The Project Gutenberg EBook of Tres mujeres, by Jacinto Octavio Picón

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Title: Tres mujeres

Author: Jacinto Octavio Picón

Release Date: August 10, 2009 [EBook #29663]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

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JACINTO OCTAVIO PICÓN

TRES MUJERES

LA RECOMPENSA
PRUEBA DE UN ALMA
AMORES ROMÁNTICOS

MADRID

1896
MADRID
FERNANDO FE, LIBRERO
2. C. de S. Jerónimo

La recompensa
La prueba de un alma.
Amores románticos.

ADVERTENCIA

Cuando los novelistas franceses reúnen varios trabajos cortos en un tomo, le ponen por título el de la obrilla que va impresa en primer lugar; costumbre aquí seguida por algunos y censurada por no pocos, los cuales alegan que engolosinar al público con una portada que parece de novela formal y darle luego una docena de cuentecitos es hacerle víctima de un engaño. Para que no puedas—lector amigo—echarme en cara la misma acusación, te advierto de que estas Tres Mujeres, no son otros tantos tipos femeninos presentados en una sola y larga acción novelesca, de aquellas en que se pintan las costumbres y se estudian las pasiones, sino tres figuras abocetadas en narraciones cortas, donde lo imaginado para entretenerte algún rato, pesa más que lo observado para moverte a pensar seriamente en las cosas graves de la vida.

Deseando hacerlas agradables a tus ojos, el editor ha vestido y adornado a estas Tres Mujeres mejor de lo que merecen, dándoles en ropajes y galas lo que les falta de belleza. Premia su trabajo, perdona el mío, y como no creemos ser malos, ambos quedaremos agradecidos.

J. O. Picón

Junio 1896

La recompensa

I

En cierto colegio monjil de las cercanías de Madrid había hace más de veinte años dos educandas que se querían muchísimo. El sentimiento de amistad que los unía nació merced a circunstancias extraordinarias de la situación de ambas, fue favorecido por sus caracteres y acabó de consolidarse en la batalla de la vida.

La mayor, que se llamaba Susana, tenía diez y seis años: era huérfana de padre y madre y dueña de una gran fortuna. Un tío, que le servía de tutor y curador, se la confío a las monjas, quienes, sabedoras de la riqueza de la niña, procuraron ante todo despertar en ella vocación religiosa; mas persuadidas pronto de que no era catequizable, pusieron gran empeño en educarla de modo que su ilustración y buenos modales redundaran en honra del convento. Gracias a la inteligencia de Susana, las madres vieron coronados sus desvelos por el resultado más lisonjero. Era primorosa en cuantas labores ponía mano, escribía admirablemente, pintaba flores con gusto de artista, cantaba como un ángel, bordaba como una madrileña del siglo XVII, hablaba francés como si hubiese nacido en Orleans, y finalmente, para cuanto fuese brillar, lucirse y cautivar, tenía maravillosas aptitudes, gracia irresistible y atractivos de gran señora.

Según unos, porque el tutor quería seguir con la administración de los bienes, y según otros, porque deseaba para la pupila brillante y completa educación, era cosa resuelta entre aquel caballero y las respetables madres que Susana permaneciese en el convento hasta los diez y ocho años. Gentes menos maliciosas afirmaban que, dada la belleza de la colegiala, lo que el tutor procuraba era recogerla lo más tarde posible, sabiendo que no hay nada tan difícil de guardar, dirigir y encarrilar, como una mujer rica y bonita.

II

La segunda educanda tenía un año menos que Susana y se llamaba Valeria. Su origen era un misterio que pudiera servir de base a una novela. Un anciano, que dijo ser su padre la llevó al convento cuando apenas tenía cinco años, y por espacio de ocho fue a verla todos los meses: luego no volvió a presentarse allí para nada, ni escribió siquiera a la que llamaba hija; pero durante otro año envió puntualmente dinero con que atender a cuanto gastaba, y al siguiente, es decir, al llegar Valeria a los quince, dejaron las monjas de recibir las mensualidades de costumbre. Otro año entero siguió Valeria recibiendo los mismos cuidados que si pagasen por ella, hasta que, cuidadosas las madres de sus intereses, determinaron poner fin a una situación de que nada bueno esperaban. ¿Quién era Valeria? Lo ignoraban. Mientras recibieron lo que su educación costaba, no pensaron en averiguaciones: tal vez de hacerlas hubieran tenido que rechazarla; pero apenas empezó a serles gravosa comenzaron a rumiar ideas de desconfianza y a sentir un recelo muy parecido al miedo. Las visitas cortas y tardías de aquel anciano misterioso, su desaparición y luego el extraño modo de remitir fondos sin escribir palabra, todo indicaba algo extraordinario, anómalo, y que trascendía a pecaminoso. Al mes siguiente de no recibir dinero estaban persuadidas de que Valeria no era de origen limpio y confesable, y de que su compañía pudiera constituir un peligro para las educandas que tenían familias conocidas, siempre puntuales en el pago de cuanto sus hijas gastaban. Más claro: la prudencia aconsejó a las monjas no continuar manteniendo y enseñando a una señorita que era juntamente carga pesada y causa probable de responsabilidad; porque una de dos: o sus padres habían muerto y la niña iba a quedarse allí gratis para siempre como flor olvidada, y flor que costaba más que una victoria regia cultivada en Europa, o dichos padres, por no poder confesar que lo eran, se desentendían de ella, y en tal caso, ¿quién iría a recogerla... y pagar? ¿Se presentaría tal vez preguntando por Valeria una señora falsificada, una aventurera despreciable, una... o lo que fuera peor, un juez? Sólo pensar en ello les ponía a las madres carne de gallina. Movida por estas consideraciones, que se discutieron entre las de más autoridad y consejo, la priora, abadesa, o lo que fuese, mandó llamar a Valeria, y suavemente, con gran dulzura, le dijo que la situación era insostenible; que habían consultado con el señor obispo; que éste no resolvía sus dudas; que la responsabilidad del convento era tremenda; que allí había un misterio indescifrable; que no podían continuar así, y otras muchas cosas, todas las cuales venían a compendiarse en estas horribles frases: «Hija mía, lo sentimos mucho... Profesar no puedes por carecer de dote; seguir aquí tampoco, por falta de otros requisitos... Nosotras todas te encomendaremos al Señor en nuestras oraciones, pero en el colegio es imposible que sigas. Te damos ocho días de plazo para que digas a quién llamamos, dónde quieres que te lleven, o cosa parecida. Y si no dices nada..., pues ya nos ha aconsejado el Padre Dulzón que demos parte al gobernador para que resuelva.»

¿A quién había de llamar? ¿Dónde había de ir la sin ventura? ¡El gobernador! ¿Qué podría hacer sino enviarla a un asilo de beneficencia o dejarla en medio de la calle? Valeria oyó aquello como reo de muerte que escucha su sentencia; se arrodilló a los pies de la madre, le regó las manos con lágrimas, le besó el hábito, y al fin cayó al suelo desmayada. Hubo que llevarla a la enfermería, donde pasó tres días con fiebre y delirio. Al cuarto se alivió algo, y lo primero que pidió fue que llamasen a Susana; mas parapetadas las monjas en que el reglamento prohibía a las educandas entrar en la enfermería, negaron el favor.

Susana, sabedora de lo que ocurría, movida del cariño y conocedora del terreno que pisaba, regaló a una monja que hacía de pasanta una crucecita de plata, rogándole que a cambio del obsequio, llevase a Valeria un regalito, consistente en un huevo de marfil, dentro del cual había un rosario. Lo que ignoraba la monja era que, bajo el algodón en rama donde descansaba el rosario, iba escondido un papel en que estaban escritas estas palabras: «No digas que estás mejor; procura ganar tiempo y no tengas miedo. El domingo debe venir mi tutor, y yo haré que ponga remedio. Confía en mí.»

III

¿De qué nació el afecto que aquellas dos muchachas se profesaban? Primero, del misterioso engranaje formado por las semejanzas y diferencias que existían en sus caracteres. En bondad de corazón y lucidez de inteligencia, eran iguales; de modo que podían quererse y estimarse. Segundo, en lo vario de sus genios, de suerte que mutuamente se buscaban, deseosas, por instinto, de hallar a sus facultades contraste y complemento. Susana era bulliciosa y alegre; Valeria, tranquila y melancólica; la ligereza y vivacidad de una hallaban compensación y freno en la sensatez y reposo de otra: lo que al parecer debiera separarlas era precisamente lo que les unía. Pero aún estaba su amistad asentada en fundamento más firme.

Susana, por demasiado convencida de su hermosura, era de condición tan altiva, que se había hecho antipática a todas sus compañeras: Valeria, amargada del abandono y olvido en que vivía, y sin que aquel amargor se convirtiera en envidia, consideraba como un peligro su belleza, no alardeaba de bonita, sentía la incertidumbre de lo por venir, y privada de esperanzas, era humilde. Desde que se conocieron fue la sola compañera de Susana capaz de escuchar, sin sonreír burlonamente, sus primeros arranques orgullosos, propios de señorita mimada por la naturaleza y la fortuna, llegando a ser la única confidente de sus ambiciosas ilusiones. No las compartía, pero no las ridiculizaba.

Susana hallaba en ella un corazón amigo, que aun contrariándola, mostraba comprenderla, distante por igual de la adulación y de la envidia; porque en la humildad de Valeria no había sombra de bajeza. Ni ella la hubiera tolerado, pues era tan altiva a lo grande e incapaz de pretender que le atribuyesen cualidades que le faltaban, como celosa de que se reconocieran las que estaba segura de tener. Valeria era sincera sin dureza y cariñosa sin lisonja, armonizándose por ello las condiciones morales de ambas, en tal grado, que no hubiera podido precisarse cuál valía más, si la orgullosa cuando sabía ceder, o la humilde cuando sabía imponerse. Milagros del corazón, que dobla lo fuerte y se somete a lo débil.

Llegado el domingo, fue el tutor de Susana a visitar a su pupila, la cual, después de referirle lo que ocurría, le dijo en sustancia, poco más o menos, lo siguiente:

—No me importa estar aquí un año más: tarde V. lo que quiera en ponerme al tanto de lo que es mío, administre V. como le acomode, pero quiero que pague V. cuanto Valeria debe al colegio, de modo que continúe tan considerada como antes: quiero también que haga V. esos pagos a nombre del caballero que antes venía a verla, para que nadie le eche en cara su pobreza; y deseo, por último, que salgamos juntas del colegio y vivamos luego como hermanas; es decir, que venga a mi casa, porque de vivir como hermanas me encargo yo.

Si fue por mira interesada o en acatamiento de aquel impulso de caritativa amistad, nadie lo sabrá nunca, pero lo cierto es que el tutor accedió al ruego, y pasados unos cuantos meses, ambas educandas salieron el mismo día del colegio, yendo Valeria a vivir a casa de Susana.

IV

La intimidad del hogar fomentó el cariño nacido en el convento. Dos mujeres vulgares se hubieran dejado insensiblemente sojuzgar por las circunstancias anormales de la situación. En Susana y Valeria sucedió lo contrario: ellas se impusieron a la índole del caso. Ni la protectora imperaba como ama, ni la protegida parecía dominada como sierva. El afecto, más aún, la buena educación y delicadeza de sentimientos, hacían las humillaciones imposibles. Valeria no era en la casa una amiga pobre benévolamente acogida, no era una demoiselle de compagnie tratada con consideración: era la hermana menor. Ambas poseían ese maravilloso arte de ceder a tiempo y resistir con dulzura, ante el cual se allanan los disgustos y rozamientos que producen inevitablemente las pequeñeces de la vida.

Ni aun la belleza podía mover discordia entre ellas, porque sus atractivos ofrecían caracteres opuestos. Susana era grande, blanca, gruesa, rubia y a pesar de su edad y su doncellez tenia aspecto de Venus flamenca, perezosa y carnal. Valeria era pequeña, morenilla, delgada, pelinegra, tipo de mística española, poca materia y mucho espíritu; un fraile de Zurbarán hecho hembra. Los ojos azules de Susana alborotaban los sentidos; los ojos negros de Valeria, por dulces y serenos, inspiraban más cariño que deseo. No había entre ellas rivalidad posible. El hombre que se prendase de una no podía racionalmente enamorarse de otra.

Gracias a la fortuna y desprendimiento de Susana, vivían con lujo, iban a bailes, teatros y saraos; viajaban, tenían coche, vestían con exquisita elegancia, trayendo para ambas de París la mayor parte de las galas, y, en una palabra, capricho sentido era en ellas gusto satisfecho. Servíales de acompañante una hermana del tutor de Susana, llamada doña Gregoria, señora entrada en años, pero tan amiga de divertirse, que nunca ponía obstáculo ni entorpecimiento a cuanto las muchachas fraguaban para lucir y brillar. Lo único que le disgustaba era ver que las galanteasen, con la circunstancia extrordinaria de que su enojo no estallaba cuando ellas coqueteaban, sino cuando se presentaba alguien que asiduamente las cortejase. Un observador cuidadoso hubiera podido notar que les dejaba tontear frivolamente, permitiéndoles oír piropos y requiebros atrevidos, mientras quien se los decía no pasaba de halagar su inocente vanidad de niñas bonitas, pero que en cuanto alguien les buscaba con frecuencia, mostrando afán de serles agradable, doña Gregoria ponía empeño en estorbarlo, sobre todo si se trataba de Susana. En una palabra: aquella señora, obediente a las instrucciones del tutor, su hermano, toleraba cuanto podía contribuir a que las jóvenes tuviesen fama de coquetas e insustanciales, y en cambio desarrollaba un mal humor inaguantable y una astucia increíble apenas surgía la posibilidad de que un hombre ganara terreno en el corazón de Susana. El tutor y su hermana le dejaban gastar cuanto quería, haciendo la vista gorda en presencia de sus devaneos, pero ante la idea de una pasión seria mostraban profundo desagrado. Indudablemente se habían propuesto no reprenderla si tiraba el dinero, para que cuanto más derrochase con mayor facilidad pudieran ellos englobar sus robos en los gastos, y al mismo tiempo, estorbando que se casase, dilatar la época de la rendición de cuentas.

Quien primero descubrió el juego fue Valeria: comunicó a Susana la sospecha y trataron ambas de ponerse a la defensiva; mas por desgracia era tarde para evitar gran parte de los males que temían. Pronto comprendieron que debían, primero, gastar con más prudencia, porque las rentas iban mermando considerablemente, y segundo, andarse con pies de plomo en lo que se refería a dejarse galantear, porque entre sus propias imprudencias y la malignidad del tutor y su hermana, iban ellas cobrando reputación de frívolas y ligeras. Desde entonces vivieron con relativa economía, y fueron verdaderamente sensatas.

V

Algún tiempo después, en la tertulia de unas amigas, conocieron a dos hombres jóvenes, íntimos amigos y compañeros de carrera. Pepe Gutiérrez y Andrés Pérez, el primero, comandante de ingenieros y el segundo capitán del mismo cuerpo: ambos dignos de ser queridos. Gutiérrez se prendó de Susana que por primera vez tomó el amor en serio, fue correspondido, y entraron en relaciones, procurando que permaneciesen ignoradas del tutor: únicamente cuando ella adquirió el convencimiento de que su novio era hombre que valía mucho como inteligencia y como carácter, le autorizó a que la pidiese en matrimonio.

La situación de Valeria era más libre y desembarazada, pero no envidiable. Por pobre, estaba libre de los cuidados que da el oro; por abandonada, no había menester consentimiento de nadie; mas, ¿de qué le servía aquella independencia, si el compañero de Gutiérrez no se fijaba en ella? Pérez frecuentaba la casa de Susana, porque iba con Gutiérrez a todas partes: eran inseparables; estaban unidos por una amistad nacida en los bancos de la escuela de primeras letras, fortificada en el colegio militar, y, por último, arraigada en sus corazones, gracias a la vida que hacían juntos en plena juventud. A Pérez le gustó Valeria desde que la conoció; pero no se atrevió a requebrarla ni poner seriamente en ella la esperanza, considerando que ambos eran pobres. La muchacha no tenía nada: él, sólo su haber de capitán. ¿Qué ventura podía ofrecerla? Ni siquiera comunicó a Gutiérrez la simpatía que le inspiraba Valeria. Tan bien supo disimularla, que la misma interesada tomó la indiferencia por franco y declarado desvío. Susana fue la única que adivinó el doble secreto de aquellas dos almas: unos cuantos detalles bastaron a su penetración para comprender que Valeria y Pérez se querían. Convencerse de ello y formar propósito de favorecerles, todo fue uno. Tanto le convidó a comer, colocándole junto a ella, tantas veces les dejó solos a tiempo de que se les transparentara el alma, tales cosas hizo para que mutuamente se conociesen y apreciasen, que al fin llegaron a entenderse. Susana, que años atrás había evitado a Valeria la desgracia de verse arrojada del colegio, y que luego la trató como a hermana, se erigió de nuevo en protectora cariñosa. «Nos casaremos el mismo día—le dijo—yo primero, y luego seremos padrinos de tu boda. Si nosotros habíamos de gastar veinte, nos contentaremos con diez, partiré contigo lo que tenga..., es decir, ¿para qué hacer números ni cálculos? Viviremos juntos, y... Cristo con todos.» Claro está que Valeria, deshecha en lágrimas de gratitud, aceptó aquella nueva demostración de cariño, aunque en el fondo de su alma, y con aprobación de su futuro marido, estuviese resuelta a no aceptar favores que, por excesivos, redundaran en perjuicio de su amiga.

En la primer entrevista que tuvo el novio de Susana, con el tutor de ésta, se convenció de que la mujer a quien quería unirse había sido robada a mansalva. Era inútil soñar con restituciones ni pleitos. El canalla tenia las cosas preparadas con tal maña, que según cuentas, escrituras y comprobantes, aún resultaba la pupila debiéndole algunos miles de duros. Una vez más la maldad hizo mofa de la ley. De las condiciones morales de Gutiérrez y del amor que su novia le inspiraba, pueden dar idea estas palabras, con que comunicó a Susana el resultado de la entrevista:

—Mira, nena; coche ni muchos vestidos no tendrás, porque ese hombre es un ladronazo...; por ti... lo siento; por mí, casi me alegro, para que veas que te quiero de verdad. Lo esencial es que nos casaremos cuando se nos antoje.

En Susana pudo más la alegría del amor probado, que la tristeza por la riqueza perdida, y arrojándose en brazos de su Pepe, repuso:

—Yo también me alegro, porque así conozco lo que vales. No me equivoqué al quererte.

Valeria, que hubiera procurado luego de casada sustraerse a la protección de Susana siendo rica, consintió en vivir con ella viéndola casi arruinada, y ambas bodas se verificaron la misma mañana, a mediados de 1873, cuando España estaba en plena guerra civil.

La doble luna de miel fue cortísima. A los seis meses ambos maridos eran destinados al ejército del Norte y salían de Madrid dejando a sus mujeres poseídas de la más amarga tristeza, y embarazadas del mismo tiempo.

VI

Hacia los primeros días de 1874, la desgracia cayó sobre ellas en forma irremediable y terrible.

Un extraordinario de un periódico les dio repentina y brutalmente la noticia. Oyeron vocear el papel, mandaron comprarlo, y sin poder llorar ni gemir, secas las gargantas, enjutos los ojos, atarazada el alma por la desesperación y la sorpresa, leyeron lo siguiente:

«Pamplona, 9 Enero, 10,15 mañana.

»El titulado brigadier Garzuaga fue ayer batido en Puente-Rey con pérdida de más de 300 hombres, caballos, armas, carros y municiones.

»Las fuerzas liberales han experimentado también sensibles pérdidas. El brigadier Queralt está herido de gravedad. El coronel Quintana levemente. El comandante de ingenieros D. José Gutiérrez Riela y el capitán del mismo cuerpo D. Andrés Pérez Deza han muerto heroicamente en el campo del honor. Las bajas de la clase de tropa no pueden precisarse todavía.»

Movidas de impulso igual y simultáneo, se arrojaron una en brazos de otra sintiendo al mismo tiempo que las garfiadas del dolor los inquietos latidos de dos seres que antes de nacer eran huérfanos...

Primeras impresiones de amor, dulzuras de pasión satisfecha, esperanzas para lo por venir, todo quedaba destruido, todo parecía mentira: únicamente la desgracia era verdad.

A fin de Marzo, con diferencia de veinticuatro horas, parieron un niño cada una en la misma habitación, tragándose las lágrimas y los quejidos, animándose mutuamente a tener valor, buscando en su cariño fraternal el único consuelo que les quedaba. Los recién nacidos no se les parecían: ambos eran pelinegros y muy blancos, señal de que habían de ser morenos como sus pobres padres, que dormían para siempre entre los peñascales ensangrentados de Navarra.

Ya no tenían ventura que esperar aquellas infelices mujeres: ni aun la de sufrir unidas. Juntas crecieron en el convento cuando niñas; juntas gastaron riqueza y derrocharon alegría, siendo mientras pudieron ligeras y frívolas como su propia juventud; al mismo tiempo amantes, casadas, viudas y madres: sus dichas y sus penas parecían tan hermanadas como ellas mismas; pero había llegado la hora de que se rompiese el misterioso paralelismo de sus vidas.

El parto de Valeria había sido rápido y feliz; el de Susana trabajoso y de fatales consecuencias. La fiebre puerperal que se apodero de ella fue intensísima, y halló su organismo tan conmovido y debilitado por los recientes infortunios y penas, que no tuvo fuerzas para resistirla. Sintiéndose morir, llamó a Valeria y le habló de este modo:

—No te hagas ilusiones—dijo sonriendo con una serenidad que daba miedo;—esto se acabó.

Quiso su amiga interrumpirla gastando bromas y fingiendo esperanzas, mas ella continuó:

—Óyeme bien. Ya sabes lo que te quiero... No tengo parientes, y puede que sea mejor... Mi hijo va a quedar solo en el mundo; te lo confío... tú serás su madre... júrame que le querrás y le cuidarás... como...

—Calla, mujer. ¡Qué has de morirte! ¿No has de resistir esto, tú que eres más fuerte que yo? Te pondrás buena y seremos felices..., es decir, viviremos para los niños, porque felices ya no podemos ser...; pero si te murieras, que no te morirás, por el recuerdo de todo el bien que me has hecho, te juro que tu hijo..., vamos, como si fuera mío.

—¡Pobre Valeria! ¿Qué será de ti con dos criaturas?... Esto va muy aprisa. Escucha. En aquel cajón de la mesa que usaba Pepe, hay ocho mil duros en papel del Estado, que vienen a dar ocho mil reales al año. Allí están también los mil duros que sabes que teníamos ahorrados. Por último, en el cajón de más arriba encontrarás las escrituras de propiedad de mi casa de Rivaria. Yo no he estado allí nunca, pero sé que es un caserón con un huerto: los labriegos que lo tienen arrendado no pagan hace mucho tiempo. Quizá por eso no se quedó mi tutor con la finca. Los títulos de la Deuda y el dinero de los ahorros los coges en cuanto me cierres los ojos, y ahora manda venir a un escribano. Quiero que la casa sea legalmente tuya para que nadie pueda molestarte. Ya sabes con lo que cuentas. Lo principal es que no teniendo nada mi hijo... no habrá quien piense hacerse cargo de él.

Valeria quiso resistir por animarla, pero ante la energía con que expresaba el deseo, cedió.

Vino el notario: Susana hizo una declaración reconociendo que cuanto había en la casa era de Valeria, y que en pago de una deuda que confesaba, le daba la finca de Rivaria. Del niño no se habló palabra. ¿Quién había de solicitar su tutela siendo pobre?

Pocas horas después, como si se hubiese esforzado en vivir hasta ultimar lo hecho, Susana moría en brazos de Valeria. Ella la amortajó y veló, pasando la noche arrodillada a los pies del cadáver.

De rato en rato se levantaba para ir a ver a los niños.

¡Qué contraste el formado por la vida y la muerte que allí se mostraban con toda la brutal realidad de los hechos: ¡Qué lástima de mujer, tan hermosa y tan buena! ¿Qué falta hacía a nadie arrancarle la existencia como se descuaja una planta? ¿Ni qué falta hacían en el mundo aquellos angelitos?

Valeria les contemplaba con miradas de ternura, iguales para ambos, cual si se le hubiese duplicado el cariño de madre, y a pesar de la tristeza que sentía, no le era posible sustraerse al influjo de una observación que ya había hecho y que en aquel momento, hasta contra su voluntad, se le iba entrando al pensamiento, agitándoselo con desvaríos de la imaginación.

Cada vez que se acercaba a las camitas donde estaban acostados y se fijaba en ellos, aquella observación se confirmaba con más fuerza. Los niños se parecían muchísimo: ambos eran muy blancos, de pelo y ojos negros, chatillos, gorditos, casi de igual volumen. Claro estaba que andando el tiempo habrían de diferenciarse física y moralmente, revelando su distinto origen; pero entonces, casi hubieran podido pasar por mellizos. A Valeria le parecía el suyo mil veces más hermoso y mejor formado, y sin embargo, hubo un momento en que pensó: «Vaya, que se parecen mucho, son casi iguales, tan semejantes, que si dejara de verlos unos cuantos meses..., no acertaría con el mío; es decir, míos son los dos; en fin, con el que yo he parido.»

Luego, en el largo monólogo de aquella noche interminable cruzaron por su mente recuerdos de la juventud, memorias de gratitud hacia Susana, punzadas de dolor renovado por la pérdida del hombre a quien había querido, e ideas de miedo y responsabilidad ante la carga que para ella representaba el porvenir de aquellos niños.—«¿Sabré corresponder—se decía—a todo lo que Susana ha hecho conmigo? ¿Podré pagar al hijo lo que debo a la madre? ¿Llegará un momento en que las circunstancias me obliguen a favorecer al mío en perjuicio del suyo? El poco dinero que queda entre mis manos no es nuestro, yo nada tengo... ¿Me asaltará algún día la tentación del despojo..., será más fuerte mi amor de madre que el recuerdo de la gratitud y el cumplimiento del deber?» Y al mismo tiempo que discurría todo esto, en su pensamiento iban hermanándose y confundiéndose, hasta compenetrarse, aquella observación insistente del parecido de los niños y aquella idea extravagante favorecida por las condiciones de la realidad.

Sus propias palabras eran la síntesis de la situación: «Si dejases de verlos unos cuantos días, no sabrías cuál es el tuyo.»

¿Fue propósito razonado de alma grande, fruto de una extraordinaria elevación de espíritu? ¿Desarreglo de inteligencia trabajada por una idea fija? ¿Acaso sugestión de ese algo misterioso que a veces nos aproxima, por el anhelo del bien, a la divinidad?

Nadie lo sabrá nunca: lo cierto es que aquella idea le fue labrando surco en el pensamiento y acabó por arraigar en él de tal suerte, que se enseñoreó de su voluntad, y la puso por obra.

¿Quién dirá si Valeria llegó por gratitud a la locura, o a la suma piedad por la noción del deber? Aquel la juzgue que sepa bucear en las reconditeces del alma.

VII

Luego de enterrada su amiga, Valeria se marchó a Galicia con los niños, aposentándose en la casa de Rivaria.

Su primer cuidado, después de arregladas las cosas necesarias a la vida, fue observar la índole y carácter de los colonos, marido y mujer, de quienes Susana había dicho que nunca pagaban el arrendamiento. Afortunadamente, él, como buen gallego, era muy listo, y ella se pasaba de buena. Valeria se propuso aprovechar las cualidades de ambos, y entre tanto, poseída por su idea fija, procuró ver poco a los niños; lentamente fue desentendiéndose de ellos; casi no les miraba, mostrando una fuerza de voluntad increíble.

Haciendo vida campestre y retirada en aquel lugar, había un acaudalado caballero a quien por lo caritativo llamaban sus convecinos el Santo, y en éste se fijó principalmente Valeria para realizar su propósito. Le dijo que, viéndose obligada a emprender un largo viaje por mar, y no atreviéndose a llevar consigo los pequeñuelos, quería confiarlos a su cuidado; le dio dinero para cuanto necesitasen durante cierto tiempo, y dispuso que el labriego y su mujer le obedecieran ciegamente. Por último, obrando astuta y sagazmente, tuvo la horrible precaución de ocultar los verdaderos nombres de los niños, que eran los de sus padres, llamándolos Juan y Pedro, ardid en que estaba fundado su propósito: hecho todo lo cual desapareció del pueblo.

Cerca anduvo de arrepentirse por su condescendencia aquel santo varón; casi se asustó de haber aceptado tamaña responsabilidad, pero jamás llegó a preocuparse formalmente: primero, porque su compromiso era sólo verbal y no había pruebas que pudieran perjudicarle; segundo, porque ¿quién habría en la comarca capaz de perseguirle ni acusarle? Sobre todo, sin saber la causa, sin que él se diera cuenta de ello, Valeria le había inspirado simpatía profunda y confianza ciega. Estaba persuadido de que aquella mujer era mediadora de buena fe o víctima en una de esas intrigas amorosas, donde sólo el misterio puede estorbar la iniquidad. Lo principal para él era que, con caer las criaturitas en sus manos, se habría casi seguramente evitado un crimen. Resta sólo decir que inducido a error llamó Juan al mayorcito de los niños y Pedro al menor.

De esta suerte comenzaba a lograrse la confusión que Valeria deseaba.

Cada tres meses recibía el Santo en pliego certificado un billete de Banco, cuyo valor era bastante a cubrir los gastos ocasionados por los niños. Lo que jamás recibió fue carta, mensaje, ni visita que le hablase de la desaparecida. Cuantas tentativas hizo para saber su paradero fueron inútiles. Así pasaron cinco anos.

En tan largo lapso de tiempo, Valeria estuvo muchas veces a punto de renunciar a su tremendo sacrificio: en más de una ocasión le faltó poco para volver a la aldea, exigir que le devolviesen los niños y escudriñarles el cuerpo para distinguirlos, hasta recobrar la certeza de cuál era el ajeno y cuál el suyo. Su vida fue un martirio insoportable; mas lo padeció sin arrepentirse de lo hecho.

Fuese extravagancia de entendimiento perturbado, fuese abnegación premeditada, había en su conducta heroica grandeza, algo casi sobrehumano, que consistía en imponerse el doble sacrificio de privarse de su hijo, y aceptar por tal al que no lo era, para que esta ignorancia la hiciese luego tratar a ambos con el mismo cariño. Ignoraba que alma de su temple jamás hubiera perjudicado al ajeno en provecho del propio, mas quiso colocarse en tales condiciones, que hasta le fuesen imposibles la preferencia y la injusticia.

¿Quién podía prever la suerte que les estaba deparada? ¿Qué haría ella, por ejemplo, el día en que por los azares del mundo fuese preciso anteponer en su corazón uno a otro, darle mayores facilidades de éxito, o salvarle de un riesgo? ¿A quién acudiría primero? ¿No juró confundirles en el mismo cariño? ¿Pues que mejor manera de realizar el juramento que conseguir la imposibilidad de quebrantarlo? Según su corazón, que estaba sorbido y dominado por la gratitud, todo aquello y más debía a Susana, que la libró de ser arrojada del convento, la trató como hermana, y finalmente, la unió al hombre de quien estaba enamorada. ¿Qué hubiera sido de ella sin Susana? ¿Hasta dónde hubiera rodado impulsada por vientos de desgracia?

VIII

Por fin, al comenzar el sexto año de separación, Valeria estuvo enferma, y entonces, aterrada ante la idea de morir, sintió doblegarse su entereza. Apenas convaleciente, corrió a la aldea. Su viaje le pareció un tormento, más largo que el de los cinco años transcurridos. ¿Vivirían los dos niños? ¿Cómo los encontraría? ¿Cuál sería su índole? ¿Cuál mostraría mejores sentimientos? ¿Cuál la querría más? De fijo el suyo... Pero ¿cómo le conocería?

¡Sacrificio inútil, batalla estéril contra la flaca condición humana! Aún no habían llegado aquellos seres a la edad en que se revelan el corazón y la inteligencia, y ya instintivamente ambicionaba que su hijo fuese superior al hermano pegadizo.

 

Le parecía que el coche no iba bastante aprisa, que los árboles de las laderas del camino eran siempre los mismos, que huía a lo lejos el horizonte prolongando la separación..., hasta que al volver un recodo próximo a la aldea, descubrió dos niños vestidos con relativo esmero. Estaban jugando bajo un gigantesco grupo de castaños, saltando sobre un espeso tapiz de musgo aterciopelado, donde el sol y las sombras del ramaje formaban maravillosos arabescos.

Al llegar el carruaje cerca de aquel sitio, mandó parar, bajó, y acercándose a los niños y conociéndolos, porque a su lado estaba la mujer del colono, los envolvió en una mirada indefinible. Clavó en ellos los ojos, quiso dirigirse primero a uno y luego a otro, vaciló, llenarónsele las mejillas de lágrimas, y por último, extendiendo abiertos los brazos, cogió a los dos al mismo tiempo, les atrajo contra su pecho..., los apartó, tornó a mirarlos, y enloquecida de dudas y alegrías, apretándoles de nuevo contra sí, abarcando juntas las cabezas, se las cubrió de besos y caricias, mientras la aldeana, que la reconoció en seguida, gritaba con su dulce acento gallego:—«Juan, está quieto;—Pedro non te vayas.»

La mujer de alma grande tenía logrado su propósito. No sabía cuál era el que había parido.

IX

Pasaron años. Desde que Valeria recogió los niños de manos del Santo hasta que se hicieron hombres no le causaron más penas que los disgustillos que dan de sí la infancia y la primera época de la juventud: jugarretas, trastadas, bromas y travesuras. Llegada la edad de la razón, Juan y Pedro fueron buenísimos para ella. Sus corazones no cesaban de brotar y consagrarle nuevos tesoros de ternura. ¿Quién la quería mas? Era imposible averiguarlo. Del carácter sensato y juicioso del uno, de las genialidades prontas e irreflexivas del otro, surgían continua e inesperadamente pruebas de amor filial. Ella, en tanto, hoy mimaba a Juan, mañana prefería a Pedro, igual cariño profesaba a los dos, pero cariño ciego, vacilante, inseguro, como si viviese condenado a la incertidumbre de su propia sinceridad. Ambos ante su conciencia eran hijos suyos, mas siempre le quedaba en el fondo del alma la duda, nunca satisfecha; la esperanza, jamás colmada, de que el mejor fuese el que ella había llevado en las entrañas.

Andando el tiempo, Valeria, exclusivamente dedicada a estudiar aquellas dos almas, hizo un descubrimiento que la llenó de angustia. Ambos tenían novia y cada cual quería a la suya, no con un sentimiento vulgar y pasajero, sino con pasión digna de ellos. Aquella era la ocasión de probarles.

Había pagado su deuda haciéndoles buenos y felices: ninguno tenía derecho a proferir la menor queja: ella lo tenía a saber cuál era su verdadero hijo, forjándose la ilusión de creer que lo sería el que mostrase quererla más. En otro tiempo le cegó la gratitud: ahora le cegaba el ansia de cariño.

Luego de haber madurado su propósito, con la astucia propia de su índole y carácter, les juntó un día y les dijo:

—Os llamo porque ocurren grandes novedades. Estamos medio arruinados. No podemos seguir viviendo con la holgura relativa que hemos disfrutado hasta ahora. Es necesario que uno se separe de mí y de su hermano. Tengo la seguridad de conseguir un buen destino para Ultramar. Mientras cambia la fortuna, es preciso que uno de vosotros se vaya muy lejos y ayude a los que aquí quedemos. ¿Quién quiere separarse de mí? ¿Quién se quiere quedar? Resolvedlo vosotros, y decídmelo mañana.

Oyéronla ambos en silencio y aquella misma noche se reunieron a deliberar.

Valeria, descalza, para no ser sentida, fue hasta la puerta del cuarto donde estaban, y pegando la oreja al ojo de la llave escuchó todo lo que hablaron.

—¿Has oído a madre?—dijo Juan.

—Sí—repuso Pedro.

—¿Y qué dices?

—Que no me voy.

—Ni yo tampoco.

—¿Por qué?

—Porque no me separo de ella... ni de ti.

—Lo mismo digo.

—Pues ella dispone que se vaya uno.

—Ya le haremos ceder.

—¿Y si no cede?

—Ya no pienso en casarme. Estoy dispuesto a ganar un jornal, a arrancar piedras con los dientes, a todo, menos a separarme de ella.

—Tienes razón. Igual pienso yo. Aquí a su lado soportaré escasez, pobreza, lo que venga: yo también renuncio a la mujer que amo; pero ¿irme lejos, exponerme a que mi madre se muera sin verla? ¡Eso no! Aunque lo mande. Si quieres, márchate tú.

—Y ¿por qué he de ser yo el sacrificado? ¿No soy tan hijo suyo como tú?

Aquellos dos muchachos, que se querían entrañablemente, que jamás habían reñido por nada, ni de niños ni de mozos, estuvieron a punto de venir a las manos. Con todo transigían, todo lo aceptaban menos lo que pudiera significar despego hacia su madre. Cruzáronse entre ellos algunas palabras fuertes, algunas frases agrias; pero al fin pudo el cariño más que ningún otro sentimiento, y Juan dijo:

—Mira, no añadamos a la pesadumbre que ya tenemos la pena de enfadarnos uno con otro. No hay remedio: si madre lo manda, uno tendrá que sacrificarse. Que ella lo designe, y ese que baje la cabeza, obedezca y se resigne sin chistar. ¿Convienes en ello?

—Convenido, ella decidirá.

Y abriéndose mutuamente los brazos, lloraron juntos, como dos niños.

Valeria les escuchó henchida el alma de alegría. Aquel fue el único momento egoísta de su vida. Todas sus penas hallaron resarcimiento, todos sus dolores tuvieron premio. Luego, andando de puntillas, se alejó de junto a la puerta, y a los pocos días, con fingida tranquilidad, dijo que las circunstancias habían variado y que la separación no era precisa.

Nunca supo quién era su verdadero hijo, pero adquirió el convencimiento de que ambos adoraban en ella. En un mismo culto la confundían el que llevó en las entrañas y el que formó con la bondad de su alma. Aquella doble maternidad fue la recompensa de su vida.

La prueba de un alma.

Durante el verano de 188... la concurrencia de bañistas fue en Saludes mayor que nunca: desde la fundación del balneario no se había visto allí tanta gente, ni tan lucida y bulliciosa.

Los enfermos graves eran pocos, y como por razón de su estado se hallaban recluidos en sus habitaciones, no molestaban a los que querían divertirse; los cuartos eran limpios, la comida, si no muy delicada, abundante y sabrosa, las camas aceptables, el campo delicioso, y las excursiones salían baratas; de suerte que todo el mundo estaba contento, sin acordarse el bolsista de sus negocios, ni el empleado de su oficina, ni la mujer hacendosa de los quehaceres de su casa, ni mucho menos el estudiante de sus libros: las niñas en estado de merecer disfrutaban bastante libertad para dejarse galantear a sus anchas por los muchachos; y, según malas lenguas, de igual libertad se aprovechaban algunas casadas, si no para permitir que fuese invadido allí mismo el cercado ajeno, a lo menos para demostrar que no lo defenderían mucho cuando, de regreso en la corte, fuesen menor el peligro de la murmuración y las ocasiones más seguras.

A que resultara grata la permanencia en Saludes contribuía mucho el director facultativo, hombre de treinta o pocos más años, simpático, muy inteligente, y en quien se daban reunidas raras circunstancias y envidiables prendas.

El doctor Ruiloz era el primogénito de un banquero, socio principal de la casa Ruiloz y Compañía, de Madrid. Desde muchacho se empeñó en seguir la carrera de médico, dejando a su segundo hermano el cuidado y la gloria de continuar amontonando millones. En un principio la familia trató de quitarle de la cabeza aquel propósito, mas tan resuelto y decidido le vieron, que no hubo sino dejárselo lograr. «Aunque le falten enfermos—cuentan que dijo su padre—no ha de faltarle dinero, teniendo yo tanto como tengo.» Con la tenacidad mostrada al elegir carrera, y con la conducta que observó al estudiarla, quedaron probadas la energía y la fuerza de voluntad que Dios había puesto en el alma de Juan Ruiloz, porque sin mermar a la juventud sus fueros, ni dejar de divertirse durante aquella edad en que la alegría es media vida, fue primero modelo de estudiantes y luego espejo de médicos.

Trabajando mucho, prescindiendo de la influencia y riqueza de sus padres, verdaderamente obstinado en deberlo todo a su propio esfuerzo, se hizo hombre y comenzó a labrarse la reputación, logrando verla consolidada en pocos años con algunos buenos escritos referentes a su facultad, y gracias a unas cuantas curas y operaciones tan sabias como afortunadas. Su estancia en Saludes fue puramente accidental. El médico en propiedad del balneario, que era un intimo amigo y compañero suyo, cayó enfermo, pidió licencia, concediéronsela, necesitó prórroga, se la negaron, y cuando se hallaba a punto de perder la plaza, le dijo Juan:

—No te apures: para estas ocasiones son los amigos de mis padres; yo haré que me nombren director de Saludes, como supernumerario, en comisión, sin sueldo, de cualquier modo... y en paz: te curas, y cuando puedas trabajar me retiro modestamente por el foro.

De esta manera llegó a ser médico del humilde balneario el doctor Ruiloz, a pesar de que por entonces ya su nombre corría de boca en boca, seguido de tales alabanzas, que nadie pudo comprender cómo ni por qué aceptó destino tan poco lucrativo. Los que estaban en el secreto de la cosa y conocían íntimamente a Juan, no se sorprendieron, sabiendo que, a más de ser amigo de hacer favores, había en él cierta innata tendencia a buscar en lo anormal y extraordinario el encanto de la vida. ¿Y dónde cosa menos vulgar y más desacostumbrada para un médico rico y mimado por la suerte, que ir a encerrarse en un balneario de tercera clase, en el cual no había de ganar honra ni provecho, sólo por servir a un compañero?

Tal es la excelencia de las buenas acciones, que a veces el favor que se hace en obsequio de uno redunda en provecho de muchos, y así sucedió en este caso, porque cuando su clientela adinerada y elegante de Madrid supo que Ruiloz iba aquel año de médico a Saludes, allá se fueron tras él muchas familias de la corte; unas por tener cerca a su doctor favorito, y otras esperanzadas en que, no hallándose tan cargado de trabajo, podrían consultarle más despacio, con lo cual acudió tanta gente, que todo el verano fue agosto para el humilde lugarejo.

Iba ya vencida la temporada, y Ruiloz estaba, aunque no arrepentido del favor hecho a su amigo, cansado de tener más trabajo que en Madrid, cuando llegó a Saludes un matrimonio joven, acompañado y servido por una doncella y un ayuda de cámara: albergáronse amos y criados en la mejor casa del pueblo, y en seguida el marido, que se llamaba D. Javier Molínez, se presentó a Ruiloz diciéndole que su esposa venía enferma, y que sólo para que él la asistiese habían hecho el viaje. Fue el doctor a visitarla, preguntó cuanto creyó conveniente, hizo los reconocimientos propios del caso, infundió ánimo en el abatido espíritu de aquella señora, que además de joven era hermosa, y luego, llegada la noche, y en vista de las reiteradas súplicas que Molínez le hizo para saber el verdadero estado de su mujer, le habló de este modo mientras paseaban por el jardín del balneario.

—Ya que V. la exige y tiene valor para escucharla, le diré la verdad. El caso no es desesperado, pero poco menos. Cuando llegan a este grado de desarrollo, las afecciones del corazón son peligrosísimas. Aquí no deben Vds. permanecer más tiempo que el preciso para que recobre fuerzas: vuélvanse Vds. pronto a su casa. Ni sé cómo ha podido soportar el viaje en las condiciones en que está.

Hizo luego una breve explicación científica, y terminó diciendo:

—Puede vivir unos cuantos meses... tal vez años, aunque desgraciadamente no lo espero... y cualquier contratiempo en la marcha de la enfermedad puede también ocasionar un desenlace fatal en pocos días. Acaso la saquemos adelante; pero hoy por hoy su estado es muy grave. Si mejorase algo, lo más juicioso sería llevársela a Madrid.

—¿De modo que no hay esperanza?

—Eso... sólo Dios puede saberlo.

—¿Y cree V. que debo avisar a mi suegra para que venga?

—Indudablemente, con tal de que halle V. pretexto para justificar su llegada, porque su señora de V. no está para soportar emociones fuertes.

Sin duda Molínez tenía, o halló, modo de justificar el viaje de su madre política, pues le telegrafió para que acudiese a Saludes, donde llegó a las treinta horas, acompañada de una mujer entrada en años, que era su ama de llaves, y de una señorita de gracioso rostro y gentil figura a quien llamaba Julia.

Pocos días bastaron para que los Molínez y el doctor simpatizaran: entre los atractivos personales de éste y el agradable trato de aquéllos, que se esforzaban en atraerle y agasajarle en beneficio de la enferma, pronto se hicieron amigos. Ruiloz y Javier daban juntos largos paseos, jugaban al ajedrez y con frecuencia comía el primero en casa del segundo; de suerte que los forasteros siempre tenían cerca al médico y éste se complacía en el afable trato de la familia madrileña.

Esto sucedía a principios de Agosto.

Transcurrido un mes, todos los habitantes del balneario sabían que la señora de Molínez estaba muy aliviada, y que, sin embargo, el doctor cada día pasaba más tiempo en su casa, con lo cual hallaron fundamento las suposiciones de los malévolos y ocupación las lenguas de los murmuradores. «Las enfermedades del corazón deben de ser contagiosas—cuentan que dijo un chusco—porque desde que llegó esa señora de Molínez el médico está muy grave.»

Realmente, la variación sufrida por Ruiloz en poco tiempo era tal, que sólo un ciego podía dejar de observarla. De alegre, decidor y bromista, se hizo triste, callado y serio; algunos días hasta se mostraba desabrido y seco con los enfermos; en el salón del balneario apenas ponía los pies; negose a recibir fuera de las horas marcadas para la consulta y, por último, su semblante adquirió una expresión de melancolía que hubiese justamente alarmado a sus padres y amigos si de improviso llegaran a Saludes.

Este cambio, casi repentino, y las constantes visitas a la familia de Molínez, daban cierta apariencia de verdad a la suposición de que al doctor no le preocupaba única y exclusivamente el cuidado de un enfermo grave. La mejoría de Clotilde Molínez valió a Ruiloz muchas enhorabuenas, pero a espaldas suyas dio pábulo a grandes murmuraciones. Todo el mundo, pasándose de listo y sin recordar que en aquella casa había dos mujeres, una soltera y otra casada, creía o fingía creer que el médico estaba enamorado de la segunda. Sin embargo, el marido de ésta podía dormir tranquilo.

Quien ocasionaba las cavilaciones del doctor era Julia, la joven que llegó a Saludes con la suegra de Molínez.

Representaba más de veinte y menos de veinticinco años: tenía la mirada inteligente y expresiva, las facciones delicadas, el andar airoso y el cuerpo bien formado; pero su principal encanto estaba en la conversación, en el lenguaje, y no sólo en lo que decía sino en el modo de decirlo, porque además de gran claridad de entendimiento y mucho ingenio, descubrían sus palabras superior bondad de alma y sinceridad extraordinaria.

Era ilustrada sin afectación, religiosa sin fanatismo, honesta sin hipocresía y franca sin descaro. La única condición que pudiera deslucir algo estas cualidades consistía en cierta dureza y sequedad de genio y acritud en las frases, cuando en la conversación salían a plaza determinadas flaquezas humanas: la mentira y el engaño, el disimulo y la astucia le eran aborrecibles.

Su tía doña Carmen, madre de Clotilde y suegra de Molínez, parecía fiar y descansar en Julia para todo lo referente al cuidado de la casa, tratándola como a hija y siendo por ella considerada con grande amor y respeto. El cariño que tía y sobrina se profesaban era prueba indudable de la buena índole de ambas: las atenciones y el mimo que Julia prodigaba a doña Carmen contribuyeron mucho a que Ruiloz descubriese en la primera las cualidades que, hábilmente dirigidas, pueden ser la base de un hogar dichoso.

La sorpresa y las dudas del médico nacieron cuando, poco a poco, fue observando que entre Julia, de un lado, y de otro entre su prima y el marido de ésta, no reinaba la misma cordialidad. Para doña Carmen era toda mansedumbre y cariño: respecto de Clotilde y Javier, parecía vivir en sumisión forzada; les dirigía la palabra cortés y casi afectuosamente, pero siempre con tal circunspección y mesura, siempre con tan escasa confianza, que la reserva robaba espontaneidad a su lenguaje: diríase que medía y pesaba las palabras, evitando cuidadosamente todo lo que pudiese ocasionar piques y roces. La frialdad que reinaba entre aquellas tres personas era evidente. En vano se esforzaban marido y mujer por cubrir con frases pulidas y mentidos halagos aquella tirantez; inútil era también la habilidad desplegada por doña Carmen para ocultar aquella hostilidad mal contenida.

Nada de esto escapó a la penetración de Ruiloz.

El primer sentimiento que Julia le inspiró fue la simpatía: después, notando su rara situación en el seno de aquella familia, no pudo librarse de una sospecha en que iba envuelto un desencanto. Imaginó que entre Julia y Javier había algo y que por encubrirlo fingían: luego creyó que si entonces no estaban unidos por afecto culpable, acaso lo habrían estado tiempo atrás, sustituyendo después el rencor a la pasión: por último, se aferró a la idea de que la aversión que les separaba obedecía a sentimientos de índole opuesta, porque él mostraba bajeza y apocamiento ante Julia, y ésta, por el contrario, le miraba entre despreciativa y soberbia. Ruiloz se dio cuenta también de que doña Carmen vivía al parecer siempre atormentada por aquel drama íntimo, esforzándose en limar asperezas, evitar disensiones y alejar conflictos: ya intervenía en los diálogos para variar la conversación cuando corría peligro de agriarse, ya entraba oportunamente en las habitaciones estorbando que Julia se hallase sola con Javier o con Clotilde, ya, por último, y esto era lo que hacía con más gusto, mimaba y acariciaba a su sobrina cual si quisiera recompensarla por algún sacrificio o indemnizarla de alguna grande e inmerecida injusticia. La criada de doña Carmen también parecía querer mucho a Julia, mirando, por el contrario, a Clotilde y su marido con respeto, pero sin cariño: todo lo cual indicaba que en la existencia de aquella familia había un secreto: según las apariencias Julia era o había sido víctima de alguna infamia.

La triste situación de esta mujer, sus gracias naturales, aumentadas con el novelesco encanto del misterio, y la particular organización del médico, que, sin duda harto de estudiar el dolor y la materia, buceaba con placer en las profundidades del espíritu, hicieron que Ruiloz se apasionase por aquella víctima de no sabia qué injusticias. A su amor contribuyeron, tanto como la figura de Julia, la misteriosa situación en que esta se encontraba y la facilidad con que su propio ánimo se dejaba influir y dominar por todo lo extraordinario y anormal: sintió un afecto formado de simpatía y de piedad, robustecido por la prudencia forzada, y finalmente poetizado por aquella aureola de dignidad y desgracia en que veía envuelta a la mujer querida. No le seducían sus ojos por expresivos, ni su boca por fresca, ni su talle por esbelto, sino toda ella por cierta atmósfera de melancolía que, circundándola como un ropaje ideal, daba a sus ojos apacible tristeza, y a su boca sonrisa resignada, y a su cuerpo entero una dejadez y laxitud en mayor grado poderosas y excitantes que la más espléndida hermosura o la más astuta coquetería.

Ruiloz ocultó cuidadosamente su amor, pensando que ni la situación de aquella familia ni el poco tiempo que en su amistad llevaba le permitían por entonces otra cosa; pero este mismo forzoso secreto sirvió de incentivo a su deseo.

Entre tanto, la enfermedad de Clotilde volvió a agravarse, precisamente cuando el balneario se iba quedando desierto. La fecha de la clausura estaba cercana, y el médico no decía palabra de volver a la corte; si alguien le hablaba del regreso, respondía con evasivas: pero como nadie se engaña a sí mismo, harto persuadido estaba de que Julia, únicamente ella, era quien le retenía allí. Por fin se marcharon de Saludes hasta los criados y camareros: no quedaron en el lugar más que la familia Molínez y el doctor. Entonces éste, temeroso de que aun a sus nuevos amigos pareciese sospechosa tal conducta, mortificado por la suposición de que pudieran creer que prolongaba su estancia allí para hacer pagar más caros sus cuidados, y sobre todo aguijoneado por el amor, determinó salir de dudas.

Una noche vio que Julia tenía los ojos como puños, de haber llorado. Nada se atrevió a preguntarle; pero al día siguiente, que era domingo, esperó muy de mañana a la criada vieja de doña Carmen, y acercándose a ella cuando salía de la iglesia le rogó que le siguiese hasta su despacho del balneario, donde, primero con astucias y luego con ofertas trató de averiguar lo que tanto deseaba saber.

Aquella buena mujer le dejó hablar cuanto quiso, sin interrumpirle; oyó sin chistar los inocentes y mal rebuscados pretextos en que fundó sus preguntas, y luego, sonriendo como diplomático que no se resigna a darse por engañado, le dijo con la respetuosa franqueza propia de algunos sirvientes viejos.

—Mire V., señor doctor, hace muchos días que esperaba esto... vamos, que me buscara V.

—¿V. lo esperaba?

—Tan seguro lo tenía, que antes de venir he pedido permiso a mi ama doña Carmen.

—¿Y qué le ha dicho a V.? ¿Y por qué lo sospechaba V.?

—¿Me da V. su permiso para que hable clarito?

—Se lo ruego.

—Pues V. está enamorado de la señorita Julia; V. ha comprendido que en la casa pasa o ha pasada algo muy gordo, como vulgarmente se dice, y quiere enterarse... naturalmente, un hombre tiene derecho a saber lo que puede importarle.

—Y esto que V. dice, ¿lo sospecha también doña Carmen?

—A mi señora no se la escapa nada.

—¿Y doña Clotilde y su marido?

—La enferma, V. lo sabe, no está para nada: el señorito Javier no sé si se habrá fijado; pero ese... lo mejor que le podía suceder era que la señorita Julia saliera de casa.

—¿Y ella?

—Doña Carmen dice que sí, que la señorita ha comprendido que V. la quiere; yo, a decir verdad, no lo sé. ¡Ojalá le hiciese a V. caso! todo se lo merece... aunque no sea más que por lo que ha sufrido.

—Veo que con una mujer como V. no hay que andarse por las ramas, y menos estando doña Carmen enterada de...

—Pues pregunte V. lo que quiera. Soy vieja, llevo veinte años al lado de doña Carmen, y ya le digo a V. que estoy aquí con su consentimiento. Lo que V. desea saber es... la situación de la señorita Julia en la casa, el por qué no se lleva bien con la señorita Clotilde y con su marido; en fin todo lo que pasa.

—Cabal.

—Va V. a salir de dudas. La señorita Julia es sobrina carnal de doña Carmen, hija de una hermana suya que murió hace quince años. La ha criado como a su propia hija, que es de la misma edad, poco más o menos. En vez de una hija, han sido dos... y, la verdad, la señorita Julia es de mejor índole, más cariñosa y dulce.

—¡Eso un ciego lo ve!

—Hace tres años comenzó D. Javier a seguirlas por todas partes: a teatros, conciertos, paseos... en fin, lo que hace un enamorado.

—¿De quién?

—De la señorita Julia. Por fin le presentaron en la casa; ella no le puso mala cara, y estuvieron en relaciones... cosa de seis meses.

—Pues no comprendo...

—Al cabo de aquellos seis meses llegó el verano. Mis señoritas tienen costumbre de salir de Madrid todos los veranos, y se encontraron con que aquel año no podían: verá V. por qué. La casa donde vivimos en Madrid es de doña Carmen; un caserón viejo, a la antigua. Mi señora quería hacer obra, obra grande; tirar tabiques, reformar muchas cosas, tapizar luego habitaciones... un trajín de todos los diablos; y, por otra parte, no quería renunciar al viaje, cuestión de salud. Tenemos un administrador viejecito, un buen señor, pero con tantos años sobre sí, que no sirve para nada. En una palabra, hacía falta que se quedara alguien con él. Total; nos quedamos en Madrid el administrador, la señorita Julia y yo, pasando todo el verano vigilando a los operarios. La señorita Julia comprendió que debía dar este gusto a doña Carmen... y de ahí nació todo.

—¿Y qué tiene eso que ver?...

—¿No lo adivina V.? Doña Carmen y la señorita Clotilde se fueron con una doncella, nosotras nos quedamos y... aquí entra lo feo. Doña Carmen, que había autorizado los amores de la señorita Julia con D. Javier, prohibió naturalmente que éste entrase en la casa durante su ausencia, y ella, más buena que el pan, para evitar toda clase de habladurías, pidió a su novio que se marchara también de Madrid durante el verano. Y él se fue, sí, señor; pero se fue donde estaban ellas: primero a San Sebastián, luego a Biarritz, quince días a París... y donde fue no lo sabemos, pero...

—¿Clotilde le robó el novio a Julia?

—Sí, señor; robado, esa es la palabra. Parece que la cosa comenzó con bromas y coqueteos; no sé lo que sucedería; pero o ella le volvió loco, o él pensó que más valía la rica que la pobre. A mitad del verano dejó de escribir a Julia. El administrador y yo creímos que la señorita se moría: doña Carmen llegó a Madrid enferma del disgusto, porque ya se traía tragada la infamia. ¡Qué cosas le dijo a su hija! No hubo medio de evitarlo: él amenazó con sacarla depositada, y, ante el escándalo, hubo que ceder. Este es el secreto de todo. Como V. puede imaginar, se acabó la tranquilidad.

No hay palabras con que expresar el asombro de Ruiloz, asombro mezclado de pena, pues su primera suposición fue que Julia seguía enamorada de Javier. Trató, sin embargo, de coordinar sus pensamientos, y preguntó a la vieja:

—Pero dígame V.: después de todo esto, ¿cómo sigue la señorita Julia viviendo en la casa?

—Viven y no viven juntos. La señorita Clotilde y su marido tienen el bajo, que es independiente; doña Carmen, Julia y yo, el principal. En Madrid ellas dos apenas se veían. Por eso han sido aquí los rozamientos, en cuanto se han acercado. Además, ella quiso meterse monja... ponerse de institutriz... ¿cómo había de permitirlo la señora?

—Todo está explicado.

—¡Claro! Aquí han sido los disgustos gordos. Cuando V. mandó llamar a mi ama, la señorita Julia no quiso que viniera sola: pensó que tendría calma para ver a la otra, para verle a él... y no ha habido tal calma. Esta es la situación.

—¿Y no hay más?

—Lo demás es muy delicado.

—¡Pobre mujer!

—¡Figúrese V.! Está colocada en la alternativa de tener que abandonar a doña Carmen a quien todo se lo debe, o soportar la presencia de los otros. Y ahora comprenderá V. también la influencia que han de tener ciertos sacudimientos morales en la enfermedad de doña Clotilde; porque, a mí no me cabe duda, también ella ha de sufrir... ¡y bien castigada está! Clotilde sabe que Julia la desprecia, y al mismo tiempo está celosa de ella.

—¡Si Julia quiere, yo la haré feliz!—exclamó Ruiloz en un rapto de indignación mezclada de ternura.

Y en aquel momento comprendió que la quería de veras. No, no era sólo la atracción de lo misterioso y anormal; era que aquella mujer se le había metido en el alma. Hizo un esfuerzo por serenarse, dominó la impresión que sentía, y dijo:

—Pues bien; sólo dos cosas deseo saber ahora; primera: ¿cree V. que Julia quiere todavía a D. Javier?

—Me parece demasiado altiva, demasiado digna...

—Segunda: ¿cree V. que doña Carmen apoyará mis deseos?

—Cuando me ha permitido venir aquí, es que ha visto en V. un hombre honrado para su Julia.

—Pues si es así, yo aprovecharé la primera ocasión que se me presente propicia para hablar con Julia. ¡Con tal de que su antiguo amor hacia Molínez no sea una verdadera pasión!

—Se me figura que no; eso V. lo averiguará. Y ahora, para concluir, yo también tengo que hacer a V. una pregunta por encargo de mi ama, y claro está que repetiré con la mayor prudencia lo que V. diga. Vamos a ver: ¿cuál es el verdadero estado de la señorita Clotilde?

—Hoy por hoy, gravísimo. Creo, sin embargo, que de esa crisis saldremos adelante; pero de las que vengan luego no respondo; en uno de esos ataques tiene que quedarse. De modo que si ahora se alivia, lo antes posible, a Madrid con ella.

Desde la mañana en que Ruiloz habló con la criada confidente de doña Carmen, subieron de punto sus cavilaciones. Ya sabía cuanto deseó saber; ya conocía el secreto de aquella familia, el motivo de las tristezas de Julia, y sin embargo, sus dudas eran más dolorosas que antes. Ella en nada desmereció a sus ojos, siguió pareciéndole tan digna de ser querida como antes; nada viturable halló en su conducta; había amado a un hombre que la despreció por otra, ni más ni menos... Allí la traidora, la digna de censura era Clotilde. Para Molínez no encontraba calificativo bastante duro: era un miserable vulgar, que sintiendo inclinación hacia una mujer la dejó en cuanto supo que era pobre, dándole por rival a su misma prima, prolongando luego una situación en que la infeliz había de sufrir doblemente con mortificaciones de amor propio y... acaso, acaso con dolorosísimos celos. Porque ¿quién podría decir si Julia no amaba a Javier? ¿En qué consistiría su tormento? ¿En la postergación sufrida, o en el desengaño experimentado? ¿Quién era capaz de saber lo que pasaba en su alma? El haberle quitado el novio, ¿significaba para ella la simple humillación del orgullo femenino, herida hecha en la vanidad, que escuece pero se cura, o sería tal vez el robo de sus ilusiones y la muerte de sus esperanzas? Aquel odio hacia Clotilde que Julia no podía encubrir ¿era expresión más o menos exagerada de desprecio y superioridad, o era el rencor de un alma a quien se habían cerrado las puertas de la dicha? En una palabra, ¿habría Julia sentido por Molínez un amor tibio y pasajero, ya extinto, o una de esas pasiones que en la adversidad se exacerban y llenan toda la vida?

Ruiloz necesitaba saberlo, pues una cosa era para él pretender a quien sólo fue requerida de amores consintiendo en ello, y otra cosa muy distinta sería aspirar a enseñorearse de un corazón que tenía dueño, tanto más adorado cuanto más imposible era poseerlo. Finalmente, comprendía que le era indispensable averiguar si Julia odiaba a Clotilde tan sólo por su pasada perfidia, o si estaba celosa de ella porque amase a Javier.

Las circunstancias le favorecieron, y él las aprovechó, empleando medios conforme a su índole soñadora y romántica, siempre propensa a recursos en que la fantasía superaba al raciocinio.

Cualquier otro hombre hubiese comenzado por galantear a Julia hasta esperanzarse con algún fundamento, para seguir después enamorándola a fuerza de sinceridad y prudencia: él comenzó a discurrir ante todo la manera de salir de dudas; lo demás, suponía que se haría solo.

Pronto se le presentó la oportunidad de poner su imaginación al servicio de su propósito.

A los pocos días de hablar con la criada de doña Carmen se acentuó el retroceso en el padecimiento de Clotilde, a quien velaban alternativamente una noche su marido con la doncella, y otra Julia con doña Carmen, la cual solía echarse en un sofá mientras Julia pasaba el rato leyendo y pronta al cuidado de la enferma.

Para una de estas noches concibió y dispuso Ruiloz su plan, ideado acaso con no muy sólido fundamento, por suponer al prójimo capaz de afectos más vehementes que los por él experimentados, pero que a juicio suyo había de darle plena certidumbre de los sentimientos de Julia.

Por la tarde el doctor tomó en su casa dos frascos, uno de cabida como para treinta gramos, y otro muy pequeño: llenolos ambos de agua clara, y, sin añadir nada al primero y mayor, vertió en el segundo una materia inofensiva, que dio al agua transparente un color amarillo tan brillante, que puesto el vidrio al trasluz, parecía contener oro líquido. Luego tapó cuidadosamente ambos frascos, y esperó a que llegase la ocasión deseada.

 

 

Las habitaciones que servían de albergue a los Molínez eran espaciosas y estaban amuebladas a estilo de pueblo, contrastando con la vetustez y modestia de cuanto había en ellas el aspecto moderno y la riqueza de los utensilios, ropas, neceseres y estuches de los madrileños: un saco, una manta de viaje valían más que todo lo puesto a su disposición por el huésped.

Ocupaba el centro de la casa una sala grande con dos dormitorios, uno a cada lado: el de la derecha para doña Carmen y Julia; el de la izquierda para Clotilde y su marido.

La enferma, casi privada de poder acostarse, pasaba muchas horas sentada en una gran butaca, junto a un ventanón, al través de cuyos cristales, pequeños y emplomados, se descubría un hermoso y pintoresco valle. Cuando quería dormir se extendía en aquella misma butaca, y apoyada en varios almohadones, lograba conciliar el sueño. Una lámpara muy lujosa, llevada de Madrid, iluminaba el gabinete, mientras Clotilde estaba desvelada, encendiéndose en su lugar, cuando quería dormir, una bujía puesta en el suelo y tapada con una manta colgada entre dos sillas.

Tal era el aspecto de la estancia una noche en que doña Carmen y Julia debían velar a Clotilde.

Ruiloz procuró entretenerse un rato con doña Carmen, hasta que Javier se retiró a descansar; luego fue dejando decaer el interés de la conversación que sostenía con ella hasta verla dar cabezadas, y cuando se hubo dormido por completo fue acercándose hacia Julia, que estaba leyendo junto a un velador, encima del cual lucía la lámpara, cuya pantalla arrojaba toda la claridad sobre su gentil figura, dejando los extremos de la habitación en sombra. Tenía puesto un traje de lanilla gris liso y muy ceñido; la respiración pausada y tranquila imprimía a su hermoso pecho un movimiento regular, y un rizo sedoso y negro, escapado de entre las horquillas, le ocultaba parte de la frente.

No parecía interesarle gran cosa la lectura: había instantes en que los ojos se le quedaban inmóviles, fijos, cual si entre ellos y el periódico se interpusiese algo indefinido y soñado que abstrajese su alma de cuanto la rodeaba, dibujándose en su rostro una sonrisa de hastío y de tristeza; pero otras veces al menor ruido que procediese de donde estaba Clotilde, aquellos mismos ojos se animaban de pronto, como si en ellos fulgurase la llamarada de un impulso indomable. Si Clotilde respiraba fuerte o se movía, haciendo crujir levemente sus ropas, Julia, alzando súbito la cabeza, quedábase mirándola, con las pupilas incendiadas por un relampaguear indefinible y extraño, tan extraño, que nadie hubiese podido decir si era expresión de odio o muestra de terror. En aquellas miradas imposibles de descifrar estaba retratada su situación. ¿Qué afecto agitaría su alma? ¿La soberbia de un perdón desdeñosamente otorgado? ¿La indiferencia del desprecio? ¿Tal vez la compasión que inspira la desgracia, aun merecida, o acaso el rencor involuntario y hondo que con ningún infortunio se apacigua?

Al llegar Ruiloz al lado de Julia, ésta dejó caer el periódico sobre el velador, disculpándose de haber seguido leyendo.

—Creí que se había V. marchado.

—¿Sin despedirme?

—V. ya es de casa.

—¡Ojalá!

—¿Por qué?

Ruiloz, sin contestar a esta pregunta, siguió:

—Me he quedado para hablar con V.

—¿Conmigo?

—Sí; V. es aquí tal vez la única persona con quien se puede hablar claramente del gravísimo estado de esa pobre señora. ¿Para qué mortificar más a su madre y a su marido?

—¿Cree V. que hoy está peor?

—Sí; y quisiera hacer una prueba con ayuda de V. Si V. no se hubiese quedado hoy a velarla, habría esperado, porque para lo que intento, no puedo fiarme del marido, a quien la emoción quitaría serenidad, ni menos de la madre...

—V. dirá lo que se debe hacer.

Ruiloz miró hacia doña Carmen para convencerse de que seguía durmiendo, y sacando del bolsillo los dos frasquitos, el del agua clara y el de agua teñida de amarillo, dijo enseñándolos a Julia y refiriéndose al segundo:

—Este es un medicamento de una violencia excepcional; hay que emplearlo con la mayor precaución; no hay veneno que se le iguale.

—¿Y cómo se da eso?

—Ahora lo sabrá V. Clotilde habrá tomado esta tarde poco alimento...

—Muy poco.

—Probablemente se despertará, y entonces le da V. dos cucharadas de lo contenido en el frasco grande. Tal vez siga tranquila, y en ese caso, nada. Pero lo casi seguro es que sobrevenga una excitación muy fuerte, y entonces le da V. cuatro o seis gotas de lo del frasquito amarillo. Muchísimo cuidado: es absolutamente necesario que la excitación sea indudable y fuerte, porque si toma el segundo medicamento sin haberse producido la alteración, en situación normal... la muerte sería cosa de dos horas. ¿Me ha comprendido V. bien?

—Creo que sí—repuso temblando.

—Al ponerse agitada, nerviosa, casi delirante, el frasco amarillo; y, no lo olvide V., si esa excitación no viene, dárselo es matarla.

En seguida Ruiloz, aparentando la indiferencia con que suelen hablar los médicos de estas cosas, se despidió y salió, dejándola con los dos frascos sobre el velador y llena de sobresalto el alma.

Realmente aquello era un engaño, sólo posible con una persona ignorante en cosas de medicina; mas la situación de Julia no dejaba por eso de ser tremenda.

La casualidad, acaso la Providencia, ponía en sus manos la existencia de Clotilde. Estaba moribunda, su vida pendía de un hilo, y ese hilo ella podía cortarlo con completa irresponsabilidad... ¿Matarla? no: no más que adelantarle un poco la hora de la muerte, y la impunidad sería absoluta, nadie había de saberlo. Con decir que sobrevino la agitación prevista por el doctor y que le dio el segundo medicamento...

Sí; aquella era la hora de la venganza, el momento de la expiación, tan fácil como nunca pudo soñarla un espíritu rencoroso. Además, ¿quién iba a sospechar de ella, cuando el médico sería el primero que la pusiese a salvo?

Ruiloz lo calculó todo de un modo diabólico. Las dos supuestas medicinas eran agua: ni la primera había de causar agitación, ni la segunda podía producir la muerte; pero si Julia daba la última, su intención no ofrecería duda de ningún género: habría mentido al decir que vino la excitación, y habría demostrado, sólo para Ruiloz, el deseo de abreviar la vida de Clotilde. En una palabra, Ruiloz iba a penetrar en el alma de Julia: si ésta procuraba la muerte de Clotilde, era señal de que seguía enamorada de Javier, o de que sin amarle era rencorosa hasta la perversidad, e indigna de ser querida; si lo contrario, demostraría primero que su corazón era incapaz de venganza, y tal vez que su amor a Javier era sentimiento extinguido.

De esta suerte quedaron ambos al separarse, lleno de confusión el pensamiento: Ruiloz porque aquella prueba había de revelarle el temple y la índole de la mujer querida, y Julia porque a solas con su conciencia imaginaba ser juez en causa propia.

 

 

¡Qué noche tan larga... y qué ideas tan negras!

Pero su voluntad no vaciló, la entereza de su virtud no desfalleció un instante; mas la imaginación... a esa ¿quién le corta las alas?

Al través de los vidrios y visillos de las ventanas se veían lucir las estrellas; turbaban el silencio los ruidos característicos del campo; ya el campanilleo de una recua, ya el rechinar de un carro, ya los graznidos de las aves rapaces que buscaban nidos entre la espesura del ramaje.

A las tres de la madrugada la enferma pidió agua; Julia se la dio. La tentación no había hecho presa en su alma, y sin embargo, todo su cuerpo temblaba, no por miedo al delito, sino sólo ante la facilidad de poder ejecutarlo.

—Te tiembla la mano—dijo Clotilde con voz débil al tomar el vaso.

—Tengo frío—repuso Julia.

Y llena de espanto pensó en cuál otro y cuán distinto sería su temblor si hubiese aceptado la idea del crimen. Clotilde, apurando el agua, miró con precaución en torno, y bajando cuanto pudo la voz, preguntó:

—¿Estamos solas?

—Sí.

Entonces, dominada por uno de esos impulsos misteriosos que hacen pensar a dos almas en una misma cosa al mismo tiempo, atrajo a Julia hacia sí, diciendo con acento de súplica:

—¿Aún me guardas rencor?

—Calla y duerme—repuso aterrada, pareciéndole que evocar lo pasado era incitarla al delito.

A las cuatro y media, cuando empezaba a despuntar el día, Clotilde llamó otra vez. Julia, con mano firme y pulso seguro, le dio la cantidad que debía del líquido contenido en el frasco grande, y esperó... ¿Vendría la agitación esperada y temida por el doctor?

Clotilde quedó inmóvil y adormilada, como en reposo absoluto de espíritu y de cuerpo; apenas se notaba su respiración.

A Julia se le apagó la lámpara, y cogiéndola sin llamar a nadie, la sacó fuera para que no diese tufo, yendo a dejarla en uno de los cuartos inmediatos.

Ya era día claro. Avida de ambiente puro, abrió un balcón que daba al huerto, y apoyada de pechos en la barandilla, respiró con fuerza, larga y deleitosamente el aire fresco del amanecer. ¡Qué sol tan hermoso!... Y en su alma, ¡qué dulcísima paz!

 

 

Ruiloz halló a la enferma igual que la víspera. Julia le dijo que había pasado la noche sin novedad, y le devolvió el frasquito del líquido amarillo, diciendo con la mayor naturalidad.

—No ha hecho falta.

Aprovechando una pasajera mejoría de Clotilde, se decidió pocos días después la vuelta a Madrid, pero sin esperanza: ella misma, convencida de su próximo fin, murmuraba tristemente al salir del pueblo:

—¡A morir a casa!

Ruiloz les acompañó hasta la estación, donde llegaron largo rato antes de la hora de salida.

El día era hermosísimo: un airecillo manso y saturado de aromas campestres movía lentamente los árboles; los andenes estaban casi vacíos; no se oían más ruidos que el rodar del ómnibus que regresaba al pueblo y el alegre piar de una bandada de gorriones, que venía revoloteando a posarse en los alambres del telégrafo. Doña Carmen y Javier estaban al lado de Clotilde, para quien se había dispuesto en la sala de descanso una butaca. Julia y Ruiloz paseaban calladamente, yendo y viniendo desde los almacenes de mercancías hasta el depósito de agua, que servía como de abrevadero a las locomotoras.

De pronto ella, dando, sin saberlo, pie al médico para que dijese lo que tenia pensado, le preguntó:

—¿Estará V. aquí todavía mucho tiempo?

—No; iré a Madrid muy pronto.

Y al mismo tiempo, fijando en Julia la mirada, se permitió cogerle familiarmente una mano, y como quien está resuelto a no callar, continuó:

—¡Por lo que V. ame más en el mundo!... óigame V. un instante. Sé lo buena que es V..., lo que V. merece, lo que ha sufrido... Le ofrezco a V. un nombre honrado, una posición independiente... y un tesoro de cariño. ¿Quiere V. ser mi mujer?

Ella calló un momento entre absorta y halagada, sin gran sorpresa, exenta de enojo: después bajó los ojos, y alzándolos luego y mirando cara a cara, repuso:

—¿Está V. seguro de lo que siente? ¿Es que me quiere V..., o que me compadece? Porque V. sabe algo... No, no será amor... es lástima.

—¿Cree V. que se casa nadie por lástima?

—¿Sabe V. que soy pobre? ¿Que no tengo absolutamente nada?

—Y me alegro con toda mi alma.

Entonces, inundado el corazón de una felicidad tanto más intensa cuanto menos prevista, le dijo:

—Debemos pensarlo mucho. Venga V. pronto a Madrid... y hablaremos. ¿No cree V. que debemos conocernos más?

—La conozco a V. mucho más de lo que imagina.

Pocos minutos después partieron los viajeros.

Doña Carmen y su criada cuchicheaban a un extremo del vagón: Javier iba contando un puñado de monedas de plata; Clotilde, reclinada sobre un montón de almohadones, tenía impresas en el semblante las señales de un dolor intenso.

Ruiloz quedó solo e inmóvil en el andén, al borde de la vía... triste, atormentado de mil cavilaciones; pero pronto abrió el alma a la esperanza, porque Julia permaneció asomada a la ventanilla hasta perderse el tren de vista en una curva que comenzaba junto a la salida de agujas.

Luego se oyeron lejanos los resoplidos del vapor, rasgó los aires un silbido y en el espacio quedó flotando una nubecilla blanca.

Amores románticos.

Felisa tenía veintitrés años; era hermosa, rica, estaba enamorada, podía casarse, porque su tutor no lo estorbaba, y sin embargo, iba dilatando voluntariamente la realización de su ventura: encantos de la juventud, bienes de fortuna, pasión correspondida, todas las circunstancias que justificaban y debieran de contribuir a que la boda se celebrase pronto, quedaban en ella esterilizadas por una resistencia incomprensible.

Su novio, que se había educado en el extranjero, haciéndose luego ingeniero en España, tenía cuatro o seis años más que ella, y era también inteligente, rico, de buena índole y arrogante figura, cualidades que le rindieron en poco tiempo el corazón de Felisa, pero que no bastaron a conquistar su voluntad.

La conducta de la muchacha era un verdadero enigma. Estaba en la situación más favorable a su deseo que pudo soñar mujer amante: para ella querer era poder, y en vez de fijar el día del casamiento, constantemente lo aplazaba, cuándo con astucia, cuándo con energía, ya fingiendo prolongar la vanidosa satisfacción de verse deseada, ya mostrando recelo de que al ser poseída mermase la vehemencia del amor que había inspirado, ya negándose clara y resueltamente.

El pobre Manuel no acertaba con la explicación de lo que entre ambos ocurría.

Felisa era elegantísima; gustábale todo lo artístico y lujoso, pero no pecaba de manirrota ni derrochadora. Según ella, con lo que habían de reunir al casarse, tendrían más de lo necesario: no había, pues, que atribuir a codicia el origen de aquella resistencia.

El tutor, que por honrosa y rara excepción le sirvió de padre cariñoso, deseaba la boda: primero, suponiendo que sería feliz, y segundo pensando ahorrarse las molestias que proporcionaba la administración de lo ajeno; con lo cual Felisa no hallaba oposición que vencer.

¿Tendría tal vez, como a muchas acontece, idea exagerada de sus propios encantos y esperanza de fundar en ellos un matrimonio más ventajoso?

No: Manuel podía rechazar esta sospecha cumplidamente, porque Felisa era tan modesta como desinteresada; no con la modestia que aparenta ignorar la propia belleza, sino con aquella otra que muy pocas mujeres tienen y que consiste en no abusar del poder que sus hechizos les conceden. Le gustaba engalanarse, pero luego de vestida pasaba ante los espejos sin mirarse, y ni a solas era ridículamente vanagloriosa, ni coqueta con los hombres.

Finalmente, Manuel estaba seguro de haberse ido enseñoreando del corazón de su novia en diálogos íntimos y largos, donde, sin menoscabo de su pureza, pudo mostrarse la mujer tal cual era.

Libre y apasionado él, sin madre y enamorada ella, tolerante y dormilona el aya que había de vigilarles, sus entrevistas no fueren dúos con centinela de vista, sino momentos de casta expansión en que sinceramente se dibujaron sus caracteres, contribuyendo los atractivos morales de cada uno a que se templara el amor de los sentidos en la dulce servidumbre de las almas.

No sopló el diablo, a pesar de hallarse tan cerca el fuego de la estopa. Pero cuanto más orgulloso estaba Manuel por haberse apoderado del corazón de Felisa, menos podía explicarse su terquedad en ir dejando la boda para más adelante, como si juntamente sintiese amor al hombre y miedo al matrimonio. ¿En qué se fundaba su temor?

No llegó a sorprenderlo toda la perspicacia de Manuel. Por Noche Buena del primer año de sus amores, le dijo Felisa que se casarían en la primavera siguiente; llegado Abril, lo aplazó para el verano; luego dio largas hasta la vuelta de los baños de mar; en Septiembre ideó nueva dilación con pretexto de pasar el otoño en París haciendo preparativos y compras; por último habló del día de año nuevo y santo de él, y hubiese seguido alargando plazos si Manuel no tuviera el valor de fingir (su trabajo le costó) que se enfadaba seriamente. Planteó la cuestión, discutieron, y venció... a medias, que es como siempre vence el hombre a la mujer.

Manuel tenía necesidad ineludible de ir a Nueva York y permanecer allí dos o tres meses para arreglar asuntos que, al morir, dejó pendientes su padre, y que importaban muchos miles de duros; deseando además estudiar los últimos adelantos realizados por ciertos ingenieros yankees. Echando cuentas galanas, su proyecto era casarse, pasar unos días en París, y hacer luego el viaje con Felisa durante la luna de miel: a lo cual ella se negó en redondo, proponiéndole a su vez que fuese solo a América, que mientras terminaría todos los preparativos, y que a su vuelta él designaría la fecha definitiva del casamiento.

Con esta nueva demora hubo de transigir Manuel, ya formalmente esperanzado por la seriedad de la promesa.

—Comprendo que tengas miedo al mar—le dijo;—pero júrame que documentos, papeles, ropas, muebles, todo, lo tendrás preparado para que nos casemos a las veinticuatro horas de mi llegada. Si intentas el menor retraso, creeré que es un pretexto, un modo de reñir conmigo.

Te juro que al día siguiente de tu llegada nos casamos, si tú lo deseas. ¿Acaso soy la primera que tiene miedo al mar?

Pero mentía.

La navegación no le inspiraba temor: se negó a embarcarse por ganar tiempo, pareciéndole que aquellos dos o tres meses no habían de acabarse nunca.

Pocos días después emprendió Manuel su viaje.

Desde París, desde el Havre, hasta momentos antes de ir a bordo, la escribió cartas llenas de confianza y de ternura, a las cuales ella contestó con un telegrama, pues no había tiempo para más, en que discreta y veladamente ratificaba su promesa.

Luego, cuando durante la navegación dejó de recibir aquellas frases que le recordaban el compromiso adquirido, volvió de nuevo a la resistencia. En vano su aya o acompañante, aleccionada por Manuel, intentó que principiase a buscar casa, tomar criados, comprar ropas de cama y mesa y encargarse trajes. Felisa no hizo nada; en vez de entregarse a las ocupaciones gratas para cuantas se casan a su gusto, persistió en su inacción: antes parecía amante abandonada que novia dichosa. Ni aun el tutor logró hacerle comprender lo desatinado de su conducta.

—Mira, nena—le decía,—estás jugando con fuego: afirmas que le quieres y al mismo tiempo te niegas a casarte; de modo que si se da a pensar en semejante contradicción... ¡Figúrate! Va a creer que hay en tu vida alguna mancha cuyo recuerdo te obliga a rechazar lo mismo que deseas. ¡Pobre de él y pobre de ti como se le meta eso en la cabeza! Vamos a ver: ¿en qué fundas tu terquedad?

Cuando tales cosas escuchaba Felisa, dejaba caer la cabeza sobre el pecho y contestaba con evasivas.

—No sé... rarezas mías... ya nos casaremos.

El origen de su proceder era de tan difícil explicación, que ni ella misma podía justificarlo: estribaba en una preocupación casi pueril, meramente sentimental y supersticiosa; pero tan robustecida en fuerza de darle vueltas con el pensamiento, que no conseguía desterrarla ni vencerla. Ignoraba el modo de combatirla; pero sabía formularla con esa terrible claridad que tiene el alma para conocer sus desventuras. He aquí lo que la atormentaba y sobre lo cual levantaba una serie de razonamientos insensatos, descabellados, pero que le hacían sufrir como si fuesen fruto de la lógica más perfecta.

Su madre había sido mujer de extraordinaria hermosura, una de esas beldades excepcionales que debieran ser premio providencial otorgado a los mejores hombres; pero que, por azares de la vida, son presa y juguete del primero que sabe engañarlas, pues es cosa sabida que no corta la flor quien sabe apreciarla, sino quien anda más cerca de ella al punto en que se abre. Aquella mujer encantadora fue desgraciadísima por causa de su propia hermosura: todas sus desdichas, y fueron tantas que acabaron con ella, tomaron origen en su funesta belleza.

El primer hombre a quien quiso murió loco por no lograr que se la diesen como esposa. Luego la casaron sus padres con un ricacho desalmado y frío que, tras una temporada de apasionamiento meramente físico, la dejó abandonada durante cuatro años. Arruinose después en el juego, y pensando entonces que las gracias de su mujer podían ser base de nueva prosperidad, le impuso con amenazas la reconciliación, obligándola a soportar amantes, a quienes explotaba. De una de estas uniones nació Felisa que pudo ser el consuelo de su madre; pero el marido la dio a criar en tierra extraña, y al cabo de unos cuantos meses dijo que había muerto. Por último, aquel malvado reprodujo con caracteres más repugnantes la tradición o leyenda de la mujer de Candaules, y una noche, cenando con tres amigos, subastó entre ellos a su esposa. Los padres de ésta, sabedores de tanta infamia, pusieron remedio al mal: a fuerza de oro rescataron a la esposa mártir y a la niña abandonada, muriendo de allí a poco la primera y heredando la segunda aquella belleza extraordinaria, germen maldito de tamañas desdichas. Posteriormente, primero los abuelos y después el tutor, criaron y educaron a Felisa entre mimos y grandezas.

Más adelante el supuesto padre, que sólo lo era legalmente, pidió a los abuelos una gruesa suma; no quisieron dársela, y él, por vengarse, hizo llegar a manos de la nieta un papel donde refería las infamias que había hecho con su mujer, la vida que le obligó a sobrellevar, y hasta la lista de los amantes que le impuso.

Todo esto sabía Felisa: tal era el vergonzoso origen que no quería confesar a su novio. Además, por testimonio de gentes que la conocieron y por retratos que se conservaban, sabía también que físicamente se parecía a su madre cuanto una mujer puede parecerse a otra. Tan grande era la semejanza, que hallándose un verano en un pueblo de baños, un caballero anciano la habló, comprendiendo quién era sin que nadie se lo dijese, porque a voces lo declaraban los rasgos su fisonomía.

Esta era la causa de su insistente deseo de aplazar la boda: de una parte quería ocultar la infamia de su nacimiento, y de otra aquel extremo parecido perturbaba sus ideas hasta el punto de hacerle temer que, como heredó la belleza, heredaría también la desgracia y la deshonra. Calma, reflexión, frialdad, todo era inútil. Mientras escuchaba las protestas de amor que su Manuel le prodigaba, creía en él y le adoraba, maldiciéndose a si misma, por imaginar que aquel hombre fuese capaz de algo malo; pero cuando a solas por la noche besaba el retrato de su madre, o cuando a la mañana se veía en el espejo, sentía nuevamente el alma invadida de temores; erguíase en su pensamiento la resistencia invencible al matrimonio, y en garantía de felicidad ansiaba ser amada como no lo fue su madre, como acaso no lo fue mujer alguna, con una pasión despojada de todo sensualismo, con afecto ideal, tan puro y limpio de deseos, que ni la posesión lograra mancillarlo ni el hastío destruirlo.

Había en aquella superstición cierta grandeza trágica entre cristiana y gentílica. De un lado suponía ser de aquellos hijos malditos en quienes retoñan y se castigan las culpas de los padres; de otra parte se miraba predestinada al infortunio como las vírgenes de los poemas griegos: temía juntamente ser víctima expiatoria, y presa de la fatalidad, viniendo estos sentimientos, por una larga e intrincada serie de transformaciones mentales, a degenerar en una impresión doble y extraña que la impulsaba a deleitarse con el pensamiento en el amor, y a temer al amante como hombre. Diríase que su madre la concibió forzada, pugnando por sustraerse a la realidad, y que ella, adivinándolo, sentía horror de ello, procurando aborrecer las perfecciones corporales que habían de convertirse en desventuras del alma.

Otros tiempos, otras ideas, otro medio social en torno suyo, y Felisa hubiera sido de aquellas visionarias que se atenaceaban los pechos y se abrasaban el rostro para no caer en brazos del ángel malo. Era, sin darse cuenta de ello, una mística del amor; quería sentirlo y poseerlo en espíritu, con la suave delicia del arrobamiento; y como aquella belleza que suponía funesta le sujetaba al suelo, maldecía de ella viendo en la expresión turbadora de sus ojos, en la púrpura de sus labios, y hasta en el timbre voluptuoso y penetrante de su voz, otros tantos presagios de irremediables infortunios.

Estas preocupaciones, en un principio voluntarias y solicitadas por el pensamiento, llegaron a dominarla, convirtiéndose poco a poco en supersticioso terror; sus cavilosidades adquirieron esa tenacidad inconsciente de las perturbaciones mentales, y comenzó a odiar sus encantos, como si fueran obstáculo a su felicidad y causa de que no pudiera saber hasta dónde llegaba el amor del hombre a quien quería.

Por fin su imaginación enfermiza resumió todos aquellos desvaríos en esta pavorosa duda:

«Si fuese fea... ¿me querría?»

Jamás mujer bonita se ha hecho pregunta tan terrible.

En estado de ánimo análogo al suyo debió de verse aquella dama que, perseguida con deseos torpes por un rey de Castilla, se abrasó el rostro para evitar la ocasión de su deshonra.

Felisa, menos trágica, más moderna, y sobre todo más femenina, se limitó a procurar saber si Manuel amaba y deseaba en ella algo superior a la envoltura carnal. Luego de sentirse amada en espíritu, toda hermosura le parecería poca para que él la gozase; pero alambicando y quintaesenciando a su modo la índole de la pasión que inspiraba, se preguntaba constantemente:

«¿Me querría si fuese fea?»

 

Cuando Manuel tuvo casi ultimados los asuntos que motivaron su viaje, escribió a Felisa fijando el día de la boda.

«Dentro de quince días estaré en París—decía,—y desde allí telegrafiaré.»

La travesía de Nueva York al Havre se lo hizo más larga que a los argonautas toda su expedición: al fin pisó el puerto, tomó el tren y se detuvo en París, a lo cual le obligaba la necesidad de negociar ciertos valores, albergándose en la misma fonda donde estuvo algunos días al hacer el viaje de ida, porque en ella vivía su antiguo y cariñoso amigo Pepe Teruel, que conocía a Felisa, y a quien constantemente hablaba de ella: debilidad propia de enamorados, que siempre han menester confidente.

Manuel y Pepe habían sido compañeros de colegio, condiscípulos de carrera y camaradas de aventuras en la primera época de su juventud: tal confianza les unía, que al irse a Nueva York el primero dijo al segundo:

—Ya he dicho a Felisa dónde ha de escribirme y hasta qué fecha; pero cuando le avise que estoy a punto de volver, me escribirá aquí. Tú me guardas las cartas hasta que te las pida, si por casualidad he de permanecer fuera más tiempo.

En cumplimiento de este encargo, el día de su regreso le entregó Pepe tres o cuatro cartas, diciéndole, al dárselas en el cuarto de la fonda, mientras les preparaban el almuerzo:

—¿Sabía ella con seguridad cuándo te embarcabas?

—Fijamente, no. ¿Por qué?

—Porque esas cartas son muy atrasadas: estos últimos días no ha escrito... esta mañana ha llegado otra carta... pero no parece suya la letra... tómala.

—¿De modo que estas son anteriores?

—Claro: la última vino el 2; estamos a 30; con que...

—¡Veintiocho días sin escribir!

Desazonado por el presentimiento de alguna desgracia, rompió el sobre, cuya letra no era de Felisa, y miró la firma.

—¿De quién?—preguntó Pepe.

—De Lorenza.

—¿Quién es esa señora?

—La conoces: es aquella viuda graciosa y parlanchína con quien jugabas al aljedrez; buena y lista, pero demasiado amiga de divertirse. No me gusta que ande mucho con ella, pero ¡vaya V. a evitarlo! Felisa le da vestidos, sombreros, la saca de apuros, la lleva al teatro, en coche... Es el tipo de la parienta o amiga que tienen casi todas las muchachas ricas; servicial, complaciente, mitad por afecto, mitad por interés... Felisa la maneja como quiere. Y vaya una carta larga. Verás cómo hacen encargos, de seguro piden trapos... y, sin embargo, me temo algún disgusto gordo.

La lectura de los primeros renglones le alarmó: luego se puso pálido, comenzaron a temblarle las manos, nubláronsele los ojos, como si a despecho de la entereza varonil quisieran brotar las lágrimas, y por último, dejándose caer sobre una butaca, alargó el papel a su amigo, mientras decía entre sollozos:

—Entérate. ¡Pobre Felisa mía!

Pepe leyó en voz alta.

«Querido Manuel: No sé si recibirás en París estas líneas ni cuándo llegarán a tus manos. Sé que voy a darte una pesadumbre, y, sin embargo, ni quiero ni puedo dejar de escribirte. Yo lo hubiera hecho de todos modos, pero además lo hago por encargo de Felisa.

»Tantos rodeos para comenzar y los muchos días que llevas sin recibir noticias suyas, te habrán hecho temer que aquí sucede algo grave: desgraciadamente, no hay más remedio que decírtelo. Ha pasado el peligro, pero ha sido grandísimo: unas viruelas espantosas.

»En cuanto a su vida, puedes estar tranquilo; los médicos la han salvado. Dicen que la convalecencia será larga, y basta verla para creerlos. No parece su sombra; en fin, seguiremos cuidándola como hasta aquí, y recobrará las fuerzas perdidas.

»Y ahora, pobre amigo, ármate de valor. Ya te lo figuras, ¿verdad? Consulta bien a tu corazón, haz algo que sea semejante a un examen amoroso de conciencia, y si quedas seguro de que todavía puedes quererla, prepárate a sufrir una gran desilusión y a luchar con la más terca manía que cabe en cabeza humana.

»La violencia de la enfermedad ha sido espantosa: dice el médico que no recuerda tan fuerte ataque de viruelas. ¿Para qué aumentar tu pena refiriéndote detalladamente cuánto ha sufrido y nos ha hecho pasar? Donde más ha tenido ha sido en la cara; fue preciso atarle las manos para que no se destrozara, y aun así ha quedado completamente desfigurada.

»Las facciones han perdido su regularidad y su gracia; la tez, todavía plagada de manchas rojizas, quedará para siempre llena de hoyos, y por algo que no sé explicarte, pues no entiendo lo que dicen los médicos, la cara se le ha quedado algo contraída y como atirantada; en las mejillas y alrededor de los labios es donde tiene más viruelas; los ojos apenas dan idea de lo que fueron: la viveza y expresión que tenían se ha convertido en una mirada amortiguada y mate: no hay brillo en sus pupilas, y casi estoy por decirte que su dulce melancolía contribuye a que sea mayor la compasión que inspira: parece que en los ojos se le refleja la amargura del alma.

»Al segundo día de levantarse pidió un espejo. Doña Genara y yo habíamos quitado los que había en el cuarto, deseando retrasar la horrible impresión que había de sufrir, tratando al menos de que no fuese una impresión brutal y repentina. Como comprenderás, los espejos pequeños podían esconderse fácilmente, y así lo hicimos: con decir que no parecían, en paz; pero delante del armario de luna tuvimos que poner un biombo con pretexto de que por una puerta entraba aire.

»Todas las precauciones fueron inútiles: ya sabes lo lista que es. Enseguida lo notó todo, y dándonos sus llaves, pidió un espejo de mano que tenía guardado. Hubo que obedecer. Se miró, hizo un esfuerzo violentísimo por sobreponerse a la impresión que debió de sufrir, y luego inclinó la cabeza sobre el pecho, mientras por las mejillas le caían dos lagrimones que no podían resbalar como antes sobre la tersura de la piel, sino que fueron cayendo de hueco en hueco y de hoyo en hoyo como gotas de agua arrojadas contra arena dura. ¡Qué escena tan triste! No es para descrita.

»En muchas horas no hubo modo de arrancarle palabra. No comió ni durmió. A la tarde siguiente me llamó, haciéndome sentar a su lado y me encargó que te escribiera.

»He aquí, poco más o menos, sus palabras, que pronunció serena, fríamente, y las cuales, a mi juicio, son el fruto de una noche de horrible insomnio y de sin igual tormento:

»Escribe a Manuel, dile que he estado mala, lo que he tenido... y cómo me he quedado. La verdad desnuda... que estoy horrible, espantosa, que puedo inspirar lástima; pero que el amor y el mundo se han acabado para mí: que le devuelvo su palabra... y que sea tan feliz como merece. Ya ves—añadió—es hombre, y por grande que sea su amor, ¿qué pasión resiste a esta prueba? Hasta me complazco en creer que sufrirá. ¡Ya ves si soy egoísta! Pasará una temporada cruel, pero ni puedo ni quiero exigirle que se case conmigo. ¡Qué desencanto si me viese! En mi belleza—siguió diciendo se fundaba su amor; la he perdido y tiene derecho a la libertad: si yo no se la diese ahora, él la recobraría luego... y sería peor. Esta resolución es irrevocable; nada podrá torcerla. En cuanto pasen unos días y me sienta más fuerte, me iré a la Puebla del Maestre, procuraré restablecerme, y trataré de olvidar un mundo donde, ya lo ves, la dicha depende de una calentura y unos cuantos granos feos en la cara. ¡Pobre de mí! Escribe a Manuel de modo que sufra lo menos posible, pero persuádele de que esto se acabó; ahórrale penas, pero quítale toda esperanza. Bien miradas las cosas, aunque ahora lo sienta, cuando sepa cómo estoy, bendecirá este arranque mío. No debemos volver a vernos. Quiero que, de conservar memoria mía, guarde el recuerdo de la otra Felisa, la de antes.

»He tratado de repetir sus mismas frases: lo que no puedes imaginar es el acento de amarga y firme resolución con que las dijo.

»Y he aceptado el encargo de escribirte esta carta violentándome mucho, porque sé la pena que ha de causarte: pero ten la seguridad de que nadie participará de ella tan sinceramente como tu antigua y buena amiga,

Lorenza

Manuel estuvo abatidísimo durante la lectura de la carta, y concluida, interrogó a su amigo con la mirada, invitándole a que hablase. Pepe lo hizo así:

—¿Qué quieres que te diga? El golpe es rudo... pero vamos a cuentas. Del exceso del mal brota a veces en la vida el consuelo, y si no el consuelo, la persuasión de que las fuerzas humanas se estrellan contra la realidad. La cosa es dolorosísima: para un enamorado, saber que su amada se ha puesto fea es robarle el sol a medio día... En cambio la situación no puede ser más despejada. Todo te lo dan hecho.

—Explícate.

—Una de dos: o amas a esa mujer de tal modo que aun desfigurada, la haces tuya... y créeme, ella cederá si lo intentas; o no te atreves a tanto, y entonces... pues te quedas aquí un año, y chico... ¿cómo ha de ser? la mancha de la mora... De todos modos, piénsalo mucho, interrógate y contéstate sinceramente, porque ni debes hacer nuevas protestas de pasión, movido sólo de conmiseración y lástima, ni exponerte a que un arrepentimiento tardío te haga desdichado para el resto de tu vida.

Manuel no estaba para sostener discusión, ni siquiera para expresar lo que sentía.

Pepe siguió haciéndole reflexiones de las que a sangre fría se discurren cuando no es propio el mal que las motiva.

Así estuvieron todo el día y parte de la noche encerrados en el cuarto de la fonda: Manuel, triste y silencioso, leyendo y releyendo la carta: Pepe, aguzando el ingenio y prodigando sutilezas que endulzasen tanta amargura.

Pocos días después Lorenza recibía la presente carta:

«Mi querida amiga: El ser yo quien conteste a lo que ha escrito V. a Manuel, necesita previa explicación. Yo también soy medianero de tristezas: V. experimentará, al leer lo que voy a decirle, una impresión tan dolorosa como la que yo he sufrido leyendo lo que V. ha escrito.

»Cuando Manuel marchó al Havre para embarcarse, me rogó que recibiese cuantas cartas llegasen para él. «Casi todas—me dijo—serán de negocios; las abres y contestas según instrucciones que luego te daré.» Y después, enseñándome el sobre de una escrita por Felisa, añadió: «Las que tengan esta letra me las guardas.» Con posterioridad a su partida llegaron varias que conocí ser de ella, y las guardé: luego faltaron, y como hace tres días recibí la de V., y la letra del sobre en nada se parece a la de Felisa, claro está, la abrí y leí. Por el mal rato que habrá V. pasado al escribirla, podrá V. comprender el que yo estaré sufriendo ahora, porque el objeto de estas líneas es igualmente doloroso. ¡Razón tienen los que afirman que lo novelesco e inverosímil abunda más en la realidad que en los libros!

»Hace cuatro días, cuando esperaba la llegada de Manuel, recibí un telegrama puesto por el cónsul de España en el Havre, que es antiguo amigo mío, y que estaba redactado en estos términos:

»Ocurrido grave y desgraciado accidente a Manuel al desembarcar procedente de América. Conviene venga V. por primer tren.»

»A las pocas horas de recibida esta triste noticia, llegué al Havre. El accidente a que se refería el cónsul había sido horrible. En el momento en que, recién llegado de Nueva York, saltaba Manuel desde el vapor que le había traído, al bote que debía conducirle hasta el muelle, estaban en la entrada del puerto dos ingenieros holandeses haciendo las primeras pruebas de una lancha movida por un aparato de su invención, llamado «propulsor de reacción». Quizá, como señora, no entienda V. bien lo que esto significa, ni esta es ocasión de explicárselo. Bástele a V. saber que se trata de un nuevo sistema de locomoción marítima, sin ayuda de remos, velas, vapor ni electricidad.

»La mañana estaba hermosísima; miles de curiosos llenaban los muelles; el lanchón de los holandeses, que surcaba las aguas con pasmosa velocidad, pasó junto al bote en que venía Manuel.

»Este, como buen ingeniero y apasionado de su profesión, quiso presenciar a corta distancia el experimento, y para lograrlo, dio propina a los remeros, diciéndoles que siguiesen de cerca a la embarcación de los inventores.

»Pocos momentos después, el aparator motor que manejaban los holandeses, cargado con sustancias químicas, estalló, causando varias víctimas.

»Uno de los que lo manejaban quedó muerto en el acto; el que hacia de timonel sufrió graves quemaduras, y nuestro pobre Manolo, que tan imprudentemente se había aproximado, recibió en la cara gran parte de la carga química que debía mover el malhadado invento.

»Los remeros, viéndole caer sobre las tablas del bote con el rostro ensangrentado, le trajeron inmediatamente a tierra.

»Las heridas son, como dicen los médicos, de pronóstico reservado; mas por lo que yo he podido comprender, el pobre Manuel quedará ciego.

»Fue llevado al hospital de marina, y de allí, con grandes precauciones, le traje a París en cuanto lo permitió la prudencia. No está en peligro su vida, por fortuna, pero repito que la pérdida de ambos ojos parece inevitable: sólo un milagro puede hacer que estos temores no se cumplan. Ya ve V. lo cruel que sería comunicarle ahora todo lo que V. me dice en su carta sobre la enfermedad y la resolución de la desgraciada Felisa.

»¿Querrá ella, después de leer estas líneas, renunciar a su propósito? ¿Qué resolverá? Ni puedo ni quiero adelantarme a interpretar su voluntad, que acaso se modifique dadas las circunstancias.

»El desdichado ignora la gravedad de su situación; supone que se curará por completo; cree que verá pronto, y a quien más desea ver es a su Felisa.

»Con tal intensidad se ha posesionado de él este deseo, que me ha dado encargo de hacer a Felisa la proposición siguiente:

»Dice que, según ellos convinieron, Felisa debe tener arreglados todos los documentos necesarios para la boda, y que como él tiene también corrientes los suyos, el matrimonio se puede celebrar en Madrid por poderes, luego de lo cual espera que ella venga inmediatamente a París, no a pasar una luna de miel, sino a cuidar a su marido enfermo. Tal es la mezcla de amor y de egoísmo que se ha imaginado.

»Esto me ha dicho hace dos horas. ¿Cómo quiere V. que yo le entere de que su Felisa ha perdido aquella belleza que era su orgullo, y además le diga que ha resuelto no casarse? Se supone querido e ignora que quedará ciego. A su discreción de V. fío cómo debe enterar a Felisa de todo este, y con arreglo a lo que resuelva aguardo instrucciones.

»Hable V. con ella y contésteme lo antes posible.

»Suyo afectísimo siempre.

Pepe

La lectura de esta carta produjo a Felisa una emoción extraordinaria e imposible de analizar: sintió pena por el infortunio del ser amado, incertidumbre de lo que debiera procurar según lo extraordinario de las circunstancias, y alegría por vislumbrar la ocasión de ver puesta a prueba la grandeza de su corazón.

Con cierto refinamiento egoísta de idealismo pervertido y femenino, se complacía en persuadirse de que la desgracia de Manuel daba solución al pavoroso problema de sus dudas; porque si había de quedarse ciego, ¿qué importaba ya que en ella subsistiese el encanto de su belleza heredada y funesta?

Además, ella le hablaría de su hermosura como de un bien ilusorio, por lo fugaz, y del amor de su alma como de una realidad inacabable y constante. ¿Qué importaban ni qué valían la púrpura de su boca, ni el llamear de sus ojos, comparados con la ternura de su espíritu?

La fuente de los placeres terrenos y groseros estaba para él cegada, y en cambio, ella, en su alma, sentía brotar y correr hacia el amado un raudal de abnegación y dulzura. Aquello era la purificación de toda torpeza, la clara visión interna del amor: amar sin ver el objeto de la pasión, algo semejante a la fe que adora lo que acaso no existe.

 

Lorenza contestó telegráficamente a Pepe, que Felisa accedía al matrimonio por poderes, y que enseguida de verificado saldría para París con dos criados, si, dada su avanzada edad, no podía el tutor acompañarla.

Envió Manuel los poderes necesarios, y allanó Felisa a fuerza de dinero cuantas dificultades surgieron, resolviendo, por último, que un primo suyo representase al novio, y que la ceremonia se verificara en la Puebla del Maestre, donde todo había de serle más fácil de lograr, gracias a los amigos y deudos que allí se desvivirían por servirla. Salieron las cosas a medida de su deseo, y una mañana, muy temprano, ante poca gente, puesto el pensamiento en el hombre a quien quería, dio palabra y entregó mano de esposa al que le representaba. Hasta la anormalidad de ser otro distinto de su amante quien recibió su juramento, le pareció cosa conforme al estado de su espíritu, porque, en vez de sentir el terror que le inspiraba la idea de dejarse poseer, pudo complacerse en saborear mentalmente el casto placer de pensar que su porvenir y su vida estaban para siempre unidos a los de un hombre que la quería, y que, no pudiendo verla, no habla de fundar la pasión en sólo la hermosura.

Hallábase al otro día ocupada en los preparativos para marchar a París, cuando recibió un telegrama fechado en Burdeos, donde sin mas explicaciones, decía Manuel:

«No salgas del pueblo: llegaré pasado mañana.»

Su sorpresa no pudo ser mayor; pero ¿qué remedio, sino esperar y obedecer?

Al expirar el plazo marcado a su impaciencia, Felisa, acompañada de Lorenza, salió a recibir a Manuel hasta legua y media más allá del pueblo, esperándole nerviosa y desasosegada, al caer la tarde, en un recodo del camino.

En la última línea del horizonte, bajo la inmensidad azul, se destacaban las cumbres violáceas de la sierra, oíase a lo lejos acompasado y lento el campanilleo de una recua, y una bandada de golondrinas, piando alegremente, volaba en torno de los murallones de un castillo ruinoso que parecía perdido y olvidado en la extensa soledad del llano.

De pronto sonó ruido de cascabeles y trallazos, y ambas mujeres vieron venir por la carretera un coche de colleras tirado por cuatro mulas y envuelto en una nube de polvo.

Pocos minutos después el coche se detenía, y el amante esperado se apeaba solo, ligero y ágil, saltando como un muchacho.

Felisa, sin acertar a creer lo que veía, gritó a su compañero:

—¡Es él! ¡Solo! ¡Sin vendas ni trapos!

Manuel la abrazó con fuerza, como quien se apodera de algo propio largamente codiciado, y ella se dejó estrechar sin sustraerse al legítimo halago.

—¿Pero qué engaño ha sido este?—preguntó él, trémulo de gozo, viendo su rostro sin la menor señal de la mentida enfermedad.

—Quise saber—repuso ella—hasta dónde llegaba tu cariño. ¿Pero y tus ojos y tu ceguera?

—De tu mentira, que creí verdad, nació la mía. ¿Qué te sorprende? Quise demostrarte que tu corazón me atraía más que tu belleza. Yo te amaba desfigurada y fea... como tu me has querido ciego. Piensa ahora si seremos dichosos: tú hermosa, yo pudiendo mirarte, y los dos seguros uno de otro.

Este libro se acabó
de imprimir en
Madrid, en casa
de A. Avrial,
el día 12 de
Junio de
1896







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