Project Gutenberg's El Superhombre y otras novedades, by Juan Valera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: El Superhombre y otras novedades Author: Juan Valera Release Date: March 12, 2010 [EBook #31613] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL SUPERHOMBRE Y OTRAS NOVEDADES *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net)
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sobre producciones literarias de fines del siglo XIX
y principios del XX.
MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
Carrera de San Jerónimo, 2
1903
Es propiedad del autor.
Queda hecho el depósito que marca la ley.
Imprenta de Ricardo Fé, calle del Olmo, núm. 4
Forcitan et majora audens producere tellus
Corumque, Enceladumque
feret, magnumque Tiphoea,
Ausuros patrio superos detrudere cœlo,
Convulsumque Ossam nemoroso imponere Olympo.
Fracastorii: De Morbo Gallico.
La vida intelectual me parece que en Francia, más que en nación alguna, está reconcentrada en su capital, París. En Alemania hay muchos centros, como Berlín, Leipzig y Stuttgard, que persisten, a pesar de la unidad política creada por el Imperio. En los Estados Unidos, con no menor actividad, se escriben y se publican libros en Nueva York, en Boston, en Filadelfia o en Chicago. Y en nuestra España, aunque proporcionalmente se escribe menos y se lee mucho menos, la producción literaria no está encerrada en Madrid, sino que se muestra en varias ciudades de provincia, especialmente en Sevilla, Bilbao y Barcelona. Mucho me felicitaría yo de todo esto, aplaudiéndolo, si la manía del regionalismo no lo echase un poquito a perder; pero hoy quiero prescindir del regionalismo y no decir de él una palabra. Diré, sí, que Barcelona compite con Madrid, y aun se adelanta y supera a Madrid en muchos puntos. Y también diré que los madrileños y los que en Madrid habitualmente vivimos, no ignoramos ni desdeñamos, como tal vez hace treinta o cuarenta años, lo que en Barcelona se escribe y se publica, aunque sea en catalán o en francés y no en el idioma castellano, que prevalece desde hace cuatro siglos como idioma nacional, español por excelencia, que se extiende desde California al estrecho de Magallanes, y que se habla y se escribe, no sólo en esta Península y en las islas que son aún sus posesiones, sino también en dieciséis o diecisiete Repúblicas o Estados independientes. Cuando crezcan en todos ellos la población, la prosperidad y la cultura, bien podrá lisonjearse cualquier literato o sabio de mérito, si escribe en castellano, de que contará, naturalmente, con un público de los más numerosos y extendidos que hay sobre la superficie de la tierra.
Entonces, como ahora, todo cuanto se produzca escrito en castellano, vendrá a enriquecer el tesoro literario español, y, si vale algo, será recibido, no con celosa envidia, sino con satisfacción y con júbilo por todo el que se precie de español y sienta en el alma el amor de la patria grande, o sea de la casta.
Lo que es yo, y no me tengo por excepcional ni por raro, lo mismo celebraré la aparición de un buen libro, en verso o en prosa, en Caracas, en Bogotá o en Quito, que en Málaga o en Zaragoza. Niego, pues, ese desdén, esa rivalidad que entreveo que se nos supone, a los que escribimos en Madrid, contra los que escriben en español en otras ciudades, y singularmente en las de Cataluña. ¡Ojalá escribiesen allí cosas tan buenas que, sin excitar nuestra envidia, despertasen en nosotros emulación noble y nos moviesen a escribir con mayor tino, primor e ingenio que en el día!
Como quiera que ello sea, yo de mí puedo decir que cuando sé de un autor nuevo o leo un libro nuevo, en castellano, prescindo para elogiarle de la región en que está escrito o impreso, y le elogio cuanto merece y tal vez proporcionalmente más, según la distancia desde donde el libro viene, causándome por ello impresión más grata y peregrina.
Largo es el anterior preámbulo, pero no está de sobra, para afirmar aquí que, si bien no he leído yo La Muerte y el Diablo y Herejías, de D. Pompeyo Gener, ha sido por descuido y no por malquerencia regional, y que ahora, después de haber leído el flamante libro del mismo autor, titulado Amigos y Maestros, hallo que su autor es digno de consideración detenida y de extraordinario aplauso. Y aunque sea en cifra y resumen, por no tener lugar ni tiempo para más, voy a dar aquí alguna noticia de dicho libro, tratando de realzar las elevadas prendas de pensador ingenioso, de escritor elegante y fácil y de persona docta y discreta, que ha mostrado el autor al componerle.
Para gustar de un autor no es menester coincidir con él en opiniones y creencias, ni mucho menos dejarse convencer por sus razonamientos. A menudo suele sucederme lo contrario, y así me sucede con el libro de D. Pompeyo Gener. Mucho tengo que aplaudir en dicho libro, y muy poco de lo que dice me convence, aunque aplaudo el entusiasmo, el saber y él ingenio con que lo dice. Ténganse por dados mis aplausos, y permítaseme que contradiga yo algunos de los asertos del Sr. Gener, considerándolos completamente erróneos, o bien que ponga reparos y haga observaciones sobre los que hallo conformes a medias con lo verdadero y lo justo.
Amigos y Maestros es una colección de semblanzas o retratos de escritores franceses todos, menos uno, Joaquín María Bartrina. Justo sería el panegírico que hace Gener de este singular ingenio si no quisiera realzarle con odiosas comparaciones, tildando de palabreros, confusos y difusos a los demás poetas de España, y suponiendo que deben la fama de que gozan a que viven en Madrid, y sin duda forman parte de una sociedad de elogios mutuos. Yo no puedo convenir con el Sr. Gener en que España es madrastra y no madre de sus mejores hijos, cuyo mérito no confiesa hasta que los extranjeros le reconocen y proclaman; y que, en cambio, pone por las nubes a medianías y hasta a nulidades intrigantes. No fueron ni son nulidades, ni medianías, Quintana, Gallego, Espronceda, Zorrilla, Hartzenbusch, García Gutiérrez, Tamayo, Querol, Núñez de Arce, Ferrari y no pocos otros, que viven aún, y que no deben su reputación, ni a las alabanzas de los periódicos de Madrid, ni al descubrimiento y a la declaración que hayan hecho de su valer críticos extranjeros.
Crea el Sr. Gener que Bartrina no vale más en el concepto que se forma de él, después de leída su semblanza, que en el concepto que de Bartrina teníamos formado antes de dicha lectura. Tal vez sea más claro el primer concepto. Yo, al menos, no puedo conciliar que Bartrina se parezca al mismo tiempo al sencillo, elegante, sincero y clásico Leopardi y al afectadísimo, falso y extravagante Baudelaire. En el único predicamento en que pueden entrar a la vez los tres poetas, es en el de ser los tres incrédulos, enfermizos, tristes y desesperados. En todo lo demás se diferencian muchísimo. Y, si hemos de hablar con franqueza, así Baudelaire como Bartrina se quedan muy por bajo a infinita distancia de Leopardi, uno de los más admirables poetas líricos que ha habido en Europa en el siglo presente, tan glorioso y fecundo en este género de poesía.
Las demás semblanzas, según dejé ya apuntado, son todas de escritores franceses, y yo no puedo menos de alegrarme de que la crítica juiciosa se emplee en ellos y los dé a conocer en España. Celebro asimismo el apasionado afecto y la generosidad con que el Sr. Gener los colma de alabanzas. Yo convengo y he convenido siempre en que Francia posee amena y riquísima literatura, y en que es fecunda y dichosa madre de originales y elegantes escritores, cuyas obras son acaso las más leídas y celebradas en los países extraños, por donde el pensamiento y el idioma y hasta el sentir de los franceses se imponen y predominan entre los otros pueblos. Pero esta hegemonía de Francia en letras y en artes, no sólo da a Francia entre los extranjeros fundadísimo crédito, sino también prestigio deslumbrador, que los solicita y estimula a la admiración más ciega, a los encomios más hiperbólicos y muy a menudo a la desmañada imitación de lo peor, originando modas en lo que se escribe y en lo que se piensa, como las hay en lo que se viste y en el menaje de las casas. Contra esto importa precaverse y estar sobre aviso. De aquí que tal vez los personajes que el Sr. Gener retrata en su libro queden tasados en su justo valer si rebajamos siquiera una tercera parte de las alabanzas que el Sr. Gener les prodiga. Debe además decirse que todos ellos están bien estudiados, tienen el conveniente parecido en el retrato y éste es una bella pintura que califica de atinado observador y de hábil artista a quien acertó a trazarla.
En general, todavía tengo yo que poner otro reparo a las semblanzas del Sr. Gener, o más bien aconsejar a los lectores que se aperciban contra ellas de cierta cautela, más indispensable a los españoles que a los hombres de otros países.
En España, ya sea por nuestra natural condición, ya sea porque escribiendo para el público o siendo artista se llama menos la atención y se adquiere menos dinero y menos gloria que en otros países y, por consiguiente, hay poco incentivo para dedicarse con constancia a lo que llaman en francés la pose, la verdad es que entre nosotros la pose apenas se estila o se usa, y cuando se usa o se estila es de un modo superficial y efímero y no con la honda tenacidad y persistencia que suelen tener en ella los escritores y los artistas franceses. Digo esto a fin de advertir que no debemos tomar con seriedad la pose mencionada, y a fin de censurar al Sr. Gener, aunque muy blanda y amistosamente, de que a veces toma dicha pose muy por lo serio. Válganos para muestra muchas cosas que refiere de Sarah Bernard, aunque en este caso es disculpa y aun plena justificación la galantería. La simpática y encantadora actriz posee en toda su persona vencedor y misterioso atractivo; con él y por él seduce y hechiza, como si fuera más hermosa que la Venus de Milo; se viste con lujo, esmero y gracia admirables, y su voz es argentina y simpática y tiene matices, inflexiones y tonos propios para expresar toda pasión y todo sentimiento: la ternura amorosa, los celos, la soberbia y la ira. Su andar, sus gestos, las posiciones que toma y los movimientos que hace, todo está magistralmente estudiado y ejecutado con inspiración y destreza. En suma, para elogiar a Sarah Bernard, yo me conformo, o más bien me complazco, en ser eco del Sr. Gener o de quien más la elogie. En lo único que no soy eco y en lo único que resulta la disonancia es en lo que me parece afectada ponderación; algo que veo en mi espíritu como trasladado a la vida real desde lo sofístico y aparente del teatro. ¿Cómo he de creer yo con formalidad y sin risa que para representar bien a la emperatriz Teodora, mujer de Justiniano, necesita Sarah Bernard leer a Procopio en griego, atracarse de Pandectas hasta el extremo de desencuadernar el volumen que las contiene y hacer otros mil estudios profundos y enrevesados para enterarse de cosas que probablemente la misma emperatriz jamás supo? Chistes, rarezas y exquisiteces por el estilo hay en los escritores y en los artistas de todas las nacionalidades, pero en los franceses se notan más a menudo. El blanco, al que con esto dirigen la mira, es a pasmar y atolondrar a los burgueses, mostrándose en vida, costumbres y hábitos, muy apartados de lo usual, muy inauditos y tan fuera del camino trillado, hasta en los casos y accidentes más ordinarios y repetidos, que vienen a aparecer, no como seres humanos, sino como monstruos o criaturas de distinta y superior especie. Asimismo procuran inculcar en la mente del vulgo un concepto fantástico de las enormes dificultades de su arte, suponiendo que para vencerlas son menester requisitos muy singulares, por donde, en ocasiones, el escritor o el artista que así quiere señalarse, incurre en pueril pedantería o en charlatanismo a la Dulcamara. Si Sarah Bernard asegura que para hacer bien el papel de la emperatriz Teodora se atiborra de crónicas en griego, se traga el Digesto y hace de él una buena digestión, y hasta interviene en el tejer de las telas con que han de hacerle los trajes procurando que sean tejidos según el estilo y manera con que en la edad de Narsetes y de Belisario solía tejerse, yo doy por cierto que Sarah Bernard embroma a la gente a quienes semejantes cuidados y esmeradas faenas refiere. Al hablar de todo ello, debería empezar su discurso como el gracioso doctor de la ópera, exclamando: ¡udite o rustici!
El título del libro del Sr. Gener lleva implícita la justificación contra todo lo que pudiera decirse acerca del mérito relativo de los personajes cuyos retratos literarios ha hecho. No los ha hecho porque dichos personajes sean los más egregios, sino porque han sido o porque son amigos y maestros suyos. Aun así, yo debo convenir y convengo en que se da la dichosa coincidencia de que sean casi todos los unidos al Sr. Gener por lazos de amistad, autores de primera nota en Francia, descollando en aquella nación tan rica en ingenios entre los más famosos y aplaudidos. Tales son Bourget, Richepín, Taine, Renán, Littré, Claudio Bernard, Flaubert, Pablo de Saint-Víctor y Víctor Hugo.
Aunque yo no he leído ni estudiado detenidamente todo cuanto dichos autores han escrito, conozco de ellos lo bastante para tributarles el más rendido homenaje de mi admiración, poniendo sobre todos a Renán como prosista, y a Víctor Hugo como poeta.
A veces he censurado yo en Víctor Hugo no pocas extravagancias, pomposidades y relumbrones falsos y de mal gusto, pero, a pesar de estos defectos, que yo noto para que no se me acuse de idolatría, siempre me he complacido en reconocer y confesar que por lo fecundo e impetuoso de su abundante vena, por su maravillosa fantasía y por su destreza magistral en el manejo de la lengua, del metro y de la rima, Víctor Hugo es, si no el primero, uno de los mayores líricos y épicos de nuestro siglo, rico en poetas más acaso que ningún otro de los siglos pasados. Dentro del período que abarca la vida de Víctor Hugo conviene no olvidar que en las naciones cultas de Europa, en alguna de América y en la misma Francia, el autor de los Cantos del crepúsculo ha tenido rivales que, si por la fecundidad no le vencen, tal vez por la calidad y excelencia, pureza y perfección de determinado número de obras, se le anteponen y le eclipsan. Así, por ejemplo, Manzoni y Leopardi en Italia, y aun en nuestra pobre y hoy desdeñada España el glorioso cantor de la imprenta y del levantamiento de las provincias españolas.
Como quiera que ello sea, y con el debido y más profundo respeto a los personajes literarios y científicos que el Sr. Gener retrata, declaro que no llego a advertir en ellos la estupenda magnitud y la superioridad descomunal que me induzcan a presentir, a columbrar y hasta a profetizar el próximo advenimiento de una raza o casta de hombres muy por encima de los que en el día visten y calzan y andan por esas plazas, calles y campos.
A mi ver, ha habido bastantes épocas en la Historia en que la profecía de ese advenimiento pudo estar más fundada. Tomemos, por ejemplo, los cien años que van de 1480 a 1580. En seguida se ofrecen a nuestra memoria Colón, Vasco de Gama, Magallanes, Vives, Suárez, Victoria y Domingo de Soto, Ignacio de Loyola y Lutero, Rafael y Miguel Ángel, Ariosto, Camoens y Shakespeare, Galileo, Baccon y Copérnico, y otro centenar de varones extraordinarios, en toda clase de obras propias del ingenio y del entendimiento humanos y para todos los gustos, creencias y doctrinas. Comparados con los personajes que acabamos de citar, los del presente siglo, yo al menos lo entiendo así, se quedan tamañitos. Admirable y rico es el fruto que han dado los segundos, pero vale más y tiene superior importancia el fruto que dieron los primeros. Los modernos idiomas, balbucientes e imperfectos aún en la Edad Media, se desenvuelven con pasmoso florecimiento y producen obras maestras en varias literaturas; se agranda y llega a ser casi cabal, en la mente humana, el concepto del universo visible; se conocen por experiencia las cosas materiales de la tierra y del cielo; renace la antigüedad clásica, y al renacer, y al ser imitada, el prurito de la imitación engendra nueva y original poesía, divinas creaciones artísticas, flamantes sistemas filosóficos y hábiles métodos de observación y de estudio para interrogar a la naturaleza y al espíritu humano y arrancarles sus más hondos secretos. En parangón de lo que hizo el siglo XVI, resulta inferior la obra de nuestro siglo, aunque no olvidemos ni dejemos de incluir en ella ciencias que pueden llamarse nuevas, tan importantes como la Química y la Filología comparativa, y descubrimientos tan ingeniosos y útiles como los del vapor para fuerza motriz, la fotografía, el telégrafo eléctrico, el teléfono y el fonógrafo. Todo esto vale e importa muchísimo, pero importa y vale muy poco cuando se compara al transfigurado renacimiento del mundo antiguo y al descubrimiento del nuevo mundo. Y si entonces no se creyó que iba a surgir de enmedio de la triunfante humanidad un ser exquisito y perfecto a quien llamásemos el superhombre, menos razón hay de creerlo ahora porque Renán escriba la novela sentimental titulada Vida de Jesús, porque haya ferrocarriles y alumbrado eléctrico, y porque se inventen las máquinas de coser y las bicicletas.
Si yo me dejase dominar por mi fervorosa filantropía y por mi amor a todo progreso, me dejaría convencer por los argumentos que el Sr. Gener aduce, y creería, como él, que está próxima la aparición del superhombre; pero, aunque soy progresista, no lo soy tanto, y aunque quisiera creer lo que el Sr. Gener cree, acuden a mi espíritu multitud de dudas que me lo impiden, harto a pesar mío. Voy a poner aquí algunas de estas dudas según se me vayan ocurriendo. Y voy, además, a presentar varias enmiendas o modificaciones a la doctrina sobre la humanidad ascendente, tal como el Sr. Gener la profesa, a fin de que, si al cabo nos dejamos convencer y la aceptamos, sea modificada o enmendada, según a mí me parece más razonable y equitativo.
En primer lugar, yo me alegraría de que el ascenso del género humano a género superhumano fuese general o total, aunque en la superhumanidad futura hubiese también, como en la humanidad presente, y en la debida proproporción, ineptos y aptos, torpes y hábiles, y tontos y discretos, etc.
En el día, Inglaterra, Francia y Alemania, y tal vez alguna otra nación, no ha de negarse que nos llevan la delantera en este correr disparatado, en que vamos todos, en el hipódromo de la Historia, aproximándonos ya a la meta; y sería caso lamentable y necio que por llegar antes a dicha meta los pueblos del Norte, viniesen de súbito a convertirse en superhombres, teniendo nosotros, por ir ahora tan rezagados, no ya que adelantar, sino que retroceder hacia la animalidad o hacia la especie inferior de que hemos salido, acabando por ser, con relación al recién aparecido superhombre, lo que hoy es el mono con relación a nosotros. Con esto no me conformo a pesar de todos los discursos del Sr. Gener y a pesar de mi acendrado progresismo.
Se me dirá que el que yo me conforme o el que no me conforme no es del caso. Lo que conviene dilucidar es que el caso sea o que no sea.
Meditemos sobre su posibilidad.
Empezaré por un distingo. Si por progreso se entiende el acumulado capital de observaciones, estudios, sistemas y descubrimientos que las generaciones pasadas nos han ido legando, que nosotros conservamos y que sin duda acrecentamos y mejoramos, yo creo en el progreso a pie juntillas. El más obscuro bachiller del día sabe más gramática que Homero; el más humilde catedrático de Instituto sabe más Historia que Herodoto; y de las cosas naturales, de sus afinidades, composiciones, descomposición y cambios, sabe más que Hipócrates cualquier adocenado farmacéutico de aldea. Yo no niego esto. Lo que niego es que ese cúmulo, que esa ingente cantidad de doctrina, que ese esfuerzo y trabajo del espíritu de la humanidad, durante tres mil años, haya logrado infundirse en ese mismo espíritu por tal arte que se haya hecho consustancial con él, dándole valer y potencia superiores a los que antes tenía. Cierto que Homero, Herodoto e Hipócrates eran menos instruidos que Víctor Hugo, Taine, Renán y Claudio Bernard, pero, a mi ver, valían muchísimo más que ellos. Por donde yo infiero que el tal progreso substancial y personal, por cuya virtud ha de aparecer pronto el superhombre sobre la faz de nuestro planeta, no ha dado paso alguno desde hace por lo menos cerca de treinta siglos. ¿Cómo he de poner yo en duda que Hegel sabía más química, astronomía, zoología, mecánica, historia, etc., que el propio Aristóteles? Y sin embargo, con ser Hegel tan original y poderoso pensador, y con tener una tan fecunda y constructora fantasía y un vigor tan sublime para sintetizarlo todo armónicamente, combinando lo real y lo ideal y encerrándolo dentro de su idea, que eternamente se desenvuelve, todavía me parece Hegel pequeño cuando acerco la imagen que de él concibo a la imagen colosal con que se representa en mi mente el prodigioso maestro del magno Alejandro.
No iré yo hasta el contrario extremo del señor Gener, ni afirmaré que los hombres han degenerado. Me limito a presentar aquí, sin intentar resolverla, una contradicción que asalta mi espíritu. Yo quiero creer, y creo, que los hombres de hoy no valen, en el fondo, en lo esencial y por naturaleza, ni más ni menos que los de cualquier otro siglo; que por la educación y por la cultura, por lo que han heredado de sus mayores, por el tesoro que han reunido durante siglos, y sobre el cual se levantan como sobre un pedestal, los pensadores y escritores modernos valen más que los antiguos; que en determinado sentido, por la divulgación de los conocimientos, hay en el día más gente que valga. Y que en el día, no ya Napoleón I, sino el más torpe de los generales, derrotaría al hijo de Filipo desbaratando sus falanges con dos o tres cañones Krupp; el ateísta coronel Ingersol probaría a Moisés su ignorancia en química, en astronomía y en geología, y que toda la ciencia que había estudiado en los colegios sacerdotales de Egipto, no valía un pitoche al lado de la adquirida por él en las escuelas de Boston; y que el último maestro de escuela dejaría absortos y turulatos a Hesiodo, y tal vez al propio Píndaro, si se ponía a explicarles que los nombres son masculinos, femeninos y neutros, que pueden estar o están en nominativo, en acusativo, en dativo o en otro caso, y otras mil verdades científicas por el estilo, de las que es casi evidente que ni Hesiodo ni Píndaro se habían percatado. Pero aquí surge la contradicción. De esa misma ignorancia, de esa falta de educación, digámoslo así, y de ese cortísimo saber de los antiguos, nacen en nuestra mente el pasmo y la admiración que nos infunden sus obras. Mas que fruto de la reflexión y del estudio, nos parecen inspiradas, reveladas y divinas. No vemos en ellas el esfuerzo laborioso, ni la ciencia que de antemano se adquirió en el aula, o que se toma de repente y de prestado en un diccionario, o en cualquier otro librote, sino vemos la espontánea y fresca lozanía del propio ingenio, radiante de luz interior, a par que maravillosamente ilustrado por el numen.
El Sr. Gener traza un breve compendio de filosofía de la Historia, a fin de probar que se acercan los tiempos en que ha de aparecer el superhombre; pero, en muchos puntos, encuentro yo falsa su filosofía, y en ninguno la prueba de que dicha aparición esté cercana. Por el contrario, en varios párrafos del último capítulo de su libro, donde expone su doctrina, pinta con tan negros colores la sociedad del día, que si nos allanásemos hasta creerle, aseguraríamos que el género humano, en vez de adelantar moralmente, ha degenerado o se ha pervertido.
La culpa principal de degeneración tan lastimosa es, según el Sr. Gener, la errónea creencia de que todos los hombres somos iguales. Para el Sr. Gener nada más absurdo que la igualdad. A mi ver, el Sr. Gener tiene razón, si se entiende la igualdad de cierto modo; pero de ese cierto modo nadie entendió jamás la igualdad, ni ahora ni nunca, por donde el señor Gener crea él mismo un fantasma o estafermo para tener el gusto de derribarle con las lanzadas de su crítica.
El Cristianismo, según el Sr. Gener, vino a proclamar la igualdad de los hombres en la abyección y en la miseria, y la Revolución francesa y sus ideas, enseñaron y sostuvieron la misma igualdad, aunque nivelando a los hombres todos, por lo alto, y considerándolos igualmente capaces.
La acusación contra el Cristianismo me parece tan infundada como la acusación contra las ideas revolucionarias en este punto. Nadie que esté en su juicio, por fervoroso cristiano o por tremendo revolucionario que sea, ha desconocido jamás la desigualdad de los hombres, ni ha dejado de advertir las diferencias que hay entre ellos, porque unos son bajos y altos otros; débiles unos, y otros fuertes; algunos listos, y torpes muchísimos; y en lo tocante a inteligencia, agilidad y natural disposición para diversos oficios, artes y menesteres, se dan y se darán siempre escalas de muchísimos grados.
La igualdad que el Cristianismo y la Revolución coinciden en reconocer, está por bajo, o mejor dicho, está antes que toda doctrina religiosa o filosófica: es la igualdad radical y esencial de la naturaleza humana, con los derechos y deberes que de ella nacen y que en ella se fundan, con tal evidencia, que basta el sentido común para que la reconozcamos, si bien importa que la religión la consagre y que las leyes, revolucionarias o no, la sostengan y amparen contra la violencia y la injusticia. Igualdad tan justa no se comprende que pueda ser destruida por la doctrina de la humanidad ascendente, que el Sr. Gener sostiene con tanto entusiasmo.
En el modo de entender la igualdad cristiana, el Sr. Gener, obcecado por la pasión antireligiosa, incurre en varios errores. Ni en el cielo ni en la tierra, ni en la vida presente ni en la futura, reconoce el Cristianismo que el necio y el sabio, y menos aún el santo y el vicioso, sean iguales, a no ser radical y esencialmente. Y entonces, esta igualdad no está fundada en la vileza y en el menosprecio del propio ser humano, sino en el altísimo concepto que hace formar de él el Cristianismo, enseñándonos que toda alma de hombre es imagen y semejanza de Dios, que debe aspirar a ser perfecta como Dios mismo y que es de Dios tan amada que se sacrificó por redimirla, y tan estimada, que quiso unirse con ella y hasta con el cuerpo mortal donde ella se encierra. Sin duda que el alma fervorosamente cristiana, cuando se dirige a Dios en sus rezos y hablas interiores, se pone muy humilde, se califica de indigna, de pecadora, de perversa, de todo lo malo y ruin que pueda imaginarse; pero de sobra se comprende que esto lo dice y lo confiesa el alma cuando se compara con un ideal supremo de perfección, de rectitud, de bondad y de hermosura, término altísimo de todas sus aspiraciones y blanco inasequible de sus miras y anhelos. Cuando esta misma alma cristiana, no por los actos virtuosos que ha realizado, porque esto sería faltar a la modestia, sino por la capacidad que en sí siente y por el noble destino para el que Dios la crió, se contempla y examina a sí propia, en vez de ser bajo el concepto en que se tiene, es tan sublime concepto, que no se le aventaja el de ninguna criatura de las que ve o puede ver, ni de las que imagina o finge, ni de las que por fe o revelación conoce. El alma de la más cuitada criatura humana puede elevarse, cuando no por inteligencia, por amor, hasta el Ser divino; puede subir al cielo y sentarse, como se sentó Francisco de Así, en el trono en que se sentaba Lucifer antes de su caída. Arrepiéntase, pues, el Sr. Gener de su declamación contra la igualdad cristiana fundada en lo miserables que somos. Si lo dicho es confesión de ruindad y de real menosprecio de sí mismo, venga Dios y lo vea, como vulgarmente se dice. La igualdad, por consiguiente, se da en el Cristianismo en potencia: en la potencia infinita que tenemos todos de ser llamados hijos de Dios y herederos inmortales de su reino y de su gloria. Y lo que es en acto, como la igualdad sería absurda, desigualdad es lo que hay, ya que unos son réprobos y santos otros; unos justos y otros pecadores, y unos monaguillos y sacristanes y otros Abades mitrados, Arzobispos y hasta Papas.
Sobre la igualdad democrática, que también condena el Sr. Gener, declamando contra ella suponiéndola rémora del progreso, harto llano es hacer defensa parecida.
La igualdad democrática, racional y discretamente entendida, no está en el ser actuado, sino en el poder llegar a ser y en que ese poder no se ahogue ni se limite merced a privilegios odiosos. En este sentido, la igualdad democrática es justa y razonable en teoría, y no sirven para invalidarla los abusos y males que pueden nacer de ella. ¿De qué no pueden nacer males y abusos?
La más clara manifestación de la igualdad democrática es el sufragio universal. No refutaré yo los mil argumentos que contra él se hacen: los aceptaré como fundados; pero, sobre todos esos argumentos, hay una razón poderosa que los invalida y destruye. Sin duda que en una asociación de hombres para determinada empresa, a cuyo buen éxito concurren unos con el capital, otros con la inteligencia, otros con su habilidad, pericia y destreza en tal o cual arte u oficio, y otros sólo con el rudo trabajo de sus manos, el sufragio universal por igual sería absurdo, así como también lo sería el igual reparto de las ganancias y provechos. Pero la sociedad política, la ciudad o el Estado, es asociación de muy distinta índole y propósito. Su principal fin es amparar a los hombres en el libre ejercicio de sus derechos, reprimir toda violencia que los merme y no poner la menor traba a la actividad benéfica de cada individuo. En esto no cabe la menor desigualdad entre los asociados. Casi estoy por decir, o sin casi lo digo, que el jornalero que gana dos o tres pesetas al día tiene el mismo derecho, y acaso mayor interés, que el capitalista que goza tres mil duros de renta diarios, en que el Gobierno sea bueno, atinado y juicioso. Porque si el Gobierno lo hace mal y sobreviene la ruina, lo probable es que el Capitalista salve gran parte de su fortuna y siga gozando de ella, o en la propia patria semiarruinada, o en país extraño, donde acaso tenga fondos o bienes, mientras que el jornalero se morirá de hambre si se hunde la industria que le daba trabajo y jornal; y mientras más castizo sea él, y mientras más propio y peculiar de su patria sea el oficio que ejerza, mayor será su miseria y su desesperanza, pues no es llano ni cómodo emigrar a tierra extraña, sobre todo con familia, en busca de trabajo y sustento. En vista, pues, de la anterior consideración, yo tengo por evidente que el pobre ganapán, el obscuro y desvalido destripaterrones, está por lo menos tan interesado como el Fúcar o el Creso, en la prosperidad y buena gobernación de la república. Para el rico es esto negocio de mayor o menor comodidad y de más o menos exquisitos goces, y para el pobre puede ser negocio de vida o muerte, de no poder ganar las dos o tres pesetas que antes ganaba, y de tener que recurrir a la mendicidad o a la poca eficaz beneficencia pública en la tierra cuya riqueza fomentó con su trabajo, y por cuya integridad y por cuya honra tal vez derramó su sangre.
Entiéndase que, por amor a la verdad y a la equidad, y no para adulación o lisonja del vulgo plebeyo, me atrevo a afirmar lo que afirmo, en contra de la flamante y curiosa aristocracia cuyas doctrinas sostiene el señor Gener, y que se funda o cree fundarse en la egregia cultura de aquella pequeña parte de nuestro linaje, que, a lo que parece, es humanidad ascendente y se acerca ya a formar núcleo o grupo de superhombres.
La flamante aristocracia, o dígase la superhumanidad, no quiere el Sr. Gener que surja por revolución, sino por evolución, siguiendo el camino del progreso, que sin dada llevamos ahora; pero si no seguimos el buen camino y nos hemos extraviado, no se comprende de qué suerte hemos de llegar al superhumanismo por más evoluciones que se hagan. Mala traza tienen de entronizarse los superhombres, si hemos de juzgar fiel la pintura que hace el señor Gener de la sociedad presente: «Los más astutos, dice, escalando el poder directamente, o con la protección de las leyes, amparándose del dinero, se han impuesto, y las sociedades hoy gimen en una esclavitud mil veces peor que la antigua. Una piratería mercantil, un feudalismo industrial han venido a afligir a la humana especie con unos Gobiernos de nulidad, juguete de la bancocracia, que protegen sólo a los ineptos adherentes y dificultan el desarrollo de todas las verdaderas fuentes de vida. El prosaísmo ha tronado en soberano (sic): los valores han caído en poder de los malvados. Hoy día, en general, riqueza es sinónimo de nulidad moral, de egoísmo y de mediocridad perfecta; a lo más significa refinada astucia; en suma, una cualidad criminal punible.»
Si tan feos rasgos son exactos, si es así la sociedad presente, o bien no vamos por el camino del progreso, o bien hemos caído, con el carro que nos conduce, en un barranco o atolladero de todos los diablos. No veo, pues, que estén cerca el advenimiento y el triunfo del superhombre, ya que, según el Sr. Gener, son una caterva de majaderos, criminales y bellacos los que triunfan, se encaraman y lo gobiernan todo, mientras que los superhombres andan por ahí desperdigados, con poquísimo dinero, sin poder y sin influjo, y tal vez haciendo observaciones y experiencias, y escribiendo librotes que casi nadie lee. ¿Y cómo ha de leerlos nadie cuando la sociedad gime hoy, según el Sr. Gener, en la peor de las esclavitudes bajo el yugo infamante de esos tíos ordinarios y de esos ricachos vulgares y pícaros, que, según nos cuenta, nos mandan y nos oprimen? Si por virtud de la evolución hemos de salir de tan horrible estado, la aurora superhumana, en vez de estar cerca, está lejísima; tardará millones de años en amanecer. Ahora comprendo lo que leí tiempo ha en cierto libro de Sociología, que me hizo honda impresión y que no he olvidado nunca: «La humanidad, dice el referido libro, considerada en su vida colectiva, no ha nacido aún.» Tratando luego de cuando nacerá, y después de larga investigación y de cálculos sutiles, pronostica que nacerá dentro de catorce mil y quinientos años sobre poco más o menos. Y si la humanidad colectiva anda tan reacia en nacer, yo recelo que la superhumanidad triunfante siga en gestación doble tiempo, y sólo salga a luz, no ya dentro de ciento cuarenta siglos, sino dentro de trescientos, si para entonces no ha tenido nuestro planeta algún mal encuentro o tropiezo en la amplitud del éter por donde voltea y va valsando, o si no le falta agua porque se combine la que hay con sustancias sólidas, o si no se enfría y apaga su fuego interior, o si, a fuerza de rodar, no acaba por agujerearse y por tomar forma de buñuelo o de anillo, como el de Saturno.
Prescindamos ahora de los mencionados reparos; quitemos valor a los argumentos que el mismo Sr. Gener suministra contra el progreso rápido y contra la persuasión de que estamos ya cerca de la meta. Y en este supuesto, cavilo yo y me inclino a creer que el resultado del dichoso movimiento progresivo, en vez de ser la aparición del superhombre, será el allanamiento y nivelación de la raza humana, la igualdad aborrecida por el Sr. Gener, y si no la imposibilidad, la dificultad mayor cada día de que nadie sobresalga y descuelle.
Como no habrá tiranos crueles e intolerantes, nadie podrá ganar la palma del martirio. Cada uno podrá predicar y difundir la doctrina que se le antoje, a sus anchas y sin peligro alguno. La supresión de los castigos largos y dolorosos impedirá que alguien se distinga por su resistente energía para sufrirlos: los Régulos y los Príncipes Constantes no podrán reaparecer. Extinguida la pobreza, la caridad, el generoso donativo y las más bellas obras de misericordia no llegarán a ejercerse y se olvidarán o quedarán atrofiadas en el alma. Si la paz perpetua se realiza y las guerras se acaban, adiós virtudes bélicas, grandes capitanes y héroes valerosos. Descubierto y averiguado lo que queda aún por descubrir y por averiguar, todos seremos sabios y no habrá peregrina invención que realce a un mortal con un centímetro de altura sobre los demás mortales. Agotados y manoseados ya todos los asuntos épicos, líricos y dramáticos, probados todos los sentimientos, y empleados para expresarlos los más naturales, sencillos y propios primores de estilo, los prosistas y los poetas tendrán que repetir lo que ya se ha dicho, y ser plagiarios o imitadores, exponiéndose por el prurito de ser originales, a caer en las mayores extravagancias y ridiculeces: a ser decadentes, delicuescentes, impresionistas, simbolistas y naturalistas. Con los escultores ocurrirá lo propio, cuando pretendan superar por nuevos senderos a Fidias y a Praxíteles. Y los pintores, si ambicionaran ser entre sus contemporáneos príncipes o reyes de su arte, como ya lo fueron en otra edad Rafael, Velázquez y Rembrandt, caerían en los amaneramientos más disparatados. En suma: la igualdad nacida del progreso y de la difusión de la cultura, nos acosará a todos, y el que no quiera someterse a ella, sino elevarse y lucir sobre sus semejantes, llegará a volverse loco y pondrá en cuanto haga el triste sello de su locura.
Por dicha o por desgracia, este término del progreso está remotísimo aún y quizás no llegue nunca. Ya sabemos que la completa igualdad es imposible. Sólo queremos dar a entender que un adelanto indefinido en la marcha del linaje humano, no puede llevarle sino a la aproximación de la igualdad, y no a que unos individuos desciendan del grado en que hoy se hallan, y a que se conviertan en superhombres los individuos más selectos.
La civilización, al compás que crece, propende a nivelar a los civilizados. Y esto en todo y para todos. El macedón Alejandro es cien veces mayor y más transcendente por sus actos que Napoleón I. En el día no se concibe la posibilidad del caso estupendo y único de una ciudad como Roma, que llega a enseñorearse de más de la mitad del mundo entonces conocido. Hoy no se explican las rápidas conquistas de los muslimes y la difusión del Imperio del Islam, desde la India y las fronteras de la China hasta más allá por el Norte de los Pirineos, y por el Occidente hasta las olas del Océano, donde entró Ocba a caballo y la cimitarra en la diestra para dominarlas en nombre del profeta Mahoma. Ni menos se concibe cómo Cortés, Pizarro y Jiménez de Quesada, cada uno con un puñado de aventureros, penetraron hasta el corazón de las más incógnitas regiones, derribando y apoderándose de Imperios populosos y ricos. Hoy, por el contrario, los medios que se emplean son enormes; la acción, desmayada y lenta; los resultados, mezquinos. Más de 200.000 soldados y centenares de millones de duros, no bastan para domeñar a unos cuantos negros y mulatos rebeldes. Sin duda, la civilización niveladora e igualitaria de que hemos hablado tiene de esto la culpa.
El desdoble del linaje humano en porción de superhombres y en porción de menos que hombres o de hombres decaídos, que es una de las fases de la profecía disyuntiva del señor Gener, no da indicios de que llegue a realizarse. Y lo que es yo me alegro en lugar de sentirlo. Me dolería en extremo quedarme entre los individuos de la humanidad decaída: y también me dolería, porque soy filantrópico, cariñoso y bueno, aunque me esté mal el decirlo, encumbrarme y darme tono entre los seres superhumanos, dejando a tanto cuitadillo prójimo mío cayendo lastimosamente y degenerando hacia la animalidad primitiva.
Caso muy diferente será, y satisfactorio para todos, si la otra faz de la profecía es la que se cumple: esto es, si todo el linaje humano, sin excepción, se convierte en superhumano. Quiera Dios que así sea. De su bondad infinita esto, y más si cabe, puede esperarse, aunque el Sr. Gener no lo profetice.
Lo que es yo quiero esperarlo, lo espero y desisto de hacer nuevas observaciones y de presentar otras dificultades y dudas, porque entonces sería mi artículo el cuento de nunca acabar; pero, a fin de determinar mi esperanza, fijándola, arraigándola, cimentándola y no dejándola en el aire para que el aire se la lleve, voy a poner aquí las principales conclusiones que yo saco de todo, ora sean favorables, ora adversas a la tesis del Sr. Gener y a su doctrina del superhombre.
El ser humano, tal como hoy existe y tal como ha existido siempre desde que tenemos noticia de él por la Historia, dista infinito de Dios, para quien en Dios cree, o de la razón impersonal o de la super alma, como la llama Emerson, para los descreídos. En los tres o cuatro mil años que conocemos de historia, debiera advertirse que por sus pasos contados vamos acortando esta distancia. Yo, sin embargo, lo advierto poco. Todos los inventos, adelantos y mejoras que el hombre ha hecho, me parecen, si de acortar esta distancia se trata, como la cantidad de agua que un niño sacase del mar con una escudilla para dejarle en seco. La mejora y el progreso, además, (pues no he de negar que los ha habido), vienen de fuera y se sobreponen y no se adhieren a nuestro íntimo ser, engrandecido él mismo y mejorado. Aunque ya lo he dicho, repito ahora que, en mi sentir, Alejandro vale más que Napoleón y Aristóteles más que Hegel, Píndaro o Isaías más que Víctor Hugo, y Fidias y Praxíteles más que Canova y Thorvaldsen. En todo esto hay negación de progreso. El superhombre era más superhombre hace dos mil o tres mil años que en el día. La distancia, con ser infinita, que de la inteligencia soberana le tiene separado, puede salvarse en cualquier época, por favor del cielo, por rapto de amor divino, por galardón precioso concedido a una singular persona y que nada tiene que ver con el progreso. Lo que es como serie de grados que nos acerque a la perfección, no se ve el camino que nos conduzca al punto en que la superhumanidad aparezca. Ni casi con otros seres de diversa casta que el hombre acierto yo a poner jalones en dicho camino. Casi estoy por afirmar que, en lo radical y substancial, entre Dios y el hombre, no se descubre excelencia intermedia. Después de Dios, se diría que el hombre es lo más elevado que hoy se concibe y que se ha concebido siempre. Todos los seres con apariencias de superiores a nosotros, se nos someten y se ponen a nuestro servicio. Por medio de conjuros evocamos a los demonios; por medio de exorcismos los arrojamos de donde no conviene que estén; las sílfides y las ondinas se mueren de amor por nosotros; los dioses y las diosas de todas las religiones suelen prendarse de los mortales y casarse con ellos; los genios acuden a valernos, a protegernos y a inspirarnos poesía, prosa y otros primores; las hadas tejen ricas telas, fabrican brillantes joyas y favorecen a las princesas y hasta a las fregatrices; los ángeles son nuestra custodia y vienen a nosotros como embajadores y aun como mandaderos; y los arcángeles, ya son paraninfos, ya a modo de escuderos y guías que en nuestros viajes nos acompañan. ¿A ver, pregunto yo, si es lícito pedir o esperar más, después de alcanzar o de haber alcanzado todo lo dicho?
En otras mejoras, que pudiéramos lograr con el tiempo, noto yo que surge en seguida la contradicción. Pongamos por caso que se generalizase entre los hombres el ser tan hermosos como el Apolo de Belvedere, y entre las mujeres el ser tan guapas y bien formadas como la Venus de Milo o la Calípiga, y al punto los elegantes y aristócratas hallarían vulgar y ordinario el ser así, y para distinguirse ya se deformarían el cráneo, comprimiéndole o llenándole de burujones, ya incurrirían en otras empecatadas extravagancias. Y pongamos también por caso que al fin se arregla tan hábilmente el organismo de la sociedad, que el vicio siempre es castigado y la virtud premiada siempre. Pues en mi sentir, no podría ocurrir nada peor. Entonces sí que la virtud no sería sino un nombre. Los cucos y los galopines, movidos por la segura recompensa, serían los más virtuosos; y cuando alguien, desdeñando el propio interés, se entregase a los vicios más feos y perpetrase crímenes de marca mayor, nos inclinaríamos a creer, o bien que estaba loco, y que por consiguiente era irresponsable, o bien que era una criatura de condición elevadísima, cuyas pasiones briosas y sublimes le impulsaban a desprenderse del vulgar egoísmo y a salirse fuera de la pauta común en que todos nos habríamos encerrado.
En resolución, y para no cansar más, diré que no columbro por parte alguna el advenimiento del superhombre, sin que sobrevengan a la vez contradicciones irresolubles. Posible es, no obstante, que el superhombre sobrevenga. Pero, ¿quién me asegura que sea mejor moralmente que el hombre de ahora, y que no sea, con más saber y poder, desmandado y perverso? Fracastoro, en los versos que me sirven de epígrafe, considera posible el advenimiento de una casta de superhombres; pero no serán buenos, sino que serán descomedidos y feroces gigantes que no dejarán títere con cabeza, que se levantarán contra Dios, y tratarán de arrojarle del cielo, y que de nosotros harán sus víctimas y sus esclavos. Ya Swedenborg, cuando estuvo en el planeta Venus, vio y trató a los hombres de allí, y por lo que nos cuenta de ellos, y por lo apurado que entre ellos estuvo, podemos calcular lo mucho que padeceríamos y el inmenso infortunio que vendría sobre nosotros si una casta semejante, tan engreída, soberbia y poderosa, apareciese en este globo terráqueo en que habitamos.
Concluyo, pues, (y no porque se me acaban las razones, sino porque se me acaba la paciencia y porque temo que la de los lectores se acabe también), que lo más acertado y prudente es no desear ni esperar que el superhombre sobrevenga, y contentarnos con ser hombres regulares y como se han usado siempre, si bien enriquecidos, cada vez más, con invenciones ingeniosas, como la ya conseguida del alumbrado eléctrico, y como las que, sin duda se conseguirán, de dar dirección a los globos, sacar en las fotografías los colores de la cámara obscura, y quién sabe si llegar a alimentarnos con extractos y alambicadas quintas esencias, sin esta grosera alimentación de ahora, por la cual, al cabo del año, engulle cada hombre un montón de substancias, centenares de veces más pesado y voluminoso que todo su cuerpo. En fin, mucho, muchísimo se puede inventar y mejorar aún antes de que llegue el momento en que la aparición del superhombre se nos venga encima. Lo que es de las habilidades de Sarah Bernard y de los ingeniosos escritos de Juan Richepín, aunque yo los celebro porque me deleitan y me encantan, no me atrevo a inferir que dicha aparición esté próxima.
DEL Sr. D. POMPEYO GENER
Entre las mil desventuras que afligen hoy a la madre España, no es la menor el prurito de remediarlas que se ha apoderado de multitud de personas. Brotan de este prurito, como de abundante venero, arengas políticas y sociales, artículos de fondo, novelas y dramas y no pocos libros científicos, o casi científicos, que bien pudiéramos calificar de terapéutica política o de psicoiatría endémica. Y no se entienda que condene yo el prurito, que es natural e invencible, ni menos el resultado, que, si no llega a ser provechoso, es sin duda, o puede ser, ya divertido, ya interesante. ¿Y cómo condenarlos sin condenarme yo mismo, que me he metido también a curandero escribiendo o dictando modestamente algunas recetas? Lo que a mí me desagrada, o más bien me asusta, no son las mismas recetas, ya pronunciadas, ya escritas, en la tribuna, en el teatro, en los periódicos o en gruesos volúmenes, sino que la gente se apasione de lo que las recetas prescriben, mire en ello la más excelente panacea y se empeñe en aplicársela a la patria enferma, turbando el reposo de que necesita más que de nada para convalecer y recobrar la salud y el vigor antiguos.
De todos modos, los libros escritos y publicados ya, con el intento de curarnos y de regenerarnos, merecen detenido estudio, al cual, si Dios me da vida y buen humor, pienso yo dedicarme, no sin esperanza de recoger algún fruto, de ilustrarme un poco y de contribuir teóricamente, ya que para la práctica estoy inválido, a la regeneración deseada.
Por lo pronto, me limitaré a indicar aquí varias dudas que se me ofrecen, porque yo creo que en toda ciencia o en todo arte de medicina lo primero ha de ser el conocimiento de la enfermedad, y lo segundo hallar y aplicar el remedio.
La enfermedad permanece oculta a menudo, y sólo se conocen síntomas, fenómenos externos, visibles o tangibles, que son efecto y no causa. Y si tomamos por causa el efecto, ¿no nos exponemos a errar la cura? Tal es la consideración que me desalienta, que me retrae del oficio de curandero y que me mueve a no dar mayor crédito que el que me doy a mí mismo a otros curanderos más confiados.
Diré aquí, sobre el particular, lo que me inspira el sentido común precientífico y rastrero.
¿Quién no convendrá conmigo en afirmar, como repetidas veces he afirmado en otras ocasiones, que España es hoy más rica, sustenta más gente, cultiva mejor sus campos, tiene más industria y comercio y puede jactarse de poseer hijos ilustres, tan listos, tan bien hablados, tan discretos y habilidosos como en cualquiera otra época de su historia? La decadencia, la postración, la degeneración, o como queramos llamarla, no es, por consiguiente, absoluta, sino relativa. En el camino del progreso, por donde van las naciones de Europa guiando y mandando al resto del linaje humano, y esto desde hace veinticinco o treinta siglos, España se ha quedado últimamente muy atrás, y de aquí el aislamiento desdeñoso en que nos dejan los que van delante, nuestra desconfianza y el abatimiento tan propio en quien de sí mismo desconfía.
Por algo a modo de violenta reacción espiritual, hay momentos en que para no estar abatidos nos ensoberbecemos más de lo justo, ponderamos el mérito de nuestros hombres y de nuestras cosas de los tiempos pasados, y hasta llegamos a hacer la apoteosis, o al menos los más superlativos encomios, ya de esto, ya de aquello de los tiempos presentes. Entonces calificamos de invicto al general que nos entusiasma; de más elocuente que Cicerón y Demóstenes a nuestro orador favorito; y al autor de la comedia o del drama que hemos aplaudido de mucho más sublime que Shakespeare, cuyas obras por lo común hemos tenido la precaución de no leer.
Por desgracia, este laudatorio entusiasmo se apaga pronto como fuego de estopa, y postración más honda vuelve a enseñorearse de nuestras almas, contristándolas y humillándolas.
Hay cierta manera de discurrir de la que muchos sujetos no se dan cuenta. Discurren sin percibir que discurren, y las consecuencias que sacan suelen ser muy crueles. De la inferioridad patente, visible y clara en los asuntos y casos de la vida práctica, deducen nuestra inferioridad en cuanto hay de más sustancial e importante en el ser y en la vida de los pueblos. Pongamos un ejemplo que aclare y explique mejor esta idea.
Figurémonos a una dama, hermosa y rica, que quiere vivir y vive en España con todos los refinamientos y primores que ahora se estilan. Esta dama hará venir de Inglaterra sus coches y sus caballos, y de Francia sus tocados y vestidos. Tal vez, recelando que una cocinera española la envenene, hará venir de tierra extranjera, conformándose con la opinión de un aristocrático vate, a
Cierto químico excelente
Que estudió y ganó la borla
En el Café de París,
De cocineros Sorbona.
Realizado todo esto, sobreviene fatalmente el discurso antes indicado. Cuando aquí, discurrirá la dama, ni se teje con el primor que en Francia, ni se hacen coches como los ingleses, ni se crían tan hermosos caballos, ni se confeccionan sombreretes y vestidos como en París, ni se condimentan siquiera los sabrosos guisos que deleitan mi paladar, es indudable que en otras tareas de mayor empeño y en otras producciones más altas no habremos de lucirnos. Me conviene, pues, desdeñar por que deben tener poquísimo valor y ser muy latosas, como se dice ahora, las novelas, las poesías y hasta las filosofías de mi tierra. En virtud de tal consideración, o la dama no tomará jamás un libro en sus blancas y lindas manos, o si despunta por lo literata o lo filósofa, traerá también de París su pasto espiritual, como trae sus primores, adornos, elegancias y materiales regalos.
No se me tilde de delator. Yo no delataría ni acusaría a la dama, si ella sola pecase. Cuál más, cuál menos, todos pecamos por el mismo estilo. Tire la primera piedra contra la culpada quien se considere inocente.
Profundas raíces tiene en nuestro suelo el árbol de nuestra antiquísima y castiza cultura. Las semillas exóticas, aunque sean alimenticias y gustosas, y la mala hierba también venida de fuera, no ahogan dicho árbol, ni cercándole y abrasándole le secan y le chupan el jugo todavía; pero ya empiezan a deteriorarle un poco. El galicismo de pensamientos va invadiendo nuestras mentes más de lo que debiera. No repruebo yo en absoluto la imitación; pero es menester que el recto juicio se adelante a desechar lo malo y a elegir lo bueno para que después se imite. Lo lastimoso es que imitemos sin la mencionada previa selección, que toda simpleza o extravagancia transpirenaica nos seduzca, y que nos dejemos arrebatar por el entusiasmo sin que haya criterio razonable que nos refrene.
Días ha que vive aislado quien escribe este artículo y sin prestar atención, por su vejez y sus enfermedades, a casi nada de lo que ocurre fuera de España, a las más flamantes doctrinas filosóficas, a la dirección que toma y sigue la mayoría de los espíritus y a la corriente de ideas y opiniones que informan la novísima literatura; pero lo ve todo, retratado como en fiel espejo, en las producciones literarias españolas de ahora, sobre todo cuando presumen de contener o de ser filosofía. Siempre condeno yo o deploro este remedo, esta carencia o escasez de originalidad castiza; pero me parece difícil o imposible de evitar que así sea, y absuelvo al escritor o al pensador en quien noto esta falta. ¿Cómo no cometerla aceptando el concepto que de la filosofía generalmente se forma hoy? ¿Y por qué digo se forma hoy, cuando debiera decir que se ha formado siempre? Ya desde muy antiguo sonaba en las aulas cierto familiar proverbio que he de atreverme a citar aquí, porque viene en apoyo de mi aserto, aunque se vale de palabras nada bonitas ya de puro vulgares. El proverbio dice: La Gramática con babas y la Filosofía con barbas, lo cual significa que en el orden dialéctico podrá ser la filosofía el principio y el fundamento de todo saber; pero en el orden cronológico la filosofía es lo último que se aprende o puede aprenderse: es el firme asiento, el trono solidísimo y seguro donde la reflexión pone o cree poner a la ciencia que experimentalmente y por larga serie de observaciones y de análisis ha adquirido y ordenado.
Muéveme a decir esto la lectura de un libro reciente titulado Inducciones, debido al notable y cultivadísimo ingenio y al elocuente entusiasmo del Sr. D. Pompeyo Gener.
Mucho me complace coincidir con autor tan entendido en tener el mismo concepto de la filosofía. Indiscutible es para mí que no se filosofa bien sin previo conocimiento empírico de aquello sobre que se filosofa, y que cuando no filosofamos sobre algo, la filosofía tiene que ser vana y mero juego de palabras vacías de sentido. Ahora bien: como desde hace mucho tiempo, y sea por lo que sea, no nos hemos lucido los españoles en las ciencias de observación y en el estudio de la naturaleza o del universo visible, bien se puede inferir que la corona de dichas ciencias y de dicho estudio, o sea la filosofía, o tiene que ser entre nosotros anacrónica y fuera de moda, o hasta cierto punto tiene que ser importada, como el telégrafo eléctrico, la fotografía, el teléfono, el fonógrafo y no pocas otras invenciones sutiles y pasmosas.
No se extrañe, pues, que importemos en España filosofía como importamos las invenciones mencionadas. Conviene, no obstante, hacer una distinción. Tomemos para ejemplo cualquiera de los precitados artificios: el teléfono, pongamos por caso. Su utilidad y su realidad se hallan tan probadas, que no hay medio de que nos engañemos. Podrá ser que en la práctica seamos más torpes, lo hagamos mal y resulten inconvenientes; pero al fin y al cabo aprenderemos a telefonear. Yo creo que ya hemos aprendido, y que en España telefoneamos tan bien como en cualquiera otro país del mundo. Pero la filosofía, y perdóneseme lo rastrero y humilde de la expresión, es harina de otro costal: es asunto mil y mil veces más complicado y misterioso, y bien puede acontecer, y a mi ver acontece, que tomemos por verdad la mentira, por realidad el sueño y por razonamiento juicioso los mayores delirios.
Puede acontecer igualmente algo contrario a lo que acontece con los inventos de las ciencias naturales, que van todos de acuerdo y no se oponen unos a otros ni braman de verse juntos, como vulgarmente se dice. En las doctrinas filosóficas, si las tomamos de aquí y de allí, sin mucho criterio, y nos empeñamos en amalgamarlas, resulta o puede resultar una mezcla desatinada e informe, un conjunto de ideas que se rechazan y se excluyen. Algo de esto entiendo yo que hay en el libro del señor Don Pompeyo Gener, por más que me deleite leerle y aplauda el fervor propagandista y filantrópico que le ha dictado, y la elocuencia, el saber y el alto y claro entendimiento que en todas sus páginas resplandecen.
Antes de criticar este libro, mal o bien según mis fuerzas lo permitan, pero sin prevención adversa, debo y quiero hacer dos observaciones. Es la primera, que me valdré sólo de mi razón natural, colocando con mucho respeto las creencias, adquiridas por educación, tradición y revelación, en una a modo de arca santa, de donde tal vez necesite sacarlas más tarde, si yo mismo, imitando a Noe, no me introduzco y refugio también en el arca para huir del diluvio de disparates que podrá salir de mi estudio, como el famoso diluvio de las aguas salió de las rotas o abiertas cataratas del cielo.
Es la segunda observación, que aun suponiendo todo cuanto yo encuentre en el libro del Sr. Gener contradictorio y absurdo, no se amengua el valor estético del libro ni se deshace el encanto que su lectura produce. No necesito yo creer que irritado Apolo por la ofensa hecha a su sacerdote, bajó furioso del Olimpo y mató a los aquivos a flechazos, ni que Ulises y Pirro se escondieron en el hueco vientre de un caballo de madera, para deleitarme leyendo las hermosas epopeyas de Homero y de Virgilio.
Hechas tan convenientes observaciones, empezaré tratando de lo que en el libro del señor Gener me parece más consolador y satisfactorio: la afirmación del progreso indefinido de nuestro linaje; el convencimiento de que se vencerán y salvarán los obstáculos todos, y de que la humanidad irá elevándose más cada día a las regiones serenas de la luz, del bien y de la belleza.
Recientemente, disipadas las dudas enojosas que solían atormentar su alma, el más enérgico, inspirado y elegante de nuestros líricos, Don Gaspar Núñez de Arce, ha dado a la estampa un admirable poema, donde el referido convencimiento se manifiesta y brilla en imágenes y símbolos maravillosos, revestido con todas las galas y adornado con todos los dijes y primores de la poesía, y no por eso menos terminante ni menos claro que si en prosa metódica y didáctica apareciese expuesto. Aunque en la noche obscura, en el tortuoso y áspero camino y en la larga y cansada peregrinación, busquemos en balde reposo en las ruinas del templo, y pidamos inútilmente consolación y fe a los monjes difuntos, todavía una fe más radical y más íntima persiste en el ápice de la mente, surge del abismo del alma y no nos abandona. Todavía nos asiste Dios, nos guía y nos conforta. Las ruinas no deben entristecernos ni arredrarnos. No hay revolución ni cataclismo que baste a derribar el edificio erigido por esa nuestra fe superior e inmortal, ni que pueda conmover la base
De la admirable catedral inmensa,
Como el espacio transparente y clara,
Que tiene por sostén el hondo anhelo
De las conciencias, la piedad por ara
Y por nave la bóveda del cielo.
Impulsado por esa fe superior y por la esperanza que de ella nace, desecha el hombre temores y dudas, dice ¡Sursum corda!, prosigue con valentía su camino y logra al fin llegar a la cumbre, si no término, porque no le tiene su anhelo infinito, lugar excelso de descanso desde donde percibe, bañado en la radiante luz de la verdad, el no soñado objeto de sus más altas aspiraciones.
Doctrina semejante por lo progresista a la que expone el poeta en sus bellísimos versos, es la expuesta más ampliamente por el señor Gener en prosa llena de lirismo y en un libro o tratado cuyo título es Evangelio de la vida, no publicado aún por completo, pero del que su autor nos comunica por lo pronto el prefacio y algunos magníficos trozos como muestra o anuncio.
Contra las afirmaciones en que conviene Gener con Núñez de Arce, nada tenemos que objetar; pero Gener complica dichas afirmaciones con no pocas otras de diverso carácter y procedencia, y éstas, o las negamos, o aplicando a su examen un circunspecto escepticismo, las ponemos en cuarentena.
¿Quién ha de dudar ya de que el linaje humano progresa, apropiándose y acumulando la espléndida herencia de muchas generaciones, custodiando en los libros cuanto ha averiguado y sabe y divulgándolo por medio de la imprenta, y valiéndose además de mil útiles o deleitables artificios con los que se recrea, o de los que se aprovecha para hacer más cómoda, más amena y más grata la vida? En este punto capital todos estamos de acuerdo. Toquemos ahora aquellos otros puntos en que no puede menos de haber discrepancia.
No hemos de discutir aquí el transformismo de Darwin. Aceptemos, como si lo hubiésemos presenciado, como si hubiésemos sido testigos oculares de sucesos tan felices, que, en determinado momento, de súbito o con lentitud, por evolución suave o como se quiera, el mono de cierta clase se transformó en antropoide o en antropisco, estúpido y alalo todavía, y que un poco más tarde, por procedimientos análogos, el antropisco o antropoide adquirió la palabra, se soltó a hablar y se convirtió en hombre hecho y derecho. Humanado ya, bien podemos cifrar toda su ulterior historia en estos hermosos versos del ya mencionado poeta:
Adán caído o transformada fiera
(¿Quién su origen conoce?) inventó el hacha,
Derribó el árbol, encendió la hoguera,
Arrancó al bosque sazonados frutos,
Hizo la choza, desgarró el misterio,
Mató los monstruos y domó los brutos
Tras prolongada y formidable guerra,
Erigió la ciudad, fundó su imperio,
Surcó la mar y dominó la tierra.
Y por último, ya que no debamos citar aquí más largo trozo de tan admirable composición, el hombre, después de sorprender el rumbo de las estrellas y de dar firmeza y duración a la palabra fugitiva,
Alas resplandecientes a su idea;
Valor al débil, libertad al siervo,
según expresa el poeta valiéndose de una atinada paráfrasis del famoso epitafio de Franklin, consiguió arrebatar
A las entrañas de la nube el rayo
Y el cetro a la infecunda tiranía.
Todo esto está muy bien. ¿Quién no lo aprueba? ¿Quién no lo aplaude? Lo que yo no apruebo, lo que yo no aplaudo, aquello con que no me conformo, porque si llegase yo a ser de los favorecidos me daría muchísima lástima de los que no lo fuesen, y si no llegaba a ser de los favorecidos, tendría yo grandísima lástima de mí, lo cual casi es peor, es que se desdoble el género humano el día menos pensado, y elevándose unos a la condición de super-hombres, se conviertan los demás en sub-hombres y vuelvan a ser antropiscos, retrocediendo hasta el mono, o mereciendo la calificación de superfluos con que el Sr. D. Pompeyo Gener ya los designa, calificación ominosa, anatema lanzado sobre ellos y que al sacrificio y a la desaparición los predestina.
Mi filantropía, mi piedad y la arraigada creencia de mi espíritu en un Dios omnipotente y misericordioso, me llevan a repugnar en toda su brutal extensión y en sus crueles consecuencias eso que llaman la lucha por la vida. Ya se arreglarán las cosas de suerte que, por mucho que se aumente la población, quepamos todos con holgura en este planeta y no nos falten buenos bocados para alimentarnos, casas en que vivir y lindos trajes con que vestirnos, salir de paseo e ir a las tertulias, a los teatros y hasta a los toros, si este espectáculo no se suprime por bárbaro en las edades venideras. De poco o de nada valdría el progreso; el progreso sería espantoso sarcasmo si viniese a parar en ser sólo para unos cuantos: para la glorificación y la bienaventuranza terrestre de razas privilegiadas, que necesitarían someter a las razas inferiores o tal vez exterminarlas, no bien se multiplicasen demasiado y no cupiesen ya sobre el haz de la tierra. Abominable, perversa y sin entrañas es la tal doctrina, aunque la haya predicado Federico Nietzsche, apoyándose en ideas y sentencias de aquel antiquísimo profeta del Irán, a quien llamaron los griegos Zoroastro. El Sr. Gener adopta en parte la opinión de Federico Nietzsche, y en parte la reprueba.
Vamos a ver si lo ponemos todo en claro.
Si en efecto llegase a aparecer el super-hombre, en lo que como Nietzsche cree a pies juntillas el Sr. Gener, todos cuantos no alcanzásemos la super-hombría, según Nietzsche, que es poco caritativo, caeríamos en abyecta animalidad, seríamos como esclavos del super-hombre, y nuestra raza se extinguiría al cabo por inútil o por nociva. Ocurriría con el hombre de ahora lo propio que, después de la aparición del tal hombre, ha ocurrido con el antropisco, de quien no se encuentran ya ni señales ni rastros, aunque los busquemos con un candil o con la linterna de Diógenes. Más compasivo el Sr. Gener, me parece o entreveo que se inclina a que el sub-hombre o el supérfluo se conserve y viva, bajo la tutela o protectorado del super-hombre triunfante. Bien podrá éste echarse a cavilar y hasta repetir el antiguo proverbio: cuando las barbas de tu vecino vieres pelar, pon las tuyas en remojo. Las cosas no han de parar aquí: la evolución no puede darse por terminada. El progreso es indefinido. Nadie columbra la meta o el término:
Amplius et volvens fatorum arcana movebo.
En pos del super-hombre, por evolución y selección surgirá de su seno el archisuper-hombre, el cual podrá tratar tan desapiadadamente al super hombre como éste al hombre haya tratado. Y así sucesivamente sin que se vea el fin de las mudanzas y de los ascensos, per omnia secula seculorum.
Ora nos agrade o nos desagrade, ora nos tenga cuenta, ora no nos tenga cuenta, si el super-hombre ha de venir, vendrá pese a quien pese. Ni conservadores ni retrógrados podrán impedirlo. Sobre este punto Nietzsche y Gener se hallan en perfecta consonancia. Veamos ahora en lo que disienten y en lo que Gener, en mi opinión, con muchísimo juicio, enmienda a Nietzsche la plana. Digamos algo primero sobre este filósofo, el más original y el más estupendo que, según asegura Gener, ha florecido en la segunda mitad del siglo XIX. Era polaco de nación, súbdito alemán y profesor de Filología clásica, no nos importa saber en qué Universidad o Instituto. Sobrevino la guerra entre Alemania y Francia, en la que Francia quedó vencida. Y Nietzsche entonces, en cumplimiento de las leyes, se vio obligado a tomar las armas y a ir a la guerra. Antes de aquellos días Nietzsche apenas se había distinguido; pero, hallándose en el cerco de París, un casco de granada hirió y derribó su caballo, y Nietzsche mismo cayó por tierra maltrecho y con una profunda conmoción cerebral. Afirman discípulos de Nietzsche que esta caída del maestro fue semejante en sus efectos a la que tuvo San Pablo en el camino de Damasco. Lo cierto es que al recobrarse de la caída, Nietzsche se convirtió en otro hombre: apareció profeta, apóstol y, por último, loco.
Recuerdo yo, no haber leído, sino haber oído contar, en el aula del Seminario donde estudié Filosofía, sin averiguar más tarde en qué autoridad, documentos o testimonios se apoyaba la historia, que el doctísimo Cornelio a Lápide fue en su niñez una criatura casi tonta o insignificante por lo menos, pero que paseando un día por los alrededores de su lugar, tuvo la desgracia o la fortuna de encontrarse en medio de dos partidas o bandos de muchachos, que estaban apedreándose, y de recibir en la cabeza una tremenda pedrada. Este golpe le trastornó y le modificó tan dichosamente el encéfalo, que, no bien sanó de su grave y peligrosa herida, se convirtió en uno de los más agudos y sublimes sabios jesuitas que hubo en el siglo XVII: escribió luminosos comentarios del Pentateuco, y otras obras no menos útiles que forman juntas diez o doce tomos en folio; y, por último, murió en Roma en olor de santidad. Sin duda a Nietzsche hubo de sucederle algo parecido. «Opinan algunos fisiólogos alemanes, dice Gener, que la contusión que recibiera al caerse del caballo enfrente de la capital del mundo civilizado, fue, como la caída de San Pablo en el camino de Damasco, el origen de su inspiración y de su genio. Sea de ello lo que se quiera, lo cierto es que su visión filosófica especial del Universo se le desarrolló tan sólo después de esta época.»
Si Nietzsche hubiera sido polaco puro, completamente ario, su visión filosófica del Universo, su sistema se ajustaría con exactitud al del Sr. Gener; pero el Sr. Gener sospecha que en el organismo o en la sangre de Nietzsche había no poco de mogol o de tártaro, producida tal vez dicha mezcla cuando invadieron el Oriente de Europa las hordas de Gengis-Kan, de Timur o de otros fieros conquistadores turaníes. La verdad es que en Nietzsche hay dos elementos o factores de su genio, procedentes ambos de atavismo: uno ario, y Gener acepta todo el producto de este factor; otra turaní o mogol que mueve a Nietzsche a ser despótico, cruel y sin entrañas.
Es menester que aparezca el super-hombre. Cuantos obstáculos se opongan a su aparición deben ser destruidos. Nada de piedad, nada de conmiseración. Tales sentimientos son mera y vil flaqueza indigna del grande hombre, del super-hombre en ciernes. Derríbense tronos y altares, niéguense como absurdas todas las religiones reveladas, y anúlense o deróguense cuantas son las constituciones sociales y políticas, si sólo sobre las ruinas y escombros de todo ello ha de fundar su imperio la superhumanidad futura. Nietzsche acepta el dolor, el padecimiento, la conquista, la tiranía más ruda, si por tales medios se abre camino para el advenimiento del super-hombre. Nietzsche gusta en cierto modo de la libertad, pero detesta la igualdad y considera ridículo que los hombres pretendan ser iguales, ni siquiera ante la ley, ni ante la justicia, ni en una vida futura y ultramundana en que no cree, ni ante un Dios cuya existencia niega. Y como niega también la distinción entre lo bueno y lo malo, la moral que le parece una disciplina sub-humana y atrasadísima, y el deber que en la moral se funda, nadie acierta a comprender, y en este punto el Sr. Gener tiene razón que le sobra, por qué Nietzsche se somete con gusto a toda clase de padecimientos y de malos tratos con tal de que se consiga la aparición del super-hombre. ¿Qué le va ni qué le viene con dicha aparición, si él no ha de ser el super-humanado, si él no ha de pasar de un cualquiera, de un pobre diablo, de simple profesor, con poquísimo dinero, con menos consideración y campanillas, y terminando al cabo porque le encierren en un manicomio? Se comprende la abnegación del asceta que espera alcanzar la eterna bienaventuranza. ¿Pero qué espera Nietzsche para mostrarse y ser tan abnegado? El Sr. Gener y no Nietzsche es quien está en lo firme. El super-hombre ha de venir de todos modos. No debemos, pues, atormentarnos, molestarnos, ni trabajar para que venga. Según el Sr. Gener, debemos divertirnos, holgarnos, pasarlo lo mejor que se pueda en este mundo, y el super-hombre ya vendrá sin que le traigamos nosotros.
Aceptando las opiniones en que Nietzsche y Gener concuerdan, Nietzsche es ilógico, y es muy lógico Gener. Según asegura Nietzsche, Jehová ha muerto. Y en cuanto a Gener, aunque a menudo se contradice y hasta llega a mostrarnos al Padre Eterno, que se le aparece y le echa un largo y pomposo discurso, todavía este Padre Eterno es tan raro, que viene a ser como si no fuera. ¿Y negado un Dios personal y providente, cuál será el fundamento de la moral, de la bondad y de la belleza absolutas, y hasta de la verdad misma en lo que debiera tener de permanente e invariable? El Sr. Gener niega todo esto al negar a Dios. Y no soy yo quien saca la consecuencia: el mismo señor Gener explícitamente la saca. La contradicción está en que el Sr. Gener nos habla mucho del amor y se muestra fervorosamente enamorado. ¿Pero dónde está el objeto que de tanto amor sea digno? A la verdad que no se descubre ni se comprende.
Toda criatura racional que cree en un Dios infinitamente bueno, sabio y todopoderoso, sin duda le ama y debe amarle sobre las cosas todas. Y por virtud de este amor, que es caridad, ama también a los hombres, hechos a imagen y semejanza del Dios que ama. Sin ser por amor de Dios, sin este lazo supremo de comunión íntima, de hermandad y de unión amorosa de las criaturas, ¿qué razón hay para que amemos a nadie? No digo yo que aborrezcamos; pero ¿por qué hemos de amar?
El Sr. Gener, sin embargo, por lo que ya se prevé que va a ser su Evangelio de la vida, nos anuncia el imperio del amor en el mundo, siguiendo y adoptando las ideas de algunos extraviados discípulos del entusiasta y seráfico Padre San Francisco de Asís.
Según éstos, ya interpretadas sus palabras con exactitud, ya heréticamente exageradas o torcidas, en el mundo de los espíritus ha habido, hay y habrá tres reinados: algo a modo de turno pacífico para las tres personas de la Santísima Trinidad. Como la letra con sangre entra, el primero que reinó fue Jehová, Dios severísimo, vengador y tremendo, que destruye con un diluvio de agua a casi todo el linaje humano, que pisotea a los pueblos en su ira, que arrasa y quema ciudades enteras con fuego del cielo, y que abre el seno de la tierra para que se trague a cuantos son rebeldes a su mandato. El segundo que reina es Cristo, y con él la compasión y también el amor; pero un amor mezclado, con mortificaciones, penitencias, ayunos, lágrimas, vigilias y hasta azotes, de todo lo cual el Sr. Gener gusta poco o nada. Pero afortunadamente, y para que el Sr. Gener quede complacido, el tercer reinado va pronto a empezar cuando menos nos percatemos de ello. Será el reinado del Espíritu Santo, o sea del amor puro, sin disciplinas ya, sin abstinencias, sin cilicios y sin duelos y quebrantos, sino todo deleite, holgorio e incesante gaudeamus.
El estilo del Sr. Gener, lleno de lirismo, aunque escribe en prosa, produce en el lector no pocas dudas. ¿Hasta qué punto quiere el Sr. Gener que mucho de lo que dice sea realidad o se limite a ser símbolo, alegoría, imagen o vana figura retórica? De todos modos, aun suponiendo símbolo y no realidad algo de lo que el Sr. Gener nos pinta en sus magníficos cuadros, todavía podemos y debemos nosotros escudriñar en el símbolo la oculta realidad que en él se encierra. Ahora bien: si es cierto, como el Sr. Gener afirma, haciendo hablar al mismo Padre Eterno, que éste no es providente y que la verdadera providencia es la del hombre, Nietzsche tiene razón, y no la tiene el Sr. Gener al aconsejar al hombre que se divierta y no se afane porque el super-hombre aparezca. ¿Cómo ha de aparecer, si nosotros que somos la providencia no le traemos?
El dios del Sr. Gener, dice en su largo discurso, que el bien y el mal le son indiferentes; que él se limita a producir la vida, y que si crea flores, hermosura y salud, frutos sabrosos, palomas y tórtolas inocentes, mariposas y libélulas y lindos y pintados pajarillos que melodiosamente trinan y gorjean, crea también tigres y hienas, arañas deformes, ponzoñosos escorpiones, terremotos, huracanes y pestilencias y prolífica multitud de microbios, causa de las más asquerosas y mortíferas enfermedades. Tal es el Dios que habla con el Sr. Gener y que le declara que no es para nosotros ni salvador ni providente. Nuestra eficaz salvación y nuestra verdadera providencia está en nosotros mismos. A nosotros nos incumbe, según asegura el Sr. Gener, por boca del Padre Eterno que imagina, convertir el veneno en bálsamo, el dolor en placer, las espinas en rosas y los microbios patógenos en microbios deleitosos. Pero, si nos incumbe hacer todo esto, no está bien que nos crucemos de brazos y prescindamos de nuestra incumbencia. Nietzsche, por este lado, tiene razón, y el señor Gener no la tiene; y, por último, si bien se mira, tampoco tiene razón el Sr. Gener en negar la providencia de Dios, ya que Dios, en virtud de un plan sapientísimo, se vale del hombre para vencer obstáculos, para destruir el mal o convertirle en bien, y para que nos mejoremos y perfeccionemos en lo posible.
Si no hay plan ninguno, no sé por dónde podrá afirmar el Sr. Gener que hay progreso, mejora, advenimiento de super-hombres y otras futuras bienaventuranzas. Y si por dicha hay plan, y todo eso y más puede afirmarse, el plan no es humano, sino divino. ¿Qué más alta providencia de Dios puede concebir el Sr. Gener? ¿Cómo imaginar que el plan es humano? ¿Cómo el hombre que nace y muere y que vive tan corto tiempo sobre la tierra ha de haber trazado ese plan? Concedamos que le columbra, que le descubre, pero no que le establece.
No decidiré yo que sea verdad o que sea mentira, pero sí que nuestro entendimiento no halla absurdo cierto plan a grandes rasgos concebido e imaginado, ya que no para que nos representemos en una serie de muchos siglos el desenvolvimiento y la historia del universo todo, para que nos representemos al menos lo ocurrido en nuestro planeta desde el instante en que empezó a girar en torno del sol hasta el día de hoy. A mi ver, es idea en extremo poética e ingeniosa la de que los átomos, impulsados por el prurito de vivir que los mueve, lleguen a producir la vida; y que, una vez la vida creada, se vaya hermoseando, completando y perfeccionando cada vez más. Pero ¿quién ha puesto en los átomos esa inteligencia, que no tiene conciencia de que entiende, ese prurito infatigable e infalible que crea la vida y que después la mejora? Todo ello se explica presumiendo al Dios que Nietzsche y Gener niegan, cuya voluntad soberana y cuya suprema inteligencia lo preparan, lo gobiernan y lo disponen todo. Sin él, jamás podrá concebir la mente humana, por muchos siglos que emplee en la transformación, cómo podrá nacer lo más de lo menos, de lo que no se mueve lo que se mueve, de lo que no vive lo que vive, de lo inconsciente lo consciente, y de lo que no entiende la inteligencia. Todo ello es más inexplicable, es más contrario a la razón que la más ridícula de todas las mitologías, que la más rudimental y primitiva de todas las religiones. Y, por el contrario, no bien afirmamos la existencia de Dios, todo se aclara y todo en el transformismo nos parece más hermoso y más conforme con la omnipotencia y la sabiduría de Dios que en cualquier otro sistema cosmogónico. Es más antropomórfico y, por lo tanto, menos divino, entender que Dios arregla el universo como el relojero arregla la máquina de un reloj, y que da, por ejemplo, alas a los pájaros para que vuelen, ojos a los que ven para que vean, y a los que entienden entendimiento para que entiendan, que entender que Dios pone en la substancia, en la materia, en los átomos o como queramos llamarlos, un anhelo indefectible y un movimiento en dirección segura, firme y sin posible extravío, por cuya virtud, el anhelo de vivir crea la vida, el de volar, las alas, y el de ver, los ojos.
Repito que yo no afirmo ni niego la evolución y el transformismo. No me declaro contrario ni partidario de Darwin. Me limito a afirmar que Darwin no invade los dominios de la metafísica ni de la religión, diferenciándose así de su infiel discípulo Haeckel, y más aún del Sr. Gener y de Nietzsche. Ya Monseñor Van Weddingen, en sus Elementos razonados de la Religión, se expresa de esta suerte. «La fe y la ciencia de acuerdo podrían aceptar un transformismo en el cual quedasen a salvo la noción de la causa creadora y la del alma espiritual y libre.» De aquí se infiere que hasta el católico más ortodoxo puede ser darwinista, apoyándose en textos y sentencias de San Agustín, de Santo Tomás de Aquino y de otros Doctores y Padres de la Iglesia, según lo demuestra, o procura demostrarlo, el egregio poeta y filósofo italiano Antonio Fogazzaro en un reciente y muy interesante libro titulado Ascensiones humanas.
No se infiere, con todo, de la aceptación de la doctrina del transformismo, la seguridad de que ha de aparecer el super-hombre el día menos pensado. Lo más que podrá inferirse será la posibilidad algo remota de dicha aparición. Por lo pronto, el super-hombre no se ve venir. Al contrario, los adelantamientos morales y políticos, la multitud de invenciones que hacen hoy más cómoda y más agradable la vida y el inmenso cúmulo de estudios, ya experimentales y de observación, ya teóricos y especulativos, que se custodian en los libros y que la imprenta divulga, hacen hoy más fácil que un hombre cualquiera descuelle, aunque diste muchísimo de ser super-hombre y aunque tenga menos valer moral e intelectual que los hombres de antaño.
Cuantas sublimidades puedan ocurrírsele hoy a un poeta que ha estudiado mucho, no son tan pasmosas, ni implican tan rara super-hombría como la que tuvo, pongamos por caso, allá en las primitivas edades, el inspirado autor del libro de Job o el richí o poeta que compuso el himno del Rig-veda, al Dios desconocido. Trajano y Marco Aurelio, a pesar de ser gentiles, no hallan monarca que valga más que ellos en toda la prolongación de la historia. En puro y fervoroso amor a Dios, a los hombres y a cuantas criaturas aparecen en el universo visible, será difícil que nazca ya quien venza y supere a San Francisco de Asís. Y si Kant, Schelling y Hegel nos parecen profundos filósofos, abarcándolo y explicándolo todo, aún nos parece superior inteligencia la de Aristóteles por lo mismo que tenía muchísimos menos medios de información. Y lo que se afirma aquí de los individuos, con más razón puede afirmarse de grupos o colectividades organizadas. ¿Qué ciudad moderna, sin excluir a Florencia y a París, crea una cultura filosófica, literaria y artística, tan original y con tan pocos precedentes y elementos exóticos, como la de Atenas en tiempo de Perícles? ¿Ni qué nación, por último, por dominadora y fuerte que sea en el día, podrá soñar con gloria y poder que equivalgan a los de Roma, que no siendo más que una ciudad se enseñoreó de lo mejor del mundo, le dio leyes e idioma y fundó un Imperio que duró no pocos siglos? Y cuando ni en Atenas ni en Roma apareció el núcleo de los super-hombres, bien podemos esperar que no aparezca en el día ni en Inglaterra, ni en Francia, ni en Alemania, ni en Rusia, ni en los Estados Unidos. Conformémonos y contentémonos todos con ser esencialmente iguales, aunque, por circunstancias momentáneas (porque momentáneas deben de ser dada la secular amplitud de la historia), las mencionadas naciones prevalezcan hoy, se sobrepongan y hasta dominen a las otras.
En fin, allá veremos cómo explica todo esto el Sr. Gener y lo que más claramente profetiza en su Evangelio de la vida, que aparecerá por completo en francés, y dentro de poco, y del que sólo conocemos el Prefacio y tres odas o ditirambos elocuentísimos a la Soledad, a su hermano el Silencio, y a la Noche, madre fecunda de ambos. Unido amorosamente el señor Gener con la precitada Soledad, tendrá de ella o ha tenido ya un hijo, que viene a ser sin duda el verbo de su Evangelio. El Silencio se le está criando, y, no bien esté criado, el Sr. Gener se le echará a la multitud para desatontarla, removiéndolo todo.
Es tan curioso y tan poético cuanto el señor Gener anuncia, y lo anuncia con elocuencia tan avasalladora, que yo me siento hechizado y casi seducido, inclinándome a creer en el advenimiento del super-hombre y hasta a desearle, aunque me quede entre los sub-hombres y los superfluos; pero el último artículo del libro del Sr. Gener viene a desvanecer mi esperanza, a marchitar mi deseo y a derribar la fe en el super-hombre que empezaba ya a nacer en mi alma.
El último artículo del libro del Sr. Gener, que se titula El hiper-positivismo, debiera titularse El hiper-negativismo, porque lo niega todo, echando a rodar cuanto se sabe: todo fundamento de saber, todo criterio de verdad, toda afirmación de que exista algo. No se contenta el Sr. Gener con que sea todo espíritu, como quiere Berkeley; ni con que sea todo materia, como quieren Büchner y Moloschot; ni con la substancia única de Spinosa; ni con que el tiempo, el espacio y la inmensa cantidad de cosas que coexisten en el espacio y que se suceden en el tiempo, sean más que formas de nuestro sentir y de nuestro entender, fantasmagorías sujetivas que no se sabe hasta qué punto concuerdan o no con la realidad que las produce. El Sr. Gener va más lejos y duda de que haya tal realidad exterior: casi la niega. Afirma que hay representación, pero no asegura que haya representado. Su duda o su negación es más radical aún. No destruye sólo lo representado, sino también el teatro en que la representación aparece y al espectador que la contempla. El Sr. Gener va más allá de Schopenhauer, que sólo ve en el universo representación y voluntad. El Sr. Gener halla que la voluntad está de sobra, que no es más que apariencia. Todo queda, pues, reducido a representación, al más completo nihilismo: a representación sin teatro, sin actores, sin espectadores y sin nada substancial y real que sea representado.
Si después de quemarse las cejas y de estudiar matemáticas, física, química, botánica, zoología, antropología y otra multitud de asignaturas, que el Sr. Gener ha estudiado de un modo sobresaliente, hemos de venir a parar en el extremo en que el Sr. Gener para, casi es lo mejor no abrir un libro ni aprender cosa alguna. Todo es incognoscible. Ya no nos atrevemos a figurarnos lo conocido como una pequeña isla en medio de un Océano inexplorable e infinito que sólo pueden atravesar la imaginación o la fe. La isla misma y hasta nosotros los habitantes de la isla, caemos bajo el predicamento de lo incognoscible: somos puros fenómenos; la substancia y la causa son ficciones, palabras sin sentido. No hay más que movimiento. La electricidad, la luz, la vida, la fuerza, el sentir y el pensar, todo es movimiento, sin motor, sin objeto movido y sin lugar ni tiempo objetivos y reales, por donde y en el cual el objeto movido se mueva.
¿Qué nos queda que hacer en tan aflictiva situación? ¿Cómo nos consolaremos después de haber perdido toda la realidad? Pues nos consolaremos con la poesía, con la música y con las otras bellas artes. De un modo pasivo, nos limitaremos a ser público y nos deleitaremos asistiendo a la representación. Y de un modo activo, seremos comediantes, poetas o compositores de música, y representaremos nuestras óperas y nuestros dramas. Tal es el punto final a que ha llegado el Sr. Gener después de todos sus estudios.
Lo malo, o al menos lo que yo no me explico todavía, es cómo ha de gustarme la representación ni cómo he de componer algo para que se represente cuando el Sr. Gener empieza por quitarme el sustantivo. No nos queda verbo que no sea impersonal, sin agente y sin paciente. Vibra, ve, huele, anda, come, etc.; pero no sabemos quién come, quién ve, ni quién vibra, ni qué es lo vibrado, ni lo comido, ni lo visto. Todo es incognoscible, y hasta podemos recelar que no exista. No sólo el super-hombre, sino igualmente cuantos hombres existen o han existido y de quienes el Sr. Gener nos habla, arios y turaníes, polacos y mogoles, romanos y griegos, no pasan de ser una mera representación. Carece, pues, de fundamento y de verdad científica todo cuanto el Sr. Gener nos cuenta en los demás artículos de su libro sobre historia de las religiones, socialismo, etc. Todo se reduce a poesía, según el mismo Sr. Gener paladinamente lo confiesa. Y ahora digo yo para terminar que, considerando su libro como poesía, es digno del mayor aprecio. Es elocuente en alto grado; ameno a veces, a veces sublime, y tan rico siempre de doctrina, de atrevimientos, de ideas originales y de clara y bien ordenada exposición de las ideas de otros, que sugiere, despierta y suscita en cualquier espíritu, aunque sea pobre e infecundo como el mío, tan grande tropel de pensamientos y tan enmarañada madeja de raciocinios, que si no fuese por miedo de fatigar a mis lectores, no me aquietaría yo con escribir este artículo, sino que escribiría una docena, y aún se me quedaría mucho por decir. Pero no lo digamos y quédese en el tintero para no hacer interminable este escrito.
SOBRE LAS «ODAS» DE D. EDUARDO MARQUINA
Mucho podrá decirse en pro y en contra de las Odas del Sr. D. Eduardo Marquina, pero no que son un libro insignificante. A mí me dan no poco en que pensar, suscitando en mi espíritu ciertas contradicciones filosóficas o antinomias estético-morales, que no acierto a resolver y que voy a exponer aquí sin rodeos y con franqueza.
Con grande entusiasmo pondera Horacio, en su Epístola a los Pisones, la virtud docente de la poesía. Por ella se muestran los rectos caminos del vivir, los oráculos dictan sus sentencias, se levantan los muros de las ciudades y se congrega en paz el linaje humano, sujetándose a leyes sabias y justas. Pero este mismo Horacio, que da a la poesía tan singulares alabanzas, nos cita la rara afirmación de Demócrito sosteniendo que es menester ser loco para ser poeta, y que es expulsado de Helicon quien está en su cabal juicio.
Ajústeme usted tales medidas, digo yo ahora; y perdónese lo vulgar de la frase. ¿Cómo compaginar que los poetas son la luz del mundo, nuestra guía y nuestro faro, y que son al mismo tiempo locos? Todo se entiende si consideramos la tal locura como frenesí divino, como furor sagrado que el estro infunde, clavando su aguijón agudo en el pecho del vate. Este, poseído entonces del numen, llega a decir cosas de sentido muy superior al vulgar, revela misterios y abre a nuestros espantados ojos, en la amplitud luminosa de un horizonte ideal, la sucesión ordenada y prescrita de los futuros casos.
Yo me conformaría y me aquietaría con esto si todos los poetas que pronostican, que enseñan o que amonestan estuviesen de acuerdo; pero, como no lo están por desgracia, me hunden en un mar de confusiones. Así es que exclamo allá en mis adentros: quizás estén locos, verdaderamente locos, y sean con su locura perjudiciales a la república. Por eso Platón los desterró prudentemente de la suya, ya fuese por precaución, ya fundado en el refrán que reza: el loco por la pena es cuerdo.
Hechas las anteriores reflexiones, todavía en vez de ver claro este asunto le veo obscuro y contradictorio.
En el bello elogio que hace Enrique Heine de nuestro egregio compatriota el Rabi Jehuda ben Leví de Toledo, después de ponderar las altas dotes de aquella alma, llega a suponer que el mismo Dios al crearla, la besó prendado de su hermosura, y que el eco del beso divino resuena con inmortal resonancia en los versos del vate toledano. No es de maravillar, por lo tanto, suponiendo a Jehuda ben Leví tan sobrenaturalmente favorecido y amado, que Heine le proclame rey del reino del pensamiento y rey, por la gracia de Dios, inviolable e irresponsable. A nadie sino a Dios tiene que dar cuenta. El pueblo, dice Heine, podrá matarnos, pero no puede juzgarnos nunca. De esta suerte pone Heine la obra verdaderamente poética por cima de todo humano criterio y proclama con su genial desenfado la irresponsabilidad de los poetas. Veamos nosotros en qué sentido y hasta qué punto menos desenfadadamente tal irresponsabilidad puede y debe ser entendida.
¿En qué consiste que a veces no nos enamore ni hechice lo que el poeta niega o afirma, ordena o prohíbe, encomia o censura, sino la manera elegante, sincera y enérgica de afirmar o de negar y de expresar la censura o el encomio?
Quintana y el duque de Frías, pongamos por caso, retratan a Felipe II con los más opuestos rasgos y colores y propenden a infundirnos las ideas y los sentimientos más contrarios sobre la religión y política de los españoles del siglo XVI y sobre las causas de la elevación y de la decadencia de nuestro pueblo; pero nosotros nos deleitamos y nos entusiasmamos casi por igual con los versos del uno y del otro poeta, ora estemos de acuerdo con el duque, ora con Quintana, en juzgar al vencedor de San Quintín y de Lepanto, ora cortemos por camino que nos parezca más recto entre los dos extremos que ellos tocan.
¿Hemos de inferir de aquí la completa indiferencia de la doctrina que expone la poesía, con tal de que la poesía sea verdadera y que la doctrina se exponga con y por la gracia de Dios? Esto sería llevar hasta sus últimos límites la negación de que los poetas enseñan, y declararse decidido partidario del arte por el arte. Más aún se fortalece en mi espíritu este modo de pensar, cuando examino las obras de poetas acaso demás valer y más radicalmente discrepantes. Sean estos poetas los tres italianos contemporáneos, Manzoni, Leopardi y Carducci. ¿No es raro fenómeno que nos encante el himno sacro a La Pentecostés, lleno de profunda fe católica y de la viva esperanza de que la religión de Cristo es la definitiva religión de nuestro linaje, informando y causando todo su progreso y mejora; que nos encante también la oda A las fuentes del Clitumno, cuya inspiración es enteramente contraria, saludando con júbilo el poeta a la humanidad que supone regenerada porque reniega de creencias que la envilecen y adopta algo a modo del gentilismo antiguo; y que nos encanten, por último, no ya las esperanzas católicas de Manzoni, ni las esperanzas gentílicas de Carducci, sino la desesperación sublime y el pesimismo de Leopardi, que niega a Dios, o le llama con espantosa blasfemia feo poder que impera oculto para daño de todas las criaturas?
Harto he cavilado yo y cavilo para explicar este fenómeno. Voy a ver si atino a exponer aquí en cifra el resultado de mis cavilaciones.
Sin duda, me digo, el fundamento mental de la poesía es como el fundamento mental de las matemáticas y de la dialéctica. Hay en el alma humana ciertos primeros principios, evidentes por sí, inconcusos e indemostrables, cierta idea en suma, cuyo desenvolvimiento constituye la ley del pensar y la ciencia del cálculo. Y no es la tal idea puramente sugetiva, mera forma o condición de nuestro entendimiento, sino que por fe irresistible tenemos y damos por seguro que en la mente de cuantos seres superiores al hombre hay o pueda haber en otros mundos, y aun en la misma mente suprema, ha de residir la idea misma aunque más ampliamente desarrollada, abarcándolo y penetrándolo todo y bañando en su pura luz lo infinito y eterno.
La tal idea, por desgracia, aunque está en nosotros, sólo está limitada y como en germen, y no nos vale para ver bien lo que hay fuera de nosotros, sino para discurrir sobre aquello que fuera de nosotros suponemos que existe o sobre las ideales construcciones del pensamiento puro. De aquí que no afirmemos que esta cosa o aquella, que el Universo todo, que cuanto es o puede ser, sea como nosotros lo percibimos o lo imaginamos; pero ya imaginado o percibido, o dígase dado el supuesto, todo se encadena, y compone un conjunto armónico de verdades dentro de nuestro mundo ideal, si bien no se adecue tal vez ni responda con exactitud a la realidad del mundo que está fuera de nosotros, del que sabemos poquísimo y del que tal vez tenemos noticias equivocadas por ministerio de los sentidos.
No responde el geómetra de que sea o no sea esfera, cubo o cilindro el sólido que le presentan, ni de que sea círculo o triángulo de esta clase o de aquella lo que en un papel le dibujan; de lo que responde es de la exactitud de sus teoremas y de la certidumbre de sus demostraciones, dado el supuesto. Ni respondo el algebrista de lo que valen en realidad, las letras del problema que ha de resolver, sino responde sólo de que el problema esté bien resuelto. Al que le aplique a la realidad, incumbe luego o ha incumbido antes determinar el valor de cada letra. Así, siendo la resolución del problema verdadera y siempre la misma, bien puede en la práctica, descendiendo a la realidad de las cosas, tener multitud de diferentes resultados.
¿Será la poesía, me pregunto yo, algo por el estilo: creación hermosa, verdadera y exacta en el mundo ideal en que ha sido creada, aunque en la realidad sea falso todo porque lo fue el supuesto o porque el supuesto fue por lo menos incompleto?
A mi ver, entendiendo así la poesía, tienen explicación y disculpa no pocas cosas de las que se dicen en verso, las cuales, si en prosa se dijeran, parecerían absurdas o abominables y podrían llevar a su autor en una sociedad algo severa a la prisión o al manicomio.
La culpa de todo ello estriba, a lo que a mí se me alcanza, en que la poesía, cuyo objeto es la manifestación de la belleza en una forma sensible, sólo puede darse imitando lo real o lo que nosotros imaginamos real, elemento en que cabe error o mentira. De aquí la ventaja que la música, arte primogenia, lleva a la poesía, arte secundaria. La música, en la perfección de su pureza, crea lo bello, sin necesidad de imitar nada. Lo crea en el tiempo, por medio del sonido, sin enseñar ni amonestar, pero sin inducirnos en error, ni equivocarse tampoco.
Toda la antedicha meditación, expuesta a escape para, no pecar de prolijo, ha valido para aquietar mi espíritu, después de leer las Odas de D. Eduardo Marquina, y para afirmar, sin escrúpulo de conciencia, que me parecen bien y que son obra de verdadero poeta. Para conceder, no obstante, a tal poeta la irresponsabilidad de que habla Heine, es menester no tomar por lo serio, en la realidad práctica, la virtud docente de su poesía. Los que tomaron por lo serio a Esquilo, en su Prometeo encadenado, supusieron que Júpiter se vengó de sus blasfemias ordenando a su águila que desde lo sumo del aire dejase caer una enorme tortuga que llevaba entre las garras, sobre la venerable calva del glorioso dramaturgo, y le saltase los sesos. Tomemos, pues, menos por lo serio las Odas de D. Eduardo Marquina para dejarle en paz con los poderes celestiales y prevenir cualquier milagro que le perjudique.
Con tal limitación bien puede afirmarse que las Odas tienen algo a modo del Prometeo encadenado, de Esquilo, y algo también, sin que las aceptemos como profecías, de las visiones de Ezequiel y del Apocalipsis del Aguila de Patmos.
Aunque todos convenimos en que el estado de la sociedad y del mundo deja mucho que desear, y que el mal físico y el mal moral no escasean sobre la tierra, yo tengo por seguro que las cosas están en nuestra edad menos mal que en las anteriores edades. Yo no dudo del progreso. Lo que sucede es que el adelanto moral ha sido grande en las relaciones de unos individuos con otros, mientras que apenas ha habido adelanto en la vida colectiva, poco en el organismo social, ninguno en las relaciones de unos pueblos con otros pueblos. En esto último ni asomo se ve de generosidad ni de justicia. La fuerza prevalece sobre el derecho, los poderosos humillan y tiranizan a los débiles y los grandes saquean, asesinan y devoran a los pequeños. De tamaña discordancia, de tal desequilibrio entre la moralidad social o colectiva y la que preside a las relaciones individuales, nacen, sin duda, la vehemencia con que la iniquidad se siente y se anatematiza y el anhelo fogoso de remediarlo todo, no con lentitud y con calma, sino con rápidos y violentos trastornos.
Ignoro, y no pretendo investigar aquí, de qué doctrinas filosóficas, religiosas o irreligiosas, sociales y políticas, expuestas en prosa por pensadores extranjeros, o de qué exaltadas composiciones poéticas, venidas de otros países, proceden el sentir y el pensar de don Eduardo Marquina. Claro está que no tiene principio en él el impulso que le mueve. Claro está que hay una corriente de pensamiento en la que él se ha lanzado y que le arrebata. Pero esto no le quita cierta originalidad ni desvanece su carácter propio. Vate apocalíptico amenaza con destrucción y muerte, ruina e incendio, las instituciones, los altares y los tronos y cuanto hoy descuella sobre la faz del mundo y mantiene el orden, más o menos digno de censura o más o menos capaz de lenta modificación y de enmienda, dentro del cual vivimos todos. Lo que vendrá después de la pronosticada revolución radical se columbra confusamente o más bien se desentraña o se descubre a través de los símbolos y de las imágenes colosales, y en las figuras alegóricas que va creando y mostrándonos el poeta.
A lo que parece, no han de quedar ni Papa, ni rey, ni obispos, ni jueces, ni sacerdotes. Cada uno de nosotros será Papa, rey, juez, obispo y sacerdote de sí mismo. No sé de fijo si las grandes ciudades con sus palacios, monumentos y fortificaciones, deberán ser arrasadas, según el programa; pero en lo que no cabe la menor duda es en que serán arrasados los templos. Yo deploro que San Pedro en Roma y las catedrales de Burgos, de Toledo y de Sevilla en España, tengan que convertirse en ruinas para que no se rece en latín, que ya casi nadie entiende, y para que en aquellos antiguos y obscuros santuarios penetre de lleno la luz y venga a animarlos la vida. Los chivos, según afirma el poeta, brincarán sobre los derribados pilares y sobre las estatuas yacentes de los fundadores egregios; las cabras se encaramarán sobre los altares y en los camarines y hornacinas, y las vacas mugirán y se tenderán a la larga en el coro y en otros lugares más venerandos. El nuevo templo estará en la cumbre de los montes; los pinos serán sus columnas y su cúpula el cielo.
A la nueva faz que tomarán todas las cosas ha de preceder cierta universal conflagración de amor, tan vagamente descrita, que no acierto yo a interpretar lo pronosticado por el poeta, y si la conflagración será en efecto amorosa y suave al destruir lo antiguo, o si lo destruirá con materiales incendios, estragos y muertes. Como quiera que ello sea, sobrevendrá después de la destrucción algo por el estilo de lo que los milenarios fantaseaban. La humanidad será feliz y vivirá en deliciosa anarquía y en perpetua huelga. No habrá nueva Jauja ni nueva Jerusalén que baje del cielo, porque don Eduardo Marquina gusta más de lo rústico que de lo urbano, y las fiestas y regocijos que pronostica y apercibe para nuestro regenerado linaje serán campestres: una candorosa bacanal, un idilio enorme.
A pesar del tema constante que presta unidad a las Odas, no puede negarse que el poeta acierta a evitar la monotonía y que hay bastante variedad en sus cuadros. La hermosura y la fertilidad de los campos están bien sentidas y a menudo dichosamente expresadas. Viva y honda es casi siempre la percepción que el poeta tiene de lo grande y de lo hermoso de la naturaleza, y no pocas veces sabe comunicarnos el propio sentimiento suyo con maestría y sobriedad vigorosa.
Aprobemos, pues, las Odas de D. Eduardo Marquina. El poeta es irresponsable, porque sus teorías se realizan, no en el mundo real, sino en los espacios imaginarios y en un tiempo fantástico también. Mis escrúpulos de conciencia renacen a pesar de todo. ¿No podrá ocurrir que el poeta haga daño sin querer, que sea contagioso su delirio y que la gente adopte su programa como realizable en la práctica? Las Odas en este caso serían espantosamente revolucionarias, subversivas de todo el orden social vigente en el día.
Yo no quiero comprometerme dando a semejantes cosas una aprobación que nadie me ha pedido. Suspendo, por consiguiente, el dar mi aprobación hasta que demuestre en otro artículo que no hay el menor peligro en aprobar las Odas, porque la virtud purificante de la poesía convierte el rejalgar en triaca.
SOBRE LAS «ODAS» DE D. EDUARDO MARQUINA
En la poesía hay sin duda pasmosa virtud purificante. No quiero yo entenderla con todo, como he oído decir que la entendía Gœthe. Tal modo de entenderla es sobrado egoísta. El poeta, por ejemplo, siente ganas de suicidarse, y en vez de hacerlo y a fin de desechar tan perniciosas ganas escribe el Werther. De esta manera, no sólo consigue sanar de la manía del suicidio, sino también que le aplaudan y se admiren de su talento. Lo malo es que el libro con que el poeta ha sanado y donde ha vertido el veneno que le atosigaba puede emponzoñar a los que sin precaución le tomen y lean y producir una abominable epidemia de suicidios. No estriba o no quiero yo que estribe en esto la virtud purificante de la poesía. Su legítima y santa virtud purificante lo mismo ha de valer y vale para el poeta que para sus lectores.
En la epopeya y en el drama se concibe esto con toda claridad. Tiranos, refinados traidores, monstruos de iniquidad podrán aparecer en el drama o en el poema épico, pero en el pecado llevarán la penitencia, y la reprobación universal será su castigo. Ha de entenderse además que los crímenes y los horrores representados en una obra poética no deben tomar la apariencia o semejanza completa de los sucesos reales, como pretende hoy lo que llaman naturalismo. El deleite estético no se daría entonces. Al contrario, tendríamos un grave disgusto. ¿Quién puede deleitarse al ver en realidad al alguien que se arroja por un balcón desde un quinto piso y se hace una tortilla, o a gentes que se dan de puñaladas, que toman veneno o que se mueren de hambre, de miseria, de tisis o de otras enfermedades contagiosas y feas? Representado todo esto muy a lo vivo y sin la idealidad conveniente, es lo contrario del arte: no purifica la compasión y el terror, como quería Aristóteles. Será cuadro más vivido, como se dice en el día, pero de arte perverso y vicioso. El Laoconte ceñido y oprimido por las serpientes está mil veces más lejos de lo real que la figura de cera representando a Catón con las sangrientas manos metidas en el desgarrado vientre y arrancándose las entrañas. Tal modo de conmover con la imitación exacta y brutal de las cosas reales dista mucho de ser el arte verdadero. Sólo los menos que medianos artistas deben apelar a tal recurso. El refrán lo dice: a mal Cristo, mucha sangre.
En la poesía lírica, si bien se considera, acontece lo mismo que en la epopeya y el drama. Es cierto que todos los desatinos que el poeta dice o hace, que su irreligión, su inmoralidad, sus blasfemias y sus teorías antisociales, aparecen por cuenta propia, sin que haya tirano, traidor o demagogo que las haga o que las diga; pero pronto se advierte, si se ahonda un poquito, que el poeta rara vez deja de duplicarse antes de romper los diques y soltar el torrente de su inspiración apasionada; y digo que se duplica, porque al mismo tiempo que conserva el juicio y la serenidad del ánimo para describirnos la pasión propia y los propios extravíos, se pone él como modelo en quien los tales extravíos y la tal pasión ejercen su deletéreo influjo, y acaso producen mil y mil desventuras. Entendidos de este modo, los más audaces raptos líricos son ejemplares y moralizadores: pueden servir y sirven de escarmiento.
Carlos Baudelaire es, sin duda, uno de los más endiablados poetas que en estos últimos tiempos ha nacido de madre. En cuerpo y alma, y sin la menor reserva, se entrega al demonio. Le reza muy devotas letanías y le pide favor y auxilio. Si el demonio se condujera generosa y decentemente haciendo dichoso a Baudelaire, Las flores del mal, que así se titula el tomo de sus versos, serían muy peligrosas, pues no habría de faltar quien quisiese entregarse también al demonio dándole culto para conseguir las mismas o mayores ventajas. Afortunadamente ocurre todo lo contrario. Baudelaire es el autontimoroúmenos por excelencia, el rigor de las desdichas, el que se castiga y atormenta a sí propio como el más cruel de los fakires de la India. No bastándole ser él su verdugo, acude al demonio y se vale de él para inspirador y colaborador de los refinados y espeluznantes suplicios a que se condena y somete. ¿Quién, por lo tanto, ha de querer endiablarse como Baudelaire para ser tan horriblemente desgraciado? Las flores del mal son, pues, muy moralizadoras: son un veneno, pero saludable veneno tomado como revulsivo. En menor escala son revulsivos también los versos quejumbrosos de multitud de poetas contemporáneos que nos pintan el horror de las dudas con que batallan y tratan de persuadirnos de que, a causa de estas dudas, son sus almas un infierno. Lo natural es que el tal infierno nos asuste y que para no tenerle nosotros procuremos creer cuanto hay que creer, sin meternos en averiguaciones ni en honduras. Espronceda, en una de sus más populares composiciones, se nos presenta en una orgía bebiendo vino, acariciando a cierta dama a quien dirige más insultos que piropos, y mostrándose desesperado, negándolo todo, sin creer y sin esperar nada sino la paz de los sepulcros; pero el poeta nos indica en seguida la causa de tanto mal y nos deja turulatos. Supone que tanto mal es castigo de Dios porque el alma ha intentado adquirir el conocimiento de las cosas divinas: verdad velada, arcano insondable en el que es insania el mero propósito de investigar y de descubrir algo. El remedio, en esta ocasión, casi nos parece peor que la enfermedad. ¿Por qué ha de castigar Dios a quien anhele conocerle? ¿Por qué ha de coincidir el poeta con quien inventó en prosa esta célebre frase: la funesta manía de pensar? ¿Por qué, desde el empleo de nuestras más nobles facultades en el estudio de la metafísica en general, y singularmente de la teodicea, hemos de descender, con inevitable descenso, a la borrachera y a los amores libidinosos, y todo ello sin regocijo, sino con furia, rechinar de dientes y maldiciones como de precito?
Bien examinado todo, me consuelo yo y me aquieto creyendo disipadas mis contradicciones, y viendo en la poesía sincera, por absurda que la juzgue el prosaico y rastrero sentido común, innegable y alta enseñanza, la cual estriba en la purificación, así de la compasión y del terror trágicos, como de otras pasiones, errores y desvaríos.
Lo que importa para que la poesía sea buena y legítima es, por consiguiente, la sinceridad: que todo se exprese con la natural sencillez que no excluye, sino que requiere, la elegancia, y que nada se sienta, ni se piense, ni se diga con afectación para aterrar a los burgueses, para alcanzar la originalidad por la extravagancia, para seguir la última moda de París o para imitar novedades germánicas, rusas o suecas. No hay peligro ni inconveniente en desatinar por cuenta propia. Me jacto de haberlo demostrado. El inconveniente y el peligro están en la admiración cándida de los extranjeros y en remedar, acaso desmañadamente, lo que los extranjeros piensan o dicen.
Si no creyese yo que en las Odas de don Eduardo Marquina se revelan muy envidiables prendas de poeta lírico, no hubiera disertado tanto con ocasión de su lectura.
Cuanto hay en ellas de bueno procede del propio ser del poeta. Y cuanto en ellas puede censurarse nace de la escuela que sigue y del empeño de superar y de extremar sus rarezas, tanto en el sentir y en el pensar, como en el estilo o modo de expresarse. Lo colosal y enorme de las imágenes delata el prurito de aturdir y de sorprender, y produce, hasta en los más eminentes poetas, hasta en el mismo Víctor Hugo, un amaneramiento barroco. Cuando lo sublime corre sin freno, suele tropezar en lo ridículo y caer en la caricatura.
¿Qué no puede, sin embargo, el brioso ingenio nativo, aunque se lance y se despeñe por los más extraviados vericuetos? Barroca, caricaturesca es la oda titulada El monstruo. Pero, ¿quién no se divierte leyéndola y poniendo en duda si el poeta habla con toda seriedad o ríe o se recrea componiendo una alegoría satírica llena de chiste?
El ser humano aparece como un monstruo de dos cabezas y de dos opuestos instintos y propensiones. Una cabeza es como de hipopótamo, y no aspira sino a comer, a reposar, a revolcarse en el fango y a disfrutar otras delicias bestiales; pero, por cima de la cabeza de hipopótamo, hay otra cabeza de águila en que duermen
los grandes pensamientos de los dioses.
La horrible situación para el monstruo procede de esta doble y antitética naturaleza. Lo que hay en él de hipopótamo no logra gozar con sosiego de las cosas materiales, y lo que hay en él de águila pugna en vano por levantar el vuelo y subir a las regiones etéreas. El águila y el hipopótamo se contraponen como fuerzas contrarias; y como se estorban y se perjudican, todo o casi todo lo hacen siempre mal o si se quiere menos bien de lo que pudieran hacerlo. Disgustos, rabietas, lágrimas y furores sin fin, por consiguiente. El monstruo, además, se desacredita y se hace odioso a cuantos seres existen. Así es que exclama lleno de angustia:
...............devoro
un ultraje perpetuo de los mundos
y un eterno desprecio de los cielos.
¿Qué resolución adopta el monstruo para salir de tan abominable conflicto? La más tremenda de las resoluciones. Con el pico de su cabeza de águila, que es agudo y recio, perfora el cráneo del hipopótamo y se consuela sorbiéndole los sesos.
Por dicha, aunque no entrevemos bien si merced a tan feroz resolución o independientemente de ella, el conflicto pasa, las cosas toman mejor cariz, los tiempos se acercan, la esperanza luce y el poeta escribe su flamante apocalipsis y nos anuncia su Buena Nueva en no corta serie de animados cuadros. Según él, la miseria que nos rodea es la noche
que precede a las grandes claridades.
El idilio enorme, la huelga universal y constante no tardará en llegar. El poeta conjura y evoca y convida a los seres todos para que acudan a la fiesta y contribuyan a su lucimiento.
Por convidado me doy yo también, pero recelo mucho que los preparativos de la fiesta han de ser enredosos y difíciles. La fiesta tardará, pues, en realizarse, y como ya estoy harto viejo, no podré asistir a ella a pesar del convite. Me contento con el programa. Le hallo interesante y ameno. Pero francamente, yo le hallaría mucho mejor si el Sr. D. Eduardo Marquina, en quien reconozco y aplaudo muy altas prendas de poeta, emplease menos el acicate y mucho más el freno al dirigir a su Pegaso, y sólo llevase a las ancas cuando cabalga en él a su propia Musa, legítima y castiza, y no a la aventurera venida de tierras extrañas y cuyo prurito de llamar la atención la induce a vestirse a menudo con vestiduras un poco extravagantes y con exótico amaneramiento. No estará de sobra tampoco que el Sr. D. Eduardo Marquina cuide con mayor detención y esmero del aseo y aliño de su Musa cuando la saque a relucir nuevamente.
PRIMER MARQUÉS DE CASTEL-RODRIGO
I
El libro cuyo título nos sirve de epígrafe, no puede menos de llamar poderosamente la atención por varios motivos. Es un trabajo histórico llevado a cabo con esmerado tino y con la más infatigable diligencia para allegar y compulsar documentos, poner en claro muchos puntos obscuros y darnos idea exacta y justa de los sucesos más importantes en la historia de nuestra Península desde la conquista de Granada hasta el día de hoy.
Realzan el mérito del libro los pocos años de su autor, que no ha cumplido aún los veinticuatro de su edad, y que se ha empeñado en realizar una empresa llena de grandes dificultades, en mi sentir insuperables algunas de ellas.
Una narración histórica, lo mismo que un poema y lo mismo que una novela, puede considerarse como obra de arte, con unidad de acción en su conjunto y donde todos los casos que se cuentan y todos los personajes que figuran aparecen en segundo o tercer término y como esfumados para que el héroe principal o protagonista no se confunda ni se pierda y atraiga y fije las miradas y persista en el pensamiento de los lectores. Tal debiera ser la vida artísticamente escrita de todo personaje célebre. Tales son las que escribió Plutarco en la edad antigua, y las que entre nosotros ha escrito recientemente Quintana.
Esta condición, con todo, era imposible de cumplir, dado el asunto elegido por el joven historiador D. Alfonso Danvila, y dado el personaje o el héroe cuyos actos se propuso historiar y ha historiado.
D. Cristóbal de Moura, hidalgo portugués, que a la edad de catorce años entró en calidad de menino al servicio de la princesa doña Juana, conquista la estimación, la confianza y el afecto de aquella egregia señora, la sigue desde Portugal a Castilla, desempeña por su mandado muy difíciles comisiones y muestra en todo rara discreción y singular destreza y tino. El prudente rey Don Felipe II reconoce entonces la capacidad y el valer del servidor de su hermana y se aprovecha de tan altas condiciones, empleando a aquel hidalgo portugués en los asuntos más arduos. Hábil y dichoso D. Cristóbal de Moura, los desempeña a gusto y satisfacción del soberano, y es delicado, fino e inteligente instrumento de sus artes políticas y de su prudencia cautelosa.
En el mayor acontecimiento de nuestra historia, en la realización, por desgracia harto poco duradera, de la más alta aspiración patriótica de los españoles, D. Cristóbal de Moura interviene con pasmosa y feliz eficacia. Más que a la pericia militar del gran duque de Alba, y más que al formidable ejército que conducía, se debe acaso a la buena maña y sutil diplomacia de don Cristóbal la unión de Portugal y de Castilla, y sobre todo, que esta unión se lograse con poca violencia, sangre y estrago, haciéndose así apta para contraponerse al poder disolvente de los malos gobiernos ulteriores, adormecer y calmar la enemistad inveterada entre castellanos y portugueses, y conseguir que al menos durase sesenta años la unión de ambas naciones, a pesar de nuestra rápida y lastimosa decadencia.
La acción de D. Cristóbal de Moura es evidentísima en todo esto y su evidencia se manifiesta con perfecta claridad merced al detenido relato que hace el Sr. Danvila, ilustrándole con gran copia de documentos, no pocos de ellos desconocidos e inéditos hasta ahora y sacados de los archivos.
D. Cristóbal de Moura no pasa, sin embargo, de ser mero instrumento de superiores voluntades humanas; su figura se hunde y se anega, digámoslo así, en el torrente impetuoso de los grandes sucesos, y su personalidad queda obscurecida y eclipsada por las de aquellos príncipes y señores que intervienen en los sucesos, que los dirigen o los determinan, y cuyos caracteres, talentos, virtudes y vicios, despiertan más nuestra curiosidad y llaman hacia ellos nuestro pensamiento con mil veces mayor atractivo. La princesa doña Juana y el rey prudente Don Felipe se interponen casi de continuo y nos encubren o no nos dejan ver a D. Cristóbal. Hasta los personajes de tan corto valer moral e intelectual, como el rey cardenal D. Enrique y como D. Antonio, Prior de Crato, descuellan por el pedestal en que están colocados, y por la posición social que ocupan, y tapan también a D. Cristóbal de Moura.
No digo yo lo que antecede en son de censura contra el libro del Sr. Danvila. No acierto yo a concebir cómo el libro hubiera podido escribirse de otra manera; cómo su autor hubiera podido relegar a segundo término al rey Don Sebastián y la catástrofe de Alcazalquivir; la caída de una nación tan heroica, casi en el momento de su maravillosa expansión y de su mayor auge. No era dable que el autor reprimiese su deseo de pintarnos detenidamente sin dejar indicados con vaguedad en el fondo a tantos y tantos importantes personajes, a fin de que apareciese en primer término, sin apartarse de nuestra vista y como centro y principal objeto de todo, D. Cristóbal de Moura, a quien, sin embargo, es menester confesar que se debió más que a nadie el buen éxito de la unión de Portugal y de Castilla y que esta unión fuese menos violenta y mucho más durable de lo que hubiera podido temerse y de lo que, sin duda, Felipe II temía.
El Sr. Danvila escribe sobre una de las épocas en que es más difícil para el historiador la imparcialidad previa, o sea escribir para contar y no para probar. La primera alabanza que debemos dar al Sr. Danvila, es porque consigue sobreponerse a todo prejuicio y retratar a los personajes, y narrar sus actos tales como fueron, dejando a los lectores que juzguen, califiquen y fallen.
A menudo, no obstante, por muchos y muy preciosos datos que un historiador acumule y ordene, los lectores, aunque sean muy entendidos, no logran formar juicio y dictar sentencia. Contrario al del novelista es el método que el historiador sigue. El novelista imagina a su antojo a los personajes de su novela, tontos o discretos, malvados o bonachones, débiles o briosos, y luego por ineludible dialéctica los mueve a que lo digan y lo hagan todo en consonancia con lo presupuesto. En cambio el historiador ni crea a sus personajes, ni posee una llave mágica para penetrar en su corazón, para escudriñar los aposentos de su cerebro, y para descubrir y mostrarnos sus intenciones, sus sentimientos y sus propósitos. Todo esto tiene que inferirse de lo que cada personaje dice y hace: inducción, en mi sentir, muy sujeta a engaños, por donde se ha dudado y se ha disputado siempre no poco sobre el valer moral e intelectual de muy célebres figuras históricas.
Sobre D. Cristóbal de Moura no hay, no puede haber duda ni disputa. Hábil y fiel servidor, cumple bien con los mandatos de su amo, y su arte de cortesano perfecto y de negociador discretísimo, y su flexibilidad y su paciencia se revelan en todas sus acciones y singularmente resplandecen en el arte con que conlleva y sufre el poco apacible humor del rey D. Felipe y conserva y acrecienta la confianza que le ha inspirado. Pero, como ya hemos dicho, en el extenso cuadro trazado por el Sr. Danvila, D. Cristóbal queda, y no puede menos de quedar, relegado a segundo y a veces a tercero o cuarto término. El cuadro encierra casi toda la historia de España y de Portugal desde 1538 hasta 1613. Ante las figuras sobresalientes y conspicuas de D. Juan III, la reina doña Catalina, la princesa doña Juana, el mismo emperador Carlos V, el duque de Alba, el rey D. Sebastián, Isabel de Valois, el príncipe D. Carlos, y en fin, el propio rey don Felipe, el discreto hidalgo portugués no puede menos de resultar obscurecido. En bastantes capítulos del libro apenas se le nombra: a veces se presume pero no se asegura que sale a la escena. Quien está siempre en ella presente y activo es el rey D. Felipe.
El libro del Sr. Danvila viene a corroborar una vez más el concepto que yo tengo de este rey, contra el cual, durante su vida y después de su muerte, se han lanzado las más duras acusaciones y las más apasionadas injurias, sin que yo acierte a conceder que fuese menos benigno, más hipócrita o más desalmado entre multitud de otros monarcas, príncipes y magnates del Renacimiento. Felipe II era la propia bondad, la dulzura y la mansedumbre personificadas, sinceramente religioso y amante de su patria y modelo de reyes paternales, si le comparamos con Juan II de Portugal, apellidado el príncipe perfecto, con Luis XI de Francia, con Catalina de Médicis y sus hijos Carlos IX y Enrique III, con Enrique VIII e Isabel de Inglaterra y con no pocos otros que pudieran citarse, sin excluir acaso a su padre el César.
Yo presumo que la rara y excepcional perversidad que a Felipe II se atribuye toma origen y fundamento en las prendas de su carácter y en los actos de su vida que más le ensalzan e ilustran: en la guerra sin tregua que hizo al protestantismo, pugnando para que no se rompiese el alto principio que informaba, dirigía y daba unidad a la civilización europea. Si para lograr este fin se valió de la Inquisición, quemó herejes e hizo no pocas otras atrocidades e insolencias, muy mal hecho estuvo; pero ¿dónde fueron entonces los príncipes y los gobiernos más clementes y humanos? Ni en calidad ni en cantidad pueden compararse las víctimas sacrificadas por Felipe II a las que sin Inquisición se sacrificaron en Alemania, en Francia o en Inglaterra. No fue menester, por ejemplo, de la Inquisición de España para el suplicio de Vanini, de Bruno, de Miguel Servet, de Tomás Moro y de María Estuardo. Si hiciésemos la exacta estadística de todos los herejes quemados vivos en España, acaso sería menor su número que sólo el de las brujas y brujos que en Alemania fueron quemados. Demos gracias a Dios de que ya no se quema vivo a nadie por tales motivos y de que cualquiera puede ser ya impunemente hereje y hasta brujo; pero no acusemos a los españoles del siglo XVI ni a su monarca don Felipe II, de más fanáticos y crueles que a la demás gente de su época.
Como cierto y aun como evidente pongo yo lo antedicho. Donde empiezan mis dudas, a pesar o a causa de la circunstanciada y minuciosa relación del Sr. Danvila, es en la idea que debo formar del talento político que el rey D. Felipe mostró en los tratos, negociaciones, intrigas, rodeos tortuosos, lentitud y cautela con que vino al cabo a apoderarse de Portugal y a someter la completa extensión de nuestra Península bajo su dominio. Tantas idas y venidas, tantos embajadores o emisarios diferentes, ya simultáneos, ya sucesivos, frailes, santos, grandes de España y jurisconsultos, que ya se movían de acuerdo, comunicándose sus impresiones, ya se recataban unos de otros por orden del mismo rey, ya se entendían directamente con éste, ya unos con un secretario y otros con otro, porque el rey recelaba de todos, todo esto, me pregunto yo: ¿era indispensable, para apoderarse de Portugal sin gran violencia y sin ofender demasiado a los portugueses? ¿Se debió entonces a la rara circunspección del rey la tan deseada unión ibérica o se debió a que la ocasión era propicia: a que estaba de Dios, como vulgar, sabia y cristianamente se dice?
¿No experimenta el lector cierto cansancio, a pesar de lo bien escrito que está el libro y de las curiosas y bien ordenadas noticias que nos da de personas y de cosas, al internarse por aquel laberinto de enmarañados rodeos por donde el rey D. Felipe persigue sus fines? Seduce a muchos portugueses con promesas y compra a otros con dinero para impedir la guerra y la efusión de sangre, y sin embargo, no logra anular al Prior de Crato ni apoderarse de él, ni evitar que se rebele, y necesita sofocar la rebelión con dura mano y tremendo castigo, sin que lleguen a evitarse los abominables desafueros de un ejército invasor casi siempre mal pagado y famélico en España y en aquel siglo, aunque le mandasen caudillos de tanta autoridad y energía como el duque de Alba y Sancho de Avila.
Yo nada afirmo. Me limito a dudar. Y de lo que dudo es de si en estos sucesos conviene celebrar a Felipe II por circunspecto, prudente y ladino, o si hay más razón para calificarle de vacilante, indeciso y enrevesado en los medios y hasta de pesado y de engorroso, si se me permite lo familiar y bajo del vocablo.
II
Cada cual ve las cosas a su manera. La historia enseña poquísimo. Nunca es bastante la semejanza de accidentes en dos grandes sucesos para hacer valederas y legítimas las comparaciones. Atrevámonos, con todo, a comparar, a pesar de lo inseguro. Humillado Portugal, vencido en Africa por los marroquíes, muerta allí la flor de su heroica nobleza y de sus valientes soldados, poco podía resistir a la ambición de un monarca que, para hacer valer su derecho hereditario, era señor de vastísimos reinos y provincias y estaba al frente de la nación española, preponderante entonces en Europa. Si hemos de prestar, pues, al rey Don Felipe el testimonio de nuestra admiración porque se anexionó a Portugal, digámoslo así, valiéndonos del verbo que hoy está en moda, ¿qué pasmo, qué asombro, no debe inspirarnos, el rey Víctor Manuel con su Cavour y con su Garibaldi, cuando, después de tomar el Milanesado por mano de franceses y por mano de alemanes el Véneto, príncipe poco antes derrotado y multado por Austria, se atreve a derribar y derriba varios tronos, sin excluir el temporal del Papa, se apodera de Nápoles y de Sicilia y funda la unidad de Italia, aspiración secular jamás cumplida desde los tiempos del rey bárbaro Teodorico?
Aunque la comparación se me rechace, negando la paridad de las circunstancias y alegando el muy diverso carácter de las épocas, todavía inclina un poco el ánimo a tener por algo problemática la habilidad del rey Don Felipe. Su circunspección pecaba de minuciosa. Tal vez dificultaba sus empresas la abundancia de medios que empleaba para darles cima. Algunos de estos medios eran inútiles: otros contraproducentes o perjudiciales. Sirva de ejemplo la misión, embajada, o como quiera llamarse, de fray Hernando del Castillo al desdichado rey cardenal D. Enrique. ¿A qué podía conducir sino a mortificar el amor propio, a ofender y agriar al pobre monarca portugués el desvergonzado sermón de aquel buen fraile para persuadirle de que no debía contraer matrimonio? Buena y santa es la libertad cristiana, pero no debe confundirse con la insolente grosería. E insolente y grosero anduvo el fraile, predicando al rey durante dos horas lo pecaminoso y escandaloso que sería su casamiento, lo inútil porque era incapaz de consumarle, y lo peligroso porque bien podría la señora reina dar al trono herederos cuya legitimidad hubiera de negarse.
Como D. Cristóbal de Moura se opuso, aunque en balde, al impolítico sermón de fray Hernando del Castillo, bien se puede afirmar que en dicha ocasión, así como en algunas otras, venció en prudencia a su augusto amo.
Es singular, a mi ver, la patente superioridad del pueblo, en la época del mayor valer de España, sobre los príncipes que dirigieron sus destinos, salvo los Reyes Católicos. Bien supieron éstos con mano de hierro dominar la anarquía, aunar las fuerzas de la nación y dirigirlas y ordenarlas todas a su mayor engrandecimiento. En aquella labor se emplean sirviéndoles, varones eminentísimos en las artes de la paz y de la guerra: grandes capitanes, aventureros audaces, navegantes y misioneros, astutos hombres de Estado, sabios jurisconsultos y teólogos; y, por último, para que la elegante brillantez corriese parejas con el encumbramiento político, gloriosos y fecundos poetas e inspirados artistas.
El fermento de decadencia y corrupción, antes que en el pueblo, apareció en la dinastía. En la dinastía casi desde el principio se advierte. La locura, poetizada y llamada de amor en la reina Doña Juana, se diría que como afección nerviosa, más o menos latente, se transmite por herencia a casi todos los individuos de la familia, hasta que se manifiesta por último con todo el carácter de notoria imbecilidad en el rey Don Carlos II. Por muy simpáticos, heroicos o virtuosos que sean algunos personajes, siempre se trasluce en ellos algo, y a veces mucho, de insano y desequilibrado. El príncipe Don Carlos y el rey don Sebastián se parecen en esto, como buenos primos hermanos. La misma princesa, madre de Don Sebastián, tiene no poco de extraño y de misterioso. Hermosa y apasionada mujer hubo de ser sin duda cuando inspiró amor tan ardiente al príncipe su marido, que a separarse de ella prefirió la muerte. Contra el parecer de los médicos, murió el príncipe en los brazos de Doña Juana. Y sin embargo, esta señora era tan austera y esquiva, que no consentía que le vieran ni el rostro. Tapado le tenía cuando daba audiencia como gobernadora del reino, hallándose ausente su hermano Don Felipe II. A veces como dudase alguien de que hablaba con ella, se descubría con rapidez, preguntaba si era la princesa Doña Juana, y no bien contestaban que sí, volvía a taparse.
Tal vez el que tuvo menos rarezas entre todos los príncipes de aquella familia, el más juicioso y razonable, el que más amó a su patria y el que procuró su grandeza con mayor tenacidad, consecuencia y estudio fue el rey Don Felipe. Ya que no por el rápido vuelo de la inteligencia y por la pronta energía de la voluntad, Felipe II es digno de aplauso por la constante solicitud con que mira al bien de su pueblo. Lejos de creerle yo hipócrita, le creo convencido con perfecta buena fe de que era el representante de Dios sobre la tierra y de que el nuevo pueblo de Dios era el de España. Considerándose Don Felipe encargado de cumplir la misión civilizadora de este pueblo, fue el campeón de la Iglesia católica, y bajo sus auspicios, desplegando hasta mayor generosidad que con España con los países sometidos, ya el mismo monarca, ya sus vasallos imitándole, protegieron las ciencias y las artes, erigieron monumentos, fundaron templos, palacios y establecimientos piadosos y favorecieron, en vez de reprimir, todo progreso, toda mejora material y toda teoría o sistema científico o filosófico que no se opusiese al dogma revelado, oposición entonces harto menos frecuente que en el día. Porque en el día el mismo empeño con que muchos se valen de la ciencia como de arma para combatir la fe, vuelve sobrado recelosos a los que son de la fe defensores y se diría que centuplican sus catorce artículos.
Ello es lo cierto que con aplicación y estudio sería fácil demostrar que en el siglo xvi apenas hubo audacia científica o filosófica, condenada en otras naciones, que a pesar de la Inquisición no hallase acogida entre nosotros: sistemas de Copérnico y de Galileo, transformación de las especies, generación espontánea, seres racionales distintos de la prole de Adán y de los ángeles, y en suma, cuanto a un escritor o pensador se le ocurriese soñar, probar o dar por demostrado, como no transcendiera a judaizante, morisco, luterano o calvinista. La ulterior decadencia intelectual de España no nace, pues, de la compresión del pensamiento por los inquisidores. Otras causas tuvo. Su investigación es ardua y prolija.
Incurriendo nosotros en la misma falta, que si no censuramos, reparamos en el libro del Sr. Danvila, vamos hablando de todo en estos artículos y a D. Cristóbal de Moura nos le dejamos olvidado. Volvamos a él y recordémosle.
Después de su campaña diplomática en Portugal, D. Cristóbal, colmado de honores y mercedes, llega a la cumbre del crédito y del valimiento cerca de su soberano. Para sostenerse en tan envidiada posición, no le valieron sólo su discreción y rara aptitud en los negocios, sino también su celo, su decidida lealtad y su profunda y sincera devoción al príncipe a quien servía. Nunca dieron mayor razón de sí ni brillaron tanto estas prendas como durante la última, lenta y penosa enfermedad del mencionado rey, a quien asistió D. Cristóbal, desvelado y solícito, hasta el instante de su muerte. Menester fue, sin duda, que D. Cristóbal tuviese salud de bronce, voluntad firme y extraordinario vigor de alma y de cuerpo para resistir la fatiga, dominar el asco y no amilanarse ante el horror de la espantosa escena que presenció y en que tomó parte durante cincuenta y tres días. En la estancia modesta, al lado del presbiterio, y desde donde pueden verse el altar mayor y el magnífico templo del Escorial, su austero fundador, atendido y cuidado por D. Cristóbal, pasó los referidos cincuenta y tres días en martirio tan cruel, que apenas parecía posible que pudieran resistirle fuerzas humanas. La entereza pasmosa con que sufrió el rey sus males y la nunca turbada y serena majestad que conservó en medio de ellos, exceden a la capacidad de la más acendrada virtud estoica. El mismo Job queda eclipsado por el rey Don Felipe. Jamás hubo de exclamar éste, como el piadoso varón de Hus: perezca el día en que nací y la noche en que se dijo: concebido ha sido un hombre. El rey, sin embargo, padeció tanto o más que el patriarca de Oriente. Su fe y su esperanza le sostuvieron. Bien puede asegurarse que el rey creyó que tanto tormento fue prueba y no castigo: no anticipado infierno o purgatorio, sino crisol candente del oro de sus virtudes. No se me ocurre que al rey le remordiese la conciencia pensando en los que había hecho morir por razón de Estado, en cumplimiento de un deber y para bien de la religión, de la patria y del humano linaje. Ni menos le remordería la conciencia por haber excitado con sus consejos y amonestaciones a la matanza de la noche de San Bartolomé, ni por haberse holgado de ella extremadamente, escribiendo a la reina Catalina: ¡bien ha mostrado Vuestra Majestad lo que tenía en su cristiano pecho! Sólo se explica la serena majestad del rey en aquel duro y largo trance por el claro convencimiento que de su dignidad tenía, sin que pudiera menoscabarla ningún dolor ni ninguna miseria, y por su conformidad perfecta con la voluntad de Dios, conformidad que en cierto modo endiosa el alma de quien la adquiere, convirtiendo las más acerbas penas y la más lastimosa humillación en deleite y en gloria.
Todo el cuerpo del rey, donde la hinchazón de los tumores no le deformaba, era sólo huesos y piel cubierta de llagas. Los tumores se vaciaban por varias abiertas bocas que arrojaban pus hediondo. El muladar de Job había sido más limpio que el lecho inmundo del señor absoluto del mayor imperio que hasta entonces había habido sobre la tierra. Con la húmeda podredumbre de las úlceras, se pegaba a las sábanas el cuerpo del rey. Asquerosos insectos parásitos devoraban en vida su carne, y corrían bullendo por toda ella. Hedor insufrible llenaba aquel recinto. Cirios encendidos patentizaban su lobreguez y su tristeza. Le santificaban las más preciadas reliquias que para consuelo del rey se habían traído. Y el ataúd abierto, que aguardaba para recibir al rey, estaba allí junto a su cama para que el rey le contemplase.
Tremendos son los pormenores de aquella lenta agonía, relatados por el Sr. Danvila, así como por Cabrera de Córdoba y por otros historiadores. Baste aquí lo expuesto en resumen.
D. Cristóbal de Moura, hasta que el rey exhaló su último suspiro, gozó de su plena confianza. En su poder estaba la llave del escritorio donde se guardaban los más íntimos y secretos papeles. Lamenta el Sr. Danvila que D. Cristóbal quemase muchos por orden del monarca. Yo, harto menos curioso, en vez de lamentarlo, me alegro de ello. ¿Para qué queremos saber más de lo que ya se sabe?
El concepto que de Felipe II podemos formar, entiendo yo que por muchos otros papeles que se hubiesen conservado y que descubriésemos y estudiásemos, no cambiaría en lo más mínimo. Sus admiradores exageran en demasía sus talentos y su aptitud política. Y en demasía también sus enemigos ponderan sus maldades. No pocas de ellas, cuando no absueltas, aparecen atenuadas por los sentimientos e ideas de aquella edad en que la razón de Estado propendía a justificarlo todo. Porque siendo la moral harto menos dulce que hoy y menor el respeto a la individualidad humana, los llamados a dirigir los pueblos se creían realmente señores de vidas y haciendas. El fin, más que hoy, justificaba entonces los medios. En el pensamiento de los hombres de aquella edad el éxito lo justificaba todo. Menester era, pongamos por caso, de la pasión patriótica de Góngora cuando cantó la Invencible Armada, para que llamase a Isabel de Inglaterra
Reina no, sino loba
libidinosa y fiera.
Los que escribían en prosa, sin prevención y con la franqueza del sigilo, no condenaban a Isabel por loba, sino que la admiraban como gran reina. D. Juan de Silva, en una carta política dirigida a D. Cristóbal de Moura, habla así de aquella digna rival de Felipe II: «Los cuarenta y dos años que la reina de Inglaterra ha gastado en servicio del mundo, serán en su género la cosa más notable que se halle escrita, porque no teniendo más ayuda que la de nuestros pecados, y la de su consejo, ha salido con hacerse amar y temer en su reino más que todos sus predecesores. Ha ayudado como le ha placido y convenido a los enemigos de Francia y España, reinando en la mar como en la isla, cortando cuantas cabezas le podían dar estorbo, y la de otra reina entre ellas, paseando con sus navíos el mundo a la redonda y bailando y danzando como si no hubiera tenido que hacer.
En todo este elogio, no hay la menor censura sobre la moral de la reina, sino profunda admiración al buen éxito de sus empresas: envidia casi, no porque Felipe II hubiera sido más cruel y más tirano, sino porque fue menos hábil.
La vida de D. Cristóbal de Moura, y por consiguiente, el libro del Sr. Danvila, se extienden aun algunos años por el reinado de Felipe III.
No se me alcanza bien por qué el Sr. Danvila se inclina a mostrar a D. Cristóbal harto caído y desatendido por el nuevo monarca. Natural era que hubiese entonces turnos pacíficos, como los hay ahora, aunque durando muchísimo más cada vuelta. Natural era también que el nuevo rey tuviese nuevo privado, pero nunca con mayor exaltación y reconocimiento de méritos que D. Cristóbal cayó nadie de la privanza. Los favores regios vinieron sobre él en aumento de su estado y de su casa. Don Cristóbal fue, por último, el primer virrey que Portugal tuvo, a despecho y con envidia de príncipes y de grandes señores que hubieran querido serlo. En todo lo cual, si supo don Cristóbal desplegar las más raras dotes de talento y de carácter para sostener su crédito y su importancia, no debe negarse tampoco que Felipe III y su valido el duque de Lerma fueron consecuentes y estuvieron acertados.
Prolijo sería exponer aquí en compendio los actos de D. Cristóbal en el virreinato y los demás sucesos de su vida hasta que llegó a su término, y con ella el libro del Sr. Danvila.
Libro es este de grandísimo interés, rico en noticias curiosas y en nuevos datos y de muy envidiable lucimiento, no ya sólo para quien empieza a escribir de historia y es muy joven, sino para el más curtido y avezado en este linaje de estudios.
No tiene la falta, sino la sobra, en moda hoy; moda de la que parece imposible prescindir para componer una mera biografía. Por eso suele ponerse en la portada de esta clase de libros, aunque el Sr. Danvila no lo ponga, como aditamento al nombre del héroe y completando el título, ora y su tiempo, ora y su siglo, aunque ni el tiempo ni el siglo quedase muy descabalado o muy inexplicado si el héroe mentalmente se suprimiera.
De todos modos, el libro del Sr. Danvila, calificado como se quiera el género a que pertenece, es desde luego muy importante trabajo, y cierta y brillante promesa además de otros sazonados frutos que el ingenio y la laboriosidad del autor han de producir en adelante.
I
Mi querido amigo y tocayo el conde de las Navas, ha publicado recientemente con el mismo título que damos a estos artículos, un libro, tan ameno como erudito, sobre la historia del toreo.
En más de seiscientas páginas que el libro contiene, entiendo yo que está dicho cuanto en pro y en contra de la tauromaquia puede decirse, y que está contado por estilo muy elegante y ligero cuanto al ejercicio del mencionado arte se refiere, desde sus orígenes, que van a perderse en la noche de los tiempos, hasta el día de hoy, en que sigue floreciente y en auge, sin que necesite ni pida regeneración, como otras artes, cosas y personas.
Casi imposible, al menos para mí, que me considero incapaz de tamaña empresa, sería exponer aquí en resumen, con claridad y orden, lo más importante y sustancial del libro mencionado. Baste afirmar que el señor conde ha apurado la materia y ha logrado componer una verdadera enciclopedia taurina. Nada se le queda por investigar, aclarar, contar y discutir sobre las corridas de toros, desde que empezaron en España, tal vez antes de la fundación de Cádiz y de la venida de Hércules fenicio, que erigió sus columnas, no sé si en Calpe, o en Avila, o en ambos cerros.
No hay personaje histórico que haya toreado de quien no nos hable el señor conde. Hasta Francisco Pizarro, conquistador del Perú, y hasta el muy glorioso emperador Carlos V, resultan toreros.
Las fiestas reales, en que con mayor o menor lucimiento se han lidiado toros para solemnizar algún suceso fausto y aumentar el regocijo público, están mencionadas en el libro del señor conde con escrupulosidad y con prueba de documentes fehacientes, desde las que hubo en el año de 1144 en León para celebrar las bodas de doña Urraca, hija del rey Alfonso VII, hasta las que hubo en Sevilla en 1877 para obsequiar al rey D. Alfonso XII.
Demostrado con toda evidencia deja el señor conde que el espectáculo más nacional en España es el de las corridas de toros. Demuestra además con gracia, discreción y abundante copia de razones que las tales corridas no son feroces, ni inmorales, ni merecedoras de la censura acerba que no pocos sujetos autorizados y varios escritores de nota han lanzado contra ellas en épocas distintas. Los que más se han señalado y extremado en el siglo presente por su reprobación de los toros han sido el ilustre don Gaspar Melchor de Jovellanos y el ingenioso poeta y marino don José Vargas Ponce, y recientemente D. Luis Vidart y el marqués de San Carlos. Contra todos ellos combate valerosamente el conde de las Navas, y logra, en mi sentir, completa victoria.
Como quiera que sea, así los partidarios como los enemigos de las corridas de toros, no podrán menos de deleitarse y de instruirse con la lectura del libro de que aquí damos cuenta. Toda persona de buen gusto y aficionada a saber, si no se convence leyendo este libro, se divertirá de seguro y adquirirá multitud de curiosas y peregrinas noticias, sin sentir nunca cansancio ni hastío. Esta es la mayor alabanza que podemos dar y que damos con sinceridad y satisfacción a la flamante obra del conde de las Navas, muy conocido y celebrado ya en la república literaria, así por otros trabajos de erudición como por sus cuentos y novelas.
Otra alabanza, no obstante, merece también el libro del señor conde, que yo consignaría aquí aunque no quisiera, ya que la calidad envidiable que en el libro alabo me sirve de fundamento para cuanto voy a decir, y aun para mucho que yo diría y que me callo, receloso de fatigar a los lectores.
El libro del señor conde de las Navas es muy sugestivo. ¿Quién, al leerle o después de haberle leído, no siente invencible deseo de hacer examen de conciencia sobre el punto capital que el libro trata, de declarar con franqueza si condena o aplaude las corridas de toros y de exponer los argumentos en que se apoya su reprobación o su aplauso?
Dejándome yo arrebatar por el antedicho deseo, voy a consignar aquí mi opinión, aunque nadie me la pida, interviniendo en la disputa, con independiente juicio y sin previa inclinación de ningún lado.
¿Las corridas de toros pecan gravemente contra la filantropía o dígase contra el afecto y el respeto que todo ser humano debe inspirarnos? Tal es la primera cuestión. La respuesta es clara, pero no puede darse sin distingos. Sin distingos no cabe duda que se debe condenar una fiesta en la que para divertirnos exponen su vida unos cuantos prójimos nuestros. Pero cuando se considera que hay otra multitud de fiestas en que las vidas de nuestros prójimos se exponen más aún, no podemos menos de considerar inocentes, o si se quiere poco nocentes las corridas de toros. No aventura menos que el torero el domador de leones o de tigres, que entra en la jaula en que ellos están, los fascina con su mirada y los doma y amedrenta a latigazos.
El acróbata que en lo más alto del circo, salta de un trapecio a otro trapecio, queda pendiente de un pie sin otro asidero, y vence aun mayores dificultades y arrostra mayores peligros, a mi ver arriesga la vida, más aún que el que se lanza a la arena del circo, sereno, ágil y fiado en su arte, a luchar con el toro más bravo. Y todavía es menos filantrópico el arte del titiritero que el del lidiador de toros, si se piensa en la educación con que cada cual es menester que se prepare. La gimnasia del torero es sana: no tuerce ni violenta la naturaleza. Basta con que los pies sean ligeros, el cuerpo flexible, la vista perspicaz y diestro y robusto el brazo. En ninguna de estas condiciones se requiere nada que raye en lo anormal o en lo monstruoso: que exponga al que procura adquirirlas a la dislocación o a la rotura de los órganos y aparatos de su cuerpo, a fuerza de querer darles empleo contrario al que naturalmente tienen. Los descoyuntados, los que se tuercen y doblan de manera insólita, los que alzan con los dientes enormes pesos y hacen otras habilidades por el mismo estilo, aunque nos maravillen, repugnan por lo antinatural del ejercicio y más aún por la perversa preparación que el ejercicio presupone, y en la cual es probable que hayan sucumbido no pocos antes de llegar a ser maestros y de poder lucirse.
El pugilato o riña a puñadas entre dos o más hombres es espectáculo muy frecuente aun en Inglaterra y en los Estados Unidos, y del que mucho gustan ingleses y angloamericanos. En estas riñas los espectadores se apasionan por uno de los dos combatientes, juegan y apuestan dinero. No hay para qué ponderar cuanto menos humanas son estas riñas que las corridas de toros. En las corridas, de cada cien veces, una a lo más, saldrá un hombre herido o muerto, pero en el combate a puñetazos no se concibe que queden nunca ilesos los campeones, uno de ellos al menos saldrá con las narices rotas, con un ojo destrozado o hinchado, o con tales contusiones en el pecho que le lastimen las entrañas y le hagan vomitar sangre o le causen la muerte. Dignas de la epopeya son tales luchas, pero no se puede negar que son brutales y harto impropias de la civilizada y filantrópica edad en que vivimos. Bien están en la Iliada los juegos que celebra Aquiles en honor de Patroclo y la lucha del hijo de Panopes con el gentil Eurialo, a quien sus amigos retiran de la arena vencido, arrastrando
el mísero los pies, y de la boca
sangre arrojando turbia. Sobre el hombro
la cabeza caída, y delirante.
No muy inferior belleza épica tiene el canto del poeta ruso Lermontoff, donde se refiere la lucha, en presencia de Ivan el Terrible, del joven mercader que mata a puñadas al guardia favorito del Czar. Pero todo esto, que es agradable y bello y no disuena contado en una narración de tiempos antiguos, o de pueblos semibárbaros, es abominable e impío en el siglo presente. En su comparación, la más sangrienta corrida de toros es menos cruel, y menos peligrosa para el hombre que muchos juegos y ejercicios, como la caza de leones, osos y tigres y hasta como las mismas carreras de caballos, donde tal vez los jockeys están más expuestos que los toreros y pueden reventarse o romperse la nuca.
En otro concepto, en el que podemos llamar ortopédico, lejos de ser censurable el ejercicio del toreo, es más digno de recomendación que casi todos los otros ejercicios varoniles, porque no deforma el cuerpo o desarrolla algunas de sus partes a expensas de otras, como la danza, que suele enflaquecer los brazos y desenvolver demasiado las piernas, sino que propende a robustecer por igual todo el cuerpo humano, prestándole vigor, ligereza y gallardía.
En un buen torero es casi indispensable condición cierta proporcionada harmonía de los miembros, cierta vigorosa y elegante esbeltez, mientras que un jockey, por ejemplo, puede ser feo como un mico, patizambo, y giboso y hasta conviene que sea ruin y desmedrado a fin de que no pese mucho.
La hermosura varonil del torero puede y debe ejercer influencia benéfica en el ánimo de la muchedumbre, en quien un inveterado espiritualismo ascético y después otras varias causas han hecho que se descuiden por demás en España el esmero y cuidado del cuerpo. Nuestra clase media le atiende y le ejercita poco. Todavía es de maravillar cómo los individuos que a ella pertenecen no están más enclenques y decaídos, mereciendo el apodo de D. Pereciendo o de D. Líquido con que suele motejarlos la baja plebe. El gallardo tipo del torero debe estimularlos con emulación. Bien lo da a entender el poeta cuando dice en elogio del insigne Pedro Romero:
Das a las tiernas damas mil cuidados,
y envidia a sus amantes.
Vale, por último, la tauromaquia para conservar ciertos usos y costumbres muy útiles que sin tauromaquia acaso se hubieran ya perdido. Agradecidos debemos estar al arte de Pepe-Hillo y de Montes, aunque no sea más que porque contribuye a que sigan poniéndose mantilla las mujeres. El sombrerete y otras modas de París lo invaden todo, y nada, a mi ver es más contrario a la regeneración que tanto anhelamos hoy.
Las tales modas, singularmente en nuestra pobre e inferior clase media, ejercen el más funesto y deletéreo influjo. A un empleado, pongamos por caso, que tiene tres o cuatro mil pesetas de sueldo anual, y es padre dichoso de dos o tres niñas, que gastan sombrerete y otros primores parisinos, ¿qué le queda para pagar la comida y el alquiler de la casa si han de ir las niñas medianamente emperegiladas? Y es todo ello más digno de notar y más lastimoso, si se atiende a que los tales perejiles cuestan en España doble o triple que en otras tierras. Porque aquí tenemos que pagarlo doble o triple a fin de proteger la industria o la producción nacional.
Bien podemos decir, aunque sea entre paréntesis, y por vía de desahogo, que restando de lo que pagamos por ciertos artículos, el exceso que se paga para proteger la industria nacional, tal vez resulte que con este exceso, salga la tal industria, más asalariada por el Estado, que cualquiera otra función u oficio público, y que, con lo que nos cuesta, pudiéramos sostener todos los empleados que hay en Madrid, y dar su paga íntegra a los generales, aunque pasen de setecientos.
Creo, pues, que convendría volver a las mantillas y abandonar los sombreretes y demás primores parisinos. Yo gusto del lujo. ¿Quién no gusta del lujo como no sea un asceta o un esparciata? Pero el lujo no debe ser a expensas de la alimentación. La cocina nacional, que sin duda hubo de estar floreciente y adelantada en el siglo XV, como lo atestiguan D. Enrique de Villena y Ruperto de Nola, ha venido a caer en espantosa decadencia en el siglo XVII por el beaterio, penitente y devoto, y en el día por la afición y prurito de gastarlo todo en trapos transpirenaicos. Con razón exclamaba un elocuentísimo y famoso orador español, no sin suspirar y verter lágrimas: ¡yo no como, yo me alimento! Nuestra cocina... esa sí que está degenerada. Y así por lo poco apetitosos que son los platos, como por lo mucho que hay que gastar en el lujoso aparato exterior, es lo cierto que suele comerse poco y mal, por donde la anemia y la cacoquimia son las enfermedades más comunes de ahora. La esplendidez y el regalo sibaríticos de los toreros, manteniendo y haciendo florecer colmados, figones y tiendas de andaluces y de montañeses, pone ya y seguirá poniendo a este mal oportuno reparo y castizo remedio.
Por todas las razones que dejo expuestas me atrevo yo a decir que las corridas de toros sobre ser filantrópicas, son patrióticas y regeneradoras, y que, por lo tanto, deben ser aprobadas y hasta celebradas y fomentadas.
Veamos ahora si las condena y si justamente las anatematiza la piedad que debe inspirarnos todo ser viviente, sensible al dolor, aunque no sea racional como nosotros. Pero este asunto es tan vasto que requiere artículo aparte, aunque discurramos sobre él y tratemos de dilucidarle con rapidez compendiosa.
II
¿Qué opinión tendrá de las corridas de toros la Sociedad protectora de los animales, sociedad existente hoy en todos los países civilizados? La tal opinión de seguro ha de ser muy mala; ¿pero será lógico el razonamiento en que se funde? Me parece que no, y procuraré demostrarlo.
Rechacemos la doctrina de Gómez Pereira y de Descartes, quienes acaso intentaban disculpar con ella la voracidad y la crueldad de los hombres, que sin chispa de compasión comen vacas, carneros, cerdos, perdices y otros muchos seres animados, vivíparos y ovíparos. No incurriré yo tampoco en el contrario parecer, atribuyendo a los animales alma semejante a la nuestra, lo cual huele a herejía, o suponiendo, y esto es peor, que trasmigran las almas humanas, y se cuelan, viven y funcionan en diversa clase de bichos.
Lo discreto, a mi ver, es colocarnos en un justo medio. Sin meternos en honduras, sin investigar qué es espíritu y qué es materia, cosas ambas en lo sustancial igualmente desconocidas, no queremos ni podemos negar cierta dosis de entendimiento y bastante sensibilidad a los brutos que harto saben dónde y cómo les duele y se quejan y lo deploran a su modo. El dolor en ellos ha de asemejarse no poco al dolor en nosotros, por donde es justo que los compadezcamos y que si no les tenemos compasión se nos acuse de dureza de entrañas.
No poco he leído yo en El ente dilucidado del padre Fuente la Peña, y en El gobierno general, moral y político hallado en las fieras, etc., del reverendo padre Valdecebro, sobre las virtudes e inteligencias de los brutos, y más he leído aún en autores novísimos, sabios y poetas, entre los que se distinguen el doctor Jonatas Franklin y el novelista Mery por las habilidades, honradez y talento que atribuye a un elefante en su novela El paraíso terrestre.
Sin ponderar tanto las prendas casi personales de no pocas aves y cuadrúpedos, menester es confesar que el elefante es pudoroso y muy aficionado a la música; el perro fiel; paciente el buey, agradecido el león y muy listos algunos monos. No recuerdo yo dónde he leído, pero sí que he leído, de un mono que jugaba muy bien al ajedrez y que casi siempre ganaba. En suma, los animales no son máquinas, sino que tienen alma, aunque no sea inmortal, sino perecedera, y piensan y discurren, y sobre todo sienten y padecen, que es lo que importa afirmar aquí. Al matarlos, pues, para comérnoslos, no procedemos con ellos amable y generosamente. La Sociedad protectora de los animales, para ser lógica en su conducta, debía tratar de que fuese herbívoro el linaje humano.
Los indios, mil veces más compasivos que nosotros en este particular, dicen que se abstienen de comer carne, sin que haya bula entre ellos que los habilite para comerla. Muy celebrados son su piedad y su afecto a todo ser viviente. Del rey Usinar cuenta la leyenda que vino una paloma a pedirle amparo contra el gavilán que la perseguía. El rey quiso ampararla y amonestó al gavilán para que no la devorase. Contestó el gavilán que la naturaleza había dispuesto que él se alimentase de carne y había creado las palomas para que los gavilanes las devoraran. Sólo consintió el gavilán en perdonar a la paloma la vida, si el rey le daba de su propia carne cantidad igual en peso al peso de la paloma. Aceptó el rey el convenio y empezó a cortar pedazos de su carne y a ponerlos en una balanza, en uno de cuyos platillos estaba ya la paloma. Pero por más que el rey se despedazaba, nunca igualaba el peso del ave. El gavilán y la paloma eran nada menos que Indra y Agni, poderosísimos dioses, que habían querido demostrar y habían demostrado la inmensa piedad del rey y tal vez lo inútil e inconducente de su sacrificio, ya que por ley natural e ineludible en este bajo mundo nos devoramos unos a otros, y la muerte en unos es en otros principio y causa de vida.
Yo me alegraría de que el sacrificio del rey Usinar hubiera tenido mejor resultado, pero como no le tuvo, los hombres siguen siendo peor que los gavilanes y se comen sin escrúpulo cuanto de vivo cogen por delante y les parece suculento y apetitoso.
El mundo está convertido por nuestra gula en una carnicería. ¡Y de qué medios tan traidores no nos valemos para matar a los que nos comemos después! ¿Hay nada más abominable que atraer con reclamo a las aves para que acudan movidas por el amor, y en vez del amor hallen la muerte?
No quiero describir aquí con todos sus pormenores la infame matanza del cerdo, como yo la he presenciado en mi lugar siendo niño todavía: aquel río de sangre brotando con ímpetu de la herida garganta y cayendo en un lebrillo, donde una robusta moza le agitaba para que no se cuajase; la más gentil zagala se entretenía en menear el rabo al cerdo para que se desangrase mejor, y el cerdo daba roncos, lastimeros y desgarradores gruñidos. ¿No sería posible valerse del cloroformo o de otro eficaz anestésico para ejecutar tan cruenta operación sin que la víctima padeciese? ¡Quién sabe! Acaso el dolor penetre en los átomos de la materia y los haga sabrosos, así como el dolor cuando penetra en el espíritu le purifica, le acendra y le presta bondad, hermosura y merecimientos que nunca sin el dolor alcanzaría. No deberíamos entonces decir como Epícteto: ¡oh dolor! nunca confesaré que eres un mal; sino ¡oh dolor! tú eres un bien y el crisol de las mayores excelencias y virtudes.
Cada cual dirá lo que se le antoje. Lo que todos tendrán que decir, sin discrepancia, es que dar muerte en buena lid y en ancho circo a seis o siete toros bravos es mucho menos cruel que matar a una perdiz atrayéndola con reclamo o que matar a un cerdo o a un pollo.
Se me objetará que esto último no se hace por diversión, sino por necesidad o por casi necesidad de alimentarnos.
Concedámoslo. ¿Pero no nos divertimos más cruelmente que con los toros con otros animales? ¿Las riñas de gallos son menos feroces que la tauromaquia? ¿En algunos países de Oriente no se deleitan los ociosos en echar a pelear, en cierta mesita redonda que sirve de circo, a dos escarabajos de muy belicosa condición que por allí se crían?
Una de las declamaciones más hipócritamente sentimentales que se hacen contra las corridas de toros estriba en ponderar lo útil que es el toro para la agricultura y su mansedumbre y sufrimientos en el trabajo; pero los declamadores hipócritas olvidan o aparentan olvidar el método nefando de que el hombre tiránico se vale para infundir en el toro la tan decantada mansedumbre convirtiéndole en buey. Esta es una de las más abominables maldades que comete el hombre, no sólo con los toros, sino con otros muchos seres sensibles.
¿A quién debe detestar más la Sociedad protectora de los animales, a un torero de Córdoba, de Ronda o de Sevilla que mata al toro caballerescamente,
Cara a cara y con razón,
como Sancho Ortiz a Bustos Tavera, o a cualquiera de esos pícaros franceses, que pasan los Pirineos para ejercer en España sus traicioneras habilidades, y vienen pitando con son más medroso que el de la flauta de Pan, y estremeciendo de miedo a toda criatura masculina? ¿Cómo la referida Sociedad protectora nada dice contra estos asesinos de lo que está por venir y se desata en injurias contra el torero que mata en buena lid y a un individuo solo?
Recuerdo que allá en mi niñez y en mi lugar y casa, había una sirvienta llamada Frasquita. Era natural de Torbiscón o de Cártama, porque de esto no estoy muy seguro, aunque por dicha importa poco. Frasquita era linda y graciosa, aunque pasaba ya de treinta años y había tenido mil desilusiones y pesares. Un criado gallego había hecho con ella el papel de Jason, dejándola el pérfido en abandono y trasponiendo no sé si a Montevideo o a Buenos Aires. No imitó Frasquita a Medea: no mató a sus hijos, sino los crió con esmero y cariño. Yo sospecho, sin embargo, que ella, también como la hija de Minos,
Indomitos in corde gerens Ariadna furores,
concibió desmedido aborrecimiento, no a un individuo solo, sino a todo el género masculino. Ora sea por esto, ora sea por la rara disposición que ella tenía, lo cierto es que Frasquita hacía prodigios en el vasto corral que teníamos en casa poblado de pollos.
Aunque poco cuidada, Frasquita tenía la más bien formada mano que puede imaginarse. Sus dedos fusiformes darían envidia a la más empingorotada Princesa. Y de estos dedos, el índice y el del medio de su ominosa diestra eran como truculentos alicates, que penetraban por una pequeña incisión y arrancaban a los volátiles lo que no es decible, con rapidez inaudita. Los volátiles engordaban luego que era un contento y yo me complacía en comerlos; pero el espectáculo previo, causa de la gordura, me afligía bastante. Todavía al pensar en aquello, suelo exclamar con el poeta:
Labitur ex oculis nunc quoque gutta meis.
Dígaseme ahora con sinceridad si aquellos dos dedos de Frasquita no eran más fieros y traidoramente destructores que todos los rejones, banderillas, garrochas y espadas que contra los toros se esgrimen.
Pero algo hay aún, mil veces más abominable y tremendo: el método de que, según he oído contar, se vale el hombre para producir el hígado gordo de ganso. ¿Cabe mayor infamia que la de crear artificialmente una enfermedad para deleitarnos luego comiéndonos el resultado? El poeta Marcial aseguraba ya que en su tiempo se hacía crecer tanto el hígado que venía a ser tan grande como el ganso todo.
Adspice, quam tumeat magno jecur ansere majus,
Miratus, dices: hoc, rogo, crevit ubi?
¿Qué diabluras, qué perradas, qué judiadas no se harán con el ganso, para que el hígado le crezca con tan estupenda hipertrofia? Los franceses tienen alguna disculpa, ya que puede decirse que al tratar así a los gansos, se vengan de ellos, porque graznando, dieron la voz de alarma e impidieron a los galos que se apoderasen del Capitolio: pero los romanos, a quienes los gansos salvaron, no tuvieron perdón de Dios, cuando mucho antes que los franceses martirizaron a los gansos para hacer el jecur anseris, que hoy llamamos foie gras. Delicioso manjar es por cierto, pero yo declaro que todo el que se regala comiéndole sin escrúpulo de conciencia, no tiene derecho para maldecir de las corridas de toros. Y yo sé de buena tinta que los señores marqués de San Carlos y D. Luis Vidart gustaban del foie gras y le comían a menudo.
La atroz conducta del hombre con los animales, lejos de ser un atraso, puede y debe considerarse como un progreso, si nos apoyamos en la sentencia de Don Hermógenes, de que todo es relativo. Quiero yo significar con esto, que no hay crueldad ni horror de cuantos el hombre hace con seres animados irracionales que no haya hecho o haga con sus semejantes cuando no tiene animales silvestres o domésticos de qué valerse. En todo país, como por ejemplo, en la América precolombina, salvo el Perú, cuando no había bestias de carga, el hombre convertía en bestia de carga al hombre. Y cuando la caza no daba suficiente provisión de carne, y no había carneros, bueyes y cerdos que matar, el hombre muy candorosamente, ya con el pretexto de sacrificar a sus ídolos, ya sin pretexto alguno, solía adoptar la mala costumbre de matar a otros hombres y de comérselos luego.
Comparado, pues, con las corridas de toros todo cuanto hemos dicho a escape y desordenadamente sobre la ferocidad humana, así en la edad antigua como en la moderna, lícito es inferir y afirmar que las tales corridas distan mucho de ser un signo de barbarie en el pueblo que se complace en ellas, y que hay sobrada hipocresía, o por lo menos afán de mostrar un sentimiento refinado en censurarlas y condenarlas resueltamente.
Prescindamos, no obstante, de comparaciones. No digamos, como D. Hermógenes, que todo es relativo. Y sin exageración veamos lo que se debe sentir, pensar y afirmar de las corridas de toros, no en otro siglo, sino en el nuestro, y no en remotos países, sino en la culta y cristiana Europa, de que forma parte nuestra España.
Tal vez hay mucho de chiste y de broma en cuanto se alega en favor de las corridas de toros en el precioso libro del señor conde de las Navas. Tal vez en el bellísimo prólogo del mencionado libro, escrito por D. Luis Carmena y Millán, cuya autoridad en tauromaquia es indiscutible y casi infalible, se trasluzca también algo de burla y de ironía. Yo mismo me he dejado dominar del buen humor y he desechado mi natural seriedad al escribir estos artículos.
Tratado seriamente el asunto, alguna razón, aunque no por completo, tendremos que dar al doctor Morgades, obispo de Barcelona, y a la asociación que en aquella ciudad se está formando para oponerse a las corridas de toros.
Yo me limitaré a decir, aunque se me tilde de poco patriótico, que prefiero el toreo portugués al castellano. Los infelices caballos, que se van pisando las tripas, y que todavía en las ansias de la muerte, andan por el circo a fuerza de palos, que un rudo ganapán va sacudiendo sobre sus costillas, será el espectáculo más nacional de todos, pero es espectáculo feo, villano, horrible y repugnante por todo extremo. Si este martirio de los pobres jamelgos pudiera evitarse, acaso no habría que decir mucho contra las corridas de toros. Y si adoptásemos el toreo portugués, nada habría que decir sino grandes alabanzas, por ser un ejercicio ecuestre en que el caballero y el caballo igualmente se lucen.
ÚLTIMA MODA DE PARÍS
Sin pecar de jactancioso, me parece que puedo creer y decir que España, desde fines del siglo XV, y tal vez durante todo el siglo XVI, fue la primera nación del mundo. Y no sólo lo fue por su material predominio, descubrimientos, conquistas y extensión territorial de su imperio, el mayor que ha habido nunca, sino por la excelencia en las artes de la paz y de la guerra, de los ilustres varones que entonces produjo.
Nuestra decadencia fue rápida. Los autores que han procurado explicar sus causas no me satisfacen. Lejos de mí la soberbia presunción de querer enmendarles la plana. Lo único que me atreveré a indicar, no ya como causa única, sino como una de las causas de nuestra decadencia en el pensamiento, fue el habernos aislado, o bien por engreídos o bien por recelosos, de que nos inficionasen las herejías, contra las cuales combatió España gallardamente, procurando conservar o reanudar el lazo unificante de la civilización europea y el soberano espíritu que hasta entonces la había informado.
Muy decaídos ya, vinimos a dar en el extremo contrario. Nos creímos atrasadísimos y entendimos, hasta cierto punto con razón, que para salir del atraso era menester alcanzar e imitar a las naciones que se nos habían adelantado.
Largo sería, y más difícil que largo, explicar aquí cómo deben ser esta imitación y este alcance. Lo único que yo diré es que en lo científico, el imitar y el alcanzar se comprenden, porque en lo científico cabe y hay progreso; pero en lo puramente literario y artístico no se progresa nada. El progreso no trae escultor que valga más que Fidias, ni lírico mejor que Píndaro, ni trágico mejor que Sófocles, ni orador más elocuente que Demóstenes, ni poeta más inspirado y elegante que Virgilio.
Considero, pues, absurda alucinación la de creer que las artes del dibujo y de la palabra, cuyo fin es crear la belleza, vayan perfeccionándose y mejorándose con el tiempo. Antes bien, me inclino a maravillarme más por lo mismo que son menos reflexivos y artificiosos, y más inspirados y espontáneos, de los himnos de Rig Weda que de las odas de Víctor Hugo, y del Prometeo de Esquilo que de Hernani o de Lucrecia Borgia.
Traigo a cuento todo lo que va dicho, con ocasión de las Academias del Sr. D. Carlos Reyles, notable escritor uruguayo. Academia viene a ser equivalente de novela corta, y se funda este título en uno de los significados que da nuestro Diccionario a la palabra academia, y que es como sigue: figura desnuda diseñada por el modelo vivo.
En una extensa carta literaria que dirigí hará tres o cuatro meses a El Correo de España, en Buenos Aires, discurrí muy por extenso sobre la primera academia del Sr. Reyles, titulada Primitivo.
El mérito indisputable de este señor y la novedad exótica de su arte de escribir novelas me mueven a discurrir también por extenso sobre su segunda academia, titulada El Extraño, y a juzgar, por varias razones muy interesante, este estudio.
Ya se entiende que si yo no creyera en el valer literario del Sr. Reyles, nada bueno ni malo diría acerca de sus obras. Si las censuro es por creer que el autor vale, aunque anda harto extraviado.
Su extravío proviene de la ya mencionada enfermedad epidémica, nacida del menosprecio con que miramos a nuestra nación o a nuestra raza, y que se nota, por fortuna, más que en España, entre los escritores hispanoamericanos. Consiste la enfermedad en cierto candoroso y desaforado entusiasmo por la última moda de París en literatura, como si en literatura estuviesen bien las modas y como si en literatura se fuese progresando siempre, como se progresa en cirugía o en química y mecánica aplicadas a la industria.
Sin duda que, en mi sentir, nadie ha escrito hasta ahora una más hermosa novela que el Don Quijote, aunque yo no niego que podrá un día escribir alguien otra mejor novela; pero esta mejor novela no lo será porque se haya progresado, sino porque Dios o la Naturaleza, la Providencia o el Acaso, hará que nazca, en Rusia, en Suecia, en Francia, o quién sabe dónde, un novelista más ingenioso, más profundo y más ameno que Miguel de Cervantes.
De todos modos, la mejor novela que hoy se escriba, no lo será porque se funde en una estética recién descubierta, y porque se ajuste a determinados procedimientos a la última moda de París, sino que será la mejor novela por la propia, libre y tan poderosa como juiciosa inspiración de quien con entendimiento tan sano como grande acierte a escribirla.
Yo no entiendo de música e ignoro lo que podrá ocurrir en lo futuro con relación a la música; pero sobre literatura, aunque también entiendo yo poco, entiendo lo bastante para estar segurísimo de que no es dable en cierto sentido la literatura del porvenir. Se cae de su peso que la literatura, reflejo de creencias, doctrinas, costumbres y leyes, aspiraciones, temores y esperanzas de cada época, varía tan a menudo como varían todas estas cosas en el seno de la sociedad humana. En este sentido, la literatura del siglo XVIII, con relación a la del siglo XVII; fue literatura del porvenir, y la del siglo XIX lo fue con relación a la del siglo XVIII, y la del siglo XX lo será con relación a la de nuestro siglo; pero no es esta perogrullada lo que quiere expresarse cuando se habla hoy de literatura del porvenir. Lo que quiere expresarse es la aparición de escritos tan profundos y sutiles que los de Homero, Dante, Virgilio, Ariosto, Shakespeare, todos nuestros grandes dramáticos y los dramáticos griegos, en suma, cuanto hay de conocido hasta ahora y puesto en letra de molde, sea fruslería insubstancial, superficial y epidérmica, que de tal la califica el Sr. Reyles, comparado con lo que ya se va escribiendo y con lo que se escribirá en adelante, si Dios no lo remedia, ajustándose a los patrones, cánones y moldes que vienen de París, ora inventados, ora aceptados y autorizados allí, aunque vengan de Alemania, de Rusia o de Suecia.
Todavía hay en este nuevo arte literario que el Sr. Reyles sigue, algo que me choca más que la supuesta superioridad de las obras, por virtud de progresivo desarrollo. Lo que me choca más es el propósito de que las novelas, cuentos, academias o como quieran llamarse, no se han de escribir para deleitar y pasar agradablemente el tiempo con su lectura, sino para mortificar, aterrar y compungir a los lectores, como con una pesadilla tenaz y espantosa.
Y si esto fuese para hacernos aborrecer el mundo y todas sus pasiones, alborotos, pompas y vanidades, el caso tendría explicación, salvo que yo, en vez de llamar novelas a los libros que así se escribiesen, los llamaría obras ascéticas, materia predicable, homilias o libros de moral severa y adusta, como Los gritos del infierno, los Casos raros de vicios y virtudes, las Agonías del tránsito de la muerte y los Estragos de la lujuria.
Por desgracia, esta literatura a la moda no puede ser así, porque para ella la moral, si la tiene, no se funda en ninguna religión, ni en ninguna metafísica, y el vicio y la virtud vienen a ser productos tan naturales y tan inevitables como el vitriolo y el azúcar.
Tampoco me conformo con los tipos o personajes que surgen de tales doctrinas, que las profesan, y que así ellos como el autor que los ha creado, entienden que son refinadísimos, exquisitos, aristocráticos de una flamante y peregrina aristocracia, y en todo superiores a los rastreros, vulgares y timoratos burgueses.
La segunda academia del Sr. Reyles saca a la palestra y pone en acción a uno de esos disparatados seres sublimes, llamado Julio Guzmán. El autor, en mi opinión, aspira a que admiremos a su héroe; pero sólo logra que nos parezca insufrible, degollante y apestoso. Es cómica, sin que el autor lo quiera, la pretensión de hallar inauditas novedades en los refinamientos y quintas esencias con que la moderna cultura presta hechizos supremos a la lascivia.
Yo entiendo, y todo el mundo entenderá lo mismo, si bien lo recapacita, que en el vicio mencionado, así como en todos los demás, no ha habido el menor progreso desde las edades patriarcales. Lot y sus hijas, Dina y el príncipe de Siquén, los habitantes de Pentápolis, la señora de Putifar y los caballeritos dandíes y gomosos, que vivían en Bactra, en Ur o en Menfis, sabían cuanto hoy pueden saber en punto a voluptuosidades todas las ninfas de París y sus mantenedores y parroquianos. Cuando uno recuerda a Oala y a Oliba de Ezequiel, la Nana de Zola es una paloma sin hiel, es una inmaculada cordera. Y cuando uno trae a la memoria los linimentos, pomadas, aromas, afeites, mudas, untos y frotaciones, con que durante un año iban adobando a las más lindas muchachas antes de presentarlas al rey Asuero, todos los refinamientos, primores, adornos y zahumerios de que puedan valerse las más alambicadas ninfas de París, son la propia ordinariez y la más vulgar cursilonería.
Las artes cosméticas e indumentarias y todas las demás invenciones, trapacerías y mañas, provocantes y fomentadoras del erotismo, habían llegado a la perfección hace más de tres mil años y desde entonces nada han adelantado. El más curtido y experimentado en amor de todos los mozalbetes que viven en París, no podría describir con mayor exactitud que el divino Homero los medios de seducción de que se vale una mujer para engañar, enloquecer y adormecer a su marido o a su amante. Dígaseme si Juno no estaba bien industriada en todo ello, cuando para encender en deseos frenéticos el corazón de Júpiter, se puso el cinturón de Venus y subió a la cumbre del Gárgaro. Onfale hizo hilar a Hércules; Dalila cortó a Sansón los cabellos y Elena suscitó una guerra espantosa que duró diez años. A ver si estas señoras, y muchas otras de que están llenas las historias sagradas y profanas, no sabían dónde les apretaba el zapato, en cuanto se refiere al arte cuyas reglas fundamentales puso Ovidio en verso.
Pero volvamos a Julio Guzmán el extraño, y pongamos término a las divagaciones.
El suceso que presta asunto a la novela o academia, es harto frecuente en la vida real. Durante la mía, que ya no es corta, he visto yo docenas de casos parecidos: una mujer que, ya por una razón, ya por otra, casa o se propone casar con su hija, con su sobrina o con su hermana, al hombre de quien está o estuvo enamorada y con quien tiene o tuvo poco castas relaciones. Esto, aunque frecuente, es bellaquería de marca mayor, que nunca debe disculparse: pero menos disculpa tiene el arrepentirse por tan desmañada manera, que el galán a quien quiere casar su enamorada, mate a disgustos o poco menos, así a dicha enamorada como a la novia que le ha buscado. Y todo ello por exceso de amor, porque él está prendado de ambas y porque se encuentra, aunque sea innoble comparación, que suplico se me perdone, como burro entre dos piensos.
En resolución, Julio Guzmán, a quien su querida Sara se allana a casar con su hijastra Cora, se arregla de suerte que causa la infelicidad de Cora y de Sara y se queda sin la una y sin la otra. No debiera, pues, llamarse Julio Guzmán, sino Pedro Urdemalas. Lo cierto es que en esta academia de El Extraño todos son infelices. ¿Y cómo no ha de serlo el extraño, y cómo no ha de hacer infelices a cuantos le rodean y a cuantos se interesan por él, cuando es víctima de una vanidad ridícula y de las más indigestas doctrinas pesimistas, materialistas y ateístas?
Y es lo singular que, después de todas mis censuras y después del mal efecto que me produce la multitud de insufribles galicismos que hay en El Extraño, todavía persisto en ver en el autor muy notables prendas de novelista. Sólo las desluce la manera de escribir a la última moda y de imaginar que hay novedad y mejora en ello.
Hasta el desencanto, la desesperanza y el hastío que pueda tener Julio Guzmán, valen poquísimo, en comparación de los que tres mil años antes tuvo Salomón, según el Eclesiastés.
Afortunadamente, en nada malo hay novedad, ni cabe progreso. Tal vez pueda haber novedad y tal vez quepa el progreso en lo bueno. Si la literatura del porvenir así lo entendiese y así lo buscase, más razón tendría de ser y yo no me atrevería a censurarla. La censuro, porque hace lo contrario.
Aun en los tiempos en que la mente humana imaginaba divinidades tiránicas y crueles, los grandes poetas, sobreponiéndose a la desconsoladora creencia, buscaban y hallaban un final desenlace, trascendente y dichoso, para sus tragedias más horribles, dejando a la Providencia justificada y glorificada. Así Minerva ahuyenta a las Furias y devuelve a Orestes la paz del alma, y así Prometeo es libertado y salvado por el hijo mismo del dios que tan horriblemente le castigaba.
Hace ya tiempo que escribí un artículo dando cuenta al público español de las novelitas llamadas Academias, que ha escrito el literato uruguayo D. Carlos Reyles. Como yo no me complací nunca en tomar un libro insignificante o tonto para objeto de mis burlas, para decir chistes fáciles y de baja ley y para hacer el papel de dómine empleando la disciplina o la palmeta, cualquiera que me conozca comprenderá que, si hablé de las novelitas mencionadas, fue por haber encontrado en ellas verdadero mérito y por juzgarlas digno asunto de la crítica. Así lo entendió también su autor D. Carlos Reyles, y, si ha contestado a mi artículo, en El Liberal, ha sido de modo tan cortés y tan lisonjero, que me mueve a la réplica, aunque sólo sea por agradecimiento y por cortesía.
Voy, pues, a replicar al Sr. Reyles, aunque me parece harto dificultoso, porque dicho señor no defiende directamente sus obras, las cuales más bien han sido elogiadas que censuradas por mí. Lo que defiende es una determinada estética que yo en cierto modo y hasta cierto punto condeno. De aquí que para hacer los distingos indispensables y marcar bien los límites hasta donde se extiende mi condenación y las razones en que ésta se funda, necesite yo más espacio del que puede ofrecerme El Liberal y acaso más paciencia de la que presumo que han de tener sus lectores. Haré, no obstante, un esfuerzo para ser breve y para decirlo todo en cifra y resumen, aunque sea con mengua de lo explícito y de lo claro que anhelo ser siempre en mis escritos.
En literatura no hay modas de París, como en trajes y adornos de señoras, y tampoco hay progreso en literatura como en química, cirugía o mecánica, aplicada a la industria. Por consiguiente, quien entiende que hay tales modas y tales progresos, escribe mucho peor que si entendiese lo contrario, corta las alas de su ingenio en vez de alargarlas y darles fuerzas, pierde parte de su originalidad, cuando no la pierde toda y se expone a caer en lo falso, en lo amanerado y en lo extravagante.
Esto es lo que yo he dicho y esto lo que trata de impugnar el Sr. Reyles, aunque en mi sentir no lo impugna.
Lo que yo niego es que deba haber modas y que las modas tengan que venir de París; pero ¿cómo he de negar yo que el sentir, el pensar y el imaginar de cada período histórico sean diferentes y que se refleje en las obras de imaginación esta diferencia? Sin querer imitar a nadie, espontáneamente, hasta contra nuestra voluntad, hasta cuando nos empeñamos en ser o en aparecer como de otro siglo o como de otra época, somos por virtud de leyes ineluctables, de nuestra época y de nuestro siglo.
Supongamos por un instante que no hay esas novelas francesas y rusas que el Sr. Reyles pone por las nubes o que ni él ni yo las hemos leído, o que no hemos leído sino las novelas españolas de los siglos xvi y xvii y que nos empeñamos en imitarlas y hasta que reflexivamente las imitamos. El resultado será, si en el Sr. Reyles y en mí hay personalidad y fondo propio, que escribiremos novelas muy diferentes por todos estilos de las antiguas, muy de nuestro siglo y mucho más nuestras que imitando las francesas o las rusas.
La imitación de lo antiguo es, por otra parte, mil veces más segura. Lo tonto, lo disparatado, y lo vulgar, todo ha caído en olvido o en descrédito. Varias generaciones de críticos y el desdén de las gentes han barrido lo insignificante y lo malo, como quien barre basura. Lo bueno, lo llamado clásico, queda solo en nuestra memoria, se nos presenta como ejemplo y como modelo, nos induce a la imitación y nos excita a la competencia. En lo moderno, al contrario, las obras de literatura están como la mies en la era, sin que nadie haya separado aún el grano de la paja, ni lo que ha de ser alimento agradable y sano de la semilla desabrida o de la cizaña, que, en vez de deleitar y de nutrir, embriaga y causa vahídos. De aquí que el que imita lo moderno corre peligro de engañarse, deslumbrado por el aplauso vulgar y por el prestigio de la moda, y en vez de imitar exquisiteces y bellezas, imita estrafalarias novedades o insulsas tonterías. Claro está que, a pesar de todo, si el imitador vale algo, por cima de esas novedades y de esas tonterías, surgirá y descollará su propio talento. ¿Pero no sería mejor que no se entusiasmase tanto por lo moderno, que no se pasmase tanto de los primores franceses y rusos, a fin de no tener que ponerse en zancos, que empinarse y que estirar violentamente su ingenio para salir por cima de esas tonterías y de esas novedades, mostrándose tal como es?
El ciego y fervoroso imitador de lo moderno se asemeja a alguien metido en enmarañado matorral, de donde le cuesta gran trabajo sacar la cabeza, así para orientarse como para que la gente le vea, mientras que el imitador de lo antiguo se asemeja a alguien que está en soto bien cultivado, de donde se arrancaron ya las matas enanas y espinosas, se podaron las ramas inútiles y se rozó la mala hierba. Útil o bello y elevado además, es cuanto allí queda.
Sin imitar a nadie pueden escribirse obras nuevas y buenas; pero también, imitando lo antiguo, se puede escribir bien, y ser nuevo, hasta sin pretenderlo y contra la voluntad y el propósito de quien escribe. Fray Luis de León, pongamos por caso, se propuso imitar, casi copiar a Horacio, en la vida del campo; pero informado el poeta de muy diverso espíritu, produce algo, enteramente diverso también, y de tamaña novedad, que Horacio, resucitado y conociendo bien el habla castellana, no hubiera penetrado el peregrino y para él misterioso sentimiento que palpita en la imitación de su oda. Toma Calderón la fábula de Prometeo para argumento de un drama, y toman Fenelón y Lope el asunto de la Odisea para el Telémaco y la Circe, y nada hay más característico de su época que las obras de estos tres ingenios, ni nada más extraño al sentir, al pensar y al imaginar de Esquilo y de Homero. Literalmente, los versos de Andrés Chenier son un centón de trozos traducidos del latín y del griego; pero, infundida el alma de Andrés Chenier, en el centón susodicho y prestándole nueva y poderosa vida, le convierte en manifestación lírica de las ideas, pasiones y creencias de fines del siglo pasado y en base flamante de la gran poesía que ha florecido en Francia en el presente siglo.
No se crea, por lo expuesto, que yo apruebe sólo la imitación de lo antiguo y que repruebe en absoluto la de lo moderno y extranjero. Lo único que repruebo es la carencia de discernimiento y la sobra de idolatría servil en esta imitación. Convengo en que se puede y hasta se debe enriquecer la literatura propia con lo mejor que se halle en los autores contemporáneos de otras naciones. No por eso se expatria mentalmente el que lo hace. ¿Quién más español que Lope? Y Lope, no obstante, era tan imitador y tan apasionado admirador de los italianos, que llegaba a exclamar: ¿Cómo he de competir con ellos, que son
...solos y soles,
yo con mis rudos versos españoles?
Evidente es asimismo que Boscán y Garcilaso, importando en España la métrica y el modo de poetizar de los italianos, prestaron poderoso impulso y nuevo aliento a la literatura de su patria sin hacerle perder su originalidad castiza, sino suministrándole nuevos moldes de donde pudo salir y salió mejor ataviada y más limpia, refulgente y hermosa.
Yo mismo, por último, he celebrado, no poco de lo exótico e importado de Francia que hay en Rubén Darío, sosteniendo que cuando este poeta atina en la elección de lo que toma, lo reviste de la forma conveniente, lo expresa en su idioma castizo y lo adapta como importa adaptarlo, lejos de menoscabar, enriquece la lira castellana con cuerdas nuevas y con tonos que tienen algo de inauditos. Pero desde esto hasta la exagerada admiración del Sr. Reyles por las novelas francesas y rusas, hay todavía enorme distancia, que yo no paso. Las comparaciones son odiosas, y no trataré yo de sostener contra el Sr. Reyles que la novela contemporánea española no es inferior a las de los países citados. Iré modesta y humildemente hasta conceder que es inferior; pero la inferioridad consistirá en que los novelistas españoles del día somos menos discretos, menos instruidos, menos hábiles y menos inspirados que los franceses y que los rusos. Consistirá en suma, en nuestra general decadencia; en que así como ahora no hay Grandes capitanes como Gonzalo de Córdoba; ni pasmosos marinos, como el marqués de Santa Cruz; ni egregios políticos, como el Cardenal Cisneros, tampoco hay novelistas como Cervantes. Y no consistirá esto, en manera alguna, en los progresos que ha habido en la novela, progresos realizados en tierra extraña y no aprovechados por nosotros. No consistirá en ese arte tan exquisito, de que habla el Sr. Reyles, que afina la sensibilidad con múltiples y variadas sensaciones, y tan profundo, que dilata nuestro concepto de la vida con una visión nueva y clara; arte, a lo que se infiere de las palabras del Sr. Reyles, recién inventado, por cuya estupenda virtud se hace sentir por medio del libro, lo que no puede sentirse en la vida sin grandes dolores, lo que no puede pensarse sino viviendo, sufriendo, y quemándose las cejas sobre los áridos textos de los psicólogos. Esta afirmación del Sr. Reyles, raya a mi ver, en herejía literaria, casi monstruosa. ¿Qué novísimo arte exquisito y profundo es ese que no se ha descubierto sino a fines del siglo xix en Francia, en Suecia o en Rusia? ¿De suerte que Bourget, Ibsen y Tolstoï emplean un arte más exquisito y profundo que los autores del Quijote y de La Celestina? ¿Con que Cervantes hacía sentir menos y ahondaba menos en la mente y en el corazón humanos que los modernos novelistas que cito? O la humanidad era más boba y simple en los pasados siglos que lo es en el día, o no hay tal superioridad en las novelas rusas y francesas de ahora. ¿Dónde está la novela de ahora, rusa o francesa, a la que pueda nadie prometer, no la perpetua juventud, no la vida inmortal que tiene el Quijote, sino la longevidad gloriosa y el favor popular de que gozó durante dos o tres siglos el Amadís de Gaula?
Moda, afectación rebuscada y caprichoso artificio hubo, sin duda, en los libros de caballerías. Pero ¿quién me demuestra la naturalidad espontánea y las honduras filosóficas de las novelas neuróticas, psicológicas, simbólicas y naturalistas que privan hoy? ¿No podrían ser también artificiosas, falsas y no menos llenas de afectación y de amaneramiento, con la pícara circunstancia de poner de mal humor a los lectores y de divertir menos al público del siglo xix, que Las Sergas de Esplandián o que Tirante el Blanco divirtieron al público del siglo xvi? Al cabo, la burla, la parodia de los libros de caballerías dio motivo y aun se puede decir que inspiró y produjo el más bello y profundo libro de entretenimiento, en prosa, que hasta ahora en el mundo se ha escrito. Me atrevo a dudar de que el ingenio del manco de Lepanto se inspire en las novelas en moda hoy y haga de ellas una parodia que equivalga al Quijote. Acaso no merecen más que una sátira como la que escribió Boileau contra las novelas de su tiempo. Aquellas novelas también estuvieron de moda, también entusiasmaron a un público ilustradísimo, donde figuraban filósofos, ilustres pensadores y egregios personajes del gran siglo de Luis XIV, y sin embargo, pasaron de moda. No es de maravillar, por consiguiente, que pasen también de moda las novelas del día. Esto viene en apoyo de mi tesis, en la cual no afirmo que en literatura no haya modas, sino que no debe haber modas en literatura y que los verdaderos literatos, cuando quieran escribir obras durables y no contentarse con un aplauso efímero, y cuando quieran emplear el verdadero arte exquisito y profundo, no descubierto recientemente en Rusia, sino conocido ya en Grecia, desde los tiempos de Homero, deben prescindir de la moda y dejarse llevar de la propia y natural inspiración de la que nace, sin buscarlo ni pretenderlo, cuanto hay de original, de peregrino y de nuevo.
Para que no me tilden de prolijo, no toco aquí otro punto de tan axiomática evidencia que apenas requiere demostración, a saber: que en ciencias, en organización política y económica de la sociedad humana, en costumbres, en comercio, en industria, hay progreso; pero que en literatura, en poesía, no le hay. Explicar esto con claridad conveniente, a fin de evitar confusiones y argumentos fundados en mala inteligencia, sería tarea larguísima, y la dejo para otra ocasión en que venga a propósito y pueda yo extenderme.
I
La pesadísima cuestión de Cuba atrae de tal suerte la atención del público, que parece inoportuno escribir de otra cosa que no sea de la pesadísima cuestión de Cuba o de algo que con ella se relacione.
No me atreveré yo a decir que sea todo torpeza de nuestra parte. Diré, sí, que en esto de guerras civiles es y fue siempre tenacísima nuestra raza. Bien mirado, no cayó sobre España aquel inmenso diluvio de moros de que nos habla Fray Luis de León en la Profecía del Tajo. Vinieron a lo más la vigésima parte del número de soldados que hemos enviado a Cuba en estos últimos veinte o treinta meses, y, aunque sea triste decirlo, ellos bastaron para enseñorearse de toda España y para que el célebre Muza se pelase las barbas, apenas desembarcó, al notar que casi nada le quedaba que hacer, porque todo estaba ya hecho.
Si es desvarío de mi imaginación Dios me lo perdone, pero a menudo todo aquello de D. Rodrigo, D. Julián, D. Opas, la Cava y los hijos de Vitiza, me parece un pronunciamiento como los de ahora, salvo que hubo en él unos cuantos moritos, que vinieron como legión extranjera. De aquí que la batalla del Guadalete y la batalla de Alcolea sean a mi ver muy semejantes. Y así como recientemente, después de una de estas batallas, la mayoría de los españoles se hizo partidaria furiosa de los derechos individuales, entonces se hizo partidaria del Alcorán de Mahoma.
Poco duró el dominio del extranjero en nuestra tierra. España se declaró independiente de los califas de Damasco y eligió rey para sí. El primer Abderramán fue el D. Amadeo de entonces. Y si el califato duró más que el reinado de D. Amadeo, lo que ocurrió al terminar ambas cosas puede muy bien asimilarse. Entre los reyezuelos de Taifas y el comunalismo, el caciquismo, el regionalismo y el autonomismo, no se me negará que puede notarse alguna semejanza.
En consecuencia de lo expuesto, considero yo la lucha entre moros y cristianos, que empezó en el Guadalete y acabó en Granada, con el epílogo de la rebelión de los moriscos alpujarreños, como una larguísima guerra civil, que duró siete u ocho siglos. Y no impidió esta situación de guerra civil casi perpetua, el que los españoles se aunasen y peleasen gloriosamente contra los extranjeros, realizando portentosas hazañas, digno y propio asunto de las más hermosas epopeyas. Así vencimos, sin distinción de moros y cristianos, en Roncesvalles a las aguerridas huestes del emperador Carlo Magno; en no pocos puntos de nuestro litoral, a los terribles piratas normandos, idólatras y feroces; y en cien reñidas y sangrientas batallas, como las Navas de Tolosa y el Salado, a todo el poder fanático de Africa; a la ingente muchedumbre de almorávides, almohades y benimerines, que se volcó sobre España en sucesivas y devastadoras invasiones.
Independientemente de esto, yo me obstino en figurarme la prolija contienda de siete u ocho siglos como una obstinadísima guerra civil, dentro de la cual cabía y había otra multitud de guerras civiles, ya de moros, contra moros, ya de cristianos contra cristianos, ya de los de una religión contra los de la otra.
Cuando terminaron estas guerras civiles, merced al esfuerzo y tino de los Reyes Católicos, la audacia, la destreza en las artes de la guerra y de la política, y el ansia de imperio, de aventuras y de poder, fueron tales y tan grandes en los españoles unidos, que éstos impusieron su hegemonía a Europa entera, prevalecieron y descollaron entre los pueblos todos, y para dilatar su imperio y tener campo abierto a su ambición, a su codicia y a su empeño de gobernar las cosas humanas, como si fuera por ministerio divino y ellos fueran nuevo Pueblo de Dios, fue menester que la Providencia les permitiese, y tal vez los diputase y habilitase para descubrir nuevos mundos.
Bien estamos pagando ahora todas aquellas lozanías y todos aquellos atrevimientos de las edades pasadas. Y todo ello por la afición al merodeo, a la vagancia y a la vida rota y sin freno, que las guerras civiles traen consigo. Lo que sucede en Cuba carece de otra explicación. Los españoles que allí residen, y hasta los mulatos y negros, ya libres y españolizados, no tienen fundado motivo para rebelarse, como no aspiren a algo a modo de suicidio colectivo y como de casta, porque es evidente que con la protección y la cercanía de los Estados Unidos, a los veinte años o antes de la nominal independencia de Cuba, no quedará en Cuba un palmo de tierra que no pertenezca a un yankee, ni paseará por las calles de la Habana, decentemente vestido, alguien que no sea yankee o que no disimule mucho su procedencia española, chapurreando la lengua inglesa.
Quiero suponer que el suelo de Cuba llegará entonces a estar más poblado y mejor cultivado; que producirá más tabaco y más café; que dará de sí tanta azúcar, que si los bocoyes de una sola de sus cosechas se arrojasen al Atlántico, el Atlántico se convertiría en descomunal tazón de almíbar; pero nada de esto gozaría la gente de raza española, que no había sabido crearlo, sino la raza superior de los yankees, que lo crearía, con la actividad y con el acierto de que carecen los criollos de casta española, los cuales no es de presumir que con la independencia habían de ser más industriosos y atinados en sus empresas que libres hoy y gobernándose con autonomía administrativa, bajo la bandera maternal de España.
En suma; yo no veo motivo para que esta guerra de Cuba dure unos cuantos siglos como duró la guerra civil de que ya hemos hablado. La guerra es ahora muy cara, y hasta por razones económicas debe terminar pronto la guerra.
Entre tanto, y para distraernos, si es posible, hablando de otros asuntos, y para complacer a algunos amigos, quería yo hablar del progreso, con relación a las artes de la palabra y explicar lo que dejé por explicar acerca de esto en mi artículo, réplica a otro de D. Carlos Reyles, publicado en este periódico en el día 3 del corriente.
Por desgracia, la preocupación de la guerra de Cuba me ha llevado, como vulgarmente se dice, por esos trigos, y me ha movido a escribir sobre muy distinta materia. Reconozco que lo escrito poco o nada tiene que ver con el progreso, a no ser para negarle y para afirmar que, mutatis mutandis, los casos se repiten y vienen a ser siempre los mismos.
Erit altera quæ vehat Argo
Delectes heroas: erunt etiam altera bella.
Para introducción hay también más que de sobra en la divagación precedente. Yo la hallo, no obstante, tan ajustada a la verdad y tan candorosa, que no me decido a suprimirla. Quede y valga, pues, como principio de esta meditación mía sobre el progreso, la cual meditación no puede ya ser corta, a no incurrir en la monstruosa desproporción de un exordio mayor que el discurso a que precede. Para evitar la desproporción, y además porque tengo mucho que decir, haré el discurso más largo que de costumbre, abusaré por esta vez sola, lo prometo y casi lo juro, de la paciencia de los lectores, y dividiré el artículo en dos o tres raciones o dosis. Sea esta la primera.
Lo que es por instinto y por afición, yo soy tan progresista como el que más. No fueron ni son más progresistas que yo los generales Riego y Espartero, ni el propio Sr. Reyles, que cree que ha podido inventarse, pocos años ha, un arte, desconocido antes, muy profundo y muy exquisito, por cuya virtud y con cuyos preceptos se escribirán los dramas y las novelas del porvenir y otros mil primores, sutilezas y honduras que dejarán tamañitas y harán que desdeñemos por superficiales y vulgarísimas, cuantas obras de entretenimiento hasta hoy se han escrito. Pero la reflexión acude luego. Me paro a reflexionar y voy limitando mi creencia en el progreso, y cercenando tanto de ella, que no puedo menos de dejarla muy reducida.
En la totalidad de los seres, en el conjunto de las cosas creadas, empiezo yo por decirme, no cabe progreso alguno. Las incomprensibles y elevadas obras de Dios están hoy tan perfectas como en el primer día. Así lo afirman y lo cantan los tres arcángeles en el maravilloso prólogo del Fausto. Ello será, sólo Dios sabe de qué suerte. Lo único que yo afirmo, con el apoyo de los tres arcángeles, cuyo cantar aplaudo, es que no crece ni mengua, en su conjunto, la cumplida perfección de lo creado. Inteligencias superiores a las humanas, conciliarán acaso en comprensiva síntesis ciertas antitéticas proposiciones. Nuestra débil mente, no lo puede, ni lo podrá nunca. Vemos cuanto fue, es y será, desenvolviéndose en sucesivas mudanzas, dentro de algo indefinido y vacío, a manera de molde, que llamamos, tiempo. Tal vez columbramos la eternidad inmutable; pero al menos en esta vida mortal no acertamos a comprenderla.
Pensando, pues, con sujeción a nuestros pobres recursos naturales, sin el auxilio de la fe o de una imaginación tan alta, que jamás hallará en ninguna lengua humana términos para expresar lo imaginado, es seguro que lo bueno y lo hermoso del todo, no mengua ni crece, no se deteriora ni se mejora. La gloria del Altísimo sería mayor o sería menor, según sus obras fuesen mejorándose o deteriorándose, lo cual es absurdo. La omnipotencia, la bondad y la sabiduría del Ser Supremo, no sufren quebranto ni reciben aumento, porque son infinitas. Cierto que las cosas no son ni valen nada, porque no son Dios; pero, sin duda, son algo por el ser que Dios les da, y este es otro misterio, cuya obscuridad tenebrosa no hay ni habrá nunca mente de hombre nacido que ponga en claro.
Aunque el Universo no se considere sino como manifestación de la actividad divina, el poder creador, conservador y benéfico de esa actividad, nos parecerá mayor o menor, según el Universo gane o pierda. Es por consiguiente, lo más atinado y juicioso por nuestra parte, el creer que las cosas, de acuerdo con el cantar de los tres arcángeles, están bien como en el primer día: ni más ni menos, porque no cabe aumento ni disminución en lo infinito del saber y de la bondad de quien las ha creado.
Descendamos ya de tan elevadas esferas metafísicas. Si me he extraviado al querer subir a ellas, válgame para disculpa mi intención recta y sana.
Acaso me hubiera estado mejor no pugnar por encumbrarme tanto, y limitarme desde luego, como ya me limito, a este mundo sublunar y a los hombres que le habitan, en quienes cabe progreso, porque, sin duda, tuvieron principio y crecieron; pero será, a mi ver, progreso limitado, porque ni éste planeta ha de durar siempre, ni es probable tampoco que la humanidad contenga en sí, en germen, facultades que se desenvuelvan en ascensión perpetua, ya mejorándola con incesante e indefinido progreso, ya haciendo brotar de su seno lo que llaman ahora el superhombre, en cuyo advenimiento creen no pocos, como, por ejemplo, el Sr. D. Pompeyo Gener, y para los cuales sospecho que se escribirán esas novelas del porvenir de que nos habla el Sr. Reyles, empleándose en escribirlas el nuevo arte poético recién inventado y que es tan exquisito y tan profundo.
Sobre todo ello hablaremos en artículo aparte, por ser ya muy largo el presente.
II
Desde la mona catarrinia hasta la elegante y hermosa Helena y desde los antropiscos alalos que salieron de la Lemuria y se esparcieron en manadas y aullando por todo el mundo, hasta el hombre que compuso la Iliada y los que la entendían y gozaban leyéndola, hay progreso tan pasmoso que, aun suponiendo millares de siglos para realizarle, todavía nos parece inverosímil y punto menos que imposible. Acaso sea todo ello ensueño ingenioso de los sabios que se dedican a la Prehistoria.
Permítasenos dudar de las afirmaciones de esta ciencia flamante. Prescindamos de ella. Y afirmemos, con los datos que suministra la historia documentada y no soñada, que ni en hermosura, ni en fuerza y agilidad corporales, ni en valentía y entereza de ánimo, ni en claridad y elevación de pensamientos, presenta hoy nuestro linaje tipos más nobles y perfectos que los que aparecen ya, como personajes reales, hará más de tres mil años. El hombre, por lo tanto, no ha realizado progreso alguno, en su propio ser, durante tan largo tiempo.
Lo contrario es lo que puede o parece que puede afirmarse cuando se consideran la sublimidad de la misión de algunos individuos de nuestra especie, la felicidad con que la cumplieron y la transcendencia benéfica de sus obras, en cuya comparación nada hay equivalente en el día. Las empresas a que dieron cima individuos y colectividades de tiempos muy antiguos, no se columbra que puedan tener hoy, ni en un cercano porvenir, algo que las supere. No niego yo la posibilidad de nada; me limito a declarar que no percibo, por ejemplo, gloria mayor, ni en lo presente ni en lo futuro, a la de la antigua Grecia, que echa el cimiento, crea la traza y forja el molde de toda la ulterior cultura europea; a la de una sola ciudad, Roma, que se enseñorea de lo mejor del Orbe, y con sus leyes y su idioma lo unifica y lo prepara para recibir con mayor facilidad otro más alto elemento de civilización; y a la de esta misma Península en que vivimos, que, para extender esa civilización más allá de los linderos y términos conocidos hasta entonces, logra descubrir nuevos mundos.
Repito, pues, que los hombres que hicieron tan grandes cosas no son inferiores a los del día. Luego en nuestro propio ser no ha habido progreso alguno. El progreso es con todo innegable, si no en nosotros, en lo que está fuera de nosotros, aunque en nuestro poder y acumulado por herencia. Napoleón, por ejemplo, no vale más que Alejandro el Grande; pero Napoleón tiene cañones y otros medios de guerrear que Alejandro no tenía. Ni Kant ni Hegel valen tanto como Aristóteles; pero Aristóteles no poseía ni la vigésima parte de datos científicos que Kant y Hegel.
Harto se comprende así en qué sentido y hasta qué punto el progreso es indudable. Hay progreso en la ciencia; pero en el arte no hay progreso. Si Perícles resucitara hoy se quedaría turulato al oír el fonógrafo, al hablar por teléfono y al ver el alumbrado eléctrico, los globos aerostáticos, los ferrocarriles y la fotografía. Hasta una cajilla de fósforos de a perro chico le derribaría al suelo, atolondrado de pasmo y de sorpresa; pero de seguro que no hallaría entre todas las heteras de París una más discreta, distinguida y guapa que Aspasia, y la Magdalena le parecería una triste parodia del Partenón, y la torre Eiffel un feo y monstruoso engendro.
Yo confieso que, si se reuniesen las más selectas poesías líricas de los grandes poetas de hoy y Perícles pudiese leerlas y entenderlas, había de hallarlas superiores a las de Píndaro. Prolijo sería explicar el por qué. Baste con que yo reconozca que en lo lírico sobrepujamos a los antiguos. No así en lo demás. La misma abundancia de conocimientos y el prurito de analizar las cosas y de mirar por todos lados cada objeto, quitan gracia, ligereza y nitidez al estilo y le hacen pesado, confuso y difuso. Acostumbrado Perícles a la rapidez de la narración de Herodoto, no podría aguantar ni al grande historiador Macaulay, el cual, si hubiera continuado su historia de Inglaterra hasta nuestros días, hubiera tenido que dar a la estampa centenares de volúmenes de la edición Tauchnitz, y hubiera sido menester, hasta para un lector inteligente y asiduo, el empleo de algunos años de vida sólo para leer a Macaulay y enterarse a medias de lo que dice. Acostumbrado, además, Perícles a la concisión en el narrar de tantas y tan bellas fábulas, leyendas y tradiciones de su patria, yo apostaría mil contra uno a que no sufriría con paciencia, sin bostezar y sin dormirse, las pesadísimas e interminables descripciones de una novela de Zola.
Es cierto que cualquiera me dirá para contestarme que Zola no escribe para que le lea Perícles, sino para que le lean los hombres del día. Y como los hombres del día gustan mucho de sus novelas, Zola tiene grandísimo mérito, y lo que yo digo, nada prueba en contra.
Mi réplica es clara. Yo no quiero inferir ni infiero nada contra el mérito de las novelas de Zola. Escritas han sido para agradar en el día, y esto se ha logrado. Bastante mérito es esto. Lo único que yo pretendo demostrar es el indiscutible progreso de la ciencia y el sobrado discutible progreso del arte. Es evidente que Perícles se admiraría y gustaría del teléfono; pero también es evidente o casi evidente que no se admiraría ni gustaría de casi ninguna de nuestras novelas.
Para mayor evidencia aún, acudamos a otra bella arte: a la escultura. Nadie me negará que aquel glorioso personaje que dio nombre a su siglo y que tenía tan claro entendimiento y tan delicado gusto, recordaría el Júpiter y la Minerva de su amigo Fidias, y todas las estatuas de nuestras plazas, templos y paseos le parecerían menos que medianas. Supongamos ahora que al resucitado Perícles le sirve de cicerone un sabio de los más profundos del día, muy convencido de la incomparable superioridad de todo lo de hoy sobre todo lo antiguo, y muy al corriente de los adelantos de la ciencia y de las invenciones novísimas más ingeniosas. Este sabio lleva al olímpico Perícles a un gabinete o museo de figuras de cera y me le deja estupefacto y aturdido. ¿Qué tienen que ver Minerva y Júpiter, donde el oro, el marfil y el mármol sólo imitan lo exterior de la Naturaleza, y aun esto incompletamente y sin todos sus pelos y señales, como en las figuras de cera? Pues no digamos nada si el sabio da cuerda a las figuras, y como la mayor parte de ellas son automáticas, se sueltan a andar y hasta abren la boca y saludan en griego al ilustre tourista. Y aún será mayor el asombro de éste cuando su sabio guía toque ciertos resortes, abra ventanillas en el vientre y en el pecho a las figuras mencionadas y hasta les levante con suavidad y sin el menor daño la tapa de los sesos. El ateniense exclamará entonces, como el personaje de una aplaudida zarzuela:
Hoy las ciencias adelantan
que es una barbaridad.
En efecto; gracias a una mecánica habilísima, auxiliada de la química y de otras maravillosas disciplinas, en lo interior de cada figura empieza el corazón a moverse, corre la sangre por arterias y venas, el pulmón recoge aire y hace mil operaciones con él, y, por último, y para no cansar, suben hasta los sesos muchos átomos de fósforo y de otras esencias volátiles, se cuelan allí, como Pedro por su casa, en varias celulillas, y a poco rato, como de los gusarapos, orugas y otros gusanillos, salen mariposas, beatillas y mosquitos, brota multitud variada de pensamientos y sentimientos buenos y malos, que no tardan en convertirse en crímenes o en hazañas, en sermones morales o en discursos subversivos, en obras de caridad o en estupros y asesinatos.
Perícles tendrá que confesar entonces que esto es exquisito y profundo, como llama el señor Reyles a su arte. Lo que no confesará, lo que negará a pies juntillas, es que sea bella arte semejante diablura.
Y todavía iremos de mal en peor, en esto de bella arte, si las figuras que el cicerone enseña a Perícles están fabricadas para el estudio de la patología interna, y se ve dentro de ellas cómo se forman tumores, fístulas, llagas, excrecencias y todo linaje de pupas. El pobre Perícles, que imaginaba tal vez erradamente que las bellas artes servían para deleitar, serenar y levantar el espíritu, sólo consigue con esta flamante arte bella que se le levante y revuelva el estómago, y le fuerce a hacer una libación en honor de Esculapio con el vino de Chipre que bebió en su última cena al lado de su bella Aspasia, que ha conservado en el sepulcro, durante veintitantos siglos, y que le ha hecho soñar allí mil divinos primores.
Apliquemos ahora a la amena literatura lo que de la estatuaria hemos dicho. Fácil es sacar las siguientes consecuencias:
Que a tal literatura se le debe quitar el epíteto de amena.
Que si no es amena no es útil tampoco, porque nos desazona y aflige mostrándonos el mal, con todos sus asquerosos y horribles pormenores y no nos ofrece remedio alguno.
Que aun suponiendo que esta literatura de moda es muy científica, exquisita y profunda, todavía se puede negar que sea bien encaminada literatura, sino mera extravagancia, ya que no propende a deleitar, sino a enseñar, fin que se cumple mejor que con novelas, con disertaciones fisiológicas, patológicas, histológicas y teratológicas.
Y que los que sostienen el raro progreso de la amena literatura, fundado en las novelas a la moda, presuponen, no un retroceso en todo lo restante, que esto sería menos malo, sino un progreso y horrible crecimiento de la perversión y corrupción humanas, cuya minuciosa pintura es el asunto de las novelas susodichas.
Si hubiese demostrado la ciencia que el mal es irremediable, que por el determinismo se explican los vicios y las virtudes, que la imaginación y la fe deben ya desecharse como facultades anacrónicas y que apenas nos queda esperanza ni en la tierra ni en el cielo, muy desconsolador y diabólico progreso hubiera realizado la ciencia; pero al fin progreso sería y tendríamos que respetarle, y tendríamos que bajar la cabeza y que resignarnos. Todo lo que esta ciencia aflictiva nos enseñase, metiéndonos el corazón en un puño, y llenándonos de miedo y de asco, estaría bien consignado en trataditos científicos, cursos y epítomes; pero en las novelas escritas a menudo por gente que no ha ganado ninguna borla en las Universidades, todo podía salir trabucado, y aunque no saliera, no saldría novela tampoco, sino bodrio de ciencia mal digerida, puesta al alcance de todos, y que sólo interesaría y conmovería, no como las obras de un arte sencillo y sano, sino sobreexcitando nuestros nervios como las pociones y linimentos farmacéuticos, que nos hacen ver visiones espantosas y a las cuales nos aficiona una curiosidad perversa.
Siento que se me quede aún en el tintero muchísimo que decir; pero no logro evitarlo, y haciendo aquí punto, lo dejo para otro día.
III
Había yo pensado no molestar de nuevo a los lectores de El Liberal discurriendo y meditando sobre cuestiones estéticas con relación a las novelas; pero como padezco de cierta dolencia, que antes llamaban scribendi cacohetes y hoy llaman grafomanía, había ya redactado mi tercer artículo sobre El progreso en el arte de la palabra, y no me había atrevido a enviarle a El Liberal. Mi intento era y es escribir sobre el particular cuanto se me ocurra y reunirlo luego en un librito, imprimiendo de él muy corto número de ejemplares. Así las cosas, veo hoy en El Liberal un artículo en que mi ilustre amiga, Doña Emilia Pardo Bazán, trata de impugnar lo que he dicho y hasta lo que no he dicho. No poco me lisonjea que doña Emilia se emplee en esto; pero no quiero pasar porque me atribuya opiniones que no he emitido. Jamás he afirmado yo que las novelas de Zola, Daudet, Goncourt, Tolstoï, Ibsen, etcétera, sean malas. Al contrario, he dicho que tal vez serán tan buenas y tan excelentes, que cuanto escribimos, la misma doña Emilia, Pereda, Galdós, Jacinto Octavio Picón, Armando Palacio Valdés y otros varios, sin que yo me excluya, serán obrillas insubstanciales, epidérmicas y absolutamente desprovistas de enseñanza y de trascendencia. Pero esto consistirá en que España y los españoles estamos decaídos y hasta dejados de la mano de Dios, de suerte que, así como no hay ahora Gonzalos de Córdoba, Corteses, Pizarros y Cisneros, no hay tampoco Cervantes. Y no consistirá en que haya un arte exquisito y profundo recién inventado, que produce fuera de España esas maravillas, dejándonos turulatos y patidifusos, y moviéndonos a remedar a los autores de tales maravillas, a ver si atinamos a descubrir el novísimo procedimiento con que las hacen y a atolondrar al mundo todo con nuestras novelas como le atolondran ellos. Yo no he dicho ni más ni menos que lo que repito ahora, aunque sea pesadez; pero aunque sea pesadez, ya que doña Emilia me da ocasión para ello, voy a continuar mis meditaciones estéticas, insertando aquí mi tercer artículo, que por miedo de fatigar al público permanecía inédito, y que es como sigue:
Lo único que me apesadumbra y que a veces me mueve a arrepentirme de haberme puesto a tratar asunto tan complicado, es la multitud de aspectos bajo los cuales importa considerarle y la extensión que por consiguiente tengo que dar a este escrito. Por lo demás, mi convicción es cada vez más firme mientras más pienso en ello, sin que yo crea inútil ni de poca importancia explicar y defender lo que en mi pensamiento se presenta como verdad contra opiniones que me parecen falsas y aun absurdas. No estoy excitado por el amor propio nacional ni singular; no niego ni afirmo, pero doy de barato, para allanar el camino de la discusión, quitando tropiezos del medio, que las novelas francesas y rusas del día son mucho mejores que las que en España se escriben. El ingenio, la inspiración, y el chiste, habrán acaso emigrado de España. No quiero negarlo; me limito a lamentarlo. Lo que yo niego, y esta es la cuestión, es que las bellas artes progresen como progresa la química o la cirugía, y que la superioridad de las novelas francesas y rusas sobre las nuestras, consista en que aquéllas están escritas siguiendo los preceptos de un arte exquisito y profundo recién inventado.
Yo quiero conceder que en todo, hasta en las bellas letras, hay progreso, en lo que pudiéramos llamar técnico o del oficio, pero, no bien lo reconozco, cuando reconozco igualmente que lo técnico y progresivo de la literatura, apenas tiene importancia, comparado con lo esencial de ella, en que no cabe progreso. Recapacítese bien y se verá que, en ninguna época colocados los hombres en el nivel de la más vulgar y mediana cultura que entonces había, se han requerido más especiales estudios ni más largos años de aprendizaje para ser poeta o novelista que para ejercer otro oficio cualquiera. Todos los hombres, por ejemplo, saben hablar y escribir, pero no todos manejan la lezna y el tirapié, como no se apliquen a ello con ahínco y constancia. De aquí que, en cierto sentido, pueda bien afirmarse que es más difícil hacer un zapato que componer un poema. Y todavía es más fácil, y requiere menos propedéutica componer una novela, para la cual, la prosodia, el arte métrica y el diccionario de la rima importan poco o nada. Así se concibe, sin el menor asombro, la inmensa cantidad de novelas que se componen ahora en inglés, en francés, en ruso, en italiano, en alemán, en húngaro, en polaco, en suma, en casi todas las lenguas que se hablan y se escriben en los diversos países civilizados de las cinco partes del mondo. El oficio es fácil de aprender y el instrumento que vale para la confección o fabricación, o sea la lengua o la pluma, se maneja con menos esfuerzo y más naturalmente, no ya que el cincel o el pincel sino que el azadón o el almocafre, por donde toda persona algo educada escribe o puede escribir novelas. Hasta el material que se gasta en escribirlas cuesta menos y está más al alcance de todos que el que se gasta en los demás menesteres. Por tres pesetas se compran mil cuartillas de papel, en las cuales, aunque no se emborronen sino por un lado, caben con holgura dos novelas de no cortas dimensiones.
¿Será acaso que por esta misma abundancia de novelas se necesite emplear un arte exquisito y profundo para que sobresalga entre todas las demás la que nosotros escribamos? Yo lo niego redondamente. El buen gusto, el delicado juicio estético, si no está en contradicción crea notable confusión en este punto. Para toda persona refinada y culta, Próspero Mérimée y Teófilo Gauthier, por ejemplo, son mejores novelistas que Eugenio Sue y Ponson du Terrail, y, sin embargo, ni Colomba, ni El Capitán Fracasse, han logrado la vigésima parte del favor del público, de la venta y del aplauso que Los Misterios de París, o las interminables aventuras de Rocambole. ¿Consistirá esto en que Sue y Ponson du Terrail emplean el arte exquisito y profundo que Gauthier y Mérimée ignoran o en que la generalidad del público tiene un gusto pésimo, está muy atrasada aún y prefiere lo burdo a lo fino? ¿O consistirá esto en que el verdadero arte exquisito y profundo no ha llegado a descubrirse, sino muy recientemente, cuando Merimée y Gauthier estaban ya muertos y enterrados, y por virtud de dicho arte al público se le han abierto los ojos del entendimiento para comprender lo bueno, y a Zola, Daudet, Bourget, Ibsen y Tolstoï, se les han abierto los veneros y fuentes de la inspiración legítima para producir obras, que no sólo agraden en el día, sino que ya contengan en germen, cuando no en flor, la sublime novela del porvenir, en cuya comparación es el Quijote una obra superficial, epidérmica, sin trascendencia, sin enseñanza y de mero pasatiempo?
Si las cosas fuesen así, la moda dejaría ya de ser moda. El recto camino, el arte infalible para escribir novelas estaría hallado, y por nada del mundo deberíamos apartarnos de él, para no extraviarnos o quedarnos a la zaga.
Yo advierto, no obstante, que estas novelas, escritas con el arte exquisito y profundo que tanto encomia el señor Reyles, aunque son leídas, admiradas e imitadas por cuantos siguen fanáticamente la moda de París, es de presumir que caigan en olvido, y hasta en menosprecio, cuando la moda pase y venga otra moda. Posible es que entonces todo lo que hoy se tiene por sutileza, novedad y profundidad, parezca falso relumbrón y pesado amaneramiento.
Lo cierto es, que las novelas más populares, las que se han vendido más en el mundo en estos últimos años, las que han tenido en apariencia al menos, mayor influjo en los sucesos políticos y sociales, no se han escrito en París, ni siguiendo la moda de París, sino poniéndose en determinada e impetuosa corriente de la opinión, dejándose arrebatar por ella, acrecentando su brío y extendiendo más su acción sobre el espíritu humano. De esta suerte, novelas, no ya de arte exquisito y profundo, sino con poco o ningún arte, aunque escritas en un momento dichoso y oportuno, han logrado más éxito, han tenido mayor resonancia, han importado más en los cambios sociales y en los grandes hechos históricos, que toda esa novelería tan encomiada por el señor Reyles.
Valga como muestra de lo que digo La cabaña del tío Tomás, de la señora Beecher Stowe, de la que se vendieron en seguida centenares de miles de ejemplares, que se tradujo en todos los idiomas, que tal vez enardeció los sentimientos abolicionistas y que entró por algo en las causas de la tremenda guerra de secesión.
No es, pues, ni el arte profundo y exquisito, ni la sutil y peregrina enseñanza de inauditas verdades, ni la superior inspiración, ni el refinamiento de la última moda de París, ni el primor del estilo, ni otras raras prendas literarias, lo que da la palma y corona de laurel a un autor de novelas: es el llegar a tiempo oportuno y el dejarse arrastrar sin miedo por la corriente.
Otra prueba de la misma verdad nos ofrece una novela del Sr. Bellamy, ciudadano anglo-americano también, novela de la que se vendieron cerca de cuatrocientos mil ejemplares, a poco de ver la luz pública. La novela era lo que podemos llamar una utopia socialista o comunista. La imaginó el autor en porvenir no muy distante. La revolución social se había ya realizado. El nuevo sistema marchaba regular y lindamente. El mundo todo se había convertido en una verdadera ciudad de Jauja, y el humano linaje comía, bebía, se divertía y trabajaba poco, sin apuros ni miserias. La novela del Sr. Bellamy llegó a tiempo y a esto debe su éxito. Bien pudiera decirse de ella lo que con mucho menos motivo dicen que dijo Voltaire de las Cartas persianas de Montesquien: ¡esas cartas persianas tan fáciles de componer! ¡...!
No pretendo rebajar ni ensalzar aquí el mérito de las novelas francesas y rusas, que encomia el Sr. Reyles, ni de estas otras novelas americanas que yo he citado. Digo sólo que han sido oportunas, y ya es esto un gran mérito. También, yo, cuando escribo novelas, procuro ser oportuno, y si no lo soy, es porque no atino con la oportunidad. Pero ¿qué tiene que ver la oportunidad con un arte exquisito y profundo recién inventado, con hacer sentir con nuestras novelas oportunas a los hombres de nuestra época más hondamente que lo que con otras novelas oportunas hicieron sentir otros autores al público de los pasados siglos en que ellos vivieron? Esta es la farsa que yo no admito y de la que se deja seducir el Sr. Reyles. Esta es la hablerie y (permítaseme la expresión) la blague parisina, por la cual, sea dicho con el debido respeto, me parece que está también algo seducida mi discreta y elocuente amiga doña Emilia Pardo Bazán, que todavía escribiría mejor de lo que escribe y compondría obras más originales y espontáneas, si se dejase influir menos por dicha blague.
La blague sube de punto si se sostiene además que la novela del día debe estar atiborrada de enseñanza, debe ser conjunto de documentos humanos y debe contener más honda doctrina que la de los libros destinados a enseñar y no a deleitar. Sería curioso que alguien estudiase historia en Alejandro Dumas, geología y cosmografía en Julio Verne, sociología en Zola, en Bourget psicología, y patología interna en otros varios novelistas.
Claro está que quien escribe una novela, así como toma para elementos o materiales con qué escribirla los casos de la vida vulgar y ordinaria observados por él, también puede tomar las doctrinas, creencias, aspiraciones, ensueños, ideas religiosas y metafísicas, y en resolución, todo cuanto cabe en la mente humana y la agita. Pero al tomar todo esto como elementos de su arte, no conviene a mi ver, que se empeñe en ser didáctico, porque se expondrá a enseñar menos y peor que lo que enseña el más pobre de los manuales y a faltar a su vocación de artista, sin crear la belleza y sin producir el deleite estético por el vano empeño de patentizar y divulgar inauditas verdades.
Es de notar, por último, que en esto de contener la ciencia en el arte, lejos de haber progreso, en cierto modo hay retroceso. La ciencia se ha ensanchado tanto que no cabe en los moldes artísticos, por más que los moldes se ensanchen también y hasta se deformen, como ocurre en la novela, donde un autor puede discurrir libremente sobre todas las cosas y otras muchas más.
Con todo, una obra perfecta de arte literario no puede menos de encerrarse dentro de ciertos términos. Lo que fuera de ellos se ponga tendrá algo de impertinencia monstruosa. Y en este sentido no negaré yo que en una novela pueda enseñarse terapéutica, economía política, teología mística, metalurgia o cuanto se quiera.
Si está de moda embutir en las novelas todas estas cosas, la novela gustará mientras la moda dure, tal es el poder de la moda; pero pasada ésta, no habrá ser humano que sufra la novela docente. La que gustará en todas las edades, y será siempre leída y celebrada, será la que trate sólo de crear la belleza, ya con elementos de la vida vulgar, ya tomando para elementos las ideas, las doctrinas y las creencias que mueven la mente del autor y la mente de los otros hombres. Aun así, en esto de encerrar en una novela o en un poema el saber, no con fin didáctico, sino con fin estético, los antiguos nos llevan enorme ventaja. Homero pudo poner en la Iliada cuanto en su tiempo se sabía y no poco de lo que estaba en germen y en lo futuro debía saberse o inventarse. Ya la Divina Comedia, del Dante, es harto menos comprensiva de ciencia. Yo admiro mucho al Dante; pero no puedo menos de creer que sólo están indicadas en su poema las teologías y las filosofías que con mayor amplitud, claridad, fundamento y orden pueden estudiarse en San Anselmo, San Bernardo, Pedro Lombardo, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino y otros doctores de la Edad Media. Conque si así pienso del Dante, ¿qué pensaré yo de Zola y qué creeré yo que pueda enseñarme Zola, que no se aprenda mejor en cualquier diccionario enciclopédico manual: en el Bouillet, pongamos por caso?
Y basta con lo dicho, porque parece cosa de broma y de risa el aducir pruebas y argumentos para sostener verdades tan de sentido común y tan palmarias.
IV
Lo que se me ocurrió decir hace tiempo sobre las novelitas del Sr. Reyles, ha dado ocasión o motivo a una extensa polémica en la que han tomado parte el mismo Sr. Reyles, la señora doña Emilia Pardo Bazán y los señores D. Jacinto Octavio Picón y D. Eduardo Benot.
Elevándonos todos a consideraciones generales, dimos al asunto tanta amplitud y transcendencia que vino a contener toda la estética literaria o dígase toda la filosofía del arte de la palabra, singularmente aplicada a la novela.
Interminable tarea sería seguir discutiendo de esta suerte, y convendría para ello escribir libros y no breves artículos de periódico.
A fin de no cansar a los lectores de El Liberal, voy, pues, a prescindir de no poco de cuanto he dicho hasta ahora, así como de lo que han dicho mis discretos impugnadores, a retirarme modestamente de la palestra, y a ceñirme en mi despedida al caso particular que me impulsó a escribir y al propósito que tuve al hacerlo.
Creo fuera de duda y por cima de discusión que en todo idioma y en toda literatura hay un momento de florida abundancia y de madurez sazonada, después del cual apenas caben ni se conciben progreso y mejora, sino transformaciones y cambios.
Concretándome a la novela, entiendo yo que, si bien se cumplirán pronto tres siglos desde que salió a luz el Don Quijote, no se ha escrito hasta ahora novela mejor ni que se le iguale. Por esto me pareció falso, infundado e injustamente depresivo para el ingenio y la cultura de los españoles, el sostener que las antiguas novelas son superficiales y epidérmicas, y que desde Bourget, Tolstoï y otros franceses y rusos se emplea para escribir novelas un arte nuevo, exquisito y profundo, por cuya virtud se logra que los lectores sientan y piensen mil y mil cosas inauditas, inefables y enteramente escondidas antes en las entrañas, en los abismos, en el centro inexplorado y tenebroso del alma humana.
Acaso, en el ardor de la contienda, he ido más lejos del punto a donde debía ir. Voy yo mismo a corregirme y a enmendarme. Diré de los ingenios lo que, en nombre de la misma Divinidad, Virgilio decía de los romanos y lo diré en igual sentido:
His ego nec metas rerum nec tempora pono;
Imperium sine fine dedi.
No quiero ni debo poner barreras, meta, ni a modo de columnas de Hércules al ingenio de los hombres, escribiendo non plus ultra en dichas columnas. Allánense los ingleses a confesar que es posible la aparición de un dramaturgo que valga más que Shakespeare, y allanémonos nosotros a confesar que es posible la aparición de un novelista superior a Cervantes. A lo que no nos allanamos y a lo que yo no me allano, es a que este novelista haya aparecido ya, y menos a que sea Tolstoï, Bourget o Zola. Pero, aunque llegase alguien a convencerme de que cualquiera de estos novelistas de ahora valía más que Cervantes, aún no me convencería yo de que la superioridad consistía en el ejercicio o en el empleo de un arte más exquisito y profundo, sino en que a Zola, pongamos por caso, le había dado Dios más inteligencia, más estro, más inventiva y más profundidad de ideas y de sentimientos que a Miguel de Cervantes, por donde éste se había limitado a escribir cosillas de mero pasatiempo, sin penetrar más allá de la corteza y de la epidermis, mientras que Zola se hunde como buzo espiritual en las más obscuras reconditeces del ser humano, sacando de allí a la clara luz del día secretos misteriosos, nunca revelados antes.
Todavía, concedido esto, y no es poco conceder, se me ocurre una objeción. ¿No involucraremos las nociones del arte y de la ciencia? ¿Será bien estimar en más, porque tenga más contenido científico una obra de arte que otra obra de arte? Demos de barato que Germinal encierra más, muchísima más ciencia que El ingenioso hidalgo, pero ni aun así se podrá inferir que Germinal sea mejor novela. Tanto valdría, en vista de los adelantos modernos, inferir, no ya que un tratado fundamental, sino que la más compendiosa cartilla de agricultura vale mil veces más que las Geórgicas. Las Geórgicas quizás no enseñan sino simplezas y errores, mientras que estudiando la cartilla puede cualquier sujeto entendido convertirse en agricultor más que mediano. Pero el arte no se propone tal fin. Se propone la creación de pasmosa hermosura que deleita, arrebata y eleva el alma, lo cual se consigue con las Geórgicas, cuando el que las lee es capaz de comprenderlas; pero no se consigue con la cartilla, que está al alcance del más tonto, que no hay nadie que no comprenda, y que divulga muy útiles conocimientos. Mas ¿para lograr este fin no será siempre mejor escribir cartillas que no poemas o novelas? Todo cuanto enseñe la más sabia novela del día podrá cifrarse acaso en un par de planas de la más modesta cartilla. Y así, hecha abstracción de la sabiduría que la novela encierre, quedará monda y lironda la obra de arte, la cual luego que pase la moda del día y sea otro el gusto del público, es casi seguro que aburrirá al género humano y caerá en olvido o en menosprecio.
¿Cómo he de negar yo que la humanidad ha adelantado mucho? Su cultura es como un capital que se aumenta cada día, tanto por nuevas ganancias como por los réditos que no se gastan y que se van acumulando. Lo que niego es que el arte, como arte, progrese a par de dicha cultura.
Yo no gusto de defender paradojas. Si de ello gustase, me atrevería a defender lo contrario, con no escasa complacencia, porque lo más divino y admirable que hay en el arte en general, y singularmente en el de la palabra, es lo inspirado, lo espontáneo, lo en cierto modo inconsciente, lo que se diría que está por cima de toda conciencia individual, en la mente colectiva, en la razón impersonal, en el ingenio superior de pueblos y razas y hasta en el numen, que se nos revela o creemos que se nos revela. Y aunque yo no niego la posibilidad y la continuidad de presentes y de futuras revelaciones, hallo más propios de las primitivas edades que de la edad presente tales casos, que pueden bien calificarse de sobrenaturales y divinos.
No impide lo dicho que la parte técnica, la industria de la fabricación literaria esté en el día más adelantada y más divulgada que en los pasados siglos. De aquí que, por cada una de las novelas que se escribían hace ciento o doscientos años, se escriben hoy centenares y hasta millares. A lo cual contribuye no poco el que haya hoy más gente que las lea y que las compre. Pero esto mismo manifiesta lo caduco y efímero de la actual producción. ¿Cómo he de quitar yo su mérito al que logra crearse un público, ganar su atención y su simpatía y entretenerle y divertirle durante diez, veinte o treinta años, con los cuentos que escribe? Grande y muy envidiable mérito es éste; pero no llega, ni con mucho, al del autor que produce algo, no fuera de moda, sino superior a la moda y que ha de persistir cuando la moda pase, porque toda moda ha de autorizarse y justificarse, comprendiéndolo en vez de desecharlo. Así los clasicistas del siglo del renacimiento y del de Luis XIV ponían a Homero a la cabeza de los clásicos. Vino luego el romanticismo y declaró romántico a Homero. Y yo no dudo que los más acérrimos naturalistas del día dejen de citar la Iliada, como dechado y modelo del más admirable naturalismo.
El busilis, pues, y el toque magistral de cualquier obra de amena literatura no está en seguir la moda, sino en dar la moda o más bien en ponerse tan por cima de la moda y tan por cima de progresos y de mudanzas, que toda moda nueva se apoye y se autorice en aquella obra presentándola como dechado y tratando de convencer al público de la excelencia de lo nuevo, no por su discrepancia, sino por su semejanza con aquel modelo inmortal.
Que haya obras de esta clase en el día y cuáles sean, es lo que yo no me atreveré a decidir. La sentencia es ardua. La posteridad la dictará sin duda. Limitémonos nosotros a reconocer el mérito relativo de los que interesan, divierten o entusiasman con sus escritos, aunque sea durante corto número de años, a determinado número de personas, que llamaremos su público. Ya lograr esto, es lograr muchísimo. El que lo logra merece admiración y aplauso y hasta mueve a envidia, a quien no tiene el alma desinteresada y generosa: pero desde este triunfo fugitivo hasta la inmortalidad gloriosa y hasta conseguir la victoria sobre aquellos autores, a quienes ha venerado el mundo durante largos siglos y a quienes han ensalzado muchas generaciones de críticos, hay enorme distancia, sobre la cual nadie puede dar un brinco sin caer en lo absurdo.
Y por último, en lo tocante a la ciencia más honda que se supone que encierran las novelas del día, ya he dicho y repito ahora, que la novela no es ciencia, y que, aun suponiendo que enseñe mucho, nada vale como aburra, disguste y hasta ponga de mal humor a quien la lee, porque la amena literatura no se propone afligir, sino deleitar, sacando deleite hasta de los lances más trágicos y lastimosos y haciendo que la compasión y el terror estéticos traigan placer y elevación al ánimo y no que le desconsuelen y depriman, por donde Aristóteles decía que el fin de la tragedia era la purificación de las pasiones, esto es, que la compasión y el terror se conviertan por el arte en dulces y gratos, en vez de ser amargos e ingratísimos, como son por naturaleza.
Harto sabemos que hay pobres y ricos; peste, hambre y miseria; que tarde o temprano todos nos hemos de morir; que la sociedad pudiera estar mejor organizada; que hay más hambre que pan y más frío que capas, y más enfermedades que remedios, y más necesidades que recursos para satisfacerlas; pero la existencia de tanto mal no disculpa ni justifica el que produzcamos otro mal, que para nada nos vale, atormentándonos con lamentos y quejas y esmerándonos en las más prolijas y menudas descripciones de todos los vicios, podredumbres, crímenes, infamias y desventuras que hay sobre la tierra.
Bueno y deseable es que el mal, hasta donde esto es compatible con el ser de nuestro planeta y con la condición física y moral de los hombres que le habitan, vaya desapareciendo, o al menos, menguando; pero, como no sea distrayéndonos y deleitándonos, las novelas no logran este fin. Lo lograrán, por dicha, la religión y la ciencia, los sermones y las disertaciones. Y aun así, hay no poco que observar.
Yo soy entusiasta admirador del poder de la palabra, hablada o escrita. Y, sin embargo, no puedo menos de reconocer que los hombres que más han contribuido al progreso y a la mejora moral de nuestro linaje, así en la sociedad como en el individuo, ni han escrito novelas, ni apenas han escrito cosa alguna. No sé yo que Sakiamuni escribiese nada, ni Sócrates, ni Jesucristo, si es lícito citarle como hombre entre los que fueron meramente hombres. En suma, con mucho hablar y con mucho escribir se consigue poco o nada fuera del deleite del que lee o del que oye cuando lo hace bien el que escribe o el que habla.
Y al contrario, a la felicidad y bienandanza de nuestro linaje, suele contribuir más que el que escribe el que compendia lo profusamente escrito o lo destruye y lo borra. Valga para ejemplo lo que se cuenta de Confucio, quien de millones y millones de máximas que había en China, extractó unas pocas y formó así el libro fundamental de la sabiduría en el celeste imperio.
Moraleja final de todo. Nosotros, por lo mismo que no somos sabios, escribimos difusamente cuanto se nos antoja; pero no debemos imaginar que enseñamos, ni que mejoramos a la humanidad, ni que le abrimos nuevos y ocultos senderos. Bástenos con aspirar a divertir o a conmover agradablemente, no a la humanidad toda sino a unos cuantos miles de individuos, que forman nuestro público y que tienen el bueno o el mal gusto de entretenerse leyendo las novelas y los cuentos que escribimos. Ojalá que este bueno o mal gusto no se pierda, que nuestro público no se disipe, sino que persista o se renueve, y que al menos la mejor de nuestras novelas siga leyéndose con agrado la mitad del tiempo siquiera que fue leído el Amadís de Gaula o que fue leída La Diana de Jorge de Montemayor, que casi nadie lee ya porque le falta la paciencia.
Y para que no le falte también a los lectores de El Liberal, al notar lo largo de esta discusión literaria, pongo por mi parte punto final en ella, y prometo no decir ya nada aunque otros escritores me contradigan y diluciden la cuestión con mejor tino y gracia.
Con el título arriba estampado se designa cierta novela, que hará ya ocho siglos o siete y medio por lo menos, compuso un paisano de mi antiguo y buen amigo el autor de El sombrero de tres picos, de La pródiga, y de El niño de la bola. Aunque sólo fuera por esto, me sería a mí simpática la novela de que voy a hablar, novísima ya a fuerza de ser antigua. La escribió un mahometano natural de Guadix, que vivió en el siglo xii de nuestra era y que tenía por nombre Abubequer Abentofail. Dicen que fue gran matemático y astrónomo, docto médico, filósofo e inspirado poeta. Hubo de ser asimismo hábil y discreto cortesano, porque privó con el rey moro de entonces, de la dinastía de los Almohades, y alcanzó tal valimiento, que pudo favorecer, aupar y llamar con buenos empleos a aquella brillante corte a no pocos otros sabios y literatos. Así tuvo la gloria de ser el protector del gran cordobés Averroes, tan admirado en la Edad Media, tan influyente en la filosofía escolástica y del Renacimiento, y conocido hoy y celebrado aun entre el vulgo de los eruditos a la violeta por el precioso libro que Ernesto Renán compuso sobre él y sobre su doctrina.
Abentofail hubo de ser, sin duda, un escritor muy fecundo: lo que llamamos ahora un polígrafo. Escribió de astronomía, de medicina y de varios otros asuntos; pero todo o casi todo se perdió, y sólo poseemos las aventuras de Hay Benyocdan o sea El filósofo autodidacto, aceptando el título que se ha dado a la novela al traducirla en latín de la lengua arábiga. Traducida fue primero en hebreo y sabiamente comentada por Moisés de Narbona. En latín la tradujo Eduardo Pococke, y la publicó en Oxford en 1671. Después se han hecho varias versiones y ediciones de ella en las lenguas vivas de ahora, especialmente en alemán y en inglés.
En Inglaterra hubo de tener muy buen éxito nuestra novela, ya que de ella se hicieron en poco tiempo tres traducciones y ediciones diferentes en lengua vulgar. Vivía entonces el famoso Daniel de Foe, y es probable o casi seguro que leyó la historia de Hay Benyocdan, gustó de ella y se propuso imitarla. Las aventuras de Robinsón Crussoe que tanto nos han embelesado a todos cuando niños, y cuya lectura nos deleita aún, bien podemos jactarnos de que hasta cierto punto han sido inspiradas por la obra del antiguo novelista de Guadix. Hay Benyocdan, lo mismo que Robinsón, se encuentra en una isla desierta, y por la virtud de su ingenio, por la energía de su espíritu y por la robustez y brío de su cuerpo, lucha con la naturaleza y la doma: cubre su desnudez con productos vegetales y con pieles; remedia su debilidad inventando armas; somete a varios animales y los sujeta a su mandado; se abriga de la intemperie construyéndose una vivienda, y se proporciona fuego, y guisa los alimentos para no comerlos crudos, y crea para su uso y comodidad otras artes y otros oficios.
En la historia de Foe, el héroe es harto menos prodigioso. Es por consiguiente más verosímil lo que ocurre. Robinsón había vivido en medio de una sociedad civilizada, y evocando el recuerdo de lo que había visto, se limitaba a reproducirlo más o menos groseramente.
Hay Benyocdan es personaje mucho más fantástico. El mismo novelista ignora cómo su héroe ha venido al mundo. Tal vez fruto de culpables amores o de matrimonio clandestino la bellísima princesa, su madre, para evitar la venganza de un padre o de un hermano harto severo, hace como la madre de Rómulo, o como hizo Elisena con su hijo Amadís, que por eso se llamó el Doncel del mar: le abandona en un bosque o le pone en una cuna flotante a merced de las olas.
De esta suerte, Hay Benyocdan llevado por mansos vientos, arribó a punto donde, al retirarse la marea, le dejó en seco, en fértil y apacible floresta, en hermosísima isla situada en la línea equinoccial, y en la que no hay hombres ni fieras, sino verdura, flores y frutos y animales tímidos y benignos. Una gacela le cría, como crió a Rómulo una loba, una cabra a Dafnis, y una oveja a Cloe.
La manera con que Tofail va explicando y contando el crecer del niño abandonado, el desenvolvimiento de sus facultades corporales, y lo que inventa y forja para aumentarlas, y luchar por la vida, es harto menos verosímil que en el cuento de Foe, pero es igualmente ingeniosa, sin dejar de presuponer en quien escribe atinada observación y experimental conocimiento de lo natural y real que hay en el mundo.
No se limita a esto, con todo, la novela de Tofail. Esto es lo menos importante de la novela, aunque sobre ello lo más importante está fundado.
Hay Benyocdan es todavía más excepcional y egregia criatura por el alma que por el cuerpo. Nada ve, nada hace, nada observa en sí ni fuera de sí, sobre lo cual no piense y cavile. En su mente va ordenando y combinando las ideas que recibe, claras y distintas todas, aunque desnudas de signo sonoro o dibujado que las represente, porque no hay para él palabra hablada o escrita. Sólo puede saber y sabe los varios gritos inarticulados de su madre adoptiva la gacela.
A mi ver, es un milagro de prodigiosa sutileza el que realiza Tofail al ir narrando el interior desenvolvimiento del pensar en la mente de su héroe solitario y mudo. Seguirle en esto no se puede aquí por falta de espacio y más aún por falta de suficiente aptitud en mí para extractar sin rebajar el valer de la obra.
Percibe Hay primero la diversidad de los seres que tienen vida, y abstrayendo luego las diferentes cualidades que los distinguen, ve aquello en que todos convienen y en que todos se identifican y halla así la especie y el género y llega por último a la unidad del ser, despojado de accidentes y de distinciones, pero que lo comprende todo. Y el ser a que llega no es el ser vacío, que indeterminado y sin atributos, se confunde con la nada, sino que es el ser en toda su plenitud y grandeza, porque ha llegado hasta él, no por mero procedimiento dialéctico, abstrayendo lo distinto y lo vario, sino buscando en él la causa y el origen del orden, de la magnificencia, del movimiento y de la vida, de todo el universo: causa que no ha logrado hallar ni en este mundo de generación y de corrupción en que vivimos, ni en el aire, ni en el éter, ni en los astros al parecer incorruptibles, ni en las esferas del cielo que van girando arrebatadas. El motor de todo esto, ora todo esto sea eterno, ora haya sido creado por el motor, sobre lo cual vacila Hay, presenta razones en pro y en contra y no decide, es un motor único, supremo y anterior, si no cronológicamente, dialécticamente, a todo cuanto fue, es y será. En suma, Hay, con argumentos dialécticos y cosmológicos, acaba por demostrarse la existencia de Dios, que todo lo llena; de una inteligencia pura que lo dirige todo y que todo lo penetra, sin las dimensiones y demás accidentes propios de los cuerpos.
Cuando muere la gacela, su madre adoptiva, discurre Hay sobre la vida y la muerte. Quiere buscar el principio de la vida que de la gacela ha huido. Con rudos instrumentos le abre las entrañas y busca ese principio en el hígado, en los pulmones, en el corazón, en la sangre y en los nervios. No le halla en parte alguna. Estaba en todo y como levísimo vapor se ha disipado. Así infiere que el principio de la vida es incorpóreo, es tenue; se asemeja en pequeño al gran ser que antes ha reconocido como motor o como alma del Universo.
Estudia luego a los animales con quienes vive y entre él y ellos descubre radical diferencia. Ve que ninguno ha logrado elevarse hasta la idea del gran ser a que él se ha elevado. Él, pues, es único en su especie. Valiéndonos de expresión moderna, él por sí solo constituye un reino aparte: el reino humano. La sustancia pensadora que en él existe no puede menos de ser inmaterial e inmortal...
El solitario Hay se consagra entonces a estudiarla con ahínco; escudriña, medita, prescinde de sus sentidos corporales; desecha de sí la memoria, se olvida del mundo sensible, hasta de la imaginación se despoja, y ya con la pura esencia del pensamiento, se hunde por lóbregos senderos en el abismo de su propia alma. Allí al cabo se le aparece la radiante y divina luz del día eterno. Hasta la inmortal esencia de su espíritu se diluye y se pierde en aquel Océano luminoso, viniendo a ser todo uno y lo mismo.
Todavía, sin embargo, Hay vuelve del éxtasis y contempla de nuevo el Universo visible, pero ya reconoce en todo él, en una parte más intensa y en otras menos, la luz en que estuvo inundado. Los rayos de aquel eterno sol y su imagen esplendorosa se reflejan con mayor o menor intensidad en cuantas son las criaturas. Así el sol material se refleja y se mira en los espejos, aunque estén empañados y turbios. Hasta en lo más bajo de nuestra tierra de corrupción brilla algo de la luz divina, como tal vez, en medio de las tempestades, un rayo de sol rasga las negras nubes y se quiebra y riela en las ondas fugaces del mar alborotado.
No pocos críticos acusan a Tofail de panteísta; pero yo me atrevo a sostener, si bien con la timidez que mis escasos conocimientos me infunden, que Tofail está exento de panteísmo. La persistente realidad de cuantos seres hay en el mundo queda a salvo con su doctrina. Dios lo penetra todo, pero no se confunde con nada. Yo no veo en Tofail tan enérgica expresión del corto o ningún valer de las criaturas, si con el Creador se las compara, como esta de un gran Padre de la Iglesia: ¡Dios mío, si las cosas son algo es por el ser que Tú les das, y no son nada porque no son lo que Tú eres!
Y en lo tocante a la unión íntima del alma con Dios y al propósito de la ciencia mística, tampoco va tan lejos Tofail como en sus términos y frases muchos místicos ortodoxos de Alemania, de Italia y de España.
Lo que sí se echa de menos en la mística de Tofail es, ya que no la carencia, la poca energía del amor que aspira y logra la unión más que la inteligencia pura.
En la segunda parte de la novela es donde todo buen musulmán, y más aún todo buen cristiano, tienen que censurar y que escandalizarse.
Asal, habitante de un país muy poblado y civilizado, y fervoroso creyente en una religión positiva, se siente inclinado a la mística contemplación, huye del mundo, busca la soledad del yermo y viene a dar en la isla donde Hay habita. Los dos extraños anacoretas se encuentran, se contemplan con mutuo asombro y al fin se acercan y se tratan. Al principio se entienden por señas, porque Hay no sabe hablar, pero Asal logra pronto enseñarle su idioma. De los sabios coloquios que tienen ambos resulta algo de muy satisfactorio al parecer: la concordancia de la fe y la razón. La verdad revelada por profetas, apóstoles y fundadores de religiones, coincide en todo con la metafísica que Hay ha construido en la serie larga de sus meditaciones. La única diferencia estriba sólo en que la metafísica de Hay es el desnudo foco o centro de la verdad, envuelta por la religión en densísimo velo de símbolos, alegorías y figuras. La gente vulgar no hubiera comprendido lo verdadero en toda su desnudez y pureza, por donde los fundadores de religiones han tenido que velarlo y envolverlo en símbolos. En vista, además, de la flaqueza y pasiones bajas de la plebe humana, la moral religiosa no ha podido revelarse tampoco, al menos como precepto, con toda su austeridad y firmeza: ha necesitado transigir un tanto para que el vulgo la acepte, se conforme y se someta.
De aquí puede inferirse que la metafísica de Hay es, según Tofail, la pura esencia de toda verdad religiosa, la cual permanece velada en símbolos para la multitud, incapaz de percibir sin ellos la verdad por medio de la introinspección y de la filosofía.
Hay y Asal concuerdan en que los que como ellos llegan a Dios por la inteligencia, logran la bienaventuranza contemplándole y uniéndose a Él, y más aún que en vida, en muerte, libres ya de sus mortales despojos. Tal es la gloria o el cielo en las religiones positivas. Los qué entreven o columbran a Dios en esta existencia mortal, y cediendo luego a sus apetitos, a sus malas pasiones y a sus gustos por lo terrenal y perecedero, se apartan de Dios, sienten después de morir un dolor grandísimo por no volver a ver ni a gozar el supremo bien cuya hermosura y luz columbraron. Son como hombres que antes veían y que después se han quedado ciegos. Tal es lo que corresponde al infierno en las religiones positivas. Y cuando la vista puede recobrarse con penas expiatorias, tal es el purgatorio.
Lo que es amplísimo en la metafísica de Tofail y de Hay es el limbo. La inmensa mayoría de seres humanos jamás eleva a Dios el pensamiento. Son como ciegos a nativitate, y como no han columbrado la luz divina, no se atormentan por verla ni por gozarla y caen en el limbo y quedan sin pena ni gloria.
Resulta, pues, en esta metafísica que, si son muchos los llamados, son pocos los escogidos, aunque son también muy pocos los condenados a penas eternas.
La novela de Tofail tiene un desenlace que puede interpretarse satíricamente. Hay se empeña en ir a predicar y a enseñar su metafísica entre los hombres. Asal procura disuadirle de aquel intento, dejando entrever que los hombres no están preparados para tanta verdad y que tal vez no lo estarán nunca. Hay, no obstante, persiste en su empresa y Asal se deja convencer y le sigue. Logran hallar un barco, navegan en él y arriban al país de donde Asal había venido. El rey, antiguo amigo suyo y persona excelente, recibe con palmas a los dos viajantes; pero, no bien éstos se lanzan a predicar su metafísica, toda la corte, la burguesía y la gente menuda, se aburre de ellos y los aborrece. Ambos entonces, imitando a la zorra, y perdóneseme lo ruin de la comparación, dicen no están maduras, y se vuelven a la isla desierta, donde viven en soledad y conversación interior hasta que les llega el día de su glorioso tránsito, o sea de la muerte.
Así, y no creo que muy libremente interpretada, es la novela filosófica de Tofail.
En España nadie había pensado en traducirla hasta que el entendido arabista D. Francisco Pons, muerto por desgracia en la flor de su edad, devolvió esta joya a la tierra en que se había criado, trasladándola con gran primor, fidelidad y elegancia al idioma castellano, que hoy se habla en ella.
El libro está impreso en la ciudad de Zaragoza en el presente año de 1900, y es el tomo V de la colección de estudios árabes que allí se publica. Contiene, además de la novela, una advertencia preliminar del arcediano D. José María Navarro, maestro y amigo que fue del malogrado traductor, un breve discurso de D. Marcelino Menéndez y Pelayo y como apéndice la alegoría mística Hay Benyocdan de Avicena, porque según dicen los arabistas, el nombre de Hay Benyocdan equivale al Viviente hijo del Vigilante, y viene a significar al hombre que piensa en las cosas divinas.
con motivo de algunas frases del Sr. Cuervo.
A Dios gracias yo soy por naturaleza poco inclinado a la melancolía y al desaliento. Hasta en las circunstancias más tristes procuro hallar algo que me traiga esperanza y consuelo. Como los niños de los cuentos de hadas, cuando se pierden en obscura y tempestuosa noche, en medio de un bosque lleno de malezas, precipicios y tal vez fieras, veo siempre a lo lejos resplandecer la lucecita que ha de guiarnos a un espléndido alcázar, donde genios bienhechores han de albergarnos, restaurarnos y regenerarnos.
A pesar, no obstante, de esta dichosa condición mía, como son tantos los Jeremías y las Casandras que andan por ahí pronosticando nuevos males, y como brillan con frecuencia ante mis ojos, a modo de siniestros relámpagos, terribles avisos y ominosas señales, confieso que me desazono, la postración se apodera de mi espíritu y me pongo muy compungido.
Para animarme solía yo discurrir allá en mis adentros: hemos gastado más de lo que podíamos gastar en una pobre e inútil defensa, y hemos perdido al fin nuestras ricas colonias, pero nadie podrá acusarnos, con justicia, de malos colonizadores, ni de nación estéril, cuando tan vastos territorios han permanecido en nuestro poder cerca de cuatro siglos y cuando de esta nación han brotado, como de tronco lleno de savia las ramas verdes y floridas, diecisiete repúblicas de gran porvenir, donde circula nuestra sangre, donde queda indeleble el sello de nuestro propio ser y carácter y donde sigue y seguirá hablándose nuestro idioma.
Entonces recuerdo los tan conocidos versos del duque de Frías.
.............en vano el mundo
De Colón, de Cortés y de Pizarro,
A España intenta arrebatar la gloria
De haber sido español.
Por el habla, por las creencias y por las costumbres, la gente de allí seguirá siendo española antes de ser americana. Y el navegante que llegue a aquellos puertos tan apartados de Europa y de España,
Verá la cruz del Gólgota plantada
Y escuchará la lengua de Cervantes.
Pero mi gozo en un pozo. Yo esperaba que seguirían siempre siendo hispano-parlantes cuantas naciones se extienden desde el Norte de Méjico hasta el Estrecho de Magallanes. Yo esperaba que seguiríamos hablando la lengua española cincuenta o sesenta millones de seres humanos; gran porvenir para nuestra literatura, por poco que dichos seres escriban y lean. Pero lo repito; el gozo en un pozo. Y ha venido a arrojarme en él, con sus dudas y temores, nada menos que el más profundo conocedor de la lengua castellana (y bien podemos afirmarlo sin temor de que nadie nos desmienta) que vive hoy en el mundo.
Pocos días ha, recibí un librito impreso en Chartres, que contiene un poema titulado Nastasio, obra del vate argentino D. Francisco Soto y Calvo. El poema es muy original. En él hay descripciones bien hechas y sin duda fieles, de la vida rústica de la Pampa, de aquellas fértiles praderas y de las costumbres, lances y amores de los campesinos o gauchos. Refiere la mala aventura de un pallador llamado Nastasio, a quien un tremendo huracán destruye y quema la cabaña y mata a la mujer y a los hijos. La honda pena y la resignación cristiana del pallador están bien sentidas y expresadas. Los versos que el pallador compone, celebrando primero su ventura, cuando aún era dichoso, y lamentando su infortunio más tarde, son sencillos y espontáneos sin ser prosaicos ni rudos, y merecen, a mi ver, no pequeña alabanza. Por último, la muerte del pallador, viudo y solitario, está llena de dulce tristeza o más bien de esperanza consoladora.
.............Un instante
Fijos los ojos en el techo obscuro
Pareció que hondamente agradecía
La bondad del Señor.
Después, ya muerto,
Se quedó cual soñando en lo futuro,
Y se asentó la paz en su semblante.
En suma, el Nastasio del Sr. Soto y Calvo es una bella composición, por el estilo del Hermán y Dorotea de Gœthe y de la Evangelina de Longfellow, si bien en el Nastasio no se advierte imitación, sino mucha espontaneidad. Su lenguaje es castellano muy puro.
Por eso mismo me ha sorprendido y me ha contristado más la carta-prólogo que en el Nastasio he leído.
Hay en esta carta una idea harto contraria a la condición, vida y carácter de quien la emite. Imposible parece que desconfíe tanto del porvenir en América del idioma castellano quien ha consagrado toda la vida a su estudio y está erigiéndole el maravilloso monumento de un Diccionario de construcción y régimen. Quizás exprese D. Rufino J. Cuervo, pues ya se entiende que éste es el autor de la carta, no ya una convicción, sino el temor, propio de quien mucho ama, de que aquello que ama desaparezca o muera.
La corrupción del latín y el nacimiento y desarrollo ulterior de las lenguas romances no puede ni debe servirnos de guía para pronosticar en América la corrupción del castellano y el nacimiento y desarrollo ulterior de nuevos idiomas. El imperio de los Césares acabó y se desmembró por invasión extranjera. Pueblos germánicos y de otras razas y lenguas vinieron a establecerse en varias provincias del imperio, dando origen a nuevos Estados y aun a nuevas nacionalidades; pero el imperio colonial de España ha tenido fin, dividiéndose de manera muy distinta, por obra de los mismos españoles de origen que han querido y logrado ser independientes.
La civilización antigua se corrompió y degeneró primero, y con la invasión de los bárbaros sufrió después largo eclipse, o más bien sueño o letargo del que hubo de despertar o de renacer transformada y muy otra de lo que era y con otros modos de expresión para manifestar su pensamiento; pero en las repúblicas hispano-americanas ni ha habido invasión de bárbaros, ni desmayo, ni decadencia de civilización, ni raza triunfante y dominante que se haya sobrepuesto a la raza española de origen que antes triunfaba y dominaba. No hay motivo, pues, para recelar la desaparición en el nuevo continente de la lengua castellana, a no ser que los actuales habitantes o ciudadanos de las nuevas repúblicas se consideren, con humildad profundísima, tan pobres de ser propio que vengan a sobreponerse a ellos y a hacerles olvidar el habla de sus padres, o bien los indios indígenas, o bien los emigrantes italianos, franceses o alemanes, que acudan en busca de trabajo y de bienes de fortuna.
El aislamiento de las diversas repúblicas entre sí, tendrá que ser y deberá ser menor cada día, y sólo en muy remoto porvenir, que va más allá de toda previsión humana, podrá crear lenguas distintas, acabando por no entenderse los que son hoy pueblos hermanos.
El que haya cierto número de palabras propias de cada país para significar especiales y locales usos, costumbres, producciones naturales, trajes, etc., no basta para explicar que vengan a nacer distintas lenguas. Acaso para entender las narraciones de Pereda, el más español y el más castellano de nuestros novelistas, se requiera más glosario que para entender el Nastasio o cualquiera otra narración argentina. Y no por eso teme nadie entre nosotros que en la Montaña, en Santillana o en Santander, en la patria del mismo Pereda, de Amós Escalante y de Menéndez y Pelayo, salgan hablando, el día menos pensado, un idioma distinto.
La más seria amenaza de muerte que tiene el castellano es, según dice el Sr. Cuervo, que no hay más que cuatro o cinco autores españoles cuyas obras se lean en América con gusto y provecho, que allí la vida intelectual se deriva de otras fuentes; pero si esto es así, si en España no hay más que cuatro o cinco autores, y si para vivir vida intelectual tenemos que recibirla de Francia, tan amenazado como en aquellas repúblicas está el castellano en esta desventurada y estéril metrópoli, donde sólo Dios sabe qué lengua hablaremos, o si dejaremos de hablar ya que nada propio y no venido de París tenemos que decir en ninguna habla. Si para decir algo de gusto o de provecho tenemos que repetir lo que se dice en Francia, más vale dejarlo en francés y no traducirlo. El pasto espiritual es, lo mismo que el material, indigesto y desagradable cuando se toma recalentado. Boileau lo declara diciendo:
........et souvenez-vous bien
Qu'un dîner rechauffé ne valut jamais rien.
Y no se me diga que no bien nos lancemos a hablar, en la antigua metrópoli y en todas las repúblicas, sus hijas, dieciocho lenguas nuevas, desaparecerá la esterilidad de nuestro ingenio, se nos aclararán las entendederas, y en vez de cuatro o cinco autores que escriban cosas de gusto y de provecho, tendremos cuatrocientos o quinientos. Desengáñese el señor Cuervo: si en el día y hasta el día hemos sido y somos poco ingeniosos, provechosos y gustosos, lo seguiremos siendo, aunque se repita el milagro de la Torre de Babel entre nosotros.
Este milagro, por otra parte, es harto difícil de hacer. No en todas las regiones que formaban antes el inmenso imperio español se halla a mano para desechar el habla de Castilla otra lengua viva aún, o algún dialecto que la reemplace, como sucede en Cataluña y en Galicia. Los andaluces, pongamos por caso, nos veríamos algo apurados si intentásemos descastellanizarnos. Expulsados ya los judíos y los moriscos, no me parece bien ni fácil que saliésemos hablando en árabe o en hebreo, lo cual tendría además el inconveniente de no ser nuestra lengua propia y privativa. Todo, sin embargo, tiene remedio. D. Manuel Góngora y Martínez refiere en sus Antigüedades prehistóricas de Andalucía, que en varias cuevas llamadas de letreros, los hay al parecer ininteligibles y en abundancia. Ahora bien; yo tengo un amigo muy docto que trabaja con éxito en descifrar dichos letreros, eclipsando la gloriado Champollión. Y como se presume que los tales letreros están escritos en el antiquísimo idioma de los turdetanos, mi amigo espera reconstituir el mencionado idioma, en el que se compusieron sabias leyes y hermosos poemas hace ya nueve o diez mil años. Si el susodicho amigo mío se sale con la suya y reconstituye la lengua turdetana, los andaluces echaremos la zancadilla a los catalanes, a los gallegos, a los vascongados y a cuantos oriundos de España hay en América, aunque abandonando el castellano, salgan hablando y escribiendo en quichua, en guaraní o en el habla de los chibchas o de los aztecas.
Lo mejor, sin embargo, dejando bromas a un lado, sería que así en España como en toda la dilatada extensión del nuevo Continente, que descubrimos y colonizamos, se siguiese hablando sin corrupción la lengua de Castilla, lazo de unión fraternal que no debe romperse. Ningún político inglés mal humorado se atrevería a insistir en que nuestra raza está decaída, si cincuenta o sesenta millones hoy, y en lo futuro más millones de hombres, siguiesen hablando la misma lengua, claro testimonio de la persistente vitalidad de la raza. Mas para esto hemos de convenir en que se necesitan dos cosas muy importantes: que tengamos confianza unos en otros, y que procuremos merecerla. Limitándonos a lo que se escribe, quiero yo dar a entender que no porque sea español debe el público desdeñarlo, y que también los escritores debemos hacer los mayores esfuerzos y afanarnos y esmerarnos para que no nos desdeñen con justicia: para que no se afirme que sólo hay cuatro o cinco autores que se leen con gusto o con provecho. Tal vez nuestros autores pagan el desdén del público con otro desdén equivalente o mayor, pero el desdén con el desdén no tiene tan buen éxito en literatura como en cuestión de amores. Cuando no se estudia, o se estudia poquito, nadie, a no ser un ingenio portentoso, acierta a escribir algo que sea de gusto o de provecho. En el público, y singularmente en lo que llaman ahora la hig-life, que suele dar ejemplo y tono, noto yo en España la más desdeñosa manía contra los que escribimos. Y es menester que trabajemos no poco para que esta manía desaparezca.
Fuera del teatro, a donde acude la gente por lo muy aficionada que es a divertirse, apenas hay literatura popular en España. La poesía en verso y por todo lo alto está en general harto desacreditada y a pesar de Quintana, Gallego, Duque de Rivas, Espronceda, Zorrilla, Campoamor, Núñez de Arce y bastantes otros que viven o han vivido en el siglo que está terminando, se nos anuncia fatídicamente que va a desaparecer la forma poética. Y no se crea que lo escrito en prosa ha conquistado todo el favor y está muy boyante. Si exceptuamos a D. Benito Pérez Galdós y a otro par de autores a lo más, apenas los hay hoy en España verdaderamente populares y cuyos libros se compren y se lean. Con fatigas tendríamos que andar hoy para completar el número de los cuatro o cinco autores de que habla el Sr. Cuervo y cuya lectura trae gusto o provecho a los americanos. Ni siquiera en España caemos en gracia.
No me atormenta la mala pasión de la envidia, pero, sin envidiar, reconozco y deploro que éxito tan grande de librería como va teniendo en nuestra nación la novela Quo vadis? del autor polaco Sienkiewicz, no le ha tenido ningún novelista español, aunque entren en cuenta las Pequeñeces del Padre Luis Coloma.
¿En qué consiste esto? ¿Consistirá en manía por lo extranjero o en que la novela Quo vadis? es mejor que cuanto por aquí escribimos? La cuestión es tan peliaguda que prefiero callarme y no tratar de resolverla. Clarín además ha sido interrogado. Tiene la palabra y no debo yo adelantarme y quitársela. Sólo me atreveré a decir: 1º Habent sua fata libelli. 2º Me alegro de que vuelva la afición a la novela histórica. 3º Para escribirla bien (y va de latines) non oportet studere sed studice, lo cual significa, en el presente caso, que no ha bastado para componer el Quo vadis? acudir al Diccionario de antigüedades de Rich, a la obra de Dezobry, al Antecristo de Renán y a otras historias, como v. gr, la de César Cantú, sino que ha sido menester que el autor esté muy versado en la literatura clásica de Grecia y de Roma, y acaso en los idiomas en que dichas literaturas se produjeron. Y 4º y último, se necesita muchísima habilidad y grande ingenio para que interesen y sean asunto principal de un libro los amores de dos personas harto secundarias, y que acaban por ser muy felices en medio de multitud de catástrofes que debieran interesarnos mucho más: muertes de San Pedro y de San Pablo, suplicios espantosos y variadísimos de cristianos a centenares y trágico fin también de Petronio, de Lucano, de Séneca, del propio Nerón y de otra multitud de sujetos de mucho fuste.
Casi no hay novela histórica sin cierta ineludible falta de armonía que el autor debe hacer que se perdone o se disimule, logrando así el triunfo. En el Quo vadis? la falta es patente, pero subsanada o remediada con arte y talento. Hay dos acciones. La principal es la que menos importa: un caballero, prendado de una muchacha virtuosa y cristiana, se vale de malos medios para hacerla su manceba. Ella se resiste. El se enamora al fin seria y honradamente y se hace también cristiano. Y después de algunos lances y aventuras, el caballero y la muchacha se casan como Dios manda y se van a holgar en una hermosa quinta que en Sicilia poseen. Estos son los héroes y protagonistas y este el asunto principal de la novela. La comparsa, el coro y el otro asunto más amplio, en que el asunto principal encaja, son una legión de mártires, apóstoles y santos, y una serie de acontecimientos terribles y reales, que inspiran la Apocalipsis al Aguila de Patmos, y que preparan la prodigiosa mudanza de Babilonia en nueva Jerusalén, y el vencimiento del imperio de la fuerza por el imperio del espíritu, del que igualmente ha de ser capital Roma, purificada y santificada por la sangre de los confesores de Cristo.
En suma, yo no quiero decir más sino que la novela Quo vadis? se lee con gusto o con provecho, como dice el Sr. Cuervo que sólo se leen en América cuatro o cinco de nuestros autores.
El señor D. Eugenio Krapf, alemán de nación y fundador y dueño en Vigo de un establecimiento tipográfico, ha impreso y publicado la tragicomedia Celestina. Según en el colofón se expresa, esta obra, dividida en dos volúmenes, se acabó de imprimir el día 31 de Julio del presente año (1900). El primor y la elegancia de la nueva edición dan claro testimonio del buen gusto del impresor, de su pericia y de su devota admiración a las letras españolas.
Entre cuantos libros de entretenimiento se han escrito en España, La Celestina, es, después del Quijote, el más estimado, así de nuestros críticos como de los críticos de otros países, y el que mayor influjo ha tenido acaso en el ulterior desenvolvimiento de la novela y del teatro en las modernas literaturas de Europa. Prueban la estimación que en todas partes se ha dado a este libro las esmeradas traducciones que de él se han hecho en diversas lenguas, imprimiéndolas o reimprimiéndolas desde principios del siglo xvi hasta nuestros días con mayor primor y lujo que en España. Así, por ejemplo, la traducción francesa de Germond de Lavigne, publicada en París en 1873, la traducción alemana de Eduardo de Bolow, impresa en Leipzig en 1843, y la antigua y bella traducción inglesa de Jaime Mabbe, lujosa y lindamente reimpresa en 1894 e ilustrada con una muy discreta y erudita introducción por el docto hispanófilo Fitzmaurice Kelly.
En España, revelándose tristemente nuestro desdén o nuestra indiferencia por las producciones del propio ingenio, no se ha hecho una sola edición de La Celestina durante todo el siglo xviii, y en el siglo xix, que pronto terminará, sólo se han hecho cinco ediciones contándose en este número la incluida en la Biblioteca de autores españoles de Rivadeneyra, tomo III, que contiene novelitas anteriores a Cervantes. De ninguna de estas ediciones puede afirmarse que esté hecha con el esmero y el lujo que el texto original merece y pide. Tal vez influyó en la menor estimación que se dio a La Celestina, desde mediados del siglo xvii y singularmente en el xviii, el estigma que puso en ella la Inquisición no con gran severidad por cierto. Patente se ve la inmensa popularidad de La Celestina en España, durante el siglo xvi, así, porque de dicha obra se hicieron en aquel siglo cerca de setenta ediciones, como por los raros que son los ejemplares de todas ellas, demostrando que se leyeron mucho, a no ser que se presuma que en tiempos de mayor recato, hipocresía o pureza de costumbres hubieron de destruirse muchos ejemplares de un libro cuyo licencioso desenfado no puede negarse.
Caso raro es que no se haya podido afirmar durante mucho tiempo quién sea el autor de libro tan famoso. Y más raro es aún, dada la perfecta armonía de su estilo y la unidad de pensamiento que en el conjunto se nota, que haya podido creerse que el primer acto fue escrito por un autor, atribuyéndose, ya a Juan de Mena, ya a Rodrigo de Gota, y que son obra de otro autor los veinte actos restantes, en nada inferiores al primero.
En el día, por fortuna y merced a demostraciones que sería prolijo exponer aquí, ha venido a desecharse la creencia en la pluralidad de autores y a tenerse por averiguado que el bachiller Fernando de Rojas fue el único autor de todo el libro.
De la vida de este bachiller, que resulta por lo expuesto uno de los más gloriosos ingenios de nuestra patria, poco se sabe hasta el día, si bien puede presumirse que no fue un comunero de su mismo nombre y apellido excluido de la amnistía que en 1522 dio el emperador Carlos V, sino otro Fernando de Rojas, que estudió jurisprudencia en Salamanca, que fue alcalde mayor de dicha ciudad y que se estableció al cabo y terminó sus días en Talavera de la Reina. La fecha de su nacimiento y de su muerte creo que se ignora. Nada se dice tampoco de ningún otro escrito o hecho suyo. Dando aquí por supuesto que la edición de Burgos de 1499, de la que sólo se conserva un ejemplar, fue una falsificación, hecha en Venecia, de 1632 a 1635, la primera aparición de La Celestina, fue en el año de 1500, edición de Salamanca. La edición, pues, de Vigo hecha por el Sr. Krapf en 1900, viene a solemnizar el cuarto centenario del libro y también de su autor, de cuya vida y hechos es el libro lo más importante que se conoce.
Ilustran la edición del Sr. Krapf, y le dan mayor realce y atractivo las variantes, el catálogo de las ediciones que de La Celestina se han hecho en español, en francés, en inglés, en holandés, en alemán, en latín y en italiano, y sobre todo una bella introducción, notas y apéndices de D. Marcelino Menéndez y Pelayo.
Nunca un libro, por original que sea, deja de tener antecedentes. Considerado como tal está el Pamphilus, que es uno a modo de drama, en exámetros y pentámetros latinos, remedando el estilo de Ovidio. Este drama viene inserto como apéndice en la edición del señor Krapf. Se ignora el nombre de su autor y la época en que se compuso, si bien puede creerse que no es anterior al siglo xii y que su autor hubo de vivir en algún monasterio del centro de Europa.
En germen están en el Pamphilus el pensamiento y el asunto de La Celestina. Ya en el arcipreste de Hita hay no pocos trozos del Pamphilus imitados y traducidos. Pero con razón afirma el Sr. Menéndez que esto no menoscaba la poderosa originalidad del arcipreste ni mucho menos la de Fernando de Rojas. El Pamphilus, más que obra de un poeta, parece el frío y trabajoso estudio de un filólogo, cuyos personajes carecen de vida y de individual consistencia.
La tragicomedia Celestina, en cambio, es y ha sido admirada siempre por la animación vigorosa y la variedad de los caracteres de cuantos personajes toman parte en la acción. Hay, por último, en la Celestina cierto misterioso encanto que se apodera del alma de quien la lee, embelesándola y moviéndola a la admiración más involuntaria.
No admiramos porque nos prescriban los críticos que admiremos, sino porque la admiración nace en nosotros espontánea e inmediatamente de la lectura. De aquí, para mí al menos, un muy curioso problema de crítica harto difícil de resolver; una contradicción, real o aparente que tal vez nadie acierte a explicar, bien sin pecar de sutil y de alambicado.
La historia que en los sucesivos diálogos se va desenvolviendo basta llegar al desenlace, mirada dentro de la completa realidad de la vida que vivimos, ya en nuestro siglo, ya a mi ver, en cualquiera otro, tiene casos tan inverosímiles, que rayan en lo absurdo. Calixto, mancebo gentil, rico y noble, penetra buscando un azor, en los jardines de la egregia y hermosa doncella Melibea; prendado de ella, la requiere de amores, y ofendida la dama en su recato y en su orgullo, áspera y crudamente le despide. Melibea y Calixto son ambos de igual condición elevada, así por el nacimiento, como por los bienes de fortuna. Entre las familias de ambos no se sabe que haya enemistad, como la hubo, pongamos por caso, entre las familias de Julieta y de Romeo. Ni diferencia de clase, ni de religión, ni de patria los divide. ¿Por qué, pues, no buscó Calixto a una persona honrada que intercediese por él y venciese el desvío de Melibea, y por qué no la pidió luego a sus padres y se casó con ella en paz y en gracia de Dios? Buscar Calixto para tercera de sus amores a una empecatada bruja zurcidora de voluntades y maestra de mujeres de mal vivir, tiene algo de monstruoso que ni en el siglo xv ni en ningún siglo se comprende, no siendo Calixto vicioso y perverso y sintiéndose muy tierna y poéticamente enamorado.
Todo se comprende, sin embargo, si consideramos la tragicomedia Celestina como la primera creación de una nueva era literaria en la que caben ciertos inspirados atrevimientos: una escena ideal, exenta de condiciones y requisitos y vacía de todo estorbo y no para que en ella aparezcan vagos y confusos los personajes, sino al contrario, para que más distintos y determinados se vean, como figuras que están en alta cumbre y se destacan y se dibujan en el azul sereno del firmamento sin nubes. Las flechas de amor que sucesivamente hieren y arrebatan los corazones de los dos amantes, no rompen medio que debilite el ímpetu inicial de su carrera, ni hay atracción de la tierra ni del cielo que las pare o las solicite. Fernando de Rojas hace abstracción de todo, menos del amor, a fin de que el amor se manifieste con toda su fuerza y resplandezca en toda su gloria. Y no es el amor de las almas, ni tampoco el amor de los sentidos, cautivo de la material hermosura, sino tan apretada e íntima combinación de ambos amores, que no hay análisis que separe sus elementos, apareciendo tan complicado amor con la irreductible sencillez del oro más acendrado y puro.
Ni lo que llamamos ahora conveniencias sociales, tan existentes en el siglo xv como en el día, ni lo que prescriben las costumbres y las leyes, ni moral ni religión se toman aquí en cuenta. Muy licenciosa hubo de ser aquella edad en que todos los sueños caballerescos de la Edad Media, las disquisiciones de la corte de amor y las apasionadas ternuras de los héroes de la Tabla Redonda, de Lanzarote y Ginebra, de Tristán e Iseo, se mezclaban con el ansia de vida y de goces y con la adoración anhelante de la hermosura plástica que el resucitado gentilismo había despertado y movido. Todo ello hervía sin duda en las almas, como el mosto en la cuba durante la fermentación tumultuosa.
En resolución, Calixto y Melibea se adoran y no es hipérbole ni figura retórica, sino adoración efectiva. Fuera de su amor no ven nada ni queda nada. Ni reconocen el pecado ni hay lugar para el arrepentimiento o para la enmienda. El destino, en medio del deleite y de la gloria de ellos, los lleva a trágica muerte, pero en esta misma muerte trágica hay poco de tétrico y de sombrío, sino que hay algo de triunfo. Allí se ve el más alto extremo de lo que el Sr. Menéndez y Pelayo en otro reciente escrito suyo, sobre la Propaladia de Torres Naharro, llama la triunfante alegría del renacimiento español.
Muerto Calixto, Melibea se arroja desde lo alto de una torre y también se mata, pero la bienaventuranza alcanzada y gozada por ambos amantes, en sus mutuos y ardientes abrazos, es como luz de gloria que los envuelve y que presta a lo trágico, acaso contra la intención reflexiva del autor, carácter de apoteosis. Así resulta vano en mi sentir, el propósito que tuvo Fernando de Rojas o que supuso que tuvo, de adoctrinar a los jóvenes enamorados para que no se fiasen de sirvientes inmorales y lisonjeros y de mediadoras perversas como Celestina.
El candor chistoso con que los escritores de aquella edad, eclesiásticos con frecuencia, buscan motivo o pretexto para justificar sus composiciones sobrado galantes, pasma hoy al lector y despierta en su espíritu la duda de si ellos se engañarían en efecto al suponer tal propósito o si le alegarían como burlando. Notable ejemplo da de esto el beneficiado Fernán Suárez, natural de Sevilla y traductor del Coloquio de las damas de Pedro Aretino, libro reimpreso pocos días ha en Madrid por el señor B. Rodríguez Serra. Sostiene con toda seriedad el beneficiado y traductor que lo hace para moralizar el mundo, el cual andaba tan pervertido en su época como en aquella edad remota en que Dios envió el diluvio universal para castigarle. Pero la divina justicia, según lo entiende el beneficiado, no gusta de repetir, sino de variar y de inventar nuevos castigos cuando hay pecados nuevos. Y así, en vez de diluvio, había enviado en su tiempo una enfermedad contagiosa que hacía grandes estragos y sobre la cual escribió Fracastoro un elegante poema latino dedicado al cardenal Bembo. Como quiera que ello sea, yo no acierto, ni creo que nadie acierte a explicar que haya muy provechosos avisos para los mancebos y triaca contra la ponzoña de la sensualidad en los muy desvergonzados lances que el Coloquio de las damas refiere. ¿Hablaría de chanza o hablaría de veras el beneficiado al sostener que su libro morigeraría mejor a los jóvenes regocijados que la Vía de espíritu o la Subida del Monte Sión, libros que ellos desecharían sin leer en cuanto del título se enterasen?
Fernando de Rojas tuvo, o imagina también que tuvo, el propósito de adoctrinar la juventud y de apartarla del vicio. Si resultó lo contrario, bien pudo decir Fernando de Rojas lo que dice el beneficiado: «que si la juventud tomase de aquí ocasión para pecar, eso no es culpa de esta obra, sino de nuestra mala condición, la cual, como estómago muy corrompido, la medicina que se le da para su salud la convierte en malos humores.»
Dejando nosotros a un lado la moralidad, a fin de que no salga mal parada de esta cuestión en vez de salir victoriosa, y prescindiendo también del desafuero inverosímil que sirve de fundamento a los amores de Melibea y de Calixto, bien podemos afirmar que en todos los pormenores de la tragicomedia hay tan pasmoso realismo y tan bien observada y expresada pintura de caracteres y de afectos que, no ya los críticos españoles a quienes pudo cegar la vanidad patriótica, sino los más eminentes críticos de otros países, como Gervinus en su Historia de la poesía alemana, ponderan el influjo de La Celestina en la novela y en el drama de la edad moderna, y entienden que hasta la aparición de Shakespeare no hubo en la tierra más profundo observador ni más hábil pintor del alma humana que el bachiller Fernando de Rojas. Sus personajes todos, Celestina, Sempronio y Parmeno, Elicia, Areusa y el admirable rufián fanfarrón Centurio, están pintados de mano maestra y hacen y dicen lo que deben. Si todos citan demasiado a los clásicos, largan a cada paso sentencias filosofales y pedantean con inocente refinamiento, es tan propio defecto de aquella época que más que defecto parece gracia y primor y presta al libro indeleble color temporal.
Ni carece Fernando de Rojas de muy oportunas delicadezas, inspiradas o reflexivas. La pasión de Melibea y de Calixto no puede ser más vehemente. El deleite que de la posesión nace en ambos no puede ser más subido. Y con todo eso, la dicha de ambos, de la que el lector se penetra, se envuelve en discretísimo y limpio velo, sin que el autor descubriéndola la profane. Los pormenores eróticos los guarda el autor y los emplea para las escenas, citas y encuentros de los secundarios y plebeyos amantes; de Parmeno y Areusa, por ejemplo.
Prolijo sería hacer resaltar aquí las principales bellezas de La Celestina. Mi artículo se extendería mucho más allá de las dimensiones que en este periódico se le conceden. Aun terminando aquí, tal vez se me acuse de haberme extendido demasiado. Válgame para disculpa la popularidad que en el siglo más glorioso para España tuvo la tragicomedia tan lindamente reimpresa ahora: popularidad en la que entró por más el valor estético que lo licencioso del asunto. Bastantes novelas en diálogos, imitando la de Fernando de Rojas, se escribieron después: algunas notabilísimas por la elegancia y gracia del lenguaje, por el ingenio y por el chiste, y dejando muy atrás a La Celestina en sus desenfadadas verduras. La Comedia Serafina, reimpresa también pocos años ha por los señores marqués de la Fuensanta del Valle y D. José Sancho Rayón, da testimonio de ello. Y sin embargo, así la Comedia Serafina, como la Comedia Selvagia y cuantas en el mismo género se compusieron, quedan muy por bajo de la joya literaria, cuyo alto precio he juzgado conveniente recordar hoy con ocasión de exhibirla de nuevo el Sr. D. Eugenio Krapf en forma tan correcta y lujosa.
Con el título que arriba se expresa, el señor D. B. Rodríguez Serra ha empezado a publicar una colección de libros de filosofía, y de esto que con vocablo feo e híbrido llaman ahora sociología. Sólo van publicados tres tomos, pero yo, que si bien poco entendido en asuntos filosóficos, gusto de ellos muchísimo, no he querido retardar mi bienvenida a la mencionada biblioteca, deseándole el mejor éxito posible con nuestro público de España.
De la historia de esta ciencia primera, así como de la historia de toda cultura, se han escrito no pocos libros en tierra extranjera y en estos últimos tiempos. Los franceses, ingleses y alemanes, con razón o sin ella, se han repartido los más brillantes papeles, y atribuyéndose casi toda la fecundidad filosófica, nuestra pobre nación ha resultado estéril o casi estéril, durante los cuatro últimos siglos, por culpa acaso de la Inquisición, de nuestra feroz intolerancia o de nuestra ineptitud para cosas tan sublimes.
Llenos nosotros de humilde abatimiento, hemos aceptado por lo pronto la sentencia sin protestar ni apelar. La opinión de que no nos da el naipe para filósofos ha prevalecido entre la generalidad de nuestra gente letrada.
Por fortuna la reacción ha sobrevenido, y con tal fuerza en algunos espíritus, que puede hacer recelar a un crítico imparcial y frío que es mayor que el fundamento en que se sostiene.
Los más hábiles y fervorosos defensores de la filosofía española han sido, a mi ver, don Gumersindo Laverde Ruiz, D. Nicomedes Martín Mateos, D. Francisco de Paula Canalejas, el padre Ceferino González y recientemente D. Marcelino Menéndez y Pelayo.
Con todo, y a pesar de las lecciones que este último está dando en el Ateneo, y a pesar de cuanto ha escrito ya en sus obras sobre las ideas estéticas y sobre los heterodoxos, todavía entiendo yo que la cuestión no está bien dilucidada. Nuestros más notables filósofos, desde el Renacimiento hasta el día, han escrito en latín, y no es poco lo que han escrito, por todo lo cual ni se han hecho extractos fieles y luminosos de lo que escribieron, ni se han emitido sobre ello imparciales y bien considerados juicios, ni los profanos, en cuyo número me cuento, hemos llegado a enterarnos con claridad y exactitud de sus sistemas y doctrinas. Sabemos que hemos tenido, y nos jactamos de tener entre nuestros filósofos a Luis Vives, a Valles, a Francisco Victoria, al doctor eximio Suárez, a Melchor Cano, a Domingo de Soto, a Foxo Morcillo, a Gómez Pereira y a muchos otros, pero la mayoría de la gente, apenas iniciada, sabe poco más que sus nombres. Con todo, basta saberlos y basta saber que bien o mal tan ilustres varones se han empleado en el estudio de la filosofía para presumir razonablemente que no se ha perdido entre nosotros la afición a este estudio, y que por consiguiente, los libros de la Biblioteca del Sr. Serra llegarán a venderse y a leerse, como muy de veras lo deseamos.
Otra opinión vulgar, que anda hoy muy valida contradice la posibilidad de que nuestro deseo se realice. Creen no pocas personas que la filosofía se va achicando y consumiendo conquistada y desmembrada por las ciencias positivas y exactas, que han ido poco a poco invadiendo sus dominios, anexionándoselos y repartiéndoselos como pan bendito o no bendito. Pero esto es una vanidad infundada de los sabios empíricos y de la muchedumbre que los admira y los sigue. Lo razonable es creer lo contrario: que mientras más se extiende el saber experimental, más crece y se magnifica en el espíritu el concepto de la filosofía y de la extensión inexplorada de su imperio.
Figurémonos que la filosofía, augusta y soberana emperatriz de las ciencias, mora en espléndido alcázar, cuyas salas y estrados son magníficos y cuyas elegantes cúpulas y empinadas torres se diría que llegan al cielo y se bañan en luz más pura y radiente que la de este sol que de ordinario nos alumbra. Pues bien, el alcázar, que así nos figuramos tiene vastísimos subterráneos, o sótanos por donde los sabios experimentales van andando y escrudiñándolo todo. Allí están las caballerizas, las pocilgas y los tinados, no pocos almacenes para trastos viejos, habitaciones capaces para la servidumbre, cocinas, fregaderos, bodegas, despensas y otras oficinas por el estilo. Por algunas rendijas y claraboyas tal vez se percibe y columbra algo de la magnitud y hermosura del alcázar; pero los sabios experimentales no hallan modo de penetrar en él, si bien mientras más andan, notan y averiguan en aquella parte baja, más crece el concepto de la soberbia amplitud y de la extensión maravillosa de lo inexplorado e inasequible que sobre ellos se levanta. Así comprendo yo qué es la filosofía con respecto a la ciencia que de la observación y del experimento procede.
Quizás nadie consiga nunca subir real y efectivamente a la parte superior del alcázar, pero por virtud de la fe, de la imaginación o de algo a modo de entusiasmo amoroso, quizás nos elevemos en espíritu con las alas que nos preste la religión, la metafísica o la poesía, y veamos o nos forjemos la ilusión de que vemos algunas de aquellas maravillas. De todos modos, los medios sutilísimos de que nos valemos para conseguirlo, y el ingenio, la tenacidad y los alambicados recursos a que acude y de que se vale nuestra mente en tan difícil empresa, tiene tal encanto y tan poderoso atractivo que nos deleitan y enamoran aunque en vez de triunfo obtengan sólo desengaños.
En este sentido y por las razones expuestas, los libros de filosofía no pasarán de moda, y en todas partes, incluso en España, agradarán e interesarán ahora y siempre. Auguramos, pues, buen éxito a la biblioteca del Sr. Rodríguez Serra. Van ya publicados en ella escritos de Schopenhauer y de Baltasar Gracián, y se anuncian como en prensa, varios de Nietzsche, Ibn Geribol, Emerson, Leopardi, Vives, Stiner y otros, tan opuestos en sus ideas que de lo menos que podemos acusar al editor es de parcialidad, antes bien aparece dotado de un sincretismo que nos inspira simpatía.
No aceptando por cierto sistema alguno, no alistándose en las filas de los secuaces y aceptándolos todos como cavilaciones discretas, divertidas o interesantes, poco importa que sean pesimistas u optimistas que sostengan el panteísmo, el materialismo u otros ismos, que afirmen o que no nieguen, con tal de que diviertan, interesen u ofrezcan alguna novedad. Lo que conviene, de cualquiera suerte que sea, es que el lenguaje de las mencionadas cavilaciones no resulte, o por culpa del autor o por culpa del traductor, muy bárbaro y enmarañado. Si el lenguaje y el estilo no fuesen claros y hasta cierto punto elegantes, pudiera ocurrirnos algo parecido a lo que ocurrió a la mona que trató de comerse la nuez verde y que la arrojó con desdén o con rabia al probar la amargura de la cáscara, sin llegar a comerse el sabroso fruto que dentro se escondía. Y aún sería peor, si vencida la repugnancia de lo verde y amargo y quebrantada también a fuerza de dientes la dureza de la envoltura leñosa, nos encontrásemos con que la nuez estaba vana o podrida. Prescindiendo de estas contingencias, yo declaro que todo tratado filosófico despierta mi curiosidad y me hechiza. Esperemos que suceda lo propio a mis compatriotas aficionados a libros, a fin de que compren y lean éstos sobre los que ahora voy discurriendo.
Otro peligro hay, contra el cual no veo reparo ni cautela que esté de sobra. La falta de preparación conveniente puede hacer que un alimento espiritual, ya por exótico, ya por inusitado, ya por harto sustancioso, se nos indigeste en el alma, o bien que siendo veneno le tomemos como triaca. Quiero decir, sin ambages, que los que están ayunos de todo conocimiento filosófico, si propenden además, como hoy generalmente sucede, a prendarse de lo extranjero, tal vez acepten por oro la alquimia y consideren cualquiera extravagancia o disparate como el Non plus ultra de la investigación especulativa y del saber humano.
Ni mis cortas luces ni la brevedad que debe tener este artículo consentirían, pongamos por caso, que yo impugnara aquí las doctrinas de Schopenhauer en el libro ya publicado y cuyo título es Sobre la voluntad en la naturaleza. ¿Pero no me sería lícito recelar, no sólo la falsedad de la doctrina, sino lo huero o vacío que en ella puede notarse, fundándose en puro juego de palabras y en llamar las cosas o sus cualidades con nombres que no han tenido jamás, en castellano al menos? ¿Qué diantre de voluntad es esa que se ignora a sí misma y que ignora lo que quiere y que produce, sin embargo, el universo y las leyes matemáticas, físicas y morales que, sin duda, le gobiernan? ¿Cómo de esa voluntad sin conciencia nace la conciencia? ¿Cómo nace la inteligencia de lo que no entiende? ¿Por muchas vueltas que se dé a un objeto, brotará en él algo que no esté en germen en él y que no traiga además de fuera de él la sustancia y la fuerza y la ley que para el desenvolvimiento del germen se requieren? En fin, la tal voluntad inconsciente, causa primera de todo, me parece a mí, profano, una ininteligible algarabía.
Y no se me acuse de poco respetuoso con los sabios celebérrimos y admirados en las naciones más cultas. El mismo Schopenhauer nos enseña la falta de respeto, aunque nuestra moderación y nuestra cortesía no acepten sino un poquito de sus lecciones. A casi todos los profesores de filosofía de las Universidades de Alemania los pone él como chupa de dómine, tratándolos de envidiosos, de plagiarios, de necios y de tan interesados que encubren la verdad y enseñan la mentira por miedo de perder la posición y el salario que reciben. A Kant le pone por las nubes; pero después de Kant apenas hay más que él en el mundo: Fichte es un mono, y Hegel, el que por tanto tiempo hemos admirado como el Aristóteles de la edad novísima, no es más que un charlatán atrevido. Leibnitz, cuando Schopenhauer le compara con él mismo y con Kant, es un miserable pigmeo, y tonterías y nada más que tonterías son su armonía preestablecida y sus mónadas.
El desenfado con que Schopenhauer fustiga a sus colegas tiene antecedentes en abundancia. Ya nos cuenta Gil Blas que los que disputaban en las aulas de Salamanca más parecían energúmenos que filósofos. No hay veneración que valga. El canciller Bacon, preconizado por muchos como fundador, norte y guía de todo positivismo, ha sido injuriado de la manera más feroz por no pocos de los mismos positivistas. Y Descartes, de quien se dice que procede toda la moderna filosofía, como de Sócrates la antigua, es considerado como un deplorable metafísico por Gioberti y por otros, que si algo de bueno hallan en él lo declaran plagio de San Anselmo o de otros autores de la Edad Media.
Exclamemos con Horacio: hanc veniam petimusque damusque vicissim, y reservándonos el derecho de negar y de censurar muchos sistemas filosóficos, si bien con moderación suave y sin tirarnos los bonetes, aplaudamos el propósito del Sr. Rodríguez Serra y excitémosle y animémosle para que le lleve adelante. Aunque una filosofía nos parezca falsa o vana, ¿no podrá ser entretenida e ingeniosa? Por recomendación de Schopenhauer, hemos venido a inscribir nosotros en la lista de los más notables filósofos a Baltasar Gracián, alguna de cuyas obras Schopenhauer ha traducido y ensalzado. El Criticón, v. gr., es para Schopenhauer un prodigio, y en todos los tratados de Gracián rebosa la filosofía.
El Sr. Serra no carece, pues, de fundado motivo para incluir, como incluye, en su colección dos obritas de Gracián: El héroe y El discreto. Mucho distamos nosotros de hallar en dichas obras el extremo de delirio culterano al que llega Gracián en sus Selvas del año, sobrepujando a Góngora en las soledades y en el polifemo; lo que es filosofía tampoco nos parece que hay, ni en El discreto ni en El héroe. Lo que hay, en nuestra opinión, es un admirable conjunto de enrevesados conceptos y de sentenciosas agudezas, donde son de admirar la riqueza y primor de nuestro idioma, y la maestría y el talento del escritor que de él se vale, pero donde no acertamos a ver sino apotegmas de moral práctica, casi siempre tomados de antiguos escritores, y alguna vez de la observación perspicaz del mismo Gracián, que era, por cierto, un verdadero hombre de mundo.
El concepto de la filosofía es muy elástico. Suele ampliarse o restringirse a gusto del consumidor. Pero si hemos de incluir, por ejemplo, entre los filósofos al duque de la Rochefoucauld y a la Bruyere, incluyamos también a nuestro Gracián y hasta pongámosle por cima de ambos.
La nueva edición que de El héroe y El discreto nos da el Sr. Serra está ilustrada por un erudito estudio, donde se dan muy curiosas noticias sobre los triunfos y la influencia que Gracián ha alcanzado como filósofo en Alemania. Dicho estudio, escrito en castellano con corrección y elegancia, se debe a la pluma del Sr. Arturo Farinelli, profesor en Innspruck, capital del Tirol, y tan docto y entusiasta apreciador de nuestra lengua y literatura, como de la alemana, y de la de Italia, su patria.
En suma, y a fin de terminar este artículo ya sobrado extenso, diré que, precaviéndonos bien para no inficionarnos con alguna herejía o para no exponernos a ir a parar en un manicomio, como Nietzsche o como Augusto Comte, harán muy bien los aficionados a la lectura en comprar y en leer cuantos tomos han salido ya y vayan saliendo de la biblioteca del Sr. Serra. Así se instruirán, y aunque sea con vuelo inseguro, elevarán el alma a las más altas regiones a donde puede subir nuestro entendimiento o nuestra fantasía.
I
En Junio de 1856, si no me es infiel la memoria, pasé yo muy agradablemente tres semanas en la famosa ciudad de Moscú, capital de todas las Rusias. Allí conocí y traté al señor Sergio Sobolefski, sujeto muy ilustrado y amable, poeta satírico de gran nombradía en su tierra y notable conocedor y admirador de la literatura española. Como preciado regalo suyo conservo aún entre mis libros La segunda Celestina, de Feliciano de Silva, donde se tratan los amores de Felides y Polandria, y un bonito ejemplar de las Relaciones, de D. Juan de Persia, impresas en Valladolid en 1604.
En aquel tiempo ya era yo aficionado a leer, había compuesto no pocos versos y hasta me parece que también había escrito y publicado varios articulitos en prosa.
A pesar de todo, cuando el Sr. Sobolefski me habló de D. Manuel Milá y Fontanals, de quien él era grande admirador y amigo, tuve que confesarle que ni las obras, ni el nombre conocía yo de tan ilustre literato. Le conocí, pues, por medio del Sr. Sobolefski, fui también más tarde su amigo, estuvimos en correspondencia epistolar, y creo, por último, que firmé la propuesta para que el Sr. Milá fuese académico correspondiente de la Real Academia Española.
Lo que acabo de referir prueba, sin duda, mi ignorancia y mi descuido, pero prueba igualmente el descuido y la ignorancia de la generalidad de mis compatriotas. La fama del señor Milá, que había logrado extenderse hasta el centro de Rusia, acaso no había logrado en España pasar de Cataluña a las demás provincias del Reino.
Con verdadera satisfacción podemos asegurar en el día que las cosas han cambiado mucho mejorando, y que nuestra incomunicación literaria rara vez llega a extremo tan lastimoso.
Sobrados vestigios quedan de ella todavía por donde, si no puede justificarse, se explica al menos la propensión al regionalismo. No es de extrañar que enojados los escritores que viven en provincias de que la fama de ellos no vuele, si antes no pasa por Madrid y en Madrid le prestan alas, sientan el prurito de aislarse, de escribir en la lengua o en el dialecto de la región en que nacieron, y de compensar así por la intensidad y la densidad la corta extensión de su nombradía.
Lo cierto es que en España apenas se lee. El comercio de libros se hace con poca maña o con poca fortuna, y los autores, aunque sean buenos, tienen que resignarse y que contentarse a menudo con que los lean y los aplaudan en la ciudad natal, en determinada comarca, en lo que llamamos patria chica.
A fin de evitar esto, que a mi ver es un mal, y a fin de contribuir, en cuanto esté a mi alcance, a que sean conocidas y celebradas las producciones que lo merecen y que se escriben y se dan a la estampa fuera de Madrid y en lengua castellana, me decido yo a dar noticia de algunas de ellas, prefiriendo, como es natural, las de mis paisanos los andaluces.
Seriamente no hay temor de que por allí el enojo causado por el desdén dé ser a un regionalismo separatista, porque sería bastante dificultoso que en Andalucía pretendiese nadie escribir en otro idioma que no fuera el castellano. Quédese esto para algunos catalanes, vascongados y gallegos, y también para algunos de nuestros hermanos de América que andan buscando lengua en que hablar y en que escribir, inventada o resucitada, con tamaña amplitud y capacidad tan elástica, que quepan holgadamente en ella los altos pensamientos, las invenciones peregrinas y las profundas o sutiles ideas que en el burdo y pobre castellano no caben.
En Andalucía, por fortuna, aunque la gente pronuncia mal el castellano, suele hablarle y escribirle bien; y no tiene trazas, por lo pronto, de adoptar idioma diferente. Esto no obsta, antes bien nos excita a dar aquí cuenta y justas alabanzas de algunos libros que en Andalucía se escriben.
Y sin más preámbulo voy a empezar por la flamante novela titulada Justa y Rufina, cuyo autor es el presbítero D. Juan F. Muñoz Pabón. La sencillez y castiza naturalidad del estilo hacen simpática dicha novela desde que se lee la primera página y nos estimulan a proseguir y a terminar su agradable lectura. Sin nada que ofenda los más pudorosos escrúpulos todo es alegre, chistoso y hasta regocijado en un principio. La pintura del lugarejo, cerca de Sevilla, llamado Cascotes, y donde se desenvuelve la acción, parece exactísima copia de la realidad realzada y animada por el ingenio y por el arte, si bien el arte, discreto y velado, no deja huella en lo escrito, que parece todo espontáneo y fácil.
No son odiosos ni rayan tampoco en exagerada caricatura los personajes cómicos que en la acción intervienen. Todos hacen reír, aunque sean más hijos de la observación que de una fantasía jocosa y regocijada. Sus diálogos se diría que fueron tomados por el fonógrafo, si el fonógrafo tuviese la rara habilidad de desechar lo pesado y lo impertinente y de conservar sólo con sobriedad envidiable lo que no cansa, lo que retrata los caracteres y lo que conduce y contribuye al final desenlace.
La acción nada tiene de complicada, y sin embargo, excita primero la curiosidad, interesa después, y por último conmueve profundamente.
Entre lo festivo y lo triste, entre lo cómico y lo trágico, en esta novela, lo mismo que en la realidad, casi no hay intermedio, pero la absoluta carencia de afectación en el narrador vale más que los rodeos artificiosos para evitar que la transición sea brusca, y que los sucesos lamentables y el consiguiente cambio de tono produzcan disonancia.
El noble y excelente caballero D. Alvaro, viudo y con dos hijas gemelas que llevan por nombres los de las santas patronas de Sevilla, Justa y Rufina, viene a Cascotes a pasar la temporada de verano y a fin de reponer su muy quebrantada salud. Justa tiene por novio a un primo suyo llamado Paco Góngora, de quien está ella profundamente enamorada. Paco, sin sentido moral y harto ligero de carácter, se ha comprometido con su prima, sin darse cuenta de que en realidad no la ama. Y aunque no ame tampoco con verdadero amor a Rufina, la hermana de Justa, charla y coquetea con ella, e insensiblemente, como si resbalaran y fueran cayendo por una pendiente suavemente traidora, Paco es infiel a Justa, y Rufina se convierte en cruel y vencedora rival de su hermana.
Con no escaso talento de novelista y valiéndose de varios episodios graciosos que todos concurren a la acción, Paco y Rufina advierten sobrado tarde la grave ofensa que hacen a Justa y a D. Alvaro por el lazo amoroso en que, burlándolos y escarneciéndolos, ocultamente se han enredado.
Los nuevos amantes temen ser descubiertos y carecen de valor para confesar su falsía y para arrostrar el enojo del padre y de la hermana tan duramente ofendidos. Entonces toman la peor y más viciosa de las resoluciones. Ambos huyen juntos.
D. Alvaro, que idolatraba a sus dos hijas y que se hallaba muy enfermo, no puede resistir golpe tan rudo. Cae rendido, se agravan sus males y le sobreviene la muerte.
El hermoso carácter del cura del lugar resplandece en la conmovedora escena y en las santas palabras, elocuentes sin arte por la fe religiosa y por la caridad que las inspiran, con que persuade al moribundo para que perdone a los culpados, y con que le consuela e ilumina con celestiales esperanzas los últimos instantes de su vida mortal.
El epílogo de la novela es también muy moral, muy religioso y muy tierno. Justa, transformada en hermana de la Caridad, recibe a Rufina que ha ido precipitándose hasta lo más hondo de la abyección y del vicio, cuida de ella y generosa y santamente la perdona.
Críticos sevillanos, al otorgar al Sr. Muñoz y Pabón fundados elogios, le califican de discípulo y de imitador o continuador de Fernán-Caballero. No he de negar yo que las obras de tan célebre autora puedan haber servido de estímulo al talento del presbítero novelista; pero son tales las diferencias entre lo escrito por él y lo escrito por la ingeniosa hija de Böhl de Faber, que no permiten afirmar la imitación ni suponer que ambos autores pertenecen a la misma escuela. Bien había visto y observado Fernán-Caballero los usos, las costumbres y las pasiones del pueblo de Andalucía; pero lo notaba todo y luego se lo representaba al través de un prisma extraño. Su cultura, más que de libros castizos, era de libros modernos, ingleses, franceses y alemanes, y esto se reflejaba en los personajes hijos de su observación y de su inventiva. En ellos y en los lances y sucesos en que figuran, creo yo notar un afectado y exótico sentimentalismo que no se estila entre nosotros: que es menos andaluz que tudesco. En cambio, en la novela del Sr. Muñoz Pabón todo es andaluz de veras y sin nada híbrido: el fondo y la forma, las pasiones y el lenguaje que las expresa.
Como el Sr. Muñoz Pabón es joven aún, nos complacemos en esperar de su ingenio no menos sazonados y abundantes frutos.
Como otros muchos autores, en todos los países y especialmente en España, el Sr. Muñoz Pabón empezó escribiendo en verso antes de escribir en prosa. De sus obras en verso sólo conozco yo un librito publicado en 1899, cuya lectura produce en mi espíritu muy encontrados efectos. Por una parte confirma en mí la idea de que el Sr. Muñoz y Pabón posee no comunes dotes de escritor y de poeta, mientras que por otra parte, presumo yo que movido el autor por su gran piedad religiosa, tal vez sobrado cándida e irreflexiva, ha tomado para asunto de sus cantos, o mejor diré de sus narraciones en romances, ya que se trata de un Romancero, algo a mi ver delicado en extremo y ocasionadísimo a incurrir en faltas. El Romancero se titula El Niño de Nazaret. No creo que nada en este libro esté tomado o imitado del Evangelio apócrifo de la infancia de Jesús. Todo es sin duda inventado por el autor. ¿Pero hasta qué punto está bien componer algo a modo de novela con sucesos fingidos, por muy verosímiles que sean, de la vida terrenal del Verbo humanado, cuya gloria apareció a los hombres, como la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad? ¿No es rebajar demasiado un asunto altísimo el entrar en pormenores vulgares y realistas? La Virgen María cosiendo, lavando y cuidando de la casa; San José trabajando en su carpintería, y el Niño Dios yendo a la fuente por agua con el cántaro al hombro o en otros menesteres por el estilo, o entreteniéndose en juegos infantiles con muchachos de su edad, son harto difíciles de ser representados con el conveniente decoro. Quien tales cosas trata se expone, muy a su despecho, a deslustrar el decoro y a ofender la majestad de las cosas divinas.
Escritores heterodoxos o impíos o sólo imprudentes acaso, han abusado de tan peligroso género de amena literatura en estos últimos años. ¿Qué es más que una novela, aunque así no la llame, la Vida de Jesús de Ernesto Renán? La inglesa María Corelli, ¿no ha escrito recientemente una novela cuyos enredos y lances amorosos se ajustan y encajan, digámoslo así, en la pasión y muerte de nuestro divino Redentor? Hasta en las epopeyas que se fundan en tan sobrenaturales sucesos se expone el poeta, por eminente que sea, a entrar en pormenores que provoquen la burla de los incrédulos y que lastimen la veneración de los creyentes. ¿Qué no se podría decir de Jerónimo Vida y aun del mismo Klopstock? También un compatriota del señor Muñoz Pabón, el sevillano Diego de Hojeda, compuso un hermoso poema sobre la muerte y pasión de Cristo; pero Hojeda nada inventa ni añade a lo esencial de los sucesos que los Evangelios refieren. La actividad de su imaginación se emplea sólo en lo alegórico, simbólico y ultramundano. Muy distinto es el modo con que el Romancero de El Niño de Nazaret está compuesto, donde se atribuyen a Jesús acciones muy laudables todas, pero que carecen de fundamento histórico y que empequeñecen el concepto del Mesías en vez de realzarle.
En edades de mayor fe que la edad en que nosotros vivimos, apenas había peligro de mezclar con la verdad ficciones inocentes más o menos discretas. En el día le hay y no debemos dar pábulo a que se sigan escribiendo novelas en que Cristo, San José y la Virgen y los apóstoles sean protagonistas, cuando no el coro o la comparsa de una acción relativamente insignificante para la historia del mundo, como acontece en la por otra parte bien escrita y celebérrima novela cuyo título es ¿Quo Vadis?
Cuando el actor de los casos fingidos es el mismo Cristo Hijo de Dios, el peligro se ve más claro. ¿Para qué atribuir al Salvador acciones que no constan en ningún documento fehaciente? ¿Cómo podrá ningún hombre figurarse ni representarse con exactitud el desenvolvimiento y el crecer de un alma y de un cuerpo humanos, estrechamente unidos con el mismo Dios en la persona del Verbo? Claro está que el Sr. Muñoz y Pabón nada inventa de indecoroso ni de ofensivo, como, por ejemplo, lo que alguien ha pretendido probar recientemente en Alemania, de que Cristo estuvo estudiando en cierto colegio o Instituto de no recuerdo bien qué ciudad de la India; pero todavía, a pesar de lo inocente y católico de lo inventado por el Sr. Pabón, lo mejor es que no se tenga por hecho, sino por mero símbolo, alegoría y prefiguración de hechos reales ocurridos más tarde. Convengo en que así pueden disculparse los hechos referidos en el Romancero de El Niño de Nazaret, donde el coloquio con la Samaritana, la resurrección de Lázaro, el perdón de la mujer adúltera y otros pasajes de los santos Evangelios se leen prefigurados y escritos en narración infantil y como lectura propia para niños. Así también pueden disculparse y quizás aplaudirse por lo candorosos ciertos pormenores de usos y costumbres que no sé yo si son anacrónicos o no lo son, por mi escaso saber en arqueología. Así, por ejemplo, si los niños del tiempo de Cristo, avecindados en Nazaret, jugaban ya al escondite, al salto de la comba y a la gallina ciega como los niños de ahora. Candor es este que puede hacer gracia. Yo encuentro graciosa, en el poema de San José del Padre Maestro Fray José de Valdivielso, aquella sospecha de que el santo era sólo carpintero de afición, porque siendo hidalgo de tan ilustre prosapia no era posible que se ganase la vida trabajando con sus manos, en vez de vivir de sus rentas,
Pues debió de tener juros reales,
Cual descendiente de señores tales.
No obsta lo que va expuesto para que reconozcamos el notable talento poético del señor Muñoz y Pabón, la fresca lozanía, la luz y el colorido que pone en sus pinturas y la pasión entusiasta con que las anima. Acaso los inconvenientes que veo yo en el género no lo sean para niños o para lectores de mucha fe y de poca malicia.
II
Mucho se discurre sobre si conviene o no la centralización administrativa y sobre los grados de autonomía de que deben gozar la provincia y el Municipio. Cuestiones arduas son estas que yo dejo con gusto para que las resuelva el bullicioso enjambre de hombres políticos y de Estado que en España tanto peroran y se agitan. Lo que me preocupa es la centralización que proviene de la iniciativa individual, y del empeño que todos solemos tener de vivir en la capital y de abandonar los campos, las aldeas y hasta las ciudades que no consideramos de grande importancia. Si cuanto hay de florido, acaudalado y elegante, se viene a Madrid a lucirse y si acuden también a Madrid en busca de notoriedad y de fortuna, los sujetos que son o que se creen ricos de saber y de ingenio, de temer es que la grande extensión territorial de nuestra patria quede como desdeñada y abandonada de lo que brilla, fomenta el lujo y el bienestar y contribuye a la cultura.
En otros países de Europa, los magnates y grandes propietarios, asisten más tiempo que en la corte en sus quintas y castillos. Aquí apenas quiere nadie abandonar la capital, a no ser en el rigor del verano, y entonces, no suele ser para visitar los predios rústicos y dirigir o presenciar las faenas agrícolas, sino para irse a Francia o a otros países extranjeros a pasar por allá el tiempo y a gastarse la hacienda.
A pesar de lo dicho, que tal vez haga recelar que se reconcentre en Madrid lo más luminoso y activo de nuestra nación, es lo cierto que persisten aún grandes focos de luz y de actividad en nuestras provincias, y por ello no podemos menos de alegrarnos como partidarios que somos de este inocente y pacífico regionalismo. Las antiguas ferias, la solemne pompa de algunas festividades religiosas, las exposiciones de industria al uso moderno, los resucitados juegos florales, los congresos católicos, y hasta algunos otros congresos ultra-políticos, a fuerza de negar que son políticos, así como las predicaciones apasionadas y elocuentes de las personas que aspiran a regenerarnos, todo ello es útil para conservar y reanimar la vida en los extremos, impidiendo que refluya al centro y deje lo demás inerte.
Sólo hay un inconveniente no corto: que las tales predicaciones regeneradoras levanten de cascos a la gente levantisca y aficionada a vivir a salto de mata, y produzcan alborotos, motines y hasta guerras civiles. Pero si este peligro se evita o se conjura, yo entiendo que todo está bien, aunque siempre preferiría a las predicaciones regeneradoras, los juegos florales, las procesiones y las ferias.
De todos modos bueno es que alentemos hasta donde esté a nuestro alcance, y celebremos, si lo merecen, a cuantos cultiven las letras, permaneciendo en provincias sin venir a Madrid con el propósito de cobrar fama.
Sevilla, desde muy antiguo, es un foco de civilización castiza, cuya luz, por dicha, no se extingue ni se anubla. Su escuela de poetas y su escuela de pintores, florecientes y luminosas en el siglo xvi, y renovadas en el último tercio del siglo xviii, dan destellos todavía, a pesar de la general decadencia de nuestra nación.
Mucho disto yo de aspirar en estos artículos, que no pueden ser extensos, a presentar un cuadro completo del movimiento intelectual, literario y artístico de Sevilla y de otras ciudades de Andalucía. Me limito, y debo limitarme, a tratar de ciertas obras muy recientes, prueba, en mi sentir, de que dicho movimiento no es estéril, sino que en aquel mismo terreno produce sazonados frutos, prescindiendo de los cultivadores andaluces que vienen a Madrid, como los Alvarez Quintero y no pocos otros, a producirlos y exponerlos.
Tiempo ha que es brillante indicio de la actividad intelectual en la provincia de Córdoba la producción poética de Manuel Reina, natural de Puente Genil, donde de ordinario reside, aunque imprima en Madrid sus libros. Elegante e inspirado poeta, ha publicado Andantes y alegros, Cromos y acuarelas, La vida inquieta, La canción de las estrellas, Poemas paganos, en 1896, y recientemente, en 1899, El jardín de los poetas, último libro suyo que conocemos. Celebra en este libro y retrata con rasgos, a menudo felices, a varios poetas eminentes de todas las edades y naciones: desde Hornero, Anacreonte, Esquilo y Catulo, hasta Gœthe entre los extraños, y desde Jorge Manrique hasta Espronceda entre los propios. Aunque en España, no sé por qué, son poco populares y estimados los versos endecasílabos libres, yo los prefiero a veces a los que están sujetos al artificio de la rima, cuando la falta de ésta se halla compensada por el primor y la sobriedad de la dicción y por la cadencia musical del metro. La rima además tiene graves inconvenientes, cuando para vencer su dificultad, se emplean sobrados epítetos y participios en «oso, osa, ente y ante, ado y ada». Como quiera que sea, en este libro de El jardín de los poetas encuentro yo mejor y más brioso, inspirado y conciso que lo rimado, lo que está en endecasílabos libres.
Pero Manuel Reina, hasta donde lo consienten la frialdad e indiferencia para la poesía de nuestro público de hoy, es ya tan conocido, estimado y celebrado, que considero poco útil y expuesto a que se me tilde de presuntuoso el llamar la atención sobre sus escritos con detenido examen y crítica razonada. Básteme declarar aquí con toda sinceridad, que Manuel Reina es ya, a mi ver, uno de nuestros mejores poetas, y como es joven aún, se debe esperar de él mucho mayores aciertos, si pule, lima y encaja y ajusta en adelante con mayor firmeza, dentro de la conveniente y nítida forma, las hermosas ideas y el hondo sentir que con tanto ímpetu y abundancia afluyen a su espíritu.
Tratemos aquí de cosas que, si bien harto menos importantes, manifiestan que el ingenio y la gracia, lo que solemos llamar sal andaluza, no se ha disuelto aún, sino que persiste, a pesar de tantos duelos, quebrantos y desazones.
A puñados sazona con esta sal el Sr. don Francisco Toro Luna, algo a modo de comedia, cuyo título es ¡Día feliz!, que se representó en Córdoba en el teatro circo del Gran Capitán y en Julio del presente año. Sólo dos personajes figuran en la acción, la cual es muy sencilla. Todo el mérito está en el diálogo, natural, gracioso y desenfadado. Primero hay el monólogo de una joven y después el coloquio de ésta con un primo suyo que acaba por declararse fervorosamente enamorado de ella. No quiero contar aquí el progreso de la acción y el disimulado artificio que con la ingenuidad se confunde y por cuyo medio se llega al más venturoso y alegre desenlace. Si yo contase el argumento destruiría todo el hechizo de la obra no contándole con mucha extensión, porque en la obra, las palabras no huelgan, siendo en ella el carácter de la protagonista tan verdadero, simpático y regocijado, que mis paisanas las cordobesas no pueden pedir más, a pesar de lo picante de algunas ligerísimas punzadas satíricas. En suma, yo creo que ¡Día feliz! sería muy aplaudido en Madrid, si en Lara se diese; pero como yo no soy infalible, como el público es caprichoso y como por la lectura tal vez se notan primores que en la representación se desvanecen o pasan sin ser notados, yo me abstengo de pronosticar a fin de no desacreditarme como crítico. Sólo diré que ¡Día feliz! me agrada tanto como cualquiera de los más encomiados y cortos proverbios de Alfredo de Muset: como Un capricho, por ejemplo.
Sobre ¡Día feliz!, lo mismo que sobre la novela Justa y Rufina, quiero yo tocar un punto en que ambas obras coinciden: la adulteración de la ortografía para reproducir gráficamente el modo de pronunciar de los andaluces. A mi ver esto no imprime esencial carácter al diálogo, ni le hace más ameno y chistoso, y propende, en cambio, a crear un nuevo dialecto, o más bien una lengua bárbara e informe. Cervantes hace hablar a la gente más ruin de Andalucía sin marcar lo vicioso de la pronunciación en la escritura. Estébanez Calderón sigue su ejemplo y no por eso podrá dudar nadie de que sean andaluces Pulpete y Balveja. Y protestando de que sea inmodestia, y con todas las convenientes salvedades, me atreveré a citarme yo mismo, recordando que Antoñona, Respetilla, Dientes, Juana y Juanita las largas y otras figuras del vulgo andaluz, que introduzco yo en mis narraciones, hablan como por allí se habla, sin necesidad de notar lo mal y disparatadamente que acaso pronuncian. Yo me atengo, y me parece que todos los andaluces debemos atenernos a lo que se cuenta que el maestro de escuela de mi lugar decía a sus educandos: Niños, sordado se escribe con l; caznero con r; precerto con p; güeno con b y güeso con h.
En el diálogo o comedia del Sr. Toro Luna es más de censurar que en la novela del señor Muñoz Pabón esta inútil prevaricación del buen lenguaje, ya que las dos personas de su diálogo no son de la clase pobre y humilde, sino de lo más acomodado y elegante de la ciudad de Córdoba.
Conviene advertir también que las tales variaciones de pronunciación, que caracterizan el habla andaluza, son distintas según las poblaciones y comarcas, por lo cual, si por medio de la escritura nos propusiésemos expresarlas fielmente, no crearíamos un dialecto, sino doce, catorce o más. Hasta el tonillo es diverso según el lugar donde nació y se crió el que habla, y hasta según la ocasión más o menos solemne en que conversa o perora. En cierto pueblecito, por ejemplo, donde años ha solía yo ir de temporada, no hay sermón de Cuaresma ni de Semana Santa que agrade o que conmueva, aun siendo elocuentísimo y sentido, si no se pronuncia con un tonillo singular que los predicadores suelen aprender, si ya no lo saben, antes de subir al púlpito. Y yo tengo por evidente que este tonillo, otros de la misma laya, el ronquido en que suelen salir engarzados los vocablos en algunos lugares, y no pocas otras singularidades prosódicas, son intransmisibles por escrito, a no inventarse una anotación musical, adaptada para conseguirlo con muy sutil arte. Lo mejor, por consiguiente, es prescindir cuando se escribe, de tonillos y de malas pronunciaciones y hacer que todos hablen en castellano y como Dios manda. Si el personaje es andaluz de buena ley, ya lo conocerá el discreto lector por lo pintoresco de las imágenes y por el giro peculiar de las cláusulas y períodos.
Bien quisiera yo hablar aquí del movimiento intelectual de Málaga, en el día de hoy; de Málaga, de donde nos han venido a Madrid periodistas tan infatigables como D. Andrés Borrego; tan eminentes hombres de Estado como Cánovas, y los más notables iniciadores y promovedores del género andaluz como Estébanez Calderón y D. Tomás Rodríguez Rubí. Por hoy, con todo y para no pecar de prolijo, diré que en Málaga se conserva la tradición literaria, poética y erudita, a cuyo frente descuella en el siglo pasado el Marqués de Valdeflores, y a principio del siglo que va a terminar el elegantísimo poeta D. Juan María Maury. Dignos sucesores han tenido y tienen para el cultivo de las ciencias históricas en los hermanos Oliver y en el doctor Berlanga; para la poesía, en Narciso Díaz de Escovar, Salvador González Anaya y Ramón A. Urbano, sin contar con los que residen en Madrid de asiento; y para la novela, en Arturo Reyes, que puede ya ponerse al nivel de nuestros mejores novelistas y autores de cuentos.
Dejemos, no obstante, a Málaga y pasemos a Almería, muy apartada hasta hace poco del resto de España por las dificultades de los caminos, como allá en los tiempos del rey Almotacín, tan buen poeta y tan generoso protector de los poetas. Hoy, como entonces, se sigue en Almería poetizando, si bien no son los versos, sino un curiosísimo libro en prosa, lo que atrae ahora mi atención hacia aquella ciudad. El librito, primorosamente impreso en Almería, se titula Quitolis, y el autor, D. José Jesús García, le califica de novela. Novela me parece a mí en efecto, pero contada con tan extraña candidez y en apariencia con tan poco arte, que tiene trazas, más que de algo imaginado o inventado, de relación fiel de sucesos que verdadera y realmente han ocurrido.
El protagonista de la novela, el padre Juan, a quien daban por apodo Quitolis, ha vivido sin duda, pero en su ser hay mucho de simbólico y de enigmático. Sin ambición, sin codicia, sin apetito ni anhelo que le perturbe y le lleve en pos de las cosas terrenales, el padre Juan viene a ser como un inocente ángel del cielo, que ha tomado forma y cuerpo humanos. Sólo el afecto amoroso con que mira por su madre y cuida de ella, le enlaza singularmente con los demás seres.
Protegido el padre Juan por una marquesa devota y por el Sr. Magistral, que admiran y reconocen su virtud y su ciencia, vive sin apuros y modestísimamente con el producto de sus misas y de las particulares lecciones de latín que da a muchos niños.
Apenas hay enredo ni lances en esta novela. En ella todo es psicológico. La contemplación del cielo, del mar y de los campos que se otean desde un apartado y solitario paseo adonde el padre Juan va de diario, eleva su mente a muy encumbradas esferas: más allá del universo visible, hasta la suprema causa, que le da ser y que le llena, penetra e ilumina todo.
La pudibunda timidez del padre Juan, el horror que le inspira la idea de turbar la paz de las conciencias y su amor al orden y al sosiego, no consienten que perciba ni que ponga en claro con toda nitidez el vago y maravilloso concepto de Dios, que ha surgido en su alma, que la arrebata en el éxtasis y que la enamora sobrenatural y ultramundanamente.
La fama de la santidad y de la inocente y bondadosa indulgencia del padre Juan, hace que sean los niños y las jovencitas, educadas con el mayor recato, los que acudan a confesarse con él, en el tribunal de la penitencia. El optimismo del padre Juan y su dichosa manera de ver cuanto existe como al través de un prisma de color de rosa, vienen a corroborarse por la bondad de sus penitentes. Apenas sospecha o quiere sospechar el padre Juan la existencia del mal moral y del mal físico. La ira de Dios es incomprensible para él. La justicia de Dios se desvanece en su infinita misericordia.
El sentir y el pensar del padre Juan se van desenvolviendo, con profundo sigilo, en lo más íntimo y secreto de su alma.
Se diría que el autor de la novela, lo mismo que su héroe, se asusta de lo que piensa y siente; no tiene ni la más pequeña aspiración a divulgarlo; y sólo por estilo indeciso y esfumado se lo representa a sí propio.
De aquí proviene que no atine yo a decidir hasta qué punto en Quitolis y en el que escribe su historia hay en germen un heresiarca: hasta qué punto ha permitido Dios y ha suscitado el diablo un Chanig o un Fox a la sordina en la muy católica ciudad de Almería. Teólogos inquisidores podrán decir sobre esto, si consideran que el caso lo merece. Yo diré sólo que la novela me agrada y que la he leído dos veces, con interés creciente, aumentado por la misma indeterminada vaguedad del misterioso pensamiento de Quitolis.
El Magistral, que debía predicar el día de la Virgen del Carmen, cae enfermo y encomienda a Quitolis, cuya ciencia y fervor religioso admiraba, que sea él quien predique aquel día, aunque hasta entonces no había predicado nunca. Sin previo estudio escrito acude y sube al púlpito Quitolis. Y movido allí por el genio o espíritu que interiormente le agita, pronuncia un sermón elocuentísimo lleno de amor de Dios y del prójimo, que deleita y conmueve a la muchedumbre devota, la cual no ve ni sospecha la menor herejía, y que ofende e indigna a los canónigos del cabildo. ¿Ha surgido acaso en la remota ciudad donde ocurren estos sucesos un flamante reformador de la Iglesia: un Savonarola, cuando no un Lutero?
«Quitolis», con todo, no quiere ser nada de esto. Si en algo ha errado, está pronto a retractarse. El señor obispo reconoce su inocencia y simpatiza con su buena intención. Pero le induce a volver a su silencio y a su retiro y a no predicar en adelante para no excitar la cólera o el enojo del clero.
Vuelto «Quitolis» a la oscuridad, guarda en el centro de su alma sus ideas reformadoras, harto poco definidas por el novelista, si bien o quieren ser como el alborear indeciso o la primera luz, si no de una nueva religión, de una interpretación amplia y algo racionalista de la que oficialmente seguimos.
«Quitolis» después se queda ciego. Su reputación de santo y de benigno atrae a su confesionario, no ya a los niños y a las vírgenes, sino a la turba multa de desaforadas y lascivas pecadoras. La limpieza de su cándido optimismo se mancha con el negro cieno del mundo. Y resignado y triste, aunque lleno siempre de dulce confianza en Dios, muere al fin «Quitolis», muere también su viejecita madre y termina así la novela. Casi no hay en ella lo que se llama enredo o argumento. Todo se reduce a la pintura de un extraño carácter. No sé si el autor, por habilidad o por instinto, acierta a no identificarse con «Quitolis» y a no responder de lo que «Quitolis» sentía y pensaba.
No aseguraré yo tampoco si agradará esta novela, donde repito que apenas hay lances a cuantas personas la lean con atención. Diré sólo que su lectura me ha interesado mucho. No soy, ni pretendo ser, definidor para condenar o absolver las ideas bastante veladas que el autor de la novela atribuye a su protagonista; pero celebro el talento de observación con que el autor estudia a un alma humana, acaso extraviada, pero egregia y pura, y celebro también el sentir religioso que anima las páginas de su librito. De las faltas que hay o puede haber en éste, yo absuelvo al autor, porque tengo la manga ancha. Yo digo, como el Dios que imagina Gœthe en «El Prólogo en el cielo» de su «Fausto»:
«Es irrt der Mensch so lang er strebt».
POR ARTURO REYES
En las ficciones novelescas he de confesar que estoy algo prevenido contra los hombres y las mujeres de la ínfima plebe, que calzan el coturno, que se muestran poseídos de las pasiones y sentimientos más sublimes, y que vienen a ser dignos personajes de verdaderas tragedias y no de aventuras picarescas como en Rinconete y Cortadillo, o de parodias como El Manolo, El Muñuelo, Inesilla la de Pinto y Pancho y Mendrugo. Y no porque yo crea que el concepto de las virtudes más altas y la capacidad enérgica de ejercitarlas requieran educación esmeradísima y largos estudios. Por fortuna, para saber de ciencias es menester acudir a las aulas o leer muchos libros; y para percibir, juzgar o crear la belleza artística, sin extravíos de mal gusto, se requieren también preparación y enseñanza; mientras que para el conocimiento de lo bueno y de lo malo, apenas necesita nadie devanarse los sesos. En la sociedad cristiana y culta de nuestros días, casi parece infuso, innato o intuitivo dicho conocimiento. Bien podemos decir con el gran dramaturgo:
A ciencias de voluntad
les hace al estudio agravio.
Y, sin embargo, si se toma como por sistema el que muchachas criadas en el arroyo y parroquianos de las más infectas tabernas de los barrios peores, resulten dechados de honestidad, de pundonor, de valentía heroica, de sufrimiento estoico y de cuantas son o pueden ser las excelencias morales que hermosean el alma humana, bien podemos llegar al extremo de imaginar que la superior cultura, el bienestar, el aseo, la elegancia y la riqueza, debilitan el vigor y la bondad de los corazones, y que para ser moralmente bien estimados es menester bajar al nivel más próximo al estado salvaje desde nuestra refinada civilización del día. De esta suerte, a fuerza de querer ser demócrata y filántropo, puede el escritor caer en el error de ser retrógrado.
Hay también, en las novelas tabernarias, adornadas con las más exquisitas sublimidades, una enorme dificultad que vencer y que es rara vez vencida: combinar el lenguaje, cuando no rufianesco, vulgar e inculto, con un estilo elevado, apto para expresar los sentimientos más delicados y nobles. Y como esto rara vez se consigue, resultan los diálogos llenos de amaneramiento, de falsedad y de disonancia. A pesar de lo expuesto, como doctrina general, contra la cual he pecado yo también, dejándome llevar de la corriente al escribir algunas novelas, me complazco en declarar aquí que me han entrado ganas de retractarme y de abjurar de la doctrina general mencionada al leer La Goletera, de D. Arturo Reyes.
Ventajosamente conocido y justamente celebrado era ya este joven malagueño, así por sus bonitas poesías, como por sus graciosos cuentos en prosa, y por sus novelas Cartucherita y El lagar de la Viñuela.
Su última obra, La Goletera, viene, en mi sentir, a confirmar su buena fama de novelista alcanzando para él diploma y título de escritor excelente.
Trini, su heroína, se parece, no por imitación, sino por coincidencia, a la dama de Calderón, en la comedia titulada No hay cosa como callar; pero Trini es más noble, más amorosa, más real y más humana que la dama de Calderón. Mejor que ella, siente, piensa y se conduce Trini. Y por arte admirable, Trini se expresa sin frases alambicadas y sin tiquis miquis primorosos, en el habla llana y vulgar de una mujer del pueblo.
Como la dama de No hay cosa como callar, Trini ha sido víctima de la violencia de un hombre; pero, con igual honradez y delicadeza que la dama, si Trini no concede su amor a ningún otro galán, por considerarse deshonrada, todavía es muy superior a la dama, porque se enamora de otro y lucha con su ardiente pasión y finge desdeñar a quien la adora y de quien ella está prendada. El burlador de Trini vuelve de Buenos Aires, donde ha pasado años y donde ha ganado bastante dinero. Quiere reparar su falta, casándose con Trini; pero ésta no es como la dama de Calderón, que acepta al burlador por marido, porque sólo piensa en restaurar su honor y porque no ama a nadie. Trini ama a otro y rechaza al burlador, que no le inspira amor, sino repugnancia. El hombre que ama a Trini es excelente y muy celoso de su honra. Trini no quiere ni debe engañarle. Y Trini no puede unirse con él, mientras viva el hombre que la burló y bajo cuya mirada se moriría de vergüenza.
Los casos y lances por donde llega el autor a resolver este conflicto, no pueden ser imaginados ni presentados con mayor naturalidad, verosimilitud, interés creciente y pasmoso ingenio. El amante, misteriosamente amado por Trini, sabe que ella le ama, y sabe su deshonra y quién ha sido la causa de ella, todo por una involuntaria revelación de la misma Trini, la cual estaba decidida a callarse, aunque la matase el silencio, para no ocasionar una lucha sangrienta entre los dos rivales, valerosos y poco sufridos ambos. La revelación, una vez hecha por medios verosímiles, ordenados con exquisito arte, hace inevitable el conflicto.
Los dos rivales salen al campo y riñen a puñaladas. La riña está vigorosamente descrita. Muere en ella el burlador, que en los últimos momentos y escenas de su vida se ha mostrado generoso y simpático. Así termina la novela. Aunque el autor no lo dice, y hace bien en no decirlo y en terminar donde termina, el lector puede suponer que, no castigado por la ley, porque su rival moribundo dice que su matador ha sido otro, cuya negra traición ha causado la riña, el vencedor y amante de Trini se casa al fin con ella después de haberla vengado.
Toda la narración, los diálogos ingeridos en ella, y los varios incidentes, que aquí se omiten y que de un modo tan magistral y tan hábil llevan al desenlace, interesan, conmueven y se apoderan con tal hechizo del ánimo del lector, que de seguro no deja el libro hasta que acaba de leerle.
POR F. A. DE ICAZA
En el certamen abierto y ordenado por el Ateneo, certamen en que fueron jueces los Sres. D. José Echegaray, D. Marcelino Menéndez y Pelayo, D. Rafael Salillas, D. Emilio Cotarelo y Mori y D. Ramón Menéndez Pidal, fue premiado el libro de que damos aquí cuenta en resumen. Es su autor D. Francisco A. de Icaza, primer Secretario de la Legación que tiene en Madrid la República mejicana, y muy conocido y estimado en la de las letras por algunos trabajos de erudición y de crítica y por elegantes y lindas poesías.
Es tan singular el mérito y el valer del Quijote, que todas las demás obras que escribió Miguel de Cervantes, quedan muy por bajo de aquella creación única y pasmosa. Cervantes, sin embargo, así en La Galatea como en el Pérsiles, en no pocos versos y hasta en sus comedias y entremeses, da clara muestra de su brillante ingenio y acierta a poner el sello individual que le caracteriza, le distingue y le eleva sobre la multitud de escritores contemporáneos suyos.
Las novelas ejemplares son sin duda las obras en que, después del Quijote, mayor originalidad, talento y gracia muestra el manco de Lepanto.
El libro del Sr. Icaza prueba esta verdad, previo un detenido y juicioso examen del asunto, con atinadas observaciones y con gran copia de datos, recogidos con diligencia y ordenados con arte. Por todo ello queda patente que Cervantes puede ser calificado como inventor de la novela moderna de costumbres y de caracteres. Los libros de caballerías, las novelas pastorales y hasta las picarescas son otra cosa: son una larga serie de aventuras, sin más unidad de acción que la vida de algún personaje fabuloso a quien sigue y retrata el escritor desde su nacimiento hasta su muerte. Antes de Cervantes existía también algo que podemos llamar novela histórica o relación de sucesos que, si la severa historia no acepta, no son fingidos por el novelista, sino fundados en cierta realidad, hermoseada y adornada por la fantasía del vulgo, cuyas invenciones después la tradición consagra y hasta cierto punto autoriza. Así El Abencerraje, de Villegas, y Las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita.
Las novelas cortas, por último, y cuentos de italianos, franceses e ingleses, sin excluir el Decameron, de Bocaccio, son muy distintos de la novela cervantesca. Cuentan un suceso, refieren un lance, trágico o cómico, triste o alegre, pero sin fijarse en la pintura de las costumbres y en la viva representación de las pasiones y caracteres humanos.
En esto se fija y esto logra pintar el autor de El celoso extremeño, de Rinconete y Cortadillo, de La ilustre fregona, de La Gitanilla y de casi todas las demás novelas ejemplares por donde, merced a su agudeza psicológica, nueva o antes casi nunca empleada en este género de ficciones, Cervantes viene a ser el padre o el fundador de la novela, tal como la concebimos y comprendemos en el día. Para la demostración de esta verdad, que presupone en Cervantes un valer originalísimo, el señor Icaza examina y juzga todas sus novelas; refiere cuanto los críticos han dicho de ellas desde sus contemporáneos hasta hoy; impugna los ligeros juicios de Huet, de Florián y de otros; prueba la carencia de fundamento de las acusaciones de plagio lanzadas por Estala y Bosarte, y manifiesta el influjo poderoso que han ejercido las novelas de Cervantes en nuestro teatro español, en el extranjero y en la misma novela, que harto descuidada entre nosotros durante cerca de dos siglos, floreció y dio muy sazonados frutos en Francia, en Inglaterra y en otros países, de donde volvió a España muy acrecentada en riqueza, pero sin que deba olvidarse el origen tan español que tiene.
No cabe entrar en pormenores en este breve articulito ni dar idea exacta de lo bien estudiado que está el asunto por el Sr. Icaza, y del recto criterio, nada común saber y rara diligencia que despliega y luce tratándole.
NOVELA POR J. F. MUÑOZ PABÓN, PRESBÍTERO
Si lo he entendido bien y si no lo recuerdo mal, el famoso novelista francés Emilio Zola dice que una buena novela ha de ser la exacta representación de lo vivido, observado y entendido al través de un temperamento. Zola olvida o desdeña lo principal: la imaginación, o sea la fuerza activa que representa bien lo vivido y lo que se ha visto y observado. No basta ver y observar: menester es reproducirlo o crearlo de nuevo valiéndose de la palabra y por virtud de la fantasía. Presupuesto este poder creador, una novela es o debe ser lo que Zola dice. Y tal es El buen paño....., del señor D. Juan F. Muñoz Pabón, presbítero de Sevilla, creo que cura de una de las parroquias de aquella ciudad, y en quien, no hará todavía un año, la aparición de Justa y Rufina nos dio a conocer a un nuevo y excelente novelista, ingenioso y discreto.
Su temperamento, o mejor diré su carácter, debe de ser jovial, apacible y sereno, calidades todas que ya en Justa y Rufina se mostraron, haciendo simpática la obra, y que en su nueva novela, titulada El buen paño....., se muestran más graciosa y resueltamente.
La acción de esta novela no puede ser más sencilla. Se reduce a presentar un caso de aquellos que justifican lo que D. Quijote dijo a la desenvuelta Altisidora en el lindo romance que para desengañarla le compuso:
Los andantes caballeros
y los que en las cortes andan,
requiébranse con
las libres,
con las honestas se casan.
Si hemos de confesar la verdad, no es esto lo que sucede más a menudo; pero alguna vez sucede, y basta. Aristóteles, además, que sabía muchísimo, ha dicho que la poesía (y la novela es poesía) es más filosófica que la historia, porque la historia cuenta lo que es, y la poesía cuenta lo que debe ser, sin afirmar por eso que sea siempre.
En suma: todo el argumento de El buen paño, expuesto en cifra, es que un señorito, rico, guapo y el más galán de un lugar cercano a Sevilla, desdeña a sus primas y a no pocas otras muchachas y se casa con la modesta huerfanita de un médico, la cual vive con su madre, se gana la vida como costurera o modista lugareña, y es un tesoro de gracias, habilidades y virtudes.
En El buen paño..... apenas hay acción: no hay nada de drama; pero hay mucho, y a mi ver excelente y precioso, ora de idilio sin afectación sentimental, ora de comedia, o ligera y suave sátira sin acritud ni amargura. Los afectos amorosos no se exageran por lo ardientes para que quemen, ni por lo dulces para que empalaguen. Y los vicios, pasiones y ridiculeces de los personajes cómicos no traspasan jamás el límite más allá del cual se harían odiosos dichos personajes. La burla o la risa benigna que provocan, no les quita la estimación que les concedemos. Hasta el nuevo médico, que es el personaje menos estimable de toda la fábula, no llega a merecer nuestro desprecio. De aquí que la totalidad del cuadro, que parece, por su exactitud y realidad, una fotografía, y la viveza y verdad de los diálogos, que parecerían recogidos por el fonógrafo, si dicho artificio fuese apto para la selección, desechando lo impertinente, concurren a darnos una idea, muy agradable y divertida, así del lugar en que ocurren los sucesos que el novelista refiere, como de la mayoría de sus habitantes, ricos y pobres, grandes y pequeños. La emulación y los celos entre dos cofradías rivales, las fiestas y procesiones en que compiten, y sobre todo, la lucida cabalgata y jira campestre llamada del romerito, todo está lindamente pintado, rico de luz y de colores; todo tiene el perfume campesino de los pinares y de las huertas, la claridad y la limpieza de los arroyos de agua corriente, cerca del esquivo y apartado manantial, y la brillantez azul y serena del cielo despejado de Andalucía.
NOVELA POR D. ALFONSO DANVILA
Mil veces lo he pensado y algunas veces lo he dicho ya: no hay que temer la uniformidad y la monotonía. La pasmosa facilidad de comunicaciones, los ferrocarriles, el telégrafo y el teléfono, que llevan a escape mercancías y personas de un extremo a otro de la tierra, y que transmiten y comunican el pensamiento y la palabra con la rapidez del rayo, no logran aún, ni lograrán nunca, identificarnos, desteñirnos, digámoslo así, y hacer que perdamos el sello característico de casta, lengua, nación y tribu que cada cual tiene. Se diría que para precavernos contra el roce, que pudiera limar y pulir las diferencias, nos armamos instintivamente de una virtud conservadora de lo castizo que persiste en el fondo, aunque superficialmente desaparezca.
Lo que llaman ahora high-life, o dígase aquella parte de la sociedad más rica, elegante y empingorotada, nos parece que debe ser cosmopolita, y sin embargo no lo es. Hombres y mujeres hablan en francés tan bien y a veces mejor que en español. Algunos chapurrean además la lengua inglesa y hasta la alemana. Cuando leen algo leen libros extranjeros porque de los indígenas se aburren, sin que nos empeñemos en dilucidar aquí si con razón o sin ella. Los caballeros, como no carezcan de metales preciosos o de los signos que los representan, se hacen traer de Londres trajes, caballos y coches, y las señoras se hacen traer de París vestidos y tocados. La cocina francesa hace que la española se olvide o se pervierta. Y por último, la costumbre del veraneo rara vez lleva a sus castillos y quintas a nuestros elegantes de ambos sexos, sino se los lleva a Francia, a Suiza, a Inglaterra, o a más hiperbóreas regiones. Cuando la guita es corta y no puede esparciarse el cimbel, debe volar por lo menos hasta Biarritz.
Pues bien: con todo eso, y a pesar de todo eso, nuestra high-life sigue siendo tan española como en lo antiguo, y no necesita el autor de comedias y de novelas, a fin de conservar el color local y nacional de sus personajes, buscarlos bajo las ínfimas capas sociales, o ir por ellos a las Batuecas o a los más esquivos, alpestres y recónditos lugares.
El Sr. D. Alfonso Danvila, joven tan inteligente como laborioso, que apenas cuenta aún veinticinco años, y que ya nos ha dado en su Don Cristóbal de Maura un extenso trabajo histórico de muy erudita y diligente investigación y de sana crítica, se ha hecho cargo sin duda de lo que acabamos de afirmar sobre nuestra indeleble fisonomía castiza, aun en la clase más extranjerizada, y ha compuesto y publicado la novela titulada Lully Arjona, la cual es, en mi sentir, muy española, aunque nos pinta y describe la vida, usos, costumbres, amoríos y demás pasiones de la clase susodicha.
Dignas de alabanza y hasta de admiración hallo desde luego en este flamante novelista algunas nada vulgares prendas: el agudo talento de observación, la perspicacia con que lo descubre y lo advierte todo, el cuidadoso esmero con que lo guarda en la memoria, el ingenio y el arte con que se vale de esta acumulada riqueza de experiencias y observaciones para prestar realce y vario colorido a su fábula, y por último la facilidad, sencillez y abundancia del estilo con que lo expresa todo.
Los caracteres de los personajes están fielmente copiados de la realidad. Casi todos son verdaderos y consistentes, y, si no moralmente muy bellos, salvo el de la pobre jorobada chucha, agradables y simpáticos, y pecando más por debilidad que por maldad. La heroína Lully nos inspira compasión y cariño. Y no deja de haber en la novela algunas figuras como la de la madre de Lully, donde la nota cómica está tocada con delicadeza, o como Eduardo Hita, el parásito servicial y bufón, con cierta energía satírica, bien representado.
Tal vez nos atreveríamos a censurar en esta novela la prolijidad en las descripciones y la inclusión de varios lances e incidentes que nada importan en la acción principal; pero lo expedito que para escribir es el autor, su mocedad, el ser ésta su primera obra, el casi invencible prurito de colgar en ella todos los adornos que se poseen, y la moda que hoy prevalece y que disculpa tales redundancias, nos arrancan de la mano la férula de que teníamos ya intención de servirnos.
No creo yo que el Sr. Danvila tuviese el propósito de sostener una tesis o de seguir una tendencia al escribir Lully Arjona. Su propósito hubo de ser divertir e interesar, y esto me parece que lo ha conseguido. Yo al menos me he entretenido agradablemente leyendo su novela.
Si el propósito se hubiera aclarado y marcado más, acicalando el autor el estilo irónico y aguzando su punta, en vez de titularse la novela Lully Arjona, hubiera podido tener por titulo Derribo de ideales.
En efecto: sea o no sea porque las cosas no andan tan bien en este mundo como sería de desear, culpa de la ingrata naturaleza o de un organismo social incorrecto y vicioso, lo cierto es que cada uno de los ideales que Lully va formando y colocando a manera de ídolo sobre un pedestal o peana, se derriba pronto, porque la base o el pedestal viene a tierra. Así Lully acaba por quedarse sin ideal alguno, sino muy tristemente desengañada. De todo lo cual bien pudiera deducirse la más cristiana y ascética de las moralejas: que no debemos poner en esta vida, sino en otra mejor, el blanco de nuestras aspiraciones y deseos.
Lully, elegante y bonita y tan hidalga como pobre, hija de un título tronado, aspira primero a casarse con un lindo caballero de quien esté tierna, viva y fundadamente enamorada, y que disfrute además de veinte mil o de treinta mil duros de renta, para amarle con lujo, con confort y con todos los perfiles y primores que pueden requerirse y se requieren. Llega Lully o frisa en los treinta años, y no encuentra tal novio. La base de este ideal se derrumba. Lully tiene que contentarse con la mitad de lo idealizado. A falta de novio o de marido, hermoso, enamorado, galán y discreto, se contenta y resigna con que sea rico. Y Lully se casa. Entonces se esfuerza por construir para su uso otro más pequeño, aunque todavía poético ideal. En su imaginación presta a su marido, ya que no talento, recto juicio, bondad extremada, ternura y delicadeza de afectos. Con estas cualidades, y siendo él como es buen mozo, elegantísimo y ágil en el sport, no podrá menos de satisfacer el amor propio de ella y de tenerla, si no prendada, tan agradecida y devota que casi toque y se confunda con el amor su gratitud y su rendimiento.
Por desgracia resulta que Cabrera, que así se llama el marido de Lully, es un señorito tan grosero y vulgar de sentimientos que, a los pocos días de casado, se tima o se pone en relaciones pecaminosas con las daifas o zuripantas, que encuentra a su paso en el viaje de novios.
No son ya posibles la devoción y el afecto conyugales con que había soñado Lully. Nuevo ideal por tierra. Para reemplazarle piensa Lully en la poesía sublime de la maternidad; en sus goces, deberes y sacrificios; pero el tálamo es estéril para Cabrera.
Hay un momento en que sueña Lully con una pasión quintaesenciada, purísima, castísima, sin la menor mácula que deslustre su limpieza. Lully halla por fortuna al hombre adecuado para este fin. Ni hecho de encargo pudiera ser mejor; pero también por una serie de casos fortuitos, largos de exponer aquí, este amante archi-espiritual y semi-místico se va lejos: se diría que se desvanece.
En suma: la pobre Lully, creando en balde ideales que la casualidad o el diablo derriba luego, viene a caer en la más real y lastimosa bajeza que imaginarse puede. Medio sorprendida y medio violentada, en un instante de debilidad y de ceguera, casi sin conciencia y sin brío para resistir, Lully se rinde y se entrega a un hombre perverso y audaz que no la merece.
Aun después de esta caída Lully procura consolarse con un ideal, ya que no nuevo, renovado. Espera ser madre y se propone consagrar al hijo de sus entrañas toda la vehemencia afectiva de su corazón, sus pensamientos y la vida y el ser de su espíritu. Así pasa Lully el tiempo, y se consuela con estas ideas y con estos planes, hasta que llega el día del esperado parto.
Lully está a punto de morir, y pare un niño muerto.
El desengaño no puede ser más completo ni más terrible. Para colmo de desventuras, se le ha muerto poco antes su hermana la jorobada, descubriendo su violentísimo amor por el hombre que había abusado de Lully por sorpresa. Y como este hombre había coqueteado con chucha y hasta la había pretendido, por vicio extraño o tal vez por cálculos de conveniencia, a la pobre Lully no le queda siquiera el consuelo de figurarse a su seductor, o como queramos llamarle, menos ruin y desalmado de lo que era.
Tal es la primera fingida historia, harto poco consoladora en verdad, que el Sr. Danvila ha escrito. Grandes atrevimientos hay en la narración; pero están orillados o salvados con arte. Y como hay notable variedad y riqueza en los lances y episodios, y no pocos discreteos y chistes en los diálogos, razonamientos y cartas que entran en el tejido de la novela, su lectura no cansa ni aflige, sino que deleita, y promete además, que su autor ha de seguir escribiendo, superando en este género lo que ya ha escrito, y procurando que sus héroes o heroínas de la high-life pongan sobre terreno más firme las bases de sus ideales para que no se hundan en el cieno al menor capirotazo.
NOVELA ORIGINAL DE JOSÉ NOGALES Y NOGALES
El Sr. Nogales, conocido ya del gran público por el cuento premiado en el certamen abierto por El Liberal, ha querido confirmar y ha confirmado, en mi sentir, la justicia con que obtuvo aquel triunfo, escribiendo no ya cuentos, sino extensas novelas.
La que lleva por título el que nos sirve de epígrafe entiendo yo que ha ido más allá todavía: Mariquita León da más, para mi gusto, que lo que Las tres cosas del tío Juan nos habían prometido.
La vida en una pequeña población rural andaluza está muy bien observada y hábilmente pintada. No peca el autor de prolijo ni sigue la moda de ciertas novelas francesas, donde no hay objeto, por ruin e insignificante que sea, que no se pese, se mida y se describa minuciosamente como en el más que escrupuloso inventario redactado por peritos. El Sr. Nogales no es así, por dicha. Pinta a grandes rasgos, y se lo agradecemos. Las descripciones de su novela distan muchísimo de cansar, y son, sin embargo, tan vivas, y nos parecen tan exactas y tan fieles, que vemos a Venusta, que así se llama la villa teatro de su novela, recorremos con el autor las calles del lugar y los campos que le circundan, y penetramos en las viviendas, corrales y bodegas de las casas de labranza de los hacendados más ricos. La novela tiene traza de idilio; pero no ideal y fantástico, sino tomado con perspicaz observación de la realidad misma y reproducido con arte atinado y sobrio.
Los caracteres son verdad y tienen consistencia, de suerte que los principales personajes se diría que viven, y sus actos y pasiones interesan y conmueven.
La mayoría de estos personajes, el cacique Brevas, su hijo, Berrinches, y el alcalde Larán-larán es moralmente fea y ruin; pero la afición pesimista prevalece hoy en las obras de ingenio, y no nos atrevemos a censurar lo negro del cuadro, aunque le hubiéramos preferido menos negro. Todas sus figuras, sin embargo, no están tiznadas por los vicios y pecados. Algunas son simpáticas y moralmente bellas. Así el médico D. Jacinto; el virtuoso, enérgico y sencillo Padre Baquero, rústico jayán injerto en santo y venerable siervo de Dios, rico en evangélicas virtudes, y la linda Merceditas, que si bien se ve en segundo término y muy esfumada, es una excelente joven.
De la protagonista es poco cuanto se diga, para alabarla. Mariquita León quiere ser, y casi lo consigue, el prototipo de la rica hembra de nuestros tiempos, no hidalga de alto linaje ni señora de siervos del terruño y de fortalezas y castillos, sino democrática labradora, que ella misma ordeña sus vacas, hace los quesos y se emplea en otras domésticas faenas y rústicos menesteres. Mariquita León es laboriosa, activa, despejada, y posee los bríos y la entereza convenientes para gobernar bien su casa y su hacienda y para hacerse respetar y temer de sus enemigos. Y no por eso tiene Mariquita nada de sargentón, de marimacho o de monja alférez. Mariquita es gallarda y hermosa, aseada y pulcra, caritativa con los pobres, llana y afable en su trato, generosa con la gente menuda, y para con los amigos, leal, cariñosa y suave. Todos los ya citados personajes y no pocos otros de segundo y tercer orden hablan en la novela muy naturalmente y como deben hablar, esto es, sin que el Sr. Nogales les haga decir la infinidad de cosas que en la vida real hubieron de decir sin duda, pero que nada importan al propósito de la historia, por lo cual el autor debe prescindir de ellas como si nunca se hubieran dicho. La primera regla del arte, la más importante quizás, la más difícil de observar y la que rara vez observamos, consiste en desechar lo impertinente, y yo creo que el Sr. Nogales acierta en Mariquita León a observar esta regla.
Otra regla hay que, en mi opinión, debiera siempre seguirse, por más que Zola, en los libros didácticos que ha escrito sobre el arte de componer novelas, la deroga por inútil; pero como Zola la sigue a menudo aunque la dé por derogada, a cualquiera se le figura que es burla y malicia suya la derogación de la tal regla. Una novela no es una serie de casos vividos, observados y experimentados por quien los reproduce luego sin unidad de acción, sino que debe tener el conveniente enlace que haga que todos estos casos, accidentes o episodios, concurran al mismo fin y contribuyan a poner debido término a la historia.
Contra esta regla, que a mi ver no debiera derogarse, peca el autor de Mariquita León. Su novela sin duda interesa y deleita, aunque falte a la regla mencionada; pero interesaría y deleitaría más si no faltase. Y no es la falta, sino que es sobra. En Mariquita León puede afirmarse que hay cuatro acciones en vez de una: la enemistad entre el alcalde y Berrinches, el cual se revuelve como acosada fiera, y acaba por asesinar a quien le persigue; la avaricia de Brevas, que excita a Juanito sin sal a hurtarle el trigo, y la repugnante y espantosa lucha entre padre e hijo que el hurto descubierto ocasiona y que da por resultado la muerte del padre; los poéticos y apenas iniciados amores entre Mercedes y el médico, que terminan melancólicamente en una separación algo, a mi ver, obscura y sutilmente motivada; y por último, la penosa enfermedad del niño enclenque, hijo muy amado de Mariquita León, con cuya muerte acaba la novela. Las mencionadas cuatro acciones, no veo yo que influyan unas en otras. Todas caminan simultáneamente y sólo coinciden en un punto: en contribuir al desengaño del médico D. Jacinto que, desencantado de la vida de aldea se va de Venusta para vivir de nuevo en las grandes ciudades, donde tal vez le aguardan no menores desengaños. La rudeza campesina no ha dado por fruto en Venusta una inocencia candorosa, sino la corrupción más grosera. Ganas nos dan de seguir al médico D. Jacinto, rogando al Sr. Nogales que nos acompañe y nos sirva de guía, para ver si lejos de Venusta y en población más grande y civilizada, van las cosas un poco mejor y no hay que avergonzarse de tanto pecado ni que lamentar tanta miseria.
DE SILVESTRE PARADOX
Nadie más acérrimo contrario que yo a las modas en literatura; pero, ¿cómo impedir que sea lo que no debe ser acaso? Los buenos versos deben siempre ser estimados y aplaudidos. Esto no se puede negar. Es evidentísimo, no obstante, que el poco numeroso público español que lee está cansado de versos y se muestra con ellos harto desdeñoso. La afición a la novela y al cuento en prosa cunde y se aviva cada vez más, prestando incentivo a multitud de autores para que cultiven el género.
Poco fecunda fue España en novelistas durante todo el siglo xviii y los dos primeros tercios del xix. Las novelas inglesas y francesas traducidas al castellano, casi bastaban para el consumo, ya publicadas en los folletines de los periódicos diarios, ya propinadas en tomos. Se diría que en el país donde se había escrito el Amadís, La Celestina y el Quijote, se había perdido la aptitud para escribir novelas. Hoy, por dicha, me lisonjeo yo y me complazco creyendo que la aptitud renace, y esperando que ha de dar frutos no menos sazonados y sabrosos que los que vienen de Francia, de Inglaterra, y hasta de Suecia, Rusia y Polonia, que gustan y saborean con tanto deleite las personas cultas y que nuestros críticos suelen poner tan por las nubes.
Para que esto se logre no pido yo que menospreciemos injustamente la producción extranjera e importada, ni que elogiemos en demasía lo que por acá se produzca. Sólo pido un poquito menos de admiración y de pasmo hacia lo que nos viene de fuera y alguna mayor benevolencia para lo que en España se escribe y se publica. Conviene, además fijar en ello la atención del público y despertar por ello la curiosidad y el interés, la mitad siquiera que inspira el teatro, y la décima parte siquiera que inspiran las corridas de toros. Lo que es yo me propongo contribuir a este fin hasta donde alcancen mis pobres y ya casi agotadas fuerzas.
Es, a mi ver, singular y agradable el arraigo castizo que tienen las letras en España. A pesar del abatimiento en que hemos caído, y a pesar de la admiración y de la semi-adoración que unida al propio menosprecio quieren algunos hacernos sentir, no ya sólo por las novelas inglesas y francesas, sino también por las suecas y las rusas, el prurito de imitarlas, o bien no se da, o si se da produce el no esperado efecto de que imitemos, tal vez sin pretenderlo y hasta sin sospecharlo, impulsados por invencible atavismo, la antigua novela española. Claro ejemplo de esto nos presta la indicada por su título al frente de este articulito. Don Pío Baroja, sin querer acaso, pensando en muchos libros extranjeros que sin duda ha leído, se ha puesto a escribir y ha escrito las aventuras de Silvestre Paradox, y ha renovado, como puede ser renovada en nuestros días, con diversos trajes, usos, costumbres y aficiones, nuestra antigua novela picaresca. Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, Estebanillo González, el buscón D. Pablo, el donado hablador y otros personajes de la misma laya, han de haber encontrado en el reino de la fantasía y reconocido como muy cercano pariente al héroe desastrado de la novela de D. Pío Baroja. La semejanza de este héroe con los mencionados antes, resalta a cada paso, mientras que las diferencias proceden del diferente modo de vivir que hay ahora. Silvestre Paradox no es ya paje, ni escudero, ni soldado que va a guerrear y a garbear a Italia, Flandes y América, ni queda cautivo en Argel, ni acaba como penitente ermitaño en un yermo; pero lucha por la vida como se estila ahora, y acomete atrevidas empresas y busca aventuras, y nos presenta desde su nueva atalaya de la vida humana larga serie de cuadros en los cuales no deja de haber realidad y verdad, aunque ennegrecidos a veces por la sátira y grotescamente exagerados por la caricatura.
No es Silvestre Paradox un pícaro al modo de los antiguos, sino un semi-sabio extravagante que trata de inventar o cree haber inventado no pocos artificios científicos. Modelos para esto ha podido hallar el Sr. Baroja en nuestra tierra, donde poco o nada importante se inventa desde hace tiempo, pero donde no faltan propósitos y conatos de inventar máquinas que vuelen con dirección, barcos submarinos, proyectiles apestosos que basten a ahogar ejércitos enteros con sus mefíticos miasmas, y cuadratura del círculo, y movimiento continuo, y otra infinidad de primores.
No sé yo, ni me lanzaré a escudriñar y a investigar si el Sr. Baroja ha intentado con su novela demostrar alguna tesis o darnos alguna lección moral, social o política. Pero haya o no en su novela lección o tesis, yo me limito a considerarla como libro de entretenimiento, declaro que me ha entretenido, y con esto basta para que yo celebre al autor y recomiende la lectura de su libro, el cual está bien escrito, con sencillez y gracia, y sin hacerse pesado con filosofías y otras disertaciones inoportunas. Muy de agradecer es esto último en el día de hoy, cuando en la novela se pretende enseñar todo lo que hay que saber, incurriendo los novelistas en pesadez inaguantable. Porque, según me decía anteayer cierto amigo mío, no pocas novelas docentes de ahora son para él como el ajedrez: para juego, sobrado científico, y para ciencia, sobrado juego.
Por algo entra la ciencia en la novela de don Pío Baroja; pero entra como elemento o ingrediente para divertir y burlar. Aunque sea mala comparación, es como el aliño o la sal y pimienta del guiso.
Alguien censura de desordenada o de casi sin pies ni cabeza la novela de que estamos tratando. Yo considero severísima y punto menos que infundada la tal censura. La acción, como en casi todas las novelas de su clase, es la vida entera del protagonista, o por lo menos una parte de esta vida hasta que se cansa de escribir quien la escribe, quedando siempre campo abierto y tela cortada para componer una segunda parte; pues si bien aseguró Cervantes que las segundas partes nunca fueron buenas, gloriosamente lo contradijo en su Ingenioso Hidalgo, acompañándole en la contradicción Luna con su nuevo Lazarillo, Mateo Alemán y otros.
Perseguido por sus acreedores, lleno de desengaños y abrumado por la miseria, Silvestre Paradox se escapa de Madrid y se va a Valencia. ¡Quién sabe cuántas cosas interesantes o divertidas pueden ocurrirle después! Bástenos por lo pronto que nos diviertan las que ya el Sr. Baroja nos ha contado. Y esperemos, por último, que, ya sea escribiendo segunda parte de Silvestre Paradox, ya sacando a relucir a otros héroes y tomando nuevos caminos y asuntos, el Sr. Baroja siga escribiendo novelas, ya que tiene aptitud para ello, y procure, sin dejar de ser realista, iluminar, hermosear y alegrar el mundo que describa con resplandores ideales. De todos modos, su Silvestre Paradox, aunque tan hundido en el charco impuro de la realidad y casi ahogándose en él, nos es muy simpático por su risueño estoicismo, por su desenfado y por el buen humor que nunca le abandona en medio de su inopia incorregible, cuitas y apuros.
NOVELA POR JOSÉ NOGALES Y NOGALES
Sin duda que todo lo que ocurre de bueno y de malo es porque Dios quiere; pero los designios del Altísimo son inescrutables y nos exponemos a errar y hasta blasfemar si nos empeñamos en declararlos. Infiero yo de aquí, que es por demás aventurado el atribuir a castigo del cielo las desventuras que puedan caer sobre una colectividad o sobre un individuo. Los cuentecillos chuscos suelen tener una moraleja llena de buen sentido. Jugó un hombre en Viernes Santo y perdió su caudal; pero no le perdió por haber jugado en Viernes Santo, ya que el ganancioso jugó también en el mismo día y no en Sábado de Gloria.
Muchas veces he oído decir a sujetos graves, y he leído en periódicos y en libros, que en la última guerra entre Francia y Prusia perdieron los franceses porque andaban entonces muy corrompidos y bailaban demasiado cancan; pero ¿eran acaso los prusianos algunos padres del yermo, y no gastaban del mismo baile o de otros no menos descompuestos y lascivos? Su triunfo tuvo, pues, otras causas, y no la mayor severidad y pureza de costumbres.
Todavía hay otra moralidad más rígida de la que suele valerse la gente para explicar los grandes sucesos, poniéndola como una de las bases de la filosofía de la historia. Sale un pueblo vencedor, y otro pueblo queda vencido en una guerra. ¿Hemos de afirmar por eso la evidente degeneración del vencido? ¿Pudo exigirse como un deber, pudo considerarse como ineludible condición para no pasar por degenerados, el tener antes del vencimiento héroes y mártires en abundancia? Yo entiendo que no. Yo entiendo que el heroísmo y el martirio son altamente laudables por lo mismo que son raros. El héroe y el mártir alcanzan fama inmortal; pero es cuando la doctrina, la creencia, el pueblo o la sociedad por quien se sacrifican viene a triunfar al cabo. Los trescientos de las Termópilas estarían olvidados o pasarían por locos de atar, si después de su sacrificio no hubieran brotado los inmarcesibles laureles de Maratón, Platea y Salamina.
Cierto es también que los actos heroicos valen siempre mucho, aunque sólo sea para limpiar la derrota de toda vergonzosa mancha. Muriendo D. Rodrigo a orillas del Guadalete y en Hasting Haroldo, encubrieron con su sangre el oprobio de la rápida conquista de España y de Inglaterra por moros y normandos. Y el último de los Paleólogos, combatiendo y muriendo gloriosamente en defensa de Constantinopla, fue digno de la majestad cesárea; puso término glorioso al secular poder de griegos y de romanos, y merece no menor aplauso que Leónidas y más piadosa simpatía.
No quiero yo dilucidar aquí, porque los sucesos son harto recientes, si las circunstancias son parecidas o si son muy otras, y si hubo o si debió haber al acabar lastimosamente el Imperio colonial de España que había durado cuatrocientos años, algo de hermoso y digno de una gran tragedia: personajes que equivaliesen a los Rodrigos, Haroldos y Paleólogos que hemos citado. Lo que sí me parece que puede asegurarse es que mayor sacrificio que el que hemos hecho de dinero y de sangre hubiera tenido idéntico resultado o más desastroso, porque, sobre la pérdida de nuestras colonias, los yankees hubieran podido arruinar algunas de nuestras ciudades de la costa, y causar perjuicios gravísimos a nuestra industria y comercio renacientes, sin que toda la antigua valentía española, renacida y hasta aumentada, nos hubiese servido de mucho contra enormes barcos acorazados, contra diestros marinos y contra la certera puntería de colosales cañones.
Abandonados de toda Europa con la estéril e inútil conmiseración de algunas Potencias y con el soberbio desdén y secular aborrecimiento de otras, siempre hubiéramos sucumbido en la lucha, y mientras más la lucha hubiera durado, más honda y más cruel hubiera sido nuestra caída. Menester es resignarse: no hay otro remedio. ¿Qué ventaja pueden traernos ya las recriminaciones? Concedamos que ha habido culpas, cuyo castigo ha sido nuestra derrota; pero los culpados han sido y son tantos, que lo más prudente no es la absolución, sino la amnistía; olvidar lo que ya pasó, como se olvida el más horrible sueño, y hacer vida nueva. Exponer aquí como debe ser esta vida es empeño superior a mis facultades mentales, y creo que también a las de no pocos que han tomado el oficio de regeneradores y que recitan discursos o escriben libros terapéuticos. Lo único que puede afirmarse, sin que presuma el que lo afirme de estar dotado de la facultad de regenerar o de curar, es que en el día más que en otras edades, conviene ser rico para ser fuerte, y conviene además ganar aliados y amigos, y no estar solos en el mundo. El valor heroico, puede hacer milagros; pero no debe fiarse en milagros la suerte y el porvenir de la patria. Y ese mismo valor heroico, cuya aptitud milagrosa concedemos, en algunas ocasiones decae, y hasta fallece cuando faltan en la colectividad o en el individuo los materiales recursos, la destreza en las armas y todos aquellos medios de defensa y de ofensa que son ahora más complicados y costosos que nunca y que requieren constante estudio y largo aprendizaje para que sean bien empleados.
Me mueve a poner aquí las anteriores reflexiones la lectura de una novela o como queramos llamarla, obra de D. José Nogales, y cuyo título es El último patriota. Constituye la acción o el argumento de la mencionada novela, la serie de sucesos, de temores y de esperanzas que sobrevienen y asaltan a los habitantes de una ciudad imaginaria, llamada Oblita y situada en territorio español, durante la muy deplorable y harto poco lucida guerra que contra los Estados Unidos de América nos vimos obligados a sostener. Y digo que nos vimos obligados, porque hasta cierto punto es falsa la vulgar sentencia que dice: que dos no pelean cuando uno de los dos no quiere. El que no quiere puede ser colocado tan sin escape y tan entre la espada y la pared, que sin contar con la menor probabilidad de triunfo y sólo para salvar su decoro y probar que cede a irresistible fuerza, acepta o declara la guerra, aunque esté persuadido de que va a ser derrotado. Así con espadas de plomo peleaban gladiadores contra el bien armado Emperador de Roma, que de seguro había de matarlos, y así sale al campo a reñir en desafío contra el más tremendo de los espadachines un señor viejo y pacífico que no sabe de esgrima o que la ha olvidado, y que por no haber tirado al blanco o haberse quedado medio ciego no acierta a dar un balazo a un elefante a cinco metros de distancia.
Importa, antes que todo, rejuvenecerse y robustecerse para cobrar confianza; aprender luego o recordar los ejercicios gimnásticos y de las armas; apercibirse de los convenientes pertrechos, pero sin gastar en adquirirlos lo que antes debe emplearse en restaurar los bríos naturales de la propia persona, y, por último, buscar y ganar amigos para no verse otra vez abandonados en el caso de un nuevo conflicto. Pero lo que importa más que nada es que no decaiga el ánimo, que no se abata el vencido y que no forme muy ruin y desesperada opinión de sí propio.
Por lo expuesto me inclino yo a desaprobar la impía burla con que fustiga el señor Nogales a los habitantes de Oblita. Convengo en que un fervoroso patriotismo, herido y exaltado por recientes desventuras, y el deseo de estimular a la patria y de excitarla a grandes acciones, sacándola de la flaqueza y del marasmo en que tal vez ha caído, pueden mover a un varonil y bien intencionado escritor a zaherir y a satirizar duramente a la misma nación a que pertenece. Claros ejemplos de tales diatribas, fundadas en sentencias como las que rezan: quien bien te quiere te hará llorar, y la letra con sangre entra, han dado en Italia, para libertarla del yugo extranjero y hacerla una, no pocos egregios italianos como Parini, Giusti y Leopardi, avergonzándola y maltratándola de palabra, ora en prosa, ora en verso.
¿Está bien o no está bien que nos valgamos hoy en España de un método parecido? Hallo tan comprometido el contestar a la pregunta, que no atino con la contestación útil y justa y no me resuelvo a darla. Paréceme, no obstante, que entre nosotros hay en el día circunstancias que deben movernos a ser más indulgentes que ásperos; a consolar y alentar en vez de censurar.
Una de las causas, la mayor tal vez de la postración y del hundimiento en que nos vemos, es la cortísima estimación en que se tienen hoy los mismos españoles; cortísima estimación que, combinada con el sobrado aprecio y exagerado buen concepto que cada cual forma de sí propio, nos arrastra a la desunión, al regionalismo y al separatismo. Los cubanos, sin duda, se figuraban más civilizados, más listos, más productores de bienestar y de riqueza, y harto más capaces de progreso que los habitantes de esta Península. De aquí el que creyesen que era impedimento o rémora para que subiesen ellos a más altas esferas, el seguir unidos a nosotros. Posible es que alguien piense en tal cual región de esta Península de la misma manera que pensaban los cubanos. Nobilísimo es el amor de la patria chica; pero debe ir acompañado, para no ser funesto, del amor de la patria grande. El desdén y el odio hacia ella son origen de debilidad y de interesado egoísmo.
No menos lamentable, sobre todo después de un inmenso infortunio, es echarse la culpa unas parcialidades a otras parcialidades y unas clases a otras clases. Si tienen la culpa los liberales, dirán los serviles que deban mandar ellos para regenerar el país; si los políticos se inventará una masa neutra que tratará de convertirse en política de repente; si los librepensadores, saldrán chillando los devotos y ultra-católicos, asegurando que todo el mal proviene de la carencia de fe religiosa; por contraposición, los librepensadores afirmarán luego que el fanatismo es lo que nos debilita, empobrece y vuelve tontos; en suma, no nos entenderemos, y cuando más que nunca conviene la concordia y la paz, acabaremos de arruinarnos con el desasosiego y los desórdenes. Casi todo el siglo xix se nos ha pasado en revoluciones estériles, en largas guerras civiles, en pronunciamientos y contrapronunciamientos, en tejer y destejer constituciones y leyes orgánicas, en reformarlo todo, y en reformar de nuevo lo reformado antes; y de todo ello procede sin duda la mísera situación en que hemos caído. No es, pues, modo de remediarla el volver de nuevo a las interminables reformas, a atribuirnos unos a otros la malaventura y a reñir contra los propios porque no fuimos hábiles para reñir contra los extraños.
La alegoría o el símbolo suele prestarse a diversas interpretaciones. La novela El último patriota es alegórica o simbólica, y bien puedo yo interpretarla a mi modo. Acaso mi interpretación sea la recta. De ella se deducirá entonces una moraleja muy semejante a cuanto acabo de decir en este artículo: que en fuerza de ser la culpa general, debemos olvidarla, haciendo antes el firme propósito de la enmienda.
Es sin embargo, harto cruel y burlesca toda la alegoría que a tan buena moraleja nos conduce. La rapidez con que los habitantes de Oblita pasan de una extremada y jactanciosa confianza al abatimiento y a la consternación; los medios ridículos que inventan y a que acuden para combatir a los enemigos, como por ejemplo el fulminario, con el cual suponen que echarán a pique toda la escuadra de Watson; el gracioso combate en que toman parte los valerosos habitantes de Oblita contra la mencionada escuadra, que por un prodigio de imaginación han traído de América hasta las playas que están cerca de su ciudad; el belicoso ardor del padre cura y los arrestos magnánimos del linajudo hidalgo D. César Paniagua, todo tiene chiste y todo hace reír, pero con lo que vulgarmente se llama risa de conejo, que en vez de regocijar, lastima y duele. Hasta la determinación final del cura y de D. César de levantar para regenerarnos una partida carlista y de encender de nuevo la guerra civil, está bien ideada y trazada, y contribuye a la severa lección que el Sr. Nogales quiere darnos.
Considerado, por último, el libro del Sr. Nogales como un desahogo de su mal humor y de su duelo patriótico, no cabe duda que tiene mérito y prueba agudeza y poder de ingenio. Acaso yo, que soy quizás demasiado optimista y muy indulgente y benigno, halle poco simpático el libro del Sr. Nogales y sea para juzgarle el menos a propósito de todos los críticos. A salvo queda, no obstante, la noble y generosa intención del Sr. Nogales. No tiene toda su satírica más feroz amargura para España, que para Italia los siguientes versos de Leopardi, que bien pudieran servir de epígrafe a El último patriota:
Volgiti indietro e guarda o patria mia,
Quella schiera infinita d'immortali,
E piangi e di te stessa ti disdegna;
Chè senza sdegno omai la doglia è stolta:
Volgiti e ti vergogna e ti riscuoti,
E ti punga una volta
Pensier degli avi nostri e de' nepoti.
POR JAVIER LASSO DE LA VEGA
La centralización administrativa no ha traído proporcionalmente, tanto como en Francia, todo el movimiento intelectual, literario y artístico, a la capital en España. Brillantes centros, focos de nuestra cultura, siguen siendo algunas ciudades, sobresaliendo entre ellas Barcelona y Sevilla. Y como conviene a mi ver, que esta vida del espíritu siga difundida, y no venga a recogerse y a acumularse en Madrid, buscando fama y provecho, creo que también conviene llamar la atención, más aún que sobre los libros que se publican en esta villa y corte, sobre los que en provincias se escriben y se publican.
El autor del libro cuyo título nos sirve de epígrafe, es, a lo que parece conocido y celebrado en la gran ciudad del Guadalquivir como docto médico y como autor de varias obras científicas, entre las que se cuentan: Concepto de la fisiología general, El genio y la inspiración, La ciencia y el Arte, La Atrepsia, Origen y fin del planeta Tierra, y Biografía y estudio crítico de las obras de Nicolás Monardes.
Durante los dos primeros tercios del siglo xix apenas hubo, en nuestro país, político, jurisconsulto ni personaje notable en otras profesiones, que no empezase por componer versos y que a menudo no siguiese componiéndolos durante toda su vida. Ahora puede decirse que la afición a los versos, si no ha cesado, ha disminuido no poco, y que, en cambio, desde veinte o treinta años hace, ha cundido la afición a escribir novelas.
Este género de literatura, que floreció tan gloriosamente en España, se descuidó por el teatro, desde mediados del siglo xvii, y sólo ha renacido recientemente, pugnando por competir con las novelas francesas e inglesas, que son en el día las más celebradas, y con las novelas rusas y de otros pueblos del Norte, que van poniéndose muy de moda.
El médico sevillano D. Javier Lasso de la Vega, se ha dejado llevar de la corriente, ha querido también ser novelista, y ha mostrado que posee las prendas y demás condiciones que para serlo se requieren.
Su novela Isaac es, con todo, para mi gusto, más sátira que novela: pertenece a un género que no me agrada, aunque en él puede más fácilmente que en otros ganarse fama y obtenerse un buen éxito de librería. Sacar a la vergüenza a personajes conocidos, vivos y reales, y revelar al público todos sus vicios y pecados, es uno de los medios más a propósito de que puede valerse un escritor para proporcionarse lectores. Yo tengo por cierto que el Sr. Lasso de la Vega no ha menester de este medio, y por lo mismo me pesa de que le haya empleado.
Como quiera que ello sea, yo quiero suponer que no le empleó; que bajo los nombres imaginarios de los personajes de su novela no descubre ni debe descubrir la malicia verdaderos nombres, y que la fingida ciudad de Gaudulia nada tiene que ver con Sevilla.
Si es Isaac novela de clave, no quiero yo valerme de la clave para descifrar la novela. Baste a mi propósito estimar como pura ficción cuanto en ella se cuenta, y entender que su sátira va contra el vicio y no designa ni fustiga a los viciosos, cuyo castigo prefiero yo que se encomiende a la ley, a los tribunales y a la pública reprobación, sin que autor ninguno, en una obra de arte y de puro entretenimiento, en lo que puede y debe calificarse de poesía, aunque esté en prosa, se rebaje y se humille hasta ejecutar la ruda sentencia.
Aun así, aun prescindiendo de la realidad que puede tener el modelo de cada uno de los personajes fingidos, he de confesar que gusto poco de la novela muy satírica. Y esto por varias razones. Indicaré aquí algunas.
El principal objeto de la novela, como el de toda poesía, debe ser deleitar y conmover, si bien de un modo consolador y elevado. Y a mí, acaso porque soy optimista, indulgente y benigno, más bien que deleitarme y más bien que conmoverme estéticamente, me aflige y me repugna la viva y exacta representación de la fealdad moral, cuando traspasa los límites de lo ridículo y llega a lo criminal y a lo odioso. Es cierto que en la novela del Sr. Lasso hay algunos personajes excelentes. Por tales deben ser tenidos D. Alejandro Calderón, el P. Aguilar y el profesor Madueño; pero esto no basta para iluminar con puros resplandores la horrible negrura del cuadro, y para contraponer a la fealdad y ruindad de casi todas sus figuras elevación y belleza que basten a compensarlas. Y mucho menos si se atiende a que Isaac, el protagonista, deja que desear no poco. Carece de serenidad, de calma y de paciencia, y en la destrucción de sus obras de arte y en el suicidio con que termina, hay tal frenesí de vanidad lastimada que, si bien no nos quita la conmiseración por el héroe, rebaja mucho el aprecio y la simpatía que al principio logró inspirarnos.
La sátira ingerida o combinada con la novela tiene además una grave contra. La acción marcha hacia su desenlace, venciendo multitud de estorbos que en su camino se amontonan.
Son tantas las causas que impulsan a Isaac a destruir sus obras y a darse muerte después, que el lector no acierta a determinar cuál de ellas ha sido la más importante: si el poco éxito que en el Ayuntamiento ha tenido su perorata; si la censura, aunque severa, no del todo infundada, de algunos de sus trabajos artísticos; si la separación de Filipinas, que hace casi imposible que le paguen el monumento a Legazpi; si sus grandes apuros pecuniarios; y, por último, si el desamor y el insolente desdén de su mujer, pintada en la novela de mano maestra.
Las escenas íntimas de tan desastrados amores conyugales, aquélla en que Marta pide a su marido que le compre los diamantes, y la que ocurre en el jardín por la noche, y a la luz de la luna, son las que mejor y más claramente muestran en el Sr. Lasso el agudo talento de observación y el raro poder del estilo para expresar y reproducir lo observado.
La orgía de los concejales en el antiguo Convento, la animada descripción del incendio, con la hazaña de Calderón para salvar a la niña, y la famosa sesión del Ayuntamiento con todos sus pormenores, así como no pocos otros episodios, están bien observados y descritos; pero complican la acción dándole diversos motivos, cada uno de los cuales quita fuerza a los otros en vez de acrecentarla. El lector se pregunta: ¿se hubiera suicidado Isaac si cobra el dinero del monumento a Legazpi, o hubiera sufrido mejor con el dinero los desdenes de su mujer? ¿Si triunfa en el Ayuntamiento y después en las elecciones de diputados, no se hubiera resignado a vivir? ¿Si los críticos hubieran sido justos o muy benévolos y no hubieran señalado defecto alguno en sus obras, ensalzándolas sin reparo, no hubiera sido grande su consolación y sobrado eficaz para quitarle del pensamiento el violentísimo propósito de destruir lo que había hecho y de matarse en seguida?
En la existencia real, en todo verdadero suceso histórico, suelen quedar en pie y sin aclarar tales dudas; pero tal vez en una ficción novelesca, y cuando el autor penetra en lo más íntimo del alma de su héroe y allí lo ve y lo escudriña todo, semejantes incertidumbres y nebulosidades menoscaban el efecto de la composición en vez de aumentarle.
En suma: yo creo que, después de leída la novela, el lector no puede menos de reconocer que el Sr. Lasso es un buen novelista, si bien desea que acumule menos cosas cuando escriba otra novela, y que represente en ella la vida humana, sin que sean, y hasta sin que pueda presumirse que son sus figuras fieles retratos de determinadas personas, sin que contenga una acusación cada episodio, y sin que cada acusación dé lugar a una defensa.
EL siglo xix pasó ya, y nos hallamos en el xx, de lo que debemos alegrarnos por haber pasado también la manía, que cundió entre los escritores, por todas partes y durante muchos años, de calificar de fin de siglo las bellaquerías y maldades. Con esto, además, se quería dar a entender que las tales bellaquerías eran como el refinado producto del esfuerzo secular de una exquisita cultura, y el triste resultado de nuestros materiales progresos. Lejos de ser así, debe entenderse que los hombres, para ser malos y bellacos, no han menester vivir a fines de siglo, ni en época y sociedad muy adelantadas. En lo tocante a tunantería, se sabe cuanto hay que saber, y se hace cuanto hay que hacer desde los tiempos primitivos.
No es en Gandulia ni a fines del siglo xix donde solamente los concejales se despachan a su gusto. Bien podemos decir: todo el mundo es Popayán, y cuándo no es Pascua.
Al leer lo que el Sr. Lasso cuenta de ciertos concejales de Gandulia, he recordado, y no puedo resistir a la tentación de referirlo aquí, lo que he leído en uno de los extractos y traducciones de los millares de manuscritos egipcios adquiridos y conservados en Viena por el archiduque Raniero.
El caso no ocurrió a fin de siglo, sino a mediados: por los años de 250 de la Era Cristiana, o dígase 1650 años ha. Y todo consta en las actas del Ayuntamiento de la magnífica ciudad de Hermópolis, así llamada porque su numen tutelar era Hermes Trimegisto.
Las sesiones del Ayuntamiento hermopolitano no pudieron ser más escandalosas ni más borrascosas de lo que fueron. También hubo allí un Isaac Garcés de Trillo que acusó a los principales concejales o regidores delincuentes, cuyos nombres se conservan aún. Se llamaban Dioscórides y Sarapammon. Habían cometido multitud de estafas, irregularidades y filtraciones; y lo que dio lugar a los debates más acalorados que hubo en las Casas Consistoriales, fue que los Sres. Sarapammon y Dioscórides, valiéndose de las llaves del granero público, vendieron casi toda la cebada y el trigo que en él había, y una enorme provisión de lentejas, y cien artabas de arrak, bebida de arroz fermentado de que gustaban mucho los egipcios de entonces.
Véase, pues, la poca o ninguna novedad que tienen las fechorías de los concejales, y téngase por cierto que en nada malo ha habido el menor adelanto. En lo bueno sí le ha habido y le habrá. Y con tan hermosa y fundada esperanza debemos animarnos, no desmayar y no acudir al suicidio que nada remedia, como acudió en su locura el escultor y honrado concejal, héroe de la novela del Sr. Lasso.
PRONUNCIADO POR DOÑA EMILIA PARDO BAZÁN
en los Juegos florales de
Orense, en la noche del 7
de Junio de 1901.
La afición a los juegos florales cunde y se extiende por toda España. La manía de reírse de todo cunde también, y así no han de extrañarse los chistes y las burlas y caricaturas que sobre los tales juegos se han dado a la estampa. Lo que es yo confieso que soy muy aficionado a la broma y tentado de la risa como el que más pueda serlo; pero me jacto de tener una buena condición, que me alegraría yo de que la tuvieran todos. La risa no debe matar ni perjudicar a aquello de que se ríe. Al contrario, debe purificarlo y sanarlo. En lo más excelente suele haber y hay con frecuencia algo de ridículo; de suerte que, si lo ridículo se extrae, lo excelente, en vez de sufrir menoscabo o deterioro, queda limpio de toda mácula. La parodia, pues, no implica el descrédito de lo parodiado, antes bien es lícito afirmar que sólo de lo bueno y de lo hermoso se pueden sacar parodias divertidas y amenas.
Dicho lo que antecede, olvidémonos de los chistes y de los epigramas que se han lanzado contra los juegos florales, y tomémoslos por el lado serio.
Nadie negará, en primer lugar, que son una diversión inocente y barata, y no cruel y costosa como, por ejemplo, los toros.
Es además diversión muy culta y educadora, ya que en ella se ejercitan el entendimiento y el ingenio de muchas personas, así en componer discursos y poesías, como en oírlos y tratar de entenderlos, apreciarlos y juzgarlos.
Y no se sostenga que el hacer versos y discursos es tarea poco útil, y que mejor sería emplear nuestro tiempo y nuestra actividad mental en asuntos más prácticos y productivos. El gusto y el cultivo de las bellas letras, lejos de estar reñido con el bienestar material y con la fuerza que se aplica para lograrle, bien podemos afirmar que están en perfecto acuerdo y que siempre lo uno es indicio o resultado de lo otro; que lo anuncia, que lo prepara o que de ello procede. Acaso no hay nación en toda Europa más positivista, más próspera, más industrial y mercantil, más rica y más aficionada a la riqueza que la Gran Bretaña, y tampoco hay nación en Europa que guste tanto de versos, que posea tan gran número de buenos poetas y donde más discursos se pronuncien.
Sigamos, pues, componiéndolos y pronunciándolos por acá sin recelo de que se consuman nuestros bríos y calor natural en esta tarea de lujo y no de provecho. Pero ¿por qué tal tarea no ha de ser provechosa, considerada al menos como gimnasia en que nuestras facultades mentales se agucen, se afilen y se habiliten?
La poesía, además, estaba, desde hace algunos años, harto desdeñada y poco cultivada en nuestro país. Y como conviene que no se desdeñe y que se cultive, y como los juegos florales vienen como de molde para lograrlo, bien venidos sean los juegos florales. Evocadas por ellos, se diría que han reaparecido entre nosotros las musas visitando y favoreciendo a varios poetas nuevos. El lauro, la palma o la flor que en tales certámenes han conquistado dichos poetas, aunque gente descontentadiza y satírica niegue que sea prueba de alta inspiración, prueba es y será siempre de habilidad artística, de esmerado buen gusto y de no vulgar cultura, lo cual ya no es poco. Y debe tenerse en cuenta que, así como nosotros no nos atrevemos a dar a nadie diploma de inmortalidad y de genio, tampoco debe atreverse cualquiera a empuñar la férula de Aristarco y a castigar con ella a cuantos en los juegos florales han obtenido premio, expulsándolos con crueldad de la república de las letras.
Tal vez se me acuse de sobrado optimista y facilitón; pero yo entiendo que no merecen censura, sino elogio, las composiciones premiadas de los Sres. D. Miguel Gutiérrez, D. Angel del Arco, D. Narciso Díaz de Escobar, D. Juan F. Muñoz y Pabón y D. Pedro Riaño.
Cuando no motivo, los juegos florales han dado pretexto a muy sabrosos e instructivos discursos de sus mantenedores. Convengo en que un juez severo acaso podría decir que los discursos mencionados están casi todos como en una esfera muy excéntrica de la esfera poética o literaria de los juegos, tocándose sólo y compenetrándose una esfera y otra en muy pequeña parte o casquete, y formando así, como en el famoso y ya casi olvidado esquema del ser, inventado por los krausistas, la figura de una lenteja. Quiero yo significar con esto que si bien los juegos florales se han celebrado en Bilbao, en Salamanca, en Almería, en Cádiz, en Calatayud, en Zaragoza y en Orense, todos los mantenedores, cuál más, cuál menos, se han ido por los cerros de Úbeda. No condeno yo semejante aberración. Me limito a declarar que existe. Discúlpanla, ya que no la justifiquen del todo, la condición etérea y volátil del pensamiento y cierta preocupación amarga o picante que a todos nos estimula en el día. De ella puede afirmarse lo que afirmaba Lope, no del estro o tábano, sino de otra más ruin y aborrecible bestezuela:
Como los celos eres,
Que picas y te vas por donde quieres.
Claro está que aludo al resquemor o a la acedía que los recientes infortunios de la patria engendran en nuestros espíritus, los agitan, los atormentan y los impulsan a buscar remedio. De aquí que se piense poco en la poesía, que se hable de ella muy de paso, y que se corra y se vuele para trasportarse de lo meramente literario a lo político y social. De suerte que cuantos pronuncian discursos en juegos florales suelen pronto perder de vista la corte de amor, el Gay saber y toda cuestión de gentileza, ternura y rendimiento a las damas, convirtiéndose en sociólogos, arbitristas y legisladores. Sus discursos apenas son literarios: más bien pueden y deben calificarse de terapéuticos. España está decadente y enferma, y es menester curarla y regenerarla. Para tan buen fin cada orador propone y ofrece medicamentos que juzga infalibles: la patriótica panacea que a fuerza de cavilar ha descubierto.
El discurso pronunciado por doña Emilia Pardo Bazán en los Juegos florales de Orense, tiene este carácter medicinal y regenerador. Y como son tan atinadas las observaciones que hace, las cosas que dice y los consejos que insinúa, y como todo ello está redactado con fácil y natural, al par que elegante estilo, y adornado con las galas y los colores de una muy brillante fantasía, bien merece que nos detengamos a examinarlo, aunque los juegos florales y los versos que en los juegos se premian queden, así en Orense como en otros varios puntos, completamente eclipsados por la prosa; aunque los juegos florales se conviertan en meeting político, y aunque se trueque en club el salón en que se celebran.
Si en alguien está plenamente justificado el producir este cambio en el propósito de los juegos, es sin duda en doña Emilia Pardo Bazán, la cual no puede, como los mantenedores varones, hablar en el Senado o en el Congreso y exponer allí las reformas que anhela introducir en el gobierno del Estado para regeneración de la patria.
Hay en mi sentir, afirmaciones tan verdaderas y tan consoladoras en el discurso de doña Emilia, que nos complacemos en notarlas aquí, lisonjeados y engreídos de coincidir en todo con ellas.
Lo primero que aplaudimos es algo a modo de amnistía que doña Emilia concede. O no puede saberse, o no debe declararse, aunque se sepa, quiénes han sido la causa de nuestras recientes desventuras. O son culpados todos, o sólo está la culpa en circunstancias independientes de la voluntad y del entendimiento humanos. Hemos sido vencidos, hemos perdido los espléndidos restos de nuestro gran poder colonial antiguo, porque teníamos que perderlos; porque así estaba prescrito. Ni se infiere de pérdida tan lastimosa que seamos una raza inferior o un pueblo degenerado, como ha supuesto recientemente un famoso hombre de Estado de la Gran Bretaña. Doña Emilia protesta enojada contra afirmación tan injuriosa, dejándose arrebatar por su patriotismo y por el espíritu de contradicción hasta el extremo contrario, hasta creer que somos «tan capaces y aptos, y quizás por naturaleza, más inclinados al bien, más exentos de vicios groseros, menos alcohólicos y brutales que ningún pueblo de Europa.»
Nuestra decadencia o postración ha de ser, por consiguiente, accidental y no esencial. Depende de varios achaques y dolencias de que es menester que sanemos. Para conseguirlo, propone doña Emilia, algunos remedios que a mí me parecen excelentes. Lo que importa ahora es que haya alguien que sepa aplicarlos con energía y perseverancia.
Deja entrever doña Emilia que quizás convendría un dictador para alcanzar tan buen fin. Harto me pesa tener que declararlo aquí; pero no estoy muy conforme con esto de la dictadura. Me parece remedio sobradamente heroico, y que además sería en el día de hoy inoportuno y tardío. Los Camilos, los Fabricios y los Fabios fueron dictadores para salvar a Roma; para que Roma venciese y arrojase de Italia a Breno, a Pirro y a Aníbal; pero no se les ocurrió a los romanos darse por vencidos, sentar paces, ceder al galo, al epirota y al cartaginés mucha parte del territorio de la República, y crear luego un dictador para que en la paz y en vencimiento los regenerase, o más bien los castigase. A la calamidad de quedar vencidos no quisieron los quirites añadir la calamidad de ser despóticamente gobernados.
Dice doña Emilia, y tiene razón hasta cierto punto, que la libertad no es un fin, sino un medio; pero la dictadura, no hasta cierto punto, sino en absoluto, es siempre un medio y no un fin. Es cierto que la libertad es un medio; pero el hacer cada uno lo que se le antoje, sin turbar el orden y sin ofender a Dios ni al prójimo, es medio tan excelente que vale para todos los fines, y hasta estoy por afirmar que bien mirado, es un fin, ya que sin libertad no puede haber nada bueno. Desechemos, pues, la dictadura. Para sufrir nuestra mala suerte y para aguantarnos, como nos hemos aguantado, todo dictador está de sobra. Cavour y Bismarck, dado que fuesen dictadores, surgieron para hacer el uno la unidad de Italia y el otro el Imperio germánico. ¿Qué iba a hacer ahora nuestro dictador, si Dios, o más bien el diablo, le suscitase? Como no fuese humillarnos y ponernos en ridículo, no sé yo lo que haría. El dictador, además, si ha de valer para fundar algo, ha de ser el instrumento, el apoderado de una gran parte de la nación, cuyos mandatos ha de cumplir con la fuerza que la misma nación pone en sus manos para que los cumpla. Sin duda que el dictador es entonces potestad que de Dios procede; pero no inmediatamente, sino por medio de la República, como dice Domingo de Soto, divinitus erudita. ¿Nos hallamos nosotros en tal caso, nos inspira Dios la elección de un dictador, y para qué y quién ha de serlo? Desengáñese doña Emilia y persuádase que lo menos malo es que las cosas sigan como están, sin alteraciones ni mudanzas. Alterándolo y mudándolo todo, con varios a modo de dictadores, cambiando a cada momento constituciones y leyes orgánicas, soltando reformas administrativas, cuya recopilación requiere enorme multitud de volúmenes, y haciendo revoluciones y pronunciamientos a cada paso, hemos andado durante todo el siglo xix, y harto se ve y se deplora lo poco medrados y menos lucidos que hemos llegado al xx. ¿Para qué, pues, nueva revolución, aunque el Sr. Maura, citado por doña Emilia, sostenga que la revolución se impone, y que a no hacerla desde arriba, desde abajo habrá que hacerla? ¿No sería mejor que nos quedásemos quietos, procurando, no con dictadores, ni con revoluciones, ni con flamantes leyes y decretos, sino trabajando mucho y bien en las artes y oficios útiles, aumentar la riqueza de la nación, restaurando así sus bríos antiguos y la enérgica confianza en sus altos destinos?
El libro inmortal de Miguel de Cervantes nos da sobre esto implícita y simbólicamente varios consejos muy sanos que debiéramos seguir. Vencido D. Quijote por el Caballero de la Blanca Luna, no quiso ser dictador ni revolucionario, sino que proyectó dedicarse al pastoreo y a la vida pacífica e industriosa. En punto a revoluciones, debiéramos también imitar al hidalgo manchego, que se contentó con romper una sola vez la celada, ufanándose al reconocer lo cortante de su espada y lo pujante de su brazo; pero, ya la celada recompuesta, se guardó muy bien de acuchillarla de nuevo, y la dio por buena y resistente aunque no lo fuese. Así nosotros, que hemos acuchillado y desbaratado tan a menudo nuestras instituciones, debemos dejarlas en paz y sin ponerlas a prueba de nuevo, considerarlas firmes y buenas, aunque disten algo de serlo.
Nuestra manía de legislar nos perjudica mucho, desacreditando las leyes por efímeras y caducas, e induciéndonos a no cumplirlas. Si han de ser pronto derogadas, ¿para qué su cumplimiento? Bien dijo D. Quijote en la carta que escribió a Sancho cuando era Gobernador de la Insula, y que bien pudiera repetir si escribiese a los gobernadores del día: «No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se guarden y cumplan.»
Con mucho juicio toca y dilucida doña Emilia en su elegante discurso otras importantísimas cuestiones. Es la primera la cuestión religiosa, a mi ver algo anacrónica y exótica: anacrónica, porque parece más propia de las edades pasadas que de la edad presente, y exótica, en mi opinión, porque yo me atrevo a sospechar que, si en Francia no estuviese de moda perseguir hoy a los frailes, acaso no se hubiese desenvuelto tanto entre nosotros el afán de remedar a Francia en dicha persecución librepensadora, y tan contraria a la libertad bien entendida. Yo apelo a un librepensador, francés también, y contrario a tales persecuciones. Beranger dice:
A son gré que chacun professe
Le culte de sa déité;
Qu'on puisse aller même à la messe;
Ainsi le veut la liberté.
A ver si esto se aviene con silbar y apedrear los conventos y las procesiones devotas, y con otros desahogos por el estilo.
Acerca del regionalismo separatista, me parece que doña Emilia se expresa con discreción y tino. Recordando una sentencia de Cánovas y haciéndola suya, afirma que el amor de la patria grande, el espíritu nacional, el patriotismo amplio desaparece de los pueblos cuando se convencen de que son mal administrados. Nadie, según doña Emilia, sería separatista o catalanista, sino fervoroso español, si pudiésemos contestar a sus quejas y a sus gritos «con las letras, con el arte, con la instrucción, con el progreso, con la rehabilitación de España; con una patria tan bella, tan digna de ser amada, tan majestuosa y noble, que nadie que no esté demente pueda desearle sino larga vida.» Precisa condición para lograr todo esto es que la patria esté bien administrada; y volvemos a la sentencia de Cánovas. Pero la buena administración, si bien puede considerarse como causa, puede y debe también ser considerada como efecto, sobre todo en un pueblo libre, donde no es nunca el capricho de un tirano quien crea y sostiene al Gobierno, sino la opinión pública, que se impone por los medios legales de la prensa, de la tribuna, de las manifestaciones y de las asociaciones pacíficas. Penoso es tener que decirlo, pero la verdad antes que todo: si tal pueblo está mal administrado, es porque no hay en todo él quien lo administre mejor, o porque es extremamente dificultoso el administrarle, a causa de circunstancias o de fundamentos que no acertamos a descubrir, pero que de cierto no se vencen con violencias dictatoriales o demagógicas, echándolo a rodar todo, para que después del trastorno y la barahúnda tengamos que decir como durante todo el siglo xix tantas veces hemos dicho: peor está que estaba.
En suma: el discurso de doña Emilia Pardo Bazán, que nos da ocasión para exponer lo que hemos expuesto, no sólo es bien pensado y elegante sino consolador y optimista. El mero hecho de pronunciarle tan ilustre dama, es evidente testimonio de cuanto nos preocupa a todos la salud de la patria, la restauración de sus energías y el fundado renacimiento de sus altas esperanzas desde luego, y para después de su antiguo poderío, crédito y gloria.
I
Bien podemos decir con satisfacción que en el cultivo de la novela se advierten más cada día la abundancia y la bondad del fruto.
No es tan voluntariosa la musa como generalmente se cree. Conviene llamarla con persistencia y empeño. No siempre es ella sorda, y suele acudir propicia a quien cariñoso la pretende y con reiteradas y fervientes súplicas la llama. Sólo así se explica que en el país y entre la gente donde se escribió el Quijote se hayan escrito tan pocas novelas y de tan corto valer durante cerca de dos siglos, y que de algunos años a esta parte se escriban muchas novelas, no siendo inferiores algunas de ellas a las escritas en otros países donde florece género tan popular de literatura.
De Francia y de Inglaterra se han importado las novelas hasta hace poco, traduciéndolas o imitándolas. Aún persisten la imitación y la traducción. Tal vez nuestro público gusta más todavía de lo traducido o importado que de lo castizo y propio. No me incumbe ni quiero yo dilucidar aquí si nuestro público, y sobre todo el más selecto por su elevada posición social, tiene razón o no la tiene en tan marcada preferencia. Sólo afirmo que debemos procurar que tal preferencia deje de ser, ya esmerándose todo autor de novelas en que sean buenas las que dé a la estampa, ya trabajando el crítico para que reconozca y confiese dicha bondad el vulgo de sus compatriotas. No tenemos hoy que competir únicamente con lo que en Francia y en Inglaterra se escribe, sino que de Rusia, de Polonia y de otras naciones y lenguas, extrañas y casi incógnitas antes, se importan novelas que, ya nos entusiasman, porque en realidad lo merecen, ya nos agradan más que las nuestras, por lo exótico y peregrino de todo, y hasta porque, no conociendo ni tratando de diario a los autores, nos los podemos imaginar por cima de nuestro nivel: más sabios o más inspirados.
Inevitable es el influjo en las letras y en las artes de un país de lo que se produce en otros países más prósperos y más adelantados. No pretendo yo que nos sustraigamos a tal influjo, no sólo inevitable, sino provechoso a veces. Lo que me parece mal es el remedo servil, y es también que el remedo sea por moda, movido el que imita por admiración ciega y sin elegir los buenos modelos con discernimiento juicioso.
De todos modos, es absurdo aspirar a una originalidad tan completa que no se parezca, por ejemplo, ni recuerde en nada una novela española a las que ya en el mismo género se han escrito en otras naciones. Nuestra aspiración debe limitarse a que, si algo se imita, recaiga la imitación sobre un fundamento original y propio, así en las costumbres, pasiones y caracteres que se representen, como en el estilo y lenguaje con que se exprese todo. Importa que los personajes, los sucesos, los campos, ciudades y demás sitios en que se ponga la escena y cuanto figure en la acción, aparezca tomado o copiado inmediatamente de la naturaleza y no de los libros favoritos, venidos de tierra extraña a ser objeto de nuestra admiración y entusiasmo.
Cumpliendo con estas condiciones tenemos ya bastantes novelas, y cada día aparecen nuevas y compuestas por nuevos autores.
En medio de nuestra postración política, y a pesar de la discordancia de opiniones y de intereses que nos amenazan de continuo, turbando el reposo y la serenidad de los espíritus, aunque no lleguen todavía a producir muy serios y deplorables disturbios, buen síntoma es que la actividad intelectual se muestre fecunda en España y no reconcentrada en Madrid, sino difundida por toda la Península.
Yo, que políticamente no gusto del regionalismo, le celebro y aplaudo en literatura. Prefiero muchos focos luminosos a uno solo, por esplendor que tenga, que brille en el centro y que se difunda por todas partes. Con tal de conservar el carácter nacional y no renegar de él, la aparición de las obras de ingenio en diversas ciudades y regiones es prueba de que la vida no se ha recogido en el centro, sino que por donde quiera da razón de sí, mostrándose ubicua y varia sin romper la unidad del conjunto.
En el siglo pasado nuestra fecundidad mental se manifestó en la elocuencia parlamentaria, de que se abusó no poco, y en el teatro y en la poesía lírica, satírica y narrativa.
En el día de hoy me parece que estamos algo cansados y desengañados de la oratoria, y me parece también que, si versos han de escribirse siempre, la abundante cosecha que de ellos ha habido nos tiene fatigados, cuando no hartos, y no creo yo que los Juegos florales, que en muchos lugares se celebran a menudo, valgan para renovar la afición a la poesía, tan vehemente, por ejemplo, en la época del romanticismo, ni valgan tampoco para despertar en las almas una nueva inspiración poética, poderosa y brillante.
La propensión de los que escriben en el día es hacia la novela. Y lejos de ser estéril esta propensión, a cada momento produce obras estimables, dejando esperar otras para lo futuro más sazonadas y menos imperfectas.
Quisiera yo dar aquí noticia de no pocas novelas que recientemente he recibido y leído; pero las comparaciones son odiosas, el juicio puede ser falible, cegado por la mayor o menor amistad que con los autores nos una, y esto me arredra y casi no consiente que trate yo aquí de las últimas novelas, y que las juzgue y las compare. Básteme afirmar que no pocas se leen con agrado, que están sencilla y elegantemente escritas, y que tal vez son más morales y más amenas aquellas cuyos autores, o no han leído muchas novelas francesas o inglesas, o se olvidan de ellas cuando componen las suyas.
De los novelistas ya muy populares y acreditados, de los veteranos, digámoslo así, no he de decir aquí palabra. Ni Pérez Galdós, ni Pereda, ni Picón, ni el mismo P. Coloma, que publicó hace poco un nuevo e interesante libro, ni menos aún la Sra. D.ª Emilia Pardo Bazán, necesitan que nadie llame la atención del público sobre sus escritos. Tal vez convendría una crítica imparcial sobre ellos aprobando las bellezas que contienen y haciendo notar las faltas que como toda obra humana han de tener, a fin de que los escritores noveles las eviten y no incurran en ellas. Pero tan ardua tarea no es para mí. En el día más que nunca me siento yo sin fuerzas para tanto, y reconozco, además, que carezco de autoridad suficiente. O por abatimiento de ánimo, muy natural en la vejez, o por desengaño razonable y justo, veo yo tales faltas en mi propia labor, que no me atrevo a censurar las de aquellos a quienes la gran mayoría de mis compatriotas otorga aplausos y laureles. Digo, pues, al revés del vate de Mantua: paulo minora canamus. Y entiéndase que, al decirlo, no quiero decir que sean menores los objetos de que voy a tratar. Quiero decir sólo que son nuevos, que su mérito aún no está estimado y tasado por el público, y que yo, aunque sólo sea como parte mínima del público, puedo, sin soberbia vanidosa, concurrir al examen y contar con mi voz y mi voto en la estimación y en la tasa.
Como mi humildad y la desconfianza en mi propio criterio es hoy mayor que de costumbre, no quiero tratar tampoco en este artículo de otros autores, no tan famosos como los arriba citados, pero que gozan ya de muy extensa fama. No trataré, pues, de las Leyendas de amor, de D. Pompeyo Gener, ni de la Sonata de otoño, del Sr. Valle Inclán, ni de Sónnica la cortesana, del Sr. Blasco Ibáñez, ni de Camino de perfección, del Sr. D. Pío Baroja. Hoy trataré sólo de novelas escritas por autores que, como novelistas, se estrenan; de autores que agradecerán lo que yo diga, por malo y desautorizado que sea, considerándolo siquiera como anuncio. Si mi juicio, que será favorable, viniese, como espero, a coincidir con el del público, mis palabras llegarán a ser celebradas por verídico vaticinio. Y si el público no llega a apreciar lo que yo aprecio, mis palabras serán olvidadas, o bien me disculpará quien las recuerde, calificándome de indulgente y bondadoso aunque falso profeta.
II
El primer libro sobre el que me decido a hablar, después de tan largo y quizás fatigoso preámbulo, se debe al ingenio del joven don Mauricio López Roberts, y contiene tres novelas cortas, cuyos títulos son: Las de García Triz, La cantora y La familia de Hita.
Afirman muchas personas, en mi sentir sin reflexionarlo bien, que la moralidad de las narraciones fingidas consiste en que la virtud triunfe y en que el vicio sea castigado; pero, si bien se recapacita, semejante moralidad no es de buena ley. Si se pretende que, impulsados por la narración fingida, nos decidamos a ser virtuosos a fin de alcanzar el premio, y a no ser viciosos para no incurrir en la pena, la virtud tomará trazas de timidez y podrá tomarlas el vicio de valentía. De todos modos, resultará que el interés nos mueve y no el amor desinteresado y noble.
Es otro inconveniente en semejante modo de moralizar que el moralizador por medio de fábulas y de apólogos quede desmentido a cada momento por los sucesos reales, ya que, por desgracia, no son constantes, ni siquiera frecuentes, el triunfo de los virtuosos y el castigo de los viciosos. Lo que importa, pues, para que la lectura de una narración fingida sea ejemplar y moralizadora y nos deleite y consuele, en vez de deprimir y amargar el ánimo, es que el premio que alcance la virtud en toda persona, en cuyas obras resplandece, nada tenga de exterior y de material, sino que sea íntimo, independiente de casos y de circunstancias, y concedido por alto y soberano decreto de la conciencia incorruptible y pura.
En las novelitas del Sr. López Roberts ocurre lo que acabamos de exponer. No hay tesis. En ellas se da el arte por el arte, en el buen sentido de la frase. Quiero decir con esto que, por no proponerse el autor defender esta o aquella opinión, se coloca por cima de lo opinable, se deja guiar por su recto sentido, y sin sermones o discursos logra que resulten de la condición y carácter de los personajes y de la acción en que intervienen una muy alta moralidad y cierto consolador optimismo, aun en medio o después de las mayores tragedias.
En la narración donde esto se ve más claro es en la titulada La familia de Hita. Los principales personajes no pueden ser menos ideales, ni más reales, ni más vividos, ni más ruines tampoco. Eusebio, el padre, es un soñador, holgazán, declamador de café e inventor de planes absurdos para ganar dinero y fama. Alejandro, su hijo, es un ser perverso, más ignorante y no menos presumido que su padre, de quien sin embargo se burla sin asomos de respeto filial. Las burlas llegan a tal extremo, que el padre y el hijo se insultan y riñen. Leandra, la hija, está soñando siempre con libertarse de las miserias de su casa, con no someterse al trabajo y con hallar quien la mantenga, ora lo cohonesten o no las leyes civiles y religiosas. Sólo es impecable y moralmente bella, en el seno de tan abominable familia, la madre, Felícitas, llena de resignación y mansedumbre, desvelándose y trabajando para que los otros vivan y para que vivan sin deshonra ni vergüenza. Felícitas tiene cortos alcances intelectuales, pero su humildad, su modestia y su rectitud severa, libre de jactancia y templada por la dulzura, la van elevando cada vez más en nuestro concepto, según va progresando la narración. Alejandro abandona la casa paterna porque no puede sufrir a su padre, a quien colma de denuestos. Leandra se enreda en vulgarísimos amores con un seductor no menos vulgar, llamado Juanito Mardura, con quien se escapa y quien la mantiene. Y, por último, Eusebio, en pago de su paterno consentimiento y beneplácito en la nada decente unión de Leandra y Juanito, acepta gustoso y lleno de gratitud el empleo de administrador de ciertos bienes que posee Juanito en un lugar lejano. Desesperada Felícitas al ver tan asquerosos horrores, y al oír la cínica apología con que su marido trata de justificar y hasta de glorificar su conducta, acaba por perder la razón, y en un arrebato, inconsciente sin duda, se arroja por un balcón de su casa y muere.
Moral y cristianamente hubiera sido mejor que Felícitas no se suicidase, que terminase su vida de otro modo; que, por ejemplo, muriese de pena. Aquel suicidio, sin embargo, harto se ve que está motivado por la locura: por un frenético e irresistible arrebato que exime de toda responsabilidad a Felícitas.
Zola o cualquiera otro autor de la escuela de Zola, hubiera hecho de la narración de tan horrible historia algo desesperante, antisocial o provocador a la blasfemia. En el ánimo del lector la culpa de todo hubiera aparecido ya en la sociedad mal organizada, ya en un fatal determinismo de nuestra humana naturaleza, el cual determinismo condenaría a la Providencia o la negaría. En la narración, por el contrario, del Sr. López Roberts se advierten el libre albedrío y la consiguiente responsabilidad de los personajes del espantoso drama, por cima de cuya catástrofe brillan la reconciliación suprema y el orden, la esperanza y el bien en el conjunto de los sucesos y de las cosas. Por lo demás, harto se reconoce que el señor López Roberts, venciendo su repugnancia y para demostrar que no es melifluo siempre y que sabe tocar todos los registros, ha compuesto al gusto del día la mencionada historia, donde son plebeyos y grotescos personajes los que calzan el coturno y los que producen la tragedia, no en parodia, como los sainetes de D. Ramón de la Cruz, sino efectiva y conmovedora.
En las otras novelas del Sr. López Roberts, éste se deja llevar de su propia inclinación, y desechando el intento de mostrarse apto para todos los géneros, pone a un lado lo horrible, y se complace en describir lo limpia y delicadamente patético. Así en Las de García Triz, y más aún acaso en otra novelita, titulada Un alma pura, que La Lectura inserta y que aún no ha aparecido aparte en un volumen. La Cantora, por último, es igualmente una novela donde hay vehementes pasiones y valerosos combates contra ellas de la voluntad virtuosa, sin que falte el interés a pesar de lo sencillo del argumento y de la bondadosa suavidad de los caracteres.
Evidente prueba de la naturalidad, gracia y primor del estilo dan el interés y el deleite con que se lee la historia de Las de García Triz. Son dos hermanas solteronas, que en su mocedad fueron ricas y que han venido a menos. Sus caracteres, la humilde y obscura manera de su vivir, la casa en que habitan y las vecinas y amigas que tienen en la misma casa, todo está pintado de mano maestra, todo es real y viviente, y todo demuestra que hasta cuanto es en apariencia insignificante y rastrero, sobre todo en los seres humanos, basta a interesar y a conmover siempre que se profundiza, se llega al fondo de las almas y se acierta a ver y a descubrir los tesoros recónditos y los misterios que en ellas hay.
La acción de Las de García Triz puede en lo esencial contarse en cuatro palabras. La mayor, Clara, tuvo en su mocedad un novio militar, con quien por razones económicas no pudo casarse. Al cabo de muchos años, el novio vuelve de América, ya de coronel, con algunos medios de fortuna y con gana de contraer matrimonio. Vuelve a ver a Clara y tiene un desengaño tremendo. Clara está vieja y bastante fea. Su mismo pudor, el recelo de que sospeche su antiguo novio que pretende ella hacer que reverdezca el antiguo amor ya marchito, la hace aparecer más insignificante y más fría. Ingeniosa y hábilmente tratado está el modo natural, sin malicia, casi inconsciente, con que la hermana menor, Narcisa, que está mucho menos averiada que Clara, enamora al coronel y logra al fin que sea su marido. El amor de Clara apenas renacido y ahogado ya por el desengaño, la tristeza que siente al verse desdeñada, el abandono en que su hermana y el coronel la dejan para retirarse a un lugar donde ella no quiere seguirlos, todo presta al cuadro, y a Clara, principal figura del cuadro, un suave tinte de melancolía, iluminado por los celestiales resplandores de la resignación cristiana. La hermosura moral de Clara nos la hace simpática e interesante; nos la convierte, de la más humilde solterona, pobre, desvalida y vieja, en persona interesante, digna de la poesía y de las que honran y glorifican la condición humana.
Más poética aún, y de más sencillo argumento, es la novelita Un alma pura, de que ya hemos hablado. La viejecita que vive entregada a la devoción, que asiste y reza con frecuencia en la catedral de una capital de provincia, está muy diestramente retratada. El autor logra casi desde luego, con buen tino y exquisito arte, hacer que nos interesemos por Prisca, que así se llama la viejecita. También ella tuvo en su remota mocedad tiernos y delicados amores.
El objeto de ellos la dejó abandonada para ir a buscar fortuna en tierras lejanas. Todos los fervientes y cariñosos afectos del alma de Prisca se refugiaron y reconcentraron entonces en la religión, buscando y hallando en ella solaz y consuelo. Un solo motivo de tristeza nublaba ya la luz de sus pensamientos serenos. Una mano impía y sacrílega había robado de la catedral una pequeña, artística y primorosa, custodia. ¡Cuán grande no sería el regocijo de Prisca cuando supo por el canónigo, su confesor, que un hombre piadoso y muy rico había enviado dinero suficiente para que otra custodia, semejante a la robada y no menos bella, se hiciese a costa suya y fuera el ornato y la gloria de aquella iglesia! Cierto artífice de notable mérito, obscuro Arfe o Cellini, olvidadoen el centro de aquella ciudad de provincia, hace la custodia nueva, reproduciendo con inspiración pasmosa cuantos primores en la antigua se parecían. Prisca, amiga del anciano artífice, acude de diario a ver y a celebrar los progresos en la fabricación de nueva custodia. ¡Extraña, complicada y vehemente combinación de emociones agita el corazón y la mente de Prisca cuando llega a saber que la persona que ha hecho el generoso donativo es el novio que la había abandonado, el cual vive rico y dichoso en muy distantes regiones! No pudiendo resistir su debilitado organismo a la violencia de los afectos que conmueven su espíritu, Prisca cae enferma de enfermedad mortal, y exhala el último suspiro cuando, terminada ya la custodia nueva, pasa en solemne y triunfante procesión por la puerta de su casa. El recuerdo de los amores juveniles y el ulterior misticismo de toda la vida de Prisca se amalgaman y gentilmente se funden en su alma en aquellos últimos momentos, purificando y ensalzando de tal suerte el pasado amor terrenal, que no profana el amor del cielo ni pone la más leve mácula en su limpieza.
Sin afectación de arcaísmo y de purismo, sino del modo más natural y espontáneo, el lenguaje del Sr. López Roberts es castizo y propio en todas sus narraciones, y las escenas que describe parecen copiadas del natural, con exactitud en los pormenores, y sin que el autor peque de enojoso por prolijo, defecto en que suelen caer en el día no pocos novelistas. Muy fundadas esperanzas de que el Sr. López Roberts será uno de los mejores de que podrá jactarse España en el siglo presente, nos dan las breves narraciones ya escritas y publicadas por él cuando es muy joven todavía.
III
Otro notable ingenio, como autor de libros al menos para mí desconocido hasta ahora, es D. Adelardo Ortiz de Pinedo. La obra suya que acaba de publicarse y que he leído con sumo interés, tiene por título La sima. Si las prendas de un novelista son el agudo y perspicaz talento de observación, la firme destreza de estilo para trazar y pintar caracteres, y el arte de combinar sucesos y circunstancias para desenvolver una acción, hacer que progrese con rapidez creciente y lograr que llegue al término y desenlace que el autor le fija, bien podemos asegurar que el Sr. Ortiz de Pinedo posee dichas prendas y que está llamado a ser o es ya un novelista de no corto mérito. Dotado además de un juicio recto y severo, vale para dar excelentes lecciones morales, sin emplear en ello impertinentes discursos, sino consiguiendo que nazcan o se deriven de los mismos sucesos que cuenta. Para llegar a este fin tiene, por último, sobre la clara visión del mundo real y de la sociedad en que vive, la poderosa imaginación y el arte conveniente con que inventa los hechos, lances y conflictos, y los agrupa y ordena moviéndolos a un propósito determinado.
La sima, con todo, tiene, según mi modo de sentir, algo de poco simpático, que no me atrevo a calificar de defecto, pero me alegraría de que desapareciese en otras obras del autor cuando las escriba. Y no dudo yo que habrá de escribirlas, por la gran disposición que ha mostrado en la ya escrita, y por el merecido aplauso con que el público le alentará de seguro.
El defecto, llamémosle así, es el más tremendo pesimismo. La aprobación y hasta si se quiere la admiración que como obra de arte nos causa La sima, no va acompañada de puro deleite estético, sino harto amargada y hasta emponzoñada por el espectáculo de la vileza y de la maldad de los seres humanos, y por ciertas dudas impías y desesperadas sobre la Providencia del cielo.
No se crea por lo dicho que acuse yo al señor Ortiz de Pinedo de crear personajes exageradamente malos. El peor de cuantos en La sima figuran tiene en el mundo, fuerza es confesarlo, modelos más viciosos, más perversos y más ruines. No peca, pues, el Sr. Ortiz de Pinedo por crear seres humanos peores que los que en realidad existen; peca porque aparta del lado, y digámoslo así, de la esfera de acción y de pasión de la heroína de su novela a quien ha decidido hundir en la más negra sima a todo hombre y a toda mujer capaz de sentir por ella un noble y desinteresado afecto que pueda, sepa y quiera darle buenos consejos, prever el precipicio en que va a caer y sostenerla para que no caiga, tenderle una mano cariñosa y fuerte para levantarla de su caída o sostenerla al menos en su ya irremediable infortunio.
Ramona, hija del prestamista usurero don Felipe, que ha llegado a ser muy rico, se educa en un excelente y aristocrático colegio de señoritas, donde, sobre su buen fondo natural, pone la educación los más delicados sentimientos. Por desgracia, Ramona, de acuerdo con la sentencia evangélica, es cándida como las palomas, pero dista muchísimo de cumplir con la primera parte del consejo o del precepto: no es prudente como la serpiente. Notoria es su imprevisión y lastimosa su ineptitud para la vida. Guardará en su alma un tesoro de virtudes, pero desde luego se ve que carece de las dos virtudes cardinales que más nos importan: de la prudencia y de la fortaleza.
Ramona se casa con un joven marqués sin que se vea en la novela que se casa por amor. Se casa por casarse y por ser marquesa. El marqués quiere dorar sus blasones por medio del casamiento, así como ella quiere blasonar su oro. Caso es éste que ocurre con harta frecuencia. No sostendré yo que moralmente sea muy bonito. Poco airoso es para un hombre valerse de sus títulos nobiliarios y del esplendor con que le rodea la alta sociedad en que vive, para conseguir que una mujer le mantenga. No siempre, sin embargo, tales contratos matrimoniales traen aparejada la desventura. Tal vez el marido titulado es un bendito, tan lleno de gratitud y de afecto hacia su rica consorte, como Elías o San Pablo, primer ermitaño, hacia los cuervos que les traían el alimento. Y tal vez, si el marido titulado es listo, el dinero de su mujer vale para auparle y le sirve de trampolín para entrar con desahogo en la vida política, escalar los puestos más altos y brillar y hacer brillar en ellos a su compañera.
No es esto negar que el marido poseedor del título no pueda ser, y no sea a veces, ya un tonti-loco, ya un desalmado sinvergüenza, ya el más derrochador y vicioso de todos los hombres; pero de todo esto parece inverosímil que no se tuviese alguna noticia antes de la boda y aun antes del noviazgo. ¿Cómo es que el padre y la madre de la niña no se opusieron? ¿Qué ceguedad tan grande no fue la de la misma niña y tan injustificada y tan apenas explicada, ya que su amor no se ve que fuera muy vehemente para rendirse y entregarse en cuerpo y en alma a un perdido, sólo casi con el mero aliciente del marquesado?
En el caso de La sima, la docilidad de Ramona raya en tontería y en poco verosímil debilidad de carácter; pero menos verosímil es aún que D. Felipe, padre de ella, que debía de ser muy experto en crematística, no prevea la ruina de su yerno, y, por consiguiente, de su hija, y no procure evitarla. La única que lo procura es la madre, y la madre muere de un sofocón.
Don Felipe, que según se trasluce, estaba ya en vida de su mujer enredado con la sirvienta, se casa con ella no bien enviuda. Lance es éste naturalísimo, vulgar y verosímil. Lo que es raro, por dicha, es la maldad completa de todo individuo. Siempre, o casi, siempre, al lado de las más perversas cualidades, suele entrar alguna buena o mediana entre los ingredientes que componen el carácter de cada persona. La más desaforada piruja, la que, abusando de la lascivia senil y fomentándola con maña diabólica, llega a apoderarse del corazón y de las riquezas de un viejo chocho, ya suele mostrarse generosa para hacerse perdonar sus bellaquerías, aun sin tener el menor resquicio de bondad en su alma, ya para serenar su conciencia echa en la balanza de sus acciones alguna buena que sirva de contrapeso a las malas. No digo que Nicolasa, la madrastra de la marquesa Ramona, sea una criatura inverosímil de puro mala. Hay o debe de haber muchas Nicolasas en la vida real y en la sociedad en que vivimos. Lo raro en todo esto, lo que parece, no resultado del natural encadenamiento de las cosas, sino maraña o trama urdida por el mismo diablo, es que no haya en torno, ni cerca, ni lejos de la pobre Ramona sujeto masculino ni femenino que sea honrado, decente y cariñoso con ella y que para algo pueda serle útil. El único ser que tiene para ella amistosa y desinteresada devoción es un pobrecito jorobado, desvalido y casi inútil.
¿Cómo es posible que Ramona no tuviese una amiga en sus antiguas compañeras de colegio o entre las personas de la clase media que debían visitar y tratar a su padre y a su madre, o entre las damas elegantes que hubo ella de conocer y de agasajar en su casa antes de quedar arruinada? Bien sé yo que al que se queda pobre la gente suele despreciarle y volverle la espalda, pero no hasta el extremo de que no quede una sola criatura racional que le tienda la mano y que le aliente y consuele.
En el colegio, y aún después, Ramona, educada católicamente, hubo de tener confesores, hubo de tratar con sacerdotes. ¿Cómo no halló uno menos indiferente y frío de entrañas, menos despegado y duro para ella que el padre Zubulzu?
Ramona era bonita, elegante, no tenía nada de necia y mientras vivió en la alta sociedad, y no cayó en la sima, hubo de tener admiradores, amigos jóvenes y viejos que la estimasen, que la atendiesen, y con alguno de los cuales, a pesar de todo su recato y severidad de costumbres, pudo ella ser amable, concediendo aquellos favores de casta predilección y de limpia y amistosa confianza que no ya la austera virtud, pero ni la santidad prohíbe. ¿Cómo es que ninguno de esos amigos trató primero de evitar que cayese en la sima, o procuró después sacarla de ella sin exigirle en pago la humillación y la deshonra?
Posible es que las circunstancias se dispongan de tal suerte que un desgraciado no halle persona a quien volver la cara; pero no se debe suponer, sin insultar ni calumniar al linaje humano, que el desgraciado no halle a dicha persona porque en realidad no exista en el mundo. La desventura de Ramona llega, pues, al más raro cuando no al más increíble de los extremos. Fuera del jorobado, nadie hay que la asista ni que mire por ella: ni criadas ni otra gente humilde, ni personas, de la clase media, amigas o parientes de su familia, ni damas y caballeros de la sociedad aristocrática en que se ha criado y después ha vivido.
Extraña es también la completa y espantosa miseria hasta donde el autor conduce a su heroína, dotándola para ello de generosidad tan magnánima, que no puede menos de confundirse un poco con la simpleza hasta en el pensamiento de las personas más novelescas y despreciadoras de los intereses materiales.
A cualquiera se le ocurre, por último, la idea de que una mujer sana y joven, de veinticinco o veintiséis años, educada con esmero, debe de tener alguna habilidad, saber algo, disponer de algún medio, industria o recurso para ganarse honradamente la vida. Puede ser aya, maestra o acompañanta de señoritas ricas. Puede enseñar música, francés, inglés, labores de manos y hasta primeras letras. Puede bordar, pintar, hacer algo, en suma, que le valga dos o tres pesetas diarias. La mala suerte aprieta, pero no siempre ahoga. En La sima se nota demasiado el decidido empeño del autor de precipitar en ella a su heroína arrojándola en tamaña hondura que no le sea posible salir; que no le quede más recurso que la muerte o la infamia. Impulsada Ramona por la tétrica imaginación del Sr. Ortiz de Pinedo, viene a caer fatalmente en este horrible dilema: o suicidarse, o ser la manceba del torero Severiano, alias el Zuncho. Y como la infeliz Ramona carece del valor que para el suicidio premeditado se requiere, o bien, si el valor no le falta, su conciencia moral o religiosa le veda cometer tan horrendo crimen, Ramona opta por el otro término del dilema, y bien se ve, al terminar la novela, que va a incurrir en un pecado más feo, más sucio y más plebeyo, aunque menos feroz y menos contrario que el suicidio al orden natural y a la razón y a la voluntad divinas.
Durante la lectura de las últimas páginas de La sima nos forjamos por algunos momentos la grata ilusión de que Ramona, en medio de su abandono, iba a hallar un noble valedor en el torero: alguien que la protegiese sin exigirle brutalmente la paga; pero, como ya queda indicado, esta ilusión se desvanece pronto. El torero no es mejor que los demás seres de nuestra especie. Unicamente sobresale entre ellos por su energía, pero esta energía no manifiesta su actividad por ningún generoso impulso, sino movida sólo por egoístas y bestiales apetitos.
A pesar de cuanto queda dicho, a pesar de ciertas impropiedades e inverosimilitudes en los pormenores, y a pesar de varias coincidencias que sobrevienen demasiado a propósito para que parezcan fortuitas, como la imprevista aparición del torero en una grave ocasión en que salva a Ramona del trance más vergonzoso y desastrado, La sima está planeada y escrita con tal arte, que su lectura interesa, atrae y seduce, aunque en vez de deleitar aflija, acabando por descorazonar, si no tuviésemos el recurso de reflexionar que todo es fingido y falso, que todo es amañado, exagerado y teratológico, y no ordinario y corriente, por fortuna.
En resolución, yo me atrevo a calificar al Sr. Ortiz de Pinedo de buen pintor de costumbres, aunque me alegraría de que mostrase menos amarga predilección por la pintora de las malas, y de que pusiese menos color negro, menos sombras y más luz, y más tintas de rosa y de azul de cielo en su paleta. Tal vez en lo futuro lo haga así, sin obstinarse en producir extraordinarios efectos contristando más de lo justo el ánimo de sus lectores. Muchísimo, en mi sentir, ganará con esto el Sr. Ortiz de Pinedo.
IV
Así como todo lector cándido y crédulo podrá inferir después de leer La sima que es una abominable patulea la mayoría de los seres humanos, la lectura de otra flamante novela que tengo sobre mi mesa, y cuyo título es Nieve y cieno, puede inducir en error menos cruel, pero no menos evidente. ¿Es verosímil, es frecuente en la vida real que haya un gran conjunto de hombres y de mujeres apacibles, sencillos, virtuosos y buenos a carta cabal, los cuales vivirían feliz y honradamente en un perpetuo y almibarado idilio, si no hubiese un tirano que les impusiese su yugo, que los tratase a puntapiés y que los dominase a su antojo, como fiero y rústico pastor a rebaño manso e inerme.
Esta idea de la bondad de la muchedumbre y de la desventura a que la condena un solo malvado que sobre ella impera o prevalece, es idea menos misantrópica que la de suponer que todos, o casi todos, somos perversos; pero es idea no menos falsa y muchísimo mas vulgarizada. Los malos príncipes, los gobiernos estúpidos o inmorales, los jueces inicuos, la autoridad, en suma, de cualquier grado o clase que sea, tiene, para los que piensan de dicha suerte, la culpa de todos los males. Si una ciudad, villa o aldea se empobrece y se arruina; si sus habitantes pierden el bienestar, el reposo y la cultura de que en otro tiempo gozaban, culpa es del ayuntamiento o del alcalde. Y si una nación decae, si pierde su poder y su crédito, y si las naciones extrañas la ofenden o la menosprecian, culpa es del monarca o de sus tontos y perversos ministros. Lo falso que es pensar de la mencionada manera se advierte a las claras, considerando que ni el alcalde, ni el ayuntamiento, ni el rey, ni los ministros, ni nadie de cuantos se sobreponen y mandan incurrirían en maldades y harían cosas estúpidas, si no los sostuviese en su maldad y en su estupidez, colaborando con ellos, cuando no la mayor parte, la más activa y briosa de los seres que componen la nación, la ciudad, la villa o la aldea. En todo pecado, en todo crimen, en toda tiranía, apenas hay nunca nada de imputable a uno solo. La sociedad entera debe responder de las tonterías del poder cuando da el poder a los tontos, y declararse culpada de los desmanes y delitos de ese mismo poder que la representa y que ella crea, sostiene y aguanta.
No se entienda por esto que supongamos indispensables, ni siquiera convenientes la desconfianza perpetua o la frecuente insurrección de los gobernados para que éstos no se hagan, a par de víctimas, cómplices de las torpezas, desmanes y crímenes de los que gobiernan. Lo que yo supongo, y lo que creo casi a pies juntillas, es que el tirano, benévolo o malévolo, monarca o tribuno, presidente de la república, alcalde de monterilla o cacique, se cría, se nutre o respira en el medio ambiente, cumple la voluntad de los más o de los que más valen por el número o por la energía, y no sería lo que es si no le prestasen auxilio y apoyo para que tal sea. Tal vez Nerón, si volviese a reinar en el día en una nación culta de Europa, sería un rey constitucional afabilísimo, algo enamorado y amigo de divertirse, pero muy generoso protector de las ciencias y de las artes; tendría a su lado a algún compositor de óperas como Wagner, a alguna excelente bailarina como Lola Montes, y a un brillante séquito de arquitectos, escultores, pintores, poetas, literatos y sabios. Tal vez Felipe II, si resucitase y reinase de nuevo en España, él, tan identificado con el espíritu nacional y con el pensamiento nacional de entonces, sería hoy no menos cominero y desconfiado y no menos engorroso que ya lo fue; pero dejándose llevar de la corriente de los tiempos, lejos de ser fanático, sería librepensador, aunque con disimulo, con firmeza, y procuraría por diferentes orientaciones, como se dice ahora, aquel engrandecimiento y aquella prosperidad de sus Estados que sin duda procuró cuando reinaba por vez primera.
Traigo a cuento todo lo antedicho para fundamento de la opinión que voy a dar sobre la ya citada novela Nieve y cieno. Es la nieve, si no la población entera, la gran mayoría de los habitantes de una pintoresca y linda villa de las Alpujarras, situada en la fértil aunque riscosa falda del encumbrado Veleta, y designada con el seudónimo de Iberuela. Y son el cieno el alcalde o cacique y su hijo Lucas, par de encarnados demonios que todo lo añascan. Si no fuera por ellos, aquel lugar sería un Paraíso. La campesina sencillez de costumbres, la inocencia alegre y suave y el amor puro reinarían allí si no fuese porque Lucas, el hijo del alcalde, está prendado, a modo de lascivo sátiro, de la gentil Esperanza, dechado de todas las virtudes y demás buenas prendas que pueden realzar el mérito de una muchacha. El padre de ésta es un excelente sujeto. Y el señor cura, D. Serafín, un verdadero santo varón, un venerable siervo de Dios, un modelo de curas. Su sobrino, Luciano, no le va en zaga en punto a perfecciones morales. Es desinteresado, discreto, trabajador, instruido y valiente, dando pruebas de lo último en la guerra de Cuba, donde tuvo que ir a pelear porque le cayó la cédula de soldado. Vuelto ya al lugar con la licencia absoluta, viene a ser maestro de escuela, y enseña tan bien a los chicos y con tanto tino y afecto, que los chicos y los padres de familia le bendicen y le aman.
Desde antes que Luciano fuese a militar en la Perla de las Antillas, desde la infancia casi, o sin casi, Luciano y Esperanza eran novios; estaban dulcemente encadenados por el florido lazo de los más castos y delicados amores.
En la novela Nieve y cieno, cuyo autor es el Sr. D. José Joaquín Domínguez, magistral, a lo que entiendo, de la santa iglesia catedral de Guadix, todo cuanto llevo contado en cifra está primorosamente contado por extenso, con rara y castiza elegancia de estilo, con espontánea naturalidad y con tal viveza y con tal riqueza de colorido que acreditan de excelente e inspirado escritor a quien lo hace, demostrando además que pinta lo que ha visto, que lo toma del natural y que siente y ama y refleja en su alma toda aquella hermosura, no ya sólo como en fiel espejo, sino adornada, glorificada e iluminada asimismo por ideales resplandores.
La historia amorosa de Nieve y cieno sería tan grata y apacible, aunque harto menos sensual y mucho más etérea, que la de Dafnis y Cloe, si no fuese, como ya queda indicado, por el pícaro Lucas, hijo del cacique. Éste lo echa todo a perder de la manera más imprevista, brutal y cruenta.
Como era naturalísimo, los enamorados Luciano y Esperanza llegan al término de sus legítimos deseos, y reciben la bendición nupcial en la iglesia; pero, coram pópulo, cuando entre la multitud, y con general regocijo, salen de la iglesia los recién casados, Lucas aparece, se arroja sobre Luciano como un tigre sobre su presa, y le da muerte con dos certeras y terribles puñaladas.
Lastimoso es el hecho. No carece de verosimilitud, aunque es extraño que alguien, por empedernido, cínico y feroz criminal que sea, recurra al asesinato con tan escaso disimulo. Por más que se cumpla la frase o sentencia proverbial que afirma que nada es muy peligroso ni muy difícil de realizar cuando se tiene el padre alcalde, más extraño es aún que el asesinato de Luciano quede impune, y hasta que sea aplaudido por la autoridad superior, lo cual se indica y se presume por el final de la novela. El padre de Lucas, el alcalde o cacique, Antolín Carrejo, va a la capital y trata de probar, y prueba, que Luciano era un tremendo conspirador, algo a modo de un Lucio Sergio Catilina, y que había sido muerto para que la república, la paz y el orden se salvasen. A ciencia y paciencia del honrado vecindario de Iberuela, tan amante de Luciano y tan ligado a él por la admiración y la gratitud, ¿cómo pudo forjarse sin contradicción ni protesta tan inicua maraña? ¿Cómo pudo quedar sin correctivo y pena tan negro crimen? ¿Cómo eran tan tímidos o tan incapaces los habitantes de Iberuela, que tamaño horror consintiesen y sufriesen? Y, en todo caso, sin negar la posibilidad, porque apenas hay nada que no sea posible, ¿es lícito inferir de un hecho singular y anormal una general proposición afirmativa? ¿El caciquismo es siempre causa de infortunios y de inmoralidades? En el día de hoy, el más bullidor, el más sabio o el más rico de cada lugar, donde suele disponer y mandar cuanto se dispone y se manda, se designa chistosamente con el apodo de cacique, lo cual no deja de ser ofensivo para sus conciudadanos, quienes de un modo implícito quedan calificados de indios bravos o semisalvajes. ¿Pero cuándo no hubo o cuándo dejará de haber caciques, aunque con otro nombre o apodo los designemos? Desde antes que Cadmo aportase a Grecia, y desde antes que Saturno reinase en Italia, en Grecia y en Italia hubo caciques. Y lo que es en España los hubo muy viciosos desde los tiempos antiquísimos de los Geriones, de quienes en balde nos libertaron Osiris y el Hércules egipcio, ya que después dominó este desventurado país casi sin interrupción una larga serie de no menos feroces tiranos. Véase, pues, cómo el caciquismo es achaque antiguo por donde quiera, y muy singularmente en España, y cómo semejante plaga no puede ni debe considerarse como deplorable novedad introducida e implantada entre nosotros por constitución o régimen político de última moda.
Sea de todo ello lo que debe ser, y prescindiendo de la tesis, si en Nieve y cieno es lícito traslucir que la hay, bien puede asegurarse que dicha novela es de muy grata y apacible lectura hasta que ocurre la tragedia con que termina. Y bien puede asegurarse que el señor D. José Joaquín Domínguez escribe con muy castiza elegancia y delicado gusto, y deja conocer, sin afectación y sin importunos alardes, que ha estudiado bien a nuestros clásicos y a los de la docta antigüedad griega y romana, sin copiar servilmente nada de ellos, sino poniendo en su estilo sabor y aroma, como el que presta al vino nuevo la solera de vino rancio y generoso que el antiguo vaso contiene.
Quisiera yo dar aquí noticia de otros cuentos y novelas recientemente publicados. La cosecha, como ya indiqué, es abundantísima en el siglo presente y también lo fue en el pasado. Me arredra, pues, fatigar a mis lectores. Y sin perjuicio de emprender de nuevo la tarea de crítico en otra ocasión en que me sienta yo menos cansado, me limitaré ahora a citar por sus títulos a Tomás I, por D. José Jesús García, impreso en Almería; a Gondar y Fortaleza, por el marqués de Figueroa; a Suelo, por D. Sebastián Gomila, edición de Barcelona; A la sombra de la mezquita, cuentos cordobeses, por D. Julio Pellicer; La mujer de Ojeda (Alicante, 1901), por D. Gabriel Miró; Naderías, cuentos y artículos, por don Alfonso Jara, y Del bulto a la Coracha, por el ya muy estimado y celebrado malagueño don Arturo Reyes.
Hoy, por último, sólo daré cuenta de una novela de un escritor sevillano, conocido ya por erudito y también por elegantísimo e ingenioso poeta. Como novelista, no sé yo que D. Luis Montoto, el escritor a quien aludo, haya publicado nada antes de escribir y de publicar la novela que lleva por título Los cuatro ochavos. Como poeta lírico le conocía yo y le estimaba en mucho desde hace tiempo. En el movimiento intelectual y en la actividad literaria de que es centro Sevilla, figura entre los más ilustres literatos. Con su novela Los cuatro ochavos viene ahora a colocarse, sin duda, entre los mejores y más originales novelistas de toda España.
La historia que nos cuenta está inmediatamente tomada de la realidad. Todo en ella, más que de ficción, tiene trazas de fiel trasunto de cosas que se han presenciado; no de nada que se inventa, sino de sucesos y de personas que se recuerdan. Y sin embargo, de los tales sucesos y personas, que aparecen vulgarísimos al empezar la narración, brota y se desenvuelve luego la encantadora poesía.
Don Antonio, el principal personaje, el dueño de los cuatro ochavos, se nos muestra al principio tímido, engreído con sus riquezas, egoísta y hasta pervertido y vicioso, no arrastrado por pasiones violentas, sino por debilidad de carácter.
El interés de esta curiosa novela, lo que verdaderamente nos la hace simpática, no es la transformación o el cambio, porque nada cambia ni se transforma, sino la aparición cada vez más clara y más brillante de la bondad, nobleza y dulzura del alma de D. Antonio, que va desechando poco a poco sus miserias y sus vicios por debilidad contraídos, y acaba por resplandecer en su desnudez espiritual, limpia, inmaculada y rica de bondadosos afectos.
El valer moral del a primera vista insignificante D. Antonio va elevándose gradualmente hasta que, en nuestro concepto, se transfigura y aparece cercado de simpáticos resplandores.
Su generosidad, mal empleada primero, ya en mujeres livianas, ya en sostener en la holganza y la crápula al desvergonzado parásito Pepe Carranza, empieza a tomar atinada dirección merced al cariño, sin el menor viso ni asomo de concupiscencia, que le inspira Soledad, fiel y honrada ama de llaves. Se extrema después la bondad del corazón de D. Antonio cuando recoge al niño Angelito, que providencialmente viene a ponerse bajo su amparo, y que es hijo de Soledad y del anarquista Isaías, que ha tenido que huir y que emigrar a Buenos Aires.
El amor paternal que siente D. Antonio por el niño que ha recogido, sin que Soledad se haya valido de maña ni de astucia para que le recoja y le ame, hace ya a D. Antonio digno de veneración y simpatía.
El ulterior y bien motivado examen de conciencia que hace D. Antonio recorriendo punto por punto su vida pasada y reconociendo con pena y arrepentimiento cuán inútil y estéril ha sido, le realza y le purifica a nuestros ojos, le pone muy por cima de sus cuatro ochavos, de que antes cándidamente se ufanaba, y le eleva también sobre las personas miserables e interesadas que le rodean: sobre el parásito Pepe Carranza y sobre sus destestables parientes Teodorita y Ricardo, que ansiaban heredarle y que al fin le heredan.
Tampoco en esta novela de Los cuatro ochavos triunfa la virtud en el mundo. Teodorita y Ricardo son los que triunfan. Bien puede decirse que son ellos los que matan a disgustos a D. Antonio.
El fin de la novela no puede ser más trágico. Si sólo se atiende a lo material y externo de la vida humana, no puede ser más pesimista. Soledad queda desvalida, acusada de ladrona y casi deshonrada. Su marido, que ha vuelto de Buenos Aires y ha tomado parte en un tremendo motín popular, muere de un balazo capitaneando las turbas. Y el bueno de D. Antonio, sin persona amiga que cuide de él, y entre las rapaces garras de sus infames primos, acaba lastimosamente su vida.
Pero lo singular de todo esto, lo que prueba que el estilo, las creencias y los sentimientos del narrador y la luz del cielo con que tal vez ilumina los casos más crueles y las mayores catástrofes pueden trocar el mal en bien y convertir el veneno en triaca, es que Angelito y Soledad, tan desventurados materialmente, se hacen dignos de envidia y de gloria, y el pobre de D. Antonio, que al principio de la novela casi nos infunde desprecio y es objeto de risa y de burla, acaba por ser amado y venerado de los lectores.
El dejo que en el ánimo de ellos debe de quedar después de leída la novela no es desconsolador ni depresivo, sino que está lleno de suave y religiosa consolación y de la moralidad más verdadera y más alta. Y cuando esto no se opone, sino que se aviene y se concierta con el entretenimiento ameno que obras de esta clase han de traer consigo (porque si lo moral fuese aburrido, lo moral se convertiría en inmoral, ya que haría lo moral odioso), dichas obras merecen todo aplauso y cumplen hábil y discretamente con el fin que ha de proponerse el novelista, deleitando y enseñando a la vez, sin fastidiar el espíritu, sin darnos un mal rato, sin entristecer ni oprimir los corazones.
Yo creo que la novela del Sr. Montoto realiza cumplidamente el mencionado fin. Por eso me complazco en celebrarla, envío a su autor mi más cordial enhorabuena, y le excito, hasta donde mi aprobación y mis alabanzas alcancen, a que siga escribiendo narraciones con el acierto que puede esperarse del que ya en Los cuatro ochavos se advierte y celebra.
Al Sr. D. Antonio de Hoyos.
Mi distinguido amigo: He leído con la debida atención la novela de usted que tiene por título Cuestión de ambiente, y voy a decirle con franqueza el parecer que sobre ella me pide. Dicha obra demuestra, a mi ver, que su autor posee imaginación muy viva, natural sencillez y facilidad de estilo, nada vulgar aptitud para la observación, y arte y buen tino para ordenar después, expresar y narrar lo observado.
Todas estas prendas lucirían, sin embargo, mucho más en usted y darían más sazonado fruto, si la lectura de ciertos libros extranjeros que están de moda, como los de Bourget, Marcelo Prévot y D'Annuncio no pesasen sobre la condición propia del ingenio de usted, llevándole por caminos muy otros de los que espontáneamente hubiera seguido.
También perjudican a usted no poco la prontitud y la precocidad, apenas cumplidos los veinte años, con que se ha puesto a escribir y con que escribe, sin conceder a la reflexión y a la crítica tiempo bastante para discernir los conceptos y valerse sólo en sus planes de los más pertinentes y de los más en armonía, esquivando, sobre todo, multitud de cuestiones que valiéndome de vocablo harto familiar, me atreveré a calificar de peliagudas.
Menester es, si tales cuestiones han de tocarse sin escandalizar a las gentes, que por larga experiencia y profundo estudio sepa tocarlas el escritor con destreza y suavidad, como el cirujano y el dentista que manejan bien el escalpelo y el gatillo para rebanarnos un pedazo de carne o para sacarnos una muela sin inútil dolor y sin grave daño.
En el fervor juvenil de la inspiración usted hace lo contrario. Lejos de esquivar dificultades, se diría que las amontona, colocándolas como estorbo a su paso para saltar por cima como quiera que sea y derribándolo todo.
De aquí, sin duda, las acusaciones que he oído lanzar contra la obra de usted, y que yo considero esencialmente injustas, aunque algo fundadas en varios irreflexivos atrevimientos.
La novela de usted no es sólo cuestión de ambiente, sino también cuestión de todo lo cuestionable. Bien puede afirmarse que es usted un escritor muy sugestivo de cuestiones. A cada paso que da Ignacio, el protagonista de la novela, salta una o más cuestiones, como saltan las ranas cuando alguien va andando por la húmeda orilla cubierta de larga hierba de un estanque o de una laguna. Así como las ranas, espantadas, se zambullen en el agua, así las cuestiones que usted suscita se quedan por resolver y se pierden en la corriente de los sucesos que usted va contando.
Yo me inclino a creer que las bodas más se hacen por conveniencia y cálculo que por previos y poéticos amores. No quiero decir que así debe ser, sino que así es. Acaso de cada cincuenta, acaso de ciento o más parejas que se casan, una sola se enamoró primero. Nótese, en prueba de la verdad de este aserto, que apenas hay historia, verídica o fabulosa, de dos muy finos amantes cuyo término venga a ser el matrimonio. Ni Hero y Leandro, ni Píramo y Tisbe, ni Lanzarote y Ginebra, ni Tristán e Iseo, ni Paolo y Franchesca, ni Abelardo y Eloísa, ni Diego Marsilla e Isabel de Segura, ni Julieta y Romeo, ni Calixto y Melibea, ni Dante y Beatriz, ni Petrarca y Laura estuvieron nunca casados.
Convengamos en que si algo parecido a poéticos amores hubiera de preceder a todo legítimo consorcio, el género humano se compondría casi de solteros, y habría poco hogar doméstico estable y como Dios manda.
Y, sin embargo, aun dando lo antedicho por evidente, ¿no se hubiera ajustado mejor al propósito de usted que Ignacio se hubiera enamorado fervorosamente de la señorita Eulalia antes de casarse con ella? Así se explicaría mejor lo que sin llegar a ser imposible frisa en inverosímil: que a Ignacio le suceda algo de muy semejante a lo que sucede al tenor Fernando en la linda ópera titulada La Favorita. Ignacio, no menos inocentón, sonámbulo y distraído, aunque también no menos celoso de su honra que el tenor a que nos referimos, se casa con Eulalia, sin llegar a enterarse de lo que antes había pasado. Y aquí, lejos de disminuir dificultades, usted las acrecienta y las multiplica, en mi sentir sin necesidad. Bastaba que se supiese por toda la sociedad de Madrid el desliz o los deslices de Eulalia con un hombre casado. ¿Para qué suponer además que Eulalia guardaba íntimamente prendas de tal hombre? ¿No hubiera sido más prudente, ya que el novelista puede suponer cuanto se le antoje, o que Eulalia no hubiera llegado a tener tales prendas, o que las hubiera soltado natural y sigilosamente antes de concertar su boda?
Pues no señor; usted se empeña en que el negocio sea más raro y más difícil de explicar, y usted dispone que la boda se celebre a escape a fin de que no sobrevenga el fenómeno de la aparición de una criatura humana perfecta y mucho menos que sietemesina.
En vista de cuanto va sucediendo y usted relatando, no pocas personas acusan a usted de sobrado pesimista y de que pinta con los más negros colores la inmoralidad y los vicios de la alta sociedad a que pertenece.
Lo que es yo disto mucho de ver en usted tan mala intención. Y no entiendo tampoco que sea el resultado malo, aunque la intención sea buena.
La verdad es, por más que sea muy triste verdad, que las más nobles virtudes y las más acendradas excelencias morales, no llegan a dar clara muestra de sí ni se manifiestan bien ni resplandecen, si los vicios, los pecados y las maldades no dan ocasión o causa para ello. La virtud, digámoslo así, sería como un capullo que jamás llegaría a ser flor perfecta abriendo el cáliz, desplegando los pétalos y embalsamando el aire con su aroma, si el vicio, sin querer, y por contradicción, no interviniese en el asunto. ¿Hubiera habido mártires si no hubiera habido desalmados y feroces tiranos que los pusiesen en la alternativa de renegar de su Dios y de adorar los ídolos o de ser devorados por las fieras, desollados o quemados vivos o sometidos a otros exquisitos y muy crueles tormentos? Sin bárbaras e incultas naciones que someter y domar, sin despotismos que derribar, sin injusticias que castigar y sin perdidas libertades que volver a adquirir, la valentía y el denuedo militar, ¿de qué suerte podrían manifestarse?
Deduzco yo de aquí que toda la picardía de la señorita Eulalia y su doblez y sus embustes eran indispensables, para que el pundonor, la honradez, el candor y la inocencia de Ignacio apareciesen de realce, como punto luminoso y lleno de hermosura sobre el fondo obscuro del cuadro.
El empeño que tiene la Duquesa en seducir a Ignacio y los medios elegantes y alambicados de que se vale para conseguirlo, me parecen tan bien traídos como lindamente descritos, y no deben asustar a las personas más pudorosas. Su representación y narración por circunstanciadas que sean y a pesar de toda la verdad y viveza con que se pinten, no deben ser tenidas por inmorales. Las historias sagradas y profanas están llenas de casos parecidos. Sin la mujer de Putifar jamás hubiera resplandecido con luz propia, ni hubiera logrado gloria imperecedera la castidad de José, hijo de Jacob. Si la princesa o reina Briolanja no hubiese hecho tantas locuras y dado tan desaforados ataques al corazón de Amadís, ¿cómo hubiera probado éste su fidelidad admirable a la señora Oriana ni cómo se hubiera hecho digno de llevar a cabo la aventura de la Insula firme, siendo espejo, norte y guía de leales amadores?
La gente anda por ahí alborotada, censurando de muy viciosa y de sobrado verde, permítaseme lo familiar del vocablo, la escena en que la Duquesa trata de seducir a Ignacio. ¿Pero cómo censurar tal cosa, cuando el Año Cristiano contiene no pocas escenas bastante más crudas? San Vicente Ferrer, pongamos por caso, fue acometido dos veces por lindísimas señoras de él enamoradas, las cuales se llevaron chasco y se quedaron tocando tabletas, a pesar de los esfuerzos que hicieron, y entregadas a los mismísimos demonios, sus colaboradores y guías en esfuerzos tan desenfrenados y lascivos. Y cuenta que las tales señoras prendadas de San Vicente, se desataron mil veces más contra el santo que contra Ignacio se desató la Duquesa. Baste recordar que una vez cuando San Vicente volvió a su celda, se encontró metida en su cama a la linda dama que le pretendía.
Con no menos depravación fue perseguido San José de Calasanz fundador de las Escuelas Pías, con la circunstancia agravante del premeditado y pertinaz abuso de confianza que hubo en la perseguidora, hija de confesión del venerable siervo de Dios que acudía a consultarle sobre los fingidos y más sutiles escrúpulos de su conciencia.
Y Santo Tomás de Aquino, el Angel de la Escuela, tuvo que pelear contra el profano amor no menos bravas y espantosas batallas.
Cierto día se vio tan acosado por una hermosa mujer que le ceñía entre sus brazos, que tuvo que rechazarla a empujones y luego a fin de ahuyentarla la persiguió con un tizón encendido. Por último, y en premio de tan señalada victoria, bajaron del cielo dos ángeles y ciñeron al santo el milagroso cíngulo de la virginal pureza, con el cual, aunque le dolió muchísimo cuando se le ciñeron, quedó, digámoslo así asegurado de incendios para en adelante.
Con todo lo expuesto me parece que dejo demostrado que la escena de seducción entre la Duquesa e Ignacio, lejos de ser pecaminosa es ejemplar y edificante. Y dejo demostrado también que no se sigue de que haya hoy duquesas tan seductoras que haya mayor corrupción en una clase de la sociedad que otras, ni en la época presente que en las pasadas. La misma corrupción aparece ya en tiempo de los Faraones y se repite en Fedra, en Briolanja y en las empecatadas mujeres de las que consiguieron triunfar los tres gloriosísimos santos que hemos citado. No implica mayor corrupción, ni necesitamos atribuir al autor de la novela mayor pesimismo, para que quede justificada la venganza que toma la Duquesa haciendo saber a Ignacio su deshonra. Casi todas las mujeres de los tiempos antiguos cuando se ven despreciadas se vengan más ferozmente.
¿Por qué introdujo venenos
Naturaleza si había
Para dar muerte desprecios?
¡Qué atrocidades y qué horrendos crímenes no comete la heroína de La devoción de la Cruz, cuando el católico dramaturgo nos la representa irritada por un desprecio no real, sino imaginado! Julia impulsada por su pasión se decide a cometer y comete tales crímenes que
Darán espantos al mundo,
Admiración a los tiempos,
Horror al mismo pecado
Y terror al mismo infierno.
La venganza, pues, que toma la Duquesa haciéndole ver a Ignacio su deshonra, es una niñería, es una bagatela si la comparamos con otras mil venganzas, nacidas de agravios por el estilo.
Cuanto sucede después hasta que termina la novela me parece todavía menos meditado, y escrito más depriesa que el resto. Y es lástima, porque tal vez las mejores escenas se hallan al fin de la obra. El cinismo de Eulalia que confiesa con orgullo su falta moviendo a Ignacio a castigarla brutalmente en un acceso de ira, da lugar a una escena bien trazada aunque de rudo naturalismo, el cual resalta más por la cuestión de ambiente, por la elegantísima mise en scène en que ocurre.
Por último, de cuantas soluciones pudo usted dar a este enredo me parece la que usted da la menos natural y verosímil. Si Ignacio no se vuelve loco, ¿considera usted tan fácil que su mujer le haga pasar por tal y que le encierre en un manicomio? Pero supongamos el mencionado encierro muy factible. ¿No llega Ignacio al último límite de la extravagancia y no nos hace recelar que está loco de veras cuando toma la determinación de quedarse para siempre entre los locos y de pasar allí su vida sin querer probar que está cuerdo? Francamente yo recelo que Ignacio estaba completamente loco ¿pero porqué nos lo oculta usted y no más lo declara, justificando al bueno del médico y no comparándole malamente con Pilatos, ya que Pilatos se limitó a lavarse las manos y el médico se ensució las manos y la conciencia con una horrible mentira?
Mucho sentiré que crea usted, y más aún que crea la gente, si llega a publicarse esta carta, que el tono festivo en que está redactada redunda en perjuicio y descrédito de la primera obra de usted que ha visto la luz pública en un volumen. No me perdonaría yo, y calificaría de pésimo gusto, el propósito de responder con burlas a quien candorosamente me pide consejos. Yo los doy sin la menor burla, aunque severos a veces. Y toda burla además sería inmotivada. En absoluto, está lejos de merecerla Cuestión de ambiente y muchísimo menos la merece aún si se tiene en cuenta la mocedad de su autor. Aunque sean odiosas las comparaciones, me atrevo a sostener que pocos o ninguno de los novelistas, que florecen hoy en toda Europa con tanta abundancia, escribieron o pudieron escribir mejor novela que la de usted en la temprana edad que usted tiene.
Si algo de irónico y de regocijado contiene este escrito no va contra usted si bien se mira. Va contra la mala crítica y contra la peor interpretación que se da por algunas personas a los hechos fingidos que usted refiere.
La alta sociedad, compuesta de sujetos mejor educados que el vulgo, y más favorecidos de la fortuna, no es, ni puede ser, ni usted quiere que sea, más corrompida y viciosa que la plebe ignorante y baja. Afirmación tal sería en el fondo antiprogresista y antidemocrática y en su última consecuencia nos llevaría como a Rousseau a identificar la virtud y el salvajismo.
Bueno es tener presente, por último, que en la virtud hay mucho de silencioso, de modesto y de retraído, mientras que el vicio bulle, escandaliza y alborota por donde quiera. En contraposición de la alegre Duquesa que usted pinta, hay de seguro no pocas otras que encerradas en sus casas y sin dar nada que decir, son dechado de nobilísimas prendas que emplean en obras de caridad y misericordia.
Si algo censuro yo en usted, no para que se retraiga de escribir, sino para que siga escribiendo y se corrija, es el pesimismo tétrico, que más que por sentirlo adopta usted por moda: pesimismo, que en nuestro siglo de menos fe que los siglos pasados, tiene la desesperación por término y no aquel fin divino, ultramundano y dichoso que ponían en sus dramas, poemas, leyendas y demás escritos, autores como Calderón a quien ya hemos citado. ¿Qué importa que el mundo sea, no solo valle de lágrimas, sino tenebrosa caverna de infamias y de maldades, si así resplandece más, venciéndolo, dominándolo y hasta perdonándolo todo,
El madero soberano,
Iris de paz que Dios puso
Entre las iras del cielo
Y los delitos del mundo?
Me atrevo, pues, a aconsejar a usted, ya que es tan mozo y ya que no tiene motivo para quejarse de su malaventura, que no se meta todavía a predicador, ni se muestre tan adusto y desengañado, y que en otras novelas nos cuente lances y sucesos menos lastimosos y más agradables y dulces, vertiendo en su sátira, cuando a la sátira se incline, no hiel, sino sal y pimienta, que no la hagan amarga, sino picante y sabrosa.
De todos modos insisto en aconsejar a usted que no se arredre y que siga escribiendo. Aunque no presumo de profeta, harto fácil es pronosticar y pronostico, en vista de la espontaneidad con que usted escribe, que todas sus futuras novelas serán leídas con gusto y podrán servir y servirán de inocente pasatiempo, ya que no contengan igualmente, lo cual también puede esperarse, lecciones morales y todo género de sana doctrina.
FIN
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