Nacionalismo de derecha en la Argentina

El nacionalismo de derecha fue un conjunto de movimientos de tercera posición, parcialmente identificable con la extrema derecha, surgido en los años 1920. Surgido de la nostalgia por relaciones económicas y sociales propios del siglo XIX, pretendía fundar la sociedad en un orden más «orgánico». Sin haber llegado nunca a gobernar ni a cambiar el orden político dominante, se convirtió en una fuerza importante en la política argentina a partir de la década de 1930.[2] El nacionalismo se centró típicamente en el apoyo al orden, la jerarquía, el corporativismo, el catolicismo militante, combinado con el odio al liberalismo, a la izquierda, la masonería, el feminismo, los judíos y los extranjeros. [3] Denunció el liberalismo y la democracia como el preludio del comunismo.[4]

Bandera de los Nacionalistas.[1] Los colores representan los colores nacionales de Argentina mientras que la cruz representa el cristianismo.

El nacionalismo estuvo fuertemente influido por el Maurrasismo y el clericalismo español, así como por el fascismo italiano.[5] Después del golpe de Estado argentino de 1930, los nacionalistas apoyaron con firmeza el atrincheramiento de un estado corporativista autoritario dirigido por un líder militar. Los nacionalistas a menudo se negaron a participar en las elecciones debido a su oposición a las elecciones como un derivado del liberalismo.[6] Sus defensores eran escritores, periodistas, algunos políticos y muchos oficiales militares subalternos; estos últimos apoyaron a los nacionalistas en gran medida porque, durante la mayor parte de su existencia, éstos vieron a los militares como los únicos salvadores políticos potenciales del país.

Como ideología, el nacionalismo era militarista, autoritario y simpatizante del gobierno de un caudillo moderno, a quien los nacionalistas con frecuencia esperaban o reinterpretaban la historia para ubicar en el pasado, En este sentido, una parte importante de la obra intelectual del Nacionalismo fue la creación del revisionismo histórico como movimiento académico en Argentina. Los historiadores nacionalistas publicaron una serie de trabajos que cuestionaban el trabajo de los historiadores liberales que habían forjado la narrativa histórica dominante de Argentina y presentaban al dictador del siglo XIX Juan Manuel de Rosas como el tipo de líder benévolo y autoritario que el país aún necesitaba.

Mientras que los propios nacionalistas nunca lograron realmente mantener el poder político a pesar de participar en un puñado de golpes de Estado exitosos a lo largo del siglo XX, ha dejado un legado perdurable a través su enorme influencia sobre el discurso político de la Argentina contemporánea, donde la derecha, la izquierda y el centro han sido fuertemente influenciados por su discurso, en parte a través de influencias militares y clericales de segunda mano, y en parte a través de la adopción de algunas de sus ideas y lenguaje por parte del presidente Juan Domingo Perón.

Nación y nacionalismo

El concepto de nación, surgido con la Edad Contemporánea, se refiere a una población humana consciente de aquellas características que posee en común y que la diferencian de las demás, y que se considera soberana de un territorio determinado. El nacionalismo, por su parte, es un principio político que busca hacer coincidir los límites étnicos con los límites políticos de la propia nación.[7] Dado que esos límites no coinciden nunca por completo, hay dos formas de llevar adelante el nacionalismo: el nacionalismo imperialista o colonialista, buscando la supremacía de la propia nación;[8] y el nacionalismo liberador o antiimperialista.[9]

Esta última forma de nacionalismo, aparentemente positiva, fácilmente deriva en un nacionalismo por imposición: dado que es imposible que los límites de las naciones y los Estados coincidan plenamente, se busca uniformar las ciudadanías comprendidas dentro del Estado y se rechazan las diferencias y disidencias. En un sentido amplio, entonces, «nacionalismo» significa el conjunto de proyectos y herramientas empleadas por las elites políticas de los Estados occidentales a los fines de homogeneizar las poblaciones que habitan los territorios sobre los que esos Estados ejercen su soberanía. Dicho de otro modo, se trata del esfuerzo cultural y político de las elites por crear una nacionalidad homogénea.[10] Por la misma razón, si desde la Revolución Francesa hasta mediados del siglo XIX, el nacionalismo estuvo asociado al antiabsolutismo y al republicanismo, ya en el último tercio del siglo quedó asociado a los movimientos antidemocráticos.[11]

Existe un nacionalismo «de izquierda» o nacionalismo popular, que se limita a la acción antiimperialista, y a la postura defensiva en contra de las pretensiones de dominación por parte de potencias extranjeras.[12] Por contraste, el nacionalismo de derechas es aquél que pretende excluir a las disidencias de la nacionalidad, y muy particularmente excluir a cualquier movimiento de izquierdas, calificando su acción y teoría como «ideas foráneas».[13] Usualmente, dado que la democracia lleva a alguna forma de gobierno de ideas populares o izquierdistas –como mínimo, más a la izquierda que la ideología de los grupos nacionalistas– el nacionalismo de derecha se opone completamente a la democracia, se opone a la igualdad tanto como al valor de la diversidad. Dentro de la igualdad que rechaza, reniega del voto universal, igualitario y protegido por el secreto, proponiendo, a cambio, la representación corporativa como método de elección de autoridades y de toma de decisiones comunes.[14]

El nacionalismo de derechas en la Argentina

En la Argentina, exceptuando el imperialismo a que fueron sometidos los indígenas y los territorios que habitaban, la forma predominante fue el nacionalismo antiimperialista, tanto en el período de la Independencia como en el siglo XX.

En todo caso, las corrientes nacionalistas de derecha de la primera mitad del siglo XX no eran tanto grupos que apelaban a la nacionalidad como fundamento de toda acción política, sino un conjunto de reacciones ultraconservadoras de miembros de la clase media que aspiraban a formar parte de la elite y se sentían amenazados por la igualdad propuesta por los grupos mayoritarios: en el caso argentino, primeramente la igualación de las clases medias con las altas que trajo aparejado el radicalismo, y luego la igualación de las clases obreras con las clases medias que propuso el peronismo. Fue un movimiento de restauración de los privilegios de las clases altas, pero en ellas no sólo tuvieron participación estas clases privilegiadas, sino que estuvieron formadas principalmente por miembros de la clase media.

En el caso argentino, el nacionalismo tuvo además un componente de imitación, por el que los nacionalistas buscaban copiar el estilo y la ideología de los grupos de derecha antidemocrática europeos: inicialmente de la dictadura de Miguel Primo de Rivera en España, y luego del fascismo italiano, para derivar en algunos pocos casos en la imitación del nazismo. En particular, en las décadas de 1920 a 1950, resultó un nacionalismo no original, sino copiado de su práctica en otras naciones.[15] Entre los más intelectuales, era evidente sobre ellos la influencia de pensadores nacionalistas y conservadores católicos extremistas, como Juan Donoso Cortés, Marcelino Menéndez Pelayo, Joseph de Maistre, Maurice Barrès o Charles Maurras, cuyas ideas eran reproducidas asiduamente en publicaciones nacionalistas argentinas, entre ellas La Nueva República, La Fronda (creada en 1919 por Francisco Uriburu, primo del general y admirador del fascismo italiano) o Cabildo.[16]

Las tres características descollantes del nacionalismo argentino son el tradicionalismo –es decir el apego a un pasado idealizado–, ciertas tendencias populistas y el recurso permanente a la movilización callejera y al uso de la violencia.[17] Accesoriamente, el antisemitismo[18] y la identificación voluntaria con la Iglesia católica fueron componentes compartidos por la mayor parte de los grupos nacionalistas de derecha. Entre los dirigentes nacionalistas católicos se destacó especialmente Manuel Gálvez,[19] mientras que entre los anticlericales se cuenta Leopoldo Lugones.

Los distintos grupos nacionalistas fracasaron en establecer una ideología formalmente uniforme para ofrecer a la sociedad, en búsqueda de la uniformidad. Resulta paradójico que justamente quienes rechazaban la diversidad de comportamientos y de ideas resultaron incapaces de ofrecer un conjunto de ideas coherente y uniforme. Quizá su aporte más duradero al campo intelectual argentino fue haber prohijado el surgimiento del revisionismo histórico.[20]

El otro gran fracaso del nacionalismo fue su incapacidad de unificarse en un único movimiento; la indefinición ideológica causó la dispersión de los distintos grupos nacionalistas, enfrentados entre sí por los detalles de su ideología, y por el movimiento extranjero que cada grupo aspiraba a imitar. No obstante, los movimientos nacionalistas alcanzaron una influencia social e ideológica mucho mayor que la que hubiese correspondido a su exigua cantidad de adherentes, debido al entusiasmo con que hacían propaganda a sus ideas e iniciativas, a su presencia habitual en las calles, y al recurso continuo a la violencia.

Antecedentes: la Liga Patriótica

Desde 1880 en adelante, los efectos del cada vez más alto porcentaje de inmigrantes sobre la población total fueron reorientados a través de un sistema complejo de monumentos, conmemoraciones, fiestas cívicas y nombres de las calles y ciudades, que afirmasen la identificación de los habitantes con el concepto de nación. Y para asegurarse el efecto buscado de absorción de los inmigrantes en el conjunto de la ciudadanía argentina, la escuela insistió en la abundancia de símbolos materiales y en la enseñanza de una versión edulcorada y al mismo tiempo heroica de la historia del país, principalmente a través del relato de Bartolomé Mitre.[21]

Fuera de las fechas y nombres patrios, y de la tarea nacionalizadora de la escuela, durante todo el período conservador hasta 1916, el grupo social y políticamente dominante no necesitaba hacer propaganda política con argumentos nacionalistas: para enfrentar las amenazas desde afuera de su círculo les bastaba recurrir a la policía y a las Fuerzas Armadas. No obstante, a partir de 1890 es posible detectar un cambio en la actitud, hasta entonces muy amplia y generosa, con que eran recibidos los inmigrantes, por una postura defensiva frente a los recién llegados de ideología izquierdista o sindicalista. De hecho, a partir de ese momento todo conflicto social era visto como consecuencia de la actividad de agitadores extranjeros.[22] La Ley de Residencia muestra en su punto más álgido esa actitud: autorizaba al Poder Ejecutivo a expulsar a cualquier inmigrante «indeseable» sin sentencia judicial de por medio.[23] A lo largo de los primeros años del siglo XX, con el avance de la idea de una Nación esencialmente igual a sí misma desde el inicio de la independencia, se volcó en iniciativas para defender la «esencia de la Nación» con medidas tales como la obligatoriedad del castellano y la difusión de la gimnasia y el tiro entre los estudiantes secundarios.[22] En La restauración nacionalista, del año 1909, Ricardo Rojas proponía que la escuela fuera la principal herramienta para homogeneizar al país; y no hablaba de una homogeneinización en general, sino de la eliminación de cualquier movimiento filosófico, artístico o cultural que rompiera con el correspondiente movimiento mayoritario: no creía que la democracia fuese posible en un ambiente tolerante con las disidencias.[24]

En la segunda mitad de la década de 1910 los opositores tradicionales de los conservadores –los radicales– alcanzaron el gobierno del país gracias a la Ley Sáenz Peña, imponiendo una visión alternativa de cómo gestionar la cosa pública y para quién se debía gobernar. Eran vistos como la antesala del comunismo y como un amontonamiento de gente vulgar dedicada a aplaudir al presidente.[25] Y apenas un año más tarde, los comunistas lograban hacerse con el control total de uno de los imperios más grandes de la historia, fundando poco después la Unión Soviética.[26]

Activistas de la Liga Patriótica Argentina recorriendo Buenos Aires durante la Semana Trágica; obsérvense los dos agentes de policía subidos al auto y el arma larga de uno de sus ocupantes.

Los conservadores decidieron entonces que era necesaria la creación de alguna organización por fuera del Estado –debido a que éste estaba bajo control radical– para sostener sus derechos e impedir el avance del comunismo. Tuvieron la oportunidad de hacerlo cuando, en 1919, estalló la Semana Trágica, una serie de desórdenes causados por una huelga de empleados metalúrgicos que no pudieron ser controlados por la policía. Fue en ese momento que algunos empresarios reunieron grupos de rompehuelgas, a los que pronto sumaron matones, y salieron por la ciudad de Buenos Aires a enfrentar a mano armada a los obreros en huelga o manifestantes en la calle. La organización más activa en esas actividades fue la Liga Patriótica, existente desde antes de 1916,[27] que tuvo el apoyo de sectores de la Iglesia católica, de sectores del Ejército y de las organizaciones patronales. Su dirigencia estaba formada por reconocidos líderes políticos, tanto del antiguo Partido Autonomista Nacional como del Partido Demócrata Progresista y del partido en el gobierno, la Unión Cívica Radical. Mejor armados que los obreros, y protegidos por la policía, causaron cientos de muertos, que se sumaron a otros tantos causados por la policía.[28] En medio de los disturbios, la Liga desató la única cacería de judíos –un pogrom– que se haya registrado en el continente americano.[29]

En esos sentidos –violencia en las calles, antisemitismo– la Liga Patriótica es un antecedente ideal para los movimientos nacionalistas de derecha de fines de la década siguiente. Pero había una diferencia fundamental: la Liga no tuvo nunca la intención de desplazar al gobierno en ejercicio, ni de modificar los presupuestos políticos de la democracia; no estaban en contra de la democracia, estaban en contra de que en las elecciones ganaran los otros.[30] Al menos durante la década de 1920, no se trató realmente de un movimiento nacionalista de derechas –no eran antiliberales, más bien todo lo contrario– y sólo corresponde citarlos como un antecedente por sus procedimientos, no por su ideología. En este último sentido, confluían con los nacionalistas en su antiizquierdismo, en culpar a los judíos por el desarrollo de las izquierdas, y por considerar toda acción sindical casi como una traición a la Patria.[28]

Por fuera de su acción violenta, la Liga también procuró educar a los obreros, especialmente a las mujeres, para impedir por ese medio su afiliación al socialismo o al comunismo. Las escuelas de señoritas estaban instaladas en las mismas fábricas en que trabajaban, con anuencia de los propietarios.[31] Algo parecido estaban haciendo algunas organizaciones católicas de derecha por miedo a la actividad de los sindicatos y los partidos de izquierda, como en los Círculos Católicos de Obreros, fundados y dirigidos por el padre Federico Grote, guiado por la idea de ponerle límites a la propaganda izquierdista.[32]

La hora de la espada

Leopoldo Lugones

El 9 de diciembre de 1924, en Ayacucho (Perú) se celebraría el centenario de la batalla de Ayacucho; para la ocasión, además de los consabidos desfiles militares, el presidente Augusto Leguía invitó a los tres poetas más laureados de América Latina, con la idea de adornar con giros poéticos los hechos históricos que se recordaban. Uno de ellos, el argentino Leopoldo Lugones, hizo algo muy distinto: leyó en voz alta una proclama intensamente antidemocrática:

Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada… Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir, al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin ley, porque ésta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad.

Aprovechó la ocasión para definir el pacifismo como «culto del miedo», declaró «caduco» al sistema democrático constitucional, resumió la vida en cuatro verbos, «amar, combatir, mandar, enseñar», y cerró sus conceptos con una declaración:

El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica.

El discurso armó un notable revuelo internacional, pero no tuvo consecuencias ulteriores, ni siquiera a través del Ministro de Guerra de la Argentina, el general Agustín Pedro Justo, que estuvo presente durante el discurso. En cambio, sí significó un anuncio a gran escala del curso que tomarían los hechos en América Latina y en el mundo en cuanto la situación de bonanza económica a nivel mundial se modificara.[33]

En cambio, sí parece haber influido fuertemente en la Logia General San Martín, fundada a fines de 1921 y desaparecida en 1926, y de la que formaban parte el general Justo. El discurso de Lugones convenció a los militares «profesionalistas» de que el camino para no dejarse influir por los partidos políticos pasaba por la destrucción de éstos y su reemplazo por las corporaciones como fuente de legitimidad política. Tras dividirse por el enfrentamiento entre estas dos concepciones políticas, la Logia fue oficialmente clausurada.[34]

En lo personal, Lugones, que había sido simpatizante y afiliado al Partido Socialista, había virado hacia unas ideas decididamente fascistas y corporativistas. Sin embargo, abandonó pronto estos devaneos y se concentró en la propuesta de que fuese el Ejército el encargado de «regenerar» al país.[30] En cambio se mantuvo dentro del universo de ideas fascistas con su insistencia en que la solución a los males de la democracia era la fuerza, las organizaciones fuertes y los hombres superiores aplicando la fuerza; como buen poeta romántico, soñaba con el hombre fuerte providencial que llevase adelante sus ideas, pero no participaba en ninguna agrupación política.[35]

Nacionalistas de los años '30

Durante el primer gobierno de Yrigoyen, los conservadores interpretaron que se trataba de un fenómeno pasajero, que gobernaría seis años y nunca más volvería a hacerlo. El gobierno de Alvear y la división del yrigoyenismo con el antipersonalismo parecieron darles la razón: estaban en el gobierno los radicales más opuestos al expresidente. Pero cuando éste fue elegido nuevamente en 1928, ya les resultó insoportable. Si la democracia no les devolvía el gobierno al que creían tener derecho por sí mismos, entonces había que eliminar la democracia. Y entonces sí, numerosos liberales y conservadores, más sus clientelas, se pasaron a la extrema derecha corporativa y antidemocrática. Se dedicaron a atacar a la democracia y al radicalismo, al que acusaron de estar formado por políticos profesionales, pero no se dieron por enterados de la existencia de políticos profesionales entre los conservadores.[36]

El golpe de 1930

Ernesto Palacio, jefe de redacción de La Nueva República.

A fines de 1927 se fundó el periódico La Nueva República, que en un principio aspiraba a dar publicidad a diversas corrientes de pensamiento, pero un año más tarde se convirtió en el primer órgano oficial del nacionalismo de derecha, y el más destacado medio dedicado al ataque permanente contra el gobierno. Su primer director fue Rodolfo Irazusta, secundado por Ernesto Palacio, y entre sus colaboradores y directores estaban Julio Irazusta, Juan Carulla, Mario Lassaga, César Pico y Tomás Casares. Todos ellos eran católicos militantes y muy activos.[37]

Las ideas de La Nueva República resultaban vagas, generalistas; por ejemplo, aceptaban como positivo el liberalismo como había sido aplicado hasta 1916, y lo rechazaban de plano en sus formas desde 1916, culpándolo del desarrollo de la democracia. También condenaban los giros autoritarios que en ocasiones tenía el gobierno de Yrigoyen porque los aplicaba atrayendo a las masas, y no imponiéndose a ellas por la fuerza. El único que intentó darles una forma orgánica fue Ernesto Palacio, quien hacía girar toda la organización social en torno al orden, la jerarquía y la autoridad; su objetivo no era el pueblo, sino la «minoría inteligente», y reservaba para el pueblo la función de seguir lo que ésta le impusiera. Pero ni siquiera estas ideas eran enteramente originales, sino más bien derivadas de la Action française y de Charles Maurras.[38]

El diario insistía en que el país atravesaba una crisis, de la cual eran culpables los radicales, por su demagogia, por el supuesto saqueo al Estado que denunciaban y por el desaliento al trabajo –como llamaban a la sanción de leyes laborales que disminuían los abusos de los empleadores. En última instancia, la culpa de la presunta crisis la tenían las leyes electorales, y muy especialmente la Ley Sáenz Peña. Pretendían reemplazar la representatividad electoral por alguna forma de reconocimiento de la «capacidad», el «respeto por los superiores» en cultura, posición social y edad; y consideraban a la democracia una utopía, un concepto general bonito pero inaplicable. Según Irazusta, los principios de igualdad y libertad hacían imposible toda organización, y era necesario su reemplazo por principios de autoridad y capacidad. Palacio, por su parte, llamaba a iniciar una contrarrevolución intelectual como prefacio a la restauración política de los principios de orden y jerarquías. Desde su punto de vista, la democracia y el liberalismo conducían sin remedio al socialismo, al caos o a la dominación extranjera. De hecho, consideraban al radicalismo el movimiento que llevaría a la Argentina al socialismo; en este punto debieron enfrentar la oposición de Manuel Gálvez, que pensaba que las políticas obreras de Yrigoyen eran un freno eficaz contra el avance de la verdadera izquierda. En lo electoral, La Nueva República proponía votar a partidos conservadores como mal menor, a la espera de la aparición de un partido nacionalista organizado y competitivo.[39]

En 1929, varios de los directivos de La Nueva República fundaron la Liga Republicana, con la idea de fortalecerse lo suficiente como para participar en las elecciones nacionales. Sus primeras actividades estaban orientadas a provocar desórdenes en actos públicos, aunque –para su desconsuelo– sólo lograban llamar la atención y ser arrestados durante unas pocas horas cada vez, muy lejos de las inmensas refriegas que aspiraban a causar.[40] Lo único que lograron fue naturalizar la existencia de cuestionamientos a la democracia, lo cual fue un factor esencial para el éxito de lo que vendría: el 6 de septiembre de 1930, con un amplio apoyo de viejos y nuevos conservadores, y de prácticamente todo el arco político por fuera del Yrigoyenismo, el general José Félix Uriburu marchó sobre el centro de la ciudad de Buenos Aires y ocupó la Casa Rosada, declarándose a sí mismo presidente de la Nación.[41]

Uriburu y el intento corporativo

Uriburu había sido elegido por los nacionalistas para liderar el intento de instaurar un régimen nacionalista antidemocrático. Y ciertamente tenía algunos títulos para aspirar a ese honor; para empezar, tenía mucho más claro lo que quería hacer que los nacionalistas: inspirado en las experiencias de la dictadura española y en el fascismo de Benito Mussolini, pretendió organizar al país con un sistema corporativo. Sólo después de que el dictador lo enunciase, los nacionalistas adoptaron la ideología corporativa.[42]

Sin embargo, la personalidad de Uriburu no era, en absoluto, la adecuada: más allá de que era perfectamente capaz de disolver el Congreso y deponer al presidente –es decir, violar la Constitución– no tenía el carácter para imponerse a todos sus obstáculos al mismo tiempo.[43] Muchos conservadores lo habían apoyado, de modo que llamó para ocupar los puestos de primera línea de su gobierno casi con exclusividad a viejos funcionarios de los gobiernos anteriores a 1916, casi todos ellos conservadores. El único de sus ministros que era declaradamente nacionalista y antidemocrático era el ministro del Interior, Matías Sánchez Sorondo. Éste apoyó discursivamente a Uriburu cada vez que éste anunciaba su programa corporativo, pero no era apoyado por nadie con capacidad y poder real, por nadie cuyo apoyo fuese valioso para el dictador. Ante la negativa generalizada de los conservadores, insistió en que él no venía a imponer la fórmula corporativista, sino que su papel era proponerla, para que fuera el nuevo Congreso cuyas elección él presidiría quien tomara la decisión de hacer los cambios necesarios.[44] Lo que no parecía capaz de darse cuenta es que –excepto algunos pequeños o impotentes grupos nacionalistas– nadie creía que fuesen necesarios otros cambios que la «vuelta a la normalidad democrática», aunque –por supuesto– sin los radicales.

El primer paso en los planes de Uriburu fue proscribir políticamente a Yrigoyen. Luego oficializó la Legión Cívica Argentina –un grupo de choque de estilo clásicamente fascista– con la intención de convertirlo en su custodia y fuerza de choque personal. Finalmente, Uriburu anunció la herramienta con la que pensaba desarrollar un sistema económico corporativo: la unión de todos los partidos en uno solo, con exclusión expresa de los yrigoyenistas y los comunistas. Pero, con excepción de unos pocos conservadores, la propuesta unipartidaria fue rechazada por todos los partidos, que presionaron a Uriburu para que llamase a elecciones cuanto antes.

Tras varios meses de soportar presiones, y sin ningún avance a la vista en sus apoyos, decidió que mover el tablero político lo ayudaría. Como descontaba la derrota de los radicales, llamó a elecciones en la provincia de Buenos Aires, para que una aplastante derrota de la UCR confirmase que el partido había pasado a la historia; eso sí: por las dudas, no los dejó hacer campaña. Por eso mismo, la victoria de Honorio Pueyrredón, candidato del radicalismo, fue una señal de que todo había salido mal. Los conservadores, los nacionalistas, los demoprogresistas, los socialistas independientes, los radicales antipersonalistas entraron en pánico: había que tomar decisiones ya mismo, había que sacrificar algunas de las banderas, o se le estaría entregando el país a los radicales. Lógicamente, arriaron dos banderas: la primera fue la de la limpieza electoral; se anularon las elecciones, se prohibió a la UCR participar en las elecciones, varios dirigentes fueron arrestados y se repitió hasta el cansancio que no se permitiría a los radicales ganar ninguna elección, aún cuando las ganasen. La segunda bandera era la del nacionalismo: los conservadores no toleraron más ideas trasnochadas, todos los ministerios fueron ocupados por conservadores o por radicales antipersonalistas, y se le hizo saber claramente al presidente que su sueño corporativo no tendría lugar. Con Uriburu cada vez más aislado y limitado a mera figura decorativa, el corporativismo desde arriba ya había fracasado.

El fracaso del intento de Uriburu no hizo a los nacionalistas cambiar de ideas: de allí en adelante, serían los abanderados del corporativismo, de la negación de la Constitución y del cambio de régimen electoral. Por otro lado, para la misma época descubrieron el papel extranjerizante de la banca, mayoritariamente extranjera, y desarrollaron los conceptos generales de dependencia y de oligarquía –la cual, para los nacionalistas, era la elite enriquecida por el comercio y las finanzas, a diferencia de las clases dirigentes, que –naturalmente– estaba formada por los ganaderos y sus abogados.[42]

El nacionalismo de los años '30

Si La Nueva República había alumbrado la primera intelectualidad nacionalista, el órgano que dirigiría a estos movimientos sería la revista católica Criterio, nacida en marzo de 1928, y que hasta el golpe de Estado había respaldado ideas ultraconservadoras, sin competir con el periódico de los Irazusta, que apuntaba en otra dirección. Desde 1929, la revista quedó en manos de la Arquidiócesis de Buenos Aires, y por un tiempo se alejó de las posiciones corporativas para apoyar una postura conservadora; pese a las críticas que lanzaba sobre el gobierno de Yrigoyen, se opuso al golpe de Estado. Más tarde cambió nuevamente su línea editorial, y sumó entre sus enemigos a los nacionalistas, adoptando una postura reaccionaria, corporativa y clerical a partir de 1931; fue la época en que la principal pluma de la revista fue el padre Julio Meinvielle, de ideología reaccionaria y partidario de una mucha mayor participación de los católicos en política. Además arrastró a la revista y al círculo de intelectuales que publicaba allí al más crudo antisemitismo.[45]

Tras proscribir a la Unión Cívica Radical y poner a sus órdenes a la Legión Cívica Argentina –un grupo de choque de estilo clásicamente fascista– Uriburu anunció la herramienta con la que pensaba desarrollar un sistema económico corporativo: la unión de todos los partidos en uno solo, con exclusión expresa de los yrigoyenistas, los comunistas, y probablemente el Partido Socialista. Pero el fracaso con las elecciones de la provincia de Buenos Aires, en las que ganó el radicalismo, lo aislaron cada vez más: con excepción de unos pocos conservadores, la propuesta unipartidaria fue rechazada por todos los partidos, que presionaron a Uriburu para que llamase a elecciones cuanto antes. El corporativismo desde arriba había fracasado. Cuando finalmente se llamó a elecciones nacionales, únicamente protestaron los nacionalistas, que habían soñado tener su revolución reaccionaria al alcance de la mano. Aun así, se encolumnaron detrás del general Agustín Pedro Justo: esperaban que ejerciera un gobierno de orden que les permitiera en algún momento volver a intentar la aventura corporativa.[46]

Como no podía ser de otro modo, ganó el general Justo, representante de los grupos políticos conservadores y de las fracciones conservadoras del radicalismo y del socialismo.[43]

El régimen de Uriburu dejó cuatro herencias a la Argentina: en primer lugar, el ejercicio del fraude electoral en niveles nunca antes vistos, incluyendo el secuestro de libretas de enrolamiento, falsificación de firmas y proscripción de fiscales de mesa; en segundo lugar, el derecho que se arrogó el Ejército de deponer a los gobiernos elegidos por el pueblo; en tercer lugar, la proscripción no solamente de un partido político, sino del partido mayoritario; por último, el uso masivo de la represión a través del Ejército, la policía y grupos de choque como la Legión Cívica. La herencia que hubiese querido dejar –un sistema político corporativo– quedó solamente en los planes y en los numerosos discursos del dictador; el mismo día de la asunción de su sucesor, le entregó en mano un proyecto de nueva constitución corporativa, que Justo depositó en el cesto de los papeles.[47]

Agrupaciones nacionalistas

Durante la década del 30 hubo no menos de cuarenta grupos nacionalistas de derecha en actividad, que iban desde organizaciones muy complejas hasta grupúsculos casi impotentes. De entre ellos se destacaron la Legión Cívica Argentina, la Acción Nacionalista Argentina, la Afirmación de una Nueva Argentina y la Alianza de la Juventud Nacionalista.[48]

La Legión Cívica, oficializada y dirigida como una fuerza de choque por el propio dictador Uriburu, fue dirigida en sus inicios por los teniente coroneles Emilio Kinkelín y Juan Bautista Molina, que entrenaron a sus miembros para la guerrilla urbana y las movilizaciones violentas. Sus objetivos eran crear un Estado corporativista, dar propiedades a los trabajadores, limitar la inmigración y prohibir el acceso a cualquier cargo público de los no nacidos en el país. También pretendía destruir al comunismo y disolver todos los partidos políticos.[49]

En 1932, Juan P. Ramos, Floro Lavalle y Alberto Uriburu se separaron de la Legión Cívica para fundar la Acción Nacionalista, un sincero intento por unificar las distintas corrientes nacionalistas; Ramos fue nombrado "Jefe del Nacionalismo Argentino", pero el título no generó la buscada unidad. Algún tiempo después, luego de incorporar algunos grupos mínimos, pasó a llamarse Aduna, por Afirmación de una Nueva Argentina, y llegaron a tener 15 000 militantes en 1936. Pero cuatro años más tarde, su número de afiliados se había desmoronado y ni siquiera tenían un domicilio estable donde reunirse.[50]

En agosto de 1933 se intentó por segunda vez la unión de los nacionalistas en el grupo Guardia Argentina, que tenía a su favor la fama que precedía a su presidente, Leopoldo Lugones. Sin embargo, fue justamente éste, incapaz de ceder en nada a los demás dirigentes, que alejó primeramente a la Legión Cívica y rápidamente causó el desmoronamiento de la Guardia hasta la intrascendencia completa, a menos de un año de fundado.[51]

Juan Queraltó en el año 1935

Las diferencias entre estos grupos les impidieron unificarse, y los objetivos a largo plazo eran muy distintos en cada caso: mientras que Irazusta, miembro de la oligarquía salteña, esperaba un triunfo del corporativismo que excluyera a las clases medias y bajas de las decisiones políticas, Gálvez esperaba organizar un gobierno de orden, pero popular y centrado en las provincias del interior.[52] Únicamente en Córdoba, todas las corrientes se reunieron en una única agrupación, el Frente de Fuerzas Fascistas de Córdoba, presidido por Nimio de Anquín.[49]

En 1937, Juan Queraltó, líder de la Unión Nacional de Estudiantes Secundarios, se separó de la Legión Cívica y fundó la Alianza de la Juventud Nacionalista. Allí militaban Ramón Doll, Jordán Bruno Genta, Bonifacio Lastra y el coronel Natalio Mascarello. De origen muy distinto, la Unión Nacional Argentina-Patria fue fundada por el gobernador de Buenos Aires, Manuel Fresco. Mientras tanto, los hermanos Irazusta y Ernesto Palacio siguieron fundando periódicos, como Nuevo Orden y La Voz del Plata. Carulla, ya separado de éstos, fundó Bandera Argentina, desde el cual abogaba abiertamente por una dictadura corporativista.[53]

Los diarios Crisol y Pampero fueron abiertamente nazis, y sus ingresos eran cubiertos por la embajada alemana.[54] Hubo también varios periódicos más, como Choque, Nueva Política, Clarinada, Nuevo Orden, Renovación, Momento Argentino y Frente Argentino. Se sospechaba que varios de éstos eran subsidiados por el régimen nazi, pero resulta difícil establecer cuáles y con qué montos.[54]

Ideología

Si los nacionalistas habían llegado al golpe de 1930 sin una ideología definida, a lo largo de la década del 30 fueron formalizando sus ideas y su programa de acción política y de gobierno. Adoptaron el corporativismo, reafirmaron las razones de su desprecio por la política partidaria y la democracia, y dieron forma a los demás conceptos que definieron su pensamiento.[55]

Todos estos grupos exaltaban la juventud, la energía y la masculinidad; el papel de la mujer en la sociedad que aspiraban a crear era muy subordinado, limitado a mantener el hogar y la familia en funcionamiento. Eran, casi sin excepción, católicos fanáticos, que aspiraban a un gobierno fuerte elegido por las corporaciones y atacaban al Congreso. Sus propuestas apoyaban un cierto grado de estatismo, sostenían el corporativismo y proclamaban la vuelta a las tradiciones anteriores al triunfo liberal, que fijaban a mediados del siglo XIX. A diferencia de casi todas las generaciones anteriores desde la Independencia, reivindicaron a España como fuente de civilización y se opusieron al dogma del progreso indefinido basado en la ciencia y el conocimiento.[56]

Respecto a su catolicismo, resultaba inevitable: la década del 30 fue un período en que la Iglesia católica estaba en su apogeo, y creía haber restaurado la «nación católica», dejando atrás el ateísmo y el agnosticismo que en décadas anteriores se habían reflejado tanto en la mayoría de los dirigentes conservadores como en la casi totalidad del radicalismo. En la práctica, esa identificación no siempre era sincera y se recurría a ella solamente como un recurso en apoyo de las tradiciones anteriores al constitucionalismo liberal. Y ni siquiera fue bien aceptada por las propias autoridades y organizaciones católicas: la Acción Católica Argentina rechazaba la pertenencia de la revista Crisol al catolicismo, declarando que éste era incompatible con el nazismo.[57]

El nacionalismo abogó por un "retorno a la tradición, al pasado, a los sentimientos auténticamente argentinos, ... a la reintegración de la nación con estos valores esenciales". Estos valores esenciales incluían el catolicismo romano, afirmando que la Iglesia y "la Nación deben estar unidos como el cuerpo al alma".[58] El nacionalismo se opuso a la educación laica, acusándola de ser "laicismo masónico", y apoyó el control clerical de la educación.[6] Basó su política gemela de oposición al liberalismo y al socialismo junto con la promoción de la justicia social en las encíclicas papales de 1891 (Rerum novarum) y 1931 (Quadragesimo anno). El nacionalismo apoyó mejorar las relaciones entre las clases sociales para lograr el ideal católico de una sociedad orgánica y "armoniosa".[6]

Uno de los tópicos más extendidos entre estos grupos era el anticomunismo: mientras en la década anterior no se le había prestado atención por considerárselo inofensivo para el Estado argentino, durante la década del 30 abundaron las alertas acerca de la inminencia de una revolución comunista; se descubrían comunistas por todos lados, y cualquier cosa que no fuera abiertamente corporativista debía ser considerado un posible camino al comunismo.[59]

Uno de los puntos en que los distintos nacionalismos chocaban era la interpretación de las minorías y los jefes: mientras que algunos de los grupos más destacados preconizaban la necesidad de someterse a la jefatura de jefes absolutos, patriotas y fuertes, o bien de ser guiados por una exigua minoría de hombres decididos, otros pretendían fundar movimientos de masas, capaces de vencer por la superioridad numérica. Si fuese necesario participar en elecciones, estos últimos consideraban estar más preparados después de extender el movimiento a las masas. Los primeros, en cambio, necesitaban justificar su posición aclarando que pensaban hacerse con el poder, pero de ninguna manera por la vía electoral.[60]

La gran mayoría de estos movimientos propugnaban un Estado interventor, capaz de regular y orientar la actividad económica para asegurar los derechos y la subsistencia de quienes menos tenían; la situación general del país durante la década del 30, en medio de un gran avance de la pobreza y la desocupación los obligó a definir cómo la solucionarían. De todos modos, más allá del fuerte intervencionismo, en ningún momento pensaron en poner en cuestión el «sagrado» derecho a la propiedad privada, más por un reflejo condicionado por aparecer en posiciones opuestas a la izquierda que por convicción. Lo que cuestionaban era el «capital ilegítimo», es decir toda actividad que lograse ganancias sin producir nada ni aportar al crecimiento de la sociedad. Además se oponían a la dependencia del país respecto del capital británico.[61]

Algunos dirigentes del Partido Demócrata Nacional en el gobierno, como Matías Sánchez Sorondo o Manuel Fresco pertenecían también a círculos u organizaciones nacionalistas. En cambio, el gobernador de Buenos Aires Federico Martínez de Hoz nombró ministros de esa tendencia –sin identificarse él mismo con ella– y utilizó durante algunos discursos la retórica de los nacionalistas como medio de ampliar sus apoyos, al menos durante la crisis que llevaría a su destitución.[62]

Violencia

Uno de los elementos que más claramente identificaba a estos grupos separados como un conjunto homogéneo era la continua recurrencia a la violencia. Y no se limitaban a chocar a los golpes con manifestantes radicales o socialistas; perpetraron una interminable lista de ataques a locales, instituciones, periódicos, sedes de sindicatos, etc. No se detuvieron tampoco ante el asesinato, que incluyó un atentado fallido contra el líder socialista Alfredo Palacios, el crimen del diputado provincial cordobés José Guevara[63] y el tiroteo sobre los radicales en el acto del 25 de mayo de 1935.[64]

Teorizaban sobre prácticamente todo, de modo que también teorizaban sobre la violencia:[64]

La violencia es placer de los dioses. Un golpe bien colocado es más persuasivo que una conferencia, pero queda todavía el recurso –por si alguien nos lo objetara en nombre del tambaleante liberalismo intelectualista– de pronunciar conferencias mechadas de golpes.
Bandera Argentina, 1 de agosto de 1932.

Pero, pese a esta encendida defensa teórica, debe observarse que –a diferencia del fascismo europeo– su violencia era en realidad una especie de hobby, un deporte o postura. Atacaban a sus enemigos porque eso era parte del menú fascista, pero su objetivo no era nunca la eliminación del adversario como conjunto.[64]

La Alianza de la Juventud Nacionalista fue un buen ejemplo de esta forma de hacer política: a diario salían de su sede de la calle Corrientes grupos de jóvenes bien organizados, que se dirigían directamente a atacar algún objetivo: una sede del Partido Comunista, un comité radical, una sinagoga, una empresa de capitales ingleses, por ejemplo. Y volvían usualmente algunos menos, lastimados, ensangrentados o entablillados, contando sus aventuras contra hordas de bolches, siempre más numerosas que ellos. El resto solían quedar en las comisarías, donde algunas horas más tarde eran benévolamente puestos en libertad. Esa actividad pasó a ser mucho más relevante para este grupo –y para varios otros– que los largos y altisonantes discursos.[65]

Antisemitismo

Los grupos nacionalistas reclamaban ser los defensores de la auténtica Argentina, un país homogéneo, en el que no tenía lugar la disidencia. Desde ese punto de vista, y también desde el «mito de la Nación católica», los judíos pasaron de ser «uno de los varios problemas» del país a ser «el problema central»: sin elementos claros que lo respaldaran, acusaron a los judíos de cada crisis, de cada obstáculo que se le presentara al progreso del país. Copiaron los ataques a los judíos que se difundían cada vez más en Europa –y no solamente en Alemania. Apoyaron con entusiasmo el mito del complot judío mundial, y se dedicaron a atacar las sinagogas judías. Inclusive exigieron al gobierno de la provincia de San Juan el retiro del pliego por el que se había propuesto un candidato a fiscal del crimen de origen judío; insólitamente, el gobierno sanjuanino retiró el pliego, cediendo a la presión de un grupo sólo por la violencia que fueran capaces de ejercer.[66]

Gustavo Martínez Zuviría, escritor y ensayista antisemita, más conocido como Hugo Wast.

Los panfletos y cartelería antisemita inundaron las ciudades, y el periódico Crisol insistía en cada uno de sus números en que debía solucionarse «el problema judío». Viniendo de un diario públicamente sostenido por el gobierno de Hitler, sus amenazas debieron ser tomadas en serio. Otros dos periódicos que hacían gala de su odio a los judíos eran Clarinada y La Maroma, este último dedicado a adoctrinar a las clases obreras y que, curiosamente, no atacaba al comunismo sino exclusivamente al capital inglés.[67] Se llegó a extremos como el del periódico Frente Argentino, que sostenía abiertamente que asesinar judíos no era delito, o a la formación de una Alianza Antijudía Argentina. La organización nacionalista más notable de la época, la AJN, se inclinó también por una ideología antisemita cada vez más clara.[68]

En la Iglesia católica también tenían una gran difusión las ideas antisemitas, por medio del cura Meinvielle, o del obispo Gustavo Franceschi. Entre los intelectuales, Gustavo Martínez Zuviría tuvo gran éxito con sus novelas antisemitas, y el panfleto Los protocolos de los sabios de Sion tuvo una amplia difusión en la Argentina. Sin embargo, esa actitud no era exclusiva de la Argentina: más allá de la Alemania nazi, el antisemitismo lograba muy visibles avances en gran cantidad de países, como en los países «blancos» de la Commonwealth, en Francia o también en la Unión Soviética.[69]

En todo caso, los nacionalistas argentinos inicialmente no eran antisemitas por razones raciales, sino porque estaban convencidos de que los judíos estaban detrás de la masonería y del comunismo; atacando a los judíos, se defendía a la «Nación Católica» del comunismo.[70] Una de las bases del antisemitismo era el aumento de la población judía en ese período: huyendo de las persecuciones en Europa, pasaron de 218 000 a 378 000 habitantes entre 1930 y 1949, un crecimiento del 78%, mientras la población total aumentaba un 48%; eso sólo significaba llegar al 2,2% de la población total, pero el porcentaje era mucho más alto en la ciudad de Buenos Aires.[71] Sólo a mediados de la década del 30 surgió con fuerza el antisemitismo racial, el odio contra los judíos sólo porque lo eran; la revista Clarinada fue su máximo ejemplo.[70]

Nacionalismo e Iglesia católica

El sacerdote Leonardo Castellani.

En un editorial de octubre de 1832 de la revista Criterio que dirigía, monseñor Gustavo Franceschi opinaba que el «despertar nacionalista» constituía la esperanza del país, que era una respuesta patriótica a la esperanza comunista. Sin embargo, le preocupaba la insistencia de este movimiento en imitar modelos extranjeros.[72]

En cierto sentido, Franceschi era un continuador del catolicismo antiliberal que había surgido como respuesta al laicismo de la Generación del 80 y a la eliminación de las funciones civiles de la Iglesia. Nunca había sentido ninguna simpatía por la igualdad y la democracia, pero –tras unas tres décadas de aceptación mutua– hacia 1930 se había ido decantando en contra de la democracia y sus consecuencias. Hacia fines de 1931, una pastoral colectiva de los obispos argentinos aconsejaban a sus lectores a quién, por qué y cómo votar. En ausencia de los radicales, la misma atacaba a los demoprogresistas y a los socialistas.[73]

La principal herramienta del clero antiliberal fue la Acción Católica, fundada en 1928 y teóricamente dedicada sólo a actividades espirituales. No obstante, tenían su propio esquema de adoctrinamiento, los Cursos de Cultura Católica, dirigidos por Tomás Casares y Atilio Dell'Oro Maini, y donde enseñaban Leonardo Castellani y César E. Pico, destacados líderes nacionalistas. Este último inclusive se dio el lujo de contradecir en público a Jacques Maritain, que se oponía al apoyo católico a los regímenes totalitarios; Pico también justificaba el uso de la violencia. Por su parte, Meinvielle encontraba obsesivamente a los judíos detrás de cada una de las calamidades de la humanidad, es decir detrás del Protestantismo, la Revolución Francesa y el comunismo; de hecho, culpaba a los judíos de los enfrentamientos de clase que, si no fuera por ellos, no existirían. Casi todos ellos, y junto a ellos monseñor Franceschi, apoyaban como modelo ideal a seguir al falangismo español, movimiento totalitario y antidemocrático de inspiración católica.[74]

Varios grupos católicos juveniles alcanzaron a ver el riesgo de apoyar a estos nacionalistas extremistas, que pensaban que sólo podían convertirse en apoyos externos al nazismo. Advertían al público contra el apoyo al antisemitismo y el recurso a la violencia, pero sus reclamos al episcopado, fueron ignorados por completo: parte de la dirigencia clerical se sentía muy cómoda con el apoyo de los nacionalistas, que confirmaba su pretensión de reunir a la totalidad del pueblo argentino dentro de la Iglesia.[75]

Hasta las elecciones de 1937, la Iglesia cooperó visiblemente con los gobiernos de la Década Infame. Pero su apoyo había sido tan notable y visible como su ansiedad por avanzar sobre toda la sociedad: cuando el nuevo presidente Roberto M. Ortiz atacó las prácticas fraudulentas y anuló elecciones, la Iglesia adhirió a los postulados nacionalistas y anticomunistas. La creación de los Cursos de Cultura Católica fue un importante nexo entre la Iglesia y los nacionalistas. Muchos dirigentes católicos propugnaban un gobierno fuerte y muy poco democrático, tomando como ejemplos a António de Oliveira Salazar en Portugal o a Engelbert Dollfuss en Austria.[76]

Como era de esperarse, nacionalistas y católicos volvieron a confluir en el apoyo al bando nacional durante la Guerra Civil Española. El corrimiento del apoyo de las corrientes principales del catolicismo hacia el bando nacionalista fue respondido por un similar reacomodamiento del nacionalismo en favor de la Iglesia católica. De hecho, éstos movimientos se habían iniciado algún tiempo antes, cuando el Congreso Eucarístico Nacional despertó la envidia de todos por su enorme grado de convocatoria y por su escenografía más adecuada para un desfile fascista o falangista que para una misa. Los nacionalistas se hicieron fanáticamente partidarios de las ideas de Ramiro de Maeztu, que proponía un renacimiento católico para toda España e Hispanoamérica, además de sostener el principio, tan resonante como vago, de la Hispanidad. A esta idea del regreso a una unidad de la hispanidad se subieron, entre otros, Pico, Sánchez Sorondo, Nimio de Anquín y el historiador Rómulo D. Carbia.[77]

A principios de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de los grupos nacionalistas ya habían abandonado al fascismo de Mussolini, y ahora se inspiraban casi unánimemente en el falangismo español.[78]

Fascismo y nazismo en la Argentina

Muchos de los inmigrantes italianos en la Argentina y de sus hijos se identificaban más con Italia que con su país de destino; y una parte de ellos apoyaba al gobierno fascista de Benito Mussolini. Este gobierno financiaba las actividades de los representantes fascistas en la Argentina, especialmente del empresario Vittorio Valdani, que organizaba reuniones con toda la escenografía fascista, y que publicaba el periódico Il Mattino d'Italia, que circuló entre 1930 y 1943. La principal organización fascista era la Opera Nazionale Dopolavoro, un dispositivo político-cultural pensado para proponer actividades para después del trabajo: deportes, paseos, bailes, cine, lectura, lo que fuera útil para adoctrinar a los emigrados italianos. Y, por supuesto, cuando la cantidad de gente era suficiente, desfiles de camisas negras.[79]

Desde mayo de 1923 existía en la Argentina el Partido Nacional Fascista; pero éste no tuvo ninguna actuación interna, y su único papel era el de apoyar desde ultramar al fascismo italiano.[80] Hacia 1927, contaban con filiales en no menos de ocho ciudades además de la Capital, más de cinco mil afiliados y hasta se autorizó la fundación de una colonia fascista. En 1932 se le agregó el Partido Fascista Argentino, cuya sucursal Córdoba, dirigida por Nimio de Anquín, se hizo especialmente conocida cuando fue acusada por el asesinato del diputado provincial José Guevara durante un acto público. Los dos partidos fascistas estaban enfrentados entre sí, se peleaban por ver quién era más leal seguidor del Duce y se trenzaban a golpes en la vía pública.[81]

El principal periódico fascista local fue Bandera Argentina, editado por Juan E. Carulla, que publicaba los discursos de Mussolini y las notas de los diarios oficiales de Italia. Y frecuentemente también citas del Mein Kampf, discursos de Hitler y noticias de la Alemania nazi; según afirmaba Carulla, esas notas eran pagadas por la comunidad alemana en la Argentina, y ni él ni su periódico eran nazis. Mientras mencionaba repetidamente a «la peste eslavo-semita», y hablaba más abiertamente que ningún otro medio en contra de la democracia y de la Constitución, el mismo Carulla declaraba que a través de esas notas lograba que la embajada y algunas empresas alemanas le subvencionaran el periódico, que siempre estaba necesitado de dinero. El caso de El Pampero, de Enrique Osés, era completamente diferente: el diario sólo se mantenía por los subsidios de la embajada y las empresas alemanas, y se dedicaba exclusivamente a difundir sus ideas.[82]

Curiosamente, se cuidaban muy bien de criticar al presidente Justo: no sólo porque era quien tenía en su mano los medios de represión, sino porque era un militar, y ellos respetaban a los militares aún con sus «desviacionismos democráticos». Ni siquiera encontraron nada cuestionable en el Pacto Roca-Runciman.[83]

En apoyo a las pretensiones fascistas de repetir el éxito en Italia del otro lado del mar, visitaron Buenos Aires el dramaturgo Luigi Pirandello y el mexicano José Vasconcelos, que hizo una encendida defensa del fascismo. Otra oportunidad para enaltecer el fascismo fueron las exequias del ex rector de la Universidad de Buenos Aires Ángel Gallardo, reconocido admirador del movimiento de Mussolini.[79]

Los desfiles en la vía pública de los dos partidos fascistas y de la Opera Nazionale Dopolavoro fueron muy habituales, y las celebraciones por los triunfos italianos en Etiopía fueron una oportunidad ideal para ello. En algunos casos se llegaron a reunir hasta cincuenta mil espectadores.[79]

Transformaciones y cambios

Girando en torno a los dirigentes nacionalistas de derecha, hubo una larga lista de intelectuales que buscaron soluciones en el nacionalismo, pero que no estaban dispuestos a unirse a grupos fascistas o filofascistas. Entre ellos Saúl Taborda buscó una definición del nacionalismo que no fuese incompatible con la democracia formal, sin lograr nunca encontrarla. Macedonio Fernández, buscador del ser nacional, derivó hacia la metafísica. Manuel Ugarte, de origen socialista, fue un encendido antiimperialista; aunque nunca militó activamente en las agrupaciones nacionalistas, tuvo una época de acercamiento a los mismos, antes de alejarse definitivamente. Se mantendría leal al neutralismo hasta el final, y formó parte del peronismo.[84]

El revisionismo histórico

Manuel Gálvez, escritor, historiador y militante nacionalista.

La gran mayoría de las ideas de los nacionalistas argentinos eran importadas desde Europa. Sin embargo, una actividad en particular, alejada de la política ejecutiva –la historiografía– permitió crear un conjunto de ideas y conceptos novedosos, identificados con lo que se ha dado en llamar el Revisionismo histórico. El triunfo de los liberales sobre los federales en las batallas de Caseros y Pavón había sido tan completo, que la generación triunfante había identificado a los máximos líderes del federalismo como la suma de todos los males, en particular a José Artigas, a Facundo Quiroga, y –en grado superlativo– a Juan Manuel de Rosas, sin ninguna oposición. Los historiadores revisionistas rescataron primeramente a Rosas, símbolo del nacionalismo defensivo, de la resistencia a la presión de las grandes potencias europeas y de la tradición española tardía, que había sido también un gobernante fuerte, autoritario y sólo formalmente democrático: difícilmente haya una descripción más adecuada tanto para Rosas como para el líder que los nacionalistas habían estado buscando.[85]

Originalmente, el revisionismo había surgido buscando respuestas a cuestiones históricas que no se explicaban en absoluto con las fórmulas de Bartolomé Mitre y sus seguidores. Los primeros trabajos en ese sentido –los de Adolfo Saldías, Ernesto Quesada y Juan Álvarez– estaban dedicados a entender lo que no se entendía desde el esquema simplista impuesto por Mitre. Sólo cuando surgió el nacionalismo ocurrió una convergencia entre éste y el revisionismo, con los trabajos de Carlos Ibarguren y los hermanos Irazusta, nacionalistas de derecha, fácilmente identificables con el fascismo o el falangismo. Esta misma convergencia llevó a una nueva división del nacionalismo, con la separación de las filas nacionalistas de derecha de Rómulo Carbia, Manuel Gálvez y José María Rosa, todos ellos a partir de sus trabajos historiográficos.[86]

Ese trabajo historiográfico y esa interpretación histórica llevaron al desarrollo del concepto de dependencia y de la teoría de la dependencia en lugar de la imitación de los modelos nacionalistas de derecha europeos. Por otro lado, fueron también ellos quienes reivindicaron no solamente a Rosas, sino también a Quiroga, a Estanislao López, Artigas y muchos líderes federales más.[87]

Fueron también estos nacionalistas defensivos los que, a través de José Luis Torres, divulgaron y generalizaron el nombre de Década Infame para la restauración liberal, antidemocrática y dependiente que estaban viviendo.[88] El desarrollo del concepto de dependencia los acercó a otro grupo, de un origen completamente distinto.

Coincidencias desde afuera: el pensamiento nacional en FORJA

Formado inicialmente como una organización juvenil dentro de la UCR, la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA) no era una organización nacionalista de derecha, aunque tampoco de izquierda, como ha querido llamárselos. Con un desarrollo autónomo respecto del radicalismo dirigido por Alvear, fueron alejándose más y más de la conducción de la UCR, hasta terminar expulsados de la misma. Mientras tanto, habían desarrollado una teoría propia de la dependencia, y habían investigado y difundido con maestría las razones históricas de esa dependencia, principalmente a través de las brillantes plumas de Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche, pero también de otros militantes como Homero Manzi, Gabriel del Mazo, Luis Dellepiane, Héctor Maya y Atilio García Mellid. En definitiva, por un camino autónomo respecto al ramificado tronco del nacionalismo de derechas, lograron una forma de nacionalismo que se negaba a acercarse al fascismo. Lograron ser el grupo intelectual más destacado en todas las polémicas de las siguientes cuatro décadas.[89]

Desde la teoría y la historia de la dependencia, los forjistas pasaron al análisis de la dependencia en ese momento, y por ese camino se opusieron al Pacto Roca-Runciman, al que Jauretche llamó el «estatuto legal del coloniaje», denunciando a continuación todas las actividades del gobierno orientadas en someter a la Argentina a decisiones tomadas por el capital inglés, y forjando una ideología nacionalista defensiva.[90] De modo que, por primera vez, surgía un segundo nacionalismo, defensivo, «de izquierda» –aunque sus cultores no aceptaban el epíteto– o de inspiración nacional y popular, que dedicó los siguientes años a la búsqueda de una solución original y local a los problemas propios de la Argentina. Casi sin excepción, la encontrarían en el nacimiento del peronismo.[87]

Los dirigentes de Forja llevaron adelante una intensa prédica en favor de la neutralidad durante la Segunda Guerra Mundial,[91] mientras que los conservadores y liberales estaban convencidos de entrar en la Guerra a cualquier costo del lado de los Aliados, y los nacionalistas de derecha estaban divididos entre una mayoría neutralista con simpatías por el Eje y la voz casi solitaria de Enrique P. Osés, que continuaba haciendo la apología del nazismo aún en medio de las invasiones a los países de Europa.[92]

Cambios de estilo

En la década de 1940, los nacionalistas pasaron de ser un grupo marginal a convertirse en una fuerza política sustancial en Argentina, y enfatizaron la necesidad de la soberanía económica, requiriendo una mayor industrialización y la absorción de empresas extranjeras.[93]

A partir de mediados de la década de 1930, habían comenzado a declarar su preocupación por la clase trabajadora y su apoyo a la reforma social, con el periódico La Voz Nacionalista declarando "La falta de equidad, de bienestar, de justicia social, de humanidad, ha hecho del proletariado una bestia de carga... incapaz de disfrutar de la vida o de los avances de la civilización". A fines de la década de 1930, con el aumento del desarrollo industrial en el país, promovieron una política de redistribución progresiva del ingreso para permitir que los asalariados tuvieran más dinero y así permitirles invertir y ampliar la economía y aumentar el crecimiento industrial.[94]

Vehículo de propaganda de la Alianza de la Juventud Nacionalista.

Con el surgimiento de la Alianza de la Juventud Nacionalista (la AJN) en 1937, las posiciones se modificaron en profundidad. Influidos por el lenguaje de la teoría de la dependencia, e inclusive por el de FORJA, por primera vez hacían una propuesta económica explícita: pretendían sujetar todo el capital al control estatal, proponían la nacionalización del petróleo y la industria petrolera, así como los servicios públicos. Pretendían dividir los latifundios en parcelas de un tamaño adecuado al sostenimiento de una familia, para entregárselas a los trabajadores rurales. Festejaban el 1 de mayo, y tenían su propia central sindical, la Federación Obrera Nacionalista Argentina; no muy exitosa, por cierto, pero la preocupación por los sindicatos era un síntoma de lo que buscaban. La mayor parte de los autores identifican la AJN como un grupo fascista típico.[95]

Entre 1938 y 1943, la AJN tuvo un éxito incomparable, y cada concentración de este grupo lograba superar los diez mil asistentes. Sus miembros ya no eran el clásico partido dirigido por líderes de clase alta a los cuales sigue la clase media baja por miedo a perder los pocos privilegios que le quedaban, sino una organización formada y dirigida por miembros de la clase media, sin vínculo alguno con el gobierno o las grandes empresas.[95] Otra particularidad era el cambio del eslogan tradicional de «Dios, Patria y Hogar» por «Soberanía, Recuperación económica y Justicia social» –el cual, con ligeros cambios, sería adoptado más tarde por el peronismo. Nombraron su jefe al general Molina, y quisieron forzarlo a lanzar un golpe de Estado corporativista; pero Molina, verborrágico y de buen trato, era perfectamente incapaz de decidirse a jugarse la vida, y nunca hizo ninguna prueba.[96]

Otros dos grupos nacieron en los años 1941: la Unión Nacional Argentina «Patria», fundada y dirigida por el exgobernador de Buenos Aires, Manuel Fresco, campeón en sus buenos tiempos del fraude electoral, y la Unión Cívica Nacionalista, de Emilio Gutiérrez Herrero, que tenía buenas relaciones con algunos sindicatos. Pero para 1943, ningún grupo había logrado unificar a todas las corrientes nacionalistas, y el propio general Molina fue expulsado de la AJN, que poco después cambió su nombre por Alianza Libertadora Nacionalista.[97]

Para el año 1943 aparece una logia militar conocida como Grupo Oficiales de Unidos (GOU) de tendencia nacionalista, que temía la amenaza del comunismo y defendía la posición neutralista. Fue este grupo el que organizó la revolución de 1943.[98]

Una nueva oportunidad

El 4 de junio de 1943 estalló un golpe de Estado exclusivamente militar, que se apoderó del gobierno casi sin resistencia. La sociedad civil apoyó el golpe en un primer momento, mientras cada grupo creía que la revolución que se iniciaba era la que estaba esperando. Los radicales y socialistas aclamaban la «revolución democrática», mientras el general Arturo Rawson presentaba la renuncia y su sucesor, Pedro Pablo Ramírez, nombraba una gran cantidad de militantes nacionalistas para ocupar lugares en el gabinete ministerial de un dictador que también era nacionalista: Jordán Bruno Genta, José María Rosa (padre), Gustavo Martínez Zuviría, Federico Ibarguren, Alberto Baldrich, Ramón Doll, Bonifacio del Carril, Mario Amadeo y Héctor Llambías, entre muchos otros. También cerró los partidos políticos, censuró la prensa y expulsó a cientos de profesores de las universidades. Eso convenció a los antifascistas de que era un fascista sin más, y pocos días después del golpe ya no tenía apoyo de los sectores «democráticos». Por su parte, los nacionalistas creyeron estar ante el más completo triunfo, aunque obtenido sin haber hecho nada para conseguirlo.[99]

Los orígenes del peronismo

En octubre se generó una crisis en el gobierno, que obligó a Ramírez a reorganizarlo; si bien en ese momento cedió algunos lugares a funcionarios de otras vertientes, incluyendo a conservadores, también nombró a varios nacionalistas. Entre ellos a Gustavo Martínez Zuviría como ministro de Justicia e Instrucción Pública; entre sus medidas estelares estuvo la obligatoriedad de la enseñanza religiosa católica en las escuelas públicas y el cierre de todas las universidades públicas durante varios meses, en respuesta a una huelga de estudiantes. A fines de diciembre, Ramírez pareció darles toda la razón a los nacionalistas: disolvió todos los partidos políticos y decretó la enseñanza religiosa obligatoria.[100]

Pero, si bien simpatizaba con los nacionalistas, Ramírez no tenía el sustento ideológico necesario para desarrollar un corporativismo funcional, y por otro lado era enteramente leal al Ejército, de modo que ni siquiera lo intentó. Lo más parecido a eso que se buscó fue un régimen "nacionalcatólico", quizá solamente para mostrar coherencia ideológica y apoyarse en los nacionalismos sin cederles demasiado lugar en el gobierno.[99]

Sin aviso previo, el 11 de enero de 1944, Ramírez disolvió todas las organizaciones nacionalistas. En parte era una concesión a los conservadores, en parte se quitaba de encima un lastre frente a dos medidas que estaban ya decididas: la ruptura de las relaciones con las potencias del Eje y la utilización de los sindicatos como principal fuerza de apoyo para el gobierno, lo que confirmaba el ascenso de Juan Domingo Perón, secretario de Trabajo. Tras la firma de la ruptura de las relaciones con la Alemania nazi y la Italia fascista, menos de un mes más tarde también renunció Ramírez a la presidencia, siendo reemplazado en el cargo por otro militar sólo un poco más moderado, Edelmiro J. Farrell. Junto a él, como vicepresidente y ministro de Guerra, reteniendo la secretaría de Trabajo, ascendía también Perón, que se convirtió en la figura central del gobierno, además de tener el apoyo de la gran mayoría de los sindicatos simultáneamente con el de varios dirigentes nacionalista destacados: Gálvez, Rosa y Palacio, entre otros.[99] Los Estados Unidos, que venían desde hacía tiempo presionando a la Argentina para que se encolumnaran detrás de ellos declarando la guerra al Eje, fingieron creer que Farrell era aún peor que Ramírez, y el nuevo dictador fue tildado directamente de nazi; en la práctica, posiblemente era sólo un gesto para aumentar la presión.[101]

Con Farrell, los nacionalistas comenzaron a perder espacio en el gobierno. Perón incorporó como funcionarios a conservadores migrados hacia un nacionalismo más moderado, del estilo de FORJA pero sin ninguna relación con ésta. Por su parte, la Alianza Libertadora Nacionalista dio un giro importante; dirigida por Queraltó, sus discusiones y discursos políticos perdieron intensidad. La aceleración de los tiempos políticos le restó espacio para la discusión política, y se convirtió casi exclusivamente en un cuerpo de choque para los enfrentamientos en la calle. Apoyó acríticamente a Perón, el cual –por su parte– los dejó hacer pero nunca los tuvo en cuenta como proveedores de funcionarios ni como interlocutores. Durante los hechos del 17 de octubre de 1945 la ALN protagonizó disturbios, ataques antisemitas, asaltos a los actos de la oposición y toda clase de violencias, incluyendo el asesinato de un estudiante. No obstante, el protagonismo de los hechos de esos días fue de los sindicatos, y la ALN quedó muy en segundo plano.[99]

El 27 de marzo de 1945, finalmente, la dictadura declaró la guerra al Eje y prohibió toda manifestación de apoyo a la Alemania nazi. Ésta ya estaba al borde de la derrota, y el gobierno opinaba que no hacer esa declaración hubiera dejado a la Argentina aislada permanentemente del resto del continente. Los nacionalistas se sintieron profundamente ofendidos: el interventor de facto de Tucumán, hijo de Carlos Ibarguren, ordenó poner todas las banderas a media asta; y el interventor de la Universidad Nacional de Tucumán la cerró durante una semana. Los funcionarios nacionalistas renunciaron rápidamente a todos los cargos.[102]

La hegemonía peronista

El presidente Juan Perón.

Con Perón representando el papel de figura fuerte del nacionalismo, la Alianza perdió toda influencia y quedó solamente como una banda de agitadores y provocadores. Fue invitada a proponer candidatos a las elecciones, pero sólo Ernesto Palacio y Joaquín Díaz de Vivar aceptaron. Presentaron listas propias en Capital Federal y provincia de Buenos Aires, que obtuvieron solamente el 4% y el 1% respectivamente –también se presentarían en las de 1948, en las que les fue aún mucho peor.[99]

Durante la presidencia de Perón, algunos nacionalistas que se opusieron al presidente, como el padre Meinvielle, alcanzaron una importante notoriedad.[99] Las organizaciones fueron desapareciendo una a una, y su producción intelectual fue casi nula. La mayor parte de su argumentación estaba orientada a identificar el origen de las ideas y el discurso peronistas; identificaron su insistencia en la justicia social, en combatir el imperialismo inglés y el discurso acerca de la dependencia como de origen nacionalista, aún cuando lo más probable es que el peronismo lo haya incorporado de FORJA, no de las organizaciones nacionalistas de derecha. Otro tópico clásico de la época fue el apoyo de ciertos intelectuales de derecha al peronismo solamente porque mantenían buenas relaciones con la Iglesia católica.[103]

Por lo demás, la Alianza se opuso a la firma del Acta de Chapultepec y el restablecimiento de relaciones con la Unión Soviética, y para hacerlo dejaron pintadas, atacaron a los manifestantes peronistas, y colocaron bombas en varios inmuebles. En 1953, Queraltó fue expulsado de la ALN, reemplazado en el cargo por Guillermo Patricio Kelly, quien torció el rumbo de la agrupación, cambiando su nombre y haciendo pública su alineación absoluta e indiscutida con el gobierno de Perón. Por lo demás, el debate siguió empobreciéndose: la última publicación nacionalista, Balcón, inaugurada en 1946, difundía un discurso victimista y repetitivo.[104]

A partir de 1951, el mismo año en que ocurrió el primer intento de golpe de Estado contra Perón, la Iglesia católica comenzó a alejarse del peronismo debido a la negativa del presidente a autorizar la creación del Partido Demócrata Cristiano, que los peronistas creían que competiría con el peronismo por el mismo electorado. Los nacionalistas se dividieron: varios de ellos se alejaron de Perón para mantenerse leales a la Iglesia. En 1953, una bomba en un acto peronista mató a seis personas e hirió a casi cien, por lo que los aliancistas de Kelly destruyeron la sede del Partido Socialista y el Jockey Club.[105]

Cuando la relación estalló en un enfrentamiento directo, gran parte de los nacionalistas participaron en las conspiraciones, en el golpe de Estado que derrocó a Perón y en el gobierno que le sucedió. Sin embargo, lo que quedaba de la ALN fue casi el último apoyo que le quedaba al presidente en el momento en que decidió no ofrecer más resistencia y exiliarse. La sede de la Alianza Libertadora Nacionalista fue derribada a cañonazos con sus últimos diecisiete defensores adentro, dos de los cuales recibieron heridas leves.[106]

Después de Perón

La inexplicable conducta de Perón frente a la Iglesia, el envejecimiento del sistema político, el reemplazo de los administradores capaces por obsecuentes, la pérdida de la imagen cariñosa de Evita y la acumulación de cuatro años seguidos de problemas económicos desconcertaron a los militantes peronistas, que no reaccionaron cuando la alianza de liberales y nacionalistas derrocó a su líder. La imagen, que cientos de testigos presenciaron, de los humildes llorando por la pérdida de su gobierno pero sin hacer nada por defenderlo, fue un adelanto de los años que vendrían. Pese al esfuerzo de los antiperonistas por disolver el movimiento peronista e identificarlo como la suma de todos los males, gran parte de la Argentina seguiría creyendo que no había solución política sin el peronismo, ni tampoco sin Perón.

La vieja guardia nacionalista en retirada

El nuevo dictador, Eduardo Lonardi, era un viejo simpatizante del nacionalismo, como también algunos de los demás jefes militares que lo apoyaron, muy visiblemente en el caso del general Juan Carlos Sanguinetti. Formó un gabinete de coalición entre nacionalistas y liberales, y de entre los primeros nombró sus ministros a Dell'Oro Maini, Clemente Villada Achával, Mario Amadeo y Juan Carlos Goyeneche. Los liberales no estaban de acuerdo, y menos aún con los gestos en favor de los vencidos: presionaron activamente al presidente y finalmente lograron su renuncia. El único ministro nacionalista que quedó durante unos pocos meses más fue Dell'Oro Maini, que tuvo tiempo de habilitar la creación de universidades privadas; esto podía ser visto como una medida nacionalista desde el punto de vista de que las primeras serían preponderantemente universidades católicas pero, en la práctica, era una apertura liberal que apuntaba en dirección contraria a los intereses nacionalistas.[107]

Los escasos dirigentes nacionalistas que quedaban insistieron en la política de reconciliación con el peronismo –aunque no con Perón. El periódico Azul y Blanco, fundado por Marcelo Sánchez Sorondo a principios de 1956, se convirtió en su órgano y llegó a tener una tirada de cien mil ejemplares. Desde sus filas rechazó muchas de las medidas del dictador Pedro Eugenio Aramburu, especialmente los fusilamientos de peronistas, la prisión de funcionarios sólo por haberlo sido y el trámite de la convención constituyente. Su acción durante la dictadura se centró en presionar por un rápido regreso a la normalidad constitucional.[13] El periódico fue cerrado por orden de Aramburu, no sin antes haber participado en las elecciones a convencionales, dividido en dos listas de candidatos: Unión Federal y Partido Azul y Blanco, que no consiguieron ni un escaño.[108]

Del tortuoso camino de Frondizi a la inflexibilidad de Illia

El canciller Carlos Florit.

Un año más tarde, los nacionalistas apoyaron la victoria de Arturo Frondizi en las elecciones, y éste respondió nombrando sus ministros a dirigentes nacionalistas como Carlos Florit, Mario Amadeo, Santiago de Estrada y Oscar Camilión. Frondizi reunió en torno suyo también a izquierdistas como Jacobo Timerman o Manuel Madanes, además del hombre fuerte de su gobierno, Rogelio Frigerio, quien fue el principal animador de la corriente de pensamiento desarrollista en la Argentina.[109]. Frondizi terminó enemistándose con los sectores nacionalistas a partir de julio de 1958 cuando da un giro en su política petrolera. Dispuesto a promover la inversión extranjera pero sin contar con YPF, y con medios para aumentar la producción en Argentina pero sin divisas para importar petróleo, resolvió negociar con una subsidiaria de Standard Oil un contrato de explotación petrolífera. Fue muy criticado por ello, ya que iba en contra de lo que había postulado en su famoso libro Petróleo y política, escrito antes de su asunción presidencial en 1954. Esto generó algunas manifestaciones y tensiones en algunos sectores peronistas. Félix Luna dijo sobre el tema: «Más que un reproche político, se trataba de un reproche moral».[110]

Como consecuencia, el 24 de julio del año 1958 el presidente brindó un discurso ante el país, explicando los problemas y las consecuencias que tenía el seguir importando petróleo. El gobierno así anunció «la batalla del petróleo», cuyo objetivo era el de lograr el autoabastecimiento petrolero como sea. En su discurso dio la razón de su giro ideológico, consistiendo sencillamente en que en Argentina no había «ni un gramo de oro para YPF», y que habría que atraer los capitales extranjeros para explotar el hidrocarburo, aunque las petroleras se llevasen parte de las ganancias del sector.[111][112] A continuación, una cita del discurso del 24 de julio de 1958, en la cual explica el porqué de su giro ideológico.

Cuando asumimos el gobierno, las reservas de oro ascendían a ciento veinticinco millones y medio de dólares, y el conjunto de oro y divisas a poco más de doscientos cincuenta millones de dólares. Del 1 de mayo al 31 de diciembre [de 1958] habrá que cumplir con compromisos por valor de seiscientos cuarenta y cinco millones de dólares en el exterior. No disponemos, por lo tanto, ni de un gramo de oro en el Banco Central para YPF.
Cita del discurso del presidente Arturo Frondizi declarando la "batalla del petróleo".[111][113]

Aunque las políticas petroleras trajeron resultados positivos en poco tiempo, sus políticas fueron duramente criticadas, ya que en los primeros meses salió más caro extraer el petróleo argentino que comprar petróleo extranjero (alrededor de 350 000 000 de dólares), a causa de la compra de la maquinaria necesaria para ello; pero más tarde, cuando se empezaron a perforar los pozos, se pudo ver la diferencia de poder explotar petróleo en el país a tener que comprarlo. Pero había otro problema, que fue más polémico: Frondizi había escrito, antes de su asunción presidencial, el libro Petróleo y política con una gran postura antiimperalista, en el cual, entre otras cosas, decía que YPF era capaz de lograr el autoabastecimiento de petróleo para el país, sin tener que pedir ayuda en el exterior. Su acción de contratar empresas estadounidenses para la exploración y extracción de petróleo era todo lo contrario a lo que había expresado en este libro.[110][112]

Por este motivo, pronto se puso a los nacionalistas como enemigos, y Azul y Blanco, dirigida por Sánchez Sorondo, se convirtió inmediatamente en un medio completamente opositor.[114] El más destacado nacionalista que quedó junto a Frondizi fue Amadeo, quien continuó hasta 1962 en su cargo de representante argentino permanente ante Naciones Unidas. En tanto, otros miembros de la «vieja guardia», como el cura Meinvielle, prevenía contra un supuesto avance del comunismo.[115]

Mientras tanto, y contrariamente al mito que decía que Frondizi había pactado con Perón y, por ende le debía su presidencia a los peronistas, siempre se dedicó a reprimir todo intento del peronismo de incidir en su política mediante huelgas convocadas por los sindicatos de esa extracción.[116] La mayoría de los historiadores aceptan que hubo algún tipo de entendimiento secreto entre Perón y Frondizi para que el voto peronista proscripto se volcara a favor del candidato de la UCRI. Se presume que el pacto se realizó debido a una gestión personal reservada de Rogelio Frigerio, quien tomó contacto con John William Cooke o con el propio Perón durante su exilio en Venezuela,[117] acordando las condiciones en varias reuniones mantenidas, primero en Caracas en enero de 1958 y luego en Ciudad Trujillo (República Dominicana) en marzo de 1958.[118] El pacto habría consistido en que Perón ordenaría a sus seguidores a votar por Frondizi, y si este ganara las elecciones, tendría que cumplir catorce puntos que integraban el acuerdo, entre ellos normalizar los sindicatos y la CGT, derogar los decretos de prohibición del peronismo y disponer la devolución a Perón de los bienes personales que había dejado en el país y la dictadura había confiscado.[119]

No obstante, Enrique Escobar Cello en su libro Arturo Frondizi: el mito del pacto con Perón desmiente dicho pacto, argumentando que no se conoce la existencia de copias ni constancias verídicas en donde aparezca la firma de Frondizi. Este siempre había negado el pacto.[120] El historiador Félix Luna también ha puesto en duda el pacto por las mismas razones esgrimidas por Cello.[121] A su vez Albino Gómez en su libro Arturo Frondizi, el último estadista, también cuestiona la existencia del pacto. Además, sugiere que el apoyo peronista hacia Frondizi pudo ser producto de la coincidencia de ideas entre Perón y Frondizi sobre las medidas que había que adoptar en el país, ya que el general era lector habitual de la revista Qué!, que era dirigida por Rogelio Frigerio.[122] En 2015 apareció el libro Puerta de Hierro de Juan Bautista Yofre, en donde dice que Perón recibió medio millón de dólares por el pacto,[123] pese a que sus seguidores negaron que haya aceptado dinero por el mismo.[124]

De un modo u otro, es innegable que una parte del nacionalismo veía con malos ojos esta hostilidad hacia el peronismo. Preocupado por el avance del comunismo en la región, en particular tras su acceso al gobierno en Cuba –donde Azul y Blanco tenía como corresponsal a Rodolfo Walsh– muchos nacionalistas consideraban que el peronismo era la forma más eficaz de evitar que los trabajadores cayeran en manos del comunismo. Así, Sánchez Sorondo inició una sutil campaña a favor de un golpe de Estado contra Frondizi: la revista fue clausurada y su director arrestado.[13]

Poco después, el mismo grupo intentó continuar su prédica mediante un nuevo medio: la revista Segunda República. Esta duró poco tiempo antes de que también fuera clausurada y Sánchez Sorondo fue preso por segunda vez. Justo en ese momento se supo de la reunión secreta de Frondizi con el Che Guevara, y los militares estuvieron a punto de derrocarlo. La reacción del presidente fue convocar a elecciones en todas las provincias, permitiendo la participación peronista. El resultado fue que el peronismo ganó las elecciones, y tanto el Ejército como el propio gobierno decidieron no permitirle el acceso al poder: Frondizi anuló las elecciones y el Ejército, finalmente, lo derrocó.[125]

Una maniobra curiosa llevó a la presidencia a José María Guido, que se convirtió en un dictador sin verdadero poder, controlado por el Ejército, el cual, a su vez, estaba dividido entre los azules y colorados, dos bandos que llegaron a estar a punto de iniciar una guerra civil. El nacionalismo no atinó a organizarse ante esta curiosa oportunidad política, y se limitó a hacer comentarios y análisis. Sólo después del triunfo "azul", Amadeo fundó el Ateneo de la República, mientras Sánchez Sorondo llamaba a un nuevo golpe de Estado que alejase la salida electoral: exactamente la posición de los ya vencidos "colorados".[126]

Pero los azules se impusieron, se llamó a elecciones y resultó triunfante Arturo Illia, un presidente condicionado permanentemente por los militares y los sindicalistas peronistas. Mientras los ateneístas se dedicaban a teorizar acerca del futuro político del país y de los peronistas, Sánchez Sorondo y otros conspiraban para conseguir el soñado hombre fuerte que llevara adelante una revolución nacionalista. Surgieron pequeños grupos, como el nucleado alrededor de la Librería Huemul de Buenos Aires, que se especializaba en dar publicidad a los tópicos nacionalistas y de ultraderecha. Mientras tanto, Jordán Bruno Genta lograba autorización para adoctrinar a los oficiales de la Fuerza Aérea en la necesidad de la «guerra contrarrevolucionaria», antecedente de la doctrina de la Seguridad Nacional. Y un semanario llamado Ulises llamaba abiertamente al golpe de Estado, que debía ser sucedido inmediatamente por el cambio total del sistema político y económico por uno netamente corporativo. El jefe llamado a hacer la Revolución Nacional era Juan Carlos Onganía; el sueño militarista de los nacionalistas de derechas revivía, de la mano de la antigua guardia y de nuevos dirigentes sin nuevas ideas.[127]

Tacuara

Un grupo de antiguos miembros de la Acción Nacionalista de Estudiantes Secundarios, rival de la Unión de Estudiantes Secundarios a la que Perón le prestaba la residencia presidencial, fundó a principios de 1956 la Tacuara de la Juventud Nacionalista, que poco después pasaría a llamarse Movimiento Nacionalista Tacuara. Sus fundadores eran miembros de familias tradicionales, aunque algunas de ellas empobrecidas, de formación católica, y su primer presidente fue Alberto Ezcurra Uriburu; eran seguidores de Julio Meinvielle, que les inculcó ideas muy anticapitalistas y antisemitas, y estaban inspirados en la Falange española y en José Antonio Primo de Rivera. Ya en la década de 1960 fueron influidos por el francés Jacques de Mahieu, un ex Waffen SS que se había refugiado en el país y terminó acercándose al peronismo. Mahieu terminó imponiendo como dogma para Tacuara el concepto de Tercera Posición, común por esa época a distintos movimientos nacionalistas de derecha en distintas partes del mundo, pero que en la Argentina había sido desarrollado por el peronismo. Esta toma de posición fue muy criticada por el padre Meinvielle, quien terminó desvinculándose del grupo y creando una organización paralela adscripta al nacionalismo más ortodoxo y bautizada como la Guardia Restauradora Nacionalista (GRN). Fue la primera división del grupo y la que mantuvo la línea más dura, ultracatólica y antisemita, cuyo lema era "Dios, Patria y Hogar", mientras que su fuente de inspiración central fue el fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera. Roberto Etchenique y Roberto Estrada fueron los primeros jefes del nuevo movimiento pero al poco tiempo los sucedió en el cargo Augusto Moscoso. Otro de los jóvenes que ocupaban un lugar directivo en la GRN se encontraba Juan Manuel Abal Medina, quien poco tiempo después, y por recomendación de Meinvielle, comenzó a desempeñarse como secretario privado de otro de los principales ideólogos del nacionalismo argentino, el Dr. Marcelo Sánchez Sorondo,

El conflicto llamado Laica o libre, que estalló en agosto de 1958, enfrentó a los partidarios de la educación privada con los de la educación pública; en nombre de la «libertad», aunque en realidad por el reflejo de oponerse a cualquier organización de izquierda, y de respaldar siempre a la Iglesia, Tacuara anunció su apoyo a la reforma universitaria del presidente Arturo Frondizi y figuró en todas las manifestaciones de los "libres", casi siempre generando disturbios. Luego su estética y su discurso fueron variando: se apoyaron cada vez más en el sindicalismo peronista o neoperonista, se trataban de "usted", vestían uniformes y usaban el pelo muy corto. Superado el conflicto universitario, pasaron a los hechos violentos por sistema. Pretendían devolverle su preeminencia perdida a la Iglesia católica, y proponían un régimen nacional-sindicalista en lugar de la «democracia liberal».[128]

Si bien su número no aumentaba rápidamente, contaban con protección policial para sus ataques, por lo que éstos se hicieron cada vez más seguidos y más violentos: profanaron el cementerio judío de La Tablada, atacaron sinagogas con bombas, y protagonizaron tiroteos y encuentros a cuchillo. Atacaban a jóvenes solamente por su pertenencia a la comunidad judía, y asaltaron el Policlínico Bancario de Buenos Aires a los tiros, llevándose una gran cantidad de dinero. Pero al mismo tiempo, el grupo se iba desgajando: algunos migraban hacia el peronismo, otros hacia la izquierda, e individuos aislados abandonaban la organización. En el pico de su fama, ya había perdido gran cantidad de miembros y buena parte de su capacidad operativa. Cuando se produjo el asesinato de un joven judío, crimen planificado y dirigido a alguien visiblemente inocente, incluso uno de sus ex dirigentes más notables, Joe Baxter, que se había pasado al peronismo, denunció frente a las cámaras de televisión lo que llamaba "el odio antisemita" de Ezcurra Uriburu y sus seguidores. Más tarde, el mismo Baxter se pasaría al otro extremo del arco ideológico, participando en la formación del ERP.[129]

En los años siguientes, Tacuara se disgregó aceleradamente, y sus partidarios tuvieron finales muy distintos: desde Ezcurra Uriburu, que se ordenó sacerdote, hasta Rodolfo Galimberti, que se haría montonero, y muchos de ellos que pasarían por otros grupos de extrema derecha hasta recalar en la Triple A y en los grupos de tareas del Proceso. Hacia 1968, Tacuara no existía más.[130]

El camino del Proceso

Por enésima vez, en junio de 1966, un nuevo golpe de Estado hizo ilusionar a los nacionalistas: Juan Carlos Onganía parecía ser el dictador llamado a cambiar la totalidad del sistema político argentino, o al menos eso creía Amadeo, quien en esos años había fundado el capítulo argentino del movimiento Tradición, Familia y Propiedad fundado en Brasil en 1960 por Plinio Corrêa de Oliveira.​

Onganía era un integrista católico y autoritario que gobernó rodeado por un gabinete con una altísima participación de católicos nacionalistas, pero que en materia económica tomó un rumbo liberal y aperturista. Durante un tiempo, la disolución de los partidos políticos y la intervención de las universidades nacionales –de donde fueron expulsados todos los docentes con ideas izquierdistas o populistas– pareció confirmar que Onganía estaba en camino a la «revolución nacional». Pero esos movimientos no pasaron de ser actos de autoritarismo que fueron repudiados por una parte de la opinión pública, y no lograron el objetivo esperado. De hecho, los estudiantes se radicalizaron rápidamente, y la dictadura no tenía cómo detener el proceso.[131]

Haciendo las paces con el peronismo

Tanto Ulises como Azul y Blanco se pasaron completamente a la oposición, mientras el aumento de la inflación parecía demostrar la incapacidad del gobierno. En lugar de reorganizar por completo el gabinete, Onganía llamó a Adalbert Krieger Vasena, un liberal neto, al ministerio de Economía. Con excepción de los grupos dominantes del poder económico, Onganía perdió todos sus apoyos, a poco más de medio año de haber asumido.[132]

Krieger Vasena se propuso "modernizar" el país, es decir disminuir al mínimo el Estado y brindar una mayuor libertad económica a las grandes empresas, especialmente las extranjeras. Ese proyecto no logró apoyos; mientras la izquierda y el nacionalismo se pasaron el resto del gobierno de Onganía criticando la falta de otros proyectos posibles, los sindicatos y los estudiantes pasaron a la acción directa, por medio de huelgas, «puebladas», movilizaciones y todo lo que se entendería en los años 70 como acción política. El nacionalismo quedó esterilizado, limitado exclusivamente a unos cuantos intelectuales opinando desde sus propios medios de prensa. Uno de los pocos medios por los que un dirigente nacionalista, en este caso Sánchez Sorondo, pudo influir en la política de los años siguientes fue por la influencia personal que significaba su amistad con Raymundo Ongaro, líder sindical de la Federación Gráfica, y que sería uno de los sindicalistas más influyentes en esos años.[133]

Otro personaje que también sería muy influyente del círculo de Sánchez Sorondo fue Juan Manuel Abal Medina, que sería el vínculo de los seguidores del editor con Perón en el exilio en España. Su hermano Fernando fue uno de los fundadores de Montoneros, y también uno de los secuestradores y asesinos del general Aramburu. Desde cierto punto de vista, Montoneros –especialmente los casos de Mario Firmenich, Abal Medina y Rodolfo Galimberti– también nació como un grupo nacionalista de derecha: jóvenes católicos de clase media-alta, sumamente fanatizados, y seguidores de los curas Carlos Mujica y Alberto Carbone. Pero su evolución posterior, con un giro a discursos izquierdistas –aunque conservando el discurso sobre la liberación y dependencia– impide considerarlos dentro del grupo.[134]

Por su parte, Sánchez Sorondo y Amadeo se sumaron al FREJULI, mientras otros viejos nacionalistas como Ricardo Curutchet maniobraron continuamente para intentar evitar que todo el nacionalismo se transformase en una rama comunista y guerrillera del peronismo, secundados por los sacerdotes Meinvielle y Castellani. El movimiento adoptó el nombre del periódico editado por Vicente Massot, Ultra, que luego cambiaría por Cabildo, y a él se sumaron antiguos guerrilleros de Tacuara como José Luis Nell y Jorge Cafatti, de las FAP. En medio de todas esas indefiniciones tuvieron lugar los dos regresos de Perón y la victoria electoral y la asunción de Héctor J. Cámpora.[135]

La otra gran novedad fue la reapertura del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, que nucleó a centenares de jóvenes y dio un gran impulso al revisionismo histórico. Pero, al mismo tiempo, esta actividad neutralizó la poca voluntad de participar en política activa que les quedaba a los nacionalistas.[136]

De Cámpora a Videla

Durante los años que siguieron a la victoria peronista, la revista Cabildo fue la principal actividad de los viejos y nuevos nacionalistas de derecha. Muy atrás habían quedado las marchas de uniforme, las excursiones para tomarse a golpes con los grupos contrarios y –dada su eterna inferioridad numérica– las bombas en los locales comunistas. Hicieron largas campañas contra los ministros José Ber Gelbard –que había sido comunista quince años antes– y Jorge Taiana, a quien acusaban de infiltración comunista en las universidades.[137]

Espantados con los métodos de la Triple A y de José López Rega, mantuvieron en pie numerosas críticas, por lo que sus periódicos eran periódicamente clausurados. Cuando finalmente el ministro cayó, por obra del Rodrigazo, la inestabilidad política, las acciones de Montoneros y del ERP los convencieron de que había llegado la hora de terminar con la presidencia de Isabel Perón por lo que comenzaron a reclamar un nuevo golpe de Estado militar. Pequeños grupos de nacionalistas se manifestaron a favor del golpe de Estado del brigadier Jesús Orlando Cappellini, lo que no impidió su fracaso. Durante el golpe definitivo, del 24 de marzo de 1976, en cambio, los ideólogos nacionalistas no tuvieron participación directa, sino sólo a través del apoyo prestado desde sus publicaciones: todavía no estaba clara la tendencia económica del gobierno que asumiría Jorge Rafael Videla, pero sin duda lo estaba la decisión de acabar con los grupos armados de izquierda por la fuerza y sin reparar en los métodos.[138]

Curutchet volvió a editar Cabildo, y desde allí se dedicó a atacar varios aspectos del Proceso, excepto por dos asuntos en los cuales lo apoyaba sin reparos de ningún tipo: su llegada al poder por medio de un golpe de Estado y los crímenes de lesa humanidad, que creía necesarios ante la amenaza "subversiva", no obstante que el propio hijo de Curutchet había sido secuestrado y desaparecido, y había estado a punto de ser asesinado en la Escuela de Mecánica de la Armada.[139]De hecho, el mayor aporte del nacionalismo católico argentino al Proceso fue, en 1979, la edición, y distribución en librerías militares, del libro Fuerzas Armadas: ética y represión, publicado por Nuevo Orden y firmado por Marcial Castro Castillo, seudónimo de Edmundo Gelonch Villarino, un joven discípulo de Jordán Bruno Genta en los primeros años setenta y que a la época del Proceso era profesor en la Escuela Superior de Guerra Aérea. El libro estaba dirigido a los oficiales católicos que se encontraban combatiendo a la subversión y veían violentadas sus convicciones religiosas por los métodos utilizados. Según Castro Castillo, su inquietud personal para escribir el libro surgió de “necesidades de dirección espiritual en el ámbito militar y estrecha amistad con muchos combatientes [las cuales] movieron mis preocupaciones hacia los problemas morales de la Guerra Moderna.”[140] A su vez, el objetivo del libro era, “que en esta guerra sucia, los defensores de la verdad, el orden y la justicia, de Dios y de la Patria, alcancen el máximo de eficacia sin deshonrarse”.[140] Para ello, partía de la base de que “La guerra subversiva y revolucionaria es simplemente el intento de desordenar esa jerarquía de bienes que es esencia de la Civilización y causa de la paz (…) todo ello para deshumanizarnos, bestializarnos y sustraernos al Reino de Cristo” (...) “La guerra antisubversiva es justa en defensa del orden natural y la soberanía nacional, gravísimamente amenazados de inminente y total destrucción (…), causa más que suficiente para una guerra total en procura de la Paz de Cristo en la Patria”. Para eso, recomendaba evitar los métodos clandestinos, declarar públicamente el Estado de Guerra, suspender el orden constitucional, juzgar a los detenidos no en base al derecho penal vigente en ese momento sino al "derecho natural fundado en Dios" y aplicarles la pena de muerte[140]. A este respecto, se basaba en Santo Tomás de Aquino: ". en cuanto a si siempre es malo matar a un hombre por su dignidad humana fundada en la naturaleza racional, dice: ‘El hombre, al pecar, se separa del orden de la razón, y por ellos decae en su dignidad humana, que estriba en ser el hombre naturalmente libre y existente por sí mismo; y húndese, en cierta forma, en la esclavitud de las bestias. (...) Por consiguiente, aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea en sí malo, sin embargo, matar al hombre pecador puede ser bueno, como matar una bestia, pues peor es el hombre malo que una bestia, y causa más daño, en frase de Aristóteles".[140]

También encontraba fundamento teológico en Francisco de Vitoria: si la guerra que se libraba era justa, estaba permitido hacer “todo lo que sea necesario para la defensa del bien público”. Esta posición llegaba a su punto más álgido cuando comenzaba a tratarse el tema de la tortura y del desasosiego que los involucrados en ella solían expresar a sus confesores. Castro Castillo reconoce que no existe una doctrina católica al respecto y que la decisión siempre debería ser tomada por la autoridad militar competente, pero deja como pauta de conducta una serie de preguntas que, debería autoformularse el oficial y, de acuerdo a la respuesta que honestamente les diera, podría tener al menos una señal de la legitimidad o ilegitimidad para recurrir al tormento: “¿es tan grave la amenaza al bien común?¿No puedo proteger al bien común de otra manera lícita? ¿Es realmente imprescindible que haga esto?”.[140]

Esta misma preocupación por las consecuencias espirituales que la represión traería a sus agentes cuando éstos practicaban una genuina fe católica también fue tratado por otros nombres reconocidos del nacionalismo católico como Doctrina Contrarrevolucionaria. Doctrina Política Antisubversiva del mismo maestro de Gelonch Villarino, Jordán Bruno Genta. Éste descartaba por completo el uso de procedimientos clandestinos, como ya lo había expresado durante un curso en la provincia de Tucumán: "el cristiano debe estar dispuesto a morir, no a matar; dispuesto a morir por la fe, por la patria, por la familia, por el prójimo. Debe estar dispuesto a derramar, como Nuestro Señor Jesucristo, la propia sangre, y no la sangre ajena. En segundo lugar, y si tiene que defenderse y combatir, el cristiano debe hacerlo en la luz y a cara descubierta, y no desde la sombra y con el rostro encapuchado. Además, los que tienen que desplegar la lucha armada son los integrantes de las Fuerzas Armadas de la Nación, quienes deben apresar abiertamente a los guerrilleros, deben juzgarlos públicamente según las leyes de la guerra, deben condenarlos públicamente y, si fuese posible, deben también ejecutarlos públicamente. Actuar clandestinamente es de una ruindad, una vileza y una cobardía impropias de un soldado, de un estadista y de cualquier cristiano; es algo que no se puede hacer si se es discípulo de Cristo. Y en tercer y último lugar, la guerra sucia a los guerrilleros se la van a perdonar y los van a convertir en héroes, a ustedes no. Ustedes, en rigor, no serán perdonados, y serán, en cambio, castigados como criminales”.[141]

También el padre Alberto Ezcurra Uriburu, a pedido de Mons. Tórtolo, había escrito entre fines de 1974 y principios de 1975 un opúsculo titulado De Bello Gerendo. Muchos años después, en el año 2007, fue publicado como libro bajo el título Moral cristiana y guerra antisubversiva: enseñanzas de un capellán castrense. Para ello, Ezcurra Uriburu toma como punto de partida la cita de San Ambrosio "Aún entre enemigos existen derechos y convenciones que deben ser respetados”, y a partir de allí se dedica a reflexionar sobre cuestiones como la "aplicación o no de las leyes internacionales de derecho positivo a quienes no se sujetan a ellas, la licitud de dar muerte en combate a los guerrilleros, la licitud o no de hacerlo en caso de rendición, la licitud o no de eliminar físicamente a los jefes y responsables (teóricos o militares) de la guerrilla, la licitud o no de las represalias, entre muchas otras. Y deja bien claro que nunca puede ser lícita la ejecución de los rendidos, salvo casos excepcionales y jamás sin juicio sumarísimo."[142]

Un nuevo fracaso del modelo nacionalista

Hacia 1980, el fracaso po ítico y económico del Proceso era evidente, y la mayor parte de la prens nacional lo evidenciaba, con toda la prudencia del caso. El princi al medio que desentonaba con esos discursos fue Cabildo, el cual en cambio, concentraba sus críticas sobre el llamado de la dicadura a negociar una salida –a largo plazo– con los partidos políticos: desde el punto de vista nacionalista, todo podía ser admisible, menos una solución democrática.[143]

Los nacionalistas apoyaron sin ninguna reserva la iniciación de la Guerra de Malvinas y, cuando la aventura terminó en un desastre, se encargaron de llenar de improperios a los militares que no se habían hecho matar inútilmente, y a los políticos que preveían que la derrota llevaría rápidamente a la salida democrática, como el radical Raúl Alfonsín.[144] Durante los meses siguientes, organizaron actos «contra la rendición», y pretendieron mantener vivo el «espíritu de Malvinas»; contra lo que esperaban, lo que surgía era la ansiedad por la recuperación de la democracia y la defensa de los derechos humanos.[145]

El modelo nacionalista clásico que siempre habían apoyado –la dictadura militar en manos de un jefe fuerte y capaz, que instaurase un sistema corporativo y católico– había vuelto a fracasar. No es que Videla o Viola lo hubiesen intentado, pero los nacionalistas sostuvieron por mucho tiempo su esperanza de convencerlos de que hicieran esa revolución. La falta de sentido común y la ingenuidad de gran parte de su dirigencia los había impulsado a probar lo imposible, convirtiendo en nacionalistas a militares de confusas ideas neoliberales, y mucho más preocupados por sus propios intereses que por el país.[146]

Vuelta a la democracia

Durante los primeros años del gobierno de Alfonsín, nacionalistas católicos como Guillermo Patricio Kelly concentraron su discurso en la oposición contra casi cualquier cosa que hiciera el gobierno democrático: participaron en la campaña por el "No" frente al plebiscito por el Beagle, lanzaron una absurda campaña de críticas contra la "patota cultural", y una serie de campañas contra la «amenaza comunista» que significaba el sandinismo en Nicaragua.[147]

Con la caída del comunismo soviético, prácticamente se quedaron sin argumentos a defender. Apoyaron los planteos carapintadas, y siguieron defendiendo la legitimidad de la represión del Proceso, basados en los mismos argumentos de Castro Castillo, pero sin la menor posibilidad real de incidir en los sucesos. También organizaron partidos políticos como el Partido de la Independencia, el Partido Nacionalista Constitucional de Alberto Asseff, y ya en los 90, el más exitoso de todos los intentos: el MODIN de Aldo Rico que llegó a ser tercera fuerza a nivel nacional en las elecciones legislativas de 1993.[148]

En marzo de 1990 surgió un partido neonazi dirigido por Alejandro Biondini, llamado Partido Nacionalista de los Trabajadores (PNT), que luego mutaría su nombre a Partido Nuevo Triunfo. Éste pasó la mayor parte de esa década exigiendo el reconocimiento legal y la posibilidad de participar en elecciones, que le fueron repetidamente negadas por su simbología indudablemente nazi.[149] Fue oficialmente disuelto en 2009, y reemplazado por el partido Bandera Vecinal, en que el liderazgo visible recaía en su hijo Alejandro César Biondini; sin embargo, Biondini padre volvió a ser la cara visible del partido en 2017, cuando formó con el partido Gente en Acción el Frente Patriota Federal, que fue autorizado a participar en elecciones.[150] No obstante, participó solamente en cinco elecciones primarias simultáneas, de las cuales sólo en una alcanzó a superar, ajustadamente, el 1% de los votos, y no llegó a participar en las elecciones generales.

Véase también

Referencias

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