Un voluntario realista

Un voluntario realista es octavo volumen de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.[1] escrito y publicado en 1878. Fue calificado por José María Pereda, escritor y amigo del autor, como «el más endiabladamente apasionado contra cosas y sentimientos» (queridos por la parte «sana» del pueblo español).[2][lower-alpha 1][3]

Un voluntario realista
de Benito Pérez Galdós

Contraportada del episodio nacional Un voluntario realista. Edición de la Imprenta y Litografía de La Guirnalda, Madrid, 1878.
Género Novela
Idioma Español
País España
Fecha de publicación 1878
Episodios nacionales
Un voluntario realista

Para este episodio –desarrollado en gran parte en la Cataluña de 1827 (y en especial la localidad de Solsona[lower-alpha 2])–, Galdós creó el personaje de Pepet Armengol, miembro del cuerpo de voluntarios realistas catalanes en la guerra de los Agraviados,[4] que compartirá la trama bélica, aventurera y folletinesca, con dos de los protagonistas principales de la segunda serie de los Episodios nacionales, Salvador Monsalud y su medio hermano y antagonista Carlos Navarro, alias ‘Garrote’; completa el cuadro principal la monja sor Teodora de Aransis y Peñafort, sobrina del conde de Miralcamp, hermosa doncella que había tomado el velo y que Galdós describe hablando así en el ámbito conventual:

Sor Teodora de Aransis, personaje de Un voluntario realista, vista por Gómez Soler y Pellicer.
«El delicioso y fresco timbre de la voz, la gracia de la entonación y el festivo reír indicaban claramente la persona por demás simpática de Sor Teodora de Aransis.

-Es lo que me quedaba que oír -añadió con desenvoltura-. ¡Que las sectas y el imperio de los malos puedan derribarse con oraciones! ¡Que una nación invadida por herejes sea limpia por rezos de monjas!... Decir eso es vivir en el Limbo. Bueno es rezar; pero cuando el mal ha tomado proporciones y domina arriba y abajo, en el trono y en la plebe, ¿de qué valen los rezos?... ¿Por qué tantos ascos a la guerra? La guerra impulsada y sostenida por un fin santo es necesaria, y Dios mismo no la puede condenar. ¿Cómo ha de condenarla, si él mismo ha puesto la espada en la mano de los hombres, cuando ha sido menester? Nos asustamos de la guerra, y la vemos en toda la historia de nuestra Fe, desde que hubo un pueblo elegido. ¿No peleó Josué, no peleó Matatías gran sacerdote, no pelearon los Macabeos y el santo rey David? Bonito papel habría hecho San Fernando si en vez de arremeter espada en mano contra los moros, se hubiera puesto a rezar, esperando vencerlos con rosarios. No es tan mala la guerra, cuando un apóstol de Jesucristo se dignó tomar parte en ella, con su manto de peregrino y caballero en un caballo blanco, repartiendo tajos y pescozones. La guerra contra infieles y herejes es santa y noble. ¡Benditos los que mueren en ella, que es como morir en olor de santidad! En el cielo hay lugar placentero destinado a los valientes que han sucumbido peleando por Dios.

Sor Teodora de Aransis se agitó hablando de este modo, y sus bellas facciones tenían el divino sello de la inspiración. Atendían a sus palabras con muestras de asentimiento Doña Josefina y la madre abadesa; pero la madre Montserrat, dirigiendo una mirada rencillosa a la audaz defensora de la fuerza, rumió estas palabras:

-Hermana Teodora de Aransis, usted es una niña.

-Tengo treinta y dos años -repuso con brío la de Aransis, sin dignarse mirar a su contrincante.

-Y yo tengo sesenta -afirmó esta-, yo he visto guerras, y usted no. (...)»
Capítulo V, Galdós (1878)

Notas

  1. Crítica que el escritor santanderino repetirá meses después a propósito de la lectura de la novela La familia de León Roch, publicada después de este episodio catalán, como se lee en la carta de Pereda a Galdós del 10 de enero de 1879, en la que el cántabro le echa en cara lo que considera «la tercera de las burlas más injustas que se han escrito contra el catolicismo».
  2. La ciudad de Solsona, que ya no es obispado, ni plaza fuerte ni cosa que tal valga y hasta se ha olvidado de su escudo, consistente en cruz de oro, castillo y cardo de los mismos esmaltes sobre campo de gules, gozaba allá por los turbulentos principios de nuestro siglo la preeminencia de ser una de las más feas y tristes poblaciones de la cristiandad, a pesar de sus formidables muros, de sus nueve esbeltos torreones, de su castillo romano, indicador de gloriosísimo abolengo, y a pesar también de su catedral a que daban lustre cuatro dignidades, dos canonjías, doce raciones y veinticuatro beneficios. La que Ptolomeo llamó Setelsis, se ensoberbecía con la fábrica suntuosa de cuatro conventos que eran regocijo de las almas pías y un motivo de constante edificación para el vecindario. Este se elevaba a la babilónica cifra de 2.056 habitantes.
    Capítulo I, Galdós (1878)

Referencias

Bibliografía

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