The Project Gutenberg EBook of Transfusión, by Enrique de Vedia

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Title: Transfusión

Author: Enrique de Vedia

Commentator: Alejandro V. Murguiondo

Release Date: August 8, 2008 [EBook #26231]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

ENRIQUE DE VEDIA

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TRANSFUSIÓN

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BUENOS AIRES

1914

Derechos reservados.

Imp. de La Nación.—Buenos Aires


PRÓLOGO

La novela cuya publicación iniciamos hoy significa un triunfo para su autor y una conquista para las letras nacionales. Don Enrique de Vedia, acreditado ya como escritor didáctico y publicista vigoroso, también había hecho apreciar en varias ocasiones sus cualidades de narrador y sus dotes de inventiva. Con todo, en el género puramente artístico y literario, no había producido aún la obra que era dable esperar y que hoy llega con Transfusión, como un resumen de energías y una síntesis de belleza.

Es una novela autóctona en la más estricta acepción del vocablo, pero lo es a la manera de las que soportan traslaciones a idiomas extraños y ello merced a la universalidad del asunto. Este es muy original. Lo constituye un problema de psicología individual. En su desarrollo el autor muestra el descenso de un alma virtualmente generosa y, como contraste, el renacer de otras embebidas en la substancia de aquélla. Y en la notación de este doble proceso moral, el señor Vedia aguza el análisis hasta sorprender los movimientos menos perceptibles del espíritu en su crisis progresiva. Los personajes no se ocultan a sus atisbos de observador, que sin abstraerse jamás, logra adueñarse a veces de todo un carácter, merced a un sólo rasgo distintivo.

De ahí que el novelista llegue a objetivarlos con intenso calor de humanidad. Se animan y andan, y a medida que accionan y discurren se advierte en ellos las modalidades de sus tendencias, de sus estados de alma, según las condiciones que los determina. Son seres reales, por eso viven en la novela, porque antes vivieron en la realidad, donde fueron sorprendidos. De pronto parece que se va a dar con ellos. Tal es la impresión de su verdad esencial. No nos referimos sólo a los caracteres centrales de la novela, a los que forman el núcleo de su acción íntima, sino también a las figuras de segundo término, o episódicas.

El señor Vedia ha matizado Transfusión con algunos trozos descriptivos que pueden citarse como páginas de primer orden. Y cuando del diálogo que tiene el sesgo de la frase hablada, el novelista pasa a describir y eleva la forma, pone en ello gradaciones tan armónicas que la transmisión se efectúa insensiblemente. Y ora evoque el despertar de la ciudad o los vastos panoramas agrestes o los cuadros de costumbres camperas, siempre ajusta a su naturaleza el estilo.

Y ello en una forma ágil y fácil, siempre viva, animada siempre. De ahí que el interés no decae un solo instante, sostenido aquí por la ternura, allí por lo patético, allá por el drama íntimo, acullá por un revuelo lírico y en todas partes por un perfecto acuerdo entre el mundo evocado y la energía evocadora.

La Nación.

Junio 10 de 1908.


Entre los juicios que esta obra mereció, cuando vio la luz pública, se encuentra el siguiente, que expresa, con particular acierto, el concepto ideológico y la finalidad moral a que «Transfusión» responde:

«Rosario, julio 15 de 1908.—Señor Enrique de Vedia.—Buenos Aires.—Mi distinguido amigo: Su bella concepción dramática, publicada en forma de romance, ha terminado de una manera original y novedosa, dejándonos con ganas. Efectivamente, acostumbrados en este género de producciones a que se aten todos los cabos para cerrar el ciclo de los acontecimientos referidos (artificio más que verdad), uno no se resigna a que deje de contársele que Anastasio vino una noche a matar a Melchor, por ejemplo; que Clota, desesperada, entró en un convento; que los padres del protagonista murieron en un hospital porque éste les derrochó toda su fortuna, concluyendo él mismo sus días en el manicomio, degenerado e imbécil, en un acceso de delirium tremens o maniatado por la parálisis general progresiva.

»La fuerza del hábito hace que uno espere el número siguiente para continuar la fácil y agradable lectura que se realiza como si se oyera un fonógrafo invisible que reproduce para el oído lo que los cuadros admirablemente trazados reproducen cinematográficamente en la imaginación y casi diríamos en la pantalla retiniana.

»Ese final, en que queda Melchor, afirmado en la tranquera, con su simbólico ramito de fresco cedrón, viendo partir a sus amigos, que se llevan jirones de su psicología, es de una naturalidad tal, que recuerda a los grandes maestros del arte literario cuando con los más sencillos elementos realizan verdaderas creaciones.

»Tan cierto es que un simple gesto, o una pose revelan muchas veces todo un mundo interno oculto al ojo vulgar que sólo ve la superficie.

»Hay tal revelación de recóndita onomatopeya entre este sujeto así plasmado en aquel ambiente todo nuestro, y el estado de su ánimo ante la metamorfosis que el alcohol por una parte, el contagio moral por otra y su indudable receptividad psíquica han producido en él, que al terminar uno la lectura del capítulo, se queda inconscientemente en una actitud análoga, con la vista clavada en un punto del espacio y una sonrisa de aplomo dibujándose en los labios.

»La transfusión está hecha, ¿para qué más? Sutil e inadvertidamente la salud espiritual de Melchor ha sido absorbida por Ricardo y por Lorenzo, los que a su vez le han dado a respirar sus almas enfermas, como las flores, que al ampararse del oxígeno, que es la vida, exhalan el ácido carbónico, que es la muerte.

»El lector pudiera exigir que el fenómeno hubiese ido produciéndose ocasionalmente a su vista y con casos concretos que le documenten, como en un boletín clínico en que se anotan todas las modalidades de un padecimiento cuyo curso insidioso o normal se sigue prolijamente, catalogando epifenómenos y detalles de escrupulosa minuciosidad, pero ¿podría hacerse eso sin menoscabo del arte, generalizados por excelencia, para producir el efecto emocional y convincente que se busca?

»El alcohol y la Venus son, por otra parte, auxiliares eficaces de consumo orgánico y de degeneración, de que el autor echa mano con hábil ingenio para producir el caso clínico observado y existente, sin duda alguna en gran número, en este inmenso nosocomio del mundo.

»Pinturas que son verdaderas fotografías con movimiento hay en su romance, y Baldomero, representante genuino de nuestros hombres de campo, de verba pintoresca y tranquilo razonar ecuánime, ha sido arrancado de la realidad él mismo, en medio de aquella naturaleza genuinamente argentina, de horizontes dilatados y soberana magnificencia.

»No tengo por delante su trabajo; el folletín vuela y muchas bellezas escapan al ojear los recuerdos. Dejo, además, como usted ve, correr la pluma en el natural desaliño epistolar, como que estamos conversando familiarmente sobre las facciones de su primogénito.

»Espero ver pronto en forma de libro su bella concepción, tan sencilla y eficazmente presentada, para decirle en letras de molde todo lo que creo debe decirse de ella al público. Desde luego, el deseo de verla hecha carne y hueso en la escena de un teatro, me obsesiona desde el primer momento.

»¿La va a teatralizar? Bien lo merece. Aquel: «Yo estoy con Dios así»... vale un Perú. Su afectísimo amigo,

»Alejandro V. Murguiondo.»


TRANSFUSIÓN

[Publicada, por primera vez, en el folletín de «La Nación» en los meses de junio y julio de 1908.]

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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—¿Suicidarte? ¿Pero comprendes bien lo que dices?

—Y en definitiva, ¿para qué debo vivir? ¿Qué misión me espera? ¿Qué ideal puede estimularme ya?...

—No te diré cuál es la razón filosófica de tu existencia, porque la ignoro; pero, puesto que vives, ¡vive! qué diablos.

—Como cualquier animal...

—¡Supongámoslo!... ¿y quién te ha dicho que los animales sufren en su condición de tales?...

—Tú echas todo a la broma y a la jarana, porque eres feliz.

—No, Ricardo, yo no soy feliz en el concepto en que tú y todos entienden la felicidad, porque la felicidad comprende un cúmulo de circunstancias que jamás se encuentran reunidas; lo que hay es que yo no quiero ser desgraciado y... ¡no lo soy!

—Porque la desgracia no te agarra...

—¡Me agarra a cada rato! ¡Me ha agarrado mil veces! pero la desgracia se aburre conmigo.

—No te entiendo.

—¡Pues es claro! La desgracia es como una persona seria que se fastidia en compañía de quien ríe constantemente.

—Lo difícil, lo imposible es eso; reír siempre...

—¡Qué ha de ser difícil! Todo es cuestión de resolverse, no sólo en defensa propia, te diría, sino en homenaje a la risa que es, sin disputa, nuestra patente de racionales.

—Tampoco te entiendo.

—¡Sí, hombre! Nosotros, los humanos, somos los únicos animales que reímos y observa que la diferencia positiva que nos distingue de los demás bichos de la creación es la de reír.

—¿Y la de sufrir?...

—¿Y quién te ha dicho que las gallinas de tu casa no sufren horriblemente cuando se hace guiso de pollos? ¿O que los gatos de nuestros tejados no se sumergen en un mar de tristeza cada vez que nuestros fonderos ofrecen a sus clientes el «civet de liebre»?... ¿Sabes lo que sucede?...

—No sé adonde vas.

—A esto: los animales sufren lo mismo que nosotros, pero no les importa.

—Eso dices tú.

—No, Ricardo; esto lo demuestran los mismos animales, y si no observa a las vacas, por ejemplo; ¿tú crees que una vaca a la que el tambero le quita la leche que ella formó para su ternero no sufre? ¡Sufre, che! pero se resigna. ¿Y sabes cómo lo demuestra?... ¡Comiendo de nuevo para tener leche otra vez, en la esperanza de que le alcance al hijo de sus entrañas!...

—Comen para satisfacer una necesidad.

—¡Justamente! y nosotros debemos hacer lo mismo; ¿o tú crees que no necesitamos nutrirnos para seguir viviendo?

—No sólo de pan vive el hombre.

—¡Ya lo creo! pero así como nuestra economía animal nos exige alimentos que se llaman pucheros, bifes, carbonada, locro—¿te gusta el locro? ¿qué rico es con pedacitos de cordero, eh?—bueno, pues lo mismo nuestro ser moral reclama sus alimentos espirituales, que se llaman: resignación, esperanza, jovialidad, ¡risa, ché! ¡risa!... ¡mucha risa!

—Es muy fácil decirlo.

—¡Y hacerlo! Yo lo hago, sin dejar de rendir mi obligado tributo a los dolores morales; pero cuando uno de éstos me manifiesta intenciones de molestarme demasiado, metiéndoseme muy adentro o quedándose en mí más tiempo del tolerable, ¡me le planto delante, le suelto una carcajada y le señalo la puerta: a embromar a otro! Lo mismo que con las personas; como que hay «personas-dolor» y «personas-alegría». A una de éstas le digo: ¡Cuánto gusto! ¡Adelante! Tome asiento;—a las otras les hago decir con mi sirviente que no estoy.

—¿Y qué haces cuando una de esas que llamas «personas-dolor» te sorprende y te agarra sin poder evitarlo?

—¿A qué hora?

—¿Cómo a qué hora?

—Sí, pues; porque según la hora será el rumbo que tome; si es de día la llevo al club, a la Bolsa, a la casa de gobierno o a cualquier sitio que tenga salas de espera y puertas de escape; si es de noche, al teatro y en el primer entreacto ¡zas! me le escabullo.

—Eso puede hacerse con las personas; pero no con los dolores morales.

—¡Se hace lo mismo! Y aun es más fácil desprenderse de una pena que de ciertas personas profesionales de la impertinencia. ¿Ignoras acaso que el alcohol es un irresistible anestésico para todo dolor moral?

—Sin duda; pero el remedio es peor que la enfermedad.

—La tarea, pues, está en encontrar remedios que curen sin enfermar.

—¿Cuáles serían?...

—En tu caso ya te lo he dicho y repetido cien veces, y es necesario que aceptes el tratamiento que te receto: te vienes con Lorenzo y conmigo a la estancia del viejo; pasamos allá una temporada, cuanto más prolongada mejor. Comes buenos churrascos; andas a caballo; tomas aire puro y, contagiado por mí, acabarás por reírte de todo ese mundo de cosas deleznables y subalternas que actualmente te tienen envuelto en nieblas... ¡Contra las nieblas: sol, sol y mucho sol! y después vendrá sola, vibrante, sonora, la risa, la sana, la enérgica, la invencible, la fecunda, la suprema demostración de que no somos tan... animales... ¡Ríete!... ¡no seas pavo!... ¡¡Ríete!!... ¡Como yo!... ¡Así...!

—Es que oyéndote a ti acaba uno por ver todo color de rosa.

—¡Como tú quieras! ¿pero irás con nosotros, eh?... Ya ves que Lorenzo ha resuelto acceder a mi pedido... y tú no puedes desairarme... por otra parte, la partida depende de ti y... ¡sin ti no me voy!... e impedirás que el pobre Lorenzo se cure también de sus males que son más o menos los tuyos...

—¿Y qué precisión hay en que yo les acompañe?

—La de curarte y, sobre todo, ¡caramba! ya basta de explicaciones: ¿vas o no? A esto he venido... por última vez...

—Bueno, ¡iré!

—¡Bravo!... ¡Venga un abrazo!... ¡Ya ha empezado tu mejoría!

—Mi mejoría... Tú eres muy bueno, Melchor.

—¡Ah!... ¡Soy una monada!...—contestó éste riendo de nuevo como lo había hecho durante todo el diálogo sostenido con su amigo de la infancia Ricardo Merrick, cuyo estado moral combatía desde algunos meses, como combatía también el de otro amigo, Lorenzo Fraga, con quien conservaba desde la escuela un hondo afecto, realmente fraternal.

Ganada la batalla con Ricardo y convenida definitivamente la partida para el campo, se dirigió a casa de Lorenzo a darle la buena noticia, y luego a la suya, a la que ansiaba llegar pronto para darla también, como lo hizo, en un verdadero estallido de su inconmensurable altruismo.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

—Ya no eres un niño, Melchor—le dijo su madre,—y debes saber lo que haces; pero yo creo que extremas un poco las obligaciones de tu amistad para con Lorenzo y Ricardo.

—¡Pero, mamá! ¡Gran cosa!

—Pues es nada, hijo: dejas tus ocupaciones por un tiempo que tú mismo no sabes cuánto será; dejas a tu novia y nos dejas a nosotros por irte a cuidar a dos amigos.

—Están enfermos, mamá, y yo creo que puedo curarlos.

—¿De cuándo acá eres médico?

—El mal de ellos no lo cura un médico, sino un amigo.

—Pues deja que los cure otro; ¿por qué razón has de ser tú?

—Ellos no tienen ningún amigo como yo; así como yo no tengo ningún amigo como ellos, mamá.

—Todo eso está muy bueno; pero ¿qué quieres? yo no me resigno a que te vayas así y a que cargues con esa responsabilidad.

—¿Que me vaya cómo?

—Pero dime, Melchor, ¿cuánto tiempo vas a faltar de aquí?—dijo la señora quitándose los anteojos con que cosía.

—Dos o tres meses.

—¡Qué! Eso no lo sabes y aunque así fuera, tú también tienes obligaciones a que «antes» no habrías faltado.

—¡Si no voy a faltar! Mira: en la oficina me dan licencia, reemplazándome el subjefe, un excelente compañero, mientras dure mi ausencia.

—¿Y el sueldo?

—¡Es claro que lo cobrará él!

—¿De modo que tú no figurarás para nada?

—Figuraré con licencia; y Clota... también me ha dado licencia—agregó Melchor, riendo y abrazando cariñosamente a su madre.

—Pero yo no te la he dado todavía—replicó ella, mientras le miraba con una de esas miradas con que sólo una madre sabe decir: ¡bendito seas!

—¿Y serías capaz de negármela, cuando voy a realizar una obra buena?

—Yo no puedo darte ni negarte licencia—dijo la señora cambiando el tono de su voz;—tú tienes veintiocho años.

—¡Todavía no!—interrumpió Melchor;—los cumplo en febrero—y agregó:—¡qué afán de echarme edad!

—¿Y tu padre, qué dice a todo esto?

—¿Él? ¡él es el primero en alentarme!

—¡Hum!—moduló la señora, agregando, como en un suspiro, al ponerse de nuevo los anteojos:—¡En fin!...

—Mira, mamita: déjate de «en fines», ¿eh? ¡No falta más sino que reniegues de tu propia obra!

—¿Qué obra?

—¡Haberme hecho como soy!

—Sí... mucho...

—¡Pues es claro! ¿Vas a negarme que soy tu vivo retrato?... ¡Mírame!—dijo Melchor irguiéndose en cómica actitud, y agregó:—bueno, ahora hay que preparar todo.

—¡Melchor!... ¡Melchor!... ¡Melchor!...—entró gritando desaforadamente su hermanita menor:—¡Te han traído un baúl lindísimo y nuevo!

—Que lo pongan en mi cuarto, nena.

—¡Y qué lindo es! ¡qué nuevo!—repetía la nena hondamente impresionada ante el flamante baúl, que fue puesto en el cuarto de Melchor, y contemplado escrupulosamente por toda la familia.

Cuando Melchor quedó solo, abrió el baúl para empezar la tarea de preparar su viaje, aproximó una silla y sentado en ella quedó contemplando la luciente caja vacía.

—¡Un baúl!—se decía Melchor,—¡un baúl es lo más parecido a una persona!... ¡Pero si es cierto!... No hay nada tan parecido a los hombres como los baúles... Un baúl nuevo como éste es igual, igualito a un recién nacido... ¿Qué se le va a poner adentro...? ¡Psh!... ¡tantas cosas...! A éste le toca recibir ropa limpia ahora; pero cuando vuelva, ¿cómo vendrá esta ropa?... ¿habré usado toda?... ¿volverá sucia?... ¿traerá toda?... ¿traerá menos?... ¿se le agregará ropa ajena?... acaso sucia... quizá limpia... ¡quién sabe!... ¡Pero cómo se parece un baúl a una persona!... Por lo pronto éste es igual a mí: le cabe en suerte recibir ropa limpia... algunos libros de ideas sanas y servir para un viaje proyectado con la mejor intención...

«Lo mismo que mis padres hicieron conmigo: me llenaron de cosas limpias... me pusieron dentro ideas sanas y generosas... ¡me pusieron lo único que tienen!... y me prepararon para un viaje de buenas intenciones...

»¡Y qué diablos! Voy cumpliéndolas... ¡es la verdad!... en el fondo de este baúl que se llama Melchor Astul... en el fondo, es decir, en la conciencia, no guardo ningún agravio... ninguna ofensa... ningún remordimiento... he hecho todo el bien que he podido... y sigo haciéndolo... he pasado por tonto muchas veces; pero no he sentido envidia por quienes me consideraron así... y ahora mismo sigo mi viaje de buenas intenciones... y lo seguiré hasta el fin... ¡hasta que el baúl se rompa!... o hasta que se acabe todo lo que tiene adentro... o lo roben los hombres... ¡o lo ensucie el uso!...

»...O lo ensucie el uso... ¡las cosas que dice uno de repente!... O lo roben los hombres... O... lo... ensucie... el... uso...»

*
* *

Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido.

Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.

Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.

Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvías conductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y a intervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, al salir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle, conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige veloz hacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisión de hortalizas con que hace un nutrido «agosto» en el breve espacio de cada mañana.

La claridad avanza, hundiéndose en la sombra a lo largo de las calles y haciendo surgir la silueta de los vigilantes escalonados en la calzada, mientras los noctámbulos pasan como espectros, bajo esa luz cuyos tintes blanquecinos aumenta la lividez de sus rostros trasnochados.

Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, de lenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altos campanarios, mientras—como surgiendo de entre las apretadas piezas del entarugado—pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pan nuestro de cada día»...

Pausados, desfilan, entre el crepitar eclosionante de la madrugada, los «nocheros» de plaza, cuyos jamelgos balancean la cabeza en oscilaciones que parecen exteriorizar ideas de infinitas y melancólicas nostalgias.

De todo rumbo surge el vibrante grito de los vendedores de diarios que pululan llenando las calles—como esas bandadas de avecillas que en el bosque cantan cuando el día llega,—y es de admirar el contraste que ofrecen esos pilluelos diligentes y honrados, que a pulmón lleno proclaman su luminosa mercancía, pasando rápidos y sonoros por el lado del «repartidor de diarios» que, silencioso y grave, va echando por entre buzones, celosías y rendijas la doblada hoja impresa que aquéllos pregonan a gritos.

Las puertas de calle se abren pesadamente, dando paso a esa emanación peculiar que bien pudiera llamarse el regüeldo matinal de las casas, mientras la sirvienta que abrió la puerta, se alisa el despeinado cabello, como temerosa de que la sorprenda el lechero, el vigilante, el repartidor de pan o el mucamo de enfrente...

Desde cualquier sitio en que se mire a la distancia, vese la atmósfera de la ciudad densa y cargada, y sólo el punto en que el observador se coloca parece limpio y diáfano, ofreciéndose en el explicable fenómeno de sobresaturación atmosférica el más vivo remedo del que los más padecen al considerarse a sí mismos en el centro de la verdad luminosa, mientras ven o creen ver a los demás obnubilados por las sombras del desacierto.

Ilusión de óptica en los dos casos, en que el vaho de la noche o del error nos envuelve...

El sonrosado de la aurora se diluye gradualmente en la celeste diafanidad cenital, como si aquella coloración rojiza del primer instante hubiera sido absorbida por el mismo sol, de tal modo a su paso el rojo de su propia irradiación se desvanece y el contorno de la inextinguible hoguera se destaca nítido en la eucarística limpidez del cielo.

Es la hora de las grandes honestidades...

El que pasa la noche bajo las supremas angustias del juego—ése, para quien la acción y el fin de la vida están en las astucias del tapete y en sus éxitos repugnantes,—se alza bravamente ante los distinguidos tahures o «clubmen» que le rodean y palpitante de emoción o de angustia, proclama:

—¡Caballeros! ¡No juego más; ya es de día!

Más allá, alguien—acaso en ausencia del que abandona la carpeta,—ha dicho también temblorosamente y en voz sibilante, como el vago chirrido de un puñal que sale de la herida:

—Bueno, basta; ya viene el día...

Mientras tanto, el jornalero, el honesto jornalero de brazo nervudo y de tórax fuerte y levantado como su conciencia, sale para el trabajo, dejando en su modesto hogar a la compañera en la sencilla labor de cada día, y, en el divino sueño de la infancia sana, los hijos de la salud y el amor.

Y mientras el gran vaho nocturnal se disipaba en aquella mañana de enero, pudo oírse, a lo largo de las calles, el repiqueteo del cascabel y el firme trotar de la soberbia yunta de zainos que arrastran la victoria de Lorenzo Fraga, en el inusitado madrugón de aquel día.

La victoria se detiene en la modesta casa de Melchor Astul, que desde horas antes se apercibe para el viaje proyectado, tarea en la cual han intervenido madre y hermanas, disputándose el éxito en los refinamientos de la previsión, pues en los últimos detalles de un trajín semejante es cuando se corre el riesgo de olvidar lo fundamental: el cepillo de dientes; las zapatillas; el sobretodo por si refresca; el abotonador; la pasta dentífrica; el betún, etc., etc.

Nada se ha omitido, y sólo queda para mandar por encomienda el frac de Melchor, que no cupo en el baúl y que «es bueno tener a la mano—según lo aconsejó burlescamente su hermana mayor,—por si se daba algún baile en el pueblo».

—Bueno: ¡otro adiós! adiós, mamá; adiós, muchachas; díganle a tata que no me despido otra vez por no despertarlo, y escriban, ¡eh! y no se olviden del frac—y luego, dirigiéndose al cochero:—vamos a casa de Merrick, ¿sabes? en la avenida.

—El señor Ricardo está ya en casa; yo fui a buscarlo.

—¡Ah! entonces vamos allá.

Los zainos batieron con sus cascos como el redoble de una diana al romper la marcha, que se hizo en seguida uniforme y firme, cual si la regulase el repiquetear del cascabel colgante en la punta niquelada de la lanza; pero a poco andar la victoria se detuvo por orden de Melchor, que con un pie en el estribo y medio cuerpo afuera llamó a un vendedor de diarios que descendía de un tranvía:

—Dame Nación y Prensa...

—...No tengo cobre...

—Déjalos, no más. ¡Vamos!

Y la victoria continuó su marcha con Melchor, que acababa de iniciarse en el día como de costumbre: con un acto de relativa previsión y otro de generosidad.

Cuando el carruaje llegó a casa de Lorenzo, éste y Merrick esperaban en la puerta de calle.

—Estábamos haciendo votos por la prolongación de tu tardanza.

—¿Por qué?

—Porque así podríamos perder el tren y desistir de este viaje, para nosotros estéril y para ti penoso.

—¡No sean pavos! Subo a saludar a la familia y despedirme, Lorenzo; bajo en seguida.

—Están en el balcón; nosotros ya nos despedimos.

—Ya las he visto—dijo Melchor, mientras subía «de a cuatro» la amplia escalera, al terminar la cual fue recibido por la familia de Lorenzo que en coro le hizo una de esas recepciones íntimas en que el deseo de reír y de llorar se mezclan.

La madre de Lorenzo, que se hallaba recostada en la puerta de la sala que daba acceso al vestíbulo, interrumpió los saludos dirigidos a Melchor diciéndole:

—Venga para acá... venga el santo... el bueno...

—¡Señora!—exclamó Melchor dirigiéndose hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos exclamando:

—Un abrazo... así... fuerte... ¡muy fuerte!—y rompió a llorar.

Las hermanas de Lorenzo llevaron los pañuelos a los ojos y en medio de un silencio de sollozos el padre de aquél se dirigió pausadamente hacia el escritorio en el que penetró despacio...

—¡Sólo usted... sólo usted es capaz de este sacrificio!

—Qué sacrificio, señora, si Lorenzo es para mí un hermano.

—Y usted es para mí un hijo desde hoy.

—Bueno, señora; es decir: bueno, «mamita», dejémonos de llantos para los que no hay motivo y ya verán ustedes cómo dentro de poco vuelve Lorenzo hecho unas pascuas—dijo Melchor sonriendo al dominar la intensa, la profunda emoción que sentía.

—¡Dios lo oiga!

—¡Y me oirá! ¡si yo estoy con Dios... así!...—repuso sonriendo al cerrar la mano con un enérgico gesto, y agregó:

—¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós... «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor!—dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco...

—¡Adiós, amigo, adiós! ¿y ya sabe, eh? cualquier cosa...

—Sí, señor; pero no habrá necesidad de nada, ¡si llevamos provisiones para cien años!—repuso Melchor con su jovialidad habitual.

Y bajó la escalera, enviando todavía un ¡adiós! a todos, entre los que dejaba una vez más el alivio moral que su carácter generoso y bueno derramaba en los espíritus atribulados o enfermos.

—¡Caramba, con tu despedida!

—La señora me detuvo; pero estamos en tiempo, ¡vamos!

—Al Once, ché—dijo Lorenzo al cochero y el carruaje partió.

—Vamos a tener un viaje espléndido... sin tierra... fresco...—decía Melchor,—¡ya verán qué maravilla de vida vamos a pasar!... y ¿qué tal? Ricardo, ¿qué dices?

—¿Yo?... ¡nada! ¿qué quieres que diga?

—¡Quiero que hables! ¿oyes? que te dispongas a revivir y que no olvides lo que te decía anoche tu madre.

—¡Mi madre!...

—Sí, tu madre, ¿pues qué?

—Mi madre ha sido feliz toda su vida.

—¿Y tú, no?... ¡Qué rico tipo!... Mira, así—y reunía en un haz las yemas de sus dedos,—así, ¿ves?... así hay consuelos para cada dolor.

—Es posible.

—No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete.

—¡Un juguete!...

—¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen?—interrumpió Lorenzo.

—A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia».

—¿Y a la estancia?—insistió Lorenzo.

—Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.

—¡Todo el día en coche! ¡Qué horror!

—No; se hace una parada para almorzar y... sestear en la posta del «Paso»... ¿Qué te parece, Ricardo, una siesta en pleno campo?

—¿El qué?...

—¡El qué!... ¿Estás dormido?

—Estaba distraído.

—Bueno, ya llegamos; ahora en el tren te repetiré el caso.

En la estación les esperaba el sirviente de la familia de Fraga, Rufino Mejía, uno de esos tipos criollos, sanos de cuerpo y de alma, que tenía en la casa sueldo de gran sirviente y prerrogativas de patrón, bien merecido todo en quince años de leales servicios, durante los cuales no había podido convencerse de que Lorenzo los había vivido también.

—Los equipajes ya están cargados, niño; pero, ¿sabe?... el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.

—¿Por qué?

—No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.

—Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?

—Ahí viene con D. Ricardo.

Por entre la multitud de pasajeros, empleados y changadores que llenaban el andén, apareció Melchor acompañando a Ricardo.

—¿En qué andan?

—Este, que quería comprar La Nación y La Prensa, a pesar de que yo los llevo.

—Y yo también.

—No importa—replicó Ricardo;—yo no puedo pasarme sin los diarios.

—¡Pero si los teníamos!

—Bueno, déjalo—dijo Melchor, en tono de broma,—cada loco con su tema... y ya no faltan más que cinco minutos... ¿cargaron todo?

—Todo, sí, señor—contestó Rufino.

—Ché, ¿y las boletas?

—Aquí están, niño.

—¡Bueno, andando!—dijo Melchor.

El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.

—Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.

—¿Y tú?

—Yo... ¡aquí!—dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.

—¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?

—No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.

Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento...

—¡Adiós, adiós, Rufino!—exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.

—¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.

—¡Sí, Rufino, adiós!... ¡Que escriban!

*
* *

En aquella actitud quedaron los viajeros en observación del panorama, que se desarrollaba ante ellos a favor de la marcha acelerada del tren, que a instantes parecía avanzar a saltos felinos y sinuosos.

Melchor espiaba complacido a sus compañeros de viaje y viéndoles distraídos en la contemplación del paisaje, habría continuado en la misma postura, durante las diez horas del viaje que realizaba por ellos y sólo por ellos.

Su noble espíritu altruista, su grande alma generosa y buena, su corazón limpio y sano—todo, ¡todo! su ser moral estaba empeñado en la obra de reconfortar, de encauzar, de nuevo, a sus dos amigos moralmente enfermos, y estimulado por la fe en sus propias energías abandonaba todo cuanto podía halagar a cualquier hombre de su edad y en sus ambiciones lícitas, con el ideal de regresar a Buenos Aires trayendo a Ricardo Merrick y a Lorenzo Fraga, convertidos, de la melancolía neurasténica, de la desilusión pasional y del escepticismo abrumador, a la jovialidad confortativa, a la complacencia de «ser», a la suprema satisfacción de vivir bajo la enérgica propulsión de una intensa salud físico-moral.

—¡Ah!—pensaba Melchor, contemplando furtivamente a sus dos amigos.—¿Qué dirán en casa de Lorenzo y en casa de Ricardo, cuando vuelva con ellos, como van a volver, curados de tristezas y de pavadas?...

En ese instante Lorenzo se retiró de la ventanilla y se acomodó en su asiento; Ricardo hizo lo propio, y Melchor continuó un momento esperando, deliberadamente, que ellos solos iniciaran alguna conversación, como lo hizo Lorenzo, diciendo:

—Linda mañana, ¿eh?

—¡Hola!—exclamó Melchor, sentándose a su vez y restregándose efusivamente las manos.—¿Conque ya encontramos algo lindo?

—¿Y qué quieres?... ¿Quieres que encontremos fea o desapacible a esta espléndida mañana?

—¡Bravo! ¡Progresamos! Conque espléndida, ¿eh? ¿No te decía yo que al empezar este paseíto iniciaríamos la mejoría?

—¡Déjate de tonteras!—interrumpió Ricardo,—pues nos vas a poner en el caso de no poder hablar.

—No... si no son tonteras... Ustedes son dos enfermos; yo soy el «médico», y es justo que haga clínica, apreciando en todo su valor hasta el síntoma menos importante para otro ojo menos experto.

—¡Y en vez de clínica, haces tonteras... insisto!

—Gracias por la amabilidad.

—¿Vas a resentirte?

—¡Qué esperanza! Nada más agradable que verse tratado así por un amigo...

—Que precisamente por serlo desde la infancia está autorizado...

—¿A pegar?...

—Yo no te pego; te hago una observación amistosa.

—Sí; a ti te pasa lo que a esos chicos a quienes se les ha dicho que no deben señalar con el índice y señalan con el anular o con el meñique; pero señalan con el dedo...

—¡Boooletos!—gritó el jefe de tren, con innecesaria voz de trueno, cual si su autoridad se fundara acaso en eso, como la de los discutidores empedernidos que gritan demasiado, porque ignoran que no se gana la razón por la altura de la voz sino por la del concepto, como ignoraba aquél que para obtener las boletas pedidas le bastaba la gorra y el sacabocados.

—Me ha dejado aturdido el grito del guarda—dijo Lorenzo, por romper el silencio que siguió a la discusión que provocó Ricardo.

—¡Realmente! ¡Qué pulmones!—repuso Melchor, agregando:—¡Cómo se conoce que ese hombre vive viajando!

—¿Y quién te dice que no vive en Buenos Aires?—replicó Ricardo.

—¡Sus pulmones, el timbre de su voz y el color de su cara!

—Esas son preocupaciones, de que muchos participan; pero yo veo que todo el mundo vive sano y fuerte en la capital.

—¡Sin duda! ¡Si Buenos Aires es una de las ciudades más sanas del mundo!; pero cómo vas a comparar la vida en ella y aquí no más; fíjate... mira qué maravillas de quintas.

—Sí; muy lindas...

—¡Y qué ambiente!... ¡Qué diafanidad!... ¡Ya por aquí sólo se toma olor a flores, a yuyos, a campo, a naturaleza!

—¿No se toma olor a ciudad? ¿Qué raro, eh?...—dijo riendo amablemente Ricardo.

—¡Eso es! No se toma olor a ciudad; es decir, olor a bodegones, a cloacas, a hoteles, a multitudes.

—¡A multitudes!... pero ¡qué buena observación! ¿Conque no hay multitudes en despoblado?

—Te digo multitudes, empleando una metonimia.

—Una... ¿qué?

—Una metonimia, de causa por efecto; y así te dije olor a multitudes por no decirte olor a sudor.

—¡Qué porquería!

—¡Eso es! Olor a porquería; tal es, precisamente, el olor a ciudad.

—Pero, ¡qué encono con la ciudad!—dijo Lorenzo, que parecía absorbido en la contemplación del paisaje, renovado caleidoscópicamente a favor de la marcha acelerada del tren.

—No hay tal; es justicia al campo.

—«Substituyendo cantidades iguales, Braulio eres», como en el cuento de Larra.

—No; de ninguna manera; mi entusiasmo por la vida del campo no importa una condenación a la vida en las grandes ciudades.

—Pero prefieres la primera.

—¡Con toda mi alma!

—Luego no te gusta vivir en Buenos Aires.

—Que no me gusta...—replicó Melchor, subrayando las palabras,—tanto como eso... a mí me gusta Buenos Aires como el mar, al que se parece.

—¿Que Buenos Aires se parece al mar?

—¡Ya lo creo! Como el mar es inmenso, como el mar tiene tempestades, borrascas, abismos y movimientos arrolladores y hasta en sus grandes calmas se parece.

—¿Y por eso no te gusta?

—Me gusta como el mar: para bañarme; pero no para quedarme en él; me gusta Buenos Aires para pasar breves temporadas; ¡pero me sofoca la vida entre más de un millón de personas que se agitan, hablan, se mueven, atropellan, contagian, pegan, muerden!

—¡¡Luján!!—gritó en el andén la misma formidable voz de los «booletos».

—¿Tendremos tiempo de bajar?—preguntó Lorenzo.

—Algunos minutos—repuso Melchor;—bajemos.

—¡Cuánta gente baja aquí!—dijo Ricardo al pisar el andén.

—Son peregrinos en su mayor parte, devotos de la Virgen de Luján.

—¡Pero cuántos! Fíjate... ¡Siguen bajando!

—Esto es muy frecuente; vienen no sólo de Buenos Aires, sino hasta del exterior.

—¡Qué cosa bárbara!—exclamó Ricardo, agregando:—¿Y todos éstos creerán?

—Si no creyeran—le contestó Melchor,—no vendrían a traer sus ofrendas y sus preces.

—Eso... no...—replicó Ricardo, como distraídamente.—¿Vamos a ver?

—¿A ver qué?

—A ver qué hacen... cómo se forman... adónde van...

—No hacen nada; no se forman, porque no vienen regimentados, y van, probablemente, a la basílica, cada uno por su cuenta o en grupos.

—¿Van caminando?...

—¿Y cómo quieres que vayan?

—Yo creía que irían hincados—dijo burlonamente Ricardo.

—Quizá no falten quienes vayan así, por alguna promesa o por fanatismo.

—Subamos, ché, que va a ser la hora.

De nuevo en sus asientos, Ricardo reanudó el tema, diciendo:

—Deben ser felices los que creen, ¿eh?

—Si la felicidad está en creer—repuso Melchor,—todos deben ser felices.

—Todos los que creen.

—¿Y tú crees que haya excepciones?

—¡Cómo no ha de haberlas! y de primera fuerza: pregúntaselo a Voltaire.

—¿A Voltaire? ¡Qué mal ejemplo has presentado!...

¿Por qué?—repuso Ricardo, turbado visiblemente, pero dando a su voz una inflexión destinada a disimular la contrariedad de haber citado por oídas, ya que nunca había leído ni una línea del famoso escritor francés.

—Porque cuando Voltaire tuvo viruelas llamó al confesor.

—No lo recuerdo...

—Sí; lo llamó, y no debía ser tan descreído cuando ante la idea de morir quiso ponerse bien con Dios.

—¿Es cierto eso, Melchor?—preguntó Lorenzo.

—Rigurosamente cierto: Voltaire hizo lo que todos; lo que aquel filósofo positivista que al terminar una conferencia negando la existencia del alma, anunció la próxima, diciendo a su auditorio: «el sábado, si Dios quiere, demostraré que no hay Dios».

—Por lo visto, eres todo un creyente—dijo Ricardo.

—Yo sí, ché; ¿para qué negarlo?

—Desde luego; creer y negar que se cree, debe ser cuando menos fatigoso...

—¡Y es... tan común!

—¿Lo dices por mí?

—¡Hombre!... tú me has dicho recién cosas peores.

—Que has querido considerarlas así y tomar ahora una revancha sangrienta.

—¡Sangrienta!...

—Pues es nada: me dices mentiroso, hipócrita... casi apóstata.

—¡Apóstata!... ¡qué gracioso!

—Advierte que el ateísmo y el panteísmo se dan la mano y que si me supones renegando de «mi» religión, me colocas en plena apostasía.

—¡Es ir lejos!

—Tú me llevas...

—¡Qué he de llevarte!... ¡Acaso explicablemente no he hablado nunca de religión contigo y al tocar incidentalmente el tema he creído ver confirmadas las mismas sospechas que me retrajeron antes, si alguna vez pensé hablarte de estas cosas.

—¿Puedo saber de qué índole son esas «sospechas», señor médico?...

—¡Qué tema tan aburrido!—interrumpió Lorenzo.

—¿Aburrido?... ¿por parte de quién? ¿de Ricardo?... ¿o de mí?

—No he dicho que ustedes hagan aburrido el tema, sino que lo es en sí mismo.

—¿Por qué?

—Porque hablarán todo el día y todo el mes sin arribar a nada.

—¡Quién sabe!...

—Sí, ché... Lorenzo tiene razón; entre un materialista y un espiritualista como tú...

—O como tú...

—¿Cómo yo?

—¡Como tú y como todos! Yo sé que «viste mucho» eso de darse a filosofías spencerianas y diferir con los pobres de espíritu que creemos en Dios y sostener que descendemos del mono—aunque no sepamos de dónde desciende el mono,—y aunque se acabe por llamar al confesor en cuanto aparecen viruelas.

—Será así; yo me quedo con mis ideas evolucionistas.

—¡Pero tu evolucionismo necesita un punto de partida, una base de evolución, un átomo de vida!

—Perfectamente.

—¡Y bien: ahí, ahí está Dios!

—¿Tan chiquito es Dios?

—Tan chiquito para caber en el átomo como grande para llenar el Universo.

—¿También está en todo el Universo?

—¡Bah! Contigo no se puede discutir esto porque haces broma, como socorrido recurso de impotencia, desde que en lo íntimo tú eres tan creyente y tan cristiano como yo.

—¡Qué voy a ser!

—¡Eres! y eres porque es tu madre, en cuyo seno has bebido estas ideas y en cuyo hogar se cree en Dios y se observan los principios de la moral cristiana que tú mismo practicas a cada rato.

—Eso es cuestión de educación.

—Sí, en cuanto a la moral que observamos; pero ello nada tiene que ver con nuestros sentimientos religiosos.

—Que yo no tengo.

—Mira: no hay, no ha habido ni habrá jamás un ser humano que no sienta a Dios en su conciencia y en su pensamiento, mientras tenga una y otro. No hago cuestión de nombre; Dios; el sol; el buey Apis; la cabra de Méndez; el budhismo; el mahometismo; el cristianismo; el animismo, etc., todo eso representa a un mismo sentimiento, porque responde a una misma impresión, y si nos es dado elegir, ¿cuál de todas las religiones del mundo nos ofrece una moral más sana, más fecunda, más generosa que nuestra moral cristiana en la fe de Dios?

Lorenzo escuchaba el diálogo de Melchor y Ricardo mientras observaba el campo con la cabeza apoyada en la mano derecha, y al escuchar las últimas palabras de Melchor se volvió hacia éste, diciéndole:

—¡Pareces un apóstol en pleno paganismo!

—Bien puede haber de las dos cosas—replicó Melchor,—y más que fecundo me resultaría este viaje si él me hubiera de servir para convertir a ustedes.

—¡Qué empeño!...

—Muy explicable, por todo concepto; porque, ante todo, de algo hemos de hablar para entretener el viaje, y en vez de discutir sobre modas, el tema religioso puede darnos base para que ustedes tengan algo de lo que les falta.

—Lo que a mí me falta no me lo dará la religión—dijo Ricardo.

—Por lo pronto te ha dado tema para hablar con más vivacidad de la que te es habitual.

—Lo mismo pasaría si habláramos de modas.

—¡No, ché, Ricardo, por favor! No hablemos de modas por más que sea el tema predilecto de los hombres de... la actualidad.

—Eso es cierto—dijo Lorenzo,—más de una vez lo he comprobado.

—Yo lo he comprobado cuantas veces he visto reunidos media docena de caballeros y de damas.

—No diré tanto; pero es frecuente...

—¡Es fatal! en las reuniones de hoy se juega o se habla tonteras; yo no me he encontrado en ninguna reunión en que no se haga una de estas dos imbecilidades.

—Tú exageras demasiado, Melchor: hay sin duda en nuestro ambiente social mucha superficialidad, pero hay muchos estudiosos y no escasean los centros realmente intelectuales.

—¡No los he visto!... Yo suelo visitar a nuestras relaciones—y tú las conoces, Lorenzo,—sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un «poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros, sobre el costo del sombrero de fulanita; ¡pero, hombre! sin ir más lejos: la otra noche fui a lo de Méndez, ¿sabes? a lo de misia Edelmira, porque era día de recibir. Estaba Pereyra con su mujer, el doctor Gener con la suya, el diputado Targe, el senador Ramírez con la señora—y ¡qué linda estaba!...—Eguina... las dos muchachas de Gori—¡dos bagres!...—y no me acuerdo quiénes más, ¡pues no se habló más que de sombreros y de yeguas!

—¿De yeguas?...

—¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es la señora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la «Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertido en comprar un «modelo».

—¿Qué es lo que dices?

—¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es moda en sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y no por el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del «doctor García» cuando se le puede designar por su nombre de pila: Claudio, o por el sobrenombre, lo que es más distinguido: el «Nene», por ejemplo.

—¡Qué ridiculez!

—¡Y cuando el «Nene» resulta un hombre del alto de esa puerta, y con varios nenes de verdad a la cola!

—¿Y lo del modelo?

—¿Pero cómo?... ¿Qué, no sabes, Lorenzo?... ¡Ah!... yo aquella noche aprendí eso y mucho más: un «modelo» es un sombrero de señora traído de París para hacer otros iguales; pero que jamás valen lo que aquél y según parece la «Nona» estaba loca por comprar uno que había visto; y como «Pepito» (¡Pepito es decano de la Facultad!) no le daba los cuatrocientos pesos que costaba, la «Nona» le vendió a «Toto», con permiso de la «Beba», una de las yeguas del coche.

—¡Cuánto disparate!...

—Pues esos disparates fueron el tema de conversación durante toda la reunión, siendo de advertir que los más eruditos mantenedores fueron los caballeros... y esto es lo común... tratar temas de esa clase... o jugar un «pocarcito»...

—Ese juego se ha divulgado mucho realmente—dijo Lorenzo.

—¡Y entre qué gente! Casi no hay casa donde no se jueguen partiditas familiares, ché... a cinco pesos la caja, no más; ¡pero... con cada «metejón»!...

—¿Qué ciudad es esta a que vamos llegando?

—¿Esto?... esto... es Mercedes—repuso Melchor,—aquí podremos bajar un momento para estirar las piernas.

*
* *

—Y en serio, Melchor, ¿habrías ido en la máquina?

—¡Ya lo creo!... No sólo porque en ella se goza de un espectáculo mil veces más hermoso que desde esta ventanilla, sino porque habría conversado con el maquinista, en grande.

—¡Yo no me explico, che, Lorenzo, estos gustos de Melchor!... ¡estas excentricidades!... ¡Conversar con el maquinista!...

—Asómbrate cuanto quieras; pero confiesa que sin motivo fundado.

—¿Cómo sin motivo?... ¿De qué te puede servir semejante compañía?

—Es claro que el maquinista no me informará sobre el estado de relaciones entre el Japón y los Estados Unidos, en las que, por otra parte, no me intereso, porque no me importa; pero a mí me complace mucho estar con los tipos que me son simpáticos y de todos los hombres de trabajo ninguno lo es tanto para mí como el maquinista de ferrocarril.

—¡Puede ser!...

—Sí, Ricardo, lo es. Tú, como muchos, no concibes que haya interés más que en tus iguales: para ti los del Jockey o los del Círculo... fuera de eso... nadie vale nada.

—Por lo pronto, hace más de un año que no voy al club.

—No irás, Ricardo, por cualquier razón; pero no por frecuentar a gente de otra clase.

—¿Y qué? ¿Supones que deje de ir al Círculo por visitar a los señores maquinistas?...

—No digo eso, pero aun asimismo... si fuéramos a compulsar enseñanzas acaso los maquinistas—¡y como ellos tantos otros!—no sacaran la peor parte...

—¡No digas barbaridades!...

—¡Si no las digo!... Las mejores enseñanzas que yo he recogido no las recibí frecuentando a esas personas de que hablamos hace un momento y que sólo tramitan chismografía social, sino de buenas gentes que ignoran todo eso, pero que viven la vida intensamente. En la estancia van a conocer ustedes a Baldomero, el capataz, un tipo genuinamente criollo, que ha tenido sus contrastes y sus desgracias, pero que es amable y jovial en todos los casos y que al preguntarle una vez: «¿Cómo le va, Baldomero?...» me contestó así: «Aquí vamos, don Melchor, tragando amargo y escupiendo dulce.»

—¡Qué hermoso!—dijo Lorenzo.

—¡Admirable! ché: fíjate bien en toda la filosofía de esa fórmula tan sencilla puesta en boca de un hombre de campo que en medio de sus contrariedades comprende que debe ser amable con quienes no tienen la culpa de ellas y lo expresa así: «¡tragando amargo y escupiendo dulce!»

—Es en bruto el concepto de Víctor Hugo... ¿te acuerdas?... en la «Oración por todos»...—dijo Lorenzo,—cuando al hablarle de la madre dice a su hija; más o menos, no me acuerdo bien: «que haciendo dos porciones de la vida, bebió el acíbar y te dio la miel».

—¡Eso es!... Con una diferencia para mí: que en un caso hay un verso de «Víctor Hugo»... y en el otro la expresión sincera de un hombre de corazón.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con los señores maquinistas?—dijo Ricardo burlescamente.

—¡Que es frecuente encontrar en gente de baja condición social conceptos y formas que impresionan más que el mejor precepto editado por el más campanudo moralista!

—También con una diferencia, Melchor.

—¿Cuál?

—Que esos tipos dan, si acaso, un buen consejo cada cien años, mientras que en un buen texto de moral encuentras cien preceptos por página.

—La razón está en que esos tratadistas son acopiadores de máximas que reeditan modernizándolas, mientras que nadie se ocupa en coleccionar las que a millares circulan entre nuestra gente de pueblo.

—¡A millares!...

—Como suena, y si no, fíjate en la forma con que el maquinista que nos lleva contestó a mi saludo cuando le pregunté: «¿cómo le va, amigo?»... «Bien, por lo conforme»—me dijo.

—¡No veo motivo para maravillarse por eso!

—¡Cómo lo has de ver, Ricardo, si tú has demostrado mil veces que eres incapaz de conformarte con tu suerte y hasta has pensado en que tu vida debía concluir el día en que una tontuela casquivana te dijo que no le daba la gana de quererte. A eso conduce el desprecio por todo lo que no esté a la altura de nuestro nivel circunvecino; a eso conduce la fiel observancia de ideas que nos inculca la vanidad, la petulancia y el espejismo social, tras del que vamos como locos, fascinados por ideales quiméricos o absurdos, mientras la verdadera filosofía, la del pueblo, la del buen pueblo manso, trabajador y resignado, ¡es despreciada por su origen «bajo»! ¡ése es el resultado de los que prefieren el libro con lujosa encuademación!... por ahí se empieza o por ahí se acaba—lo que es peor,—porque suele marcar el último tramo de una verdadera perversión en las ideas que regulan nuestra manera de ser—y en oposición al criterio con que se le enseñó al maquinista a sentirse bien, «por lo conforme», se te ha taladrado los oídos con un grito ruin y perverso que me parece estar oyendo: «es necesario no conformarse con eso»: y así has vivido tú, y tú también, ¡y todos! torturándose en la estúpida ambición de ambiciones nuevas.

—¿Y acaso tú no las tienes?

—¡Si yo no creo que la fórmula definitiva de nuestra perfectibilidad consista en no tenerlas, sino en restringirlas sensatamente, hasta ponerlas dentro de los límites de nuestro destino o de nuestra capacidad, habituándonos a resignarse con esto! De lo contrario, surgen los delitos, y los más de los crímenes; de cada mil robos uno se hará por necesidad, los demás, ¡por ambiciones incontenibles!

—¡Qué buena marcha llevamos!

—Ya ves, Lorenzo, con esta velocidad vamos doscientos o trescientos pasajeros, más o menos acaudalados... felices... de alta posición social... de gran porvenir muchos... en manos del maquinista, que actúa bajo una sola y tenaz preocupación: velar por nuestra vida. Un movimiento de despecho, de envidia ruin—si cupiera en su alma fuerte y sana,—bastaría para concluir con todos nosotros.

—¡Y con él!—interrumpió Ricardo.

—A él le bastaría con bajarse y dejar a la máquina en libertad. Seguramente iríamos a darnos cuenta al otro mundo, si no se repetía el caso de un maquinista que en esta misma vía y sabiendo que se había escapado un tren de pasajeros, lo esperó subido al depósito de agua de la estación en que se encontraba, «con licencia», y al pasar el tren se arrojó al ténder, en el que por la violencia del choque se rompió las dos piernas y así, arrastrándose penosamente, llegó hasta la palanca de la máquina, paró al tren y salvó la vida de todos los pasajeros.

—¡Lo haría pensando en la recompensa!—dijo Ricardo.

—¡Vaya un elogio!... Lo hizo porque era maquinista de ferrocarril... ¡y nada más! Con ese criterio la acción más noble y generosa resulta despreciable y lo mismo podrías pensar de otro maquinista que, al entrar con un tren rápido entre las quintas de Flores, vio un pequeño bulto en la vía, que a la distancia le pareció un perro; pero cuando estuvo casi encima, a pocos metros, vio que era una criatura, y sin tiempo material para parar la máquina pasó en dos brincos hasta el miriñaque y al llegar a la niñita, la levantó en alto con una mano, salvándola de una muerte segura.

—Ché, Lorenzo: ¿qué te parece la imaginación de Melchor?...

—¡Imaginación!... En los archivos de esta empresa están los antecedentes de estos dos casos y de muchos análogos. Si dudas, anda a preguntar.

—¡No me da tan fuerte!

—Te lo aconsejo, porque dudas; no porque me importe que no creas, desde que es verdad.

—¡Es cuando fastidia más no ser creído!

—¡Estás equivocadísimo! El que se fastidia de que no le crean, es, generalmente, el que miente. El que dice la verdad no se encona con quien no le cree; cuando más, lo compadece...

*
* *

—Por lo que se ve, Chivilcoy debe ser una de las ciudades más importantes de la provincia—dijo Ricardo.

—Así es—contestó Lorenzo,—y ha prosperado extraordinariamente.

—¿Qué población tiene?

—Cerca de treinta mil habitantes.

—¿Tanto, eh?... Y Melchor, ¿dónde está?

—Me dijo que ya venía... Aquí viene.

—Fui a hacer un telegrama—dijo Melchor, respondiendo a Ricardo.

—¿Un telegrama?... ¿a quién?

—Menos averigua Dios, y perdona... ¿Subamos?

Instalados en sus asientos y de nuevo en marcha, Ricardo no pudo reprimir su curiosidad e insistió en su pregunta:

—Y al fin, ¿a quién telegrafiaste?

—¡Qué curiosidad!

—¿Es un secreto tan grande?

—¡No, hombre!... Hice un telegrama que había prometido a Clota.

La fisonomía de Ricardo se nubló intensamente, y aun cuando las sombras de su espíritu no hubieran asomado al semblante, su repentino silencio las habría delatado.

Los tres amigos permanecieron callados un largo rato, en aparente observación del paisaje, pero, en realidad, absortos en pensamientos más o menos torcedores.

Melchor había advertido el cambio brusco producido en Ricardo, al mismo tiempo que observaba en Lorenzo uno de esos aplanamientos propios de su estado de ánimo y que tan hondamente lo preocupaban; en el espíritu de Ricardo, como en la naturaleza, las sombras se habían ennegrecido ante la luz, y la idea de aquel telegrama, de aquel mensaje de amor y de felicidad, irradiaba en su imaginación como un lampo de luz obnubilante.

Por su parte, Lorenzo pretendía meditar sobre su estado mental, luchando sin éxito con la incoherencia de sus ideas, en uno de esos curiosos estados de conciencia en que la voluntad parece desmayar a cada impulso y en que sólo se destaca nítido y claro el falso convencimiento de una enfermedad imaginaria.

Él quería pensar en las ulterioridades del viaje que realizaba, en la posibilidad de reaccionar sobre un estado enfermizo, que, en realidad, no existía; pero vagas visiones de la infancia se superponían confusamente en su imaginación y al considerarlas fijadas en su memoria, el recuerdo de sus íntimos surgía mezclado con extravagancias de carácter sociológico o con problemas de política internacional, para concluir pensando que todo su mal radicaba en el estómago, y que si pudiera respirar bien, la circulación se haría cumplidamente y su cerebro volvería a la plenitud de su perdida energía mental.

En estas situaciones Lorenzo arribaba al convencimiento de ser víctima de un mal incurable, a cuyo lento trabajo de destrucción debía asistir resignadamente «hasta que me llegue la hora de morir del todo», pensaba.

Bajo el imperio de esta obsesión había leído mucho y preguntado más, para confirmar el convencimiento de poseer en cada caso el cuadro sintomatológico de toda enfermedad, y era, entretanto, un organismo sano y preparado para vivir a base de una discreta metodización de las energías físicas e intelectuales, que había disipado con la incontinencia propia de la edad y del enorme caudal que poseía.

Melchor veía en el semblante de Lorenzo y en la vaguedad melancólica de su mirada, el reflejo de lo que pasaba por su espíritu; pero esta vez le atribulaba menos, porque el asentimiento obtenido de él para hacer el viaje que realizaban y permanecer en el campo algún tiempo, lo había considerado fundadamente como un gran paso hacia su curación, en la que estaba leal, sincera, hondamente interesado.

—¿En qué piensas?—le preguntó, golpeándole afablemente con la palma de la mano en la rodilla.

—¡Psh!... ¡En tantas cosas!...

—¿En muchas?...

—En muchas...

—¿Alegres?

—Si fuera como tú...

—¡Qué modelito! ¿eh? pues imitarlo: ¡no vayas a creer que con las personas ocurre lo que con los sombreros de señora!... ¡no!

—Precisamente, Melchor; tú eres un modelo que todos estimamos en lo que vale; pero si yo pretendiera imitarte resultaría un mamarracho.

—¡Modestia... ché... modestia! Los hombres podemos y debemos imitarnos. Yo podría ser igual a ti o a Ricardo, pero no me conviene... en cambio, ¿a ti te conviene ser como yo?... ¡pues me imitas!

—Eso equivale a poner un changador fornido frente a un ser enteco y decir a éste: ¡imítalo!... levanta los pesos que aquél...

—¡Es muy distinto, Lorenzo!... Y aun asimismo, a fuerza de ejercicio perseverante y metódico, el enteco puede llegar a imitar al changador; pero en cambio tú no me negarás que el hombre más sucio y desidioso de su persona puede reaccionar y ponerse, en una hora, a la altura del más higiénico y acicalado... ¿no es verdad?... todo es cuestión de jabón... ¡mucho jabón!... y agua en abundancia.

—¡En ese caso, es claro! pero dile a una madre que no llore la muerte de su hijo... ¡Anda! ¡dile que ría!...—dijo Ricardo.

—¡Me guardaré muy bien!

—¡Bueno, pues!—agregó Lorenzo.

—No, me guardaré muy bien, porque ello iría contra la energía moral embotada momentáneamente por el dolor y porque es necesario, dulcemente necesario llorar al hijo muerto; pero ninguna madre se ha pasado la vida llorando la muerte de un hijo... se llora durante algún tiempo... más o menos largo... pero al fin vuelve el equilibrio moral... llega la resignación... la conformidad... el hábito, te diría, y gradualmente se vuelve a la vida... se vuelve... ¡se vuelve a la risa!... ¡Esta es la verdad en toda su crudeza!

—Sí; pero ésa es la obra del tiempo.

—¡En cambio, el individuo que pierde un ojo queda tuerto para siempre!

—No sé qué me quieres decir.

—Esto: que los más grandes dolores morales, el más grande de todos: el de una madre que pierde a un hijo, es transitorio... es casi fugaz... y que cuando todo nos enseña que todo es transitorio y deleznable, la razón nos obliga a rechazar la perdurabilidad de un estado moral que nos daña... ¡y está en nosotros rechazarlo!... no sólo por nuestra salud, sino porque vivimos rodeados de otros seres a quienes no debemos acongojar constantemente con el lamento de nuestras penas; porque esto es perverso y es cobarde, y es indigno de hombres como nosotros, que hemos nacido y crecido recibiendo beneficios y cariños y energías, de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros amigos.

A medida que Melchor hablaba, dando a su voz acentos de inusitada vehemencia, Lorenzo experimentaba como un consuelo ternísimo escuchándole y deseando que continuara en su disertación, que inoculaba en su espíritu una extraña sensación de energías no sentidas. Nunca, como en aquel momento había experimentado Lorenzo y Ricardo como él, la influencia tonificante que Melchor les producía, nunca como en aquel momento y realizando aquel viaje, se les había mostrado éste tan digno de ser imitado, y nunca habían sentido más candente el rubor de la propia debilidad, puesta en alto relieve por la tenaz y vibrante prédica de Melchor, quien, advirtiendo el efecto que les producía, continuó diciendo:

—Yo no puedo pretender ofrecerme como un ejemplo de impecable discreción; pero nunca he trasmitido a nadie ni la más mínima participación en mis angustias ni en mis tristezas, que siempre han sido consecuencia de mis actos, y tengo—invocando la amistad a que apelaba Ricardo hace un rato,—el derecho de reprocharles en cuantas ocasiones se me presenten, la inercia moral que ustedes revelan, que ustedes cultivan. Así: «cultivan», como si fuera muy hermoso y muy digno entregarse a todas las apatías y contaminar a cuantos nos rodean con la baba de nuestras tristezas o de nuestras preocupaciones, en vez de levantar el espíritu, por el propio esfuerzo, y simular, si es necesario, una alegría que nos haga amables o cuando menos que no nos convierta en motivo de pena para nuestros íntimos y para cuantos tenemos que frecuentar. Tú, tú, Lorenzo, deberías vivir riendo y cantando en tu casa, donde eres mimado e idolatrado hasta todos los extremos, y donde has puesto una nota perversa de dolor infundado, desde el día en que te creíste enfermo de un mal que no existe más que en tu imaginación y que no has combatido hasta hoy en ninguna forma eficaz. Yo puedo hablarles así porque, sin tener ni más inteligencia ni siquiera la ilustración de ustedes, he cultivado la voluntad y me he aplicado a practicar los preceptos que mil veces les he repetido, y que ustedes, con más caudal que yo, pueden hacer efectivos desde el momento en que se resuelvan. Me es duro hablarles así y sufro más yo diciéndoles estas cosas que ustedes mereciéndolas; pero hemos salido de Buenos Aires dejando ustedes virtualmente una promesa, y yo me he encargado de que la cumplan contando con ustedes que al aceptar la idea de este viaje se ponían a mi servicio; es decir, al de un propósito honesto y digno, en cuya consecución el mayor beneficio será para ustedes.

—Por mi parte—le interrumpió Ricardo—no he contraído con nadie la obligación de divertirles y si mi carácter es así la culpa no es mía.

—¡Tuya, y nada más que tuya! Por lo mismo que como Lorenzo has tenido en tu casa cuanto has querido, el día en que alguien te negó algo te sentiste desgraciado. Tú eres víctima de tu propia felicidad, Ricardo. ¡Vuélvete a ella!

—¡Esas son frases, Melchor, y nada más! Porque tú, como nadie, sabes que la desgracia se ha cebado en mí.

Al oír esto, Melchor prorrumpió en una carcajada, diciendo al subrayar cada sílaba:

—...Que la desgracia se ha cebado en ti... ¡esto es divino!...

—Ríe todo lo que quieras... eso es muy cómodo.

—Pero cómo no he de reírme, Ricardo, si todas tus desgracias caben bajo un mismo rótulo que inspira risa: «¡amores contrariados!»

Y volvió a reír estrepitosamente.

—¡Yo habría de verte si Clota te dejase por otro!—dijo Ricardo calculando herir en lo más hondo.

—¡Ya está!—prorrumpió vehementemente Melchor.—¿Quieres que te diga lo que sucedería?... pues bien, escucha: primero pensaría: es mentira.

—¡Ah! ¿Y si no fuera mentira?

—Pero espérate, ¡caramba! ¡déjame hablar! Cuando me convenciera de que Clota me reemplazaba sin vuelta, ¡me daría un furor tremendo!... y ganas de matar al otro (jamás, en ningún caso, de matarme yo), y me pondría triste después, muy triste durante dos o tres... horas—espérate, no me interrumpas;—luego tomaría un coche; me iría a Palermo, vería allí un mundo de muchachas jóvenes, lindas, dispuestas todas a quererme mucho—como que esas muchachas van buscando a quien querer, ¿eh?—pero yo no les haría caso, ese día, porque estaría muy triste; regresaría a casa, y como en casa nadie tendría la culpa de que Clota me hubiese olvidado por otro, diría al entrar en casa lo que un amigo mío en circunstancias análogas: «ahora hay que reír» y entraría riéndome... mi madre conocería que mi risa era fingida; me preguntaría la causa, y como mi madre es mi madre, yo le diría: Clota me ha engañado; me mentía: se ha comprometido con otro; y en seguida no más, abrazándola, agregaría: ¡pero tú no me has mentido nunca! ¡tú me quieres siempre!... y apoyado en el cariño de mi madre y feliz con él, esperaría la llegada de...

—¿De qué?...

—¡De otra Clota más constante!—dijo Melchor riendo, y agregó:—el mundo está lleno de Clotas, ché Ricardo; convéncete.

—Eso lo dices ahora.

—Ahora y siempre, porque mi tranquilidad, mi acción en la vida y mi vida misma no pueden depender, ¡no deben depender! de la volubilidad de una muchacha ni de dos... y, por otra parte, ¿quieres nada más ridículo, nada más desairado, nada más cursi, que un hombre como nosotros, eternamente triste porque lo dejó una novia para casarse con otro con quien es «eternamente» feliz?... ¡Adonde iríamos a parar!

—Según eso, la mujer no influye en el destino del hombre.

—¡Vaya si influye!... ¡Ya lo creo!... pero la Mujer, ¿eh?... en el destino del Hombre, ¿eh?... así, en términos generales, y no una mujer especial y determinada en el destino de un hombre cualquiera; en mi destino, por ejemplo...

—¿Si pensará lo mismo tu novia?—dijo Lorenzo, sonriendo cariñosamente.

—¡Seguramente no! ¡qué gracia! Ella no tiene por qué pensar en estas cosas; pero tengo de ella una idea tal, la considero una muchacha tan discreta y tan sensata, que estoy seguro de que si yo le ocasionara una decepción, la recibiría virilmente, y no se entregaría a extremos ridículos...

Estas palabras produjeron en Ricardo, a quien iban dirigidas, una impresión tan intensa, que pretendiendo disimularla, dijo dirigiéndose a Lorenzo:

—¡Ché!... ¿Y los diarios?... ¿dónde los han puesto que no los veo?

—Están ahí arriba—respondió Melchor, señalándolos, y agregó:—¿no les parece que sería bueno almorzar?... ¡Yo siento una languidez!...

—Vamos a almorzar—repuso Lorenzo displicentemente, y se dirigieron al coche-restaurant.

*
* *

Durante el almuerzo Melchor derrochó los recursos de su espiritualidad matizando la conversación mesurada y seria de Lorenzo, a quien, como de costumbre, incitaba a la jovialidad, diciéndole más de una vez:

—No temas... come; ¡pero ríe! porque la risa es el gran digestivo; jamás la mesa llenará su función si no comprende estas tres condiciones fundamentales: buenos y abundantes alimentos; buena y abundante conversación: ¡y a cada bocado una carcajada formidable!

—¡Estás hecho un Brillant-Savarin perfeccionado!—dijo Lorenzo.

—¡Perfeccionado, ché! como que a los preceptos les sucede lo mismo que a los gringos: se perfeccionan aquí... entre nosotros... Les pasa en nuestro país lo que nos ocurría antes con nuestros cueros, que los mandábamos a Europa para que nos los devolvieran curtidos y utilizables... a nosotros nos mandan residuos cloacales y nuestra vitalidad social los depura y los devuelve—¡cuando se van!—curtidos y utilizables; pero dejando estas filosofías... ¡come!... ¿te sirvo otro «filet»?...

—No, gracias.

—¡Come! ¡no seas maula!... Acuérdate de aquel consejo: «donde vayas a comer, come mucho; si son tus amigos les darás placer; si son tus enemigos, les darás rabia».

Para estimular el apetito de sus compañeros, Melchor comía con exceso y rompía los silencios con observaciones más o menos felices, destinadas a reanudar la conversación y a disipar alguna sombra en el espíritu de sus dos amigos.

No estaba el de él desprovisto de ellas en absoluto, porque las alusiones a Clota, mezcladas al recuerdo de aquellas palabras de su madre: «dejas a tu novia», habían producido en su ánimo cierto escozor que, sin perturbarle demasiado, persistía en él como el confuso presentimiento de una amenaza.

Él, que jamás había sentido la sensación de una sospecha vulgar; él, que se había considerado siempre fuerte en la posesión espiritual de Clota; él, que había desechado resueltamente toda preocupación recelosa, experimentaba, por primera vez, una vaga, una tenuísima alucinación de inquietud...

No la habría descubierto el psicólogo más experimentado, tanto era de incipiente; no la habrían ni siquiera presentido sus compañeros de viaje: él mismo acaso no podía apreciarla en su exacta magnitud, que así es de indeciso y sutil el germen inicial en las tribulaciones del espíritu.

En situaciones tales hay, más que una sensación ponderable, un presentimiento realmente inconsciente y fugaz, como el breve relámpago precursor de una remotísima tempestad; uno de esos destellos, instantáneos y pálidos, que las grandes tormentas, en marcha, lanzan en silencio al espacio cuando aun se encuentran muy por debajo de la línea del horizonte sensible.

—¡Qué es eso?—exclamó con asombro Lorenzo, poniéndose de pie.

—¿Has oído?—dijo en el mismo tono Ricardo y casi al mismo tiempo dirigiéndose a Melchor, que intensamente pálido contestó, levantándose con violencia:

—¡Sí!... ¡es a mí!... ¿qué habrá?...

El tren acababa de entrar en la estación del Bragado, y de entre la concurrencia bastante numerosa que ocupaba el andén había salido este grito:

—¡Señor Melchor Astul!

El llamamiento se repitió hasta que, parado el convoy, descendieron los tres amigos, y Melchor, impresionado y nervioso, abriéndose paso por entre la concurrencia, respondía a los llamamientos gritando:

—¡Aquí!... ¡Aquí!...

Un mensajero del telégrafo se le acercó:

—¿Cómo se llama usted, señor?

—Melchor Astul.

—¿Tiene alguna tarjeta... o algo?

—¡Sí, hombre! ¡Sí, es él!—dijeron a dúo Lorenzo y Ricardo.

El mensajero los contempló un instante, los miró, más bien, y entregándoselo a Melchor, le dijo:

—Un telegrama para usted.

Melchor lo rompió temblorosamente y abriendo enormes sus grandes ojos azules, mientras lo espiaban anhelosos Lorenzo y Ricardo, prorrumpió con la voz ahogada por la emoción:

—De Clota... ya vengo... voy a contestarle.

—¿El recibo?... señor...—le reclamó el mensajero.

—¡Ah... es cierto! ¿Tienes lápiz, Lorenzo?

—No.

—Yo tengo—dijo Ricardo.

—Fírmale el recibo, ¿quieres?—y sacando del chaleco un montón de moneditas las dio al mensajero, diciéndole:

—Toma... para ti—y se dirigió al telégrafo, mientras Ricardo, apoyado en la pared exterior de un vagón, escribía en el recibo del telegrama de Clota, este nombre: «Melchor Astul».

Lorenzo y Ricardo volvieron a subir al coche-restaurant, en el que el mozo se ocupaba en poner en orden la mesa, cuyo mantel había sido arrastrado en parte por Melchor al levantarse.

—¿Alguna otra cosa, señores?...

—Vamos a esperar al compañero.

—¡Conforme!—respondió el mozo, dirigiéndose hacia el pequeño mostrador del fondo, con movimientos idénticos a los de un pato que camina ligero.

Después de un breve silencio, dijo Lorenzo:

—Cómo se quieren, ¿eh?...

—Y cómo tarda Melchor—respondió Ricardo, asomándose por la ventanilla.

Melchor, entretanto, contestaba al telegrama de Clota, que decía así:

«Señor Melchor Astul.—Bragado.—En el tren de las 11,20 a. m.—Y yo vivo en ti; viajo contigo, porque te has llevado mi pensamiento.—Clota.»

La contestación decía:

«Señorita Clotilde Iraola, Callao, 925. Capital.—¡Te engañas! Es que mi pensamiento se ha quedado en ti, renunciando a existir en otra forma, y soy por eso eternamente tuyo.—Melchor.»

Cuando Melchor regresó a la mesa, preguntó al sentarse:

—¿De qué hablaban?

—¡Ahora la curiosidad es tuya!—respondiole Ricardo.

—Es que a mí me interesa todo lo que ustedes hablen.

—Te ha puesto zalamero el telegrama...

—No, Ricardo; la zalamería, cuando no es ingénita, es contagiada.

—Yo no te he dicho que tú seas zalamero.

—Y como ustedes tampoco lo son, y yo no estoy más que con ustedes, quiere decir...

—Te dije que te habías puesto zalamero con el telegrama.

—¿Otra cosa, caballeros?—volvió a preguntar el mozo poniéndose la servilleta bajo el brazo y apoyándose con ambas manos en la orilla de la mesa.

—Una tortilla de yerbas... ¿qué les parece?—dijo Melchor.

—Por mí, no.

—Entonces, ¿quemada, con azúcar?

—Por mí, no—insistió Lorenzo, agregando:—Para mí, café.

—Y para mí también.

—Bueno; mozo, tráiganos café.

—¡Conforme!—repuso el mozo, alejándose.

—¡Mozo!..—gritó Melchor.

—¡Vengo!—repuso éste, alzando la voz.

—...Y cigarros.

—¡Conforme!

—Estaba pensando que hemos hecho una zoncera en quedarnos aquí.

—Efectivamente; habríamos tenido tiempo de dar una vuelta por la ciudad.

—Lo han pensado tarde, porque ahí tocan la campana—dijo Melchor, agregando:—¡Lo que se ha perdido el Bragado!...

—Lo que hemos perdido, en parte, nosotros—replicó Lorenzo;—y estoy maravillado... estoy absorto, viendo esto y pensando que hace cuarenta años, no más, que los indios salvajes llegaban hasta aquí.

—¿Aquí?... ¿al Bragado?...—preguntó Ricardo.

—Precisamente... si éste era el límite, la línea de fronteras, marcada por fortines... y hace cuarenta años, más o menos, que fue avanzado hasta el 9 de Julio, fundado entonces.

—¡Qué enormidad!

—Lo que hay de enorme—continuó Lorenzo—es el crecimiento del país... el desarrollo portentoso que ha alcanzado en tan poco tiempo... ¡y en todos los grados de la civilización!... ¡Pensar que aquí estaban las tolderías de los indios, y que hoy no hay en todo el país ni un solo indio salvaje!

—¡Y después nos quejamos!—interrumpió Melchor.

—Así es.

—¡Cómo se conoce, ¿eh? que somos hijos del país!...—insistió Melchor socarronamente.

—¿Por qué?—preguntaron Lorenzo y Ricardo.

—¿Por qué? ¡Pues por el afán de quejarnos... «sin motivo»!

—Eso se explica y constituye una fuerza social, porque revela el deseo de alcanzar un mayor grado de progreso.

—¡No, Lorenzo!... Si no me refiero a los que quieren más ferro-carriles... ni más industrias... ni mejor gobierno... no—decía Melchor, moviendo lateralmente el índice derecho, y dando a su voz particular intención,—no... me refiero a cierto caballeros, que yo conozco, y que siendo sanos, claman por salud, y que teniendo todo lo necesario para ser felices, viven con el ceño arrugado y que...

—¡Ya saliste con tu eterno tema!—le interrumpió Ricardo.

—¡Eterno!... Así continuará mientras tenga amigos muy queridos que siendo sanos se crean enfermos, y siendo felices se consideren desgraciados.

—«Todo es según el color del cristal con que se mira»—le respondió Ricardo.

—Y entonces, ¿por qué tomar un cristal ennegrecido cuando disponemos de cristales rosados?

—Tú, dispones.

—¡Convenido! ¿Y por qué no usan ustedes o no aceptan mis cristales?—insistió Melchor, riéndose cariñosamente.

—Porque este café, visto al través de cualquier cristal rosado, seguirá viéndose negro.

—Pues se toma un cristal de un rosado más subido y... ¡ya está! Yo tengo una colección de cristales en el bolsillo, y en cada caso, ¡zas! saco el que me conviene.

—¡Es una suerte!—dijo Ricardo.—Pero a mí no me sirven de gran cosa tus cristales...

—¡Qué! ¿Eres daltónico?

—Tal vez...

—¡Sí, hombre! tú y tú... ¡los dos! ¡Al fin encontré la fórmula de mi diagnóstico!... ¡Daltonismo moral!...—exclamó Melchor, riendo con toda su risa franca y contagiosa.

—¿Y usted considera, señor médico—le preguntó Lorenzo, en tono por excepción solemne y bromista al par—que nuestro «mal» sea curable?

—Lo garantizo, como dicen ahora los que se las dan de puristas, y lo garantizo porque han de saber ustedes que ustedes también tienen la colección de cristales que yo tengo.

—¿Nosotros?

—¡Sí, señor... ustedes!—y agregó ahuecando la voz:—Para el daltonismo moral, la imaginación tiene colores complementarios.

—Quizá no dices un disparate—dijo Lorenzo.

—¿Quieren una prueba?... Atiendan: un caballero insulta a otro; el insultado mira; ve una paliza en perspectiva; siente miedo, y entonces toma de su imaginación un color complementario... un color «sin vergüenza», por ejemplo, y en seguida no más «ve» que el insultador es despreciable, y... ¡lo desprecia!

—¡Está gracioso!...

—¿Otro ejemplo? ¡Nada convence tanto como la ejemplificación!... Un caballero se enamora de una mujer, y ve de repente, o poco a poco, que la mujer no lo quiere; pues toma de su imaginación el color complementario que se necesita, color... «indiferencia»... o mejor aún: color... «reciprocidad», y al instante «verá» que él tampoco la quiere—y Melchor terminó con una vibrante carcajada.

—¿Y si no se trata de un daltónico?

—¡Bah... bah... bah!... ¡No seas tan ingenuo, Ricardo! ¡Si en lo moral todos somos daltónicos! ¡Y todo el talento consiste en saber emplear los colores complementarios! Convéncete: todos somos daltónicos.

—De manera que, según tu teoría, el amor...

—¿El amor?—le interrumpió vehementemente Melchor, y riéndose al mismo tiempo que hablaba, le dijo:—¿el amor?... ¡qué gracioso!... ¿el amor?... ¡daltonismo puro!

*
* *

—Va a ser la una—dijo Lorenzo mirando su reloj,—me está dando sueño.

—Es la digestión.

—¡No, señor!—interrumpió Melchor.—No es la digestión... ¿qué sabes tú?... Si fuera la digestión, sentiría siempre el mismo sueño después de comer; ¡es el aire!... es un efecto de oxigenación... es ya la obra del ambiente puro del campo.

—Tal vez tienes razón; pero me siento como si hubiera tomado alcohol.

—Exactamente... eso es... una especie de...

—Borrachera sin vino—dijo Ricardo.

—Justamente; tal es la sensación que todo habitante de las grandes ciudades experimenta en el campo, bajo la influencia del aire puro... El organismo, acostumbrado al aire enrarecido y contaminado de la ciudad, siente las consecuencias de una oxigenación más intensa, y como el oxígeno es el elemento vital, por excelencia, llegamos a la conclusión de que estás, Lorenzo, empezando a sentirte... ¡ebrio de vida!...

—¡Si fuera así!

—¡Es así!... Yo te lo anuncié y estoy, como de costumbre, teniendo razón. Ya verás: ¡dentro de quince días tendrás que hacer un gran esfuerzo de memoria para acordarte de tus enfermedades!... Ni una sola te quedará, para tener el gusto de... ¡quejarte!

—Voy a buscar los diarios—dijo Ricardo poniéndose de pie.

—Vamos para allá—dijo Lorenzo,—ya no tenemos nada que hacer aquí.

—¡Qué!... ¿quieres seguir comiendo?...—le dijo Melchor, en broma, alcanzándole su gorra de viaje.

—¡Dios me libre!

—Ché, Ricardo, ¿y tú, no quieres tomar algo?

—¡Dios me libre!—repitió éste como un eco de Lorenzo.

—¿Conque... Dios los libre?... ¿eh?... vamos progresando.

—¡Vamos... a nuestros asientos!—contestó Ricardo al abrir la puerta del coche-restaurant, y agregó al asegurarse la gorra, que tenía puesta:—¡Cuidado con las gorras! que se ha levantado viento.

Al encontrarse nuevamente en el sitio que ocupaban, dijo Melchor:

—¿Los diarios, no?... ¿Tú querías los diarios, Ricardo?

—Sí... pero, ¿quieres creer...? A mí también me está dando sueño.

—¡Yo... me... duermo!—agregó Lorenzo.

—Pues aprovechen... ¡nada!... Recostarse y dormir, que quien duerme come.

-¿Y tú?

—Yo no tengo sueño... voy a leer los diarios.

Lorenzo y Ricardo se dispusieron a dormir un rato, acomodándose lo mejor posible en los asientos, no muy amplios, mientras Melchor sacaba los diarios que había puesto en la percha y se ubicaba en un asiento inmediato.

Antes de desdoblarlos se levantó y fue a bajar las cortinillas del sitio en que estaban sus dos amigos.

—Voy a bajarlas para que nos les incomode la luz.

—¡ Qué buena idea!

—A mí no me molesta—dijo Ricardo.

Vuelto a su asiento, Melchor tomó los diarios y quedó con ellos en la mano, contemplando el paisaje monótono y espléndido al mismo tiempo, como que ante su vista se extendía la llanura, de una horizontalidad perfecta, cubierta en toda su extensión por maizales y linares matizados a trechos con grupos de parvas secas y con los pequeños bosques de las estancias, por las que pasaba el tren como ocupando el extremo de un diámetro que girara sin cesar.

—...Aquí realizaría el ideal de mi vida—pensaba Melchor,—en la más pequeña de estas propiedades pasaría toda mi vida, reducido al trato de los míos... mis padres... mis hermanos... Clota... los hijos que tuviéramos... todos viviendo la vida sana y pura del campo... ¡Y pensar que los dueños de estas estancias sólo vienen a pasar breves temporadas en ellas cuando los arroja de la ciudad la prescripción imperiosa de la crónica social que publican los diarios!... ¡Ah!... ¡es toda una tiranía la vida moderna!... Vanidades que no tienen nombre... exigencias que no tienen ningún fin moral... Absurdas necesidades que no conducen más que a sacrificios improductivos... una desenfrenada carrera por aventajar al que va delante... ¡y el poder arrollador de ese vértigo dantesco en que todos vivimos pagando en lágrimas y en angustias y en ruindades y en bajezas nuestro tributo miserable y estéril!... ¡Y cómo al alejarnos de ese ambiente vemos la densidad de las sombras que lo envuelven!... ¡Cuántos hombres lacerados por la envidia... abrumados por el pesar de obligaciones anonadadoras y contraídas con el solo fin de pagar dos líneas de esa crónica social!... ¡Cuántas energías malogradas... y cuánto sacrificio sin provecho!... ¡Superficialidad y mentira!... ¡mentira en todo!... La mentira contumaz en la sociedad entera... porque no somos una sociedad en que se mienta más o menos... ¡somos una sociedad que miente!... Si casi no hay un sólo hogar de alguna apariencia en que no impere la mentira... Los padres simulan una capacidad económica de que carecen... los hijos fingen una educación que no tienen... ¡mienten!... las hijas gastan lujos que no han pagado... mienten... las señoras... las señoras... las señoras...

La imagen de su propia madre surgió en la imaginación de Melchor, al rumiar mentalmente las últimas palabras y después de una breve pausa, en que su espíritu quedó suspenso y absorto como ante un abismo, continuó en sus meditaciones:

—...¿Y por qué no ha de haber muchas como ella?... ¿Qué maldita forma de perversidad nos impulsa a pensar mal, dando un asidero al desconcepto, al prejuicio... a la calumnia misma... que casi nunca ofrecemos al elogio... al aplauso... Oímos decir que se juega y nos inclinamos a creer que juegan todos... sabemos que se miente y nos sentimos dispuestos a considerar mentiroso a todo el mundo... ¡pero, por qué, señor!... nos encontramos con un caso de adulterio... y... Por otra parte, siempre habrá quien mienta... quien engañe... pero la virtud no muere... ni la fidelidad... ¡porque no puede morir el afecto... porque no puede morir el amor!...

Melchor había dejado caer al suelo los diarios que tuvo en la mano y que levantó y puso sobre el asiento que tenía delante.

El tren marchaba aceleradamente bajo una larga, gruesa y horizontal columna de humo que se proyectaba al costado de la vía en una sombra sinuosa y ancha que se deslizaba chata por el suelo plano; pasaba como escurriéndose por debajo de los alambrados; trepaba por sobre las parvas inmediatas, para descender luego como un torrente; cruzaba flotante los arroyos; espantaba a los teros que parecían huir alerteando un peligro; subía por las paredes de las casas en los pueblos a que el tren llegaba y al detenerse éste en las estaciones, parecía recogerse sobre sí misma para erguirse en línea recta, como el brazo de un gladiador alzado en alto después del triunfo.

...«¿Por qué te has llevado mi pensamiento?»...—leía y releía Melchor en el telegrama de Clota, que había sacado del bolsillo para contemplarlo de nuevo como un diploma de felicidad, pensando:

—...¡Qué misterioso intercambio de ideas, de anhelos, de aspiraciones coincidentes, en esta suprema armonía de afecto que nos une!... ¡Cómo ha sabido encontrar Clota la mejor forma de decir lo que yo también pensaba... «te has llevado mi pensamiento»! ¡De qué manera se habrá sentido, acompañándome con la imaginación, que ha producido esta fórmula tan sencilla, tan exacta, tan delicada, tan honda!... «te has llevado mi pensamiento»... ¿Si ocurrirá así?... porque desde que me he separado de ella siento en mi cerebro, en mi corazón, en mi espíritu, ¡qué sé yo! algo como una voz íntima que me dice: «Clota... soy Clota... ¿ves? estoy contigo... contigo para siempre... ¡para siempre!...»

Melchor se repetía amorosamente las últimas palabras con que Clota le había despedido la noche antes, cuando con las manos fuertemente tomadas y los ojos lánguidos y firmes, puestos en los de él, le había dicho:

—Hazme telegramas, escríbeme, escríbeme todos los días, cuéntame todo lo que hagas, y cuando vayas en viaje, cuando estés lejos, piensa que... estoy contigo... contigo para siempre... ¡para siempre!

*
* *

—¿Parece que no has leído mucho?—dijo Ricardo a Melchor, asomándose por sobre el espaldar del asiento y viendo doblados los ejemplares de La Nación y La Prensa.

—En cambio parece que tú has dormido bastante—repuso Melchor, levantándose.

—No; he dormitado.

—Lo mismo que yo—dijo Lorenzo, incorporándose;—¡si no se puede dormir con el movimiento del tren!

—¿Ni cuando estuvimos cerca, de una hora parados antes de llegar a «Pehuajó»?

—¿Parados?... ¿Por qué?... No me he dado cuenta.

—¡Ni yo tampoco!

—Porque la máquina que pusieron en la estación «Guanaco» no andaba bien... ya lo había dicho el jefe...

—¿Y por qué la pusieron?

—Porque al descarrilarse la que traíamos se le rompió un eje.

—¿Dónde descarrilamos?

—¡Por lo visto han dormido, ché!

—¿Y tú le crees a Melchor?... ¡Son cuentos!

—Pero si ustedes no hubieran hecho más que dormitar los habrían rectificado.

—¡Es claro que he dormido algo!

—¿Algo?... ¡tres horitas!... ¡como una!

—¿Y qué hora es?

—Más de las cuatro; ya nos falta poco.

—En fin—dijo Lorenzo bostezando,—hemos acortado el viaje.

—Parece que hay apetito, ¿eh?

—¿Por qué, Melchor?

—Porque los bostezos delatan sueño—que no puedes tener,—o languidez de estómago que bien puedes tener porque almorzaste muy poco.

—¡Qué esperanza! He almorzado el doble de lo habitual.

—Mañana, en la posta del Paso, almorzarás el triple del doble y pasado mañana en la «Celia», el cuádruple del triple.

—Mira que eres exagerado—repuso Lorenzo riéndose.

Ricardo, que había permanecido sentado contemplando el aspecto de los plantíos, dijo, sin volver la cabeza, a Melchor que continuaba de pie:

—Ché, Melchor, alcánzame La Nación, ¿quieres?

—¿No quieres La Prensa?

—¿Por qué?—dijo Ricardo volviéndose.

—¡Porque tiene más páginas!—le contestó Melchor riendo y agregó:—¡Cuando estamos para llegar se te ocurre leer!...

—Es que no he visto los diarios hoy.

—¡Pero los has comprado!

—Creo que tú has hecho lo mismo.

—Yo he cumplido con la práctica establecida: ¡comprar los diarios y no leerlos después!

—¿Quién hace eso?

—¡Todo el mundo! ché, y la culpa la tienen los mismos diarios, y si no fíjate—dijo Melchor tomando los que tenía en el asiento y presentándoselos a Ricardo.

—No te entiendo.

—¡Que se necesita una semana para leer todo esto y ante la imposibilidad de hacerlo acaba uno por no leer más que los títulos y a veces ni eso!

—¿De modo que los diarios no sirven para nada?

—Van en ese camino, como que han pasado de la síntesis informativa a la dilución abrumadora.

—¡Es ganas de criticar!

—No hay tal y en mí menos; pero mira... 36 páginas... y... 24 páginas...

—¡No es precisión leer hasta los avisos!

—Partamos por mitad, lo que es excesivo, y tenemos 30 páginas de lectura en sólo dos diarios... ¡eh!... agrégale otro tanto por la tarde.

—Yo leo lo que me interesa.

—Yo hago otra cosa: miro todo y no leo casi nada; por otra parte, pienso que los diarios de hoy no llenan su objeto porque la volubilidad pública reclama asuntos nuevos todos los días y, así, no es posible la propaganda asidua en un propósito dado, desde que en cuanto un diario insiste en un mismo tema el público lo deja por aburrido y por «latero».

—Yo los he dejado deliberadamente para leerlos en la estancia—dijo Lorenzo.

-Pues te quedarás sin leerlos—repuso enérgica y cómicamente Melchor.

—¿Cómo así?

—¡Usted, señor D. Lorenzo, va a la «Celia» a pasear, comer y dormir!

—¿Y por qué no hemos de leer también?

—Porque yo mando. ¡Se leerá lo que yo indique y cuando yo lo disponga!

—Lo que soy yo no puedo pasarme sin leer—insistió Lorenzo.

—Leerá usted, señor... conozco las teorías modernas sobre fatiga intelectual y los medios de combatirla y los aplicaré discretamente.

—¿En qué consisten, ché?—preguntó Ricardo burlescamente.

—En esto, muy sencillo; cuando se siente fatiga intelectual por exceso de estudio hay tres medios de combatirla; primero, dejar la lectura, procedimiento moroso cuando el mal es intenso; segundo, hacer ejercicios físicos, procedimiento violento para restablecer el equilibrio de los centros nerviosos; y tercero, cambiar de lectura... leer alguna cosa sencilla... trivial... una novela, por ejemplo.

—¡Pobres novelas!...—dijo Ricardo.

—¡Estás eruditísimo!—exclamó sonriendo Lorenzo.

—¡Esto no es nada! ¡Ya verás, Lorenzo, como con sólo un chambergo de gran ala levantada te quito el... casquete neurasténico de Charcot! ¿Qué tal? ¡y a esta altura!

—¿Cómo a esta altura?

—¡A la altura de Trenque Lauquen, adonde vamos llegando... fíjate!

En ese instante se oyó un estampido formidable, como si la boca de un cañón del «Belgrano» o del «San Martín» hubiera entrado en el coche y vomitado un cañonazo:

—¡¡¡Booooletooos!!!

Cuando el jefe del tren llevó los que Melchor humildemente le entregó, el convoy llegaba a su estación terminal.

—¡Ahí está Hipólito!...—exclamó Melchor y asomándose por la ventanilla del coche que aun marchaba, le gritó:

—¡Hipólito!... ¡Hipólito!... ¡aquí!...

—¿Quién es ése, ché?

—El cochero de la estancia... ¡verán qué tipo!... toma tu valijita, Lorenzo... y para ti Ricardo, toma... ¡tú que no puedes pasarte sin los diarios!...

—¡No seas pavo!...

—¡Y cuatro!... mira: los tuyos y los míos... ¡los podrás leer duplicadamente!

Cuando descendieron del tren llegaba trotando pesadamente Hipólito, que al encontrarse con los viajeros se sacó respetuosamente su gran chambergo campero, y cuadrado—contrariendo la ordenanza militar, pues que formaba vértice con las puntas de los pies casi unidas y los talones a un geme de distancia—dijo tendiendo a Melchor su amplia mano de trabajo:

—¿Cómo va, D. Melchor?... ¿éstos son los señores?—agregó mirando a Lorenzo y Ricardo.

—Sí, Hipólito... mi amigo Lorenzo...

—Para servirlo.

—...y mi amigo Ricardo.

—Para servirlo.

—Y Baldomero, ¿no ha venido?

—Sí, D. Melchor... ahí andaba con el jefe... ¿quiere que lo hable?

—No... vamos para allá, muchachos—y volviéndose hacia Hipólito:—¿Qué tal están los caminos?

—Hay algún barro... con la lluvia: ¡qué ha llovido!...

—El maíz estará lindo, entonces.

—Así es... lindo está.

En ese momento salía al encuentro de los viajeros el gran capataz de la «Celia», Baldomero Luna, quien al ver a Melchor se dirigió hacia él diciéndole efusivamente:

—¡Cuánto bueno por acá!

—¿Qué tal, Baldomero?

—¡Ahora bien, muy bien!

—¿Qué, ha sucedido algo?—le preguntó Melchor, mirándole fijamente y conservándole tomadas ambas manos.

—¡Si viera!...

—Pero, ¿qué ha ocurrido?

—¡Que usted no estaba aquí y ahora está!

—¡Me había alarmado, caramba!

Celebrando la ocurrencia de Baldomero se repitió la presentación de los huéspedes y el grupo se dirigió hacia el gran break de la estancia que se encontraba al otro extremo del andén.

Al recorrer éste, Melchor fue objeto de las más afectuosas demostraciones:

—¡Don Melchor! ¡cuánto gusto!...

—¡Don Melchor!... ¡qué alegría!...

—¡Don Melchor!... ¿cómo le va?...

Y no pasó por el lado de alguna persona sin provocar exclamaciones análogas a las que invariablemente respondía dando la mano y con frases amables.

—¡Qué popularidad tienes aquí!—le dijo Lorenzo.

—¿Y dónde no?...—le interrumpió Baldomero,—si donde está D. Melchor está la fiesta... está la risa... ¡Si es como una gran alegría que anda paseando!

Hipólito, que marchaba respetuosamente detrás del grupo, se adelantó al llegar al extremo del andén pidiendo órdenes a Melchor:

—¿Van a dar una vuelta, D. Melchor?... ¿o van al hotel?...

—¿Qué opinan ustedes?

—Iremos a lavarnos—dijo Ricardo.

—Me parece bien—agregó Lorenzo,—es muy temprano para pasear.

—¡Perfectamente! vamos al hotel... vamos a pie... es cerca... allí, ¿ven?—dijo señalando con la mano y agregó, dirigiéndose a Hipólito:—Espéranos allá.

—Ché, Hipólito—le dijo Baldomero.—Y llévame de paso el «azulejo».

El grupo se dirigió al hotel y a poco andar le interceptó el paso un pilluelo que con la mano tendida dijo a Melchor por todo saludo:

—Don Melchor... me da «una... moneditas»?

Baldomero levantó en alto el rebenque de gruesa y ancha lonja, diciendo al pilluelo:

—¡Salí de aquí, muchacho!

*
* *

—Vea, Garona, tiene que preparar una buena comidita para don Melchor y esos mozos, ¿sabe?—decía Baldomero al dueño de casa, casa que aventajaba sin duda a la más surtida y completa de las de la misma capital, pues era hotel, tienda, ferretería, almacén, bar y... ¡botica! todo junto, bajo la conspicua dirección de su dueño, Saverio Garona, italiano gordo y bonachón que usaba alpargatas y chambergo.

—«No» pierda cuidado, don Baldomero.

—Hágales un buen asado de costillas con ensalada.

—¿De pepino?

—¿De pepinos, dice?... mejor de lechuga... y unos pollos... pero que sean gordos...

—¿Y de empezar?...

—¿Es fresca esa ternera fiambre que he visto en el mostrador?

—Fresca... fresca... fresca... es fresca...

—Bueno, eso no, amigo Garona... pero usted sabe tener tallarines...

—Hay de casualidá...

—Ya está... ¡les pone una tallarinada!—dijo Baldomero riendo bondadosamente, al dar un puntazo con el cabo del rebenque en el abultado abdomen de Garona.

—¡No sea juguetón!... y diga: ¿de postre?

—¿Qué les va a poner?

—Tengo lindo durazno en conserva.

—¡Convenido! y ponga guayaba también y... ¡ya sabe!... ¿eh?... esto es mío... no vaya a recibirle a don Melchor.

—¡«No» pierda cuidado!

Cuando Baldomero regresó a unirse con los viajeros, éstos habían terminado la operación de lavarse y de telegrafiar a las familias y se encontraban rodeados de amigos de Melchor que le acribillaban a cumplimientos y a preguntas.

—¡Caballeros!—exclamó Baldomero—los que quieran noticias pueden ir al telégrafo... estos señores vienen a divertirse y no a contar cuentos.

—Estamos muy entretenidos, conversando.

—¡Ah!... ¡don Melchor!... ya tuvo una excusa—repuso Baldomero, y agregó:—¡Este don Melchor tiene más aguante que la máquina del tren!... ¡Capaz de oírlos toda la noche!...

—¡Miren quién habla!—dijo un viejo paisano que tenía entre todos el alto prestigio de haber sido justiciero juez de paz,—cuando don Luna se agacha a conversar es cosa de pedir pieza con cama. ¡Si tiene más música que un órgano!...

—Y cuando usted habla, viejo, ¿qué hay que hacer?... ¡irse!...—dijo Baldomero riendo estrepitosamente, y agregó:—¡Vamos, don Melchor, a dar una vuelta... vamos!...

—Bueno, vamos... será hasta luego.

—Hasta cuando usted mande—contestó el viejo por todos, y agregó señalando a Baldomero con una guiñada picaresca;—Y no se olvide, don Melchor: le recomiendo que me lo atienda... al recomendao.

—¡Yo te he de dar!... viejo pícaro—dijo cariñosamente Baldomero.

—¡Disculpas!—le replicó el viejo riendo y agregó:—...Por tratarme de vos... ¡confianzudo el mocito!...

—Simpático, el viejo, ¿eh?—dijo Lorenzo al subir al break.

—¡Y diablo!—le contestó Baldomero,—él sabe darse maña para arreglar cualquier enredo dejando contento a todos.

—¿Debe ser muy viejo, no?

—¡Viejísimo! señor, si cuando yo vine aquí, al campo de los «Astules» y ¡mire que hace años! ya era viejo blanco en canas... Y don Melchor, ¿para dónde agarramos?

—¿Iremos hasta el arroyo?

—¡Queda lejos! ¿No quiere ir más bien a tomar un mate con don Casiano?... Así estos señores conocerán algo bueno... ¡Viera cómo se ha puesto la Pampita!

—¡Cómo no! ¡vamos!

—A lo de don Casiano... ¡ché, Hipólito!

Este, que se encontraba en su puesto esperando órdenes, volvió la cabeza y preguntó:

—¿Aquí a la casa?

—No, a la chacra... están en la chacra...

—¡Jiú!...—moduló Hipólito interjectivamente y los caballos partieron guiados al parecer por un cadenero mosquiador que llevaba, por lujo, un cascabel en la hociquera y ante cuyo empuje podía decirse también que «se iba ensanchando» Trenque Lauquen.

La chacra de don Casiano Contreras, situada en el límite del ejido, tenía excepcional fama en el pago y de tal modo imperaba su prestigioso atractivo que hasta los mismos caballos al dirigirse hacia ella, parecían que trotaban con más firme y decidido empuje; pero, ¿qué raro?... si era fama que los pájaros más cantores la preferían para sus nidos, que las rosas se ponían en ella más rosadas y las violetas más humildes y los sauces más llorones, y los álamos más rectos. ¡Y que hasta los malevos, cuando pasaban de largo por sus tranqueras, sentían ansias de hacerse buenos!

¡De tal modo era intensa la esplendorosa irradiación de la «Pampita»...!

—Parece que está pesado el camino—dijo Lorenzo.

—Este pedazo está feo—le contestó Baldomero,—antes sabía haber un pantano aquí; pero don Casiano lo está arreglando.

—¡Jiu!...¡ Jiú!...—repetía Hipólito sin sacar el látigo de la latigera y el break continuaba su marcha, por entre aquel gran silencio interrumpido sólo por el vibrante arpegio de algún pájaro o el sonar del cascabel cada vez que escarceaba, el cadenero.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

—Quieto, Baldomero—dijo Melchor,—deje que la abra este pueblero: a ver, Ricardo, una gauchada.

—Vaya una gran dificultad—repuso éste bajando del break y dirigiéndose a abrir la tranquera, ante la que se había detenido.

Así lo hizo; el break pasó y se detuvo nuevamente.

—¿La cierro?—preguntó Ricardo, provocando una leve sonrisa de Hipólito.

—Es mejor cerrarla, sí, señor—le contestó Baldomero al mismo tiempo que Melchor exclamaba:

—¡Qué pregunta!... ¡Chambón!...

El break entró en la chacra ascendiendo la pendiente del camino que daba acceso a la casa, en cuyo corredor estaba don Casiano que, al reconocerlo a la distancia, dijo a la Pampita:

Son los Astules... tomá el mate, hijita—y se dirigió al encuentro del carruaje, que ascendía penosamente el final empinado de la cuesta.

—¡Jiú!... ¡jiú!... ¡jiú!...

—Torcé a la derecha, Hipólito—gritó don Casiano,—¡por ahí!... ¡detrás de las casuarinas!... es más liviano.

Así lo hizo el cochero tomando el nuevo camino que se le indicaba y que acababa de trazar don Casiano, para facilitar el acceso a la casa edificada en la cumbre de una pequeña lomada.

Descendieron los paseantes y luego de efusivas demostraciones les dijo don Casiano:

—Pasen... pasen, caballeros... aquí está más fresco... tomen asiento.

—Qué hermosa chacra tiene usted, señor—dijo Lorenzo,—qué hermosos árboles.

—Sí, señor, si algo vale es por eso... tiene árboles hechos ya... la chacrita vale por vieja, señor, al revés de las personas.

—Yo he pensado siempre lo contrario, señor; los hombres jóvenes si valen es por lo que prometen para cuando sean viejos.

—Pero los viejos no prometen nada, señor, y en la vida hay que prometer siempre... para valer algo... ¡aunque después no se de nada!—contestó don Casiano, riéndose.

—Es que ellos han dado y siguen dando.

—¡Consejos!... que no se cumplen—le interrumpió a Lorenzo don Casiano, agregando:—y, ¿qué van a tomar los señores?... ¿Querrán leche recién ordeñada?... ¿o un matecito?...

—Usted estaba «mateando», don Casiano—le dijo Melchor.

—Seguiremos... si ustedes gustan—contestó levantándose y aproximándose a una ventana, en la que, alzando la voz, dijo:—Pampita, trae mate, hijita.

—Hemos venido a molestar, señor.

—¡No, señor!... ¿y por mucho tiempo?

—Es verdad pensamos pasar aquí una temporada.

—Dos o tres meses—agregó Ricardo.

—¿Tanto tiempo? Vendrán por algún quehacer.

—¡No, don Casiano!—dijo Melchor,—¿sabe por qué vienen?... míreles las caras... ¡vienen a curarse!...

—En verdad, que no parecen muy enfermos.

—Son bromas de Melchor, señor—dijo Ricardo.

—¿Bromas?... ¿A que digo «de qué» estás enfermo?... ¿Digo?

—¡Pero esta muchacha que no viene!—exclamó el viejo, más que nada por cambiar de conversación y aproximándose de nuevo a la ventana, dijo:—¡Pampita! ¿y el mate?

—¡Voy, tata!

*
* *

—¡Divina!—pensaron simultáneamente Lorenzo y Ricardo al aparecer la Pampita, a quien fueron presentados por Melchor y de quien recibieron un saludo despojado de toda afectación.

—¿Y el mate, hijita?

—Ahí lo trae el «ñato», tata—repuso ella tomando una silla y sentándose con la majestad de una reina y la sencillez de una niña.

En efecto, el mate llegó en manos del «ñato», muchacho de quince años, poseedor de una «superlativa» nariz ciranesca, que dio motivo a Lorenzo para romper el silencio de estupor que siguió a la deslumbrante aparición de la Pampita.

—Creo que estoy, señorita, en la chacra de los contrastes.

—¿Por qué, señor?—repuso ella envolviéndole en una verdadera irradiación de sus inmensos ojos verdes, circundados de largas y crespas pestañas negras.

Cuando Lorenzo se encontró con la mirada de la Pampita; cuando vio aquellos dos ojos inteligentes, apacibles, escudriñadores y profundos como jamás habría creído encontrar; cuando vio que ella le miraba, creyó que había cometido una inconveniencia, una falta, una descortesía obligándola a mover aquellos ojos y a desplegar aquellos labios...

—Me ha parecido oír el apodo del cebador de mate.

—Es verdad—repuso ella sonriendo afablemente y dejando ver unos dientes que no podían estar sin burla en otra boca, ni pertenecer sin desdoro a otra dueña; tanto eran de perfectos. Yo pensaba lo mismo que Lorenzo, señorita; estamos sin duda en la chacra de los contrastes.

—¿Lo dice usted por el «ñato»?

—Así es—le contestó Ricardo, abrumado de emoción ante aquel portento de suprema belleza, de insuperable dignidad, de extraordinario candor.

—Estaremos entonces en la chacra del contraste—dijo ella con la mayor ingenuidad.

—Entiendo que tenemos el honor de hablar con la Pampita—repuso Lorenzo acentuando esta palabra.

—No sé por qué el honor—contestó ella, estableciendo así la propiedad del apodo.

—Eso lo discutiremos después.

—Ni veo qué tenga esto que ver con esos contrastes a que ustedes se refieren.

—Lo que nosotros no vemos es la razón para llamar a usted «Pampita».

—Muy justa: ¡sí lo soy! yo he nacido aquí... en plena Pampa, y desde chica me dicen así.

—¿Sabe, Pampita, por qué le dicen todo eso?—le dijo Melchor y sin esperar la respuesta continuó:—Porque en Buenos Aires, «pampita» se entiende por «indiecita» ¡y como usted no les parece «tan india»... que digamos!

—¡Ah!—contestó ella rápidamente,—¿entonces en Buenos Aires las palabras se entienden de distinto modo que aquí?

Los tres viajeros se miraron como interrogándose sobre el alcance de aquella observación y cuando se disponían a contestarla dijo don Casiano:

—Hijita, ya que estos señores no gustan mate, ¿por qué no les muestras el jardín?... y les juntas unas florcitas, para que lleven.

—Si ustedes lo desean...

—Sí, ché, vayan—les dijo Melchor,—mientras mateamos nosotros con don Casiano.

—Por aquí—les dijo ella señalándoles un camino de paraísos y los dos amigos siguieron la indicación bajo la influencia irresistible de aquel gesto de sencilla majestad.

Sin poder evitarlo los dos pensaban lo mismo, ante aquella criatura excepcional de belleza y de cultura: ¿Cómo ha alcanzado este grado de visible educación?—se preguntaban y como para confirmar una sospecha le dijo Ricardo:

—¿Usted ha estado mucho tiempo en Buenos Aires, señorita?

—¡Pero, señor! si hubiera estado sabría el significado que allí se da a las palabras que usamos aquí.

—Bien podría, señorita, haber estado y no conocer el de todas las palabras—replicó Lorenzo ligeramente turbado.

—¿Ignoraría, señor, el de mi propio nombre?...—repuso riendo sin ofender, riendo como si supiera que toda idea de agraviar se anularía en ella por el prestigio avasallador de sus encantos, compulsados más en la expresión y la palabra ajena que en su propio espejo.

Antes de que Ricardo encontrara la fórmula de una respuesta presentable, la Pampita tuvo la amabilidad de decirle:

—¿Podría preguntar, sin indiscreción, por qué me ha hecho usted esa pregunta?

—...Porque... me parecía haberla visto allá...

—¿Cuándo?...

¡«Cuándo»! repitió para sí Lorenzo, pensando al mismo tiempo: «¡qué preguntas formula esta muchacha!...»

—Es difícil, señorita, fijar la fecha de una reminiscencia.

—Más difícil es ser franco—repuso ella entre el asombro de sus dos acompañantes.

—Yo lo soy siempre que es necesario.

—Quiere decir que en este caso no lo considera usted necesario, señor.

—¿Y en qué consistiría mi falta de franqueza, señorita?—dijo Ricardo envolviendo a Lorenzo en una mirada que parecía decir: «¡Ayúdame!», o «déjanos solos».

—¿En qué?... ¡Y usted me lo pregunta!...—dijo riendo sonoramente la Pampita.

—¡Sí!... ¡Yo!...—repuso Ricardo con la voz trémula.

—Pues en no confesar que creyó usted encontrarse con una pampita... legítima... inculta; y al oírme hablar no ha podido menos que pensar que, necesariamente, debo haber sido educada en Buenos Aires... ¡Aquí también hay, señor, quienes enseñan a leer... y hay libros... no crea!...

—¿Usted lee mucho?—le preguntó Ricardo, visiblemente confundido.

—No cambie de conversación; ¡si no hablábamos de eso! ¿no es verdad, señor?—repuso ella dirigiéndose a Lorenzo.

—Aunque no fuera así, no la desmentiría, señorita.

—¿Tampoco usted es capaz de ser franco?

—Ya ve si lo sooy; le confieso lo que haría, con toda franqueza.

—Me doy por vencida: cerremos el capítulo. Voy a juntarles unas flores.

—Acaso es tarde ya, señorita—dijo Ricardo.

—¡No!—le interrumpió vivamente ella.—¡No! Si no voy a darles o a juntarles todas las flores del jardín...

—¡Ni lo hemos podido pensar!—contestó Ricardo sonriendo y en el mismo tono.

—A mí me basta con una sola flor, señorita, que usted me dé... la que usted prefiera...

—¡Ah, señor! yo no tengo preferencias tratándose de flores; las quiero a todas igualmente.

—¿Y cuando no se trata de flores?—le dijo Ricardo, bajando un poco el tono de la voz.

—¿Y de qué?... ¿de pájaros?... ¡Me pasa lo mismo!

—¿Y si se tratara de personas?—insistió Ricardo, más subyugado cada vez por la Pampita. Exceptuando a mi padre y a mi hermana... más o menos lo mismo.

—¿No tiene usted más familia?—intercedió Lorenzo.

—Sí, señor; pero parientes lejanos; mi madre y mis otros hermanos murieron hace mucho tiempo... mi hermana se casó hace cuatro años... vive allá... ve... derecho a ese rosal... ¡Ah!—agregó repentinamente dirigiéndose a la planta,—vean qué dos pimpollos tan lindos, ¿eh?—y cortándolos volvió con ellos al camino diciendo al separarlos—pues estaban en un mismo gajo: uno para usted... y otro para usted...

—Mil gracias—dijo Ricardo.

—Un millón de gracias—dijo Lorenzo.

—Usted es más generoso: ¡un millón!

—Más derrochador, habrá querido decir usted, señorita—dijo Ricardo.

—¿Por qué?...

—Porque las ofrece a quien parece haberlas monopolizado todas...

—¡Qué gracioso... o qué amable, más bien! ¿no le parece?

—Como usted quiera.

—Si yo no quiero...

—¿A nadie?

—Ya le he dicho: a mi padre.

—¿Y a nadie más?

—¡Qué curiosidad! A nadie más...

—¿Será eso posible?

—Tan posible, que así es.

—Feliz de quien pueda compartir tanto afecto.

—Me parece que los llaman—dijo la Pampita, parándose, y poniendo atención, agregó:—Sí, los llaman... es don Baldomero, ¿volvamos?

Por el mismo camino marchaba hacia ellos Baldomero, que al aproximarse exclamó:

—Me parece, señores, que les ha gustado... la chacra, ¿no?

—Ya viene usted con sus locuras.

—¿Locuras?... Y te parece locura, hijita, entusiasmarse hasta perder los estribos, viendo...—y la señalaba a ella con la mano extendida—esta preciosura de... chacra.

—Estábamos realmente embelesados recorriendo este jardín—dijo Lorenzo.

—Puede ser, señor; pero se me hace que no han de haber mirado mucho las plantas; ¿qué decís vos, hijita?... Yo la trato a ésta así porque la he tenido en mis faldas... ¡pero hace quince años! ¿eh?—dijo Baldomero riéndose.

—¿Y ya se van?—preguntó la Pampita dirigiéndose a Baldomero...

—¡Avisa!...—le dijo éste, parándose y contemplándola fijamente.

—Déjese de zonceras. ¡Cuándo tendrá juicio!

—¡Es lo que te recomiendo siempre!... ¡pero no lo necesita!... ¡No saben ustedes lo que vale esta prenda!

—¡Cállese, le digo!

Don Casiano, que con Melchor llegaba a reunirse con el grupo de la Pampita, dijo a ésta:

—¿Y ésas son las flores que les has juntado?

—No quisieron más, tata.

—¡Gran cosa!

—Es suficiente, señor.

—Apurémonos—dijo Melchor—que la noche se viene.

Así lo hicieron, y al llegar al break se cambiaron efusivas expresiones de amistad y promesas de repetir la visita, mientras Lorenzo y Ricardo sentían una verdadera fascinación ejercida por aquella Pampita de veinte años, que había resultado querer sólo a su padre...

Momentos después de partir el break, la Pampita percibía claramente el repiqueteo del cascabel del cadenero y las voces de Hipólito:

—¡Jiú!... ¡jiú!... ¡jiú!...

*
* *

Si Lorenzo y Ricardo habían salido hondamente entusiasmados con la visita a la «Pampita», ésta, había quedado más impresionada que en otros casos, ante la presencia de aquellos dos buenos mozos, gallardos y cultos.

Ella sabía bien cuánto influía en los hombres que la trataban; pero en aquella circunstancia se acrecía su mujeril satisfacción por la calidad visible de los visitantes y por la distinción social que la sola amistad con Melchor significaba.

No podía condensar en un pensamiento definido la vaga sensación que experimentaba; pero en su espíritu sentía como una contrariedad porque no se hubiera prolongado más la breve visita de los viajeros...

De pie en el corredor del poniente, contemplaba el cielo encapotado, en cuyo horizonte se cernía limitada por una línea casi recta, una inconmensurable nube oscura sobre la faja de luz roja que parecía el ruedo flotante del manto del sol, en marcha triunfal hacia otros hemisferios.

Aquella línea que fijaba nítidamente un límite visible entre la sombra y la luz, cruzaba por la imaginación de la «Pampita» como un símbolo.

—¿Si sucederá lo mismo en la vida?—pensaba.—¿Si habrá también en nuestra existencia una línea como esa que estoy viendo por primera vez? Una línea así... que marque la transición de un estado a otro... entre dos maneras de ser... entre dos formas de vivir... ¿Y de qué lado de esa línea misteriosa estaré yo?... ¿Viviré en la sombra, esperando la zona de luz?... ¿o estaré en ésta y me espera la otra?...

—Pampita, ¿y no comemos?—le preguntó don Casiano, interrumpiendo aquel soliloquio, cuya causa podía estar y no estar en la casual línea de luz del horizonte.

—Sí, tata; ya mandé sacar—repuso, dirigiéndose hacia el comedor, seguida de su padre.

Camino del pueblo iba, entretanto, el break a largo trote, hablándose en él del tema obligado: la «Pampita».

—¡Si yo les dije que conocerían algo bueno!—decía Baldomero.

—Como belleza física—decía Lorenzo,—yo no he visto nada que se le parezca.

—¡Y qué culta!... ¡qué educada!...—repetía Ricardo.

—Bueno—decía Baldomero,—el viejo ha gastado un platal en esta muchacha, con buenas maestras... de francés... y de piano...

—¡Toca, el piano?...

—¡Sabe francés?...

—¡A la, perfección, señor! ¡Si cada que hay una fiesta es la primera!—repuso Baldomero, agregando:—¡Y miren que la cortejan!... ¡Pero, señor!... ¡De aquí y de todas partes!... ¡Pero nada!... ¡Yo no sé qué demonios de ideas le han metido en la cabeza a esta muchacha que no quiere saber nada con «nadies»!... Así me ha sabido decir muchas veces: «¡No me hable, Baldomero! ¡Yo no puedo pensar en «nadies» más que en tata!»... ¡Fíjense!... ¡Y tan muchacha que es!... ¡Y tan linda!... ¡Porque miren que como linda, es linda!... ¿No?...

—¿Y usted la ha festejado?—le preguntó Ricardo.

—¡Atiéndamelo, don Melchor!... ¡Señor! ¡Si tengo hijos mozos!—contestó riendo Baldomero, y agregó:—No, señor... Si la «Pampita» es como hija mía... sólo que alguna vez he sentido ganas de hacer gancho... ¿sabe?... ¡porque ha tenido buenos partidos!... mozos bien... de posición... y el viejo se puede morir... Bueno que ella tiene la hermana;—continuaba Baldomero atendido por Lorenzo y Ricardo, vivamente interesados en aquella relación,—¡y está bien casada!... con un hombre... decente... y trabajador... siempre tendrá ese refugio, ¿no le parece, don Melchor?

—Así es, Baldomero.

—¡Siga!—dijeron a dúo Ricardo y Lorenzo.

—¡Vean los señores!...—exclamó Baldomero.

—...¡Si Mandinga no duerme!... ¿Mire que viniera a suceder!... ¿Y cuál sería?...

—Nada de eso—replicó Lorenzo,—me interesa, naturalmente, el caso de una niña, tan excepcional como ésta.

—¡Así se empieza!...—respondió Baldomero, riéndose, y agregó:—¿Pero ya llegamos y sabe que el mate me anda retozando entre las tripas?...

En la puerta del hotel esperaba Garona, cuya silueta se proyectaba en la acera a favor del farol colgado en el zaguán, como la de una bordalesa que tuviese encima una fuente enorme; de tal modo eran anchas las alas de su chambergo criollo.

Descendieron los paseantes y al entrar al hotel, dirigiéndose al comedor, don Saverio se aproximó a Baldomero y le dijo al oído:

—El asado se pasó un poquito, ¡vea!

—¿Por qué no lo retiró, amigo?

—¡Eh, qué quiere!... ¿Sabe?... es tarde...

—¿Qué dice?—preguntó Melchor a Baldomero.

—El hombre está afligido porque nos hemos demorado.

—Ganaremos tiempo comiendo ligero—contestó Melchor al sentarse a la mesa.

El comedor estaba lleno de parroquianos de todas las trazas, que observaban prolijamente a los recién llegados y, a no interponerse entre unos y otros la figura amable de Melchor y la respetada de Baldomero, habrían pasado un mal rato los dos viajeros, pues cuando Ricardo se puso la servilleta en el cuello como un babero, bajo su cara afeitada, dijo un paisano que estaba cerca:

—¡Parece un «flaire» que va a decir misa!...

Baldomero alcanzó a oír la pulla y levantándose fue hacia quien la había lanzado y le dijo:

—Vea, Martín: estos señores están conmigo, ¿entiende?

—¿Y yo qué hago?

—No le digo más—respondió Baldomero, disponiéndose a volver a su asiento; pero al hacerlo oyó que el paisano decía como en un rezongo:

—...¡Tá lindo... no va a poder hablar uno!...

—¡A rebencazos te voy a tapar la jeta!—le dijo en voz baja Baldomero, como para evitar ser oído por los demás.

—¡Cualquier día!—respondió el paisano tomando disimuladamente un botellón que tenía delante.

—¡Soltá eso!... ¡Si no estuviera con estos señores!—repuso Baldomero en voz aún más baja.

—¡Cuando quiera, no más!

—¡La facha!...—dijo Baldomero, volviendo a su asiento y dando por terminado el incidente que no había pasado inadvertido en el comedor más que para sus compañeros de mesa.

—¿En qué andaba?—le preguntó Melchor.

—Un encargue... que no me han cumplido—contestó como contrariado, para explicar así la ligera emoción que le embargaba. Pero en ese momento, Lorenzo, que ocupaba un asiento frente al hombre con quien Baldomero había estado, vio que aquél, hablando con el compañero, se besaba sin ruido el pulgar y el índice de la derecha en cruz.

Don Saverio en persona y en homenaje a Melchor, servía la mesa, sobre la que puso, para empezar, una verdadera montaña de tallarines al jugo.

—Yo también me siento con apetito—dijo Ricardo dirigiéndose a Baldomero y aludiendo a las palabras de éste en el break.

—Es la mejor salsa, señor—repuso y agregó mirando a Lorenzo:—¿y usted, señor, se siente con disposición?

—No mucha.

—«L'appetit vient en mangeant»—dijo Melchor, mientras levantaba en toda la extensión de sus brazos los tenedores con que pretendía sacar de la fuente los kilométricos tallarines.

—¿Qué vino gustan tomar?—preguntó Baldomero, haciendo una verdadera gambeta a la sentencia de Melchor.

—Gracias, tomo agua—dijo Lorenzo.

—Y yo también.

—Para mí cualquiera.—dijo Ricardo.

—¿Pero cómo?—insistió Baldomero,—¿van a comer sin vino?

—Sin vino y con poca agua—repuso Melchor,—con la menos posible.

—¡Qué! ¿Que el agua les hace mal?

—Comiendo, sí, como a cualquiera, Baldomero.

—¡Hoy nos vamos a enfermar todos, entonces—exclamó Baldomero, riéndose.—¿No sienten?... Está lloviendo...

—Llueve efectivamente, ¡qué chasco!—dijo Ricardo.

—No, Baldomero, esa agua no enferma a nadie; pero fíjese usted que es tan observador insistió Melchor,—que ningún animal come y bebe al mismo tiempo. El único es el hombre; los demás animales comen cuando tienen hambre y beben cuando tienen sed.

—¿Sabe que es cierto?...

—La observación no es mía... la he leído... no sé dónde... y la sigo...

—Yo también—dijo Ricardo,—por eso no como con agua...

—¡Pero te encharcas con vino! ¡vaya una gracia!—repuso Lorenzo.

La comida siguió sin nuevos incidentes hasta el preciso momento en que don Saverio ponía sobre la mesa un fuentón de duraznos en almíbar y una gran caja de guayaba, cuando apareció por la puerta el «ñato», con una preciosa canasta en la mano y parándose junto a Melchor, le dijo:

—Aquí le manda el patrón estos duraznos y dice que son de la chacra, para que convide a sus amigos y que muchos recuerdos.

¡El breve y gracioso moño de cinta celeste que cerraba la canasta no estaba, no podía estar hecho por don Casiano!...

*
* *

Al llegar el día, Melchor estaba de pie, habiendo abandonado la cama con especial cuidado de no interrumpir el sueño de sus dos compañeros, hasta que llegase el momento de partir.

Hipólito tenía listo el break y Baldomero tomaba mate en compañía de Garona, que hecho a las costumbres criollas, había aprendido a «hacer roncar un cimarrón»—según la gráfica frase con que se da a entender que se ha sorbido hasta la última gota del mate.

La lluvia de la noche, bien que breve, había hecho descender la temperatura y del suelo húmedo se alzaba un vaho saturado de emanaciones olorosas, que daban particular densidad a la atmósfera. Podía decirse que el aire estaba «gordo» y así se veía a la distancia denso y violáceo como una tenue niebla invernal en pleno estío.

El sol soslayaba la tierra con rayos tibios, como el suave calor de un incendio que se inicia; pero que anunciaban para más tarde la alta temperatura propia de la estación y de un día sin nubes que la aplacaran.

Comprendiéndolo así, Baldomero contestó al saludo de Melchor, que elogiaba la mañana, diciéndole:

—Ahora está lindo; pero «hoy va a cantar la chicharra», ¿y esos hombres?...

—Duermen todavía; no he querido despertarlos, para que descansen un poco más.

—¿Tomará un mate, don Melchor? ¿o prefiere café?

—No, mate. ¿Es dulce?

—¡Verdad que usted toma dulce! Vea, Garona, haga cebar dulce también.

Garona llamó a una muchacha de servicio y minutos después Melchor tomaba su mate.

—¿Y los equipajes, Baldomero?

—Ya van en viaje. El carro salió hará dos horas.

—¡Pero vea usted!—dijo Melchor contemplando bondadosamente a Garona.—¡Cómo se aclimatan estos gringos!... ¡Quién había de decirle, don Saverio, que iba usted a tomar mate en su vida?

—¡Qué quiere!... aquí aprendemos de todo... y quién sabe si hay alguno que toma más mate «de» yo—contestó enfáticamente Garona, que hacía gala de su capacidad de bocoy, considerando que el verdadero mérito de «un buen gaucho» se revela por el número de mates que pueda tomar y no por calidades de otro orden.

—Cuando sea hora de salir, avise, Baldomero, para despertarlos.

—Cuando quiera, estamos listos.

—Bueno, don Saverio, haga llevar al cuarto café con leche, pan y manteca, bien servido, ¿eh?—y con el mate en la mano se dirigió al dormitorio de sus compañeros, a quienes dijo:

—¡Muchachos!... ¡Aquí está la Pampita!

—¡El qué?—exclamó Ricardo, irguiéndose rápidamente en la cama, al mismo tiempo que Lorenzo se incorporaba también.

—Que ya es de día...—contestó Melchor.

—Pero, ¿qué fue lo que dijiste?

—¡Nada!... que es hora de levantarse...

—¡Juraría que te había oído nombrar a la Pampita!

—¡Estás soñando!

—Yo sí que he soñado con ella—dijo Lorenzo,—¡y qué linda estaba!... Habíamos salido a caballo... los dos... por un camino largo... ¡muy largo!

—¡Que te parecería corto!—le interrumpió Melchor, agregando:—Bueno, levántense... ya les van a traer desayuno—y como en ese momento apareciera un sirviente llevándolo, le dijo:—Entre, ché, póngalo aquí... en esta mesa—y volviéndose a Lorenzo y Ricardo:—les voy a servir yo... ¿cuántos terrones?...

—¿Y por qué no nos dan mate?

—Es mejor café con leche; el mate produce acidez al estómago cuando no se está acostumbrado a tomarlo como desayuno..

—¿Y tú lo estás?...

—No; pero a mí no me hace nada.

—Si... por darte corte con esta gente... toma café con leche... no seas pavo—le dijo Ricardo.

—Contesta... ¡macaneador!... ¿cuántos terrones?...

—Para mí, tres—dijo Lorenzo.

—Para mí... cinco.

—¡Y querías tomar mate amargo!...

—¿Quién desea un cimarrón?—preguntó Baldomero, parándose en la puerta, y agregó:—Buenos días, señores.

—Buenos días—contestaron;—pase adelante.

—¿Han descansado?

—Hemos dormido perfectamente.

—¡Pero han soñado mucho!—dijo Melchor, riendo, mientras servía el desayuno.

—Si... ¿no? ¿y con quién?

—Son pavadas de éste—repuso Ricardo.

—¿Pavadas?... ¿Y el galope que ha pegado Lorenzo con la Pampita?...

—¿Cómo es eso?... ¡Señor!... ¡Cuente!—exclamó Baldomero.

—¡Cosas de Melchor, amigo!

—Tú me lo has dicho recién.

—Es que soñé realmente con que paseaba con ella a caballo.

—¡No decía yo!... ¡Si se me hace que vamos a andar mal!—dijo Baldomero, agregando:—¡Vaya que ella también haya soñado!...

—Sería interesante—dijo Melchor—saber con quién...

—¡Así es!—repuso Baldomero.

—Se le podría preguntar...—dijo Ricardo sonriendo.

—¿Y si resultase que era con Lorenzo?

—¡Mejor para él!

—¿Y si era contigo?

—Peor para él y mejor para mí.

—¡Qué! ¿Que ya se la están disputando?...—dijo Baldomero, y agregó:—Si quieren podemos dar una vueltita por la chacra antes de ir para la estancia.

Ante esta proposición quedaron un instante perplejos Lorenzo y Ricardo, que sentían vehementes deseos de aceptarla; pero éste se limitó a preguntar:

—¿Queda de camino?

—Eso es lo de menos; los caballos son guapos... y así de paso dejaban la canastita que la veo aquí... ¡pero sin el moño!...

—Y sin los duraznos—repuso Ricardo.

—Los duraznos los comimos anoche—intercedió Melchor,—pero yo no me he comido el moño.

—¡Ni yo!

—¡Ni yo tampoco!

—Yo sé decir—dijo Baldomero,—que anoche cuando la puse aquí lo tenía.

—Se lo habrán comido los ratones—dijo Ricardo.

—¡Eso ha de ser!—dijo irónicamente Baldomero, agregando:—¡Miren que no haber caído en la cuenta!

—A propósito, Baldomero, ¿quiere pedir la cuenta a Garona?

—Me dijo que la pagarían a la vuelta, don Melchor...

—¿Cómo a la vuelta?...

—Así me dijo... ¡y es tan porfiado el gringo!...

—¡Son cosas suyas!...

—¿Mías?... De Garona, querrá decirme... ¿y no les parece que es hora de ir saliendo?...

Los tres amigos se dirigieron al break que tenía en el pescante una gran canasta con las provisiones para el almuerzo, y subieron en él después de despedirse amablemente de cuantos encontraron al paso y de recomendar a Garona que hiciera llegar en seguida la canastita a don Casiano.

—¿Y usted, don Baldomero, no sube?—preguntó Lorenzo viendo que se disponía a cerrar la portezuela del break.

—Los voy a acompañar a caballo.

—¿Hasta la estancia?

—El azulejo es capaz de ir de un galope hasta Buenos Aires.

Al partir el break a todo trote, Baldomero se puso al costado, galopando con toda la bizarría del gaucho legendario, mientras su flete dejaba ver, al levantar los remos y al mirar hacia adelante, con sus ojos vivos, que éstos no alcanzaban a divisar distancia que lo cansase.

No habían andado dos leguas, cuando Baldomero exclamó:

—Pará, ché Hipólito; aquel hombre viene queriendo alcanzarnos.

En efecto, era un peón de Garona, que al llegar próximo al break y antes de que su caballo se detuviera del todo, se arrojó de él, bajándole la rienda, y dirigiéndose a Melchor le dijo:

—Aquí le traía estos telegramas.

Melchor los tomó y leyendo ávidamente la dirección de cada uno los repartió diciendo:

—Este es para mí; señor Lorenzo Praga; señor Ricardo Merrick; éste también es para mí.

—De mamá, que están todos buenos—dijo Lorenzo.

—Lo mismo en casa—agregó Ricardo.

—Por casa también, sin novedad; el otro es de Clota.

Ricardo dio vuelta la cabeza y se puso a mirar hacia adelante, mientras Hipólito preguntaba:

—¿Vamos?...

—¡Vamos!...

—¡Jiú!... ¡jiú!...

*
* *

El sol al frente de los viajeros hizo exclamar a Ricardo:

—Empieza a hacerse sentir el calor.

—¿Quieres cambiar de asiento?—le dijo Melchor.—Aquí, Hipólito, ataja algo; te di ese lugar para que fueras viendo con más comodidad.

—No, si es lo mismo.

—¡Mira que aquí hay una sombrita!—insistió Melchor encogiéndose tras del cochero.

—No, voy bien; es que hace calor, no más.

—¿No quieres para atajarte del sol... un diario?...—le dijo Melchor irónicamente.

—Y a propósito, ¿los traes?

—¡Todos!....

Baldomero que oyó hablar de diarios, aproximó su caballo hasta poner una mano sobre el guardabarro lateral del break y preguntó:

—¿Hablan de algo los diarios?

—En la estancia le van a contestar, Baldomero, porque todavía no los han leído...—repuso Melchor riéndose, y agregó:—Pero los compraron.

Baldomero sonriéndose, separó el azulejo y con la mano de nuevo sobre el muslo derecho continuó galopando con insuperable gallardía.

El viento movía blandamente el ala de su chambergo y levantaba leves nubecillas de polvo que los cascos del azulejo removían aún de entre el césped, de tal modo era enérgica la fuerza con que los golpeaba.

El panorama parecía indicar el límite de la superficie habitada, no sólo porque las perspectivas del paisaje mostraban cada vez más raleadas las poblaciones y más pequeños los detalles vistos a la distancia, sino porque los ruidos, que llegaban al oído de los viajeros, eran extraños y tristes, casi agoreros, y hasta el vuelo pausado y oblicuo de los caranchos tenía el ritmo de una cadencia funeral.

Las haciendas se alzaban perezosamente, entumecidas por el reposo de la noche y el terneraje lanzaba en tonos quejumbrosos gritos que parecían lamentos de agonizante, mientras al paso del break huían las vaquillonas y los pequeños novillos, haciendo cabriolas que tenían todo el dengue de mohines de burla, como si se los inspirase aquel grupo de viajeros que en procura de salud moral marchaban aceleradamente hacia regiones de inacabables melancolías.

A ratos surgía, repentino y en gradación descendente, el trino glutinante de alguna perdiz que huía a refugiarse en su mimetismo; los teros saludaban a la distancia, lanzando su estridente grito y mientras los tordos, los cardenales y los chingolos se paseaban por el lomo de las vacas, las lechuzas parecían encogerse de hombros indiferentes o despreciativas, al levantar el vuelo de poste a poste, a medida que el break avanzaba en su camino.

Separados por potreros que parecían dilatadísimos, veíanse los bosques de las estancias disminuidos por las lejanías, hasta sugerir la idea de pequeños montecillos, y así lo hizo notar Ricardo:

—¿Por qué tienen tan pocos árboles junto a las casas, Baldomero?

—¡No crea, señor, si son arboledas grandes!... Mire allá... ¿ve?... derecho a aquella punta de hacienda... bueno... ése es campo de los «Unzueces»... que tienen árboles por lujo...

—¿Y no parece, eh?

—Que queda lejos... pero el bosque es grande...

Siguió un silencio prolongado, durante el cual Melchor sintió cien veces impulsos de sacar del bolsillo el telegrama de Clota, pero se abstuvo temeroso de provocar preguntas que no deseaba satisfacer. Ningún detalle del camino escapaba a la curiosa observación de Lorenzo y de Ricardo, que en más de un caso prefirieron ignorar la causa o la naturaleza de lo que veían, antes de revelar ante Hipólito la impericia campera que lógicamente padecían...

—¡Viste!...—se limitaban a preguntarse recíprocamente al ver cruzar una liebre o al ver aparecer en la puerta de su cueva algún vizcachón valetudinario.

En las postas del camino cambiaron caballos que Hipólito conocía hasta en sus detalles más íntimos y sin tropiezos llegaron a la del «Paso», donde debían almorzar y sestear, según lo anunciado por Melchor.

—¿Sabe que hemos andado ligero, Baldomero?

—¿Qué hora tiene, don Melchor?

—Las diez menos cuarto.

—¡Verdá! que hemos andado pronto... bueno que estos caballos son de ley.

—El que es de ley es el cochero—dijo Lorenzo,—y no le hacen justicia.

—Y con caminos pesados—agregó Ricardo.

—Algo... sí, señor... al salir del pueblo...; pero después, no... por aquí está casi seco... es que hemos tenido caballos guapos...

—¡Buenos días, don Melchor! ¡Cuánto gusto!—exclamó palmoteando la dueña de casa.

—¡Cómo está, doña Ramona!

—¡Para servirlo!... «entre adentro» que está fuerte el sol... pasen, señores.

—¿Y Anastasio?

—Anda por el campo, señor... y ¡miren que han venido temprano!... pero, ¿a qué hora salieron, don Baldomero?

—No me fijé, amiga... serían las cinco.

—¡Si cuando este muchacho me dijo que venía el breque... ¡qué le iba a creer!... Siempre saben llegar al mediodía.

—Realmente, Ramona: hemos venido como chasque.

—¡Como chasque! Don Melchor... ¿y la familia quedó buena?

—Todos buenos, gracias.

—Pero siéntense, señores, que están parados... y entrá esa canasta, muchacho... Anastasio no ha de tardar... ¿le cebo un mate, don Melchor?...

—¿Mate?... Creo que mis compañeros quieren algo más sólido... ¿qué tal, Lorenzo?...

—Venimos a tus órdenes.

—¡Eso quiere decir que hay apetito!... ¿No te decía yo?...—y agregó, alzando la voz:—¡Baldomero!

—¡A la orden, don Melchor!

—...aquí hay gente curiosa por ver lo que ha traído en la canasta.

—¡Ni sé lo que haya puesto Garona!... Vaya sacando, amiga. ¿Quiere?... Yo ya vengo—dijo desde la puerta Baldomero, teniendo del cabestro su azulejo al que le había sacado el cojinillo.

Mientras se disponía la mesa bajo la enramada del poniente, los tres amigos salieron a «estirar las piernas» por las inmediaciones.

—¿Por qué no llevan la escopeta? Don Melchor... puede que encuentren algo...

—No, Baldomero... las armas las carga el diablo... y estas vacas son ajenas...

—¡Lo dirás por ti; porque yo—replicó Ricardo en tono de broma,—donde pongo el ojo pongo la bala!

—¡El de mejor puntería!...

—No soy tan certero como tú...—contestó intencionadamente Ricardo, creyendo ver una alusión que no existía por cierto en la frase amistosa de Melchor. Comprendiéndolo, éste le dijo:

—Te he dado una broma, sin intención... pero ya que lo entiendes así... veremos si le aciertas a la Pampita.

—Parece que la Pampita te preocupa a ti más que a nosotros... Se lo podríamos telegrafiar a Clota... ¿qué te parece?

—Viniendo de ti tiene que parecerme bien.

—¡Oíganle!...

—Ché, Melchor; pero qué vida pasará aquí esta gente, ¿eh?

—¡Te parece, Lorenzo! Viven muy contentos y muy sanos.

—Yo creo que me moriría aquí antes de una semana.

—En ti me lo explico perfectamente.

—¿Por qué te lo explicas?

—Porque aquí no vienen diarios todos los días...

—No seas pavo—repuso cariñosamente Lorenzo; y la jira continuó sin alejarse mucho de las casas, hasta que Baldomero les gritó:

—¡Cuando gusten!

Al sentarse a la mesa apareció Anastasio, cuya fisonomía impresionó vivamente a Lorenzo y a Ricardo que en una rápida mirada se cambiaron la misma impresión: ¡qué traza!

En la expresión de Anastasio observaron, instantáneamente, un detalle extraordinario: ¡reía sin risa!

Toda su cara, en lo muscular, respondía a la intención de su dueño: los labios se tendían abiertamente dejando ver una dentadura ennegrecida y sólida; las comisuras de los párpados se contraían aumentando los surcos radiales que partían de ellas; los pómulos se levantaban, las arrugas de la frente disminuían... pero los ojos permanecían impávidos y fijos. Casi podía decirse que al reír su envoltura corpórea, el alma quedaba indiferente y seria.

Inspiraba lástima y miedo.

Saludó con breves palabras, con monosílabos casi, y fue la única persona que no hizo a Melchor los agasajos que todos. Cuando éste le invitó a participar del almuerzo rechazó el ofrecimiento con actitudes que lo mismo parecían de recelo que de timidez.

—Gracias... Ya churrasquié...

—¿Dónde?... viejo...—preguntó asombrada Ramona, sin obtener contestación.

—Arrímese, Anastasio—insistió Baldomero,—mire que vale más llegar a tiempo que andar rondando un año.

—Así... dicen...—contestó Anastasio, sin moverse de su sitio y castigando al suelo con la punta de su lonja.

Terminado el almuerzo, se dispuso la siesta bajo la caliginosidad creciente de un día de fuego y poco después de las 4 la caravana continuó su marcha en línea recta, a la «Celia».

Durante esta jornada se habló de Anastasio especialmente, pues habían quedado Lorenzo y Ricardo impresionados con él.

Melchor y Baldomero les referían la breve historia de aquel hombre desgraciado, especie de «Don Alvaro» del desierto, a quien la fatalidad le había puesto más de una vez en la boca del trabuco o en la punta del cuchillo el corazón de las personas a quienes más quiso en la vida.

Peleando en una pulpería una noche había muerto a su hermano, confundiéndolo con su adversario, en medio de un entrevero; tiempo después llegaba tarde de la noche a su rancho, y viendo un hombre junto a la puerta, simuló pasar de largo por el camino, para sorprender mejor; descendió del caballo y agazapándose entre las cicutas se dirigió hacia aquel hombre que iba a robarle su felicidad; los perros no se sentían...

Anastasio llegó hasta cerca de la puerta y oyó estas palabras, dichas entre dientes como en un rezongo:

—Abrí, te digo, soy yo.

La puerta se abrió y un relámpago de celos precedió a un relámpago de fuego: Anastasio había descargado su formidable trabuco sobre un salteador y sobre su mujercita inocente, matando a los dos.

—¿Y hace mucho tiempo?—preguntó Ricardo.

—¿Qué hará?... irá para tres años... ¿no, don Melchor?

—Por ahí, Baldomero; yo no me acuerdo bien.

—Pero él se acuerda bien—moduló Ricardo como hablando consigo mismo;—él se acuerda... ¡pobre hombre!... se ve que sufre una pena sin consuelo...

—¿Y doña Ramona?... Ché, Ricardo—le interrumpió Melchor, repitiéndole al golpearle cariñosamente el muslo y mirándole fijo en sus ojos como para subrayar la intención de la frase:—¿Y doña Ramona?... ¿No es un consuelo?...

*
* *

Iba cayendo la tarde... El sol parecía hundirse entre montañas de nubes que él mismo pintaba con diversos tonos entre estallidos rectos de rayos rojos.

Por el lado del naciente se veían como apoyados al suelo en el límite del horizonte espesos y multiformes cúmulos parduscos sobre los cuales brillaba Júpiter parpadeante y sólo en la infinita limpidez del cielo.

Largas hileras de haciendas mugientes regresaban de los jagüeles, con el aspecto de trabajadores que volviesen de pesadas tareas; las majadas se agrupaban como para solidarizarse ante la amenaza de peligros nocturnales, y mientras un lechuzón permanecía temblequeando fijo en un punto del espacio, pasaba cabizbajo a raudo trote un perro flaco y desvalido, con rumbo a las casas...

Había en toda la amplitud del paisaje notas de aurora y tonos de indefinibles melancolías crepusculares...

El break había transpuesto la última tranquera y realizaba la más breve de las etapas entre la prolija observación del ganado, cuyos ejemplares lo seguían con la vista, como reconociéndolo.

—Ya estamos, muchachos: aquéllas son las casas.

—¡Qué hermoso me parece todo esto!—exclamó Ricardo, ocultando quizá su pensamiento íntimo.

—Y a mí... ¡qué triste!

—Déjate de ver cosas tristes, Lorenzo, y piensa que al franquear aquella tranquera hemos hecho honda y firme la resolución de aquel amigo, que les referí ayer: «¡Ahora, hay que reírse!»

—Trataremos de reírnos.

—¡Y lo haremos en grande!... ¡Yo ya me vengo riendo de pensar en las consecuencias de los primeros galopes!... ¿Tú has andado muy poco a caballo, Ricardo?

—¡No he andado en mi vida!

—Le daremos un caballito manso—dijo Baldomero, que en ese momento se había aproximado al break;—el malacara de la niña Lola... ése es como ir en coche...

—¿Será como ése?...

—¡Ah... no, señor!... cosa muy diferente... el malacara es de paseo...

—¡Yo vengo asombrado de la resistencia de su caballo!

—Y véalo, don Ricardo... ¡mire!... ¡viene «tironeando»!... como al salir...

Envanecido por los elogios al azulejo, Baldomero le hizo una «aflojadita», en momentos que llegaban a la casa, y fue a detenerse bajo los ombúes de la caballeriza, gritando:

—¡Qué hacen que no llaman estos perros?... ¡fuera! ¡Nemo!... ¡fuera! ¡Bachicha!...

Los viajeros descendieron del coche, y entre saludos a la gente que les esperaba se dirigieron a la casa por un caminito del jardín, guiados por Melchor, que al entrar en las piezas les decía:

—¡La sala... ya ven... hasta piano!... para ti, Ricardo, que eres tan aficionado... Sigan... éste es el escritorio del viejo...—y alzando la voz gritó:—¡Baldomero!... haga traer luz; sigan, muchachos: el cuarto de mamá... estos dos son de las muchachas... éste no hay que presentarlo: ¿qué les parece?...

—¡Qué hermosura de comedor!...

—Ahora vengan por aquí... miren... un cuarto de baño...

—¡Espléndido!

—Mi cuarto..... y éstos que siguen... ¿ven?... para huéspedes... otro cuarto de baño... y todo con ventanas al corredor.

—¡Es una gran casa!

—De cuartos grandes no más, ché; pero es cómoda. Ahora, nos bañaremos, si les parece, y comeremos en seguida.... Mañana recorremos lo demás.

—¡Sí, ché, a bañarnos!

—Vea, José—dijo Melchor, dirigiéndose al sirviente de la estancia que les acompañaba con una lámpara en la mano,—ponga todo en los baños, prontito, y encienda las luces.

—Sí, señor.

—Oiga, José... ¿dónde ha puesto los equipajes?

—Lo suyo está en su cuarto; los otros los pusimos en la pieza grande.

—No; tráigalos al cuarto al lado del mío... así los tenemos más a la mano... ¿quieren que vayamos para allá?

—¿Para dónde?

—A sentarnos al frente mientras preparan el baño.

—Bueno.

Sentados en el corredor contemplaban los viajeros la llegada de la noche y comentaban las incidencias del viaje, cuando de pronto dijo Ricardo con una espontaneidad que asombró gratamente a Melchor:

—¡Voy a probar el piano! ¿No estará cerrado?

—Ha de tener la llave puesta, si no avisa—y volviéndose a Lorenzo:—¡y qué bien toca Ricardo, eh?...

—¡Hum!—hizo Lorenzo bajo la presión de una angustia intensísima que crecía en su espíritu con el avance de la noche.

De la sala salía el tenue resplandor de una lámpara a media luz; en los árboles del jardín gorjeaban a intervalos pajaritos que parecían buscarse mutuamente entre las tinieblas del follaje; a lo lejos se oían balidos aislados, y sentados en silencio Lorenzo y Melchor, viendo por entre las plantas el resplandor distante de la cocina, escuchaban las primeras notas con que Ricardo estimulaba su memoria.

—¿Qué vas a tocar?

—No sé, ché, Melchor... estoy pensando.

—¡Toca el pericón nacional!... que es de circunstancias.

—No lo sé...

—¿Y los tristes argentinos... que son tan lindos?

—Tampoco... de memoria no los recuerdo.

—¡Bueno! toca lo que te dé la gana.

—El quinto nocturno...

Y Ricardo atacó con exquisita delicadeza la bellísima melodía de Chopín, cuyos acordes ponían en el ambiente una nota de intensa y honda melancolía.

—¡Qué es eso! Lorenzo, por Dios—exclamó de pronto Melchor, poniéndose angustiosamente de pie y acercándose a su amigo, que había ocultado la cabeza en el brazo derecho puesto sobre el respaldar de la silla y lloraba a sollozos, mientras Ricardo continuaba tocando en el piano el 5.º nocturno de Chopín.

—¡Qué es eso?... ¡Caramba!... ¿Qué tienes?...—repetía Melchor, inclinado cariñosamente sobre el cuerpo de Lorenzo.

—¡No sé!...—repuso éste, poniéndose de pie y reclinándose lánguidamente en el pecho de Melchor,—no sé... hace rato... ¡tengo una opresión...! que no oiga Ricardo...

—Ven... ven conmigo... por aquí—y abrazados como dos hermanos que se consuelan, como dos amantes que se idolatran, siguieron por un camino del jardín hasta una pequeña glorieta en uno de cuyos bancos se sentaron, oyendo claras y nítidas las sugerentes notas del nocturno.

—¡Cuánto te incomodo!...

—No, Lorenzo, tú no puedes incomodarme jamás... ¿pero qué tienes?...

—...¡No sé!... aquí... no sé qué tengo... ¡ganas de llorar!

—Llora... así... llora no más... eso te hará bien...

Lorenzo lloraba a sollozos, recostada la cabeza en el hombro de Melchor, de cuyos ojos caían silenciosas lágrimas sobre el cabello de su amigo...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

—...Bueno... ¡ya pasó...! ¡Cuánto te incomodo!...

—¡Al contrario!... acabas de darme un alegrón...

—¿Esto más?... ¡eres un santo, Melchor!

—¡Pues un alegrón! porque este llanto tuyo implica la crisis más franca en tu estado puramente moral... con esas lágrimas sé ha volcado bajo la presión ambiente, toda la enfermedad nerviosa de que padecías...

—Ahora siento un gran alivio.

—¡Es que ya estás curado!... ¿Vamos?... Te has pasado acumulando lágrimas engendradas por preocupaciones ridículas, mientras tu organismo se viciaba por influencia de esas mismas preocupaciones, y libre de ellas, han bastado unas cuantas horas y un poco de aire puro y de nuevas perspectivas para que tu organismo se revolucione y arroje de sí al déspota que lo esclavizaba... y que ha salido... ¡llorando!... ché... así son los tiranos...

—¡Eres un santo, Melchor!

—...lloran en cuanto no pueden seguir tiranizando... ¿te has fijado?... ahora ya estás libre... ¿ves?... ya estás sano.

—¡Tú eres capaz de curarme!

—...ya puedes decir, en legítima posesión de ti mismo: «¡Ahora hay que reír!»

—Sí, ¡pero no vayas a reírte de mí!

—¡Ni tú de mí, ¿eh? porque desde ahora todo te va a dar risa!

En ese momento llegaban al corredor, en el que, asomado por la puerta de la sala y haciendo visera con la mano, decía Ricardo:

—¿Se han quedado dormidos?...

—No, sería ofensivo—le contestó Melchor al subir al corredor,—porque con mala música no se puede dormir, según la célebre anécdota.

—¿Y de dónde vienen?

—Nos alejamos un poco para oírte mejor.

—No es cierto; yo debo decirte ahora la verdad, Ricardo; ¿a qué engañarte?... ya no hay objeto: ¡he llorado como un tonto!

—¿Has llorado?... ¿Por qué...?

—¡Qué sé yo!... Ese nocturno me hizo llorar.

—La tesis de Tolstoy en la Sonata de Kreutzer... ya ves si hay músicas que no deben tocarse así no más.

—Pero a Lorenzo le ha hecho bien; ya está curado.

—¿Cómo así?...

—Sí, Ricardo—repuso Lorenzo sonriéndose.—¡Ahora hay que reírse!

*
* *

—¿Y Baldomero no viene a comer con nosotros?—preguntó Ricardo al sentarse a la mesa.

—Come con su familia.

—¿Por qué no lo invitas, Melchor? ¡Es tan entretenido!

—Son las nueve pasadas; ya ha comido, seguramente.

—¿Vendrá a tomar el café con nosotros?

—Hágale decir, José, a Baldomero, que venga, a tomar el café.

—Aquí está Baldomero, don Melchor; ¿para qué me necesita?—dijo tomándose en alto con ambas manos de los barrotes de la ventana que daba al corredor.

—¿Ya tomó café, Baldomero?

—¿De desayuno?... todavía no, don Ricardo contestó Baldomero festejando su propia ocurrencia.

—¡Qué! ¿Es tan tarde?...

—¡No, señor!... luego va a ser más tarde...

—Aquí es necesario estar muy advertido, Ricardo—dijo Melchor,—porque aquí... el que no corre...

—¡Dispara, don Melchor!—dijo Baldomero completando picarescamente la frase y dirigiéndose a entrar al comedor.

—Parece que hay apetito, señores.

—Es verdad, Baldomero... hasta yo estoy comiendo con gusto.

—¿Qué sabe no tener ganas, don Lorenzo?

—Pocas, generalmente... pero hoy tengo... es el aire del campo.

—¡Quién sabe, señor!... Mire que en el pueblo es el mismo aire y puede que alguien no tenga ganas... ¡de comer!

—No habría de ser por culpa mía.

—No digo tanto, don Lorenzo... es un decir, no más... ¿no le parece, don Ricardo?...

—¿De qué hablaban?...

—¡Cuerpeador, el señor!...

—No, Baldomero; es que estoy ocupado con esta costilla y no atendía... por sacarle...

—¿Quieres más asado?...

—Ya que te empeñas...

—¡Mire que se ha hecho de rogar, don Ricardo! ¿y no le hará mal comer sin ganas?...

—¿Sabe, Baldomero—interrumpió Lorenzo,—que estoy preocupado con una cosa?

—Usted dirá, señor.

—¿Qué le dijo a usted ayer ese hombre con quien habló, cuando estábamos comiendo?

—¡Zonceras, señor!... que no valen la pena.

—Pero usted estaba enojado, ¿no es verdad?

—Tanto no, señor.

—¡Sí! Usted parecía enojado y cuando usted volvió a sentarse con nosotros vi que él se besaba la señal de la cruz y hablaba en voz baja con el compañero, como profiriendo una amenaza.

—¡Para que usted lo viera, don Lorenzo! ¿Qué quiere que haga ese laucha?

—Era Martín, ¿no, Baldomero?

—Él era, don Melchor. ¡Fíjese!...

—No hay enemigo pequeño, Baldomero.

—¡Cuando hay enemigo, don Lorenzo! Pero Martín no es hombre para pararse.

—El que tiene aspecto de bravo es Anastasio, ¿no?—dijo Ricardo.

—¿Ese?... ése es bravo con doña Ramona...

—¿Es posible?—preguntó Lorenzo.

—¡Le da una vida!... bueno que él se ha juntado por la necesidad no más.

—Y ella parece una mujer excelente.

—Así es; sí, señor, ¡buenaza!... y no digamos que sea mala cosa... porque aunque le ande cerca a los cuarenta...

—Realmente—dijo Ricardo,—es más bien buena moza... ¡y ha de haber sido linda!

—¿Anastasio la castiga, Baldomero?—preguntó como dudando Melchor.

—¡Si veinte veces la ha echado del rancho!... pero, ¿a dónde va a ir la infeliz?

—¿Por qué no la trae al campo, Baldomero?... Aquí habría trabajo que darle... en el puesto de las aves... o para lavar.

—Para eso sí... nunca estaría de más.

—Debes realizar esa obra buena; pobre infeliz—dijo Lorenzo.

—Mañana mismo nos vamos de un galope hasta el «Paso», ¿qué les parece? y le hablo—respondió Melchor, que de pocos estímulos necesitaba, para lanzarse en empresas de esa clase.

—¿Y piensa traerla, don Melchor?

—Traerla, no; pero ofrecerle que se venga cuando quiera... es un crimen dejar a una mujer como ésa en semejante condición.

—Harás perfectamente.

—¿Y por qué no completa la obra, don Melchor?

—¿Cómo?...

—«Corriéndose» hasta el pueblo... y trayendo «alguien»... que sepa tocar el piano... para que lo acompañe a don Ricardo...

—¿Y a quién podría traer?—preguntó éste, ¿o hay pianistas que se «alquilen»?

—De eso no sé... yo conozco poco en el pueblo... ¿sabe quién le puede informar? es don Casiano...

—Lo que es por mí se pueden ahorrar el trabajo, porque también, tratándose de tocar el piano, puedo aplicarme aquello de que «el buey suelto bien se lame».

—¡Más mejor se lamen dos, don Ricardo!—dijo Baldomero coreado por las carcajadas de todos.

—Así será... pero «solo» nací—replicó Ricardo siguiendo la broma,—«solo» me como esta humita y «solo» toco el piano.

—¡No vaya a hablar solo también; no sea el diablo que lo tomen por loco...!

—¿Y usted cree, Baldomero, que no hay más locos que los que hablan solos?...

—¡Qué voy a creer, señor!... ¡si hay locos de toda laya!... locos de hambre... esos que hay ahora que les dicen locos de verano... ¡Si hasta hay locos por... la Pampita!.....

—Eso de los locos de hambre, ¿lo ha dicho por mí?...

—No, señor; eso, no... coma no más tranquilo...

—¡Qué Baldomero éste... es la piel de Judas!

—¡No me la vaya a quitar, don Ricardo, que no tengo otra...!

—Y a todo esto—dijo Lorenzo,—¿qué programa tenemos para mañana?

—Si se animan iremos hasta lo de Anastasio.

—¿A caballo, Melchor?

—¡Claro está!

—¿No es muy lejos para un «debut»?

—¡No, hombre! Yendo en buenos caballos y despacio...

—Yo preferiría que nos ensayáramos de a poco.

—Vayan ustedes en el break; yo iré a caballo.

—¡Eso es! Y así podremos alternar... un poco en tu caballo... y otro en coche.

—Si quieren—dijo Baldomero—hay caballos muy mansos y de lindo andar... bueno, que para ir hasta lo de Anastasio es lejos, agregó recapacitando.

—¡Y usted hablaba de «corrernos» hasta el pueblo!

—¡Es diferente, don Ricardo!... una cosa es ir a un encargue y otra es ir... pongo por caso, a visitar la «Pampita».

—Realmente, valdría la pena—dijo Lorenzo,—conque yo que nunca me he fijado en muchacha alguna he quedado fuertemente impresionado con ésta.

—¡Ya ves! Tú que decías que no encontrarías mujer a tu gusto, te estás sintiendo tiernito ahora; ha sido necesario venir a estos mundos para encontrarla.

—Ya me estás casando, Melchor.

—No digo tanto; pero tu declaración de ahora, y tu pesadilla de anoche dejan pensar que este viaje puede resultar de grandes... enseñanzas.

—Por lo pronto hemos recogido una—dijo Ricardo,—que va contra tus ideas.

—¿Cuál?...

—¡El caso de Anastasio! Ahí tienes un hombre víctima inconsolable de un dolor moral.

—¿Vas a ponerme como ejemplo un ser inferior, inculto, torpe, aislado de la sociedad en un medio que basta y sobra para llevar a la misantropía? ¡No, pues! Si Anastasio fuera de la condición que nosotros y tuviera el capital intelectual de que nosotros disponemos y viviera en pleno Buenos Aires, había de encontrar en su propio espíritu y en las influencias circundantes, los estímulos necesarios para triunfar de su dolor por muy hondo que sea y que yo respeto en él, porque es él; porque vive casi solo y a solas constantemente con sus recuerdos atribuladores; pero que no respetaría ni en mí mismo puesto en la situación en que estoy, felizmente.

—¡Sabe que ha hablado lindo, don Melchor!—exclamó Baldomero.

—Yo censuro—continuó diciendo vehementemente Melchor—a los que acarician cualquier congoja como afanosos por conservarla el mayor tiempo posible; yo anatematizo a los que se entregan con fruición a todas las desesperaciones de cualquier dolor moral por intenso que sea, y en vez de tirarlo al último rincón lo pasean en los labios como esos pordioseros que van mostrando una llaga para excitar la caridad pública; yo me refiero a los cobardes que se rinden sin luchar por no darse el trabajo de esgrimir las armas qué tienen a la mano.

Lorenzo y Ricardo escuchaban a Melchor como reos ante una acusación irreducible, mientras Baldomero pensaba que su presencia era inconveniente en aquel momento, en que comprendía instintivamente que Melchor desempeñaba una función trascendental.

—Bueno, don Melchor, voy a dejarlos.

—¿Ya se va, Baldomero? ¿no quiere una copita de coñac?

—Gracias, don Melchor, no tomo.

—¡Tome! Yo también voy a tomar para festejar la venida de ustedes.

—¿Vas a tomar coñac, Melchor?—le dijo Lorenzo con visible extrañeza.

—¡Qué me va a hacer!... ¡una copita a la salud de ustedes... y de Clota!... ¡agua... ché... me he abrasado!...

—¡Para qué tomaste!

—Bueno, don Melchor, yo voy a retirarme; ¿le digo entonces a Hipólito que ate?

—Sí, que ate, y que me ensillen el zaino.

—¿Para qué hora piensan salir?

—Yo voy a ir a despertarlo.

—Será, señor, si no hace un paseo más largo...

—¿Qué paseo?

—El galope con la «Pampita»...

—La «Pampita»... la «Pampita»...—repetían Lorenzo y Ricardo.

*
* *

En el momento en que Lorenzo abría la puerta para salir al corredor, llegaba Baldomero con el mate en la mano.

—¡Vaya, don Lorenzo, así me gusta!

—Ya ve: lavado y listo.

—¿Y los compañeros?

—Ricardo se está vistiendo; pero Melchor duerme todavía.

—¿Duerme todavía?... Sabe que es raro.

—Lo he despertado dos veces y se ha vuelto a dormir.

—Y... ¿se anima a ir a caballo?

—Hasta el «Paso»... es demasiado.

—Están ensillando caballos para ustedes; yo mandé ensillar el malacara de la niña Lola para don Ricardo, que le había prometido, y para usted un overito de la nena, que es una malva. ¿No quiere un mate?...

—¿Dulce?

—¿Usted también toma dulce?... le daremos con azúcar. ¿Vamos para allá?...

—Bueno, ¿y no me desconocerán los perros?

—Son mansos, no tenga reparo.

A la tenuísima vislumbre de un amanecer apacible siguieron la estrecha senda del jardín que daba acceso a las caballerizas, en las que a favor de un farol pequeño y sucio el caballerizo ensillaba los caballos que un muchacho rasqueteaba previamente.

En el boj que bordeaba el camino, tropezaba Lorenzo a cada paso, al mismo tiempo que esquivaba, al tacto, las guías con flores que los rosales parecían tenderle como para brindarle las galas de sus productos.

Al presentarse en el sitio en que se rasqueteaban y ensillaban los caballos, éstos resoplaron vibrantemente en forma que Lorenzo quiso entender como una burla, casi como si fueran carcajadas caballunas, como si hubieran sido capaces de pensar al verle: ¡Y éste es el que va a montarnos!... mientras los perros le contemplaban a cierta distancia sin que faltara alguno más confiado que se llegase a helarle las pantorrillas con el soplido explorador de su hocico.

Bajo el alero de la caballeriza tubaban palomas con tonos de dianas distantes y el «errás-errás» de la rasqueta era apagado a veces por el repentino aleteo de alguna gallina madrugadora que se descolgaba al suelo y daba luego una pequeña carrerita cacareando a grito herido, como si hubiera realizado una hazaña prodigiosa.

Las vacas tamberas se aproximaban solas a sus palenques desoyendo los reclamos temblorosos de sus crías embozaladas y mientras todo despertaba a la tarea diurna en aquel breve trecho, cruzaba el espacio una bandada de patos laguneros, rumbo a la luz, dejando caer desde lo alto gritos que parecían decir como el del cuervo de Poé: «¡ja... más!... ¡ja... más!...»

El día avanzaba poniendo tintes amarillentos en las aristas de las cosas haciéndolas surgir de entre la brumosidad ambiente y uno de los detalles de aquel cuadro campestre que más llamó la atención de Lorenzo, fue un perrazo bayo que se alzó de pronto sobre sus cuatro patas rígidas, levantó la cola, recta como una espada, arqueó graciosamente su cuerpo y lanzó un gran bostezo para echarse de nuevo lamiéndose los labios como si lo paladeara...

—Aquí está su overo, don Lorenzo, quítele lo desparejo...

—¿Es un poco chico, no?

—¿Cuándo ha visto licor en jarro de agua?...

—¡Lo he visto en botellas!

—¡Pero no en pipas! Si vamos a eso. ¡Este es un caballito... mire!... ¡qué usted verá!...

—¿Y aquél?

—¡Ese es el crédito de don Melchor! ¡Yo no sé qué le encuentra a ese caballo!... ¡Porque si es el andar, no vale gran cosa... ni siquiera sabe armarse... estrellero! ¡como el sólo! y hasta algo mosquiador... en fin: es un gusto.

—¿Y qué quiere decir estrellero?

—Que va con la cabeza así... ¿ve?... y el cogote por lo consiguiente—dijo Baldomero estirando el brazo y la mano hacia adelante.

—¿Y no tienen algún caballo de «sobrepaso»?—preguntó Lorenzo por compensar en algo la ignorancia evidenciada.

—Hay un petizo. ¡Fíjese!... ¿Quiere verlo?—y volviéndose al muchacho que rasqueteaba al malacara dijo:

—Ché, Juancito, echá el «Risueño»...

—Está en el potrero de las coloradas.

—¿Desde cuándo?

—Afloja una mano—respondió el muchacho como si contestara a la pregunta.

—¿Y se llama «Risueño» el petizo?—preguntó sonriendo Lorenzo.

—¿Sabe por qué le pusieron?... porque cuando siente el freno, que se lo van a poner en la boca, sabe levantar el labio, que parece que se estuviera riendo.

—¡Ahí viene Ricardo!... ¡Qué toilette tan larga!

—No, es que me quedé hablando con Melchor; buenos días, Baldomero.

—¿Cómo pasó la noche, don Ricardo?

—He dormido muy bien... ¡qué linda mañana! ¿eh?

—¿Y Melchor?

—Me ha costado un triunfo despertarlo. Dice que tiene más pereza que vergüenza.

—¡Y él sabe ser madrugador!... Estará cansado... o puede que tenga un atraso de sueño.

—Voy a verlo, ya vuelvo, espérame aquí con Baldomero.

Por la ventana del dormitorio vio Lorenzo al subir al corredor, que Melchor estaba sentado en el borde de la cama con las manos sobre los muslos en actitud de profundo ensimismamiento; pero en el mismo instante en que le golpeó el vidrio, Melchor le miró sonriendo como si hubiera estado pensando en cosas alegres.

Lorenzo penetró en el dormitorio, ligeramente preocupado con la actitud en que había sorprendido a Melchor, y le dijo:

—¿No te sientes bien?

—¿Yo?... ¡Perfectamente!... ¿Por qué?

—Me dijo Ricardo que estabas sin muchas ganas de levantarte.

—¡Cosas de Ricardo! ¡Tenía un poco de sueño y nada más!... en un periquete me visto e iremos a dar un galope; espérate.

Lorenzo se aproximó a la ventana, por la que se veía gran parte del jardín, la casa de Baldomero a la izquierda y al fondo las caballerizas rodeadas de corpulentos y seculares ombúes.

En la parte posterior de la casa continuaba el jardín hasta el punto en que empezaba el monte de frutales y era de tal modo vibrante y compacto, si puede decirse, casi aturdidor, el cantar matinal de los pájaros, que hizo exclamar a Lorenzo:

—Parece una pajarera esta casa.

—¿Has visto?... ¡Cuánto pájaro! ¿eh? Es que aquí no se les persigue y, al contrario, cuando están las muchachas les echan montones de alpiste y de maíz de guinea por todas partes.

—¡Qué lindo es eso!

—Aquí todo es lindo, ché, hay que convencerse, y si no fuera que la estancia queda tan lejos de Buenos Aires, yo me vendría a vivir a ella para siempre.

—¿Y qué te lo impide?... Al fin tu empleo no te da gran cosa.

—No; si yo lo conservo por ocuparme en algo y porque es de porvenir; pero no sería justo que la condenase a Clota a este aislamiento... ¿Por mí? Si yo me dejase llevar de mi tendencia no me movía más de aquí.

—¡Te parece!... al mes saldrías volando para la ciudad... Nosotros no hemos nacido para la vida embrutecedora del campo... para esta soledad... este aislamiento...

—Todo tiene sus encantos y sus compensaciones, Lorenzo. Aquí hay soledad; pero hay salud; hay aislamiento pero no hay decepciones.

—¿Y de qué decepciones puedes quejarte tú?

—¡Bah!... Es que yo disimulo; pero si tú supieras cuántos me han frecuentado asiduamente, cuando yo no tenía más tarea que atenderles y distraerles y se me han retirado en cuanto me vieron ocupado o preocupado.

—¡Eso me parece muy natural!

—¡Ah!... ¡Sí!... «¡muy natural!» Llevarme tribulaciones, angustias, conflictos de todo género, para que yo los consolase o los arreglara y el día que me tocaba quejarme a mí, encontrarme solo entre las cuatro paredes de mi cuarto.

—¡Pero tú no puedes decir eso, Melchor! ¡Tú menos que nadie!

—¡Bah!... Con excepción de Ricardo y de ti, ¿dime? ¿cuáles son mis amigos ahora?

—¡Pero los de siempre, Melchor! Es claro que te frecuentan menos por tus visitas a Clota... y porque, al fin y al cabo, tú también has cambiado... ya no eres tan chacotón ni tan conversador como antes.

—¡Yo no he cambiado!—le interrumpió Melchor con cierta vehemencia, suspendiendo la tarea de anudarse la corbata.—¡Son ellos los que me habrán hecho cambiar!... Los que supieron aprovecharme siempre que me necesitaron, y para sacarme el cuerpo el día que pude necesitar de ellos: ¡porque todos son así!...

—¡Son ganas de quejarte!

—¡Bueno! Así será, no hablemos más de esto; mira qué monada esa ratoncita... ¡allí!... ¿La ves?... bajo aquel clavel...

—¿Sabes cuál es su nombre técnico?

—¡Qué voy a saber!

—Troglodita.

—¡Eso querría ser yo!...

En ese momento se presentó en la puerta del cuarto Juancito, el pequeño peón de la caballeriza, y dijo:

—Buen día, don Melchor... ¿que si no van a ir?

*
* *

—¡Qué barbaridad! ¡Ya no puedo tomar más!—dijo Ricardo poniendo en el suelo un vaso con un poco de leche.

—Ni yo tampoco: he tomado demasiada.

—A mí sáqueme otro vaso, Águeda.

—¡Será a la vaca, niño Melchor!—contestó la vieja que ordeñaba, riendo de su propia ocurrencia y procurando cubrir con sus labios plegados de arrugas el solo diente que le quedaba en la boca, largo y amarillento, como hueso de bagual en una zanja.

—¡Vea!... ¡Doña Águeda mojando también!

—¡No se descuide, don Baldomero, que cuando llueve se mojan todos!—replicó la vieja disponiéndose a ordeñar, al sentarse en cuclillas al pie de una vaca negra que rumiaba tranquilamente, mientras movía, sin éxito, el tronco de su cola atada en la punta a sus propios garrones.

—Yo he tenido que desayunarme con leche—dijo Lorenzo,—cansado de esperar un mate dulce que me ofrecieron...

—¡Pero, si usted se fue a conversar con don Melchor!...

—Le digo por broma, Baldomero; si yo prefiero la leche.

—¿Y al fin?... ¿Nos vamos a pasar aquí la mañana?

—¡Cuando quieran!... ¿Van a ir a caballo?—preguntó Melchor.

—Si hemos de ir hasta lo de Anastasio, prefiero el coche.

—No, Lorenzo, iremos otro día; vamos a dar una vuelta por el campo, no más.

—Entonces nos ensayaremos... ¿qué te parece, Ricardo?

—¡Convenido!... ¡a caballo!

—¿Y eso?... ¿No decía, don Melchor, que iba a ir hoy para hablar a doña Ramona?...

—Iremos mañana, Baldomero, u otro día... Cuando estén más acostumbrados al caballo, ¿no le parece?...

—Como usted mande... ¿y no sería bueno consultarle primero al patrón?

—No hay necesidad; al viejo le parece bien todo lo que yo hago, y tratándose de una cosa así, más.

Al tomar los caballos, dijo Ricardo:

—¡Baldomero!... ¡bajo su responsabilidad!

—Monte sin cuidado, señor. ¡Si el malacara es una dama!

Efectivamente, ni el malacara de Ricardo, ni el overo de Lorenzo parecieron darse por entendidos de la carga que tenían, pues quedaron inmóviles en el mismo sitio, sin dar señales de vida.

Los dos jinetes sentían la honda emoción de una expectativa trascendental, temerosos de las consecuencias de una repentina resolución de los nobles brutos, y abrumados también por la actitud de intensa curiosidad con que eran observados por Baldomero, Hipólito, José, Águeda, el caballerizo, Juancito, los perros, las vacas y hasta las palomas que sobre los tirantes del techo inclinaban sus cabecitas como para mirarlos mejor.

—¿Vamos?...—dijo Melchor, correctamente montado en su zaino.

—Bue...e...no—Contestó Ricardo, pensando:—¡Aquí va a pasar algo!

Casi al pensamiento de Melchor respondió el zaino avanzando, con su cabeza levantada como si explorase el horizonte; el malacara, por instinto, que no por resolución de su jinete, lo siguió; viendo el overo que sus compañeros se iban, no quiso quedarse solo y en un ex abrupto mortificante, salió al trotecito.

Lorenzo creyó, en el primer instante, que se había desbocado; pero no perdió su serenidad hasta el extremo de no oír que Baldomero le decía:

—Que se divierta.

A favor de la marcha del overo pudo ponerse pronto al lado de Melchor, a quien le preguntó, sin volver la cabeza por temor de perder el equilibrio que a duras penas había podido conservar:

—¿Por qué... me... habrá... dicho... Baldomero... que... me... divierta?...

—¡Qué encuentras de raro en eso?

—¿Yo?... nada...—repuso Lorenzo que empezaba a sudar; y agregó:—no... vayamos... tan... ligero...

—Sujeta, si te incomoda el trote.

Obedeció Lorenzo tan estrictamente, que el overo se paró.

—¿Qué te pasa?... ¿Por qué te paras?...

—«Él»... se paró.

—¡Sigue... hombre!...

El «hombre» no siguió; siguió el caballo, reanudando su irritante trotecito a favor del cual los pantalones de Lorenzo se acortaban aceleradamente.

Ricardo había tomado posesión del malacara descubriendo en él una condición salvadora: era íntimo amigo del zaino... ¡inseparable! y resolvió no contrariar en lo más mínimo el noble afecto del noble bruto. De esta suerte, a través del zaino y de Ricardo, Melchor gobernaba al malacara, convertido por discreta resolución de su jinete en la sombra del compañero de pesebre, cuyos movimientos seguía con absoluta libertad.

—Tu... caballo... sí... que... es... bueno...—dijo Lorenzo a quien el zangoloteo a que el suyo lo obligaba le impedía emitir más de tres sílabas seguidas.

—Tiene muy buen tranco, realmente.—contestó Ricardo;—pero el tuyo es más bonito.

—¿Quieres... cambiar?...

—No; voy bien, en éste.

—Lolita hace lo que quiere en ese caballo—dijo Melchor.

—¡Quién fuera Lolita!—pensó Ricardo.

—¡Quién podrá hacerlo con este monstruo!—pensó Lorenzo.

—Lo que despuntemos este alambrado, podremos galopar.

—¿Para... qué?... Melchor... no... tenemos... apuro...

Melchor, que había notado las angustias inmotivadas de Lorenzo, prorrumpió en una carcajada, diciéndole:

—¡Vienes temiéndole a ese caballo en el que la nena hace lo que quiere!

—La... nena... ella... sabe... andar.

—¡Pero si cualquiera sabe andar en ese caballo!

—Es... que... yo... no... lo... conozco—repuso Lorenzo sudando a mares y viendo pavorosamente que el fin del alambrado estaba próximo.

Por la fatiga que sentía, por el calor que lo abrumaba, por la tirantez de su ropa en toda dirección y por otros detalles concurrentes, calculaba Lorenzo haber andado varias leguas, cuando al volver la cabeza por un movimiento de instintiva curiosidad, vio a corta distancia que Águeda desataba la cola de la lechera negra.

—¿Galopemos?...—dijo Melchor inclinando ligeramente el cuerpo hacia adelante, y los tres caballos aceptaron la invitación...

Cuando Lorenzo iba a romper en una enérgica protesta, se encontró galopando sin poder evitarlo; pero al mismo tiempo notó, o creyó notar, que esa nueva forma de marcha era más soportable, bien que le molestaba algo el movimiento de ascenso y descenso de los jinetes que llevaba al lado.

Lo agradable del galope no le impedía pensar, con cierta inquietud, en un suceso inevitable, y en una observación de orden distinto: ¿Cómo será al parar?; ¡qué difícil es hablar cuando se galopa!...

El galope duró cuanto lo permitió la naturaleza del suelo, que a no haberse interpuesto un bañado continuaría acaso todavía; y el paseo se prolongó por mucho tiempo, pues pasado el momento de la prueba inicial, Ricardo y Lorenzo se posesionaron resueltamente de sus caballos, a los que, a ratos, creían sinceramente que ellos los habían domado.

Sudorosos, contentos ¡«gauchos» ya! regresaron a las casas, en las que entraron casi a media rienda, desoyendo las indicaciones de Melchor, pues querían mostrar a «todo el mundo» que eran capaces de jinetear como el mejor.

Al bajar de los caballos sintieron, sin embargo, sensaciones no experimentadas y reveladoras por lo mismo de anormalidades, cuyas consecuencias no podían calcular: punzadas agudas en las plantas de los pies; temblor en las piernas; ardor en los ojos y resistencia en la ropa interior a desprenderse de algunas partes.

*
* *

A la mañana siguiente, cuando Baldomero entró al dormitorio, con las primeras luces del día, a despertarles, para montar en los caballos ya ensillados, Lorenzo y Ricardo, dijeron casi al unísono:

—¡Yo no puedo moverme!... ¡ay!...

Melchor insistió tenazmente en la conveniencia de vencer los dolores que sentían y volver a repetir la prueba del día anterior; pero toda dialéctica resultó estéril:

—«No puedo moverme.»

—«Me duele todo el cuerpo.»

—«No puedo darme vuelta»—contestaban.

—Mañana será peor, levántense, no sean maulas. Convénzanse de que a esos dolores, «como a todos», se les domina y vence con un poco de voluntad.

—¡Yo necesitaría toda la del mundo para mover una pierna!... ¡ay!...

—Después les va a pesar... ¡vamos!... ¡un poco de energía y arriba!... Vean que esos dolores perduran mucho si se les anda con paños tibios... ¡Vamos, pues, arriba!... Montamos a a caballo...

-¡Ay!...

-¡Ay!...

—...y nos vamos de un galope...

-¡Ay!...

-¡Ay!...

—...hasta lo de Anastasio.

Todo fue inútil. La resistencia estimulada por dolores muy agudos, llegó a la más rotunda negativa ante la idea de galopar «hasta lo de Anastasio».

—¡Pues yo voy!—dijo Melchor,—y voy no sólo porque estoy comprometido conmigo mismo a ir, sino porque también me duele el cuerpo y estoy en la certeza de que si hoy me dejo dominar por los dolores, mañana no podré moverme; conque, hasta luego.

—¿No vendrás a almorzar?... ¡Ay!...

—Según: si me acometen dolores «tan horrendos» como los que a ustedes les dominan, tendré que quedarme hasta que se me pasen; si no son tanto que mi voluntad pueda vencerlos, estaré aquí de nueve a diez.

Los dos enfermos quedaron en sus camas, comentando la energía física de Melchor, mientras Baldomero se disponía a aplicarles los remedios de circunstancias, estimulándoles también a levantarse y hacer un poco de ejercicio.

—¡Pero no a caballo!—contestaban.

Entretanto, Melchor cruzaba campos, llevado por su zaino, cavilando sobre la conducta de Lorenzo y Ricardo, que así se resistían a acompañarle en la tarea que iba a desempeñar.

Cuando llegó a casa de Anastasio encontró a Ramona poniendo agua a las gallinas.

—¡Don Melchor!... ¡Ave María!... ¡Qué sorpresa... y cuánto gusto!...

—¿Cómo le va, Ramona?

—¡Para servirlo!... ¿Y qué milagro?... ¿Solo?... ¿Qué lo trae por aquí?...

—Solo, sí, Ramona... ¿Y Anastasio?...

—Salió ayer, don Melchor, y no ha vuelto... quién sabe «ande esté».

—¿Y usted está sola?...

—Sólita... así es. El muchacho anda por ahí... salió a recorrer... ¿Y no quiere «entrar adentro»?... aquí hay «resolana»... para usted.

Entraron al dormitorio de Anastasio: una pieza cuadrada y blanqueada que tenía sobre una pared un rifle colgado y más abajo un trabuco mohoso; una cama bien tendida con colcha de damasco azul y blanco; una mesa con diversos tarritos y botellas de bebidas; tres gruesas sillas de pino y paja y una percha de la que pendían diversas piezas de vestir; en las paredes, manchadas por vinchucas, un almanaque conservando aún la hoja del 31 de diciembre, varias estampas religiosas y un grabado grande con el retrato del gobernador.

—Tome asiento, don Melchor. ¡Pero cuánto gusto de verlo!... ¿Y solo ha venido?

—Ya le dije, Ramona: solo; mis compañeros quedaron en la estancia algo doloridos porque ayer anduvieron mucho a caballo.

—Así es... bueno, cuando no hay la costumbre... ¿Y usted no?

—¡Ya ve: me he venido de un galope; mire por la puerta cómo ha sudado el zaino!

Para poder verlo desde el sitio en que se encontraba, tuvo que aproximarse a Melchor hasta rozarlo casi con su cuerpo llevándole, por un instante, mezclado al olor a campo, la dura sensación de aquel contacto.

—¿Y qué milagro?... ¿Don Melchor... le cebaré un matesito?

Melchor se había quedado contemplándola, como distraído y tardó un poco en decirle:

—He venido, Ramona, gracias, no voy a tomar mate, para hablar con usted y me alegro de encontrarla sola.

Con un sencillo movimiento de cabeza Ramona echó hacia adelante su larga, gruesa y renegrida trenza cuya extremidad ató con una hilacha que arrancó del ruedo de su vestido.

—Y he venido porque he sabido que Anastasio la maltrata...

—El hombre es bueno, pero tiene mal genio, sí, señor.

—...y un hombre así no la merece... Que varias veces la ha echado de aquí...

—Así es, sí, señor...

—...y yo he venido para decirle que cuando quiera se puede ir a casa... allí tendrá algún trabajito liviano... y podrá vivir respetada...

—...¡Siempre tan bueno, don Melchor!

—...y cuando venga la familia podrá ganar un sueldito ayudando en la casa.

—¡Bueno, que si Anastasio no bebiera!... porque todo es la bebida, señor...

—La bebida o lo que sea... usted no debe dejarse maltratar.

—Si hasta ha querido llegar a matarme...—dijo Ramona derramando algunas lágrimas.

—Ya ve, pues, no, es preciso que usted abandone a este hombre que, al fin y al cabo, ¿qué le da?...

—Así es... sí, señor.

—Bueno, déjese de llorar—dijo Melchor poniéndose de pie y golpeándole cariñosamente la cabeza con la palma de la mano que ella tomó y apretó suavemente entre las suyas.

Momentos después regresaba Melchor a gran galope, meditando sobre la torpeza humana que lleva a los hombres al vicio, a la sevicia y al crimen, cuando basta casi siempre un ápice de energía y buen sentido para triunfar, sin violencias, sobre toda idiosincrasia inicial.

—Ya vuelve don Melchor—dijo Baldomero, divisándolo a la distancia, desde la glorieta del jardín, hasta la que a duras penas se habían trasladado los «doloridos».

—¿Dónde?...

—Allá... ¿ven?... derechito a la punta de aquel potrero...

—Yo no veo nada.

—¡Pero, don Ricardo!... mire de aquí... por entre los dos «ombuses» aquellos...

—Y eso que se ve, ¿es Melchor?

—Él es, señor.

—¡Qué vista!

—Si se ve clarito... y viene lindo, no más, el zaino.

—¿No decía usted que es un mancarrón?

—Mancarrón, no, don Lorenzo... Como caballo es guapo; pero hay miles mejores... de más vista... y de más lindo andar.

—¿Y por qué lo ha elegido Melchor?

—¡Ahí tiene!... ¡vaya uno a saber! Para él no hay otro igual... bueno, que lo conoce.

—¿Él lo amansó?

—No, señor... yo se lo tironeaba al principio... pero lo acabó de amansarlo un extranjero que trajeron de domador a la estancia de los Cabrales, ¿sabe?... aquel monte que se ve allá... ¿ve?

—Algún domador de escuela, ¿no?

—Yo no sé en qué escuela habría aprendido... ¡pero para domar como él!...

—¿No sabía domar?

—No es eso... ¡cada que me acuerdo!... ¡Mire que me he reído!... le hablaba al caballo, ¿sabe? ¡como a un cristiano! ¡y le hablaba en su lengua!... ¡fíjese!... ¡qué le iba a entender!

—Ahora sí se distingue a Melchor.

—¿Ha visto, don Ricardo?... ¡Si yo no sé mentir!

—¿Qué bien viene, eh?

—¡Ha de venir contento!... Si don Melchor es así... en haciendo el bien...

—¡Ah!... Melchor es un hombre excepcional—dijo Lorenzo.

—¿Por aquí ha de tener mucho prestigio, no?—preguntó Ricardo.

—¿Don Melchor?... ¡Con una palabra, junta a todo el mundo!... ¡Si don Melchor es como la cocinera, que en cuando afila el cuchillo se le amontonan las gatos.

*
* *

—Ahora un poco de música, Ricardo—dijo Melchor levantándose de la mesa.

—Hay que pedir el asentimiento de Lorenzo...

—¡Cómo te acuerdas!... ¿ eh? pero puedes tocar no más, sin temor de que llore; ¡yo creo que a cada hora que paso aquí me renuevo de pies a cabeza!

—A mí me pasa lo mismo; tengo ganas de gritar a veces: ¡estoy contento!... ¡Viva Melchor!... así... ché, como un chico—dijo Ricardo abrazando efusivamente a su noble amigo.

—¡No seas loco!... Esto no es más que el principio... dentro de dos meses hablaremos.

Los tres amigos se dirigieron hacia la sala por el amplio corredor, débilmente iluminado por una luna nueva que apenas amortiguaba la luz de sus estrellas más próximas, pero que daba realce a las flores más blancas del jardín.

—¿Qué quieren que toque?—preguntó Ricardo mientras procuraba encender una lámpara de pie que estaba junto al piano.

—Lo que quieras—le contestó Lorenzo,—aunque sea el quinto nocturno.

—No, voy a tocar—dijo sentándose en la banqueta—la serenata de Schuber.

En el jardín frente a la puerta de la sala se sentaron Lorenzo y Melchor, a quienes momentos después se agregó Baldomero, diciendo:

—Con permiso, don Melchor, si no incomodo.

—¡No, Baldomero! ¡Al contrario! Aquí estamos tomando fresco y oyendo el piano.

—Por eso he venido; cada que don Ricardo toca, siento una gran alegría, señor, y se me hace que es la niña Lola y que está la familia, y hasta me parece que el viejo anda por aquí.

—Es el poder evocador de la música, Baldomero; probablemente usted no ha oído aquí más que a las muchachas.

—Así es, don Lorenzo.

—Y al oír el piano su imaginación retrotrae escenas pasadas que se actualizan en su espíritu y le hacen reconstruir el cuadro que vio la primera vez.

—...Así... será, sí, señor... yo... en eso no soy muy baquiano, don Lorenzo; pero ¡mire que me gusta oír el piano!

—Fíjate, Melchor, cómo perdura en Baldomero una impresión musical, cuando por lo común son fugaces.

—¿Fugaces?... ¡Qué disparate!... Precisamente es la sensación que por más tiempo se fija en nosotros.

—Estás equivocado: ¿a que no te acuerdas de algo de lo que oíste en la última temporada teatral?

—Posiblemente no podría repetirlo; pero si lo volviera a oír dentro de algunos años lo recordaría y asistiría imaginativamente a la escena que me rodeaba, la primera vez que lo escuché.

—Eso quiere decir que tengo razón, aunque te parezca lo contrario; pues la música te haría evocar un cuadro en el que algo más interesante para ti te impresionó, uniéndose a la emoción musical que aisladamente, lo repito, es fugaz.

—¡Pero si tú mismo acabas de hablar del poder evocador de la música!

—Cuando ella se vincula con otra impresión; tú has estado en el teatro cien veces, habrás oído veinte o treinta óperas; pero sólo una mínima parte de éstas tendrá poder evocador en tu espíritu: las que estén vinculadas a sensaciones de otro orden.

—¿Qué están diciendo ustedes de la música?—preguntó Ricardo, que se aproximó arrastrando un grueso sillón de paja, en el que se sentó.

—¿Qué, ya no toca más, don Ricardo?—le preguntó Baldomero, al mismo tiempo en que Melchor le decía:

—¡Macanas de éste!—señalando a Lorenzo.

—No hay tal; yo decía que la música no tiene poder evocador sino cuando está vinculada a sensaciones de otro orden; por ejemplo: yo he oído «Bohéme» una noche en que me declaraba a mi novia; ¡es hipotético, eh!, y en momentos en que ella me aceptaba vi a un bombero, en el paraíso, que se sacaba el morrión y se pasaba el pañuelo por la cabeza; pues desde entonces cada vez que oigo aquella ópera o que veo a un bombero secarse el sudor surge en mi memoria, el cuadro completo de aquella noche, sin que por esto pueda decir que hay un gran poder evocador en los bomberos que sudan...

—¡Pero lo hay en la música!

—No lo niego; pero, ¿dónde está para nosotros cuando escuchamos una ópera nueva?... ¿un himno nacional que no sea el nuestro?... ¿un trozo cualquiera que no hayamos oído nunca, y que no tenga reminiscencias de algo conocido?...

—En cambio si dentro de veinte años oyeras tocar el 5.º nocturno, se te representaría la escena de la otra noche.

—¡Es claro! porque evocaría en mí el recuerdo de una situación moral inolvidable, acaso me ocurriera lo mismo volviendo a ver a Baldomero.

—¿Dentro de veinte años? ¡Don Lorenzo!... ¡Estaré en el otro mundo!...

—¿Usted cree en el otro mundo, Baldomero?...

Este se quitó el chambergo, miró al cielo estrellado y diáfano y después de un breve instante de silencio exclamó bajando la cabeza:

—Sí, creo, don Lorenzo... ¿y usted no?...

—Yo no he pensado en eso todavía; pero puede ser que con el tiempo...

—Ya es algo—le interrumpió Melchor, que estaba tendido en su sillón, y tenía recostada la cabeza en el respaldo, de cuyos costados se había tomado con las manos como para sostenerse mejor, y agregó, sin apartar la mirada del cielo:—por ahí se empieza... tras la incredulidad adquirida por frotamiento, que no por convicciones... llega la indiferencia... luego se abandona gradualmente el afán de negar... y un buen día... o una buena noche como ésta, se mira al cielo... se contempla un momento esta portentosa... esta estupenda armonía sideral... esta maravillosa rotación de soles y de repente brota en el alma un punto de luz... que crece... se dilata... la llena... y la ilumina...

—¡A mí no me ha aparecido todavía el punto de luz!—dijo Ricardo, riéndose.

—Es que tu espíritu estará aún en estado sólido—le contestó Melchor.

—¡El espíritu en estado sólido!... ¡qué gracioso!

—Parece un disparate—insistió Melchor,—un contrasentido; pero acaso no lo es porque bien puede compararse las diversas situaciones de nuestro espíritu, frente a ciertas ideas, con los estados de los cuerpos en la naturaleza: sólido, líquido y gaseoso. Tu espíritu—continuó Melchor atentamente escuchado por Baldomero—está ante la idea de Dios, por ejemplo, en estado sólido; el de Lorenzo en estado líquido, o de equilibrio indiferente, y de ahí pasará al estado gaseoso, que le permitirá elevarse... elevarse cada vez más y sentir energías, ante las cuales toda presión resultará estéril para volverlo a sus estados anteriores.

—¡Has hecho un párrafo que bien podría figurar en un tratado de psicofísica!—le dijo Ricardo.

—Mejor estaría en el libro de tus memorias, cuando las escribas.

—¿Tan cierto estás de mi conversión?

—Como que estoy viendo a Júpiter; fíjate qué maravilla—dijo Melchor, señalando al astro.

—Realmente—exclamó Lorenzo;—qué bueno sería tener aquí un telescopio para observarlo y ver sus satélites.

—¡Ah! Con un telescopio nos pasaríamos las noches en claro.

—Menos yo, ché, Melchor.

—¿Por qué, Ricardo?

—Porque me marea mirar al cielo.

—¡Te marea!... ¿Pero que estás diciendo?...

—Lo que oyes: Yo no tengo cabeza para contemplar estas cosas y si me esfuerzo por entenderlas, acabo por aturdirme... ¡qué sé yo!

—¡Pues, hombre!—dijo Lorenzo,—a mí me ha sucedido algo análogo; sobre todo al calcular las distancias siderales... pensar que la luz de las pléyades... aquel grupito... ¿ves, Ricardo?... tarda cuatrocientos mil años en llegar a la tierra.

—¡Ni con tropilla!—exclamó Baldomero.

—Mira qué espléndido está Sirio, ché, Melchor.

—Ese es el príncipe de nuestro cielo, Lorenzo, después de Venus; pero, para mí, lo más hermoso son las estrellas dobles... ¿Tú no has visto con telescopio, el alpha del Centauro?

—Efectivamente es soberbia... como todas las dobles; pero de todo este espectáculo grandioso—continuó Lorenzo,—hay algo en el firmamento más grande para mí que él mismo y es la desesperante incógnita de su origen...

—¿Y la de su fin?—le preguntó Ricardo.

—¿Cómo la de su fin?

—Sí, Lorenzo, porque suponiendo que haya un Dios creador del universo, admitiendo—lo que no es difícil,—que Dios existe y que ha hecho todo eso, yo me pregunto: ¿para qué diablos lo ha hecho?...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

—Cuando gusten, señores, ya están ensillados los caballos—exclamó Baldomero aproximándose a la ventana del comedor, donde se encontraban tomando te Lorenzo y Melchor, quien al oírle se volvió hacia la ventana diciendo:

—Vamos en seguida, esperamos a Ricardo que todavía está en el baño.

—¡Y está linda la tarde!... fresquita.

—¿Realmente, Baldomero, y usted nos acompañará?—le preguntó Lorenzo.

—No, señor, yo voy a quedarme, que tengo un quehacer.

—¿Y es tan urgente que no pueda dejarlo para otro día?

—Así es, sí, señor, son datos que tengo que mandarle al patrón que me los ha pedido.

—¿Por qué no le encarga ese trabajo a Hipólito?

—¿En cuestión de cuentas?—dijo Baldomero riéndose, y agregó:—ése «no arrima ni bocha».

En eso apareció Ricardo y preguntó:

—¿Saldremos en los mismos caballos del otro día, no?

—Menos don Lorenzo que me decía que quería un caballo más grande que el overo.

—¿Cuál le han ensillado, Baldomero?

—El tostado, don Melchor; es el más grande que hay...

—Grande y manso, le pedí; ¡no vaya a darme un potro!

—¿Potro, dice, don Lorenzo?... Mire: ¡cuando ese caballo era potro usted no había nacido!...

—Bueno: andando—dijo Melchor, y se dirigieron a la caballeriza.

Era una de esas deliciosas tardes de enero, en que el sol se oculta entre nubes que lo aplacan tras un día templado y en que el ambiente del campo parece que se empapa con las emanaciones de las flores silvestres y de los pastos olorosos, y en que hasta los ganados se entregan al placer de pasear por los potreros, recorriéndolos al acaso.

Antes de subir a caballo, Ricardo y Lorenzo permanecieron un largo rato contemplando a las gallinas que, ante la sola perspectiva de la noche—aunque remota,—se entregaban al laborioso trajín de buscar ubicación en las ramas de los árboles, sobre las ruedas de los carros, en lo más alto de una escalera de mano arrimada a la pared y que parecía ofrecer el mejor sitio para pasar la noche, de tal modo se agitaban por conquistarla, discutiendo visiblemente en nerviosos cacareos a que el respectivo gallo ponía término con picotazos que parecían al mismo tiempo caricia y reproche, traducible así: «¡Estáte quieta!»

Lo propio ocurría con las palomas en sus casilleros, a los que entraban y salían en continuo movimiento, interrumpido sólo para observar la formidable encarnizada lucha que trababan de pronto dos machos encrespados, cuyas gallardías y cuyos aletazos, sugerían la línea de dos caballeros medioevales que, sobre los hombros las flotantes capas, combatieran por la dama.

Indiferente a todo, en la apariencia, y como un «manchón» colocado cuidadosamente se veía en la cresta de una raíz del ombú grande, un gato barcino que, de cuando en cuando, entreabría sus ojos lumínicos y transparentes y como ajeno a toda intención carnicera, los dirigía hacia las ramas, en las que cantaba de paso un pájaro que se dirigía a su nido.

Cuando Lorenzo se encontró sobre el tostado, exclamó:

—¡Qué caballo tan ancho!

—Así es; sí, señor; es un poco «sillón»—le contestó Baldomero, pero ignorando Lorenzo la acepción en que se empleaba esta palabra, dijo a su vez:

—¿Sillón?... Esto parece más bien sofá... ¡me hace doler las piernas!

—Pero tiene buen andar, don Lorenzo; y a éste puede castigarlo sin asco.

—¿Es muy lerdo?

—Regular, señor; como todo caballo viejo.

—¡Caramba con tus investigaciones!—dijo Melchor, agregando:—¡ni que fueras a comprarlo!

—Me lo estoy haciendo presentar, ¡ché! nada más natural.

—Bueno, andando, que se nos va a pasar la tarde.

El zaino salió en su estilo habitual, marchando tras de Ricardo, que se había adelantado bastante, en «su» malacara; pero Melchor advirtió que Lorenzo permanecía en la caballeriza, y se detuvo a decirle en voz alta:

—¿Continúa el interrogatorio?

—No... ché...

—¿Y qué haces ahí?... ¡Ven!

—¡Es que este caballo no anda!....

—Castíguelo sin recelo, don Lorenzo—le dijo Baldomero,—es medio remolón al salir.

Lorenzo siguió el consejo, pero notó que cada vez que le pegaba el tostado hacía un movimiento de encogimiento, que él consideraba como la amenaza de violencias alarmantes y en vez de acentuar disminuía la intensidad de sus rebencazos, hasta reemplazarlos por amables golpes de talón.

—¡Péguele sin miedo, señor; si es de mañero!—le decía Baldomero.

—Es que no anda...

—Trae ese arreador, Juancito—dijo Baldomero al pequeño peón, que le entregó el que tenía en la mano y que aquél enarboló amenazante, mientras Lorenzo le decía:

—¡No le pegue muy fuerte!

Estimulado por Baldomero y por Melchor que había vuelto a la caballeriza, el tostado realizó la proeza de salir al trote, moviéndose con la brusquedad y violencia de un tranvía eléctrico salido de sus rieles, en cuya capota o techo fuese montado Lorenzo, que para el caso era igual.

El novel caballero calculaba que sus equilibrios se agotarían a los pocos minutos de aquella marcha, y cuando se disponía a disminuirla enérgicamente, advirtió con espanto que se aceleraba por obra del perrazo bayo que, como comprendiendo que el tostado no imponía respeto a nadie, se entretenía en morderle los garrones por burla...

Los mordiscos del perro determinaron una catástrofe, porque el tostado comprendió que para salvarse de ellos debía alzar las patas y lo hizo sin avisarlo a su jinete, que, al encontrarse en el plano inclinado que el caballo formó en su breve posición defensiva, siguió la dirección aquél, hasta su intersección con la línea horizontal del suelo.

Al caer Lorenzo, el perro huyó despavorido, con la cola entre las piernas; el tostado se quedó mirando a Lorenzo con profundo asombro, sin comprender, evidentemente, la razón de aquella caída, mientras Baldomero corría hacia el caído, que se levantó diciéndole:

—¿Vio qué corcovo, eh?...

—¿Se ha hecho daño, don Lorenzo?

—No; ¡si en cuanto empezó a corcovear me bajé!

Cuando Lorenzo decía estas palabras llegaron a su lado Melchor y Ricardo, que reían desconsideradamente.

—¿Cómo te caíste?—le preguntó éste.

—¡Qué pregunta!... si no me caí; vi que empezaba a corcovear y resolví bajarme... ¡qué pavada!...

Y como viera que la causa principal—el perrazo bayo—había desaparecido del sitio de la catástrofe, Lorenzo se aventuró a montar de nuevo, estimulado sin duda por la experiencia recogida, que le enseñaba cuánto suelen ser de soportables algunas caídas.

El paseo continuó sin contratiempos, bien que disminuido en sus encantos, para Lorenzo, por la insalvable dificultad de conseguir que su caballo armonizara movimientos con los de sus amigos, pues el tostado tenía el tranco más lento que los otros y el galope más tendido, de modo que en el primer caso se quedaba atrás y en el otro se adelantaba demasiado, cuando su jinete conseguía ponerlo en ese tren.

El mismo Lorenzo llegó a reírse de su situación, diciendo:

—¡Pobre caballo éste; qué galope tan feo tiene!

Fue necesario renunciar al galope y ponerse al tranco, procurando Lorenzo que su monumental caballo lo desarrollara dentro de límites adecuados.

En la intimidad con Melchor y en ausencia de testigos, se resarcieron con creces del discreto silencio observado desde el pueblo hasta la estancia, durante el viaje en el break y ni el más mínimo detalle escapaba a las preguntas que formulaban Ricardo y Lorenzo:

—¿Qué es eso?

—¿Cómo se llama ese pájaro?

—¿Qué animal es aquél?, etc., etc.

Melchor les informaba pacientemente sobre las vizcachas y sus perjuicios para el campo; sobre los caracteres de los teros, que gritaban lejos del nido; de los chajaes, que alertean por todo motivo; de los avestruces, que con un instinto asombroso ponen un huevo fuera del nido, para alimentar después a sus charabones; de los padrillos y sus procedimientos sultanescos y de cuanto detalle campestre cayó bajo la observación entusiasta de sus dos amigos.

Al regresar hacia las casas y agotados casi los temas, que el paseo sugería, Lorenzo dijo:

—Todo esto es muy interesante; pero lo mejor que he encontrado hasta ahora para mí, es Baldomero, ¡qué gran tipo!

—¿Más interesante que la «Pampita»?—le preguntó Melchor sonriéndose.

—No para Ricardo, sin duda; pero sí para mí—y agregó:—Ricardo está enamorado de la Pampita; pero yo lo estoy de Baldomero.

—¿Te acuerdas de lo que te decía en el tren, hablándote de él?...

—¿Hace mucho que está al servicio de ustedes?

—Más de diez años, y gracias a él la estancia ha prosperado, porque tiene todas las condiciones imaginables, sin ningún defecto: es honradísimo a carta cabal y trabajador sin descanso.

—¿Y su familia, ché?

—La mujer es enferma... llena de manías... suele pasar temporadas larguísimas sin salir de sus piezas.

—¿Será neurasténica?

—¡Qué sé yo!... lo que sé es que lo hace víctima de sus caprichos.

—¡Pobre Baldomero!... y tan jovial siempre.

En ese momento llegaron a una pequeña zanja de casi un metro de ancho, que Melchor propuso saltar, como lo hizo en su zaino, deteniéndose del otro lado.

—A ver, Ricardo... ¡salta!

El malacara, parado al borde de la zanja, cuya profundidad no llegaba a medio metro, juntó las cuatro patas y a una incitación de su jinete, saltó con él, que se había tomado prolijamente de la cabezada de su montura y que experimentó, después del salto, la grata sensación de conservarse en ella.

—Ahora tú...

—¿Y éste sabe saltar?—preguntó Lorenzo ligeramente pálido, mientras su caballo, parado junto a la zanja, contemplaba el campo en toda dirección.

—¡Anímalo!...

Así lo hizo Lorenzo, a puro talón, ocupadas las manos en funciones previsoras, y cuando el tostado comprendió que se le ordenaba salvar el obstáculo, estiró una mano que, mientras doblaba la otra, fue bajando despacio, hasta afirmarla en el fondo de la zanja donde luego puso aquélla, quedando en la violenta posición consiguiente; aproximó en seguida las patas traseras una de las cuales metió en la zanja, que finalmente pasó tras contorsiones que dieron a Lorenzo la sensación de haber transmontado en dos trancos la mismísima cordillera de los Andes.

*
* *

Después de una buena siesta conversaban en la glorieta del jardín Lorenzo, Ricardo y Baldomero que a ratos veían, por entre las plantas y los arbustos, la silueta de Melchor dando órdenes en la caballeriza.

—¡No ha de ser sólo por buscar correspondencia!... don Ricardo—decía Baldomero mientras armaba un cigarrillo cuyo papel, en el extremo exterior pasó por la lengua alisando luego la parte humedecida, con la yema del pulgar pasada de punta a punta.

—Y por pasear un poco, Baldomero.

—¡Y por hacer alguna visita!...

—No haría más que cumplir lo prometido.

—¡Confiesa, Ricardo, que la Pampita te quita el sueño!

—Algo hay de eso... en realidad. Me interesaría volver a hablar con ella... ¡qué demonio de muchacha!... ¡es tan linda!... ¡y tan educadita!...

—En eso, dificulto—dijo Baldomero—que haya otra igual... ¡porque miren que don Casiano le ha puesto maestras!... Y de las mejores que pudo traer de Buenos Aires... ¡Sí, señor! Si a veces sabían decirle que la iba a enfermar con tanto estudio porque la pobrecita se pasaba los días con los libros... y «meta» piano de sol a sol.

—Es un caso curioso, como pocos; porque don Casiano no es un hombre ilustrado, ¿no? ¿Qué se habrá propuesto con la Pampita?

—Vea, don Ricardo—así sabía decirme el viejo cada que yo le decía lo mismo:—«lo hago por su bien, amigo Baldomero, porque yo no me he de casar otra vez... la muchachita es linda por demás y me la van a codiciar... y yo no puedo tenerla atada a los tientos... así que he creído que con la educación se le puede dar una defensa... para que pueda estar sola... y andar por donde quiera... sin peligrar...»

—¿Qué sensato el viejo, eh?

—Y lo ha conseguido, don Ricardo, porque la Pampita no ha dado qué decir, eso sí, y todos saben que el que cae a la chacra con malas intenciones... ¡sale como escupida en plancha caliente!...

—¡Qué buena comparación!—exclamó Ricardo riéndose a tiempo en que Lorenzo decía:

—La Pampita habrá salido ingénitamente honesta... porque lo que es la educación no iba a corregir ni a morigerar un temperamento meridional puesto en contacto asiduo con la naturaleza.

—Bueno, de eso yo no entiendo, don Lorenzo; pero lo que sé decirle es que la Pampita puede ir donde quiera sin que nadie le falte.

—Yo creo que estás perfectamente equivocado, Lorenzo, porque, ¿cómo no ha de haber influido la educación en ella como en toda persona?

—¿Para conducirse honesta y virtuosa en la situación de ella?... ¿Asediada sin duda, a cada paso por individuos de toda condición? ¿Con veinte años y la libertad de que ha debido gozar?... ¡Bah!... ¡eso no lo hace la educación!

—¡Vaya si lo hace! Y si no observa los diversos grados de moral que se advierte en las sociedades menos educadas... compara a una niña de la alta sociedad con una chinita inculta... ¿Cómo vas a sostener que tienen el mismo pudor, ni la misma conciencia del propio decoro?

—Esos son resultados del medio en que se vive.

—Claro está, y según parece lo que don Casiano se proponía era poner a su hija a cubierto de las influencias del medio en que debía vivir, exactamente: tú lo has dicho.

—En eso yo no entro—dijo Baldomero,—pero que la Pampita es una muchacha decente... ¿eso?... ¡por donde la busquen!... Y póngala a la prueba, don Lorenzo.

—¡Si yo no lo pongo en duda! Basta verla para comprender lo que es, y por otra parte si así no fuera, no la habría mandado el padre a pasear sola con nosotros, por el jardín.

—Lo que voy viendo en mi sentir, es que va ir saliendo cierto lo que yo decía... ¡Si se me hace que la Pampita va ir a conocer Buenos Aires!...

—Por lo pronto yo voy a... bañarme—dijo Lorenzo levantándose.

—No te demores... que yo también quiero bañarme y usted acompáñeme a traer duraznos...

—Como quiera, don Ricardo. Vamos.

Al dirigirse al monte de durazneros cruzaron el jardín en silencio; pero al entrar en aquél, dijo Ricardo:

—Baldomero, en los pocos días que lo he tratado me ha parecido encontrar en usted un hombre serio, de experiencia y capaz de dar un consejo.

—Usted dirá, don Ricardo.

—Yo quiero hacerle una confidencia, primero, para que se explique usted mi situación.

—Algo me habló don Melchor...

—Él le habrá dicho entonces que he sido un hombre muy desgraciado en mis aspiraciones.

—¡Zonceras de mujeres!...

—Por una de ellas he estado a punto de cometer un crimen si no hubiera tenido un amigo como Melchor.

—Eso no debe hacerse nunca, ni por nadie.

—He sido engañado de la manera más cruel y más infame... haciéndoseme el motivo de la burla y de la risa de toda la sociedad, por quien calculaba que yo valía en plata más de lo que puedo tener... y no una vez.

—¡Olvídese, don Ricardo!...

—Así lo he conseguido gracias a Melchor que me ha prestado energías y voluntad para sobreponerme a todo... y para empezar a vivir de nuevo... como si me hubiera dado un pedazo de su gran espíritu.

—¡Capaz de dárselo todo!...

—Él me ha salvado y gracias a él, y nada más que a él, cada día que paso me siento más fuerte y más capaz de luchar como un hombre, tomando «las cosas como son y no como deben ser».

—¡Si don Melchor es capaz de sanar a un muerto!

—Es lo que ha hecho conmigo y con Lorenzo... ¡y con tantos otros!... Bueno, pues, ¿cómo cree usted que me recibiría la «Pampita», si yo le mostrara pretensiones?

—¡No le decía yo, don Ricardo!...

—Conteste a mi pregunta, usted que la conoce perfectamente.

—Vea, don Ricardo, para qué le voy a decir una cosa por otra: la «Pampita» es una muchacha de mucha voluntad... ahora si usted la quiebra... puede que agarre...

—¿Cree usted que esté firmemente resuelta a conservarse al lado del padre?...

—¡Ni que hablar!... ¡Si ya le he dicho que ha tenido miles de ocasiones!... mejorando lo presente; pero haga la diligencia, don Ricardo... ¡de menos nos hizo Dios!

—¿Usted querría acompañarme?...

—Vea, don Ricardo, vaya solo, ¡que en cuestiones de mujeres... es como en punto a domar!—dijo riéndose afablemente Baldomero—...¡entre dos no sacan caballo bueno!

—¿Y quién podría acompañarme?

—¿Hasta el pueblo?... Juancito lo puede acompañar.

—Convenido, y que esto quede entre nosotros, ¿eh?...

—¡Don Ricardo, ni que hablar!

*
* *

—¿Ché, Melchor, dónde pusiste los diarios que trajimos?... ¿Por qué te ríes?

—¡Pero, hombre!... ¡Recién se te ocurre leerlos!...

—¿Y tú los has leído?...

—¡Casi no los leía allá!... ¡y voy a venir a la estancia para ocuparme en eso!...

—¿Y para qué los trajiste?

—¡Porque los compré!...

—¿Y para qué los compraste?

—Por no ser menos que tú.

—Bueno, contesta: ¿dónde están?...

—Ricardo los guardó, pero yo no sé dónde.

—¡Qué fastidio!... ¡José!—dijo Lorenzo alzando la voz.

—¿Señor?

—Hágame el servicio de ver en nuestro dormitorio... o por ahí... si están unos diarios... y tráigamelos.

—Don Ricardo los guardó en el baúl, señor... pero se llevó la llave.

—¡Qué contrariedad tan grande!... ¡Caramba!... ¿está seguro, José?

—Sí, señor, si los guardó delante de mí... estaban arriba de la mesa desde que ustedes vinieron.

—¡Qué fastidio!... Bueno... vaya no más; ¿pero para qué los habrá guardado?... ¡qué tontera tan grande!...

—Realmente, Lorenzo, es como para sublevar... ¡como que yo también estoy por indignarme!...

—No digo eso; pero no me negarás que ha sido una tilinguería guardarlos bajo llave... ¿asunto de qué?...

—Lo ha de haber hecho sin darse cuenta... ¡calcula cómo tendría la cabeza ante la idea de ir a conquistar a la «Pampita»!

—¡Cómo le irá a Ricardo! ¿eh?...

—Puede ser que le vaya bien.

—Yo no creo que esté enamorado... así: fulminantemente.

—¡Que no!... ¡piensa que es linda como un sol!

—Aunque lo sea... para mí, Ricardo va tras la «Pampita» por un movimiento de despecho y nada más. Él se ha entusiasmado con la idea de lucirla en Palermo... y en el teatro... a los ojos de sus ex novias... ¡esto es todo!

—¿Por qué pensar eso?... Ricardo es un temperamento extraordinariamente apasionado, y yo me explico muy bien el paso que da. Ha visto en esta muchacha un conjunto de cualidades de primer orden, casi excepcionales, y no tiene nada de extraño que se sienta inclinado a ella.

—Eso estaría muy bueno después de tratarla un tiempo.

—No, Lorenzo, mira: en la vida, generalmente, se toma novia como se toma casa: casi siempre por el aspecto. Son muy raros los que compulsan serenamente las condiciones de las muchachas que tratan para elegir al fin la que más convenga, y esto mismo es antipático, casi inmoral: ¡se quiere porque sí y sepa Dios por qué!

—¡Así son los chascos!

—¡Perfectamente! pero es preferible equivocarse sin calcular a equivocarse calculando.

—Por eso yo me he puesto a cubierto de los dos casos—dijo Lorenzo sonriendo afablemente.

—¡Tú!... ¡qué gracia!... Tú has vivido en forma que no te permitía pensar en «novias»...

—Eso es historia antigua...

—Felizmente para ti. Después el estudio te ha absorbido todo tu tiempo, como que por una de esas reacciones muy explicables te pasaste a la otra alforja...

—Para recuperar lo perdido.

—¡Una barbaridad!... ¡ché... dar de a tres años de ingeniería juntos... y estudiar veinte horas diarias!

—¡Qué exageración!

—¡Bueno: diez y nueve!... Da gracias a Dios que pudiste substraerte a esa vida.

—No tuve más remedio... cuando me enfermé.

—¡Qué enfermedad, ni qué embelecos! ¡Tú eres más sano que yo! y lo has sido siempre. La prueba la tienes en tu estado actual; ya ves cómo te repones por días; duermes perfectamente ahora; comes con bastante apetito... ¡calcula cómo estarás dentro de un mes!

—¡Todo te lo debo a ti!... y si vieras el bien que me hacías cuando me estimulabas a reaccionar en los días en que me sentía más abatido... Hoy recuerdo perfectamente la intensa influencia que ejercías en mi espíritu y la situación de ánimo en que me dejabas después de aquellos sermones inacabables...

—Eso es historia antigua, te diré a mi vez.

—Pero que llena mi espíritu como una enseñanza suprema. ¡Si a veces pienso en que tú has realizado en mí un caso de «avatar», como el de Gauthier, ¿te acuerdas?

—No lo he leído.

—¿No?... ¡qué raro!

—Lo raro es que lo confiese, porque nadie lo hace; ¿te has fijado?

—¿El qué?

—Confesar que no se ha leído un libro de cierta notoriedad; ¿tú has encontrado a alguien que confiese no haber leído a Sarmiento, a Mitre, a López, a Estrada o a alguno de nuestros grandes autores de renombre?

—Tal vez tienes razón.

—¡Y sin tal vez! Yo no he hablado con una sola persona que me haya dicho que no ha leído el «Facundo», por ejemplo.

—Y lo habrán leído...

—El dos por ciento de los que lo dicen... si hoy nadie lee, ché, nada más que los programas de las carreras y la crónica social de los diarios.

—¡No me hagas acordar de los diarios! que me subleva pensar en la conducta de Ricardo.

—¿Qué canallada, eh?

—Con permiso...—dijo Baldomero golpeando con los nudillos de la mano en la puerta de la sala, donde conversaban Lorenzo y Melchor, recostado éste en el sofá, mientras esperaban la hora de almorzar.

—¡Entre, Baldomero!

—¡Aquí está fresquito!—dijo éste sacándose el sombrero y peinándose el cabello con los dedos.

—Siéntese... ¿qué hay de nuevo?

—Hay, don Melchor, que acaba de llegar Zenón, ¿sabe?, el peón de los Cabrales, que venía de llevar unos animales para el campo de los Unzueces y dice que por el cañadón de las tunas, ¿sabe?, encontró a doña Ramona, que se viene de a pie con esta calor..

—¿Viene para acá?

—Así dice.

—¿Y por qué no la alzó?

—Porque no es de anca el que montaba y venía con gran apuro de llegar ligero, que de no, dice, le habría dado su caballo.

—¡Pobre infeliz!... Bueno... Baldomero: ¿volvió el carrito de repartir la carne a los puestos?

—«Reciencito» llegó.

—Vaya corriendo, y dígale a Hipólito que a todo lo que pueda salga con el carrito y la traiga a esa infeliz.

Instantes, después se oía el ruido del carrito que salía en la dirección indicada.

—¿Qué distancia hay, Melchor, de aquí al cañadón de las tunas?

—Sus seis leguas largas, y calcula para caminarlas con este día.

—¡Pobre mujer!... ¿qué le habrá pasado?

—Alguna paliza del bestia de Anastasio.

—¿Pero es posible que le pegue a esa mujer?

—Es que bebe... tal vez algún «peludo»... por otra parte Anastasio es un hombre de muy mal carácter y como te decía el otro día, ha tomado a Ramona para tener quien le lave y le cocine; pero no le tiene ni el más mínimo cariño.

—¿Él la habrá despedido o ella vendrá no más por tu ofrecimiento?

—No; sin un motivo fundado no se vendría.

—¿Y no tendrá consecuencias para ti?

—¿Qué consecuencias?

—Él sabrá que se viene a la estancia, por supuesto.

—Si no lo sabe ya, lo sabrá, ¿y qué tiene eso?

—¡Quién sabe!, ese hombre tiene un aspecto diabólico.

—¡Pero si Ramona no está casada con él!; ella es una mujer dueña de hacer lo que quiera... y si él la maltrata puede venir a refugiarse aquí o a donde le convenga.

—Sí, lo comprendo; pero como ha mediado tu intervención, no sea el diablo que él crea que tú la has sonsacado...

—¡Y que lo crea, suponte!... Si fuera una chiquilina, vaya y pase... pero ¡una mujer de casi cuarenta años!

—¿Y no tiene familia?

—Creo que sí... no estoy seguro... esta mujer vivió con un soldado de la policía, al que lo mataron en un boliche, y después se unió con Anastasio... es todo lo que sé.

—Está el almuerzo, niño—dijo el sirviente; y los dos amigos pasaron al comedor.

Al terminar el almuerzo se presentó Baldomero y preguntó:

—¿Dónde la va a poner a Ramona, don Melchor?

—¡Es cierto!... Hay que buscarle alojamiento... ¿En sus piezas no cabría?...

—¿De dónde?... Si el patrón hubiera hecho los cuartos que dijo...

—¿Y en los galpones?...

—¿Qué?... ¿la piensa poner con los peones?

—En el cuarto de Águeda.

—Sólo bajo la cama... si la vieja duerme en el cuartito de las herramientas, ¿sabe? que es un brete.

—La pondremos entonces en el cuarto de las sirvientas, ¿no le parece?

—Como usted disponga, don Melchor; pero quién sabe si a la señora le gusta que esté aquí...

—¡Que no! Si Ramona es una mujer limpia.

—Ya empieza a darte trabajo esa mujer—dijo Lorenzo.

—¡Ninguno!—replicó Melchor.—Nosotros si que vamos a darle trabajo: la haremos nuestra sirvienta, y nos tenderá las camas mejor que José, para lo que no se necesita mucho.

—Hago lo que puedo, niño—dijo José, levantando las copas de la mesa;—no soy muy baquiano en tender camas.

—¡Si lo digo en broma, José! Usted las tiende perfectamente... mal—agregó Melchor, en momentos que José se alejaba llevando una bandeja al antecomedor.

—¿Quedamos entonces que a doña Ramona la va poner en ese cuarto?

—Eso es, Baldomero.

Este se retiró, diciendo medio entre dientes «¡qué criolla diabla!... cómo ha calzado»...

*
* *

La tardanza de Ricardo empezaba a preocupar a Melchor, que se disponía a ir o a mandar en su busca cuando al cabo de cuatro días de ausencia y en momentos en que se levantaban de almorzar, llegó a la estancia bajo un sol de fuego.

—¿Cómo vienes a esta hora?—fue el saludo de Melchor.

—¡Si vieran!—repuso Ricardo al bajar del caballo, que al pararse dejó caer la cabeza hasta casi tocar el suelo con la barbada, al mismo tiempo que palpitaban sus ijares con extraordinaria celeridad,—¡el monstruo de Anastasio nos sacó cortitos!... ¿Y por aquí?... ¿qué tal?... ¡Uf!... ¡Qué calor!... ¡y qué hambre!...

—Ven a almorzar, ¿o quieres bañarte antes?

—No; me haría mal; ¡uf!... estoy muy agitado... qué calor tan espantoso... ¡Si creía que no llegábamos nunca!

—Siéntate aquí, mientras te traen el almuerzo. ¡Apúrese, José! Y cuenta, ¿qué ha pasado?...

—...Ahí traigo un montón de cartas... Pues cuando llegamos al «Paso», a eso de las diez, en la esperanza de almorzar algo y esperar la caída del sol, salió a recibirnos Anastasio con su facha patibularia. Al sofrenar mi caballo, le di los buenos días, y no me contestó; pero creí no haber sido oído, y me disponía a bajar, cuando dirigiéndose hacia mí, me dijo textualmente: «Bajá, si querés que te cruce a lazazos».

—¿Qué dices, Ricardo?

—Lo que oyes; llámalo a Juancito y te lo repetirá. El pobre muchacho se ha dado un susto mayúsculo. Cuando oí aquello, le pregunté:

»—¿Por qué me dice eso, amigo?

»—¡Porque lo voy a cumplir, hijo de tal!—me contestó.

»En ese momento, Juancito, que se había bajado ya, montó de un salto y acercándoseme, me dijo: «Vamos, don Ricardo, no le conteste»; pero yo le dije: «No me insulte, Anastasio, porque le puede costar caro». Al oír esto, se entró rápidamente y volvió a salir, poniéndose el cuchillo en la cintura y con un amador en la mano, diciéndome:

»—Caro me lo van a pagar ustedes—y al mismo tiempo gritaba hacia el interior:—¡Enfréname el bayo!

»Comprendí que iba a verme obligado a usar de mi revólver, y como Juancito me gritaba de lejos que siguiera, que me iba a comprometer, opté por aceptar su consejo y me alejé al galope, alcanzando a oírle juramentos y amenazas contra ti. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?»

—Que doña Ramona lo ha dejado y se ha venido; pero, ¡qué animal!...

—No te decía yo, Melchor, que esto podría tener consecuencias.

—¡Bah!... Perro que ladra, no muerde.

—¿No muerde?... ¡Lo que soy yo no vuelvo a pasar por allí; y creo que tú debes cuidarte de ese bandido.

Al mismo tiempo que José avisaba que estaba listo el almuerzo de Ricardo, Baldomero llegó y después de saludar a éste, dijo:

—¿Ha visto, don Melchor, lo que ha sucedido?

—Me estaba contando Ricardo.

—¿Sabe que me están dando ganas de ir yo?

—¡Ni se le ponga, Baldomero! Déjelo no más... eso, se arreglará solo.

Ricardo se había levantado para almorzar y había sacado de un pequeño paquete que le dio Juancito un montón de cartas que en su casi totalidad estaban dirigidas a Melchor, a quien entregándoselas le dijo:

—¡Ahí tienes lectura para rato!

Melchor las tomó con cierta displicencia, preocupado con el incidente en el Paso, y fue a sentarse en el escritorio, donde se aplicó a la tarea de leerlas mientras Lorenzo hacía lo propio acompañando a Ricardo en la mesa, junto con Baldomero.

—De Clota...—decía Melchor a medida que leía los sobres;—ésta también...; del viejo...; de Clota...; de Clota...; de mamá...; de Lolita...; éstas tres de Clota...

Y así fue clasificando las cartas que ponía reunidas por procedencias hasta que, terminada esta operación previa, tomó todas las de Clota que eran las más y procurando descifrar la fecha en el sello del correo que inutiliza la estampilla perdió un buen rato en ponerlas por orden.

—¡Cuántas cartas!... ¡qué barbaridad! Empezaré por la de mamá:

«Hijo mío: Hace hoy ocho días que te fuiste y me parece que hace un año, te extraño como si hiciera meses que no te viera, pero es porque para mí es lo mismo no haberte visto en un mes que saber que no te voy a ver en todo ese tiempo y por eso sufro ya como si estuviera hoy en el último día de todos los que pasarán sin verte y sin oírte decir todos los disparates con que me haces reír hasta cuando no tengo ganas de reírme. Por aquí no hay más novedad, sino que tu Tata no se siente bien desde el viernes, pero no es cosa de cuidado; todos te extrañan mucho y están deseando que vuelvas; Clota ha llamado varias veces por teléfono para pedir noticias y dice que no ha recibido cartas tuyas como nosotros tampoco las hemos recibido, ¿qué es eso? ¿por qué no escribes?

«Suspendo aquí porque en este momento entra Clota con la señora que vienen a comer con nosotros. Recibe muchos abrazos muy fuertes de tu madre.

»P. S.—Rufino te manda muchos recuerdos.»

Melchor quedó un largo rato con la cabeza apoyada en la mano izquierda contemplando la carta que conservó en la derecha, mirándola con los ojos desmesuramente abiertos, como si pretendiera ver algo más allá de aquellos renglones trazados por la mano de su madre idolatrada, hasta que de pronto la llevó a sus labios y la besó...

Leyó después la de su padre, escrita el jueves, antes de sentirse mal; las de sus hermanas, entre las que recibió una de la «nena» en que le pedía que al regresar de la estancia le llevara «un pichón de paloma pero que sea todo blanco»; las de sus amigos que invariablemente lamentaban su «partida en secreto, como si no quisieras despedirte»; y luego empezó a leer, por orden de fechas, las cartas de su novia.

Más de una vez mientras las leía creyó alcanzar a ver que alguien se asomaba por la puerta de la sala y así era en efecto, pues cuando acababa de leer la última levantó de pronto la vista y vio en la puerta a Ramona.

—¿Qué quiere, Ramona?—le preguntó.

Vestida con sus mejores trapitos y ceñida la cintura con una faja negra que sobre la bata blanca marcaba nítidamente el límite de su robusto talle, se aproximó cautelosamente mirando hacia el comedor y al estar casi junto a Melchor le dijo:

—¿Ha visto lo que ha hecho Anastasio?...

—Eso no tiene importancia, Ramona, Anastasio estaría borracho...

—Quién sabe, don Melchor... Anastasio es un hombre malo... muy malo...

—¿Teme usted que le haga algo?

—Por mí... no... don Melchor... y aunque me hiciera... aunque me matara... ¿yo qué valgo?...

—Anastasio se guardará muy bien de pensar en venir aquí a buscarla... y con el tiempo se le pasará todo.

—¿Usted cree, don Melchor?

—Esté segura, Ramona... no le hará nada... no tema.

—Ya le decía, don Melchor, por mí no tengo miedo ninguno.

—Pues entonces, esté tranquila... o, ¿quiere volver al lado de él?

—¿Por qué me dice «eso», don Melchor?—contestó ella aproximándosele aún más, bajando la voz como temerosa de ser oída, e inundándole con olor a cedrón de que tenía en la mano un gajo estrujado.

—Le pregunto, Ramona, porque bien podría suceder.

—¡Cómo había de ser!... ¿me cree capaz, don Melchor, de volverme con ese hombre?...

—Pues entonces esté tranquila, Ramona... vaya, no más, ocúpese de sus cosas y no vuelva a hablarme de esto.

—¿Me voy... entonces...?

—Sí, Ramona; vaya no más.

—Será hasta luego... entonces... ¡cuántas cartas ha recibido!... don Melchor.

—Es verdad... de la familia... y de mis amigos—dijo Melchor poniéndose de pie, como para salir.

—Ha de haber... alguna... otra... ¡no diga!

—¡Bien puede ser!—le contestó sonriendo afablemente al dirigirse, como lo hizo, hacia las piezas interiores contemplado desde la puerta del escritorio por Ramona que al salir al corredor tiró a un cantero del jardín el gajo de cedrón estrujado que tenía en la mano.

*
* *

La sobremesa de Ricardo se había prolongado comentando el suceso del «Paso» y refiriendo detalles de su permanencia en el pueblo cuando se presentó Melchor diciendo:

—Voy a guardar estas cartas... ya vuelvo—y siguió de largo para su dormitorio del que regresó en seguida.

—Total—dijo Baldomero al sentarse Melchor, dirigiéndose a Ricardo,—muchos cuentos... y de lo principal... ¡nada!

—¿Me esperabas a mí, no es cierto?—dijo Melchor y dirigiéndose al sirviente que se retiraba después de haber guardado unos platos:—José, antes de irse, deme una taza de café.

—Empezaré, pues, por lo que Baldomero llama lo principal.

—¿Y de no?... ¿a qué fue don Ricardo?

—¡Andando! Tienes la palabra.

—Y en una sola lo diré todo: la «Pampita»...

—¿El qué?

—...la «Pampita»...

—¡Acaba!

—¡Se hace de rogar!... don Ricardo.

—...pues... la «Pampita»...

—¡Estás muy pavo!

—¡...me... ha... desahuciado!

—¡Eso no es cierto! no lo dirías en ese tono.

—Ciertísimo, Melchor.

—No te creo.

—Bueno, cuenta cómo fue—dijo Lorenzo.

—Ante todo no deja de ser realmente excepcional esta confidencia hecha por mí a todos ustedes, en un asunto que generalmente se tramita a solas con la propia conciencia; pero sería ridículo que tuviera secretos para contigo, Melchor, tratándose de un síntoma de salud moral, readquirida por tu esfuerzo; sería cuando menos pavo que los guardara para contigo, Lorenzo, en un caso en que nos hemos hecho confidencias y confesiones recíprocas, y sería ingrato con el amigo Baldomero, si no le contase cómo me fue con su consejo, pues han de saber ustedes que lo consulté con él. Hecha esta declaración previa, que se impone, voy a referirles el episodio.

El lunes llegué al pueblo a las cuatro más o menos, porque me demoré muy poco en el «Paso», y después de descansar un rato y bañarme, fui a lo de don Casiano como a eso de las siete. Al pasar la tranquera...

—¡Se le haría cuesta abajo!...—dijo Baldomero riéndose.

—...¡al contrario!... vi que la «Pampita» estaba sentada en el corredor, leyendo, y tan absorbida en la lectura que no me sintió llegar hasta que estuve junto al corredor, bajo ese aguaribay grande, ¿se acuerdan? que está a la derecha. Al verme, dijo como si se tratara de la cosa más habitual:

—¿Es usted... señor?... Buenas tardes...—y cerrando el libro que puso sobre la silla al levantarse, se aproximó al borde del corredor, mientras yo bajaba del caballo, cuyas riendas puse en una horqueta formada por un gajo roto.

Yo no puedo pensar en describirla... ¡era algo estupendo!... tenía la cabeza envuelta en una gasa verde oscura, recogida atrás con unos mechones de cabellos envueltos con la gasa sobre la nuca marmórea, y que me parecían luchar entre sí como si defendieran una posesión divina... yo no he visto... no... ¡no hay en el mundo una criatura que se le parezca!

—¡Sabe, don Ricardo, que está apretando... la calor!

—No interrumpa, Baldomero... y no se ría de mí... que usted las ha de haber pasado iguales...

—Es un decir... don Ricardo.

—Pues en cuanto bajé del caballo vi aparecer al «ñato», a otro individuo que parecía peón, a una señora de buen aspecto y alguien más... no me acuerdo... que me miraron desde una distancia y se alejaron en seguida, en momentos en que la «Pampita» me tendía la mano y me saludaba como a un viejo amigo, ofreciéndome asiento. Después supe que aquella señora era su maestra de labores y que pasa una temporada con ella. Le pregunté por su padre: «Está en el pueblo», me contestó, agregando: «Quizá venga antes de comer; ¿quiere hablar con él?» «Sí... y... no... señorita», le repuse. Ella me miró fijamente un instante y girando sobre sí misma tomó del asiento que ocupaba el libro que había estado leyendo y que fue a poner de canto entre las rejas de la ventana próxima. Al volver a sentarse me dijo que no sabría descifrar el enigma planteado con mi contestación. «Quizá» le contesté «fuera indiscreto aclararlo sin su permiso.» «¿Y necesita usted de mi autorización para hablar?», me preguntó riéndose. «No se ría usted» le dije, «porque acaso hubiéramos de hablar de cosas serias... muy serias». «Vea, usted... señor... a mí me interesan siempre las cosas serias... a pesar de ser una muchacha como cualquiera... Cuando vienen ciertas personas a visitar a tata y hablan de «cosas serias», yo me entretengo mucho más que con las conversaciones de mis amigas... ¿qué raro, eh?» «En un espíritu selecto como el de usted» le respondí, «eso se explica; pero, desgraciadamente, mi conversación no tendrá aquel carácter, y permítame que insista en pedirle su permiso para hablarle de las «cosas serias» a que me he referido.» ¿Y quieren creer ustedes lo que me dijo?... Pues me preguntó con una ingenuidad insuperable: «¿Usted va a comer con nosotros?» Yo me quedé como aturdido y sólo atiné a decirle: «Creo que usted no está segura de que su señor padre venga a comer...» «Por eso le pregunto» me contestó, «para mandarlo buscar.» «Pues bien», le dije, en una forma que no pude reprimir, «de usted depende que acepte su inestimable invitación o que me retire inmediatamente, y acaso para siempre». Yo había visto a la Pampita sonriente, amable, bromista, seria, sin perder el gesto de suprema bondad que la distingue: ¿te acuerdas, Lorenzo? Pero yo no había imaginado ver aquella divina expresión de dignidad reposada y grave con que habló conmigo desde ese instante para decirme después y reiteradamente: «Yo tengo que agradecerle de veras, señor, el honor que usted me dispensa, pero que, aun cuando me sintiera inclinada a aceptar, por mucho que no lo merezca, no podría aceptarlo sin menoscabar el concepto que me he formado de mis deberes de hija: yo me debo a mi padre, señor, y sería una criminal—yo lo entiendo así, perdóneme—si lo abandonara en sus últimos años». «¿Ni con el asentimiento de él?» le pregunté, y me contestó: «Ni con el asentimiento de él... que me lo daría, estoy segura, si creyera que podría hacerme más feliz...—pero que yo tendría que juzgar en su verdadero significado: como un supremo sacrificio hecho por mí y que yo no podría imponer ni aceptar».

—¡No le decía!... don Ricardo... ¡si esa muchacha es tremenda!... Y diga que usted iba con buenas intenciones...

—¿Y al fin?—dijo Melchor,—¿a qué arribaron?

—¡A nada!... A la noche volví y hablé con don Casiano largamente; le expuse con toda franqueza mis aspiraciones y hasta lo que tengo y lo que tendré con el tiempo en punto a recursos: llegué a decirle que liquidaría todo y me vendría a establecer aquí; el buen viejo me trató con toda consideración; pero diciéndome invariablemente: «Vea, señor, lo que ella resuelva, estará bien... ¿qué quiere que yo me ponga a contrariarla?... háblele usted, no más... y si es por visitarla, puede venir cuando quiera». Así lo hice; el martes, casi pasé el día allí; comí con ellos, tocamos el piano, conversamos largamente; volví ayer... hemos estado horas y horas solos; pero la última palabra de la Pampita al despedirme fue la primera: «Me debo a mi padre y no lo abandonaré en sus últimos años». «¿Me permite usted que la frecuente?» le dije teniéndole la mano tomada. «Siempre me será grata su visita», me contestó, y cuando salí por la tranquera para venirme, la vi en el corredor; la saludé con el sombrero y ella me contestó con la mano. Me vine y... aquí estoy.»

—Mi opinión, Ricardo, es que tú nos cuentas la mitad de la jornada; pero con lo dicho me basta para comprender que esto es asunto concluido.

—No he reservado nada, Melchor; te he dicho toda la verdad, ¿y concluido?... ¿por qué?...

—Porque si la Pampita no te aceptara de plano, te lo habría dicho o te lo habría hecho saber por don Casiano.

—Es claro que no les he repetido sílaba por sílaba cuanto hemos hablado, pero tengo la certeza de que si don Casiano vive veinte años, durante ellos la Pampita se conservará igual.

—¡Qué se va a conservar!... ¡no seas ingenuo!... mantiene una actitud simpática, porque es inteligentísima, para hacerse más interesante, pero ha comprendido que tú eres un gran partido y no lo perderá.

—Haces mal en hablar así... la Pampita es incapaz de una coquetería, ni de una farsa: me ha revelado un propósito firme y sincero, que nada ni nadie hará modificar.

—Bueno; no te resientas.

—¡Si no me resiento!

—Haces una defensa que lo parece.

—Es que tú pretendes presentar a la Pampita como a una cualquiera.

—No, Ricardo, yo no puedo considerarla con tu criterio, esto es todo; creo que es una mujer, y nada más; y así, la juzgo como a todas... igualita a todas: las novias, o las solteras en un grupo: buenas, amables, sencillas, modestas, etcétera... preparándose a formar el otro grupo, ¡el antitético!

—La Pampita no es de esa clase, Melchor, y tan no lo es, que se conserva hace tiempo en la misma actitud y no la modificará ni por mí ni por nadie.

—Vuelve mañana; insiste; plantea un dilema de términos extremos, y ya verás... ¡La Pampita no puede ser una mujer distinta de todas!

—¡Pues lo es! y no me ciega un entusiasmo perturbador; pero sé perfectamente que aun cuando me aceptara de plano, como tú dices, se mantendría en su actitud de hoy, mientras viva su padre; podré ir veinte, cien veces, y siempre me diría lo mismo.

—¡Quién sabe! Ricardo, insiste y allá veremos.

—Este no es asunto que se gane con la insistencia, ¿no es verdad, Baldomero?... usted que la conoce bien.

—Así es, sí, señor; pero lo que usted cuenta, ¿sabe? ya es un adelanto y puede que volviendo muchas veces... porque vea, don Ricardo, que «cuantos más chicharrones más grasa sale...»—contestó Baldomero provocando carcajadas hasta del mismo Ricardo.

—En fin—dijo Lorenzo,—yo pienso como Melchor: ¡ésta es campaña ganada, Ricardo!... ¡Y tanto que si quieres acompañarnos a una siestita, podrás dormir sobre tus laureles!... ¿eh?...

—¡Qué va a dormir, Ricardo!... No está para eso.

—¿Que no, Melchor? dormiré a pierna suelta, buena falta me hace.

—Y a todo esto, Ricardo, ¿cuál es el síntoma de salud moral a que te referiste?

—¡Hombre!... que si la Pampita me desahuciara rotundamente, ¡y eso que esta vez va como nunca!, yo me conformaría pensando...

—¡Con los colores complementarios!—le interrumpió Melchor.

—No, ché, pensando en lo que tú nos decías en el tren, ¿te acuerdas? «el mundo está lleno de Clotas».

*
* *

—¿Quiere que vayamos, don Melchor, a ver esa hacienda que han traído?

—Bueno, ¿ustedes se animan?

—No, ché, yo voy a quedarme para escribir a casa.

—Y yo también; ya te dije.

—Estoy por imitarlos, Baldomero, porque no escribo hace días. ¿Qué le parece que fuéramos mañana a ver la hacienda?

—Mejor que escriba mañana, don Melchor; de todos modos Hipólito saldrá tarde... y siempre tendrá tiempo... también puede escribir luego, a la noche, ¿no le parece?

—¡Estoy tan cansado!...

—¿De qué, don Melchor?... Usted ahora sabe cansarse de nada...

—He andado tanto estos días... y he dormido poco en las últimas noches.

—¡Tu receta, Melchor, acuérdate!—intercedió Ricardo,—contra el cansancio, el ejercicio.

—Sí, don Melchor, vamos; puede que hallemos algún animal que valga, porque a veces en tropas así sabe venir, «un repente», algún mestizo de sangre.

—Bueno, voy a vestirme; ¿mandó ensillar?

—¿En cuál va a ir?... ¿En el zaino?...

—No; hágame ensillar el Platero... con recado, ¡eh!—repuso Melchor dirigiéndose a su dormitorio.

Bajo el corredor quedaron con Baldomero, Lorenzo y Ricardo tomando mate y comentando el deseo de Melchor de montar al Platero, redomón que lo era aún y que podía dar una sorpresa; pero las órdenes de Melchor se cumplían al pie de la letra y momentos después el Platero ensillado giraba amenazante y piafando alrededor del pilar de la caballeriza en que había sido atado.

Melchor apareció calzando botas y vestido con amplia bombacha negra ceñida por un cinturón de gamuza blanca; blusa negra; chambergo color plomo; en el cuello un pañuelo celeste cuyas puntas delanteras caían sobre la pechera de su camiseta y en la mano un pequeño rebenque, trenzado, con virolas de plata.

—¿Qué tal?—preguntó al presentarse.

—¡Pareces un gaucho de verdad!

—A mí me pareces otra cosa: un orillero de Palermo con ínfulas de hombre de campo—dijo Lorenzo.

—Mejor estaría de frac y sombrero de copa, ¿no?...

—¡Sin duda! Cuando menos, Melchor, estarías en traje más propio de tu condición.

En ese momento apareció Ramona y dirigiéndose a Melchor le entregó un perfumado pañuelo de manos, diciéndole:

—Tanto pedírmelo y se iba sin él.

—Es verdad, gracias. Conque, ¿vamos, Baldomero?

—...Cuando... quiera... don Melchor—dijo Baldomero, que se había quedado contemplando a Ramona.

Acompañados por Ricardo y Lorenzo se dirigieron a la caballeriza donde Hipólito palmeaba en la tabla del pescuezo al Platero, mientras lo tenía sujeto por una oreja.

—Aguarde que yo monte, don Melchor; ¡tenéselo, ché, Hipólito!

—¿Por qué, Baldomero?

—Para pechárselo, si es caso—repuso éste al montar en su «azulejo», agregando:—Monte ahora, don Melchor.

Este había puesto el pie en el estribo, pero el Platero giraba sin cesar y sin dar tiempo a montar, hasta, que parado un instante Melchor aprovechó para volear la pierna en el mismo momento en que el redomón se tendía de costado, como en una espantada, abalanzándose hasta dar algunos pasos en las patas traseras.

—¡Y que te me ibas!... ¡maula!...—gritó Melchor afirmándose en el recado y dando un formidable rebencazo al Platero, que arqueándose agachó la cabeza, lanzó como un rugido, dio un corcovo colosal que hizo cimbrar a Melchor, y partió medio trabado avanzando de través hacia el alambrado de la quinta, al que no llegó porque Baldomero, rápido y oportuno, le puso el «azulejo» al lado, diciéndole a Melchor:

—¡No lo castigue!—y los dos caballos partieron pujando como en una carrera que hubiese de darse «puesta».

—Cualquier día van a costarle caras estas gracias—dijo Lorenzo, contemplando a Melchor sobre cuyos hombros se veía a la distancia las puntas flotantes del pañuelo, agitadas por el vendaval que el Platero producía.

—¡Ni potro que fuera... para sacarlo a don Melchor!—se aventuró a decir Ramona, como si la agitara un hondo orgullo ante la proeza realizada por su patrón.

—Él mandó... por eso lo ensillé—dijo Hipólito, contestando a Lorenzo, como si considerara que le alcanzaba el reproche.

—Yo no hago un cargo a nadie, Hipólito; pero si un día ocurre una desgracia todos vamos a ser culpables.

—Mientras esté don Baldomero no ha de ser.

—Dios lo quiera—repuso Ricardo, dirigiéndose con Lorenzo hacia el escritorio, en el que se disponían a escribir.

Sentados frente a frente y listos para empezar la tarea, dijo Ricardo, golpeando con la pluma en el fondo del tintero, como si quisiera empaparla mejor:

—¿Sabes, Lorenzo, que estoy con una preocupación?

—Yo tengo la misma.

—¿Cuál?

—Melchor.

—¿Cómo has adivinado?

—No podía ser otra.

—¿Y en qué consiste la tuya?

—En el cambio radical que se está operando y acentuando en él.

—¡Has visto!...

—Hace ya muchos días que lo observo, y hasta me ha parecido más de una vez que se excedía en la mesa.

—De eso es el sueño que lo invade después de comer, y yo lo he visto muchas veces, entre horas, tomando coñac en el antecomedor.

—¿Es posible?... ¿A más del vino de la mesa?

—Él me ha dicho que lo toma para ayudar a la digestión... cuando come demasiado.

—...¡Un muchacho que nunca ha bebido!... Y en todo se le nota un cambio alarmante... Está perezoso... indolente... todo lo deja para después... tiene un montón de cartas sin contestar...

—Hay otro detalle más extraño y es su afán de quejarse de todo: nadie lo quiere, nadie le guarda consideración, sus amigos no le escriben, ¡qué sé yo!

—A mí me tiene esto más preocupado de lo que tú te imaginas; pero no me resuelvo a hablarle porque temo que se enoje; por otra parte, ya no es un chico, y quién sabe a qué propósitos responde con su actual conducta.

—A nada, ché, Lorenzo, ¿qué se va a proponer?... Es dejadez, no más; va en camino de ponerse en el mismo estado de laxitud o de atrofiamiento moral en que nosotros estábamos.

—Y de que él nos sacó...

—Sí, pero es distinto; nosotros teníamos causas que podían ser combatidas por él, como lo hizo excitivamente; pero en él no ocurre lo propio.

—En él debe haber una causa también.

—¡Vaya uno a buscarla!... ¡bah!... ¿y quién nos dice que todas las amabilidades y todos los altruismos de Melchor no han respondido al deseo de reciprocidades, que cree no haber conseguido y de ahí su estado actual...?

—¿Por qué pensar eso?...

—Digo no más... porque veo que él cambia por instantes... y no para mejorar... y además yo no encuentro la causa de este cambio, que a mí me parece de muy mal aspecto...

—Sí... realmente... pero... ¡en fin!... yo me encuentro perplejo, no sé qué partido tomar...

—Yo pienso que lo discreto es no meternos a redentores; si a él le gusta la vida que está haciendo, ¡que la haga!

—Tal vez pudiéramos influir en algún sentido... quizá volviéndonos a Buenos Aires.

—¡Ya estás pensando en eso!...

—Tú podrías quedarte, desde que tienes un interés; pero yo me iría con él.

—Y crees que Melchor acepte el regreso ya... ¡No creas!

—¿Y por qué no?

—¿Pero no has observado que él lo pasa «ahora» muy bien?...

—...Algo me ha parecido notar...

—¡Sí, hombre! si Baldomero lo ha comprendido y me lo ha dicho anoche. Creo que él piensa hablarle...

—...¡Qué colmo sería!...

Entretanto el Platero había disminuido sus impulsos y galopaba tranquilo como un caballo definitivamente domado.

—Sujetemos, don Melchor.

—Sujetemos—contestó éste poniendo su caballo al paso. Así siguieron contemplando el estado del campo y el de las haciendas, gordas «a rajarlas con la uña».

—¿Qué año excepcional, eh?

—Así es, don Melchor, para las siembras y la hacienda.

—A eso me refiero.

—Yo también...

—¿Por qué me lo dice en ese tono?

—Vea, don Melchor... yo quería hablar con usted... si me permite... ¿sabe?... porque no querría faltarle... ¿me comprende?...

—Puede hablar, Baldomero, todo lo que quiera, lo que es por mí...

—Yo digo por el respeto, ¿no?... porque a la verdad, que si el patrón llegase a venir...

—¿El qué?... ¡Hable claro!

—Porque yo veo cosas... Don Melchor... ¡vamos!... que no están bien... y en una persona como usted... don Melchor... que no es por alabarlo... pero usted comprende bien que todo se sabe... y después son los enredos... y vaya, que lo llegue a saber la familia.

—Mire, Baldomero, yo he vivido bastante para necesitar consejos, ¿me entiende? y sé lo que hago y hago lo que se me da mi real gana.

—No digo lo contrario... no, señor; pero vea: esos mozos que están con usted...

—¡Son pavadas! de ellos, que quieren que me pase el día escribiendo cartas a cuantos imbéciles me escriben...

—No es eso... no... don Melchor...

—...y que se espantan porque tomo vino en la mesa.

—Tampoco... don Melchor...

—...como si pudiera hacerme mal.

—¿Quién va a decir eso?...

—...porque ahora tomo y antes no tomaba... ¡bah!...

—No es eso... don...

—¡Bueno, Baldomero! ¡ya basta!... ¿me entiende?... No me venga usted con pavadas que no voy a atender—exclamó Melchor vehementemente.

—No le hablaré entonces, don Melchor.

—¡Sí, es lo más discreto! ¡y basta!

—...si se ha de incomodar... pero no son pavadas... no... señor... no... son... pa... va... das...—repetía Baldomero, como hablando consigo mismo y en silencio continuaron durante todo el tiempo que duró la jira hasta que Melchor dijo:

—¿Volvamos?...

—Volvamos... don Melchor.

*
* *

—Hoy es el día de más calor que hemos tenido, ¿no te parece?...

—El termómetro lo confirma, Lorenzo; a las diez marcaba 39 grados.

—¡Cómo estarán en Buenos Aires, ché, Melchor!

—Ya ves... y tú decías que es preferible vivir allá.

—Con todo, ché: los ventiladores... los baños... los helados...

—En cambio aquí refresca a las tardes, y las noches son siempre soportables, cuando menos.

—¿Lloverá hoy?—preguntó Ricardo.

—¡Sin duda!—dijo Melchor,—el barómetro marca ya 755 milímetros—agregó, mirando al que pendía de la pared del comedor, donde acababan de almorzar.

—¡Qué agradable sería dormir la siesta bajo un buen aguacero!

—Aquí tienes, ché, Ricardo, un día excelente para ir a visitar la «Pampita»... y hacer méritos...

—¡Hacer una barbaridad!... porque me moriría en el camino.

Así habría sucedido sin duda, pues un sol de fuego caía a plomo sobre los campos, en los que danzaba macábricamente un temblequeante vaho de capas superpuestas entre las que todo se agitaba, desfigurándose con perfiles movibles y ridículos, pues tan pronto parecía que los álamos y los eucaliptus se encogían en contorsiones de dolor, como parecía que los ombúes se empinaban en espirales, o que las vacas multiplicaban repentinamente el número de sus patas, sus cabezas, o sus colas.

Las ovejas se agrupaban protegiéndose mutuamente de la calcinación solar de los sesos, que cada una ponía bajo el vientre de la vecina, hasta ofrecer, en compacto conjunto, el aspecto de grandes quillangos puestos a secar.

En los sitios en que la densidad de las capas atmosféricas era mayor, los fenómenos del espejismo se mostraban en forma de lagos y de ríos que, no por ser idénticos a los verdaderos, llegaban a engañar al ojo inerrable de los animales sedientos.

Bajo la sombra de los ombúes de la caballeriza, se refugiaban los perros echados de lado, con las patas estiradas como para ahorrarse el calor de sus contactos, indiferentes a la presencia de las gallinas que buscando la misma sombra, se ubicaban junto a ellos, salpicándolos con la tierra que removían con las alas en procura de capas más frescas y sólo cuando algún idilio gallináceo molestaba demasiado a un perro, éste se levantaba resignadamente, daba algunos trancos, dirigía una mirada hacia el campo como pensando: ¡qué calor tendrán las vacas!, y se echaba de nuevo rezongando entre colmillos algún lamento perruno.

De pronto un gallo, como si recordase repentinamente una orden, olvidada al amanecer, lanzaba las cuatro notas de su vibrante canto al que sólo respondía, por excepción, el ronco trisílabo de un gallito enano y tuerto trepado al eje de un carro en la caballeriza, por cuyos pesebres circulaban cacareando «sotto-voce» las gallinas más inquietas del corral.

En competencia con ellas, las movedizas ratoncitas pululaban gorjeando vibrantemente y era interesante seguir el revoletear de cualquiera que, del barrote superior de una ventana, modulaba su trino y se descolgaba veloz hasta el pie de un rosal, donde cantaba de nuevo, para dirigirse como en una diligencia urgente a posarse de costado en la pata del catre en que dormía un peón, repetir allí su trinar aleteado y volar a un tirante del techo de la caballeriza, recorrerlo afanosamente, como un pesquisante tras del delincuente, aparecer por el otro extremo, mirando a todos los rumbos y partir, de pronto, en línea recta hacia la glorieta del jardín.

A ratos se oía el «meee» tembloroso de algún corderito afligido; el silbar, agudo y breve, de los cardenales bajo el corredor; la carcajada burlona de los «pirinchos» y el trueno retumbante y sordo de una gran tormenta que avanzaba lentamente, como llevada por viejos bueyes cansados.

A medida que el sol declinaba, ascendía la tormenta pesada y amenazante, hasta que llegó un momento en que tomó vuelo, avanzó resueltamente sobre el sol enviándole una avanzada de nubes que lo velaron un poco, mientras el grueso de la tempestad proyectaba a lo lejos negras sombras que se disipaban a trechos cada vez que, del seno de las nubes, partía el repentino fogonazo de un relámpago cuya luz se mostraba por grandes claros en las sombras del suelo—a la manera de los que se abren en los camalotes o en las algas que cubren aguas tranquilas cuando se arroja sobre ellos una piedra.

De pronto cruzó una ráfaga de aire fresco que se aceleró por instantes, intensificándose hasta disolver los grupos de sofocadas gallinas, levantar torbellinos danzantes de polvo, sacudir los ramajes y aun torcer las copas de los mismos ombúes, gruesos y anchos, como una satisfacción sanchesca.

Las palomas salieron del sopor en que habían dormitado, lanzándose en dos bandadas a combatir con las rachas, como dos escuadrillas que evolucionaran en un mar agitado, para regresar al puerto en línea, de combate por rumbos contrarios.

De pronto también las copas de los árboles volvieron a su posición recta; el polvo quedó en suspensión descendiendo, lentamente, sobre el suelo; las haciendas levantaron la cabeza como investigando la causa de aquel cambio; los caballos relincharon un rezongo; el sol brilló de nuevo en todo su esplendor, rencoroso y candente: la tormenta había pasado en su colosal ruta parabólica, rumbo al poniente, donde pareció detenerse, como a esperar al sol.

Baldomero, de pie en la puerta de su dormitorio, dijo, prendiéndose el tirador que sujetaba sus bombachas y mirando a la tormenta:

—¡Ah!... ¡canalla!... no quisiste descargar... ¡Si la seca se afirma... yo no sé qué va a ser!...

Y como si la tormenta, envuelta en el conglomerado de sus cirrus obedeciera a su voz, empezó a moverse hacia el sud, siguiendo la línea del horizonte lentamente, casi agazapándose, como si quisiera realizar un movimiento envolvente para tomar al sol por retaguardia, mientras éste seguía en su aparente caída diurna.

Al llenar el cuadrante que recorría, la tormenta desplegó sus avanzadas hacia el cénit desarrollándose en toda su amplitud, y, a medida que el sol descendía a su ocaso, ella ocupaba la imponderable inmensidad del cielo, anticipando y ennegreciendo la luz crepuscular de aquella tarde.

Cuando el sol se hundía, como una enorme elipse roja, tras las capas atmosféricas que ondulaban sobre el suelo, la tormenta, silenciosa, solemne, triunfal, descargó sus primeras gotas que, amplias y gruesas, golpeaban en los ramajes y levantaban del suelo tenues circulillos de polvo finísimo.

Sin relámpagos, sin truenos, la lluvia se hacía más copiosa cada vez, hasta convertirse en un diluvio nutrido y firme que el suelo absorbía sediento, dejando que el exceso de agua se acumulara en pequeñas corrientes que seguían el desnivel del piso como arroyos y ríos vistos desde gran altura y mientras el formidable aguacero caía como una colosal cortina chinesca de gruesos e infinitos hilos incoloros, las movedizas «ratoncitas» trinaban en los tirantes de los aleros como diciendo acongojadas: ¡qué va a ser de nosotras!...

La lluvia continuó sin interrupción alegrando y reviviendo todo y cuando los tres amigos, ya casi de noche, tomaban asiento en el comedor se oyó ladrar los perros como si algo extraordinario ocurriera.

—¿Qué sucede, José?—preguntó Melchor al sirviente que ponía la sopa en la mesa.

—Debe andar gente, don Melchor, por como ladran... voy a ver.

Tras del sirviente salieron al corredor Melchor y Lorenzo que por el ruido continuado de la lluvia sólo pudieron percibir los gritos de Hipólito llamando a los perros y los de Baldomero que por el corredor de sus piezas se dirigía a la caballeriza preguntando en voz alta:

—¿Qué hay?...

Momentos después se presentó Baldomero, de cuyo poncho se escurría el agua por las puntas y dirigiéndose a Melchor le dijo:

—Son dos gringos... mercachifles... que piden pasar la noche; ¡pero cómo llueve!...

—Pobres infelices—dijo Lorenzo al mismo tiempo que Ricardo incorporándose al grupo preguntaba:

—¿Qué es lo que hay?

—Vea, Baldomero, dígales que esto no es posada.

—¡Qué?... ¿Los vas a echar, Melchor?...

—Déjelos, don Melchor—dijo Baldomero,—que duerman en la caballeriza... ¿qué mal pueden hacer?... ¡Llueve tan feo!...

—¡Como han venido, que se vayan!

—No hagas eso, Melchor.

—¡Pero! ¿qué es lo que hay?—repitió Ricardo.

—Dos gringos, ché—le contestó Melchor,—dos bribones... que quieren pasar aquí la noche.

—¿Y...? déjalos...

—¡Ni pienso!... Vaya, Baldomero, y hágalos salir del campo.

—¿De «verdá», don Melchor...?

—¿Pero no me entiende?... ¿o quiere que vaya yo?...

—Déjalos, ¡infelices!—insistió Lorenzo.

—¡No quiero!... ¡Vaya!... ¡No me da la gana!...

—Está bien, don Melchor—dijo Baldomero dirigiéndose hacia la caballeriza por el caminito del jardín en el que quedaron visibles, a la luz del farol del corredor, las hondas huellas de sus botas.

—¡Baldomero!—gritó Melchor aproximándose al límite del corredor, hasta recibir algunas gotas de lluvia y haciendo bocina con la mano,—¡que los acompañe Hipólito hasta la tranquera!

—Está bien, señor—se oyó a la distancia bajo la lluvia y momentos después los dos mercachifles cargados con un enorme peso que aquélla aumentaba, salían chapaleando barro, conducidos por Hipólito a caballo, mientras Melchor desdoblaba la servilleta que se ponía en las faldas, y tomaba un plato de suculenta sopa de arroz con ajíes de la huerta...

*
* *

—¡Así!...—decía Baldomero, juntando los dedos de ambas manos, y riendo placenteramente,—¡así!... va a caer gente el domingo...¡Si se me hace que no va a faltar nadie!...

—¿Y vendrán muchachas?—preguntó Lorenzo.

—¡Como gato al bofe!... señor. ¿En habiendo bailable?... ¡ni qué hablar! ¡Y más cuando han sabido que es por festejar el santo de don Melchor y qué habrá carneada... y carreras! ¡Viera don Lorenzo, cómo abren los ojos, los mozos, cuando les digo que usted va a largar «veinte» de premio al mejor flete criollo en seis cuadras!... ¡Si se me hace que hasta de a pie la corrían!

—¿Avisó al comisario, Baldomero?

—Hoy de mañana le hablé, don Melchor, y me dijo que estaba gustoso y que no faltaría.

—Yo creo—dijo Ricardo,—que para un «fieston» como el que preparan deberías invitar a don Casiano... quizás viniera.

—¡Anda tú!... Vas mañana... y te lo traes el domingo.

—¿En serio?... ¿Me autorizas para ir a invitarlo en tu nombre?

—¡Por indicación tuya!... ¡pero no le digas que se trata de mi cumpleaños, porque lo pondrías en el compromiso de regalarme algo y no sea el diablo que me regalara... la «Pampita»!

—¡No seas bárbaro!... Bueno: ¿voy?

—Como te parezca... lo que es por mí...

—Convenido; ¿me hará preparar caballo, Baldomero?

—¿Cómo no, señor, si usted dispone?

—¿Y me acompañará Juancito?

—¡Sí, hombre!, te acompañará Juancito... y llevará el «tostado» ¡que es de «anca»!... por si hay que traer a la «Pampita».

—Te ha dado fuerte con la «Pampita»...

—¡Más fuerte te ha dado a ti!

—¿Y qué camino debemos tomar, Baldomero, para evitar un nuevo encuentro con Anastasio?

—Juancito le dirá, don Ricardo; pueden pasar por el campo de los Gómez, ¿sabe don Melchor? que no es una vuelta grande.

—¡Y aunque sea! Yo soy capaz de dar la vuelta al mundo por no encontrarme con Anastasio.

—Qué, ¿le tiene tanto miedo?

—Miedo, no, Baldomero; ¿pero a qué comprometerme?

—¡Cuando ya estás comprometido con la «Pampita»!—dijo Melchor, sonriendo.

—¡Dale con la «Pampita»...! casi estoy por creer que te acuerdas más de ella que de Clota...

Melchor, que acababa con el mate que tenía en la mano, se lo dio a Ramona, diciéndole:

—No me dé más.

La conversación continuó anticipando comentarios sobre las fiestas proyectadas para festejar el cumpleaños de Melchor, postergado hasta el domingo, con el objeto de poder darle todo el esplendor que, según Baldomero, merecía.

—Al fin son dos días, no más, mientras que mañana no podrían venir muchos—decía éste.

—Lo que a mí me interesa más es el baile—dijo Lorenzo,—porque nunca he visto un «pericón», ni un «gato», ni nada de eso.

—Pues saldrá de la «curiosidá», don Lorenzo.

Baldomero se interrumpió de pronto, poniéndose de pie y mirando a la distancia atentamente en forma que despertó la curiosidad de todos, que se levantaron también preguntándole:

—¿Qué mira?...

—...Allá... Si no me engaño... viene un coche... y viene para acá...

—¿Dónde?

—...Allá... bajando la loma... ¿ve?... derechito a la tranquera...

—¡Es cierto!—dijo Lorenzo.—Ahora lo veo perfectamente.

—Y yo también—dijo Ricardo,—podríamos ir a salirle al encuentro; ¿qué les parece?

—Vamos, la tarde está fresca.

—¡No ve! Don Melchor: ahí endereza a la tranquera, ¿quién será?...

—Ahora lo sabremos, vamos.

El grupo se dirigió al encuentro del coche que visiblemente se dirigía a la «Celia».

—Viene del pueblo, don Melchor... de la cochería de Gaspar, ¿sabe?... y viene con una persona...—dijo Baldomero.

—¿Quién será?

—Alguno de los muchachos, ¿no te parece, Melchor?... que viene a pasar el día de mañana contigo.

—¡No, Lorenzo!... ¿quién va a pensar en eso!

—¿Y por qué no?...

—Porque no...

El carruaje había pasado la tranquera y se aproximaba rápidamente al grupo que se había detenido a contemplarlo bajo un árbol, cuando de pronto vieron que el viajero les anticipaba un saludo agitando su sombrero.

—¡Es Rufino!... ¡Es Rufino!...—dijo Lorenzo y agregó con viva satisfacción:—¡qué bueno!

Efectivamente era Rufino, el viejo sirviente de la casa de Lorenzo, que descendió del pescante de un salto y lo saludo como un amigo íntimo, casi como un padre:

—¡Cómo está, niño?... ¡Qué buena cara tiene!... ¿Se siente bien?...

—Perfectamente, Rufino, ¿y por allá?

—Todos están muy buenos... ¿cómo lo pasa, don Melchor?... ¿y usted, don Ricardo?...

Contestaron éstos amablemente y luego de presentarle a Baldomero, dieron orden al cochero que entrase a la caballeriza y reunidos, todos, regresaron a pie en dirección a las casas.

—Pues, sí, niño, la señora tenía resuelto mandarme para verlo y para que le trajera unas cosas que le manda a don Melchor—cosa que estuviera aquí mañana, ¿no?—y que le trajese noticias de casa que están todos buenos, a Dios gracias, y deseando verlo, como, a usted, don Ricardo, que me dijo su mamá que le dijera que están muy contentos con sus noticias y que por qué no les ha mandado el retrato de la niña.

—Muy pronto irá, Rufino, quizás lo lleve yo mismo.

—¿Qué, ya están por volverse, don Ricardo?... Viera qué calor en la ciudad... ¡y miren que esto es lindo!... Si es una gloria estar aquí.... El que no anda muy bien, es su papá, don Melchor.

—¿Qué es lo que ha tenido?... En las cartas no me decían que estuviese enfermo de cuidado...

—Parece que lo atacó el hígado... y algo de los riñones también.

—¿Ha estado en cama muchos días?...

—Anteayer se levantó, don Melchor; pero los ha tenido medio afligidos porque los médicos decían que por su edad que había que tener cuidado.

—Y diga, amigo—le preguntó Baldomero,—¿ya está bien el viejo?

—Bien del todo, no, señor; pero está mejor... eso sí... y cuidándose no ha de suceder nada... ¿y sabe la novedad, niño?—agregó dirigiéndose a Lorenzo,—que la niña Sofía está pedida y según me dijo la señora que le dijera, que parece que para mayo o junio.

—Sí, Rufino, Sofía me escribió dándome la noticia.

—Las niñas no hablan de otra, cosa, niño, y todos los días se llenan de amigas que la felicitan ¡y es un ir a las tiendas!... ¡Mire que da trabajo un casamiento!...

—¡Cuénteselo a don Ricardo, amigo!—dijo Baldomero riéndose.

—¿Y por qué a mí?... Más cerca lo tiene a Melchor.

—Ahora que me hace acordar: me dijo la señora, don Melchor, que le dijera que la niña Clota los acompañó sin descanso en los días que el señor estaba peor.

—Pero... ¿qué ha estado mal el viejo?—le preguntó Melchor.

—Sí, señor... al principio no estuvo muy bien, ¿no le decía?... pero ya va mejor.

El grupo se dirigió a la caballeriza de donde regresó a las piezas interiores a las que Rufino y Baldomero llevaron los paquetes de que aquél era portador y que fueron colocados en la mesa de la sala.

Rufino entregó a Lorenzo algunas cosas diciéndole:

—Esto le manda la señora, niño, y esta carta—y dirigiéndose a Melchor agregó:—Estas cosas le mandan de su casa, don Melchor, y estas cartas que me dieron y a más... espérese, don Melchor, aquí le traigo... pero, ¿dónde lo he puesto?—repetía buscando en los bolsillos interiores afanosamente,—¡ah!... aquí está... esto que le mandaba la niña Clota...

Melchor, que se había dispuesto a retirarse, al recibir los paquetes y las cartas, se detuvo hasta que Rufino le entregó un pequeño estuche que hizo exclamar a todos:

—¡A ver!... ¡A ver!...

Melchor puso todo sobre la mesa y con absoluta calma, sin apuro, casi displicentemente, desató el pequeño estuche que abrió y, sin detenerse a contemplarlo, lo mostró a Lorenzo y Ricardo que exclamaron:

—¡Qué maravilla!...

—¡Qué buen gusto!...

La caballeriza, barrida y regada prolijamente, había sido desalojada de cuanto podía disminuir su capacidad de salón de baile, dispuesto con bancos en los costados; un gran farol sobre la pared del fondo; cuatro farolitos chinescos colgantes del techo y guías de sauces adornando los pilares del frente.

En el monte de durazneros se había dispuesto lo necesario para el almuerzo, consistente en una vaquillona con cuero, empanadas, frutas, cerveza y limonada gaseosa en abundancia; todo listo para las doce bajo la prolija vigilancia de Melchor que se hallaba vestido con traje de gala: botas claras de cuero de chancho, bombacha de hilo crudo; tirador de charol negro; camisa de seda celeste claro; blusa corta de grano de oro; gran «panamá» con ancha cinta de colores; y por detrás, debajo de la blusa asomaba el caño bruñido de un revólver.

En los palenques no cabía ni un caballo más y bajo los ombúes estaban los carros en que habían llegado las familias invitadas que se diseminaron por los jardines y el monte, anticipando comentarios sobre el esplendor de aquella fiesta excepcional.

El paisanaje se había reunido en la «cancha» improvisada donde se medía las distancias a correr y en cuyas inmediaciones «se caminaban» del cabestro los parejeros que eran, sin disputa, tanto mejores cuanto peor aspecto presentaban.

—¡A ver!... ¡esa gente!... ¡Si no quieren churrasquear!—gritó Melchor desde la puerta del jardín y el grupo abigarrado y cadencioso se dirigió hacia el monte discutiendo a voces las condiciones de los caballos, que los muchachos paseaban a morral:

—¡Le tomo! amigo, dos paradas de a peso al «rosillo» contra el «malacara»...

—Doy tres a dos al «gateao», contra el que raye.

—¡Quién dice que juega al «ruano»?

—¡No crean!... ¡el «malacara» de este hombre es muy ligero!... ¡«pal» pasto!...

—Si cuando corre el «overo» de don Lucas uno no sabe, por lo ligero que va, ¡si es que recula!

—No té me habías de escapar, lagartija, si te corriese en él—dijo don Lucas, el capataz en la estancia lindera de Cabral, dirigiéndose a un peón joven, alto, delgado y lampiño que había estado a su servicio y que al caminar doblaba las piernas como si tuviese desarticuladas las rodillas.

Al pasar por el camino del jardín inmediato a la sala, Melchor salió de ésta, después de decir algo muy en secreto a Ramona, y se puso a la cabeza del grupo al que sirvió de guía y al que había de quedar vinculado en la fiesta, si pensaba seguir el consejo de aquélla:—No se mezcle, don Melchor, con esas mujeres que pueden traerle un disgusto...

Los comensales llegaron al monte en el que habitualmente no se oía más ruido que el cantar de los pájaros y el seco «tac» de los duraznos que caían, de las ramas al suelo, en el último grado de madurez.

—¡A ver—gritó un viejo paisano, bajo, grueso, apellidado Montero,—si echan reses a la playa!

En diversos y pintorescos grupos se realizó el almuerzo presidido por la mesa dispuesta para Melchor que sentó a ella a los convidados más representativos: el comisario Maidagan, don Lucas, Baldomero, Lorenzo y dos muchachas hijas de un colono alemán a las que puso a su lado, al mismo tiempo que decía al hermano de ellas que las había acompañado:

—Usted no cabe aquí, amigo; pero ha de ser buen gaucho... acomódese por allí...

Durante el almuerzo, Melchor tuvo extremadas atenciones con sus vecinas a una de las que le dijo en los primeros momentos y en tono confidencial:

—Parece que mi amigo Lorenzo ha simpatizado con su hermanita...

—¡Oj!... mi «guérmana» no «está» para un señor así.

—Pero usted sí... para eso y mucho más...

La muchacha ingenua y sencilla se puso más roja de lo que era: por primera vez, en su vida, sintió en los oídos el palpitar acelerado y martillante de su propio corazón y, como en un desvanecimiento extraño, tuvo la visión fugaz de una hermosa casa de campo en cuya puerta un carruaje esperase a su dueña...

Melchor lo comprendió y cuando se disponía a insinuarse en el lenguaje agresivo y mudo de una pasión fingida llamó su atención, y la de todos, el viejo Montero, que alzándose a la distancia le gritó:

—¡Don Melchor!... y no lo tome a mal: a la «salú» de su futura, la niña Clota, que nos dice Hipólito...

Y el viejo que tenía en frente al cochero de la estancia levantaba en alto un jarro de lata tomado por los bordes con las puntas de los dedos vueltos hacia abajo.

—¡Por la niña Clota!...

—¡Por la futura del patrón!...—gritaron en coro todos, cuando llegó Ramona que, tocando suavemente en el hombro a Melchor, le dijo:

—Se avista a don Ricardo que viene con Juancito—y regresó a las piezas de la casa, no sin mirar despreciativamente a la rabia enrojecida que su patrón tenía al lado.

Momentos antes de terminar el almuerzo llegó Ricardo que, al encontrarse con Melchor; lo abrazó efusivamente:

—¡Que los cumplas muy felices!

—¿Cómo te fue?...

—¡Perfectamente!...

—¿No te dije?...

—...hasta donde es posible—agregó Ricardo tomando asiento donde no había cabido el hermano de las rubias.

Terminado el almuerzo, se entregaron los invitados a tocar la guitarra y payar algunos, otros a jugar a las bochas, la taba o el truco, mientras los invitados a la mesa de Melchor se dirigieron con éste a la sala para oír a Ricardo en el piano.

A los acordes de éste la gente empezó a reunirse en el corredor donde se hizo una tertulia en que el piano alternaba con la guitarra, mientras Melchor atendía a todos, como dueño de casa, haciendo servir algunas botellas de sidra espumante.

Llegó luego la hora de las carreras que debían empezar por la del premio ofrecido por Lorenzo y en la que tomarían parte cinco caballos.

La carrera debía ser largada por Lorenzo, teniendo por juez de raya al comisario Maidagan, pero aquél no sospechó la laboriosa operación en que se había comprometido, pues cada vez que calculó poder bajar la señal de la partida debió desistir, porque el «overo» hacía punta, o el «ruano» se quedaba atrás, o el «rosillo» se anticipaba, o el «malacara» se volvía, o el «gateao» permanecía firme en la raya.

Entre la línea fijada a los caballos y la de la partida definitiva, ocupada por Lorenzo, había unos treinta metros que aquéllos recorrieron treinta veces, sin presentarse en línea, hasta que por fin Lorenzo les dijo:

—Bueno, amigos, va la última: voy a largar... ¡y el que se quede atrás que se quede!

Los cinco caballos, ante esta amenaza, pasaron por delante de Lorenzo en irreprochable formación; bajó la señal; sonaron los rebenques y el lote partió, levantando tras sí como la cortina de polvo de un automóvil en marcha.

Todo el paisanaje se lanzó a escape tras los competidores entre los que desde el «pique» hizo «punta» el «malacara» montado por Juancito—el peón de la caballeriza solicitado al efecto por su dueño con la promesa de darle dos pesos si ganaba la carrera.—Llegó segundo el «rosillo» montado por su dueño, Lucas Bando, que había tomado varias «paradas» dando «fila» con su cacaballo y que al bajar de éste dijo a gritos:

—¡Meten un caballo de sangre y así qué gracia!... Con un animal de la estancia... ¡«Pchá» que son vivos!...

Melchor, que montaba el «zaino» y que había bebido más de lo habitual por estimular a sus invitados, al oír a Bando, picó su caballo y poniéndosele al lado le dijo:

—¡Avisa si querés que estrene este arreador!

—¡Sí!... usted está en su casa... y... ¿por qué hacen correr ese caballo por criollo, entonces?...

—Porque es criollo, ¿entendés «guacho»?

—Vea, don Melchor, respete a la gente si quiere que no le falten...

—¡Pero qué te has pensado, canalla!—dijo Melchor haciendo girar el cinturón como para sacar el revólver.

Hubo un instante de pavoroso silencio, durante el cual Bando se recostó en el anca del «rosillo» y sereno y sonriente miró a Melchor, a quien Maidagan tomó del brazo diciéndole:

—¡Qué va a hacer!... Don Melchor... ¡Si no vale la pena!...—al mismo tiempo que decía a Bando:—¡Monte y retírese, amigo!

—¡Suélteme, Maidagan!... ¡Suélteme, le digo!

—Primero voy a pagar honradamente lo que he perdido—repuso Bando;—para irse hay tiempo... «anque» sea al otro mundo...

Lorenzo y Ricardo se aproximaron a Melchor y lo llevaron para la caballeriza, donde se habían refugiado las mujeres, y donde le tuvieron, poco menos que a la fuerza, hasta que, apaciguados los ánimos, volvieron al sitio de las carreras, que se tramitaban en inacabables discusiones, y desde el cual pudieron ver a la distancia, que Lucas Bando se alejaba, solo, llevando de tiro a su «rosillo».

*
* *

En varias mesas puestas bajo el ombú grande, se había improvisado la cantina, gratis, atendida por Rufino a pedido de Melchor, con la recomendación de dar preferencia al despacho de limonada gaseosa.

Terminadas las carreras se organizó el baile designándose bastonero al viejo Montero que aceptó el cargo diciendo:

—¡La primera pieza «pal» patrón!...

La orquesta, formada por dos guitarras y un acordeón, rompió con una habanera cadenciosa y sensual; las mujeres ocupaban los bancos, abanicándose complacidas; los hombres de pie, sobre uno de los costados descubiertos, las contemplaban «comentándolas», cuando avanzó Melchor y, parándose frente a la rubia que había tenido al lado en la mesa, se sacó un pequeño ramito del ojal y mientras los músicos suspendían la ejecución de la habanera, le dijo;

—Para la reina de la fiesta, a la que le pido quiera acompañarme a iniciar el baile.

La muchacha tornó el ramito y aceptando el brazo que Melchor le ofrecía salió con él que, en seguida, hizo seña a los músicos para que continuaran, mientras se paseaba con su compañera cuya mano derecha apretaba fuertemente con la izquierda.

Él estaba, sin duda, hermoso bajo la influencia de la profunda exitación que lo dominaba. Sus mejillas habían recobrado el sonrosado color de otros días y por sobre sus hondas ojeras brillaban sus enormes ojos de fauno estival; los labios enrojecidos y gruesos y lascivos brotaban, entre el bigote y la rubia barba crecida, como una roja amapola en un trigal maduro y su aliento de horno quemaba las mejillas de su inocente y sencilla compañera, cuyo respirar acelerado y ansioso contestaba, sin palabras, a las tremantes insinuaciones de su gallardo y prestigioso galán.

Las guitarras sonaban metálicamente bajo los golpes violentos y secos en las bordonas; el acordeón se quejaba en el desmayo rítmico de sus notas, prolongadas en calderones que le exigían todo el desarrollo de su caja y, aprovechando uno de éstos, Melchor se puso al frente de la rubia arrastrando la pierna izquierda cuyo pie trazó en el suelo un semicírculo y pasándole el brazo derecho por el talle, al que se ajustó como un cinturón ardiente, le tomó, con toda delicadeza, la punta de los dedos de su mano derecha que levantó hasta la altura de los hombros y mirándola lánguidamente en los labios temblorosos, empezó a bailar tan unido a ella

«Que sus dos almas en una acaso se misturaron».

—¡Quiébrela, niño...!—dijo una voz que partió del grupo de paisanos, hacia el que Melchor lanzó una mirada de indignación visible...

La pareja giraba lentamente, bajo las miradas de todos y con especialidad del hermano de la rubia cuyos movimientos seguía ansioso y lívido mientras le torturaban penosamente los comentarios circundantes.

Cuando el acordeón, como una isoca que se encoge, se replegó ondulante emitiendo su gorjeo final y los guitarristas rasguearon sobre las cuerdas como en un pizzicatto decreciente y sonaron los aplausos y aquel «cinturón ardiente» se corrió por la cintura como una culebra que se desliza, y Melchor se inclinó en una graciosa reverencia sobre la rubia, el hermano de ésta avanzó resueltamente y sin calcular la impresión que provocaba en todos, la tomó del brazo diciéndole que era hora de retirarse, al mismo tiempo que hacía una seña a la otra hermana sentada con Lorenzo bajo el farol de la pared del fondo.

Fue inútil cuanto se hizo por modificar la resolución que arrancaba del baile a sus dos mejores prestigios; pero las criollas experimentaron un alivio viendo alejarse a las dos rubias, cuyas mejillas tenían el color, la pelusa y hasta el perfume de los priscos maduros.

—...¡Cretino!... ¡Imbécil!...—repetía Melchor contemplando a las dos muchachas que se alejaban llevadas por el hermano, en el carro bajo y ancho del colono.

—¡Rufino, deme un vaso de cerveza; de la que está en el balde!

—No bebas más, Melchor...

—Déjate de pavadas, Lorenzo; tengo sed.

—Toma limonada.

—¡Pero qué afán de darme consejos!... ¡Caramba!... Deme la cerveza, Rufino.

—Don Lorenzo—exclamó Baldomero desde la caballeriza,—aquí le han hecho un pericón... Usted que quería verlo. ¡Venga!...

Cuando Lorenzo salió de bajo el ombú de la cantina, oyó el compasado y monótono «¡glú!... ¡gluglú!... ¡glú!» de las guitarras y el «¡ras!... ¡rasrrás!... ¡ras!» de los pies cepillando el piso al girar de los bailarines, como en las cadenas de los lanceros.

Tras de Lorenzo, se aproximó Melchor que a cada figura gritaba:

—¡Más listos!... ¡más vivo ese movimiento!... ¡Parecen hombres de palo!...

Terminado el pericón, llegó Hipólito con una escalera y encendió la luz de los faroles, pues la pared del fondo, en el lado del poniente, proyectaba una sombra que oscurecía al local. Realizada aquella operación, se ennegrecieron las «damas», que sentadas en los bancos fueron revistadas por Melchor, de cuyo panamá bajó sobre los ojos el ala delantera.

Al llegar frente al farol de la pared vio, bajo la penumbra de éste, una pareja que conversaba íntimamente.

—¿Y ustedes?... ¿qué hacen, que no bailan?

—«Ahura» hemos de bailar, señor, lo que toquen.

—¡A ver!... Déjenme sentar a mí también—les dijo Melchor,—quiero verles las caras.

La pareja unida se corrió hacia un lado, dejando sitio junto al paisano; pero Melchor le dijo a éste, metiendo el cabo de su rebenque entre él y su compañera:

—No, yo en el medio.

En el mismo instante los músicos empezaron a tocar algo semejante a una «mazurka» y levantándose rápido el paisano dijo a su compañera:

—Acompáñeme, que ahí tocan.

La criollita no se hizo repetir la invitación y de la mano de su compañero se alejó mientras Melchor se sentaba y decía:

—Vayan no más, que no se han de ir muy lejos...—pero no volvió a verlos aquella tarde.

El baile continuó hasta que al entrar la noche se retiraron los convidados, muchos de los cuales destacaban, sobre las últimas vislumbres del crepúsculo, la silueta oscilante en el caballo que por sí sólo marchaba a la querencia.

Aquella fiesta dejó en el espíritu de Lorenzo, de Ricardo y aun de Rufino, una penosa impresión que se trasmitieron mutuamente mientras Melchor, que la había engendrado, tomaba el baño que todas las tardes le preparaba Ramona.

—Yo no me debo meter, niño; pero, en mi sentir, don Melchor va mal—decía Rufino,—y diga que don Baldomero no le pierde pisada...

—En lo único que hace mal Melchor, es en querer alternar con esta gente, Rufino.

—Y otras cosas, niño, que me ha dejado comprender don Baldomero... ¡y cómo lo quiere este hombre!...

—¡Como todos! ¿quién no ha de querer a Melchor?—repuso Lorenzo.

—Así es, niño; pero vea, don Baldomero dice que usted puede mucho y que de no que le hable al patrón.

—No ha de haber necesidad de nada, Rufino, porque esta fiesta no ha de repetirse.

—Más vale así, niño; ¡mire que seria una lástima!...

—¿Y usted tiene todo listo para regresar mañana, Rufino?—le preguntó Lorenzo para cortar la conversación.

—Sí, niño, todo, sólo me faltan unas cartas que me dijo don Melchor que me iba a dar.

Terminado el baño de Melchor reapareció éste y pasaron al comedor donde durante la comida comentó complacidamente los diversos episodios del día, lamentando sólo no haber tenido tiempo de escribir las cartas que había pensado enviar con Rufino, cuyo regreso estaba improrrogablemente fijado para la mañana siguiente según lo tratado en la cochería de Gaspar.

—¿Parece que a ustedes no los ha dejado satisfechos la fiesta?—dijo de pronto Melchor al terminar la comida.

—¿Cómo no?...—repuso Ricardo,—hemos asistido a un espectáculo muy interesante; yo no hablo mucho porque estoy cansado con el galopón de esta mañana y el trajín de todo el día.

—¿Y tú?

—¿Yo?... ¿Qué más quieres que te diga?... Me parece que he elogiado bastante, y de lo que no me merece elogios... ¿a qué hablar?...

—¿Por ejemplo?...

—Si te empeñas... me parece muy censurable tu afán de identificarte con todo este chusmaje... de vestirte como ellos... hablar como ellos... ¡y hasta beber a la par de ellos, Melchor!

—¡Apareció el aristócrata!... ¿y qué más?...

—¡Hombre!... mucho más que callo quizás por no fastidiarte.

—Sí, ché Lorenzo, para hablar tonteras mejor es callarse...

—Así será... ¡tonteras!—dijo Lorenzo levantándose de la mesa en momentos en que Melchor decía a José:

—Traiga el cognac...

Al oír esto, Lorenzo, que trasponía la puerta del comedor, se detuvo un instante y antes de continuar dijo:

—¿También sería tontera criticarte eso?...—y se alejó.

—¡Ven... no te vayas... ché Lorenzo!... ¡Si no me voy a emborrachar!—dijo Melchor en voz alta y prorrumpió en una carcajada...

*
* *

El ambiente de amables alegrías se había modificado gradualmente en la estancia de Astul hasta ofrecer a ratos el aspecto de una casa de duelo.

Ricardo, Lorenzo y Melchor paseaban como con desgano; se aislaban, acaso sin determinarlo deliberadamente y cuando conversaban lo hacían sobre temas indiferentes o fríos. Largas horas trascurrían sin hablarse y más de una vez tomaban asiento en la mesa conservando cada uno el libro que leía y al que servía de atril la copa o la botella que se tenía delante.

Así había pasado la hora empleada en comer una tarde en que Ricardo rompió el silencio diciendo:

—¡Vamos a levantarnos de la mesa roncos!

—Ustedes han dado en no hablar.

—Seguimos tu ejemplo.

—¿Y de qué quieres que hable, Ricardo?... ¡Yo tan luego!... No tengo temas agradables, ché...

—¡Yo tengo—dijo Lorenzo,—ahora que me acuerdo! Entre las cartas que nos trajeron hoy recibí una del doctor Moreno en que me dice que te pida permiso para mandar aquí a todos sus enfermos en vista de las noticias que le daba de mi estado.

—¡Al fin me da la razón ese pillo!

—¿Pillo?... ¿Por qué?... el doctor Moreno es todo un caballero, Melchor.

—Sí... sin duda... un caballero que te habría declarado sano el primer día que te vio, si no hubiera comprendido que eras un buen filón.

—¿Pero por qué hablas así del doctor Moreno?

—Porque todos «ésos» son iguales; mercaderes de la peor especie que en la mayoría de los casos venden enfermedades a sanos y no salud a enfermos... traficantes que toman a un hombre como el viejo y lo atan a la cama para sacarles el jugo.

—Yo no niego que haya médicos de esa índole; pero son la excepción... Moreno es un hombre digno y serio.

—¡Bah!... ¡Bah!... No me hables de los hombres serios—exclamó Melchor reaccionando sobre la nerviosidad con que habló de los médicos y sonriendo como si compadeciera a Lorenzo por su ingenuidad.

—Que también, para ti, los hombres serios son... unos...

—¡Truanes! en la mayoría de los casos—le interrumpió Melchor,—¡porque casi siempre revisten de seriedad, fingida, un estado de conciencia que haría poner colorado a un negro!

—Te confieso que me aturdes cada vez que te oigo hablar así y que todo mi discernimiento se desvanece cuando te veo en tren de escarnecer despiadadamente todo cuanto debe merecernos respeto.

—¿Pero crees, Lorenzo—interrumpió Melchor violentamente,—que yo puedo, tener respeto por la cáfila de bribones que se habrán completado para declarar enfermo al viejo... cuando el viejo no tiene más «enfermedad» que la de tener algunos recursos?... ¿Y crees que yo puedo o debo respetar a esos ceremoniosos caballeros que hablan solemnemente y no se sonríen siquiera ante nadie, para poder pasar por «hombres serios»?... ¡Bah! no seas infeliz: en la mayoría de los casos son unos grandísimos trapalones que después de haber tocado en todos los fondos de la corrupción y del vicio, ahitos de impudicias y de concupiscencias, se cubren las llagas con el manto de los honestos y de los virtuosos... verdaderos escenógrafos en el drama de la propia vida, que nos la pintan o nos la muestran a la manera de esos telones teatrales que representan, vistos de lejos, un hermoso paisaje apacible, hecho burdamente a escobazos con pinturas ordinarias.

—Me apena como no es decible todo lo que estás diciendo... tú no pensabas así.

—¡Es que he aprendido!

—Yo también aprendí, y de ti especialmente, a pensar de otro modo y no me pesa, Melchor, porque en mi experiencia, poca o mucha, los pillos representan el uno por ciento de los hombres que he conocido.

—¡Que no has conocido!... precisamente: ¡que no has conocido! porque han sido suficientemente astutos para embaucarte.

—¿De modo que la proporción es inversa?...

—Posible... ¡casi seguramente!...

—¡No digas eso, por Dios, Melchor!—exclamó Lorenzo poniéndose de pie y caminando nerviosamente a lo largo del comedor, mientras Ricardo, echado hacia atrás en su asiento, arrojaba al techo tenues espirales del humo de su, cigarro, como deseando substraerse a la discusión.

—No lo diré si te incomoda—repuso Melchor con voluptuosa indiferencia.

—¡Me, desespera verte así!... Yo no sé qué influencias perniciosas gravitan ahora en tu espíritu para hacerte ver las cosas y los hombres...

—¡Como son!—le interrumpió Melchor con vehemencia, agregando:—yo he pasado diez años creyendo en todo lo bueno, lo amable, lo digno; yo he pagado ya el tributo de mi inocencia; pero he aprendido a defenderme y a calcular hasta la más solapada intención del que tengo delante y hoy me siento capaz de juzgar a las cosas y a los hombres y a las mujeres sin engañarme, ¿entiendes?...

—¿Cómo he de entenderte, Melchor, si me hablas de condiciones negativas desde que sólo te sirven para ver todo malo, corrupto, repugnante?

—¿Y qué culpa tengo yo de que las cosas sean así?...

—¡Es que no son!... Tú no puedes considerar así a tu madre, ni a tu padre, ni a los de Ricardo ni a los míos.

—Pongamos punto final, ché Lorenzo, si vas a argumentarme con las madres... Son argumentos excesivos... y de los que seguramente no pienso como tú.

Lorenzo se disponía a contestar; pero se limitó a mirar fijamente a Melchor que al notar su silencio se inclinó sobre la mesa para buscar, por debajo de la gran lámpara colgante, la cara de su amigo que se había parado al otro extremo de la mesa.

—Mírame todo lo que quieras, Lorenzo, si no he dicho una blasfemia.

—Te miro asombrado, sencillamente; creí que ibas a formular una protesta de respeto, de reverencia para las madres y vi en seguida que me equivocaba... una vez más.

—Y qué te equivocabas, ¿por qué?... ¿pretendes imponerme, también, tus ideas o fórmulas de amor filial?... ¿me consideras capaz de la villanía de proclamar mi amor a mi madre como el más grande de los que mi corazón puede y debe sentir?

—¡Melchor!... ¡Pero qué estás diciendo, por Dios!... ¿Tú, el hijo amantísimo, hace dos meses, vas a declarar ahora que no quieres a tu santa madre?

—Por mucho que te espantes y por mucho que ahueques la voz, te diré sin sensiblerías ridículas que para mí el famoso amor a la madre encubre un agravio miserable y ruin.

—¡Qué monstruosidad!...—exclamó Lorenzo.

Al oír esto y ver a Lorenzo que se tomaba la cabeza con ambas manos, Melchor se levantó de la mesa, en la que acaso había bebido demasiado, y dando en ella un puñetazo dijo poco menos que a gritos:

—Con todos tus gestos de ridículo reproche y con todos tus desplantes de moralista recién llegado, tú, tú no serías capaz de explicarme satisfactoriamente esta difundida predilección por la madre... este miserable afán de posponer al padre, invariablemente, en el orden de nuestros afectos... esta, cobarde fórmula que la noción del adulterio impone en los espíritus bajos... Habla... te callas, ¿eh?... Y quizás te callas porque empiezas a comprender que te has vinculado, sin reflexionarlo ni un instante, a esa agraviante predilección por la madre que sólo se explica por medio de un raciocinio repugnante: ¡amo a mi madre, sobre todas las cosas, porque tengo la certeza de que soy su hijo!

—Estás blasfemando, Melchor; pero sin duda mereces que se te disculpe... tú no estás en condiciones de discutir «ahora»... mañana hablaremos.

—¿Qué me quieres decir?... ¿que estoy borracho?—rugió Melchor aproximándose a Lorenzo en actitud amenazante. Al verlo Ricardo se interpuso rápidamente, diciendo:

—No discutan más, Melchor... tú te alteras demasiado.

—Si no me altero, ché—repuso Melchor apaciblemente; pero alzando de nuevo el tono de la voz exclamó;—¡sólo que no le voy a permitir a Lorenzo ni a nadie, que me falte en mi casa!

—Yo soy incapaz de ofenderte—dijo Lorenzo en el mismo instante en que entrando al comedor y dirigiéndose a Melchor, dijo Baldomero:

—Quiere venir un momento, don Melchor...

—¿Para qué?...

—Tengo que hablarlo; venga un momento...

—¿Qué misterio es ése?... ¡Hable aquí, Baldomero!...

Este se aproximó a Melchor y bajando la voz como si quisiera hablar para él solo, pero dejándose oír por Lorenzo y Ricardo a quienes, por detrás de Melchor, hacía señas de que no era cierto, le dijo:

—Ahí está Anastasio... venga... Patroncito...

Melchor se puso visiblemente pálido y dejándose llevar por Baldomero salió del comedor.

*
* *

Las cartas que Lorenzo y Ricardo habían enviado a sus familias fueron portadoras de noticias cada vez más halagüeñas, pues a medida que vivieron la vida sana del campo sintieron sus influencias en francas manifestaciones de robustecimiento físico ya que en lo moral habían sido definitivamente curados por la acción tenaz, y altruista de Melchor.

Este en cambio había caído en un desnivel, que lo condujo rápidamente a todos los grados de la perversión, como si las energías de su espíritu se hubieran agotado o se hubieran trasvasado al de sus amigos, respondiendo al principio en virtud del cual, cuando un platillo de la balanza sube, el otro baja.

La vida del campo, en sus formas genuinamente camperas, había contribuido a culminar un proceso de decaimiento moral que se había iniciado sutilmente en Melchor, con alguna antelación a su viaje a la estancia; pero que no había pasado inadvertido para el espíritu de su madre cuando le decía: «tienes deberes a que «antes» no habrías faltado», y la libertad absoluta de que gozaba en la estancia; las influencias circundantes, en el estímulo de los ejemplos que le rodeaban; la avidez de energías físicas, equiparables a la del peón o del toro y que se adueñó de su espíritu en cuanto lo encontró desprevenido o débil; la distancia interpuesta entre sus jueces y sus actos; las mismas resistencias subalternas con que solía chocar, todo propendía a acelerar la caída y más de una vez mientras Ricardo ejecutaba en el piano una sonata de Beethoven, Melchor en la caballeriza, punteaba una milonga en la guitarra mugrienta de algún peón.

El aislamiento y el alcohol aceleraron el proceso de su agotamiento moral y cuando un resto de luz iluminaba su cerebro haciéndole mirar hacia atrás con vergüenza o hacia adelante con miedo se consolaba pidiendo un mate a Ramona o bebiendo otra copa de cognac para reír en seguida como un luchador que se conquista un triunfo.

Sus reacciones eran fugaces; tenía a la mano los recursos para anularlas y a ellos se acogía porque nunca le traicionaban ni le mentían, mientras crecía en su espíritu el convencimiento de ser víctima de la indiferencia y del egoísmo de todos los que deberían rodearle solícitos para brindarle consuelos que le negaron, goces que le usurpaban y energías que le habían robado, para concluir pensando: ya nadie se interesa por mí... nadie me reclama con sinceridad, como si yo les incomodara... nadie me da un consejo realmente honesto y digno de ser aceptado... ¡nadie me escribe, siquiera., sino por forma!...

Y entretanto las cartas amantísimas de su madre eran contestadas de tarde en tarde y en breves líneas, y las cartas apasionadas y sinceras de su novia muchas veces las leía Ramona antes que él y las de sus amigos no merecían en muchos casos más que una mirada de burla o de encono...

Ninguna causa positiva justificó el descenso y la caída; pero había prodigado su jovialidad ingénita hasta sentirse entristecido, y había trasvasado sus altruismos hasta ponerse egoísta y había dilapidado sus energías morales hasta caer exánime en la abyección y en el vicio.

De nada valían las admoniciones amables de Lorenzo y Ricardo, ni los consejos respetuosos de Baldomero, ni los reclamos angustiosos de la propia madre, ni las hondas protestas de invariable y sincero afecto de su novia; Melchor, el bueno, el digno, el honesto, el fuerte, había caído, quizás para no levantarse más.

Cuando, transcurridos más de dos meses, Lorenzo y Ricardo resolvieron regresar a Buenos Aires en plena y amplia posesión de la salud físico-moral que habían readquirido por la acción exclusiva y constante de Melchor, éste les manifestó el propósito de quedarse en la estancia «durante algunos días más».

—No te quedes, ¿para qué? vente con nosotros—le repetía Lorenzo.

—Tengo que hacer aquí.

—¡Pero si no tienes nada que hacer, Melchor!, y aunque tuvieras, vente con nosotros y te vuelves después.

—Ahora no puedo, yo sé por qué lo digo.

—¡Te inventas quehaceres, Melchor! Piensa que en tu casa están abatidos por tu conducta... que tu padre está enfermo... que Clota tiene derecho a exigirte que vayas... tú no puedes proceder así con esa niña.

—Ni ella tampoco conmigo.

—¡Vamos, Melchor... déjate de cavilaciones infundadas! Clota es una muchacha excelente y te ha demostrado una consecuencia que parece que no quisieras reconocer.

—Sí, Melchor, Lorenzo tiene razón, tú no debes quedarte.

—¡Tú también!... ¡Hombre!... ¡No faltaba más!... Por poco voy a tener que pedirles permiso a ustedes para fumar un cigarrillo.

—No, Melchor... nosotros no pretendemos contrariarte, ni primar en tus resoluciones sensatas; pero tú necesitas, por tu bien, salir de aquí... acuérdate de las últimas cartas de tu casa.

—Yo las voy a contestar.

—Contéstalas yendo, anda a ver a los viejos, arregla tu situación en tu oficina.

—¡Para lo que me importa del empleo¡ ¡bien me pueden destituir!

—Pero evítalo, pide nueva licencia, o renuncia de una vez.

—¡No quiero!... ¡Qué me echen!... ¡Mejor!...

—¡Cómo ha de ser mejor!... Y sobre todo tu padre está enfermo.

—El viejo no tiene nada...

—Eso no lo sabes... Además, Clota...

—¡Bueno: basta! ¡Al diablo!... ¡Yo no los traje a ustedes de tutores!... ¡Váyanse cuando les dé la gana! ¿Entienden?... Yo sé lo que hago... ¡Váyanse al diablo, y cuanto antes!...

Al prorrumpir en estas exclamaciones, dichas a gritos, Melchor se había levantado de la mesa en que almorzaban arrojando violentamente la servilleta que al dar contra una copa la volteó y dirigiose a las piezas interiores en una de las que entró dando un formidable portazo.

—Debemos irnos ahora mismo, Lorenzo.

—Sin pérdida de tiempo... esta situación no puede prolongarse... voy a ver a Baldomero para que nos facilite los medios... ¡está colmada la medida!...

Tras de Lorenzo, salió Ricardo en busca de Baldomero a quien encontraron entretenido en trenzar unas riendas con tientos de carnero sujetos a una argolla en la pared de la caballeriza.

—Baldomero—le dijo Lorenzo, intensamente agitado,—nosotros necesitamos salir en seguida para el pueblo.

—¿Y... eso?...

—Sí, Baldomero, háganos el favor de darnos caballos, o el break; pero sin demora; no debemos ni podemos permanecer aquí más tiempo.

—Pero... ¿qué, ha pasado algo?

—Lo que tenía que suceder, desgraciadamente.

Baldomero dejó caer contra la pared la rienda que estaba haciendo y que empezó a destrenzarse sola; se levantó del trozo de madera en que estaba sentado y roscándose la cabeza, dijo:

—¡Miren qué trabajo!... Ya decía yo... ¿y don Melchor?

—No sabemos; después de insultarnos groseramente se fue para adentro... y nos ha echado.

—¿Qué dice, don Ricardo?... ¿Y está en su cuarto?

—No, en su cuarto no está.

—No... está... en... su... cuarto... ¡Voy a hablarlo!

—Mande ensillar, primero.

—¡Qué se van a ir a esta hora y con «esta» calor! ya vuelvo... miren qué trabajo—agregó alejándose.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

—¿Dónde está don Melchor, Ramona?

—Yo no sé.

—...Hum... conque... no... sé... ¿eh?

—¡Oh!... Y si no sé... ¿qué quiere que le haga?... Andará por ahí...

—¿Por dónde?... ¡diga... le digo!

—¿Y no le digo que no sé...? Búsquelo.

—¿Qué hay conmigo?—dijo Melchor, saliendo al corredor y revelando en su semblante y en sus gestos la profunda agitación que lo embargaba.

—Nada, don Melchor... yo quería hablarlo... ¿quiere que vamos para allá?—repuso Baldomero señalando hacia la sala.

—¡Hable aquí, no más! ¿Qué hay?...

Baldomero dirigió a Ramona una mirada que era una indicación de alejarse, como lo hizo, y mientras Melchor se paseaba nerviosamente por delante de él le dijo, en tono humilde y tímido:

—Me dice don Lorenzo que se van...

—¿Y...? ¡Qué se vayan!—contestó Melchor casi gritando.

—Yo pensaba que no se iban a ir todavía, don Melchor.

—¡Piense lo que le dé la gana! ¿Entiende?...

—Y también pensaba que soy merecedor de que usted no me trate así, don Melchor.

—¡Pero qué pretende usted?... ¿Qué se ha figurado?—exclamó Melchor parándose un instante frente a Baldomero en actitud amenazante.

—Cálmese, don Melchor, si yo no le falto... yo sé respetar a la gente... pero estos señores parece que se van a ir con mala impresión...

—¡Mejor para ellos!

—¿Por qué no les habla, don Melchor?... Son mozos buenos... vea... y... ¡mire que lo quieren a usted!...

—¡A mí!... a mí no me quiere nadie, ¿entiende?...

—¿Por qué dice eso?...

—¡Porque es así!... Yo he tenido muchos amigos cuando tenía qué dar, ¿sabe, Baldomero? ¡pero se acabaron esos tiempos!...

—¡Cómo se van a acabar, señor! ¡Si a usted lo quieren hasta los chimangos!...

—¡Yo sé lo que digo, ¿entiende? y no me chupo el dedo... y sé que ni uno de los que se llamaron amigos míos se acuerda de mí para nada!

—¿Sabe, don Melchor, que me está haciendo acordar al carancho que come y grita al mismo tiempo?... porque, ¿dónde va a ir usted que no encuentre amigos de verdad?

—¡Eso era antes!... y ya lo ve: hasta éstos me dejan.

—Porque usted los trató mal... don Melchor.

—¡Mienten!... Son ellos... que se empeñan en convencerme de que soy un sinvergüenza y un miserable y qué sé yo...

—Les habrá entendido mal, don Melchor.

—Les entiendo perfectamente y sé adonde van... ¡Es el recurso de todos! enojarse después del beneficio para no tener el trabajo de dar un pucho de gratitud... ¡Ruines!... Mientras lo precisan al amigo no se ofenden por nada... ¡Todos... todos son iguales!... ¡y el día en que le han sacado el jugo... ¡canallas!... se resienten por cualquier pavada... y lo cuerean sin ascos!...

—Cálmese, don Melchor; no hable así; estos señores son mozos bien... ¿quiere que los hable?...

—¡Quiero que se vayan cuanto antes! Y que me dejen en paz... ¡que se vayan a hablar mal de mí, a otra parte!—repuso Melchor gritando como para ser oído por todos y entró a su cuarto diciendo en voz alta:

—¡Ramona!... Deme un mate, que no he almorzado nada.

*
* *

—Don Lorenzo, el coche está ya...

—Vamos en seguida, Baldomero; háganos poner estas cosas en el break.

—Y diga, don Lorenzo, ¿por qué no le hablan a don Melchor?... puede que cambie.

—Es inútil, Baldomero, él ha visto perfectamente que nos vamos y no nos ha dicho ni una palabra... ¡Cómo ha de ser!...

—¡Hágalo por los viejos!—dijo Baldomero dejando caer unas lágrimas que quedaron como engarzadas en las puntas de su barba entrecana.

—Nosotros sufrimos más que usted, porque no sólo asistimos al cuadro que nos ofrece Melchor... sino que vamos a encontrarnos con su familia... ¡sobre todo con la señora!... ¡con la madre! y calcule nuestra situación...

—¡Maldita sea la hora en que vine a encariñarme con esta gente para tener que ver estas cosas!—dijo el noble Baldomero arrojando lejos un bozal que tenía en la mano, y agregó casi entre sollozos:—¡Esto va a matar a los viejos!... ¡al pobre viejo enfermo!... ¡un mozo así... ya formado... y que es el orgullo de ellos... pobres... pobres viejos!... ¡éste es el pago!... ¡Mire, don Lorenzo: a mí no me da vergüenza lagrimear delante de ustedes... ¿sabe?... porque ustedes van a ver llorar a muchos hombres!...

—Lo mismo nos pasa a nosotros, Baldomero; ¿pero qué quiere que hagamos?...

—...¡Es una fatalidad!...

—Así es, Baldomero... y para mí es una pena como usted no se imagina...

—¡Háblelo, don Lorenzo...! usted puede mucho... dígale cómo está el viejo... ¡lléveselo, señor!... ¡lléveselo por lo que más quiera!... aquí va a ser su perdición...

En ese momento se oyó la voz de Melchor que gritó desde su cuarto:

—¡Baldomero!... Hágame ensillar el zaino.

—¡Voy, don Melchor!—contestó y como si no hubiera oído la orden se dirigió hacia el sitio en que Melchor estaba, pasándose las mangas de su blusa por los ojos.

—Que me haga ensillar el zaino, le dije.

—¿Piensa salir con esta calor?

—Voy a acompañar a los muchachos que se van—contestó Melchor mientras, sentado en el borde de su cama, se calzaba tranquilamente las botas de montar.

—¿Y usted también se va con ellos, don Melchor?...—le preguntó insinuantemente Baldomero.

—¡Ni pienso!... ¿a qué?... ¡No! Voy a acompañarlos hasta la tranquera del bajo.

—A mí se me hace, don Melchor, que andan con ganas de quedarse unos días más, ¿sabe? para irse con usted... ¿por qué no les habla?

—No, Baldomero, déjelos que se vayan—respondió Melchor continuando en la tarea de vestirse, con la más extraordinaria tranquilidad de espíritu,—ya no tienen nada que hacer aquí... vinieron a curarse... ya están curados... ahora se van... nada más lógico... vinieron enfermos y se van «sanitos»... vinieron descreídos... y usted les ha oído hablar de Dios contemplando las noches estrelladas, ¿se acuerda?... vinieron enfermos de cuerpo y alma... y se vuelven sanos... fuertes... con fe... ¡con todo!... sólo dejan aquí... lo que ya no sirve... lo que ya no necesitan... ¡al amigo de «antes»!... ¡déjelos que se vayan!... ¡así son todos! ¡todos!... ¡todos!... ¡igualitos!...

—¡Siento como que me duele el corazón, oyéndolo hablar así, don Melchor...! ¿por qué dice todo eso?

—¡Porque es verdad!

—Qué ha de ser, ¡señor!... y aunque fuera... que no lo es... siempre hay quienes lo quieren de veras, don Melchor.

—¡A mí?... ¡Bah!...

—¿Y los viejos?... ¿y las niñas?... ¡sus hermanas, don Melchor! ¡recuérdese de la «nena»!

Al oír esto Melchor que se ponía el «panamá» mirándose en el espejo del ropero, dio vuelta rápidamente hacia Baldomero clavándole la vista como en un reproche y cuando parecía que iba a prorrumpir en una amenaza dijo como renunciando a ella y como para terminar con el diálogo:

—¿Mandó ensillar el zaino?

—...Voy... Sí, señor... voy... ¡cómo... ha... de... ser!...—contestó Baldomero alejándose.

Momentos después el caballerizo ensillaba al zaino sin que nadie más que él estuviera en la caballeriza, que parecía abandonada.

Águeda, José, Juancito y los peones comentaban, en la cocina, lo que pasaba «adentro»; bajo el ombú grande estaba el break en cuyo estribo trasero se había sentado Lorenzo que tenía la cabeza apoyada entre las manos; en las gruesas raíces del ombú estaba sentado Hipólito y junto a él, que con un palito trazaba marcas de hacienda en el suelo, Ricardo de pie le consultaba sobre la hora de llegar al pueblo.

Casi no se advertía más movimiento que el piafar de los caballos y el batir continuo de sus colas espantando las moscas bravas y a ratos el «gué»... «gué»... de alguna gallina que salía de los pastos en busca de su nidal; ¡pero en medio del sopor de aquella hora bochornosa una racha helada cruzaba por la estancia!...

En eso apareció por el camino del jardín que daba acceso a la caballeriza la figura esbelta de Melchor en cuyo rostro empalidecido se destacaban las ojeras negras y profundas. Vestía su traje predilecto y en el ojal de la blusa llevaba un hermoso gajo de sedrón...

—¿Ya están listos, muchachos?—preguntó amablemente, casi sonriendo.

—Sí, Melchor... ya estamos listos—le contestó Lorenzo, profundamente abatido;—¿no tienes nada que mandar?

—Nada, ché... recuerdos... y si van por casa le dices al viejo que le voy a escribir... y que yo iré dentro de unos días...

—¿Cuándo?... más o menos.

—¡Hombre!... Cuando me desocupe.

—¿Tienes algún trabajo que realizar?...

—El que correspondería al mayordomo... un establecimiento como éste... aunque no sea gran cosa, necesita un mayordomo.

—¿Y Baldomero?...

—Por ahí andará—dijo Melchor como si contestara a la pregunta, dirigiéndose hacia su zaino y agregó:—cuando quieran.

Los dos viajeros se despidieron de todas las personas del servicio y al disponerse a hacerlo con Melchor, éste les dijo:

—Los voy a acompañar.

—¡Cómo?... Vas a molestarte... ¡y con este calor!

Por toda respuesta Melchor montó a caballo y cerrándole violentamente las espuelas se dirigió por el jardín, entre la estupefacción de todos, hasta el corredor de la casa al que subió con su caballo y aproximándolo a la ventana llamó a Ramona, de quién los viajeros no se habían despedido. Habló con ella que instantes después le alcanzó un vaso, cuyo contenido bebió de un trago, y por el mismo camino volvió a colocarse junto al break que luego se puso en marcha acompañado por él en silencio... Así llegaron a la tranquera que Melchor se apresuró a abrir sin bajar del caballo; el break se detuvo y descendieron los dos viajeros aproximándose a Melchor que apoyado en la estribera izquierda recogió la pierna derecha en cuyo pie conservó colgante el estribo y sostenido por ella parecía dispuesto a escuchar tranquilamente la despedida en una actitud de tan visible indiferencia que desconcertó a los dos desde el primer instante.

—¡Bueno, Melchor, adiós! Sólo nos queda agradecerte cuanto has hecho por nosotros—le dijo Lorenzo, fija y fríamente contemplado por Melchor,—y pedirte disculpas por lo que te hemos incomodado.

—Bueno, adiós, entonces, que les vaya bien.

—Por mi parte, Melchor, no sabría cómo pagarte algo de lo mucho que has hecho por mí.

—¿Yo?... ¡Bah! A mí no me debes nada.

—Si quieres—dijo Lorenzo,—encárgame algo para tu casa.

—Les das recuerdos.

—O para Clota.

—«Y le dices al viejo que le voy a escribir... y que yo iré dentro de unos días»—volvió a repetir Melchor.

—¡Cuanto antes, Melchor!—le dijo Lorenzo bajo la presión de una emoción tan intensa que casi le ahogaba la voz.—¡Cuánto antes!... tú no debes quedarte aquí.

—Y me quedo.

—Pero haces mal; si quisieras nos volveríamos a las casas para irnos contigo mañana o pasado... ¿Quieres?...

—No, váyanse no más, yo me quedo muy bien solo.

—¡Cómo ha de ser!—exclamó Lorenzo ahogado por las ansias de llorar y agregó:—yo seguiré mañana para Buenos Aires; pero Ricardo quedará unos días en el pueblo, así es que cualquier cosa que necesites aquí o allá...

—¿Yo?... ¡Qué voy a necesitar!...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

¡«Jiú»!, moduló Hipólito y el coche partió a todo trote, como si una fuerza superior lo arrancara de aquel sitio y al través de lágrimas silenciosas vio Lorenzo que Melchor había bajado del caballo para cerrar la tranquera, en la que apoyó luego los brazos cruzados, y bajo un sol de fuego les contemplaba alejarse, mientras el zaino arrancaba, por vicio, las matas de pasto que el freno le permitía morder...

FIN







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     has agreed to donate royalties under this paragraph to the
     Project Gutenberg Literary Archive Foundation.  Royalty payments
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     returns.  Royalty payments should be clearly marked as such and
     sent to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation at the
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     License.  You must require such a user to return or
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     distribution of Project Gutenberg-tm works.

1.E.9.  If you wish to charge a fee or distribute a Project Gutenberg-tm
electronic work or group of works on different terms than are set
forth in this agreement, you must obtain permission in writing from
both the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and Michael
Hart, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark.  Contact the
Foundation as set forth in Section 3 below.

1.F.

1.F.1.  Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable
effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread
public domain works in creating the Project Gutenberg-tm
collection.  Despite these efforts, Project Gutenberg-tm electronic
works, and the medium on which they may be stored, may contain
"Defects," such as, but not limited to, incomplete, inaccurate or
corrupt data, transcription errors, a copyright or other intellectual
property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a
computer virus, or computer codes that damage or cannot be read by
your equipment.

1.F.2.  LIMITED WARRANTY, DISCLAIMER OF DAMAGES - Except for the "Right
of Replacement or Refund" described in paragraph 1.F.3, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project
Gutenberg-tm trademark, and any other party distributing a Project
Gutenberg-tm electronic work under this agreement, disclaim all
liability to you for damages, costs and expenses, including legal
fees.  YOU AGREE THAT YOU HAVE NO REMEDIES FOR NEGLIGENCE, STRICT
LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE
PROVIDED IN PARAGRAPH F3.  YOU AGREE THAT THE FOUNDATION, THE
TRADEMARK OWNER, AND ANY DISTRIBUTOR UNDER THIS AGREEMENT WILL NOT BE
LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR
INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH
DAMAGE.

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providing it to you may choose to give you a second opportunity to
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opportunities to fix the problem.

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in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS' WITH NO OTHER
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If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the
law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be
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with this agreement, and any volunteers associated with the production,
promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works,
harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees,
that arise directly or indirectly from any of the following which you do
or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm
work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any
Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause.


Section  2.  Information about the Mission of Project Gutenberg-tm

Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of computers
including obsolete, old, middle-aged and new computers.  It exists
because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from
people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's
goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will
remain freely available for generations to come.  In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations.
To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation
and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4
and the Foundation web page at http://www.pglaf.org.


Section 3.  Information about the Project Gutenberg Literary Archive
Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service.  The Foundation's EIN or federal tax identification
number is 64-6221541.  Its 501(c)(3) letter is posted at
http://pglaf.org/fundraising.  Contributions to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent
permitted by U.S. federal laws and your state's laws.

The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S.
Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered
throughout numerous locations.  Its business office is located at
809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email
business@pglaf.org.  Email contact links and up to date contact
information can be found at the Foundation's web site and official
page at http://pglaf.org

For additional contact information:
     Dr. Gregory B. Newby
     Chief Executive and Director
     gbnewby@pglaf.org


Section 4.  Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide
spread public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment.  Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States.  Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements.  We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance.  To
SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any
particular state visit http://pglaf.org

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States.  U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation
methods and addresses.  Donations are accepted in a number of other
ways including including checks, online payments and credit card
donations.  To donate, please visit: http://pglaf.org/donate


Section 5.  General Information About Project Gutenberg-tm electronic
works.

Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm
concept of a library of electronic works that could be freely shared
with anyone.  For thirty years, he produced and distributed Project
Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support.


Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S.
unless a copyright notice is included.  Thus, we do not necessarily
keep eBooks in compliance with any particular paper edition.


Most people start at our Web site which has the main PG search facility:

     http://www.gutenberg.net

This Web site includes information about Project Gutenberg-tm,
including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
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