaberge, el instinto paternal bruscamente despertado en su corazón, hablaba un lenguaje muy diferente. A la vista de ese hijo suyo que tanto se le parecía y que le había sido tan simpático desde los primeros momentos, sentía como una especie de admirado amor y se decía a sí mismo que no podría consolarse jamás de haberle tan pronto perdido.
Avanzó lentamente hacia la alcaldía, buscando a Simón Princetot entre los campesinos allí reunidos y sintiéndose hondamente disgustado al no verle. Todos aquellos hombres que discutían libremente y en voz alta, se callaron en seco al acercarse el inspector general. Apartáronse para dejarle pasar y apenas si le saludaron, contentándose con observarle de reojo.
Embarazado con acogida tan llena de desconfianza, Delaberge se dirigió rápidamente hacia la puerta del edificio en el momento preciso en que daba las diez el reloj. En aquel mismo instante apareció Simón en la plazuela caminando con paso firme y decidido, grave el continente, amable el rostro y brillante la mirada.
Los grupos se estrecharon en torno de él y todas las manos se tendieron afectuosamente hacia la suya. El mismo Delaberge, deteniendo de nuevo el paso, se preguntó si no iría también a hablarle... Simón le había visto ya, sus miradas se cruzaron y el impulso generoso del inspector general se vio cortado por la mirada hostil que el joven le había dirigido.
Cambiaron un frío saludo y en seguida se dirigieron separadamente hacia la alcaldía: Simón en medio de todos sus amigos y teniéndose que contentar Francisco con la compañía del alcalde que acababa de separarse de los demás para recibir oficialmente al representante de la Administración pública.
En la sala de la alcaldía, desnuda y de paredes blanqueadas, sentado a la derecha del alcalde el inspector general presenció la entrada de los individuos del sindicato. Fueron llegando en fila, llevando unos la blusa nueva que les caía en pliegues rígidos sobre el pantalón de lana, y luciendo otros sus trajes del domingo ya pasados de moda. Sentados en semicírculo en torno de la ancha mesa, frotábanse maquinalmente sus rugosas manos y avanzando su cuello tostado por el sol y por el aire, dirigían sus curiosas y circunspectas miradas hacia aquel elevado funcionario que la Administración les enviaba de París. Simón entró el último y fue a sentarse en el centro casi enfrente de Delaberge, quien, al ser invitado a ello por el alcalde, se levantó para dar a conocer el objeto de su misión.
Independientemente de la emoción que le causaba la presencia del hijo de Miguelina, el hecho de no haber recibido a tiempo la respuesta del ministerio le dejaba en situación desairada, pues no podía ofrecer al sindicato la equitativa solución que él había imaginado y esto le quitó una parte de su natural elocuencia. No podía entonces hacer otra cosa que escuchar las quejas de los usuarios sin poder proponerles en el acto una transacción satisfactoria. Se limitó, pues, a leer la comunicación que le daba plenos poderes para someter el litigio a nuevo examen y estudiar las bases de un arreglo. Hecho esto, declaró que se sentía animado de los mejores sentimientos de conciliación y muy deseoso de encontrar, de acuerdo con el sindicato, una solución que, sin lesionar los derechos del Estado, diese satisfacción a los intereses del municipio y de los particulares.
Sus palabras fueron escuchadas en medio de un glacial silencio y en seguida volviéronse todas las miradas hacia Simón Princetot, que se preparaba ya a replicar.
El joven, sin mostrarse en lo más mínimo conturbado, habló con entonación firme y seca, diciendo:
—Muy corta será nuestra respuesta. Como acaba de decirnos, el señor inspector general tenía la misión de visitar los bosques de Val-Clavin y examinar el emplazamiento de las nuevas tierras de pastoreo. Si, según era su deber, ha procedido detenidamente a esa visita, se habrá podido dar fácilmente cuenta de la naturaleza y del valor de las tierras que ahora se nos ofrecen. Sabe, por consiguiente, tan bien como nosotros, que los bosques de Carboneras son insuficientes en cuanto a leña e impropios en cuanto al pastoreo, privados de caminos de comunicación, y que nos es, por tanto, imposible consentir en lo que sería para nosotros un odioso engaño. Pido, pues, al mandatario de la Administración pública que nos diga francamente si aprueba la solución injusta que al conflicto han dado los forestales de Chaumont...
Mientras Simón hablaba, el inspector general tenía fijas en él sus miradas con una atención llena de ternura.
Ahora es cuando se daba cuenta más exacta de esa semejanza que tanto había sorprendido a la señora Liénard. Esa semejanza no saltaba a los ojos, como había maliciosamente pretendido la Fleurota; para descubrirla era necesario estudiar muy de cerca y en la intimidad los modos de ser y de expresarse del joven Princetot. Consistía no tanto en la paridad de los rasgos fisonómicos como en la analogía de las inflexiones de voz y del ademán sobrio y enérgico; consistía principalmente en un idéntico temblor de los párpados y de los labios bajo el golpe de una irritación súbita. Descubríase también en ciertos pequeños detalles que solamente Francisco podía apreciar; así, por ejemplo, Simón llevaba vestidos oscuros, mostraba en toda su persona un exquisito cuidado, sin aquel rebuscamiento empero que suele gustar a los jóvenes, sin un solo color vistoso, sin una sola joya. Siempre había sentido Delaberge predilección por los colores oscuros, la misma repugnancia por las joyas demasiado vistosas, y con la más profunda emoción iba comprobando esa semejanza de gustos, esas singulares afinidades... De tal modo estaba absorbido en su ansioso examen que no se dio cuenta al principio de la acerba entonación y de las agresivas intenciones que Simón ponía en su réplica.
Solamente los murmullos de aprobación con que fueron acogidas las palabras del joven le sacaron de su ensueño y entonces comprendió que se le atacaba de frente.
—Señores—objetó con suave tono,—comprendo muy bien su impaciencia, pero las formalidades administrativas van menos de prisa que sus deseos. Hecha está mi opinión en este asunto y expresada la tengo en mi informe dirigido al ministro. Sin embargo, el deber profesional me obliga a guardar silencio hasta haber recibido de París una respuesta. No puede tardar, y apenas la reciba me apresuraré a ponerla en su conocimiento.
—Demasiado conocemos esos medios dilatorios—interrumpió Simón;—hace ya dos años que se nos quiere engañar con promesas y aplazamientos. Nada le cuesta a usted la paciencia, señor inspector general, pues cobra su sueldo del mismo modo. Bastante más cara es para nosotros, pues nos perjudican mucho esas lentitudes administrativas. Mientras usted nos adormece con buenas palabras, quedan desconocidos nuestros derechos, nuestros intereses sufren y disminuyen nuestros recursos. No podemos por más tiempo aguardar a que resuelvan el asunto esos agentes forestales que nos mandan de París y que no hacen sino engañarnos...
Bien clara había de ver con esto Delaberge la animosidad de su contrincante. Las duras e irritantes palabras de Simón tenían un carácter de violencia que no consienten las discusiones puramente jurídicas. Por encima de la administración pública, rectamente se dirigían contra el inspector general. No era un adversario lo que éste tenía enfrente, sino un enemigo.
No comprendía Delaberge el motivo de ese inesperado ataque; y era mayor aún su dolor al verse objeto de una hostilidad semejante por parte de aquel joven que era hijo suyo y a quien de buena gana y con la más profunda terneza hubiera estrechado contra su corazón. Se había ya resignado a separarse de él como de un extraño; pero dejarle por todo recuerdo ese odio inexplicable, constituía para él una amargura suprema que le hacía sufrir hondamente.
—¿No es ésta la opinión de todos los aquí reunidos?—continuaba Simón volviéndose hacia los campesinos, que abrían inmensamente los ojos y le escuchaban admirados.—¿No es tiempo ya de que pasemos de las palabras a los actos?... Puesto que la Administración quiere ser con nosotros equitativa, no nos queda más que dirigirnos a los tribunales... Que todos aquellos que sean de mi parecer levanten la mano.
Y como movidos por una misma descarga eléctrica, todos aquellos hombres levantaron sus nudosas manos con amenazadora energía.
—¡Muy bien!—exclamó triunfante y, dirigiéndose luego hacia Delaberge, con mirada retadora le dijo:—Señor, nada más tenemos que decirle en estos momentos... En el término de veinticuatro horas, recibirá usted nuestra respuesta por mano del procurador.
Levantóse y se dirigió hacia la puerta seguido del grupo de los usuarios. El mismo alcalde se batió en retirada y dejó sólo al inspector general. Sorprendido y con el corazón lleno de amargura, se quedó Francisco un momento solo en la sala desnuda y vacía, escuchando el pesado andar y las risotadas de los campesinos que bajaban atropelladamente la escalera y percibiendo en medio de aquel ruido esas palabras dichas con burlona voz: «¡Muy bien! ¡Maltrecho y sin palabra, le ha dejado Simón a ese orgulloso parisiense!»
Movido por el despecho y también por el vehemente deseo de conocer la causa de tan incomprensible enemiga, Delaberge abandonó a su vez la sala. Desde los umbrales de la alcaldía vio a Simón Princetot despidiéndose de sus amigos y atravesando lentamente la plazuela. El inspector general apretó el paso y le alcanzó ya bajo los tilos del paseo. Caminaba el joven con las manos en los bolsillos e inclinada meditativamente la cabeza. A solas ya, se iba disipando poco a poco su satisfacción por el triunfo obtenido. El calor y las irritaciones de hacía poco iban dejando lugar a una reflexión más justa y mesurada. Se acusaba Simón de haber mezclado su rencor personal en una cuestión de negocios, comprometiendo quizás los mismos intereses que se le habían confiado... Nada realmente había ganado obrando como un niño que golpea la piedra que le ha hecho caer. Su cólera en nada podía cambiar los hechos desgraciados que la habían motivado. Después, lo mismo que antes, continuaban siendo sus desilusiones iguales. Lo que la víspera había observado, oculto tras los abedules próximos a la puertecilla del parque, no dejaba de ser una realidad desoladora... La señora Liénard no se preocupaba de él y reservaba para su rival todas sus amables atenciones... Sentíase el corazón lleno de amargores al recordar lo que había visto la tarde anterior en Rosalinda: veía la puertecilla abrirse bruscamente, aparecer en ella amable la hermosa viuda y tender a Delaberge su mano en la que éste dejaba galantemente un beso...
Mientras sentía irritarse más sus celos y sangraba dolorosamente su corazón a tan odioso recuerdo, oyó muy cerca los precipitados pasos y la voz de aquel mismo hombre a quien de tal modo aborrecía.
-Señor—murmuró Delaberge,—tenga la bondad de concederme un momento.
Volvióse Simón y una llamarada de odio brilló en sus ojos; supo, sin embargo, contenerse. Silenciosamente, se dirigió hacia una calle transversal mucho más solitaria.
—¿Qué me quiere usted?—preguntó cruzando los brazos.
—Me ha parecido que en la alcaldía se ha dejado usted llevar de impulsos apasionados más bien que prudentes... Créame usted, espere aún dos días antes de tomar una resolución extrema... No le hablo ahora como adversario, sino como amigo.
—Usted no es mi amigo—replicó con dureza el joven.
—Deseo serlo de todo corazón y me sorprende su hostilidad. Sin embargo, no creo haberle dado motivo para que me trate como enemigo, desde la tarde en que juntos volvimos de Rosalinda.
Esta alusión a Rosalinda, lejos de calmar al hijo de Miguelina, pareció aumentar todavía su irritación.
—¡Detesto el disimulo!—exclamó.—Me prometió usted aquel día obrar lealmente y con justicia respecto a los usuarios, y me ha engañado usted...
—¡No me acuse a la ligera!—repuso Francisco con una mansedumbre que no impresionó a su interlocutor.—Le repito que he escrito ya al ministro y no tiene usted derecho a condenarme sin saber en qué sentido lo hice... ¿Por qué motivo no me concede usted su confianza y me niega los días de plazo que le pido?
—¿Por qué?—replicó Simón, dejándose llevar por el ardor juvenil que no podía ya contener.—Porque he adivinado sus intenciones, porque sé lo que se propone con su perpetua dilación... ¡Esto le permite prolongar su estancia aquí y multiplicar sus visitas a Rosalinda!
Delaberge le miró con honda estupefacción y de nuevo se sintió dolorido por la enemiga que brillaba en sus ojos.
—Me extraña—dijo con acento de reproche—que mezcle usted a la señora Liénard en nuestra discusión.
—¡Ah!—murmuró sarcásticamente el joven Princetot.—¿Esto le extraña?... Aunque sabe usted disimular muy bien, le desagrada conocer que ha visto alguien su juego y ha descubierto el motivo de sus equívocas asiduidades.
—Mis asiduidades nada tienen de misterioso—repuso el inspector general, levantando con indiferencia los hombros,—y no tengo razón ninguna para esconderme cuando voy a Rosalinda.
—¡Pero se esconde usted para salir!
—¿Que yo?...
—Sí, usted... Ayer tarde salió usted del parque por una puertecilla... ¡Atrévase a negarlo!
—Ahora comprendo...
Estas últimas indicaciones recordaron a Delaberge el incidente que otros hechos más graves le habían hecho olvidar; recordó la huida de aquel hombre desconocido a través de los campos y que de tal modo se parecía a Simón.
Fue como un rayo de luz que iluminó la situación e hizo más inteligible para Delaberge la extraña conducta del joven Princetot... El pobre muchacho amaba a la señora Liénard. Con la viva intuición de los enamorados, adivinó los propósitos matrimoniales de un recién llegado que le parecía sospechoso y el demonio de los celos mordió en su corazón. Ya mal dispuesto contra ese intruso, había vigilado sus visitas a Rosalinda, le había sorprendido saliendo de la finca por una puerta de la que no se servían mucho sus propietarios y esto encendió en su alma la violenta enemistad que acababa de estallar furiosa en la reunión de la alcaldía.
Un sentimiento de honda pena, una lástima dolorida llenó todo el espíritu de Delaberge... ¡No le faltaba más que ser el rival de su propio hijo! Lo que en él había de sensibilidad generosa, adormecida por una larga práctica del egoísmo y por la costumbre de no vivir sino para sí, despertóse súbitamente en su corazón. Tuvo clara conciencia de sus responsabilidades y de la situación casi trágica en que se encontraba... Sintió que una profunda emoción le oprimía el pecho y le humedecía los ojos.
—De manera—murmuró con insegura voz—que era usted quien me espiaba...
—¡Sí, yo mismo!—afirmó Simón lanzando sobre su interlocutor una mirada de cólera y de reto.
Hubo un momento de silencio; después puso Delaberge su mano sobre el hombro del joven y repuso:
—Hijo mío—y sintió como una amarga dulzura en los labios al pronunciar estas palabras,—la pasión le ha cegado... Sus sospechas no se fundan sino en simples apariencias, pero desde el momento que esas apariencias han podido engañarle a usted y hacerle sufrir, es seguro que habré cometido yo alguna falta... Me apena profundamente que mi irreflexiva conducta haya podido inducirle a error.
Simón pareció desconcertado por la humildad de esa confesión y contempló a su interlocutor menos hostilmente, a pesar de lo cual persistía aún en sus ojos y en la, contracción de sus labios un resto de desconfianza.
—Le aseguro a usted—continuó Francisco—que siento por la persona de que hablamos, una muy afectuosa estimación, pero que no pienso ni en hacerle la corte, ni en casarme con ella... Ya ve usted que le hablo con toda franqueza; tenga usted conmigo un poco de confianza y contésteme: ¿está usted enamorado?
Simón se turbó y el rubor coloreó sus mejillas... el rubor de un joven seriamente enamorado y que se escandaliza al ver descubierto el tímido amor que guardaba religiosamente escondido.
—¿Por qué tal suposición?—balbuceó inseguro.
—Porque—replicó Delaberge,—sería sin esto imperdonable el espionaje a que se ha entregado... Solamente la pasión puede excusarle... Usted ama a la señora Liénard.
Confuso, bajó el joven la cabeza y replicó hoscamente:
—¿Con qué derecho me interroga usted?
—Con el derecho que usted me ha dado tratándome como rival a quien se detesta... Su antipatía no puede explicarse sino por la ceguera de los celos, y por esta misma razón le repito que está usted enamorado de la señora Liénard.
—¿Se burla usted de mí?—murmuró Simón esquivando la mirada de Delaberge.
—No, hablo con toda mi seriedad... En su edad es un sentimiento natural y no tiene por qué avergonzarse.
—Solamente yo soy el dueño de mis pensamientos... No he de dar a nadie cuenta de ellos.
—¿Ni siquiera a la señora Liénard?
—A ella menos que a nadie... Si lo que usted supone fuese cierto, yo le juro que nunca lo sabría ella... ¡No permitiré yo que pueda sospechar jamás una locura semejante!
—¿Una locura?... ¿A qué llama usted una locura?
—Llamo locura a amar un imposible... No somos ella y yo de un mundo mismo...
Francisco sonrióse melancólicamente y habló así:
—Estas consideraciones no suelen pesar mucho sobre el corazón de una mujer que ama, y no hay motivo para que Camila no le ame a usted. Es usted su igual por el espíritu y por la educación; es ella demasiado inteligente para no haber apreciado sus méritos... Sea usted menos modesto y no desespere de nada... De todas maneras, después de lo que acabo de decirle, ya ve usted que no he de hacerle yo la menor sombra. No me tenga por enemigo, y además le ruego que aguarde un poco para tomar una resolución extrema en el asunto de los deslindes... Mañana, pasado mañana lo más tarde, podré sin duda comunicarle algo que le demostrará la injusticia de sus sospechas... Adiós...
Y como si de pronto hubiese temido que le traicionase la emoción, alejóse bruscamente del hijo de Miguelina.
Algunas horas después Delaberge se internaba en el bosque y se dirigía muy pensativo hacia Rosalinda.
No tenían sus pensamientos ni la ligereza de las blancas nubecillas que corrían por encima de los árboles, ni tampoco la alegría de las flores, cuyas notas de color vivísimo salpicaban la hierba, sino que eran muy graves y trascendentales.
«Sí—iba diciéndose,—Miguelina se engaña: algo hay que puedo yo hacer por ese muchacho que es mío y de quien la fatalidad para siempre me separa... Puedo darle la felicidad con que sueña y que desespera alcanzar. Ama a la señora Liénard, y ella siéntese también inclinada a amarle. Solamente que, por orgullo, teme el muchacho descubrir su ternura, y ella también, demasiado respetuosa con ciertas exigencias sociales, duda en dejarse llevar por sus propias inclinaciones. Pues bien, yo puedo servir de lazo de unión entre estos dos corazones que se desean y no se atreven a confesarlo. Dignos son el uno del otro y como hechos para saborear esa felicidad rarísima: el amor en el matrimonio. Esta felicidad yo se la habré dado y al menos tendré una acción buena en mi existencia inútil. Me consolaré en mi soledad pensando que ellos son felices y, aunque delgadísimo, esto será un lazo de unión entre mi hijo y yo.»
Esta idea le alegró un poco el corazón, y meditando en todo ello perdíase su mirada en las lejanías del bosque... Una apagada y verdosa claridad reinaba en aquel fresquísimo lugar. Los diminutos pétalos que envuelven los botones de las hayas antes de su completa madurez, se desprendían de las ramillas y caían al suelo como finísima lluvia, produciendo un rumoreo apenas perceptible, mientras un rayo de sol los hacía a veces brillar como si fuesen polvillo de oro.
«Durante toda mi existencia—pensaba Francisco—han ido cayendo en el pasado todos mis días, lo mismo que esos pétalos secos, sin que un solo acto generoso los haya iluminado un instante. Ya no será ahora así, ya tendré un rayo de sol en mi pobre vida.»
Del mismo modo que el verdor le refrescaba los ojos, la idea de que iba a trabajar por la felicidad de Simón, de que ya no vivía únicamente para sí, le refrescaba el alma. Esto le daba valor para hablar a la señora Liénard de esos delicados asuntos de sentimiento, tan peligrosos cuando se ha estado a punto de amar a la mujer con quien se trata de ellos.
Mucho se esforzaba en olvidarla, pero no podía disimularse que aún sentía una tierna inclinación hacia esa mujer, cuyo sabroso encanto y cuyo espíritu lleno de alegres ternuras habían por un momento hecho latir su corazón de cincuentenario. En el aire perfumado de los bosques la riente imagen de la señora Liénard se le aparecía con mayores atractivos aún; veía sus ojos límpidos, su frente pura y la morbidez de sus mejillas aterciopeladas, la gracia de sus labios... Se apoderaba de él una profunda melancolía al pensar que todas esas delicias, que todas esas suavidades de la intimidad femenina no se habían hecho para él. Un húmedo soplo, que de vez en cuando movía las hojas de los árboles y parecía subir de las profundidades del bosque iba murmurando en sus mismos oídos: «¡No será para ti!...»
De pronto, la presencia de un roble joven y robusto, que elevaba a los cielos su tronco recto y liso, le recordaba a su hijo Simón y le hacía avergonzarse de su vuelta al egoísmo.
«Seamos fuertes—se decía entonces,—si no te costase esto un sacrificio, ¿dónde estaría el mérito del acto que vas a cumplir?»
Arrojaba de sí con energía esas añoranzas y luchaba valientemente con esos enternecimientos retrospectivos. Quería presentarse ante la señora Liénard, dueño por completo de sí mismo, a fin de hacer más persuasivas sus palabras y arrancarle la confesión de su amor por el joven Princetot. Apresuró el paso como si la rapidez de la marcha hubiese tenido la virtud de avivar sus ardores y de espolear su voluntad. Algunos minutos después llamaba en la verja de Rosalinda y con un ligero latir en el corazón y una palidez angustiosa en el rostro penetró en el salón donde se encontraba la señora Liénard.
—¡Ah!—exclamó ésta al verle,—en la cara le conozco que viene usted para despedirse...
Y al decir estas palabras una súbita tristeza apagó la alegre sonrisa de sus labios y de sus ojos.
—No sé cómo expresarle—continuó diciendo la joven—hasta qué punto me entristece la idea de su marcha.
Mientras hablaba, sus clarísimos ojos se ensombrecían y cubríanse de una sutil humedad, por lo que Delaberge comprendió que eran absolutamente sinceras sus palabras.
—Sí—repuso Francisco también profundamente conmovido;—vengo a despedirme de usted; probablemente marcharé mañana.
—¡Tan pronto!... Me han dicho, sin embargo, esta mañana que de su conferencia con los usuarios no ha resultado nada bueno... ¿Habremos de renunciar a toda esperanza de arreglo?
—Eso no; lo que hay es que les ha faltado a los usuarios un poco de paciencia... No he recibido todavía la respuesta del ministro; pero, entre nosotros, puedo decirle que estoy casi seguro de que habrá de ser satisfactoria.
—Gracias por el interés que nos demuestra... Mas es para mí un dolor que usted se marche... Me había acostumbrado ya a sus buenas visitas, y no puedo imaginarme que sea ésta la última... Siéntese aquí, muy cerquita...
Hablaba con tono tan afectuoso, filial casi, que fue dando a Francisco mayor aplomo para abordar la delicadísima cuestión de que quería hablarle. Se sentó a su lado y le dijo así, esforzándose por sonreír:
—Antes de separarnos, señora mía, sería bueno quizás que reanudásemos nuestra conversación de ayer... Temo no haber correspondido como debía a la confianza de que me dio usted tan gran testimonio... Al ver mi prisa por marcharme, seguramente me acusó usted de indiferencia. No hay nada de eso. He pensado mucho, por el contrario, en todo lo que usted me dijo y he tomado en ello un verdadero interés.
—¿Será cierto?... Me alegro mucho, pues ya me sentía avergonzada de no haberle hablado sino de mí y casi me arrepentía de haber estado contándole tan minuciosamente las quimeras que rebullen en mi loca cabeza.
—¿Es que no son en realidad sino quimeras?
Camila Liénard se ruborizó y abrió inmensamente sus hermosos ojos. Delaberge prosiguió:
—En ese retrato que hizo usted del marido soñado, pienso que no es imaginario todo... Puede que haya en alguna parte un ser real en quien usted pensase... inconscientemente, cuando me iba enumerando las cualidades de su ideal.
—No... no, yo se lo aseguro; yo no sé...
—Pues bien, esta última noche, he pensado tanto en todo esto que he acabado por leer muy claramente en el fondo de su corazón.
—¡Vaya!...—murmuró la dama afectando tomarlo a broma.—En ese caso, sería usted mucho más hábil que yo misma... ¿Y qué es lo que ha leído usted en mi corazón?
—Probaré de explicárselo... Se ha encontrado usted con alguien hacia el cual se siente secretamente atraída y al que cree enteramente digno... Si no escuchase más que su propio gusto, iría usted espontáneamente hacia él... Pero ese joven... porque es joven—añadió con un poco de tristeza,—aunque es su igual por la inteligencia y por el corazón, no pertenece a la misma clase social que usted, y se siente detenida por escrúpulos convencionales; teme usted que sus amigos, que las personas de su propia sociedad condenen la elección y condenen el suyo como un matrimonio desigual...
Mientras Delaberge hablaba, la señora Liénard había vuelto un poco su rostro y con una de sus lindas manos hurgaba nerviosamente en las flores de un jarrón que tenía a su alcance.
Arrancó por fin una ramilla de madreselva y la fue desmenuzando poco a poco entre sus rosados dedos.
—Sea usted franca y dígame si he leído bien en su corazón.
—Creo... que sí—murmuró la viuda sin mirarle.
—Y ahora, ¿desea usted que le diga el nombre de ese joven?
—No—murmuró levantando hacia él sus húmedos ojos; después añadió aturdidamente, con una vivacidad en que se descubría a la vez su contento y su angustia:—Usted le ha visto... El es quien le ha hablado de mí...
—No, él tiene demasiado orgullo para confiarse así a un extraño.
—Entonces...—exclamó impetuosamente la señora Liénard.—¿Cómo ha podido adivinar usted?...
—Seguramente conoce usted—dijo sonriendo Delaberge,—aquel dicho de su país: «Los enamorados llevan sobre sí una planta cuyo perfume embalsama los caminos por donde pasan». Cuando mi primera visita, este perfume embalsamaba Rosalinda entera, y al regresar a Val-Clavin, acompañado del señor Princetot, adiviné que llevaba consigo la planta y que florecía por usted.
El rubor cubría las mejillas de la señora Liénard, sus labios sonreían y brillaban sus ojos con luces del alba, pero no podía articular ni una palabra. Por única respuesta, con gentil movimiento de gratitud tendió sus dos manos a Delaberge, quien las guardó un momento entre las suyas.
—No—prosiguió diciendo.—Simón Princetot no me ha hecho confidencia alguna... Mis palabras no tienen otro motivo que el vivísimo y simpático interés que siento por usted, señora mía... Volvamos ahora a sus escrúpulos. En realidad, si duda usted y vacila en seguir su propia inclinación, no es sino por el temor de lo que han de decir las gentes...
Camila convino en ello con toda franqueza. Aunque vivía muy independiente, no dejaba de tener parientes y amigos de rancio pensar, que sin duda se escandalizarían. En provincias, todavía les parecen a muchas gentes infranqueables las barreras que separan a las distintas clases de la sociedad; los perjuicios y las prevenciones persisten con mayor fuerza que en París; se conocen unos a otros demasiado para no ser esclavos del qué dirán. El día en que sus relaciones supiesen su matrimonio con el hijo de un hostelero, quedaría descalificada y se haría el vacío en su derredor... Su primera educación y la influencia del medio habían hecho al propio Delaberge muy formalista; tenía el culto de lo respetable y el espíritu de la jerarquía, y por eso comprendía tan bien los escrúpulos de la señora Liénard. En otra ocasión, tal vez los hubiera aún exagerado. Pero cuando se juzga en causa propia, se es menos rígido y muchas veces un deseo nos hace cambiar los más íntimos sentimientos.
El vivo interés que el inspector general sentía ahora por Simón le llevaba a transigir con sus antiguos principios y sin mucho miramiento pegó fuego a sus naves.
—Seguramente—dijo,—en las cuestiones de pura conveniencia hemos de tener en cuenta la opinión pública. Pero cuando se trata de unir para siempre la propia vida con la vida de otro, no se ha de escuchar sino la voz del corazón. Por otra parte, examinándolo bien, tal vez no están del todo justificadas las desaprobaciones que usted teme... Simón es un hombre superior, es muy querido y aun popular en todo el país, y si un día le tienta la política, no hay duda que puede abrirse camino hasta llegar al Parlamento. Si quiere utilizar sus excelentes cualidades en la Administración pública, yo le prometo ayudarle con todas mis fuerzas. En todo caso, paréceme que tiene suficiente voluntad y los méritos necesarios para llegar muy alto. Añada usted a todo esto, que sus padres son ricos y que adoran a su hijo. Si un día creen que su actual profesión es un obstáculo para su matrimonio, crea usted que no vacilarán en vender la hospedería y en vivir como burgueses, de sus rentas... Y entonces nada quedará ya de las suspicacias y prevenciones de sus amigos. La gente pone pronto buena cara a todo aquel que triunfa, y yo le aseguro a usted que Simón triunfará. Así, pues, no le preocupe la opinión de los demás: deje a un lado todo prejuicio, siga sus propias inclinaciones y ame usted a quien le ama.
—Gracias, señor Delaberge—respondió ella, premiándole sus consejos con una mirada llena de ternura;—tiene usted razón completa, y no escucharé sino la voz de mi corazón.
—Sea en buena hora... Es probable que venga Simón mañana o pasado para darle cuenta de la resolución recaída en el asunto de los deslindes... Recuerde usted bien que es noblemente orgulloso y muy reservado. Ayúdele usted a hacerle más expansivo... Es usted mujer, y estoy seguro de que sabrá arrancarle su secreto... Y ahora, señora mía—añadió levantándose,—voy a despedirme de usted... para mucho tiempo.
—¡Todavía no!... Antes que se marche quiero que visite por última vez los jardines de Rosalinda.
Le llevó hacia la terraza y cruzaron las anchas avenidas del jardín donde las flores ponían toques de encendido color y donde las madreselvas llenaban el aire con su penetrante perfume.
Como el primer día, se apoyó Camila suavemente en su brazo y le hizo admirar de una en una, sus plantas y sus flores. Visitaron el rústico emparrado bajo el cual habían hecho sus ramos un día y desde el que se disfrutaba de tan maravillosas perspectivas; siguieron un trecho por las orillas del riachuelo sobre cuyas tranquilas aguas inclinaban los sauces sus ramajes; no se detuvieron sino en la glorieta donde tuvo Delaberge la primera revelación del amor de Camila por el hijo de la señora Miguelina....
Este paseo iba recordando a Francisco sus desvanecidos ensueños de ternura y toda sus ilusiones muertas... Tenía para él la melancolía de los crepúsculos de otoño, y también el tibio perfume de un ramo de violetas medio mustias.
Cuando volvían por la avenida principal, donde florecían sus hermosos rosales, la señora Liénard arrancó una rosa de púrpura y la ofreció a Delaberge con una mirada llena del más profundo reconocimiento:
—Deje que haga florecer sus manos... Por el camino aspirará usted el perfume de esta rosa y él le recordará mejor a su pequeña amiga de Rosalinda... Gracias, señor Delaberge, gracias... Ha sido usted muy bueno para mí... Bueno como un padre.
—¡Sí, como un padre!—murmuró Francisco, pensando, lleno de dolor, en que estas palabras encerraban la más cruel de las ironías.
Atrajo hacia sí a la señora Liénard, besó en silencio su frente purísima, y partió...
Lentamente hizo de nuevo el camino que había hecho una tarde en compañía de Simón. Vio el hermoso y robusto árbol que el joven con tan profunda pasión había estrechado entre sus brazos, y a su vez, impulsado por una infantil superstición, quiso abrazarlo también...
Al pasar cerca de los lavaderos en que la Fleurota le había tan brutalmente revelado su triste paternidad, apretó el paso y volvió hacia otra parte los ojos... Llegó con esto cerca del pueblo y se detuvo un momento junto al estanque inmóvil en cuyas aguas el sol del ocaso ponía irisados reflejos; dormía taciturna el agua en medio de los espesos cañaverales que el viento agitaba suavemente, meciendo con aires de compasión sus blancos penachos. Un coro de ranas elevábase de vez en cuando de entre los tallos verdeantes y rectos y después súbitamente se apagaba, dejando percibir en toda su intensidad el silencio de los campos. ¿Habrá llegado ya la respuesta del ministro?—pensaba Delaberge.—Si llega esta tarde, todo habrá concluido... y mañana marcharé.
La cocina del Sol de Oro tenía su habitual aspecto de todos los días. Perezosamente apoyado en los umbrales de la puerta, el Príncipe silbaba aguardando la hora de comer. El fuego era más vivo que nunca y la señora Princetot, preocupada con sus cacerolas, ni siquiera levantó los ojos al entrar Delaberge. La delgadísima criada, sentada ante la mesa, preparaba displicentemente una ensalada.
—¿No ha traído nada el cartero?—preguntó el inspector general.
—Sí que ha traído, señor Delaberge—respondió el Príncipe que, al fin, se decidió a abandonar los umbrales de la puerta.—Hay un telegrama para usted.
Con tardo paso, se dirigió hacia una pequeña vitrina, fijada en la pared y en la cual se guardaban las cartas que llegaban dirigidas a los viajeros. Abrióla y entregó a su huésped un pequeño pliego.
A pesar de su aparente indiferencia, lo mismo el hostelero que su mujer sentíanse vivamente intrigados por ese telegrama encerrado en el sobre amarillo en que se ponen los despachos oficiales. Sospechaban que ese pliego contenía la respuesta ministerial y hacía ya más de una hora que aguardaban impacientes el regreso de Delaberge.
Mientras éste, después de haber roto el sobre, se acercaba a la puerta para leer mejor el telegrama, el Príncipe, guiñando sus ojuelos llenos de malicia, observaba disimuladamente el rostro del lector y trataba de descubrir en él si la noticia que el papel contenía iba a ejercer una buena o mala influencia sobre el importante asunto que tanto interesaba al pueblo. Por su parte, la señora Miguelina, olvidando un momento sus cacerolas, dirigía su furtiva mirada en la dirección de su antiguo amante y pensaba con honda angustia: «¿Se marchará, al fin?»
El telegrama oficial decía de este modo:
Director general de montes a inspector general, en Val-Clavin.—Proposiciones aprobadas por el ministro. Nuevas instrucciones en este sentido se mandan al inspector provincial de Chaumont.
Plegó Delaberge tranquilamente el telegrama y se lo metió en el bolsillo. Su rostro expresaba una visible satisfacción.
—Señora Princetot—dijo,—marcharé mañana por la mañana y le agradeceré, lo mismo que al señor Princetot, que me preparen esta misma noche la cuenta...
Aquí se detuvo un momento como para ganar un poco de aplomo y después continuó dirigiéndose a sus dos huéspedes, aunque más particularmente a Miguelina:
—Mi comisión ha terminado y no es probable que se me presente nueva ocasión de volver a Val-Clavin. De manera que mi despedida de esta noche es definitiva... Les agradezco mucho todas sus atenciones y voy a pedirles un último favor... En vez de volver a Langres, desearía regresar a París por Is-sur-Tille y Dijón. ¿No tendría su hijo la bondad de conducirme en carruaje mañana por la mañana hasta la estación de Very?
—Nada más fácil—se apresuró a contestar el Príncipe;—la estación no dista más que una media hora y Simón le acompañará sin duda gustosísimo.
El rostro de la señora Princetot se ensombreció y a pesar de su gran fuerza de disimulo no logró encubrir su viva inquietud.
—¿No podrías ir tu mismo, Princetot?—objetó Miguelina.—Simón está siempre tan atareado...
—No, hija, es demasiado temprano para mí—repuso el Príncipe que gustaba de levantarse tarde.—Simón salta de la cama apenas clarea el alba y, además, eso no le empleará más allá de una hora.
—Me agradaría eso tanto más—insistió Delaberge—por cuanto he de hablar con él de ese asunto de los bosques...—Se volvió hacia Miguelina y con voz en que vibraba una sentida súplica añadió:—Tranquilícese, señora Princetot, no molestaré mucho tiempo a su hijo... ¡No me niegue el placer de hacer el camino en su compañía durante los últimos momentos que he de pasar en Val-Clavin!...
La mirada de Miguelina se encontró con la mirada de Francisco y tal vez leyó en ella una solemne promesa de discreción, tal vez comprendió que la palabra «tranquilícese» encerraba el compromiso tácito de ser hasta el fin un extraño para Simón, o tal vez se sintió simplemente conmovida en lo más hondo por la humilde súplica del hombre a quien en otro tiempo había prodigado sus amorosas caricias. No insistió ya en sus objeciones y, después de hacer un ademán de aquiescencia, se volvió silenciosa a sus cacerolas...
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Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Brunete, el pequeño caballo bayo, piafaba impaciente ante la puerta del Sol de Oro. Se habían colocado ya las maletas en la parte trasera de la charrette inglesa, en la que Delaberge tomó asiento al lado de Simón. Después de algunas palabras de vulgar despedida y de una significativa mirada en que puso la señora Miguelina una súplica de silencio, tomó el caballo el trote por el camino del estanque.
El cielo estaba cubierto y una ligera neblina humedecía el rostro y las manos. Delaberge se volvió y al través de la bruma envolvió en una última mirada las casas grises del pueblo, el estanque en que los cañaverales temblaban, el repliegue del valle en que Rosalinda se escondía y lanzó un profundísimo suspiro. Habían llegado a la rampa de Very y, como la cuesta era muy ruda, Simón bajó para aligerar un poco al caballo, precisamente cuando el inspector general meditaba sobre la manera de abordar la cuestión tratada el día anterior en Rosalinda.
Francisco se quedó solo en el carruaje atormentado por sus tristes pensamientos, pues había también neblina en su corazón.
Contemplaba vagamente los bosques, por encima de los cuales flotaban jirones de bruma y entre cuyos árboles los pájaros lanzaban aquel grito lastimero que anuncia los días lluviosos. En cada uno de los árboles del camino le parecía ver desfilar una a una sus ilusiones de otros tiempos. Reconocía al pasar cada uno de los sitios por donde había paseado con sus agitaciones de joven ambicioso, edificando sus ensueños de fortuna y de ascenso en su carrera. En aquellos tiempos se sentía lleno de confianza en sí mismo, se lanzaba por los caminos del porvenir con la intrépida audacia de un aventurero que marcha a la conquista del becerro de oro. El destino se había mostrado con él por demás complaciente, pues obtuvo el triunfo mucho antes de lo que esperaba. Nunca, mientras era humilde guarda general y atravesaba solo los bosques de Val-Clavin, nunca se había atrevido a imaginar que llegaría a lo más alto de la escala administrativa.
Y sin embargo, a pesar de sus inesperadas victorias, a pesar de haber visto satisfechas sus ambiciones, ¿qué le habían dado en realidad esos veintiséis años devorados uno a uno, consumidos en la fiebre de una labor cotidiana?... Un poco de humo y un puñado de frías cenizas: nada fecundo, nada que pusiese un poco de calor en su corazón, nada sólido en suma... La única obra hermosa y útil que podría poner en su activo, era ese apuesto y robusto muchacho que caminaba delante de él, orgulloso de sus veinticinco años y levantando en su imaginación de enamorado castillos en el aire.
¡Ironías de la existencia!... Sus trabajos administrativos, sus vigilias pasadas en el estudio, sus sabias elucubraciones jurídicas, toda esa actividad oficinesca que constituía su única gloria, había sido, en fin de cuentas, tan estéril como la zizaña. La única creación de que podía envanecerse era debida al azar de unos amoríos de pueblo, al inconsciente olvido de una hora de placer... Y este hijo, obra suya, carne de su carne, prolongación de su propia personalidad, no podía ni tan sólo públicamente reconocerlo; caminaba a su lado y no le podía decir: «Tú eres hijo mío»; no podía hablar con él sino de cosas sin ningún interés...
Habían llegado arriba de la cuesta, y de un ligero brinco el joven Princetot tomó de nuevo su sitio en el carruaje; cosquilleó con su látigo el cuello del caballo y recomenzó éste su trote ligero.
Delaberge pensaba con una profunda tristeza que ya no le quedaban por pasar sino algunos instantes al lado de Simón, y que cada una de las vueltas que daban las ruedas del carruaje apresuraban el momento de la despedida... Hubiera querido hablarle íntimamente, no dejarle sino después de haberle demostrado con toda discreción sus efusivas ternuras.
—¿Llegaremos a la estación un poquito antes que el tren?—preguntó al joven.
—No se lo puedo decir con exactitud, pues no llevo reloj—repuso Simón;—pero no tema usted perderlo... De aquí a diez minutos divisaremos ya la estación.
—En ese caso—dijo suspirando Delaberge,—apenas si me queda tiempo para hablarle de algo que le interesa mucho... Por fin, recibí anoche la respuesta de la Administración central. El ministro aprueba las conclusiones de mi informe y he aquí en resumen lo que yo tengo propuesto: El proyecto de dar a los usuarios el bosque de Carboneras queda abandonado; en cambio, se les concede una superficie igual que se tomará en la parte más excelente de los bosques de Montegrande, bosques que la carretera de Val-Clavin atraviesa. En este sentido se han dado ya las necesarias instrucciones al inspector de Chaumont. ¿Le parece a usted bien?
—¡No podíamos desear más ni mejor!—exclamó Simón.—Es muy equitativo, y todos los usuarios aceptarán con alegría sus proposiciones.
—He aquí el telegrama oficial—prosiguió Francisco sacándolo de uno de sus bolsillos.—Nadie lo conoce todavía y he querido que fuese usted el primero... Le suplico ahora que sea usted mismo quien lleve la noticia a la señora Liénard... Espero que no ha de serle molesto el cumplimiento de este encargo—añadió con una triste sonrisa—y aun diré que no me faltan razones para creer que la joven le agradecerá saber de sus labios la grata noticia.
—Iré a Rosalinda esta misma tarde—exclamó Simón mientras coloreaba el rubor su rostro.
Delaberge se aproximaba suavemente al hijo de Miguelina... Deseaba sentir el roce de su persona, esperando que este contacto había de recalentar un poco su corazón; después le dijo con voz en que vibraba no se sabía qué de paternal:
—Cuando esté en Rosalinda, acuérdese de que los tímidos no triunfan jamás y pues ama usted a la señora Liénard, no tema abrirle francamente el corazón... No se detenga a la mitad del camino... Por otra parte, ¿quién ni qué podría hacerle dudar?... Es usted digno de ella por la educación, por el espíritu y por el carácter... Y en el caso de que, para antes de casarse, desease haberse hecho una situación que satisficiese su amor propio haciendo valer su personalidad, escríbame... Yo puedo procurarle un puesto honroso en alguno de los servicios que dependen del ministerio de Agricultura... Ya ve cómo era usted muy injusto conmigo al considerarme como un obstáculo para sus más caros deseos; por el contrario, yo no pido sino encontrar los medios para apresurar su realización...
A medida que hablaba, contemplaba Simón con una mezcla de confusión y de extrañeza a ese desconocido que, lo mismo que las hadas de los cuentos infantiles, venía a ejercer una tan benéfica influencia en los destinos de su vida... Sentíase profundamente conmovido por la cordial simplicidad con que ese funcionario le daba tan sabios consejos y le ofrecía su valiosa ayuda. Movido a la vez por un sentimiento de vergüenza y de gratitud, balbuceaba encendido el rostro:
—Señor, yo... yo bien quisiera darle las gracias como se merece... mas no encuentro palabras. Siéntome confundido y avergonzado de mis estúpidas desconfianzas... ¿Cómo podría yo demostrarle mi agradecimiento y merecer su perdón?...
—Nada más que guardándome un pequeño recuerdo en su alma...—murmuró Delaberge.
Hubiera querido decir más y expresar con mayor viveza la ternura que subía de su corazón a sus labios, en este supremo momento de la despedida. Comprendía, empero, la fatal necesidad que le condenaba a reprimir un sentimiento que hubiera parecido sospechoso al hijo de Miguelina. Había prometido no ser para él más que un extraño y el mismo interés del joven exigía el religioso cumplimiento de esta promesa. Una terrible angustia le oprimía el corazón... Antes de separarse de él para siempre, hubiera deseado dejar a este muchacho que era hijo suyo un recuerdo material de su afecto, algo que obligase a Simón a pensar en él alguna vez siquiera... Súbitamente se acordó de que poco antes, cuando le preguntó si llegarían a tiempo, había dicho el joven que no tenía reloj, y se le ocurrió la idea de ofrecerle el suyo. Pero, aunque la cosa era insignificante, podría parecer un tanto extraña y ni aún quizás lograría hacérselo aceptar...
Pensando en ello, comenzó lentamente a quitarse la cadena que llevaba pendiente del chaleco y con nerviosidad la hacía saltar entre sus dedos. Luego, afectando un aire indiferente y alegre, que amargamente contrastaba con la desoladora tristeza que escondía en su corazón, habló así:
—Para que piense usted en mí alguna que otra vez se me ha ocurrido una idea... Me ha dicho usted hace poco que no llevaba reloj; deje que le ofrezca el mío... Nada tiene de precioso, pero es muy bueno... Cuando le pregunte usted la hora, se acordará de un viejo solterón que usted tomó ingenuamente por un rival y que, por el contrario, sentía por usted una afectuosísima amistad...
Sacó de su bolsillo el reloj y lo deslizó prestamente en las manos del muchacho, quien, confuso por tan inesperado presente, permanecía aturdido y no sabía qué decir; en sus ojos azules y grandemente abiertos se leía a la vez su inquietud, su enternecimiento y también el temor de herir el amor propio de ese hombre extraño que acababa de darle tan reales pruebas del más profundo afecto: «Es un original—pensaba Simón,—pero tiene todo el aspecto de un hombre honrado... No hay que darle pena rechazando lo que de tan buena gana ofrece...»
Y mientras le daba con palabras confusas las gracias, llegaba el carruaje ante la pequeña estación casi perdida en medio de los bosques. Ambos saltaron a tierra y en aquel mismo instante la campana anunció la llegada del tren, resonando dolorosamente sus metálicas vibraciones en el corazón del inspector general. Apenas hubo tomado su billete y facturado su equipaje, se oyó en el fondo del bosque el silbido del tren que llegaba.
Aunque no era posible distinguirle todavía al través de la densa niebla, se adivinaba que iba acercándose rápidamente, por las sordas trepidaciones que conmovían el suelo... El temblor asustadizo de las hojas y de las ramas que el tren movía a su paso, llenaba el bosque de un misterioso murmullo.. Pronto apareció la poderosa máquina como surgiendo súbitamente de la niebla, la fila serpenteante de los vagones se dibujó en negro sobre los húmedos verdores y, con gemidos casi humanos, se detuvo el tren en seco ante la humildísima estación.
El joven Princetot había acompañado a Delaberge hasta los mismos andenes... Francisco le envolvió en aquel supremo momento en una afectuosísima mirada y nunca le pareció tan evidente su semejanza con el hijo de Miguelina...
—¡Valor, y buena suerte!—le dijo con voz que se esforzaba en hacer serena.—Cuando esté en Rosalinda, no olvide usted ni una sola de mis recomendaciones... Y ahora, hijo mío, como no sabemos si hemos de vernos otra vez, venga a mí...
Tomó a Simón entre sus brazos, le apretó con fuerza contra su pecho, y tuvo este abrazo tan comunicativos ardores, que el joven se sintió conmovido a su vez y besó a Francisco tantas cuantas veces le iba éste besando también...
Mientras quedaba Simón un tanto sorprendido de la emoción profunda que acababa de experimentar, subió Delaberge al vagón e inmediatamente cerraron la portezuela.
—¡Adiós!...—dijo todavía asomando su pálido rostro por la ventanilla del coche.
* *
*
Y partió el tren entre nubes de vapor cuyos blancos jirones se rasgaban al través de la valla que cerraba la vía... Destrozado el corazón, húmedos los ojos, Delaberge continuaba con la mirada fija hacia la estación que se iba haciendo más pequeña cada vez... y en vano sus ojos querían atravesar el espesísimo velo de la niebla que deformaba todas las cosas y parecía querer aislarle del mundo exterior. Por fin, desesperado y vencido, se dejó caer sobre el asiento... Viajaba también solo esta vez, y un profundo sollozo se anudó en su garganta a la idea de que, de hoy más, solo también viajaría por los tristes caminos de la existencia.
FIN
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